9. El Mundo de Schar

Imaginad un inmenso océano visto desde una gran altura. Se extiende desde la curva en que termina cada ángulo del horizonte con el sol ardiendo sobre un billón de olitas minúsculas. Ahora imaginad una capa de nubes sobre el océano, un cascarón de terciopelo negro suspendido muy por encima del agua que también se extiende hasta el horizonte, pero conservad la luz que hace cabrillear el océano aunque no haya ningún sol que pueda emitirla. Añadidle muchas lucecitas esparcidas sobre la base de esa lámina de tinta como si fueran ojillos relucientes solos, en parejas o en grupos más numerosos, cada lucecita o grupo de ellas muy, muy alejadas de los otros puntos brillantes.

Eso es lo que se puede ver desde una nave que recorre el hiperespacio mientras vuela como un insecto microscópico, libre para moverse a su antojo entre la rejilla de energía y el espacio real.

Las lucecitas brillantes que hay en la superficie inferior de la nube son estrellas; las olas del mar son las irregularidades de la Rejilla que es utilizada como plano de tracción por los motores de campo de una nave que viaja a través del hiperespacio, y ese centelleo es su fuente de energía. La Rejilla y la llanura del espacio real se curvan creando contornos bastante similares a los de las olas que se agitan en el océano; y la nube hace pensar en la redondez de un planeta, pero su curvatura no es tan pronunciada. Los agujeros negros son como los chorros de agua de una fuente monumental, que serpentean yendo desde las nubes hasta el mar; las supernovas son relámpagos que se deslizan sobre la capa de nubes, iluminando todos sus recovecos. Las rocas, lunas, planetas, Orbitales e incluso objetos tan grandes como los Anillos y Esferas apenas si son visibles.

Las dos Unidades Rápidas Ofensivas de la clase Asesino Excedente comercial y Revisionista surcaban el hiperespacio a toda velocidad, dos fuselajes metálicos que centelleaban bajo la telaraña del espacio real como dos esbeltos peces relucientes moviéndose en un profundo lago de aguas muy tranquilas. Dejaban atrás sistemas y estrellas, manteniéndose lo bastante debajo de los espacios vacíos para que hubiese muy pocas probabilidades de que fueran detectadas por el enemigo.

Los motores de cada nave eran un foco de energía casi inimaginable, y sus doscientos metros de longitud contenían una potencia casi igual al uno por ciento de la energía producida por un sol de pequeñas dimensiones Los motores hacían que las naves avanzaran por el espacio tetradimensional a una velocidad cuyo equivalente en el espacio real habría sido levemente inferior a los diez años luz por hora. En aquella época se consideraba que era una velocidad notablemente alta.

Las naves captaron la presencia del Acantilado Resplandeciente y el Golfo Sombrío que se extendían ante ellas. Alteraron el rumbo en un ángulo que las llevaría hacia el interior de la zona de guerra, y enfilaron sus proas hacia el sistema donde se encontraba el Mundo de Schar.

El grupo de agujeros negros que había creado el Golfo eran visibles en la lejanía. Esos surtidores de energía habían pasado por aquella zona hacía ya varios milenios, dejando tras ellos un espacio lleno de estrellas consumidas, trazando una larguísima espiral que les llevaría hacia el centro de la isla de estrellas y nebulosas en lenta rotación que era la galaxia. Su desplazamiento había ido creando un brazo galáctico artificial.

El grupo de agujeros negros era conocido como el Bosque, tan cercanos estaban los unos a los otros, y en caso de que fueran detectadas y perseguidas las dos naves de la Cultura, habían recibido instrucciones de alterar el curso hacia ellos en un intento de abrirse paso a través de aquellos mortíferos troncos retorcidos. La Cultura sabía manejar los campos distorsionantes bastante mejor que los idiranos, por lo que se consideraba que tenían más posibilidades de atravesar el Bosque, y cualquier nave que las persiguiera podía preferir dejarlas escapar antes que meterse en el Bosque. Era un riesgo terrible, pero las dos URO eran valiosísimas. La Cultura aún no había construido muchas naves de ese tipo, y se había hecho todo lo posible para asegurar que regresarían a su base sin sufrir daños o, en el peor de los casos, que se autodestruirían sin dejar ni la más mínima huella de su existencia.

No se encontraron con naves hostiles. Cruzaron el lado interno de la Barrera del Silencio en pocos segundos, expulsaron la carga que habían llevado hasta allí, volvieron a cambiar el rumbo y se alejaron a velocidad máxima por entre las estrellas, dejando atrás el Acantilado Resplandeciente para adentrarse en los cielos vacíos del Golfo Sombrío.

Detectaron la presencia de naves hostiles situadas en las proximidades del sistema que contenía el Mundo de Schar. Las naves se dispusieron a perseguirlas, pero habían sido detectadas demasiado tarde y no tardaron en dejar muy atrás los haces de los sistemas de guía de los láseres que intentaban localizarlas. Pusieron rumbo hacia el otro extremo del Golfo. Habían logrado llevar a cabo su extraña misión. Las Mentes que llevaban a bordo y la pequeña dotación de humanos de cada nave (quienes estaban allí más porque lo deseaban que por lo útiles que podían llegar a ser) no tenían ni idea de por qué estaban atacando el vacío con cabezas de guerra, disparando sus SAERC contra los blancos expulsados por la otra nave, emitiendo nubes de AMC y gases y enviando pequeñas naves sin tripulación con sistemas de señales y emisoras que apenas si llegaban a la categoría de lanzaderas no tripuladas provistas de equipo transmisor. El efecto de la operación que se les había encomendado se reduciría a unos cuantos destellos y explosiones considerablemente espectaculares y a la creación de unas cuantas ondas radioactivas y señales de banda ancha. Los idiranos no necesitarían mucho tiempo para limpiar la zona de escombros, y destruirían o capturarían a las naves no tripuladas.

Se les había pedido que pusieran en peligro sus vidas llevando a cabo una misión que parecía fruto de un cerebro dominado por el pánico y daba la impresión de haber sido concebida para convencer a quien pudiera visitar la zona de que ésta había sido el escenario de una inexistente batalla espacial, ¡Y lo habían conseguido!

¿Qué le estaba pasando a la Cultura? Los idiranos parecían adorar las misiones suicidas. En cuanto les conocías un poco empezabas a pensar que encomendarles alguna misión que no perteneciese a esa categoría era una especie de insulto. Pero… ¿La Cultura? ¿Una sociedad donde hasta las fuerzas que libraban la guerra consideraban que «disciplina» era una palabra tabú, donde las personas siempre querían saber el porqué de esto y el porqué de aquello otro?

Las cosas debían de estar poniéndose bastante feas.

Las dos naves siguieron avanzando por el Golfo, comunicándose e intercambiando argumentos y teorías. Los miembros de cada tripulación mantenían animadas discusiones entre sí.


* * *

La Turbulencia en cielo despejado necesitó veintiún días para hacer el trayecto entre Vavatch y el Mundo de Schar.

Wubslin aprovechó ese tiempo para llevar a cabo todas las reparaciones que estaba en su mano hacer, pero lo que la nave necesitaba era otra revisión concienzuda en un astillero bien equipado. La estructura no había sufrido daños y se podía confiar en que aguantaría, pero los sistemas habían sufrido una degradación general que, por suerte, no había culminado en ninguna avería catastrófica. Las unidades de campo no funcionaban tan bien como antes, los motores de fusión no aguantarían un uso prolongado dentro de una atmósfera —les llevarían hasta la superficie del Mundo de Schar y les harían despegar, pero no podrían proporcionarles mucho tiempo de vuelo—, y el número y eficiencia de los sensores de la nave había quedado reducido a un nivel que casi rozaba el mínimo operacional.

Horza pensaba que habían tenido muchísima suerte.

Tener la Turbulencia en cielo despejado bajo su control le permitió desconectar los circuitos de identidad del ordenador. Además, no tenía que consumir sus fuerzas engañando a la Compañía Libre, por lo que a medida que pasaban los días fue Cambiando lentamente para irse pareciendo un poquito más a su antiguo yo. El Cambio tenía como objetivo hacer que Yalson y los otros miembros de la Compañía se sintieran un poco más a gusto con su presencia. Su apariencia acabó llegando a un compromiso hecho con dos tercios de Kraiklyn y el yo que había viajado a bordo de la Turbulencia en cielo despejado antes de que atracaran en Vavatch. Había otro tercio que fue dejando crecer dentro de él y que no permitió ver a ninguna de las personas que viajaban con él, un tercio destinado a una Cambiante pelirroja llamada Kierachell. Horza tenía la esperanza de que Kierachell sabría reconocer esa parte de su aspecto cuando volvieran a encontrarse en el Mundo de Schar.


* * *

—¿Por qué creías que nos enfadaríamos? —le preguntó Yalson un día en el hangar de la Turbulencia en cielo despejado.

Habían colocado una pantalla de blanco al otro extremo y estaban practicando con los láseres. El proyector incorporado a la pantalla les mostraba imágenes contra las que disparar. Horza se volvió hacia la mujer.

—Era vuestro líder.

Yalson se rió.

—Era una mezcla de gerente y encargado de personal. ¿Crees que hay muchos jefes que les caigan bien a sus subordinados? Esto es un negocio, Horza, y ni tan siquiera es un negocio boyante… Kraiklyn se las arregló para conseguir que la mayoría del personal acabara jubilado prematuramente. ¡Mierda! La única persona a la que necesitabas engañar era la nave.

—Sí, también lo hice por eso —dijo Horza, apuntando hacia una silueta humana que corría por la pantalla. El punto del láser era invisible, pero la pantalla captó su presencia y mostró un resplandor blanco allí donde se había posado. La silueta humana tropezó, pero no llegó a caer. Horza le había dado en la pierna. Medio punto—. Tenía que engañar a la nave, pero no quería correr el riesgo de que hubiera alguien leal a Kraiklyn.

Era el turno de Yalson, pero no estaba mirando a la pantalla sino a Horza.

Las fidelidades de la nave habían sido burladas mediante un desvío en los sistemas, y lo único que se necesitaba para darle órdenes era un código numérico —ignorado por todos salvo por Horza—, y el anillo que había pertenecido a Kraiklyn. Horza les había prometido que si cuando llegaran al Mundo de Schar descubrían que no había ninguna otra forma de abandonar el planeta, ajustaría el ordenador de la Turbulencia en cielo despejado para que se liberara a sí mismo de todas las limitaciones de fidelidad pasado un tiempo prudencial, con lo que si no lograba salir de los túneles del Sistema de Mando la Compañía Libre no se vería atrapada en el planeta.

—Nos lo habrías dicho, ¿verdad, Horza? —le preguntó Yalson—. Habrías acabado diciéndonoslo.

Lo que en realidad quería preguntarle era si se lo habría dicho a ella, y Horza lo sabía. Bajó el arma y la miró a los ojos.

—Sí —respondió—. En cuanto hubiera estado seguro de la gente y de la nave.

Era la respuesta más sincera que podía darle, pero no estaba seguro de que fuera a gustarle mucho. Necesitaba a Yalson, no sólo por el calor de su cuerpo en la noche roja de la nave, sino por la confianza y para sentir que alguien se preocupaba por lo que pudiera pasarle. Pero Yalson seguía mostrándose distante.

Balveda estaba viva. Si Horza no hubiera querido que Yalson volviera a ser la de antes, quizá no seguiría con vida. Horza lo sabía, y el pensamiento era duro de soportar. Le hacía sentirse cruel y rastrero. Incluso saberlo con seguridad habría sido mejor que seguir sumido en la incertidumbre. No estaba seguro de si la fría lógica de este juego ordenaba la muerte de la mujer de la Cultura o el que siguiera con vida, y ni tan siquiera estaba seguro de si habría sido capaz de matarla a sangre fría en el caso de que la primera opción resultara cómoda y claramente obvia. Había pensado en ello muchas veces y seguía sin estar seguro. Su única esperanza era que ninguna de las dos mujeres hubiera adivinado lo que pasaba por su mente.

Kierachell era otro motivo de preocupación. Sabía perfectamente lo absurdo que resultaba preocuparse por sus asuntos personales en aquellos momentos, pero no lograba dejar de pensar en la Cambiante. Cuanto más se acercaban al Mundo de Schar más se acordaba de ella y más reales iban volviéndose sus recuerdos. Intentó no poner demasiadas esperanzas en ella y trató de recordar lo aburrida que había sido la existencia en la avanzadilla solitaria de los Cambiantes, y lo inquieto y a disgusto que se había sentido allí incluso gozando de la compañía de Kierachell, pero soñaba con su sonrisa y recordaba toda la gracia fluida de su voz con el mismo anhelo atormentado que caracteriza el primer amor de un adolescente. De vez en cuando pensaba que Yalson quizá captara aquellas emociones, y una parte de su ser parecía acurrucarse avergonzada dentro de él.

Yalson se encogió, se llevó el arma al hombro y disparó contra la sombra de cuatro patas que se movía en la pantalla de práctica. La sombra se detuvo en seco y se desplomó, pareciendo disolverse sobre el suelo borroso que ocupaba la parte inferior de la pantalla.


* * *

Horza dio charlas.

Le hacía sentirse como un académico invitado a pronunciar conferencias en alguna universidad, pero aun así lo hizo. Tenía la sensación de que debía explicarles por qué estaba haciendo lo que hacía, por qué los Cambiantes apoyaban a los idiranos y por qué creía en aquellas cosas por las que estaban luchando. Horza les dio el nombre de «sesiones de preparación» y su tema aparente era el Mundo de Schar y el Sistema de Mando, su historia, su geografía y ese tipo de cosas, pero siempre (y de forma totalmente intencionada) se las arreglaba para acabar hablando de la guerra en general, o sobre aspectos de ésta que no guardaban ninguna relación con el planeta al que se estaban aproximando.

Las sesiones le proporcionaban una buena excusa para mantener encerrada a Balveda dentro de su camarote mientras él iba y venía por el comedor con los miembros de la Compañía Libre como público. No quería que esas charlas se convirtieran en una discusión.

Perosteck Balveda no les había dado problemas. Su traje, algunas joyas de aspecto inofensivo y sus demás objetos personales fueron expulsados al espacio mediante un vactubo. Fue examinada con todo el equipo disponible en la algo limitada enfermería de la Turbulencia en cielo despejado. Los exámenes indicaron que estaba limpia, y Balveda parecía más que dispuesta a comportarse como una prisionera modelo, confinada dentro de la nave como lo estaban todos y, dejando aparte las noches, con sólo alguna que otra estancia breve encerrada dentro de su camarote. Horza no la dejaba aproximarse al puente, por si acaso; pero Balveda no dio señales de que quisiera familiarizarse con la nave tal y como había hecho Horza cuando entró a formar parte de la Compañía, y ni tan siquiera intentó hablar con los mercenarios para que simpatizaran un poco más con su forma de ver la guerra y la Cultura.

Horza se preguntaba hasta qué punto se sentía segura. Balveda se comportaba de forma amable y jovial, y no daba la impresión de sentirse preocupada; pero había momentos en que la miraba y creía captar un fugaz destello de una tensión interior que casi rozaba la desesperación. En cierto aspecto aquello le aliviaba, pero en otro le hacía sentir esa misma impresión de estar siendo desagradablemente cruel que había experimentado cuando pensaba en las razones por las que la agente de la Cultura seguía con vida. A veces tenía miedo de llegar al Mundo de Schar, pero a medida que el viaje se iba prolongando acabó anhelando entrar en acción y que los acontecimientos le permitieran dejar de pensar.


* * *

Un día hizo venir a Balveda a su camarote después de que todos hubieran cenado en el comedor. La mujer entró en el habitáculo y se sentó en el mismo sitio que el Cambiante había ocupado cuando Kraiklyn le hizo acudir a su camarote poco después de haberse unido a la tripulación.

Balveda parecía muy tranquila. Se sentó elegantemente en aquel pequeño asiento con su esbelto cuerpo relajado y, al mismo tiempo, listo para cualquier eventualidad. Sus ojos oscuros contemplaron a Horza desde la delgada cabeza de rasgos finamente moldeados. Las luces del camarote hacían brillar su cabello rojizo, que estaba empezando a volverse negro.

—¿Capitán Horza? —sonrió y cruzó sus manos de largos dedos sobre su regazo.

Vestía una especie de larga túnica azul, lo más sencillo que habían podido encontrar en la nave. La túnica había pertenecido a Gow.

—Hola, Balveda —dijo Horza.

Se sentó en la cama. Llevaba un mono muy holgado. Se había pasado los primeros dos días con el traje espacial puesto, pero aunque el traje era lo bastante sofisticado para no resultar demasiado incómodo, los recintos de la Turbulencia en cielo despejado eran tan poco espaciosos que le resultaba difícil moverse, por lo que acabó decidiendo olvidarse del traje hasta que hubieran llegado a su destino.

Había pensado ofrecerle algo de beber, pero recordó que eso era justamente lo que había hecho Kraiklyn y, sin saber muy bien por qué, le pareció que no sería adecuado.

—¿Y bien. Horza? —dijo Balveda.

—Sólo quería… Quería saber qué tal estabas —dijo Horza.

Había intentado ensayar de antemano lo que le diría. Le aseguraría que no corría peligro, que le caía bien y que estaba seguro de que esta vez lo peor que podía ocurrirle sería que acabara internada en algún campo para prisioneros de guerra y, quizá, un intercambio final, pero las palabras se negaron a salir de su boca.

—Estoy estupendamente —dijo ella. Se pasó la mano por el pelo y sus ojos recorrieron velozmente los contornos del camarote—. Estoy intentando ser una prisionera modelo y no proporcionarte ninguna excusa para que te libres de mí.

Sonrió, pero Horza volvió a captar la tensión que había oculta bajo aquel gesto. Y, aun así, sintió cierto alivio.

—No —rió, dejando que la carcajada hiciera oscilar su cabeza hacia atrás—. No tengo ninguna intención de hacer nada semejante. Estás a salvo.

—¿Hasta que lleguemos al Mundo de Schar? —preguntó ella con voz tranquila.

—Y después también —dijo Horza.

Balveda parpadeó lentamente y bajó la vista.

—Hmmm… Me alegro.

Le miró a los ojos.

Horza se encogió de hombros.

—Estoy seguro de que tú harías lo mismo por mí.

—Creo que… Sí, probablemente lo haría —dijo ella, y Horza no supo si estaba mintiendo o si decía la verdad—. Es una lástima que estemos en bandos distintos.

—Es una lástima que todos estemos en bandos distintos, Balveda.

—Bueno —dijo ella volviendo a cruzar las manos sobre el regazo—, hay una teoría según la cual el bando en el que cada uno cree estar es el que acabará triunfando.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Horza sonriendo—. ¿La verdad, la justicia y todo eso?

—No, no se trata de eso. —Balveda sonrió sin mirarle a la cara—. Sólo… —Se encogió de hombros—. La vida, nada más. La evolución de la que hablabas. Dijiste que la Cultura era un callejón sin salida, una especie de mar estancado. Si lo somos… Bueno, puede que acabemos perdiendo.

—Maldita sea, Balveda, aún conseguiré que acabes pasándote al bando de los buenos —dijo Horza, y en su voz sólo había un leve exceso de jovialidad.

Balveda sonrió.

Abrió la boca para decir algo, se lo pensó mejor y volvió a cerrarla. Clavó los ojos en sus manos. Horza no supo qué decir.


* * *

Yalson se presentó en su camarote una noche cuando faltaban seis días para que llegaran a su destino. La débil claridad del sistema de la estrella era visible incluso sin sensores en el cielo por delante de la nave.

Horza ya no esperaba que viniera, y el sonido de sus nudillos llamando a la puerta le hizo salir de un estado a medio camino entre el sueño y la vigilia de forma tan brusca que le dejó desorientado durante unos momentos. Vio el rostro de Yalson en la pantalla de la puerta y la dejó entrar. Yalson entró rápidamente cerrando la puerta a su espalda y le abrazó con fuerza sin decir ni una palabra. Horza se quedó inmóvil, intentando despertarse y comprender por qué estaba allí. No parecía haber ninguna razón que explicara su presencia, ninguna acumulación de alguna clase de tensión emocional entre ellos, ninguna señal o pista: nada.

Yaison había pasado todo aquel día en el hangar haciendo ejercicios físicos con el cuerpo recubierto de pequeños sensores. Horza la había visto sudar hasta llegar al agotamiento, observando lecturas y pantallas con cara de no estar demasiado satisfecha, como si su organismo fuese algo tan mecánico como la nave y quisiera averiguar de qué era capaz antes de que acabara siendo destruido por las pruebas a las que lo estaba sometiendo.

Se acostaron en la cama, pero —como en una confirmación más de los agotadores ejercicios físicos con que se había torturado durante todo aquel día—, Yalson se quedó dormida tan pronto como su cuerpo rozó la sábana. Se quedó dormida en sus brazos mientras Horza la acariciaba y la besaba, respirando el perfume de su cuerpo después de lo que le habían parecido meses enteros de separación. Horza siguió despierto durante un rato oyéndola respirar, sintiendo como se removía levemente entre sus brazos y como los latidos de su corazón se iban haciendo cada vez más lentos a medida que iba sumiéndose en el sueño profundo.

Por la mañana hicieron el amor.

—¿Por qué? —le preguntó Horza mientras sus corazones iban calmándose. Estaban abrazados y el sudor se iba secando sobre sus cuerpos—. ¿Qué te hizo cambiar de opinión?

Los zumbidos y susurros de la nave les llegaban como desde una gran distancia.

Yalson le abrazó aún más fuerte que antes y meneó la cabeza.

—Nada —dijo—, nada en particular, nada importante. —Horza sintió como se encogía de hombros. Yalson ladeó la cabeza hasta rozarle el brazo, volviéndose hacia el suave zumbido del mamparo—. Todo —añadió con un hilo de voz—. El Mundo de Schar.


* * *

Faltaban tres días para llegar. Horza estaba en el hangar viendo cómo los miembros de la Compañía Libre hacían ejercicios físicos y disparaban sus armas contra la pantalla. Neisin no podía practicar porque seguía negándose a usar láseres después de lo ocurrido en el Templo de la Luz. Había aprovechado sus escasos momentos de sobriedad en Evanauth para hacer acopio de cargadores.

Después de la práctica de tiro, Horza hizo que todos los mercenarios probaran sus arneses antigravitatorios. Kraiklyn había comprado un lote muy barato e insistió en que los miembros de la Compañía Libre cuyo traje no llevaba incorporada unidad antigravitatoria le compraran un arnés a lo que afirmó era el precio de coste. Al principio Horza no estaba muy convencido de que fuese buena idea, pero las unidades antigravitatorias parecían estar en condiciones de funcionar, y no cabía duda de que serían muy útiles para registrar los pozos más profundos del Sistema de Mando.

Horza había acabado convenciéndose de que, si era preciso, los mercenarios le seguirían hasta las profundidades del Sistema de Mando. El largo tiempo transcurrido desde las emociones de Vavatch y la aburrida rutina de la vida a bordo de la Turbulencia en cielo despejado habían hecho que empezaran a anhelar experiencias más interesantes. Tal y como lo había descrito —y era sincero—, el Mundo de Schar no parecía un lugar demasiado malo. Al menos no había muchas probabilidades de que se encontraran metidos en un tiroteo y nadie estaría muy dispuesto a hacer volar las cosas por los aires, incluida la Mente en cuya búsqueda quizá acabaran colaborando. No si había un Dra'Azon cerca que podía pedirles cuentas de sus actos…


* * *

El sol del sistema del Mundo de Schar ardía ante ellos convertido en el objeto más brillante de todo el cielo. Seguían estando dentro del miembro de la espiral y se dirigían hacia el exterior de ésta, por lo que el Acantilado Resplandeciente aún no era un rasgo visible de la extensión de cielo que tenían delante, pero lo que sí podía verse era que todas las estrellas que había esparcidas ante ellos se encontraban o muy cerca o a muchísima distancia. En el tramo de espacio que se extendía ante la proa de la nave no había ninguna.

Horza había alterado varias veces el curso de la Turbulencia en cielo despejado, pero seguía manteniéndola en una dirección general que, salvo si viraban, acabaría dejándoles a unos dos años luz del planeta. Al día siguiente haría virar la nave y la dirigiría hacia el Mundo de Schar. De momento el viaje había carecido de todo acontecimiento digno de mención. Habían volado a través de las estrellas sin encontrarse con nada que se saliera de lo corriente. No hubo mensajes o señales, y tampoco habían captado estelas dejadas por el paso de alguna nave o la luminosidad emitida por alguna batalla distante. El espacio que les rodeaba parecía tranquilo y desierto, como si cuanto ocurría en él fuera lo que siempre había ocurrido, desde el nacimiento y la muerte de las estrellas hasta el lento giro de la galaxia, pasando por las contorsiones de los agujeros y el remolinear de las nubes de gases. Aquel silencio cargado de velocidades distintas y el falso ritmo del día y de la noche hacían que la guerra pareciese algo imaginado por sus mentes, una pesadilla inexplicable que seguían compartiendo aunque hubiesen logrado escapar de ella.

Aun así, Horza mantenía en continuo estado de alerta a todos los sensores de la nave y estaba dispuesto a dar la alarma general a la primera señal de problemas. Las probabilidades de encontrar algo antes de que llegaran a la Barrera del Silencio eran casi inexistentes, pero aun suponiendo que aquel lugar estuviera tan pacífico y vacío como implicaba su nombre, Horza creía que seguir adelante en línea recta quizá no fuese buena idea. Lo ideal sería localizar a las unidades de la flota idirana que se suponía estaban aguardando en las proximidades. Eso resolvería la mayor parte de sus problemas. Les entregaría a Balveda, se aseguraría de que Yalson y los demás mercenarios no corrieran peligro —dejando que se quedaran con la Turbulencia en cielo despejado, y recogería el equipo especializado que Xoralundra le había prometido.

Ese escenario también le permitiría encontrarse con Kierachell a solas y sin la distracción que supondría la presencia de los otros. Podría volver a ser el Horza que había conocido Kierachell sin necesidad de hacer ninguna concesión al yo con el que estaban familiarizados Yalson y la Compañía Libre.


* * *

Las alarmas de la nave empezaron a sonar cuando aún les quedaban dos días de trayecto. Horza estaba dormitando en su cama. Salió corriendo del camarote y fue al puente.

El volumen de espacio que tenían delante daba la impresión de haber servido como laboratorio de pruebas a todos los tipos de armamento concebibles. La luz de la aniquilación empezó a caer sobre ellos. Era la radiación creada por las detonaciones de las armas, y los sensores de la nave la registraban tanto en estado puro como mezclada, indicando los puntos donde las cabezas de guerra habían estallado por sí solas o al entrar en contacto con algún otro objeto. La matriz del espacio tridimensional temblaba y vibraba a causa de las cargas distorsionadoras, y los sistemas automáticos de la Turbulencia en cielo despejado se vieron obligados a desconectar sus motores cada dos o tres segundos para evitar que fuesen dañados por las ondas distorsionadoras. Horza se puso el arnés de sujeción y activó todos los sistemas subsidiarios. Wubslin cruzó el umbral que daba al comedor.

—¿Qué ocurre?

—Parece una especie de batalla —dijo Horza sin apartar los ojos de las pantallas.

El volumen de espacio afectado se encontraba más o menos directamente en el lado interno de la Barrera del Silencio que rodeaba el Mundo de Schar. La ruta directa de Vavatch pasaba por allí. La Turbulencia en cielo despejado se encontraba a un año luz y medio de las perturbaciones, demasiado lejos de ellas para ser detectada por nada que no fuese el delgado haz de un monitor de seguimiento y, por lo tanto, apenas corría peligro; pero Horza observó las oleadas de radiación y sintió como la Turbulencia en cielo despejado se enfrentaba a las ondulaciones de aquel espacio tan bruscamente alterado con una sensación de náusea que casi se aproximaba a la derrota.

—Caparazón de mensaje —dijo Wubslin señalando una pantalla con la cabeza.

Una señal fue apareciendo poco a poco en la pantalla, distinguiéndose del ruido de la radiación. Las palabras se fueron formando a razón de varias letras cada vez, como un campo de plantas que crecen y acaban floreciendo. La señal se repitió unas cuantas veces —y estaba siendo obstruida de forma activa, no sencillamente interferida por el ruido de fondo de la batalla—, quedó completa y se hizo legible.


NAVE TURBULENCIA EN CIELO DESPEJADO. REÚNASE CON LAS UNIDADES DE LA FLOTA NOVENTA Y TRES. DESTINO/S.591134.45 MID. TODAS LAS UNIDADES INTACTAS.


—Maldición —jadeó Horza.

—¿Qué significa eso? —preguntó Wubslin. Introdujo los números de la pantalla en el ordenador de navegación de la Turbulencia en cielo despejado. Oh —dijo el ingeniero reclinándose en su asiento—, es una de las estrellas cercanas. Supongo que querían fijar el punto de cita a medio camino entre esa estrella y…

Se volvió hacia la pantalla principal.

—Sí —dijo Horza, y contempló el mensaje de la pantalla con cara de preocupación.

Tenía que ser falso. No había nada que demostrara su origen idirano. Ningún número de mensaje, código de clase, nave de origen, firma…, nada que tuviera la más mínima apariencia de autenticidad.

—¿Esa señal ha sido enviada por los tipos de las tres patas? —preguntó Wubslin. Introdujo un diagrama holográfico en otra pantalla. El diagrama mostraba estrellas rodeadas por una parrilla esférica de finos trazos verdes—. Eh, estamos bastante cerca de allí.

—Sí, ¿verdad? —replicó Horza.

Seguía observando los resplandores y oleadas de luz creados por la batalla. Introdujo unas cuantas cifras en los sistemas de control de la Turbulencia en cielo despejado. El morro de la nave giró hasta quedar enfilado hacia el sistema del Mundo de Schar. Wubslin miró a Horza.

—¿Crees que no es de ellos?

—No estoy seguro —dijo Horza. La radiación estaba empezando a disiparse. El enfrentamiento parecía haber llegado a su fin, o uno de los dos bandos estaba huyendo—. Creo que si vamos allí quizá encontremos una UGC esperándonos. O una nube de AMC.

—¿AMC? ¿Qué…? ¿Esa cosa con la que liquidaron Vavatch? —dijo Wubslin y lanzó un silbido—. No, gracias.

Horza desconectó la pantalla en la que había aparecido el mensaje.

Todo volvió a repetirse menos de una hora después, desde las oleadas de radiación hasta las perturbaciones creadas por los campos distorsionadores, y esta vez había dos mensajes, uno ordenándoles que no hicieran ningún caso de la primera señal y otro proporcionando nuevas coordenadas para la cita. Ambos parecían auténticos; ambos terminaban con la palabra «Xoralundra». Horza siguió masticando la comida que se acababa de poner en la boca cuando oyó sonar la alarma y lanzó una maldición. Un tercer mensaje dirigido personalmente a él apareció en la pantalla. Le ordenaba que ignorara las dos señales anteriores y que dirigiera la Turbulencia en cielo despejado hacia otras coordenadas de cita distintas.

Horza dejó escapar un grito de ira. Los fragmentos de comida salieron despedidos de su boca y chocaron contra la pantalla. Desconectó el comunicador de banda ancha y fue al comedor.


* * *

—¿Cuándo llegaremos a la Barrera del Silencio?

—Dentro de unas horas. Puede que medio día.

—¿Estás nervioso?

—No. Ya he estado allí antes. ¿Y tú?

—Si tú dices que todo irá bien… Te creo.

—Todo debería ir bien.

—¿Conoces a algunas de las personas que hay ahí?

—No lo sé. Han pasado unos cuantos años. No cambian al personal con mucha frecuencia, pero la gente se va. No lo sé. Tendré que esperar a que lleguemos.

—Hace mucho tiempo que no ves a nadie de tu especie, ¿verdad?

—Sí. Desde que me marché de allí.

—¿No tienes ganas de volver a verles?

—Quizá.

—Horza… Mira, ya sé que te dije que no debíamos hacernos preguntas sobre el pasado…, sobre todo lo que ocurrió antes de convertimos en tripulantes de la Turbulencia en cielo despejado pero…, eso fue cuando…, antes de que muchas cosas cambiaran..

—No nos ha ido mal, ¿verdad?

—¿Quieres decir que no quieres hablar de eso ahora?

—Puede. No lo sé. ¿Quieres que te hable de…?

—No. —Le puso la mano sobre los labios. Horza sintió el roce de sus dedos en la oscuridad—. No, está bien. No tiene importancia. Olvídalo.


* * *

Estaba sentado en el asiento central. Wubslin ocupaba el asiento del ingeniero a la derecha de Horza, y Yalson estaba a su izquierda. Los demás se habían quedado de pie detrás de ellos. Había dejado venir a Balveda. Ahora apenas si podía ejercer ninguna influencia sobre lo que fuese a ocurrir. La unidad flotaba cerca del techo.

La Barrera del Silencio estaba aproximándose. Tenía el aspecto de un campo espejo situado justo delante de ellos, y debía de medir como un día luz de diámetro. Había aparecido de repente en la pantalla cuando se encontraban a una hora de ella. Wubslin temía que estuviera indicando su posición, pero Horza sabía que ese campo espejo sólo existía en los sensores de la Turbulencia en cielo despejado. Allí fuera no había nada visible.

Cuando estaban a unos cinco minutos de distancia todas las pantallas se ennegrecieron. Horza ya les había advertido de que ocurriría, pero en cuanto las pantallas dejaron de mostrar las imágenes habituales incluso él se puso algo nervioso. Era como si se hubiera quedado ciego de repente.

—¿Estás seguro de que esto es normal? —preguntó Aviger.

—Si no hubiera ocurrido me sentiría mucho más preocupado de lo que estoy ahora —replicó Horza.

Aviger se agitó nerviosamente a su espalda.

—Creo que todo esto es increíble —dijo Dorolow—. Esta criatura es… Es una especie de dios. Estoy segura de que puede captar nuestros pensamientos y nuestros estados de ánimo. Ya empiezo a sentirlo.

—Bueno, en realidad no es más que una colección de sistemas autoreferenciales que…

—Balveda… —dijo Horza.

Se volvió hacia la mujer de la Cultura. Balveda no llegó a completar la frase. Se llevó una mano a los labios y le miró con ojos que echaban chispas. Horza se volvió hacia la pantalla vacía.

—¿Cuándo se supone que…? —empezó a decir Yalson.

NAVE QUE SE APROXIMA, dijo la pantalla en varios idiomas.

—Bueno, vamos allá… —dijo Neisin. Dorolow le hizo callar.


ESTÁS APROXIMÁNDOTE AL PLANETA LLAMADO MUNDO DE SCHAR, UN PLANETA DE LOS MUERTOS DRA'AZON. EL AVANCE A PARTIR DE ESTE PUNTO SE ENCUENTRA SOMETIDO A VARIAS RESTRICCIONES.


—Lo sé. Me llamo Bora Horza Gobuchul. Deseo que se me permita volver al Mundo de Schar durante un breve período de tiempo. Hago esta petición con el máximo respeto.

—No cabe duda de que sabes cómo convencer a la gente, ¿eh? —dijo Balveda.

Horza le lanzó una rápida mirada de soslayo. El comunicador sólo transmitiría sus palabras, pero no quería que olvidara su condición de prisionera.


HAS ESTADO AQUÍ ANTES.


Horza no estaba muy seguro de si aquello era una pregunta o una afirmación.

—He estado en el Mundo de Schar antes —confirmó—. Era uno de los centinelas Cambiantes.

Explicarle cuándo había estado allí en calidad de centinela no serviría de mucho. El idioma de los Dra'Azon poseía tiempos verbales, pero para los Dra'Azon cada momento de la eternidad era «ahora». La pantalla quedó en blanco unos segundos antes de repetir el mensaje anterior.


HAS ESTADO AQUÍ ANTES.


Horza frunció el ceño. No sabía qué decir.

—Senilidad irreversible, está claro —murmuró Balveda.

—Puedo sentirlo, puedo sentir su presencia —susurró Dorolow.


HAY OTROS HUMANOS CONTIGO.


—Muchísimas gracias —dijo Unaha-Closp desde algún punto cercano al techo.

—¿Veis? —dijo Dorolow casi gimoteando.

Horza oyó como Balveda lanzaba un bufido. Dorolow empezó a tambalearse. Aviger y Neisin tuvieron que agarrarla para impedir que cayera al suelo.

—No he podido desembarcarles en ningún sitio antes de venir aquí —dijo Horza—. Pido tu indulgencia. Si es necesario, se quedarán a bordo de esta nave.


NO SON CENTINELAS. SON DE OTRAS ESPECIES HUMANOIDES.


—Yo soy el único que necesita pisar el Mundo de Schar.


LA ENTRADA ESTÁ RESTRINGIDA.


Horza suspiró.

—Soy el único que pide permiso para desembarcar.


¿POR QUÉ HAS VENIDO AQUÍ?


Horza vaciló. Oyó el bufido casi imperceptible de Balveda.

—Busco a alguien que está allí.


¿QUÉ BUSCAN LOS OTROS?


—Nada. Vienen conmigo.


ESTÁN AQUÍ.


—Ellos… —Horza se lamió los labios. Todos sus ensayos anteriores y todo el devanarse los sesos pensando en lo que diría cuando llegara aquel momento le parecieron inútiles—. No están aquí por voluntad propia, pero no tenían alternativa. Tenía que traerles conmigo. Si lo deseas, se quedarán a bordo de la nave en órbita alrededor del Mundo de Schar, o un poco más lejos dentro del perímetro de la Barrera del Silencio. Dispongo de un traje, puedo…


ESTÁN AQUÍ CONTRA SU VOLUNTAD.


Que él supiera, el Dra'Azon nunca había interrumpido a nadie. Tuvo la impresión de que no era buena señal.

—Las… circunstancias son… complicadas. Ciertas especies de la galaxia están en guerra. En ese tipo de situaciones la libertad de elección queda severamente limitada. Haces cosas que nunca harías en circunstancias normales.


AQUÍ HAY MUERTE.


Horza contempló las palabras que acababan de aparecer en la pantalla con tanta atención como si fueran ojos capaces de ver en lo más profundo de su ser. El silencio más absoluto se adueñó del puente durante unos segundos. Después oyó el sonido de dos cuerpos removiéndose nerviosamente.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Unaha-Closp.

—¿La…, la hay? —preguntó Horza. Las palabras seguían en la pantalla. El Dra'Azon estaba comunicándose en marain. Wubslin pulsó unos cuantos botones en su parte de la consola. Normalmente esos botones servían para controlar lo que aparecía en las pantallas situadas ante él, pero ahora todas repetían las palabras que iban apareciendo en la pantalla principal. El ingeniero se reclinó en su asiento. Parecía estar muy tenso, como si el asiento se hubiera vuelto repentinamente demasiado pequeño para su cuerpo. Horza carraspeó en un intento de aclararse la garganta.

—Hubo una batalla… Un enfrentamiento cerca de aquí —dijo—. Justo antes de que llegáramos. Quizá aún no haya terminado. Puede que haya muertes.


AQUÍ HAY MUERTE.


—Oh… —dijo Dorolow, mientras se derrumbaba en los brazos de Neisin y Aviger.

—Será mejor que la llevemos al comedor —dijo Aviger mirando a Neisin—. Se le pasará si puede acostarse un rato.

—Oh, de acuerdo —dijo Neisin.

Sus ojos recorrieron el rostro de la mujer. Dorolow parecía estar inconsciente.

—Quizá yo pueda… —empezó a decir Horza. Tragó una honda bocanada de aire—. Si hay muerte aquí quizá yo pueda detenerla. Quizá pueda impedir que se produzcan más muertes.


BORA HORZA GOBUCHUL.


—¿Sí? —preguntó Horza tragando saliva.

Aviger y Neisin transportaron el fláccido cuerpo de Dorolow a través del umbral y se alejaron por el pasillo que desembocaba en el comedor. El mensaje de la pantalla cambió:


ESTÁS BUSCANDO LA MÁQUINA QUE SE HA REFUGIADO EN EL PLANETA.


—Jo, jo —dijo Balveda, volviendo la cabeza con una sonrisa en los labios mientras se llevaba la mano a la boca.

—¡Mierda! —exclamó Yalson.

—Parece que nuestro dios no es tan estúpido —dijo Unaha-Closp.

—Sí —dijo secamente Horza. ¿Para qué seguir fingiendo? Al parecer no serviría de nada—. Sí, estoy buscando esa máquina. Pero creo que…


PERMISO CONCEDIDO.


—¿Qué? —dijo la unidad.

—Bueno… ¡Yuuuupi! —gritó Yalson.

Se cruzó de brazos y apoyó la espalda en el mamparo. Neisin volvió a aparecer en el umbral y se quedó quieto en cuanto vio el mensaje de la pantalla.

—Vaya, sí que han cambiado las cosas —dijo volviéndose hacia Yalson—. ¿Qué le ha dicho?

Yalson se limitó a menear la cabeza. Horza sintió como una inmensa oleada de alivio invadía todo su ser. Observó atentamente las dos palabras de la pantalla como si temiera que aquel breve mensaje podía contener alguna negación oculta.

—Gracias —dijo sonriendo—. ¿He de bajar yo solo al planeta?


PERMISO CONCEDIDO.

AQUÍ HAY MUERTE.

CUIDADO.


—¿A qué clase de muerte te refieres? —preguntó Horza. El alivio estaba empezando a desvanecerse. La obsesión del Dra'Azon con la muerte hizo que un escalofrío recorriera todo su cuerpo—. ¿Dónde? ¿Quiénes han muerto o van a morir?

El mensaje de la pantalla volvió a cambiar. Las dos primeras líneas desaparecieron. Ahora sólo decía:


CUIDADO.


—Esto no me gusta ni pizca —dijo Unaha-Closp.

Las pantallas volvieron a funcionar como siempre. Wubslin dejó escapar un suspiro y se relajó. El sol del sistema del Mundo de Schar brillaba ante ellos a menos de un año luz de distancia. Horza comprobó los datos del ordenador de navegación mientras su pantalla se encendía y apagaba hasta volver a la normalidad al mismo tiempo que las demás, ofreciéndole todo un surtido de números, gráficos y hologramas. En cuanto hubo terminado la comprobación, el Cambiante se reclinó en su asiento.

—Hemos pasado sin problemas —dijo—. Hemos atravesado la Barrera del Silencio.

—Ahora nada puede tocarnos, ¿verdad? —preguntó Neisin.

Horza contempló la pantalla. La enana amarilla ocupaba todo el centro de la imagen, un punto de luz que ardía sin vacilaciones ni parpadeos. Los planetas seguían siendo invisibles. Asintió con la cabeza.

—No, estamos a salvo. Al menos, nada que esté al otro lado de la Barrera del Silencio puede hacernos daño…

—Estupendo. Creo que lo celebraré tomando un trago.

Neisin saludó con la cabeza a Yalson y su flaca silueta desapareció por el umbral.

—¿Crees que eso quiere decir que sólo puedes bajar tú o podemos bajar todos? —preguntó Yalson.

Horza meneó la cabeza sin apartar los ojos de la pantalla.

—No lo sé. Nos pondremos en órbita y entraré en comunicación con la base de los Cambiantes poco antes de que intentemos acercarnos con la Turbulencia en cielo despejado. Si al Señor Corrección no le gusta, estoy seguro de que nos lo hará saber.

—Vaya, has llegado a la conclusión de que es un varón, ¿eh? —dijo Balveda, y Yalson habló casi al mismo tiempo que ella.

—¿Por qué no te pones en contacto con ellos ahora?

—Todo eso de la muerte no me ha gustado nada. —Horza se volvió hacia Yalson. Balveda estaba junto a ella. La unidad descendió un poco para colocarse al nivel de sus ojos. Horza miró a Yalson—. Es una precaución, nada más. No quiero precipitarme. —Volvió la cabeza hacia la mujer de la Cultura—. Que yo sepa, la transmisión regular de la base en el Mundo de Schar debía de haberse producido hace unos días. Supongo que no tendrás ni idea de si ha sido recibida o no, ¿verdad?

Miró a Balveda. Su sonrisa indicaba que no tenía muchas esperanzas de recibir respuesta o, por lo menos, de que esa respuesta fuese sincera. La agente de la Cultura clavó los ojos en el suelo, pareció encogerse de hombros y acabó alzando la cabeza. Sus ojos se encontraron con los de Horza.

—Sé que llevaba retraso —dijo.

Horza siguió contemplándola en silencio. Balveda no apartó la mirada. Los ojos de Yalson fueron del uno al otro. Unaha-Closp acabó rompiendo el silencio.

—Francamente, nada de todo esto me inspira mucha confianza —dijo—. Mi consejo es que… —Horza le miró con cara de pocos amigos y la unidad no llegó a completar la frase—. Hmmm —dijo—. Bueno, no importa.

Flotó hacia la puerta y salió del puente.

—Parece que todo va bien —dijo Wubslin. Al parecer, no se dirigía a nadie en particular. Se reclinó en el asiento y asintió para sí mismo—. Sí, la nave ya ha vuelto a la normalidad.

Giró sobre sí mismo y les sonrió.


* * *

Fueron a buscarle. Estaba en un estadio jugando a la pelota en ingravidez. Creía encontrarse a salvo, rodeado de amigos por todas partes (durante un segundo parecieron flotar ante él como si fueran una nube de moscas, pero no le dio importancia. Se rió, cogió la pelota, la arrojó y se anotó un tanto.) Pero fueron a buscarle allí. Les vio llegar. Eran dos. Salieron por una puerta incrustada en una angosta chimenea del estadio esférico sostenido por nervaduras. Vestían capas que no tenían ningún color determinado, y fueron en línea recta hacia él. Intentó alejarse volando, pero su arnés había dejado de funcionar. Estaba atrapado, flotando en el aire incapaz de avanzar en ninguna dirección. Intentó nadar a través del aire y quitarse el arnés para poder arrojárselo quizá consiguiera darles, y de lo que sí estaba seguro era de que el gesto serviría para hacerle salir despedido en dirección opuesta, pero le cogieron antes de que pudiera hacer nada.

Ninguna de las personas que le rodeaban pareció darse cuenta de lo que ocurría y de repente comprendió que no eran amigos suyos. De hecho, no conocía a nadie. Le cogieron por los brazos y un instante después, sin haberse movido y sin haber atravesado ningún espacio, se las arreglaron para hacerle sentir que habían doblado una esquina invisible y habían llegado a un lugar que siempre estaba allí pero que no podía verse. Estaban en una zona de oscuridad. Cuando miró a lo lejos vio aquellas capas que no tenían ningún color definido destacando en la oscuridad. Estaba indefenso, tan impotente como si se encontrara atrapado en un bloque de piedra, pero podía ver y respirar.

¡Ayudadme!

No estamos aquí para eso.

¿Quiénes sois?

Ya lo sabes.

No lo sé.

Entonces no podemos decírtelo.

¿Qué queréis?

A ti.

¿Por qué?

¿Por qué no?

Pero ¿por qué yo?

No tienes a nadie.

¿Qué?

No tienes a nadie.

¿Qué quieres decir con eso?

No tienes familia. No tienes amigos.

… ni religión. Ni creencias.

¡Eso no es cierto!

¿Estás seguro?

Creo en…

¿En qué?

¡En mí!

No es suficiente.

De todas formas, nunca llegarás a saberlo.

¿El qué? ¿Qué es lo que nunca llegaré a saber?

Basta. Hagámoslo ahora.

¿Hacer el qué?

Quitarte el nombre.

Yo…

Se metieron dentro de su cráneo y le quitaron el nombre.

Y por eso gritó.


* * *

—¡Horza!

Yalson meneó la cabeza con tanta brusquedad que se la golpeó con el mamparo que había sobre la pequeña cama, Horza despertó balbuceando algo incomprensible. El gemido murió en sus labios. Su cuerpo se tensó durante un momento y se relajó.

Extendió los brazos y las yemas de sus dedos rozaron el vello que cubría la piel de la mujer. Yalson puso las manos detrás de la cabeza de Horza y le abrazó atrayéndole hacia su pecho. Horza no dijo nada, pero los latidos de su corazón fueron haciéndose gradualmente más lentos hasta que acabaron acompasándose con los de ella. Yalson le meció suavemente durante un rato. Después le apartó la cabeza, se inclinó y le besó en los labios.

—Ya me encuentro mejor —dijo Horza—. Ha sido una pesadilla, nada más.

—¿Qué has soñado?

—Nada —dijo él.

Volvió a apoyar la cabeza en su pecho, colocándola entre sus senos con tanta cautela como si su cabeza fuera un huevo inmenso y muy delicado.


* * *

Horza se había puesto el traje. Wubslin estaba sentado en su sitio de costumbre. Yalson ocupaba el asiento del copiloto. Los dos llevaban puesto el traje. El Mundo de Schar ocupaba la pantalla que había ante ellos. Los sensores incrustados en el vientre de la Turbulencia en cielo despejado apuntaban hacia aquella esfera gris y blanca y aumentaban su tamaño.

—Vuelve a intentarlo —dijo Horza.

Wubslin transmitió el mensaje grabado por tercera vez.

—Quizá ya no utilizan ese código —dijo Yalson.

Sus ojos no se apartaban de la pantalla. Se había cortado el cabello hasta dejar una capa de sólo un centímetro de grosor cubriéndole el cráneo, no mucho más espesa que el vello esparcido sobre su cuerpo. El efecto amenazador producido por el corte de pelo no encajaba demasiado bien con la pequeñez de la cabeza que asomaba por el enorme cuello del traje.

—Es tradicional. Es más un lenguaje de ceremonia que un código —dijo Horza—. Si captan la transmisión sabrán que soy un Cambiante.

—¿Estás seguro de que hemos apuntado el haz hacia el sitio correcto?

—Sí —dijo Horza intentando no perder la calma.

Llevaban menos de media hora en órbita, inmóviles sobre el continente donde se encontraban los túneles del Sistema de Mando. Casi toda la superficie del planeta estaba cubierta de nieve. El hielo ocultaba la península de mil kilómetros de longitud bajo la que se había excavado el sistema de túneles que se extendía hasta el mar. El Mundo de Schar había entrado en otra de sus eras glaciales periódicas hacía ya siete mil años, y el océano había quedado reducido a una banda relativamente angosta que ceñía el ecuador, deslizándose por entre los trópicos del planeta, todavía no muy bien definidos. El cinturón gris acero del océano era visible ocasionalmente a través de los remolinos de las nubes tormentosas.

Se encontraban a veinticinco mil kilómetros de la capa de nieve que cubría la superficie del planeta, y su comunicador estaba lanzando un haz de señales hacia una zona circular que tendría escasas decenas de kilómetros de diámetro situada entre los dos brazos helados de mar que le proporcionaban una especie de leve cintura a la península. Allí se encontraba la entrada a los túneles; allí era donde vivían los Cambiantes. Horza estaba seguro de que no había cometido ningún error, pero hasta el momento su mensaje seguía sin obtener respuesta.

«Aquí hay muerte», pensaba una y otra vez. El frío del planeta parecía estar invadiendo lentamente su cuerpo e introduciéndose en sus huesos.

—Nada —dijo Wubslin.

—Bien —dijo Horza. Sus manos enguantadas se posaron sobre los controles manuales—. Vamos a bajar.

Los campos distorsionantes de la Turbulencia en cielo despejado se deslizaron sobre la leve curvatura del pozo gravitatorio creado por el planeta y la nave fue bajando cautelosamente por aquella pendiente invisible. Horza desconectó los motores y dejó que volvieran a la modalidad sólo-para-emergencias. Ahora ya no los necesitarían, y en cuanto el gradiente gravitatorio hubiera aumentado un poco dejarían de ser utilizables.

La Turbulencia en cielo despejado fue cayendo cada vez más deprisa hacia el planeta. Los motores de fusión estaban preparados. Horza observó los gráficos y diagramas de las pantallas hasta quedar convencido de que seguían el curso correcto. Se quitó el arnés y volvió al comedor mientras el planeta parecía ir girando lentamente bajo la nave.

Aviger, Neisin y Dorolow llevaban los trajes y estaban sentados con los arneses de sujeción asegurados. Perosteck Balveda también estaba inmovilizada por un arnés. Llevaba una chaqueta bastante gruesa y unos pantalones de abrigo. Su cabeza emergía por el cuello de una camisa blanca. La gruesa tela de la chaqueta le cubría el torso hasta la altura de la garganta. Calzaba botas de montaña y un par de guantes de piel esperaban sobre la mesa el momento de que se los pusiera. La chaqueta contaba con una pequeña capucha que colgaba sobre su espalda. Horza no estaba muy seguro de si Balveda había escogido aquella blanda e inútil parodia de un traje espacial como reproche o si había obrado de forma inconsciente impulsada por el miedo y la necesidad de sentirse más segura y protegida.

Unaha-Closp estaba acostado en un asiento con la parte delantera apuntando hacia el techo, envuelto en las tiras del arnés de sujeción.

—Confío en que no vayamos a pasar por otra exhibición de circo volante con escombros incluidos como la que soportamos la última vez en que el capitán tomó los mandos de este montón de chatarra —dijo la unidad.

Horza le ignoró.

—El Señor Corrección no ha vuelto a ponerse en contacto con nosotros, por lo que parece que podemos bajar —dijo—. Cuando lleguemos allí saldré de la nave para echar un vistazo. Cuando vuelva decidiremos qué vamos a hacer.

—Supongo que eso significa que usted decidirá lo que… —empezó a protestar la unidad.

—¿Y si no vuelves? —preguntó Aviger.

La unidad emitió una especie de siseo, pero no dijo nada. Horza contempló la silueta del viejo. Su traje le daba el aspecto de un juguete mecánico.

—Volveré, Aviger —dijo—. Estoy seguro de que todos los Cambiantes de la base están perfectamente. Hasta les persuadiré de que nos preparen una comida caliente, ya lo verás. —Sonrió, pero sabía que sus palabras no habían sonado demasiado convincentes—. De todas formas y aunque me parece muy improbable —siguió diciendo—, si algo va mal volveré enseguida a la nave.

—Bueno, esta nave es lo único con que contamos para salir de aquí —dijo Aviger—. Procura recordarlo, Horza.

Parecía bastante asustado. Dorolow puso una mano sobre el brazo de su traje.

—Confía en Dios —dijo—. No nos ocurrirá nada. —Miró a Horza—. ¿Verdad, Horza?

Horza asintió.

—Claro que no. Todo irá estupendamente.

Giró sobre sus talones y volvió al puente.


* * *

Estaban muy arriba, entre las nieves, observando el sol de mediados del verano que iba hundiéndose en los mares rojizos de aire y nubes. Una ráfaga de viento frío hizo que varios mechones de su cabellera se agitaran sobre el rostro de la mujer, castaño rojizo acariciando la blancura de la piel, y el hombre alzó una mano casi sin pensarlo para apartarlos de sus ojos. La mujer se volvió hacia él y apoyó la cabeza en el hueco de su mano. Sus labios se curvaron en una leve sonrisa.

—Bueno, se acabó el día de verano.

Había hecho un día muy hermoso, con la temperatura todavía bastante por debajo del punto de congelación pero, aun así, lo suficientemente suave para que pudieran quitarse los guantes y prescindir de la protección que les ofrecían las capuchas. El hombre sintió el calor de la piel de su cuello en la palma de la mano, y cuando la mujer alzó la cabeza hacia él para mirarle su lustrosa y pesada cabellera le rozó el dorso de la mano. Su piel era blanca como la nieve, blanca como el hueso.

—Otra vez esa expresión… —dijo ella en voz baja.

—¿Qué expresión? —preguntó él, poniéndose a la defensiva y sabiendo muy bien a qué se refería.

—Como si estuvieras muy lejos de aquí —dijo ella.

Le cogió la mano y se la llevó a la boca, besándola y acariciándola como si fuese un animalito indefenso.

—Bueno, eso no es más que una opinión tuya, ¿no te parece?

La mujer apartó la vista y contempló la lívida bola rojiza del sol que estaba ocultándose detrás de la cordillera.

—Es lo que veo —dijo—. Conozco muy bien tus expresiones. Las conozco todas, y sé lo que significan.

El hombre sintió una punzada de rabia al ver lo fácil que le resultaba leer en su interior, pero sabía que la mujer tenía razón, al menos en parte. Le conocía tan bien que sólo ignoraba aquello que ni él mismo sabía de su personalidad (aunque se dijo que esa parte seguía siendo muy considerable). Hasta era posible que le conociera mejor de lo que se conocía él mismo…

—No soy responsable de mis expresiones —dijo pasados unos segundos intentando tomárselo todo a broma—. A veces consiguen sorprenderme incluso a mí.

—¿Y qué haces entonces? —preguntó ella. Los últimos rayos del sol caían sobre su pálido y delgado rostro dándole un falso color sonrosado—. ¿Te sorprenderás mucho cuando te marches?

—¿Por qué siempre das por sentado que voy a marcharme? —exclamó él con voz irritada. Metió las manos en los bolsillos de la gruesa chaqueta y contempló el hemisferio de la estrella que iba desapareciendo detrás de las montañas—. Ya te he dicho no sé cuántas veces que soy feliz aquí.

—Sí —dijo ella—. No paras de repetírmelo.

—¿Por qué iba a querer marcharme?

La mujer se encogió de hombros, deslizó un brazo alrededor del suyo y apoyó la cabeza en su hombro.

—Las luces brillantes, las multitudes, emociones y aventuras; otras personas.

—Soy feliz aquí contigo —dijo él.

Le puso el brazo sobre los hombros. Incluso llevando aquella chaqueta acolchada la mujer producía una impresión de delgadez quecasi llegaba a la fragilidad.

La mujer guardó silencio durante unos momentos.

—Tienes razones más que suficientes para serlo, ¿no te parece? —dijo por fin en un tono de voz muy distinto al de antes. Se volvió hacia él y le sonrió—. Y ahora, bésame.

La estrechó entre sus brazos y la besó. Sus ojos fueron deslizándose por encima de su hombro hasta llegar al suelo y vio algo pequeño y rojo que se movía sobre la nieve pisoteada junto a las botas de la mujer.

—¡Mira! —exclamó, apartándose de ella. Se agachó, la mujer se acuclilló junto a él y se dedicaron a observar el pequeño insecto parecido a un palito que se deslizaba lenta y laboriosamente sobre la nieve, otro ser viviente que se movía sobre la desnudez del mundo—. Es el primero que he visto —dijo volviéndose hacia la mujer.

Ella meneó la cabeza y sonrió.

—No miras con la atención suficiente —le riñó bromeando.

El hombre alargó la mano y cogió al insecto en el hueco de su palma antes de que la mujer pudiera impedírselo.

—Oh, Horza… —dijo ella, y en su voz había una huella casi imperceptible de desesperación.

Horza la miró sin entender por qué se había puesto tan triste mientras el calor de su mano acababa con la existencia de aquella criatura de las nieves.


* * *

La Turbulencia en cielo despejado siguió bajando hacia el planeta, moviéndose en círculos sobre las gélidas capas superiores de la atmósfera, yendo del día a la noche para volver al día, acercándose un poco más al ecuador y los trópicos con cada nueva espiral.

Poco a poco fue encontrándose con una atmósfera cada vez más consistente: iones y gases, ozono y aire. Atravesó la delgada envoltura del planeta con una voz de fuego, iluminando el cielo nocturno como si fuera un inmenso meteorito capaz de alterar su rumbo, dejó atrás el terminador del alba, avanzó sobre mares color gris acero, icebergs en forma de meseta, riscos de hielo, morenas y acantilados, costas heladas, glaciares, cordilleras, tundras, más capas de hielo compacto y, finalmente, fue descendiendo sobre sus columnas de llamas hasta llegar a una península de mil kilómetros de longitud que asomaba del mar helado como un monstruoso miembro fracturado envuelto en escayola.

—Ahí está —dijo Wubslin.

Estaba observando la pantalla del sensor de masas. Una luz se encendía y se apagaba moviéndose lentamente sobre el diagrama. Horza miró por encima de su hombro.

—¿La Mente? —preguntó.

Wubslin asintió con la cabeza.

—Tiene la densidad correcta. A cinco kilómetros de profundidad… —Pulsó algunos botones y contempló los números que empezaron a desfilar por la pantalla—. Está en el extremo más alejado de la entrada…, y se mueve. —El puntito de luz desapareció. Wubslin manipuló los controles durante unos momentos y acabó reclinándose en el asiento mientras meneaba la cabeza—. El sensor necesita un buen repaso. Ha perdido mucha potencia y la Mente está demasiado lejos. —Se rascó el pecho y suspiró—. También siento lo de los motores, Horza.

El Cambiante se encogió de hombros. Si los motores funcionaran correctamente o si el sensor de masas no estuviera en tan malas condiciones alguien podría haberse quedado a bordo de la Turbulencia en cielo despejado —en vuelo, si llegaba a ser necesario—, transmitiendo la posición de la Mente a los demás para que la buscaran en los túneles. Ninguna de las reparaciones que había intentado llevar a cabo parecían haber mejorado de forma significativa el estado de los motores o del sensor, y Wubslin daba la impresión de sentirse algo culpable por ello.

—No te preocupes —dijo Horza contemplando las inmensas extensiones de hielo y nieve que desfilaban por debajo de ellos—. Al menos ahora sabemos que está ahí.

La nave les había llevado hasta el lugar correcto. Horza había recorrido aquella zona muchas veces en el pequeño aerodeslizador de la base, y la reconoció nada más verla. Cuando la nave dio comienzo a su aproximación final el Cambiante se mantuvo atento para ver si localizaba al aerodeslizador. Siempre era posible que alguien estuviera usándolo.

La llanura recubierta de nieve estaba circundada por un anillo de montañas. La Turbulencia en cielo despejado pasó por encima del desfiladero que se abría entre dos picos, pulverizando el silencio y haciendo que chorros de nieve en polvo cayeran desde los riscos y hendiduras de las rocas que había a cada lado. La nave redujo un poco más la velocidad y fue bajando con el morro hacia arriba sostenida por el trípode de fuego que emergía de sus motores de fusión. Siguieron bajando y los chorros de aire caliente cayeron sobre la nieve que cubría el suelo helado, creando surtidores de agua, nieve, vapor y partículas de plasma. La ventisca barrió la llanura con un aullido estridente, haciéndose más y más fuerte a medida que la nave iba descendiendo.

Horza estaba guiando la Turbulencia en cielo despejado con los controles manuales. Contempló la pantalla que tenía delante, vio el falso viento y la tormenta de nieve y vapor que estaban creando y, más allá, la entrada al Sistema de Mando.

Era un agujero negro incrustado en un promontorio rocoso de contornos irregulares que asomaba de los riscos mucho más altos que tenía detrás, como si fuera una avalancha solidificada. La tormenta de nieve se agitaba alrededor de la oscura entrada como hilachas de niebla. Las llamas de la fusión empezaron a calentar el suelo congelado de la llanura, derritiéndolo y haciéndolo saltar en un chorro de tierra y barro que se fue mezclando con la tormenta hasta volverla de un color marrón.

La Turbulencia en cielo despejado entró en contacto con la superficie del Mundo de Schar sin sacudidas ni golpes, y sólo hubo una ligera vibración cuando las patas se hundieron en la ahora algo viscosa y embarrada superficie de la llanura.

Horza clavó los ojos en la entrada del túnel. Era como una inmensa pupila oscura que le devolvía la mirada.

Los motores se apagaron y el vapor empezó a dispersarse. La nieve volvió a caer al suelo, y unos cuantos copos nuevos se fueron formando a medida que el agua suspendida en el aire volvía a congelarse. La Turbulencia en cielo despejado crujió y se quejó a medida que iba perdiendo el calor provocado por la fricción de la reentrada y sus propios chorros de plasma. El agua gorgoteó sobre la martirizada superficie de la llanura, convirtiéndose en una mezcla de barro y nieve.

Horza activó el láser de proa de la Turbulencia en cielo despejado. No había ninguna señal de movimiento procedente del túnel. La nieve y el vapor habían desaparecido y podía verlo con toda claridad. Hacía un día soleado y sin viento.

—Bueno, aquí estamos —dijo Horza.

En cuanto las palabras salieron de su boca tuvo la impresión de que había dicho una tontería. Yalson asintió sin apartar los ojos de la pantalla.

—Aja —dijo Wubslin, asintiendo con la cabeza mientras sus ojos recoman las pantallas—. Las patas se han hundido medio metro. Tendremos que acordarnos de poner en marcha los motores un rato antes de que intentemos despegar cuando vayamos a marcharnos. Dentro de media hora todo volverá a estar helado.

—Hmmm —dijo Horza.

Estaba observando las pantallas. Nada se movía. El cielo de un azul claro estaba totalmente desprovisto de nubes, y no había ningún viento que pudiera agitar la nieve. El calor del sol no era lo bastante potente para derretir la nieve y el hielo, por lo que no había agua en movimiento, y ni tan siquiera avalanchas en los lejanos picos de las cordilleras.

Con la excepción del mar —que aún contenía peces, pero que ya no contaba con ninguna especie de mamíferos—, las únicas cosas que se movían en el Mundo de Schar eran unos cuantos centenares de especies de pequeños insectos, los líquenes que iban cubriendo lentamente las rocas cerca del ecuador y los glaciares. La guerra de los humanoides o la era glacial habían acabado con cualquier otra cosa capaz de moverse.

Horza volvió a emitir el mensaje codificado. No obtuvo ninguna contestación.

—Bueno, voy a salir de la nave y echaré un vistazo —dijo levantándose del asiento. Wubslin asintió. Horza se volvió hacia Yalson—. Estás muy callada —dijo.

Yalson no le miró. Estaba contemplando la pantalla y el ojo inmóvil que era la entrada del túnel.

—Ten cuidado —dijo por fin, y alzó la cabeza hacia él—. Ten mucho cuidado, ¿de acuerdo?

Horza sonrió, cogió el rifle de Kraiklyn que había dejado en el suelo y fue al comedor.

—Ya hemos llegado —dijo mientras cruzaba el umbral.

—¿Ves? —exclamó Dorolow volviéndose hacia Aviger.

Neisin tomó un trago de su petaca. Balveda contempló al Cambiante con una leve sonrisa mientras iba de una puerta a la otra. Unaha-Closp resistió la tentación de decir algo y empezó a librarse de las tiras que le sujetaban al asiento.

Horza bajó al hangar. Tenía la sensación de pesar menos que de costumbre. Había desconectado el campo gravitatorio de la nave mientras sobrevolaban las montañas, y la gravedad del Mundo de Schar era inferior a la gravedad estándar utilizada a bordo de la Turbulencia en cielo despejado. Horza bajó por la rampa del hangar hasta llegar al pantano en rápido proceso de congelación. La brisa era algo cortante, limpia y fresca.

—Espero que todo vaya bien —dijo Wubslin.

Él y Yalson estaban observando a la pequeña silueta que avanzaba por entre la nieve hacia el promontorio rocoso que tenían delante. Yalson no dijo nada, pero sus ojos no se apartaban de la pantalla y no parpadeaba. La silueta se detuvo, puso una mano sobre la muñeca del traje, despegó del suelo y empezó a flotar lentamente sobre la nieve.

—Ah —dijo Wubslin, y se rió—. Me había olvidado de que aquí podemos usar las unidades antigravitatorias. He pasado demasiado tiempo en ese maldito Orbital.

—No nos servirán de mucho en esos jodidos túneles —murmuró Yalson.


* * *

Horza aterrizó junto a la entrada del túnel. Las lecturas que tomó mientras volaba sobre la nieve le habían revelado que el campo de la entrada no estaba activado. El campo servía para que el interior del túnel no se llenara de nieve y para resguardarlo del aire frío, pero el campo no estaba en funcionamiento, y pudo ver que algo de nieve había entrado en el túnel. Los primeros metros del suelo se encontraban cubiertos por una especie de abanico blanco. El interior del túnel estaba mucho menos caliente de lo que habría debido estar, y ahora que se hallaba tan cerca de él la negra profundidad del ojo se había convertido en una boca inmensa.

Se volvió hacia la Turbulencia en cielo despejado. La nave se alzaba a doscientos metros de él, una reluciente masa metálica agazapada sobre las señales marrones dejadas por los motores que interrumpían la blancura del panorama.

—Voy a entrar —dijo.

No quería emitir la señal con el comunicador, por lo que usó un haz muy delgado.

—De acuerdo —dijo la voz de Wubslin en su oído.

—¿No quieres tener a nadie ahí para que te cubra? —preguntó Yalson.

—No —replicó Horza.

Entró en el túnel manteniéndose pegado a la pared. El primer compartimento para el equipo contenía algunos trineos y equipos de rescate, aparatos de seguimiento y balizas para señales. Todo seguía estando prácticamente igual a como lo recordaba.

El segundo compartimento que habría debido albergar al aerodeslizador estaba vacío. Horza fue al siguiente: más equipo. Se había adentrado unos cuarenta metros en el túnel, y estaba a diez de la desviación en ángulo recto que le llevaría al pasadizo más amplio dividido en segmentos donde se encontraban los habitáculos de la base.

Se volvió hacia la boca del túnel y vio que se había convertido en un agujero blanco. Alteró el haz de la señal para emitirlo al máximo de anchura.

—Todavía nada. Estoy a punto de entrar en la zona de los habitáculos. Si me recibís, contestad con un zumbido pero nada más.

Los altavoces de su casco emitieron un zumbido.

Antes de doblar la esquina desprendió el sensor remoto del lado del casco y asomó su pequeña lente por la esquina de roca tallada. Una pantalla interna le mostró un breve tramo de túnel, el aerodeslizador posado en el suelo y, unos metros más allá de él, la pared de láminas de plástico que ocupaba el túnel e indicaba el comienzo de la sección de base destinada a los alojamientos del personal Cambiante.

Junto al aerodeslizador había cuatro cuerpos.

No vio ni la más mínima señal de movimiento.

Horza sintió cómo se le formaba un nudo en la garganta. Tragó saliva con un gran esfuerzo y volvió a colocar el sensor remoto en los soportes del casco. Avanzó por el suelo de roca fundida hacia los cuerpos.

Dos de ellos vestían trajes ligeros desprovistos de blindaje. Eran hombres, y Horza no conocía a ninguno de ellos. Uno había muerto a causa del disparo de un láser. El metal y los plásticos del traje se habían derretido, mezclándose con la carne y las entrañas que había dentro. El agujero dejado por el láser tenía medio metro de diámetro. El otro hombre carecía de cabeza. Sus brazos estaban rígidamente extendidos ante él como si se dispusiera a abrazar algo.

Había otro hombre vestido con ropas holgadas. Algo le había golpeado el cráneo por detrás, destrozándolo, y tenía por lo menos un brazo roto. Yacía sobre un flanco, tan congelado y muerto como los otros dos. Horza se dio cuenta de que conocía su nombre, pero su mente era incapaz de recordarlo.

Kierachell debía de haber estado dormida. Su esbelto cuerpo yacía envuelto en un camisón azul. Tenía los ojos cerrados y en su rostro había una expresión apacible.

Alguien o algo le había roto el cuello.

Horza la contempló durante unos momentos. Se quitó los guantes y se inclinó. Había escarcha sobre sus pestañas. Horza sintió la presión que el sello interior del traje ejercía sobre su antebrazo, y notó la frialdad del aire al que había expuesto sus manos.

La piel de Kierachell estaba muy dura. Su cabello seguía tan suave como siempre, y Horza dejó que resbalara entre sus dedos. Era más rojo de lo que recordaba, pero eso quizá fuera un efecto producido por el visor del casco que aumentaba la escasa luz existente en el túnel. Quizá debiera quitarse el casco para verla mejor, y usar las luces incrustadas en…

Meneó la cabeza y se dio la vuelta.

Abrió la puerta que daba a la zona de los habitáculos, moviéndose con cautela después de haber permanecido inmóvil durante unos segundos para oír cualquier posible ruido al otro lado de la pared.

El área abovedada donde los Cambiantes guardaban sus ropas de abrigo, sus trajes y algunos equipos de tamaño reducido estaba en orden, y no había nada que indicara un ataque. Cuando se adentró en la zona de habitáculos empezó a encontrar señales de lucha: manchas de sangre seca; quemaduras de láser… En la sala de control se había producido una explosión. Parecía como si una granada de no mucha potencia hubiera estallado debajo del panel de los controles. Eso explicaba el que ni la calefacción ni las luces de emergencia funcionaran. Las herramientas, repuestos y cables esparcidos alrededor del panel hacían pensar que alguien había estado intentando reparar los daños.

Examinó los cubículos y encontró señales de ocupación idirana en un par de ellos. Los cubículos estaban vacíos, y había símbolos religiosos trazados con el haz de un láser en sus paredes. El suelo de otro cubículo había sido recubierto con una especie de gelatina seca. El cubículo olía a medjel, y había seis surcos bastante largos en la capa de gelatina. El cubículo de Kierachell estaba intacto, con sólo la cama deshecha. Por lo demás, todo seguía igual que durante su estancia allí.

Horza salió del cubículo y fue al otro extremo de la zona. Una pared de plástico indicaba el comienzo de los túneles.

Abrió la puerta con mucha cautela.

Un medjel muerto yacía al otro lado del umbral. Su cuerpo parecía señalar el camino que llevaba a los pozos y túneles. Horza lo contempló en silencio durante unos momentos, examinó el cuerpo (inmovilizado por el frío y la muerte), lo empujó con el pie y acabó disparándole en la cabeza para asegurarse de que no le causaría ningún problema.

El medjel vestía el uniforme habitual de las fuerzas de combate terrestres de la flota, y había recibido una herida bastante grave hacía ya mucho tiempo. Por su aspecto parecía haber sufrido de congelación antes de morir a causa de la herida y el frío. Era un macho. La piel de un marrón verdoso se había vuelto casi tan dura como el cuero a causa de la edad, y el largo hocico de su rostro y sus manecitas de aspecto delicado estaban cubiertas de arrugas.

Horza contempló el tramo de túnel que se alejaba hasta perderse en la oscuridad.

La lisura del suelo de piedra, la suave curvatura de las paredes… El túnel se adentraba en la montaña. Los contornos de las puertas de seguridad eran como nervaduras que surcaban las paredes del túnel. Las guías y ranuras habían sido talladas en la piedra del suelo y el techo. Horza podía ver las puertas del ascensor y el punto de acceso a las cápsulas que se deslizaban por el tubo de servicio. Caminó por el túnel dejando atrás las puertas de seguridad hasta llegar a los conductos de acceso. Todos los ascensores se hallaban en el fondo; el tubo de tránsito estaba cerrado. Todos los sistemas parecían desactivados y carentes de energía. Se dio la vuelta y regresó a la zona de habitáculos, la atravesó y dejó atrás los cadáveres y el aerodeslizador sin mirarlos, hasta acabar saliendo al exterior.

Se sentó sobre la nieve junto a la entrada del túnel y apoyó la espalda en la roca. Su silueta era claramente visible desde la Turbulencia en cielo despejado.

—¡Horza! —gritó Yalson—. ¿Te encuentras bien?

—No —dijo Horza apagando el rifle láser—. No, no me encuentro nada bien.

—¿Qué ocurre? —se apresuró a preguntar Yalson.

Horza se quitó el casco y lo dejó junto a él. El aire frío empezó a absorber el calor de su rostro. La atmósfera era tan tenue que le costaba respirar.

—Aquí hay muerte —dijo alzando la cabeza hacia el cielo sin nubes.

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