Situación de la partida: Tres

Fal 'Ngeestra estaba allí donde más le gustaba estar: en la cima de una montaña. Acababa de terminar su primera escalada digna de tal nombre desde que se había fracturado la pierna. La montaña no era demasiado imponente y había seguido la ruta más fácil, pero ahora, deleitándose con el panorama visible desde la cima, hizo un somero repaso de su estado físico y comprobó, abatida, que era pésimo. La pierna fracturada seguía doliéndole un poco, naturalmente, pero aparte de eso los músculos de las dos piernas le dolían con tanta intensidad como si hubiera acabado de escalar una montaña dos veces más alta llevando una mochila con carga completa a la espalda. Fal intentó animarse pensando que se le pasaría en cuanto hiciera algo de ejercicio.

Estaba sentada en la cima contemplando los picachos blancos de menor altura, los riscos de las cordilleras más altas y la suave curvatura de las lomas donde los árboles se combinaban con la hierba. La llanura quedaba más lejos, con sus ríos centelleando bajo la luz del sol, y en el extremo más distante se alzaban las colinas donde estaba el albergue, su hogar. Los pájaros planeaban en la lejanía sobrevolando los valles que había debajo de ella, y de vez en cuando la llanura emitía un chispazo, como si alguna superficie reflectante se estuviera moviendo por ella.

Una parte de su ser estaba atenta al distante dolor de huesos, evaluándolo y analizándolo hasta que se hartó de él y decidió no prestar más atención a las sensaciones que la incomodaban. No quería distracciones. No había recorrido tanta distancia sólo para disfrutar del panorama. Había subido hasta aquí con un propósito.

El hecho de subir por una montaña arrastrando aquel saco de carne y huesos durante todo el trayecto, llegar hasta la cima, pensar y existir en sí misma tenía un significado muy especial para ella. Podía haber llegado a la cima en un aerodeslizador durante cualquier momento de su convalecencia, pero no lo había hecho, aunque Jase se lo sugirió varias veces. Resultaba demasiado fácil. Llegar hasta aquí de esa forma no habría tenido ningún significado.

Se concentró, fue entornando los párpados y dejó que su mente repitiera el cántico interno, aquel hechizo sin un solo átomo de magia que invocaba a los espíritus enterrados en sus glándulas genoalteradas.

El trance llegó acompañado por una oleada inicial de mareo que le hizo extender los brazos para apoyar las manos en el suelo, manteniendo el equilibrio de su cuerpo aunque no necesitaba hacer ese gesto para conservarlo. Los sonidos que vibraban en sus oídos —la circulación de su sangre, la lenta marea de su aliento—, se fueron haciendo más potentes y cobraron extrañas armonías. La luz que ardía detrás de sus párpados empezó a palpitar siguiendo el ritmo de su corazón. Sintió que estaba frunciendo el ceño y se imaginó su frente arrugándose hasta imitar los pliegues de las colinas, y una parte de su ser que seguía observándolo todo desde una gran distancia pensó que aún no dominaba demasiado bien el proceso.

Abrió los ojos y el mundo había cambiado. Las colinas eran olas verdes y marrones coronadas por crestas de espuma blanca. La llanura estaba inundada de luz y el dibujo de pastizales y bosquecillos que llegaba hasta el nacimiento de las cordilleras parecía un mero camuflaje, inmóvil y en continuo movimiento, como un edificio muy alto visto contra el telón de fondo de las nubes que se deslizan rápidamente por el cielo. Los riscos boscosos eran divisiones en un inmenso y atareado árbol-cerebro, y los picachos cubiertos de nieve y hielo que la rodeaban se habían convertido en fuentes vibratorias emisoras de una luz que también era sonido y olor. Fal experimentó una vertiginosa sensación de concentricidad, como si su cuerpo fuera el núcleo alrededor del que giraba todo aquel paisaje.

Y allí, en el centro de aquel mundo vuelto del revés, un hueco invertido.

Parte de él. Nacido aquí.

Todo lo que era, cada hueso y órgano, célula, producto químico, molécula y átomo, electrón, protón y núcleo, cada partícula elemental, cada ondulación de energía, desde aquí…, no sólo el Orbital (un nuevo ataque de mareo y sus manos enguantadas rozaron la nieve), sino la Cultura, la galaxia, el universo…

Este es nuestro sitio y nuestro tiempo y nuestra vida, y deberíamos estar disfrutándolo. Pero ¿disfrutamos de él? Contémplalo desde el exterior, pregúntatelo a ti misma… Pregúntate qué estamos haciendo.

Estamos matando lo inmortal, cambiando para conservar, haciendo la guerra para conseguir la paz…, y con ello nos entregamos para siempre a aquello que jurábamos haber rechazado por muy buenas razones que conocemos perfectamente.

Bueno, ya estaba hecho. Los miembros de la Cultura que tenían objeciones realmente serias y fundadas a la guerra se habían marchado; ya no formaban parte de la Cultura y no contribuían a su esfuerzo. Se habían convertido en neutrales, habían formado sus grupos y adoptado nuevos nombres (o afirmaban ser la auténtica Cultura; lo cual añadía un nuevo matiz a la confusión ya existente sobre cuáles eran los verdaderos límites de la Cultura). Pero por una vez los nombres carecían de importancia. Lo que importaba era la discrepancia, y los efectos nocivos producidos por aquella separación.

Ah, el desprecio… Ese inmenso tesoro de desprecio que parece hemos logrado acumular. Nuestro propio desprecio encubierto hacia los «primitivos», el desprecio de los que abandonaron la Cultura cuando quienes habían decidido oponerse a los idiranos declararon la guerra, el desprecio que un número tan grande de los nuestros sienten hacia Circunstancias Especiales…, el desprecio que todos suponemos las Mentes deben sentir hacia nosotros…, y por todas partes, mires donde mires, el desprecio que los idiranos sienten no sólo hacia nosotros sino hacia todos los humanos, y el desprecio humano hacia los Cambiantes. Un disgusto federado, una galaxia de desprecio y odios. Disponemos de una vida tan corta y lo único que se nos ocurre es malgastar los años compitiendo para averiguar quién es capaz de sentir más desprecio hacia los otros.

Y lo que los idiranos deben sentir hacia nosotros… Piensa en ellos: casi inmortales, singulares e inmutables. Cuarenta y cinco mil años de historia en un planeta con una sola religión/filosofía que lo abarca todo; eones de erudición y estudio sucediéndose los unos a los otros, una era tranquila de devoción en ese lugar sagrado sin interesarse por nada de lo que pueda haber fuera de él. Y de repente, hace ya milenios, la invasión en otra guerra que hoy es historia; encontrarse de repente con que se han convertido en meros peones movidos por el escuálido imperialismo de otra especie. De la paz introvertida a la militancia extrovertida y el celo militante gracias a eras de tormento y represión… Toda una fuerza moldeadora, desde luego.

¿Quién podía culparles? Habían intentado mantenerse a distancia y se habían visto atrapados y casi destruidos en un torbellino de fuerzas mucho más grandes que cualquiera de las que ellos podían crear o manipular. ¿Quién podía sorprenderse de que hubieran decidido que la única forma de protegerse a sí mismos era atacar antes, expandirse, hacerse cada vez más y más fuertes, extender sus fronteras lo más lejos posible del sagrado tesoro que era Idir, su planeta natal?

E incluso hay un modelo genético para ese cambio catastrófico de lo apacible a la ferocidad, simbolizado en el paso que lleva del idirano capaz de reproducirse al guerrero… Oh, sí, una especie noble y salvaje justificablemente orgullosa de sí misma que se niega a modificar su código genético y que no se equivoca demasiado cuando afirma que ya ha alcanzado la perfección. ¡Lo que deben sentir hacia el enjambre de tribus bípedas que es la humanidad!

Repetición. Materia y vida, y los materiales que podían soportar el cambio —que podían evolucionar—, repitiéndose eternamente: el alimento de la vida discutiendo con la misma vida.

¿Y nosotros? No somos más que otro eructo en la oscuridad. Sonido pero no palabra, ruido que carece de significado.

Para ellos no somos nada: meros biotómatas, y el ejemplo más terrible de esa variedad. La Cultura debe parecerles una demoníaca amalgama de todo lo que los idiranos siempre han considerado repugnante.

Somos una raza de mestizos, nuestro pasado es una historia de enredos y conflictos, nuestros orígenes son oscuros, nuestra tumultuosa evolución está repleta de imperios codiciosos y cortos de miras y de diásporas tan crueles como derrochadoras de recursos irrepetibles. Nuestros antepasados fueron los huérfanos encontrados en el portal de la galaxia, reproduciéndose continuamente, matando y rebelándose, con sus sociedades y civilizaciones atrapadas en el proceso interminable del desmoronamiento y el volver a formarse… Sí, algo debía andar muy mal dentro de nosotros, tenía que haber algún factor mutante en el sistema, algo demasiado rápido, nervioso y frenético para nuestro propio bien o el de cualquier otro. Somos unas criaturas tan patéticamente carnosas, de vida tan breve, tan confusa y dominada por el enjambre… Y a un idirano debemos parecerle pura y simplemente estúpidos.

Ya tenemos la repugnancia física, pero aún faltaba algo peor. Somos capaces de alterarnos a nosotros mismos, jugueteamos con el mismísimo código de la vida, volvemos a escribir de forma distinta la Palabra que es el Camino, el encantamiento del ser. Interferir con nuestra propia herencia e interferir en el desarrollo de otras sociedades… ¡Ja! Al menos compartimos ese interés… Y hay algo todavía peor, lo peor de todo, y es que no nos limitamos a producir sino que acabamos entregándonos al anatema final: las Mentes, las máquinas conscientes; la mismísima imagen y esencia de la vida profanada y rebajada. La idolatría encarnada.

No es extraño que nos desprecien. Somos unas lastimosas mutaciones enfermas, miserables y obscenas, servidoras de las máquinas-demonios a los que adoramos. Ni tan siquiera estamos seguros de nuestra propia identidad. ¿Qué o quién es la Cultura? ¿Dónde empieza y acaba exactamente? ¿Quién pertenece a la Cultura y quién está fuera de ella? Los idiranos saben muy bien quiénes son. La raza única y pura, o nada… ¿Y nosotros? Contacto es Contacto, el núcleo, pero, ¿aparte de eso? El nivel de manipulación genética varía; pese al ideal, no todo el mundo puede aparearse con los que le rodean y producir descendencia. ¿Las Mentes? No hay ninguna pauta real. También son individuos, y no resultan del todo predecibles…, son demasiado precoces e independientes. ¿Vivir en un Orbital fabricado por la Cultura, o en una Roca, o en alguna otra especie de mundo ahuecado, un pequeño vagabundo del espacio? No; hay demasiados que se atribuyen alguna clase de independencia mayor o menor. Así pues, la Cultura carece de límites claros; se limita a irse desvaneciendo poco a poco, deshilachándose y, al mismo tiempo, extendiéndose cada vez más. ¿Dónde nos deja eso?

El zumbido del significado y la materia que la rodeaban y la canción de luz emitida por las montañas parecían hervir a su alrededor como el líquido en un caldero, empapándola y sumergiéndola. Fal se percibió a sí misma como la mota insignificante que era; un puntito, una minúscula fracción de vida imperfecta que luchaba para no acabar extraviada en el inmenso desierto de luz y espacio que la rodeaba por todas partes.

Sintió la fuerza congelada del hielo y la nieve que había a su alrededor, y se sintió consumida por aquella frialdad que quemaba la piel. Sintió los rayos del sol que caían sobre su cuerpo, y conoció el lento desmoronamiento de los cristales de nieve al derretirse, conoció lo que sentía el agua mientras goteaba y corría y se convertía en burbujas oscuras debajo del hielo y en gotas de rocío sobre los carámbanos. Vio los hilillos de agua que acariciaban la vegetación, los arroyos que corrían veloces y los ríos que se despeñaban en cataratas; captó el serpenteo del río cuando éste remansaba su curso y se movía con la tranquila lentitud de un buey hasta acabar llegando al lago y el mar, allí donde el vapor de agua volvía a subir hacia los cielos.

Y se sintió perdida dentro de todo aquello, y tuvo la sensación de estar disolviéndose, y por primera vez en su joven existencia sintió auténtico miedo, y el temor que la invadió allí en ese instante fue muy superior al que había sentido cuando cayó y se fracturó la pierna o durante los breves momentos de la caída, el segundo del impacto y el dolor que la dejaron aturdida o las largas y frías horas que le siguieron cuando yacía hecha un guiñapo sobre la nieve y las rocas, temblando, intentando no llorar y buscando algún refugio. Eso era algo para lo que se había ido preparando desde hacía mucho tiempo; sabía qué estaba ocurriendo, había meditado en los efectos que podía tener y las formas en que podía reaccionar. Era un riesgo que corrías, algo que comprendías. Esto no lo era, porque ahora no había nada que entender y quizá no existiera nada —incluida ella misma—, que pudiera entenderlo.

¡Socorro! Algo gemía dentro de su ser. Fal escuchó sus gemidos, y no pudo hacer nada para ayudarle.

Somos hielo y nieve, somos ese estado atrapado.

Somos el agua que cae, vaga e itinerante, el agua que siempre busca el nivel más bajo, el agua que intenta acumularse y reunirse con más agua.

Somos vapor que se alza pese a cuanto hagamos para impedirlo, vapor que se convierte en masas nebulosas que serán arrastradas por el primer viento que empiece a soplar. Para empezar de nuevo, en forma glacial o no.

(Podía escapar. Sintió como el sudor iba peinando su frente y como sus manos iban creando moldes de sus contornos en la nieve que cedía bajo la presión de sus dedos, y supo que había una salida, supo que podía bajar…, pero que rendirse significaría bajar sin nada, sin haber descubierto, hecho o comprendido nada. No, se quedaría y lucharía con todas sus fuerzas.)

El ciclo volvió a empezar. Sus pensamientos giraron locamente y Fal vio el agua que fluía por gargantas y valles o que se iba acumulando junto a los árboles, o que se precipitaba en los lagos y el mar. Vio como caía sobre las praderas, los pantanos y los páramos, y cayó con ella, terraza sobre terraza, esparciéndose sobre los rebordes rocosos, espumeando y moviéndose en círculos (sintió como la humedad que cubría su frente empezaba a congelarse y como el frío atravesaba su piel, y supo que corría peligro, y volvió a preguntarse si debía salir del trance, cuánto tiempo llevaba sentada allí y si la estarían observando o no). Sintió una nueva oleada de mareo y hundió las manos un poco más en la nieve que la rodeaba. Sus guantes ejercieron presión sobre los copos helados, y el recuerdo llegó junto con ese acto.

Volvió a ver la estructura de espuma congelada. Volvía a estar en pie sobre la fría superficie del páramo, junto a la cascada minúscula y el laguito donde había encontrado la lente de hielo espumoso. Recordó haberla sostenido en sus manos y recordó que cuando la golpeó con la yema del dedo no emitió ningún sonido, que cuando la rozó con la lengua sabía a agua y a nada más…, y que su aliento se deslizó sobre ella igual que una nube, otra imagen que se arremolinaba en el aire. Y esa imagen era ella misma.

Eso era lo que significaba. Algo a lo que agarrarse.

¿Quiénes somos?

Los que somos. Aquello por lo que se nos acepta y considera, nada más. Lo que sabemos y lo que hacemos. Nada más y nada menos.

Información que es transmitida. Pautas, galaxias, sistemas estelares, planetas…, todo evoluciona; la materia primigenia cambia y, en cierta forma, avanza y progresa. La vida es una fuerza más rápida que reordena y halla nuevos nichos, que empieza a cobrar forma; la inteligencia, la consciencia…, una magnitud más rápida, otro plano distinto a los anteriores. Más allá estaba lo desconocido, lo que era demasiado vago para ser comprendido (pregúntaselo a un Dra'Azon, quizá, y espera su respuesta)…, todo se reducía a ir refinando las cosas, a un proceso de mejora y de dar con una solución mejor (si es que podía considerarse que términos como «mejor» y «peor» tenían algún significado)…

Y si jugueteamos con nosotros mismos para alterar nuestra herencia, ¿qué importa? ¿Acaso hay algo que nos pertenezca más que nuestra herencia? ¿Quién está en condiciones de afirmar que la naturaleza se equivoca menos que nosotros? Si nos equivocamos es porque somos estúpidos, no porque la idea fuese mala. Y si dejamos de estar en la avanzadilla, si perdemos nuestro puesto en la cúspide de la ola… bueno, mala suerte. Pasa el relevo con tus mejores deseos; que te diviertas, amigo.

Todo lo que somos y todo lo que nos rodea, todo lo que sabemos y todo aquello sobre lo que podemos llegar a saber algo se compone en última instancia de pautas y modelos hechos de nada; ésa es la verdad final, a eso se reduce todo. Por lo tanto, cuando descubrimos que gozamos de cierto control sobre esas pautas y modelos, ¿por qué no crear los más elegantes, los mejores y los más agradables según nuestros propios términos? Sí, señor Bora Horza Gobuchul, somos hedonistas. Buscamos el placer y nos hemos moldeado a nosotros mismos para poder sacar el máximo placer de la vida. Lo admitimos. Somos lo que somos. Pero ¿y tú? ¿En qué te convierte eso?

¿Quién eres?

¿Qué eres?

Un arma. Un objeto concebido para engañar y matar, algo creado por seres que murieron hace mucho tiempo. Toda la subespecie de los Cambiantes es un resto de una vieja guerra, una guerra de hace tanto tiempo que nadie recuerda quién la libró, o cuándo, o por qué. Ni tan siquiera recordamos si los Cambiantes luchaban por el bando que venció o por el que fue derrotado.

Pero en cualquier caso lo innegable es que fuiste fabricado, Horza. No evolucionaste de una forma que puedas calificar de «natural»; eres el producto de cuidadosas meditaciones, de la manipulación genética, la planificación militar y un propósito deliberado…, y de la guerra; tu mismísima creación dependió de ella. Eres el hijo de la guerra, eres su legado.

Cambiante, cambíate a ti mismo…, pero ni puedes ni quieres hacerlo. Lo único que puedes hacer es tratar de no pensar en ello. Y, sin embargo, el conocimiento está ahí. La información se encuentra implantada a gran profundidad en alguna parte de tu ser. Aun así podrías vivir en paz con ella, y deberías hacerlo, pero no creo que seas capaz de conseguirlo…

Y me das pena, porque ahora creo saber a quién odias en realidad.

Fal emergió rápidamente del trance en cuanto las glándulas de su cuello y su médula espinal dejaron de fabricar sustancias químicas. Los compuestos que habían invadido las células cerebrales de la joven empezaron a descomponerse y sus efectos se fueron desvaneciendo poco a poco.

La realidad sopló alrededor de ella y la fresca caricia de la brisa rozó su piel. Fal se limpió el sudor de la frente. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se las limpió, resoplando, y se frotó su enrojecida nariz.

Otro fracaso, pensó con amargura. Pero su amargura era joven y extrañamente inestable, una especie de falsificación, algo que asumía durante un tiempo como una criatura que se prueba las ropas de un adulto. Disfrutó durante unos segundos de las sensaciones que le producía el imaginarse vieja y desilusionada y se olvidó de ellas. Aquel estado anímico no le sentaba bien. «Ya tendré tiempo más que suficiente para disfrutar de su versión genuina cuando sea vieja», pensó con sarcasmo mientras contemplaba la hilera de montañas que se extendía al otro extremo de la llanura.

Pero, aun así, había fracasado. Había albergado la esperanza de que el trance le proporcionaría alguna idea nueva relacionada con los idiranos, Balveda, el Cambiante, la guerra o…, bueno, con lo que fuese.

Y, en vez de eso, el viaje del trance la había llevado por territorios que ya le eran conocidos, mostrándole hechos aceptados y lo que ya sabía.

Un cierto disgusto ante el hecho de ser humana, una comprensión del orgulloso desdén que los idiranos sentían hacia los de su especie, una reafirmación de que por lo menos las cosas eran su significado, y una fugaz inmersión probablemente equivocada y excesivamente benevolente en el carácter de un hombre al que nunca había visto y al que jamás conocería, un hombre separado de ella por casi toda uña galaxia y toda una moralidad.

Fal volvería de su ascensión a la cima helada con las manos casi vacías.

Suspiró. El viento seguía soplando. Fal observó las nubes que se iban acumulando sobre la cordillera. Tendría que empezar a bajar ahora mismo, o de lo contrario acabaría atrapada en plena tormenta. Bajar con algún tipo de ayuda mecánica sería como hacer trampas, y si su estado físico empeoraba hasta el punto de obligarla a llamar un aerodeslizador para que la recogiera, Jase le daría una buena bronca.

Fal 'Ngeestra se puso en pie. El dolor de su pierna volvió a torturarla: señales enviadas desde su punto débil. Se quedó inmóvil durante unos segundos evaluando el estado de aquel hueso recién soldado, decidió que podría aguantar y empezó a descender hacia el mundo libre de hielo y nieve que había debajo de ella.

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