Situación de la partida: Dos

El yate dejó caer el ancla en el interior de una bahía rodeada de árboles. El agua estaba muy limpia, y el fondo arenoso era claramente visible diez metros por debajo del cabrilleo de las olas. La bahía estaba rodeada por siempreazules de gran tamaño, cuyas raíces de aspecto polvoriento se hacían visibles de vez en cuando asomando por encima de la arenisca color ocre a la que se aferraban. También había algunos riscos de la misma roca salpicados de flores multicolores desde cuyas alturas se dominaban playas de arenas doradas. El yate blanco recogió sus velas y se balanceó suavemente bajo la débil brisa que llegaba de un extremo de los bosques cruzando toda la extensión de la bahía. Su largo reflejo hacía pensar en una llama silenciosa que arrancaba destellos a las aguas.

La gente subió a las canoas o los botes para llegar hasta la playa, o saltó a las cálidas aguas para hacer la travesía a nado. Algunos de los ceerevells que habían escoltado al yate desde que abandonó su puerto de origen se quedaron para jugar en la bahía; sus cuerpos rojizos hendían el agua por debajo del casco de la embarcación y se movían velozmente a su alrededor, y su aliento jadeante creaba ecos en los riscos que daban a las aguas. A veces se divertían dando algún que otro empellón a los botes que se dirigían hacia la orilla, y algunos nadadores juguetearon con los animales de cuerpos lustrosos y resbaladizos sumergiéndose para nadar junto a ellos, acariciarles o montar a horcajadas sobre su grupa.

Los gritos de los que habían subido a los botes se fueron alejando poco a poco. Las pequeñas embarcaciones llegaron a la playa, y sus ocupantes desaparecieron en los bosques para dar comienzo a la exploración de la isla deshabitada. Las olitas del mar interior siguieron lamiendo la arena sobre la que habían dejado impresas sus huellas.

Fal 'Ngeestra suspiró, recorrió el perímetro del yate y acabó sentándose sobre un asiento almohadillado junto a la popa. Jugueteó distraídamente con una de las cuerdas atadas a la borda, frotándola con los dedos. El chico que había estado hablando con ella cuando el yate se iba alejando del continente para dirigirse a las islas la vio y fue hacia ella.

—¿No quieres ver la isla? —le preguntó.

Estaba muy delgado y parecía hecho de luz. Su piel brillaba con un tono amarillo casi oro. El halo luminoso que le rodeaba producía la impresión de ser más grueso que sus brazos y sus piernas, y cada vez que le veía, Fal tenía la impresión de estar contemplando un holograma.

—No tengo ganas —dijo Fal.

No había querido trabar conversación con el chico antes y seguía sin tener deseos de ello. Estaba empezando a lamentar el haberse dejado convencer para ir en aquel crucero.

—¿Por qué no? —preguntó el chico.

Fal no podía recordar su nombre. Cuando empezó a hablar con ella apenas si le había prestado atención, y ni tan siquiera estaba segura de que le hubiese dicho cómo se llamaba, aunque suponía que se habría presentado.

—Porque no me apetece.

Se encogió de hombros. Seguía con la cabeza vuelta hacia las arenas de la playa.

—Oh —dijo él.

Guardó silencio durante unos momentos. Fal era consciente del sol que se reflejaba en su cuerpo, pero siguió con la cabeza ladeada, observando los troncos distantes, las olas y los cuerpos rojizos de los ceere-vells que hendían la superficie de las aguas cuando emergían para tragar aire, sumergiéndose un segundo después.

—Sé cómo te sientes —dijo el chico.

—¿De veras? —replicó Fal, y se volvió hacia él.

El chico puso cara de sorpresa y asintió con la cabeza.

—Estás harta y te aburres, ¿verdad?

—Quizá —dijo ella volviendo a apartar la mirada—. Sí, un poco.

—Oye, esa vieja unidad que te sigue a todas partes… ¿Por qué lo hace?

Fal le miró de soslayo. Jase estaba debajo de la cubierta. Había ido a traerle algo de beber. Subió al yate con ella y siempre se había mantenido a escasa distancia de Fal, protegiéndola sin estorbarla, como tenía costumbre de hacer. Fal volvió a encogerse de hombros. Una bandada de pájaros emprendió el vuelo alejándose de la isla. Fal observó como giraban en el aire y oyó los gritos con que se comunicaban.

—Cuida de mí —dijo.

Bajó los ojos hacia sus manos y observó el reflejo del sol en sus uñas.

—¿Necesitas que cuiden de ti?

—No.

—Entonces, ¿por qué te cuida?

—No lo sé.

—Eres muy misteriosa, ¿sabes? —dijo él. Fal no le miraba, pero creyó detectar una sonrisa en su voz. Se encogió de hombros en silencio—. Eres como esa isla —añadió el joven—. Eres tan extraña y misteriosa como ella.

Fal soltó un bufido e intentó fulminarle con la mirada. Un instante después vio aparecer la silueta de Jase en el hueco de una puerta trayendo un vaso consigo. Se levantó a toda prisa seguida por el chico, atravesó la cubierta y fue al encuentro de la vieja unidad. Aceptó el vaso que le ofrecía y le sonrió, agradecida. Acercó su rostro al vaso y tomó un sorbo de líquido, contemplando al chico a través del cristal.

—Bueno, jovencito, hola —dijo Jase—. ¿No piensas ir a ver la isla?

El tono jovial de la unidad y el que hubiera repetido casi exactamente las palabras que le había dicho el joven hicieron que Fal sintiera deseos de darle una patada.

—Puede que acabe yendo a verla —dijo el joven, y miró a Fal.

—Deberías ir —dijo Jase, y empezó a flotar hacia la popa. La vieja unidad extendió un campo de forma curva que parecía una sombra sin nada que la proyectara. El campo se alejó de su armazón y envolvió los hombros del joven—. Por cierto, no he podido evitar oír lo que estabais diciendo antes… —añadió, ejerciendo una casi imperceptible presión sobre los hombros del joven y guiándole hacia la popa. La cabeza dorada del muchacho se volvió para contemplar a Fal por encima del hombro. Fal seguía sorbiendo muy despacio su bebida y estaba empezando a seguir a Jase y al joven, quienes le llevaban unos cuantos pasos de ventaja. El joven apartó la vista y contempló a la unidad que flotaba junto a él—. Estabas hablando de que no te habían admitido en Contacto…

—Así es. —El brusco cambio de tono producido en la voz del joven indicó que se había puesto a la defensiva—. Estaba hablando de eso. ¿Y qué?

Fal siguió caminando detrás de la unidad y del joven. Hizo chasquear los labios. El hielo que había dentro del vaso tintineaba suavemente.

—Parecías algo amargado —dijo Jase.

—No estoy amargado —se apresuró a decir el joven—. Sencillamente, creo que no es justo, nada más.

—¿El que no te escogieran? —le preguntó Jase.

Estaban aproximándose a los asientos almohadillados esparcidos alrededor de la popa, allí donde Fal había estado sentada hacía sólo unos minutos.

—Bueno, sí. Es lo que que siempre he deseado, y creo que cometieron un error. Sé que sería un buen agente. Creía que con la guerra y todo lo que está ocurriendo necesitaban más personal.

—Eh… Sí, cierto. Pero Contacto recibe muchas más solicitudes de las que puede aceptar.

—Pero yo pensaba que una de las cosas que tomaban en consideración era hasta qué punto deseabas trabajar para ellos, y estoy seguro de que nadie puede desearlo más que yo. Siempre he querido trabajar para Contacto. Desde que tengo memoria…

No llegó a completar la frase. Ya habían llegado a los asientos. Fal se sentó en uno de ellos y el joven la imitó. Fal estaba mirándole, pero no le escuchaba. Estaba pensando.

—Quizá creen que aún no has madurado lo suficiente.

—¡Soy lo bastante maduro!

—Hmmm. Rara vez aceptan solicitudes de gente tan joven como tú, ¿sabes? Creo que cuando aceptan a personas de tu edad es porque buscan una clase de inmadurez muy especial.

—Bueno, eso es una estupidez. Lo que intento decir es… ¿Cómo sabes qué has de hacer si no te explican lo que quieren de ti? ¿Cómo puedes prepararte? Creo que es realmente muy injusto.

—En cierta forma, creo que es injusto porque ellos quieren que lo sea —replicó Jase—. Reciben tantas solicitudes que no pueden aceptarlas todas, y el hecho de que haya tantas ni tan siquiera les permite usar el recurso de escoger a los mejores, ¿comprendes? Lo que hacen es elegir al azar. Después de todo, siempre puedes presentar otra solicitud.

—No sé si lo haré —dijo el joven. Se inclinó hacia adelante, apoyó los codos en las rodillas y puso la cabeza sobre las manos, clavando los ojos en la pulida superficie de madera de la cubierta—. A veces creo que te dicen que puedes presentar otra solicitud sólo para que no te tomes tan a mal el que te hayan rechazado. Creo que quizá sí aceptan a los mejores. Pero también creo que han cometido un error. Claro que como se niegan a decirte lo que has hecho mal… ¿Qué puedo hacer al respecto?


* * *

Fal también estaba pensando en el fracaso.

Jase la había felicitado por su idea sobre cómo encontrar al Cambiante. Se habían enterado de lo ocurrido en Vavatch aquella misma mañana, cuando estaban bajando del albergue en el viejo funicular de vapor. El Cambiante llamado Bora Horza Gobuchul había surgido de la nada, había escapado en la nave pirata y se había llevado consigo a su agente Perosteck Balveda. Su corazonada había dado justo en el blanco, y Jase la cubrió de elogios y se mostró muy efusivo, recalcando varias veces que el hecho de que el Cambiante hubiera escapado no era culpa suya. Pero Fal seguía sintiéndose deprimida. A veces el estar en lo cierto, tener la idea correcta y emitir una predicción que el tiempo demostraba era correcta le producía ese efecto.

Todo le había parecido tan obvio… Que Perosteck Balveda apareciera de repente (en el VGS Energía nerviosa, algo maltrecho a causa del combate pero aun así victorioso, que llevaba a remolque la mayor parte de un crucero idirano capturado), no había sido un presagio sobrenatural ni ninguna otra tontería de ese estilo, pero el que Balveda debiera ser la que iría en busca del Cambiante desaparecido le había parecido tan…, tan natural. A esas alturas ya tenían más información sobre lo ocurrido en aquel volumen de espacio cuando se produjo ese combate en particular; y los movimientos posibles y probables de varias naves habían acabado señalando (Fal pensaba que también de una forma muy obvia) a la Turbulencia en cielo despejado, un navío mercenario. Había otras posibilidades y también fueron exploradas dentro de la medida en que lo permitían los recursos de la sección de Circunstancias Especiales y la sobrecarga de trabajo a la que debían enfrentarse, pero Fal siempre tuvo la seguridad de que si alguna de las posibilidades que se bifurcaban a partir de los datos conocidos podía dar fruto era la relacionada con Vavatch. El capitán de la Turbulencia en cielo despejado se llamaba Kraiklyn y jugaba al Daño. Vavatch era el escenario más obvio para una partida de Daño a gran escala de los últimos lustros. Por lo tanto, Vavatch era el sitio más indicado para interceptar la nave, dejando aparte el Mundo de Schar en el caso de que el Cambiante ya hubiera conseguido hacerse con el control de ésta. Fal arriesgó su reputación y se jugó el cuello insistiendo en que Vavatch era el sitio a vigilar, y en que la agente Balveda debía ser una de las personas que fueran allí, y ahora los acontecimientos le habían dado la razón y comprendía que, en realidad, el riesgo corrido por su reputación y su cuello eran más bien insignificantes comparados con el que estaba corriendo la agente Balveda.

Pero ¿qué otra cosa podía hacerse? El ritmo de la guerra se estaba acelerando y el escenario de las hostilidades abarcaba un volumen de espacio cada vez más inmenso. Había muchas otras misiones urgentes para el escaso número de agentes con que contaba Circunstancias Especiales y, de todas formas, Balveda era la única agente realmente buena con la que podían ponerse en contacto a tiempo. También disponían de un joven que fue enviado a Vavatch con ella, pero sólo era una promesa y aún carecía de experiencia. Fal siempre había sabido que si la sitúación llegaba a ponerse realmente crítica y si el único medio de llegar hasta el Cambiante —y, mediante él, a la Mente—, era infiltrarse en el grupo de mercenarios, Balveda arriesgaría su vida y no la del otro agente. Su acto había sido muy valeroso, pero Fal tenía la sospecha de que también había sido un error. El Cambiante conocía a Balveda y había bastantes posibilidades de que la identificara, por muchas alteraciones que ella hubiese hecho en su apariencia (y no habían dispuesto del tiempo suficiente para que Balveda se sometiera a un cambio físico radical). Si el Cambiante se daba cuenta de quién era (y Fal sospechaba que se había dado cuenta), Balveda tenía muchas menos posibilidades de completar su misión que aquel agente novato, más nervioso y torpe pero mucho más difícil de identificar. «Perdóname, señora —pensó Fal—. Si me hubiera sido posible habría intentando portarme mejor contigo…»

Llevaba todo ese día esforzándose por odiar al Cambiante. Había intentado imaginárselo y odiarle porque lo más probable era que hubiese matado a Balveda, pero aparte del hecho de que le resultaba muy difícil imaginarse a alguien cuando no tenía ni la más mínima idea de cuál era su aspecto físico (¿el de Kraiklyn, el capitán de la nave?), una razón que se le escapaba impedía que el odio llegara a materializarse. El Cambiante no le parecía real.

Balveda… Hasta el sonido de su nombre era agradable. Balveda era una mujer valerosa y llena de recursos y, pese a las abrumadoras posibilidades en contra, Fal seguía albergando la esperanza de que Balveda estuviera con vida, de que hubiera logrado sobrevivir a todo y de que algún día pudiera encontrarse con ella y llegar a conocerla bien, quizá después de la guerra…

Pero aquello tampoco le parecía real.

No podía creer en esas fantasías. No podía imaginárselas tal y como se había imaginado… Digamos que, por ejemplo, el que Balveda encontrara al Cambiante. Había visto ese encuentro en su mente y había deseado que se produjera. En su versión, naturalmente, quien ganaba era Balveda y no el Cambiante. Pero no podía imaginarse a sí misma conociendo a Balveda, y sin estar muy segura de por qué aquello le resultaba vagamente aterrador, como si hubiera empezado a creer en su capacidad profética hasta tal punto que su incapacidad para imaginarse algo de forma lo suficientemente clara quisiera decir que ese algo jamás llegaría a ocurrir. Fuera por lo que fuese, era muy deprimente.

¿Qué posibilidades tenía la agente de sobrevivir a la guerra? Fal sabía que en aquellos momentos sus posibilidades eran casi nulas, pero incluso suponiendo que Balveda se las arreglara para salir con vida de la situación actual, ¿qué posibilidades había de que muriese más tarde? Cuanto más durara la guerra, más probable era su muerte. Fal tenía la impresión de que la guerra duraría décadas en vez de años, y el consenso de opinión entre las Mentes que disponían de más datos también apuntaba en esa dirección.

Más o menos unos cuantos meses, naturalmente. Fal frunció el ceño y se mordió el labio inferior. No lograba imaginárselos consiguiendo recuperar la Mente. El Cambiante estaba ganando, y Fal se había quedado sin ideas. Lo único que se le había ocurrido en las últimas horas era una forma —quizá, un mero quizá—, de poner obstáculos en el camino de Gobuchul. Lo más probable era que no sirvieran para detenerle del todo, pero era posible que dificultaran su misión. Pero Fal no era muy optimista al respecto, aun suponiendo que el Mando de Guerra de la Cultura accediera a poner en marcha un plan tan peligroso, incierto y potencialmente caro…

—¿Fal? —preguntó Jase.

Fal se dio cuenta de que estaba contemplando la isla sin verla. El vaso se había empezado a calentar en su mano, y tanto Jase como el chico la estaban mirando.

—¿Qué? —dijo, y tomó un sorbo de líquido.

—Estaba preguntándote qué pensabas de la guerra —dijo el chico.

Tenía el ceño fruncido y la contemplaba con los ojos entrecerrados. Los rayos de sol caían en ángulo sobre su rostro, iluminando cada uno de sus rasgos. Fal observó aquella cara abierta y franca y se preguntó cuántos años tendría. ¿Sería más viejo que ella? ¿Más joven? ¿Sentía lo mismo que ella? ¿Deseaba envejecer, anhelaba ser tratado como una persona madura y responsable?

—No te entiendo. ¿A qué te refieres? ¿Qué pienso de ella en qué aspecto?

—Bueno —dijo el joven—, ¿quién va a ganar?

Parecía irritado. Fal sospechó que su respuesta había dejado muy claro que no le escuchaba. Miró a Jase, pero la vieja unidad no dijo nada, y el que no tuviera campo de aura hacía que no hubiese forma alguna de saber lo que estaba pensando o cuál era su estado de ánimo en un momento dado. ¿Estaría preocupado? ¿Se estaría divirtiendo? Fal apuró el contenido del vaso.

—Nosotros, naturalmente —se apresuró a decir.

Sus ojos fueron del joven a Jase. El joven meneó la cabeza con expresión dubitativa.

—Yo no estoy tan seguro —dijo frotándose el mentón—. No estoy demasiado seguro de que tengamos la voluntad necesaria para ganar esta guerra.

—¿La voluntad? —exclamó Fal.

—Sí. El deseo de luchar. Creo que los idiranos son combatientes natos. Nosotros, no. Lo que quiero decir es… Bueno, fíjate en nosotros.

Sonrió, como si fuera mucho más viejo que ella y se considerara mucho más sabio. Volvió la cabeza y movió la mano señalando la isla y las pequeñas embarcaciones que yacían varadas sobre la arena.

Fal vio lo que parecían un hombre y una mujer copulando a unos cincuenta o sesenta metros de distancia. Estaban acostados en los bajíos debajo de un pequeño acantilado. Sus cuerpos subían y bajaban, y las manos morenas de la mujer rodeaban la piel algo más pálida del cuello del hombre. ¿Era eso lo que intentaba mostrarle con aquel gesto tan educado y reticente?

Santo cielo, la fascinación del sexo.

Oh, sí, no cabía duda de que resultaba muy divertido y agradable pero, precisamente por eso, ¿cómo era posible que la gente se lo tomara tan en serio? A veces casi envidiaba a los idiranos. Para ellos era algo que debía hacerse, y pasado un cierto tiempo ya no tenía ninguna importancia. Los idiranos eran hermafroditas duales. Cada mitad de la pareja impregnaba a la otra y, normalmente, cada una daba a luz mellizos. Después de uno o dos embarazos y de haber criado a los pequeños, los idiranos abandonaban su estado fértil para convertirse en guerreros. Algunos afirmaban que su inteligencia aumentaba, otros decían que sólo sufrían una pequeña alteración genética. No cabía duda de que se volvían más astutos pero también más estrechos de mente, más lógicos pero menos imaginativos, más implacables y menos capaces de sentir compasión. Crecían un metro más; su peso casi se doblaba; la queratina que cubría sus cuerpos se volvía más gruesa y dura; el tamaño y densidad de sus músculos aumentaba considerablemente, y sus órganos internos se alteraban para adaptarse a esos cambios que aumentaban su resistencia y fuerza física. Los órganos reproductivos desaparecían en el interior del cuerpo y los idiranos se convertían en seres asexuados. Todo resultaba muy lineal, simétrico y ordenado, sobre todo si se lo comparaba con el enfoque escoge-el-camino-que-más-te-guste típico de la Cultura.

Sí, aquel idiota larguirucho sentado ante ella que la contemplaba con su nerviosa sonrisa de superioridad debía de encontrar realmente impresionantes a los idiranos. Joven estúpido…

—Eso es… —Fal estaba enfadada, lo suficiente para necesitar unos segundos antes de encontrar las palabras con que expresar lo que sentía—. Seguimos siendo los mismos de siempre. No hemos evolucionado… Hemos cambiado mucho y nos hemos alterado mucho a nosotros mismos, pero no hemos evolucionado nada desde los tiempos en que corríamos por las selvas matándonos a nosotros mismos… Los unos a los otros, quiero decir. —Tragó una honda bocanada de aire. Ahora estaba seriamente irritada consigo misma. El joven continuaba contemplándola con una leve sonrisa de tolerancia. Fal sintió que empezaba a ruborizarse—. Seguimos siendo los mismos animales de siempre —insistió—. Somos combatientes natos, tanto o más que los idiranos.

—Entonces, ¿por qué están ganando? —le preguntó el joven con voz burlona.

—Gozaban de una cierta ventaja inicial. No empezamos a hacer los preparativos necesarios para la guerra hasta el último momento. En su caso, la guerra se ha convertido en un modo de vida al que están acostumbrados. Nosotros aún no la dominamos tan bien porque han pasado cientos de generaciones desde la última vez en que nos vimos obligados a combatir. No te preocupes —le dijo, contemplando su vaso vacío y bajando ligeramente el tono de voz—, estamos aprendiendo muy deprisa.

—Bueno, espera un poco y verás —dijo el joven moviendo lentamente la cabeza—. Creo que acabaremos firmando la paz y dejaremos que los idiranos sigan con su expansión…, o como quieras llamarla. La guerra ha sido una experiencia muy emocionante. Ha cambiado las cosas, lo que siempre está bien, pero ya han pasado casi cuatro años y… —volvió a mover la mano—. Aún no hemos conseguido muchas victorias, ¿verdad? —Se rió—. ¡Lo único que hacemos es retirarnos cada vez más deprisa!

Fal se puso en pie y se dio la vuelta por si se daba el caso de que no pudiera contener el llanto.

—Oh, mierda —estaba diciendo el joven, que se había vuelto hacia Jase—. Supongo que he hablado demasiado y he acabado metiendo la pata, ¿no? ¿Tenía algún amigo o pariente que…?

Fal se alejó por la cubierta. Su pierna llevaba tan poco tiempo curada que empezó a molestarla con un dolor distante parecido a un cosquilleo, y no tardó en cojear levemente.

—No te preocupes —estaba diciendo Jase—. Déjala un rato a solas y se le pasará…

Fal dejó su vaso dentro de uno de los oscuros y vacíos camarotes del yate y siguió caminando por la cubierta yendo hacia la superestructura de proa.

Trepó por la escalerilla que llevaba a la garita del timón, subió por otra escalerilla hasta llegar al techo de ésta y se sentó allí cruzando las piernas (la que se había fracturado hacía poco protestó, pero Fal no le prestó atención) y se dedicó a contemplar el mar.

Lejos, a tanta distancia que casi se confundía con la calina, se alzaba un risco de blancura iridiscente que temblaba en la atmósfera prácticamente inmóvil. Fal 'Ngeestra dejó escapar un largo y triste suspiro y se preguntó si aquellas siluetas blancas —que probablemente eran visibles sólo porque se encontraban muy arriba, envueltas en aire más límpido—, serían las cimas nevadas de una cordillera. Quizá sólo fuesen nubes. Sus recuerdos sobre la geografía de aquella zona eran demasiado fragmentarios para que pudiera saberlo con seguridad.

Siguió sentada sobre la garita del timón pensando en aquellas montañas. Recordó una ocasión en que descubrió algo que hizo memorable su paseo de aquel día invernal. Estaba a bastante altura, allí donde un riachuelo de montaña se encontraba con una especie de meseta pantanosa que iba recomendó durante algo más de un kilómetro, serpenteando y saltando sobre la tierra húmeda recubierta de juncos y maleza como si fuera un atleta que se estiraba y hacía ejercicios entre una competición y la siguiente.

El hielo había estado formando quebradizas láminas transparentes junto al curso del arroyo. Fal pasó un rato caminando por los bajíos, aplastando la delgada capa de hielo con sus botas y viendo como se alejaba corriente abajo. No había salido a hacer alpinismo, sólo a caminar. Llevaba ropa impermeable y muy poco equipo. No sabía por qué, pero el no estar haciendo nada peligroso o que exigiera un considerable esfuerzo físico había hecho que tuviera la sensación de haberse vuelto a convertir en una niña.

Llegó a un sitio donde el arroyo fluía sobre una terraza de roca, yendo de un nivel del pantano a otro situado más abajo. La corriente había ido erosionando las rocas hasta crear un laguito justo debajo de los rápidos. El agua caía menos de un metro, y el arroyo era lo suficientemente estrecho para poder cruzarlo de un salto; pero Fal se acordaba de aquel arroyo y aquel laguito porque flotando entre los torbellinos del agua había un círculo de espuma congelada atrapado bajo el chapoteo de los rápidos.

El agua de aquella zona siempre arrastraba algo de tierra y turba, y a veces los arroyos montañosos creaban un poco de espuma blancoamarillenta que era impulsada por los vientos y acababa pegándose a los juncos, pero Fal nunca se había encontrado con un círculo de espuma congelada como el que tenía delante. Al verlo se echó a reír. Se metió en el arroyo, avanzó cautelosamente hasta llegar a él y lo cogió. Su diámetro no era mucho más grande que la distancia existente entre su pulgar extendido y su dedo meñique, y tenía unos cuantos centímetros de grosor. No era tan frágil como había temido al principio.

El aire frío había congelado las burbujas de la espuma y casi había helado el agua, creando lo que parecía un minúsculo modelo de una galaxia: una galaxia espiral de lo más común, como ésta, como la suya. Fal sostuvo en sus manos aquel objeto hecho de aire, agua y productos químicos en suspensión que apenas pesaba nada y le fue dando vueltas. Lo olió, sacó la lengua y lo lamió, contempló el pálido sol del invierno a través de él y lo golpeó suavemente con el dedo para averiguar si tintineaba como el cristal.

Su pequeña galaxia empezó a derretirse con mucha lentitud y Fal vio su propio aliento moviéndose a través de ella, una breve imagen de su calor corporal suspendida en el aire.

Acabó volviendo a ponerla donde la había encontrado, girando lentamente en el laguito que había junto a la base de los pequeños rápidos.

La imagen de la galaxia pasó por su cabeza en aquel momento, y cuando estaba allí pensó en lo parecidas que eran las fuerzas que habían moldeado tanto la pequeña como la más vasta. «Y, realmente, ¿cuál es más importante?», había pensado entonces, pero ahora casi le avergonzaba el que su mente hubiera sido capaz de concebir una idea semejante.

Pero de vez en cuando recordaba el pensamiento que había pasado por su cabeza junto a aquel laguito, y con él llegaba la absoluta seguridad de que cada una tenía exactamente la misma importancia que la otra. Un instante después cambiaba de opinión y volvía a sentirse avergonzada.

Fal 'Ngeestra tragó una honda bocanada de aire y se sintió un poco mejor. Sonrió, alzó la cabeza y cerró los ojos un momento observando el resplandor rojizo del sol que ardía detrás de sus párpados. Después pasó una mano por entre su rizada cabellera rubia, y volvió a preguntarse si las siluetas lejanas y temblorosas que recortaban sus borrosos perfiles sobre las aguas iridiscentes eran nubes o montañas.

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