—Un cielo que parecía hecho de hielo desmenuzado, un viento que se abría paso hasta el centro de tu cuerpo. Durante la mayor parte del trayecto hacía tanto frío que no nevaba, pero nos encontramos con una ventisca que duró once días con sus noches, una ventisca que volaba sobre el campo de hielo por el que caminábamos y que aullaba como un animal capaz de morder con dientes de acero. Los cristales de hielo fluían igual que un torrente sobre la tierra congelada. No podías contemplarla y no podías respirar; incluso intentar mantenerse en pie resultaba casi imposible. Hicimos un agujero en el suelo y nos acostamos allí hasta que el cielo volvió a despejarse.
»Éramos como muertos que siguen caminando. Perdimos a algunos porque la sangre se heló dentro de sus cuerpos. Uno desapareció de noche durante una tormenta de nieve. Algunos murieron a causa de sus heridas. Les fuimos perdiendo uno a uno, nuestros camaradas y nuestros sirvientes… Todos nos suplicaron que usáramos sus cuerpos de la mejor manera posible cuando se hubieran marchado. Teníamos tan poca comida… Todos sabíamos lo que querían decir. Todos estábamos preparados. ¿Se os ocurre algún sacrificio más total o más noble?
»El aire era tan frío que cuando llorabas las lágrimas se congelaban sobre tu rostro con un leve crujido, como el de un corazón al romperse.
»Montañas. Los desfiladeros por los que avanzamos, mulléndonos de hambre e intentando respirar esa atmósfera tenue que cortaba como un cuchillo… La nieve era un polvo blanco tan seco como la arenilla. Respirarla significaba congelarte por dentro. Los torbellinos de nieve que caían de los riscos o la que era desplazada por los pies de quienes iban delante te quemaban la garganta igual que un trago de ácido. Vi arco iris en los velos cristalinos de hielo y nieve que iba creando núestro avance, y aprendí a odiar esos colores, esa sequedad congelada, la atmósfera irrespirable y los cielos de un color azul oscuro.
»Atravesamos tres glaciares y perdimos a dos de nuestros camaradas en sus gargantas. Cayeron hasta más allá de donde llegaban los ecos, escapando a la vista y al oído.
»Nos internamos en un anillo de montañas y topamos con una ciénaga que yacía en su hondonada como una letrina destinada a sepultar las esperanzas. Estábamos agotados y nuestras reacciones se habían vuelto tan lentas que no pudimos salvar a nuestro Querl cuando se adentró en ella y se hundió. Pensamos que era imposible. Con aquel aire tan frío que nos rodeaba, y pese a la pálida luz del sol… No, la ciénaga no podía existir. Creímos que estaba congelada y la vimos tal y como nos pareció que debía ser, y pensamos que nuestros ojos se aclararían dentro de un segundo y que él volvería caminando a reunirse con nosotros, no que se desvanecería bajo aquel líquido oscuro sin que pudiéramos hacer nada por impedirlo.
»Comprendimos demasiado tarde que era una ciénaga de brea y alquitrán, y cuando nos dimos cuenta de ello sus profundidades ya se habían cobrado un precio. Al día siguiente seguíamos buscando una forma de atravesarla. El aire se volvió tan frío que incluso aquel barro viscoso acabó congelándose, y pudimos cruzar rápidamente al otro lado.
»Empezamos a morir de sed rodeados por aquella neblina hecha de agua helada. Apenas teníamos nada con que calentar la nieve salvo nuestros propios cuerpos, y absorber aquel polvo blanco hasta que nos entumecía las entrañas hizo que nuestras reacciones se fueran volviendo aún más lentas, y el frío casi nos impedía hablar o caminar. Pero seguimos avanzando, aunque el frío se pegaba a nosotros tanto si estábamos despiertos como si intentábamos dormir, y el sol nos quemaba en las planicies o arrancaba destellos blancos a la nieve torturando nuestros ojos con dolores terribles. El viento nos hería, la nieve intentaba engullirnos, aquellas montañas que hacían pensar en negros cristales tallados nos rodeaban por todas partes y las estrellas que tachonaban el cielo en las noches despejadas parecían burlarse de nuestros esfuerzos, pero aun así seguimos adelante.
»Casi dos mil kilómetros, diminuto, con sólo la pequeña cantidad de comida que pudimos llevar con nosotros después de habernos estrellado, con el escaso equipo que la bestia de la barrera no había convertido en chatarra inservible, con nuestro firme propósito de no rendirnos y seguir avanzando… Cuando abandonamos el crucero de batalla éramos cuarenta y cuatro, y veintisiete cuando empezamos nuestro viaje a través de las nieves: ocho de los míos, diecinueve del pueblo medjel. Dos de nosotros y seis de nuestros sirvientes logramos completar el viaje.
»¿Te asombra que cayéramos como el rayo sobre el primer sitio que nos ofreció luz y calor? ¿Te sorprende que nos limitáramos a tomar lo que necesitábamos sin pedirlo? Habíamos visto como guerreros valerosos y fieles sirvientes morían de frío, habíamos visto como nos íbamos consumiendo poco a poco, igual que si las ventiscas heladas nos fuesen robando la sustancia; habíamos contemplado esos implacables cielos sin nubes de un lugar muerto y extraño y nos preguntábamos quién se comería a quién cuando llegara el alba. Al principio nos lo tomamos a broma, pero más tarde, cuando llevábamos treinta días de viaje y la mayoría de nosotros habían acabado inmóviles en los pasos helados, los desfiladeros de las montañas o dentro de nuestros propios estómagos… Ya no nos parecía tan gracioso. Algunos de los últimos… Creo que acabaron convenciéndose a sí mismos de que nuestra misión era una locura, y creo que la desesperación les mató.
»Matamos a tus amigos humanos, a esos otros Cambiantes. Yo maté a uno con mis propias manos; otro, el primero, murió a manos de un medjel antes de despertar. El que estaba en la sala de control luchó con bravura, y cuando supo que no lograría salir con vida destruyó la mayoría de los controles. Le respeto y le saludo. Hubo otro que se enfrentó a nosotros en el lugar donde guardaban las cosas. También supo morir con valor. No deberías sentir mucha pena por ellos. Me enfrentaré a mis superiores con la verdad en mis ojos y en mi corazón. No me impondrán ningún castigo. Si alguna vez vuelvo a estar ante ellos, sé que me recompensarán.
Horza estaba detrás del idirano, siguiéndole por el túnel para que Yalson pudiera descansar un poco después de llevar tanto tiempo vigilando al inmenso trípedo. Horza le había pedido que le contara lo que ocurrió después de que el grupo de idiranos y medjels llegara al planeta dentro del animal chuy-hirtsi. El idirano había respondido con una mezcla de sermón y plegaria.
—Ella —dijo Horza.
—¿Qué, humano?
La voz del idirano creó un torrente de ecos que rebotaron en las paredes del túnel. Ni tan siquiera se había tomado la molestia de volverse hacia Horza. Cuando hablaba se dirigía al aire del túnel que llevaba a la estación siete, y su potente voz de bajo podía ser oída sin ningún problema incluso por Wubslin y Aviger, que formaban la retaguardia de la pequeña y abigarrada expedición.
—Has vuelto a hacerlo —dijo Horza con voz cansada, con la nuca del idirano como única interlocutora—. Ese Cambiante al que matasteis mientras dormía… Era una mujer, una hembra.
—Bueno, fue el medjel quien acabó con ella. Los colocamos en el pasillo. Descubrimos que una parte de sus provisiones eran comestibles; nos supieron a la gloria del cielo.
—¿Cuánto hace de eso? —preguntó Horza.
—Creo que unos ocho días. Es difícil seguir el paso del tiempo aquí abajo. Intentamos construir un sensor de masas nada más llegar, pues sabíamos que sus servicios serían inapreciables, pero no lo conseguimos. Sólo contábamos con el equipo que había en la base de los Cambiantes. La mayor parte de nuestro equipo había sido dañado por la bestia de la barrera o tuvimos que abandonarlo cuando dejamos al animal para dirigirnos hacia aquí, o nos fuimos desprendiendo de él durante el trayecto a medida que íbamos muriendo.
—Debisteis pensar que habíais tenido mucha suerte, ¿no? Encontrar a la Mente de una forma tan fácil…
Horza no apartaba el cañón de su rifle del cuello del corpulento idirano, y sus ojos no cesaban de vigilar a Xoxarle ni un segundo. La criatura podía estar herida —Horza sabía lo suficiente sobre su especie, y le bastaba con fijarse en su forma de caminar para darse cuenta de que debía sufrir considerables dolores—, pero seguía siendo peligrosa. Aun así, no le importaba oírla hablar. Eso le ayudaba a pasar el tiempo.
—Sabíamos que estaba dañada. Cuando la encontramos en la estación seis y no se movió ni dio señal alguna de haber captado nuestra presencia supusimos que era porque había sufrido graves daños. Ya sabíamos que habíais llegado. De eso hace sólo un día. Aceptamos nuestra buena suerte sin pensar más en ella, y nos preparamos para salir de aquí. Nos detuviste cuando estábamos a punto de conseguirlo. Unas cuantas horas más y habríamos logrado poner en funcionamiento ese tren.
—Lo más probable es que hubierais conseguido convertiros en una nube de polvo radiactivo —dijo Horza.
—Piensa lo que te apetezca, diminuto. Sabía muy bien lo que estaba haciendo.
—Oh, sí, estoy seguro de ello —dijo Horza con escepticismo—. ¿Por qué os llevasteis todas las armas y dejasteis a ese medjel de la superficie indefenso?
—Teníamos intención de capturar con vida a un Cambiante para interrogarlo, pero no lo conseguimos. Acepto nuestra culpa al respecto. Si lo hubiéramos conseguido habríamos podido tener la seguridad de que el complejo de túneles estaba vacío. Después de todo, habíamos tardado tanto en llegar hasta aquí… Nos llevamos todo el armamento disponible y dejamos al sirviente en la superficie con sólo un comunicador para que…
—No encontramos el comunicador —le interrumpió Horza.
—Me alegro. Supongo que cuando no lo usaba debía mantenerlo escondido —dijo Xoxarle—. La escasa potencia de fuego de que disponíamos estaba donde más podíamos necesitarla. Cuando comprendimos que nos hallábamos solos en los túneles enviamos a un sirviente arriba con un arma y órdenes de entregársela al centinela. Por desgracia para él, parece que llegó poco tiempo después de que vosotros hicierais acto de presencia.
—No te preocupes —dijo Horza—. Se portó como un valiente. Estuvo a punto de volarme la cabeza.
Xoxarle rió. El sonido hizo que Horza se encogiera ligeramente sobre sí mismo, y no sólo por su potencia. Aquella risa encerraba una crueldad que estaba ausente en la de Xoralundra.
—Ah, así que su pobre alma de esclavo descansa en paz… —retumbó la voz de Xoxarle—. Su tribu no puede pedir más.
Horza se negó a hacer un alto hasta que hubieron recorrido la mitad de la distancia que les separaba de la estación siete.
Se sentaron en el suelo del túnel para descansar. El idirano estaba algo alejado de los demás. Horza se sentó delante de él con el arma preparada, a unos seis metros de distancia de la criatura. Yalson se sentó a su lado.
—Horza —dijo contemplando primero su traje y luego el de ella—, la unidad antigravitatoria de mi traje es desmontable. Podríamos desprenderla de sus soportes y colocarla en tu traje. Quizá no quede muy bonita, pero funcionaría.
Le miró a la cara. Horza apartó la vista de Xoxarle durante una fracción de segundo y volvió a vigilarle.
—Estoy bien —dijo—. No hace falta, sigue usando tu unidad. —Le dio un suave codazo con el brazo que tenía libre y bajó el tono de voz—. Después de todo, llevas un poco más de peso encima, ¿no? —Yalson le devolvió el codazo con la fuerza suficiente para hacer que el cuerpo de Horza resbalara un par de centímetros sobre el suelo. El Cambiante lanzó un gruñido y se frotó el flanco del traje fingiendo dolor—. Ay —dijo.
—Ojalá no te lo hubiera contado —gruñó Yalson.
—¿Balveda? —dijo Xoxarle de repente.
Su inmensa cabeza giró lentamente hacia el otro extremo del túnel. Sus ojos dejaron atrás a Horza y Yalson, se deslizaron sobre la plancha del equipo y Unaha-Closp, fueron más allá de Wubslin —que estaba observando el sensor de masas—, y Aviger hasta posarse en la agente de la Cultura, que estaba sentada en silencio con los ojos cerrados y la espalda apoyada en la pared.
—¿Líder de sección? —dijo Balveda, abriendo sus ojos y contemplando al idirano con expresión impasible.
—El Cambiante dice que eres de la Cultura. Ése es el papel que te ha adjudicado. Quiere hacerme creer que eres una agente secreta que se dedica al espionaje. —Xoxarle ladeó la cabeza y sus ojos recorrieron el oscuro tubo del túnel hasta clavarse en la mujer sentada con la espalda junto a la curvatura de la pared—. A mí me parece que sólo eres otra cautiva de este hombre. ¿Afirmas ser lo que él dice que eres?
Balveda miró primero a Horza y luego al idirano, contemplándoles con una calma que casi rozaba la indolencia.
—Me temo que sí, líder de sección —dijo.
El idirano movió la cabeza de un lado a otro y parpadeó.
—Qué extraño —rugió su voz—. No consigo imaginarme ninguna razón por la que todos queráis engañarme o que justifique el sorprendente dominio que este hombre parece ejercer sobre todos vosotros. Y, aun así, su historia me resulta increíble… Si realmente está de nuestro lado, se ha comportado de una forma que puede dificultar el triunfo de nuestra gran causa y, quizá, incluso ayudar al triunfo de la tuya, mujer, si es que eres quien dices ser. Qué extraño.
—Sigue pensando en ello —dijo Balveda.
Cerró los ojos y volvió a apoyar la cabeza en la pared del túnel.
—Horza no está a favor de nadie que no sea él mismo —dijo Aviger desde un poco más allá.
Se dirigía al idirano, pero hacia el final de la frase sus ojos se posaron en Horza. Bajó la cabeza, contempló el recipiente de comida que tenía al lado y cogió los últimos restos que contenía.
—Como hacen todos los de vuestra especie —dijo Xoxarle, aunque el viejo no le estaba mirando—. Habéis sido hechos para comportaros así. Todos debéis luchar para pasar por encima de vuestros congéneres durante el breve espacio de tiempo que se os permite estar en el universo, reproduciéndoos cuando os resulta posible para que los rasgos evolutivos más fuertes sobrevivan y los más débiles mueran. No os culpo por eso, como tampoco se me ocurriría predicar el vegetarianismo a un carnívoro desprovisto de conciencia. —Xoxarle miró a Horza—. Supongo que estás de acuerdo conmigo en eso, aliado Cambiante.
—Oh, sí, no cabe duda de que sois distintos —dijo Horza—. Pero lo único que me gusta de vosotros es que estáis luchando contra la Cultura. Puede que a largo plazo acabéis siendo un regalo de Dios o una verdadera plaga divina, pero lo que me importa es que por el momento estáis contra ellos.
Se volvió hacia Balveda y le hizo una seña con la cabeza. Balveda no abrió los ojos, pero sonrió.
—Qué actitud tan pragmática —dijo Xoxarle. Horza se preguntó si los demás habrían captado el leve matiz de humor que había en la voz del gigante—. ¿Qué te ha hecho la Cultura para que la odies de esa forma?
—Personalmente nada —dijo Horza—. Sencillamente, no estoy de acuerdo con sus ideas.
—Vaya, vaya… —dijo Xoxarle—. Los humanos nunca dejaréis de sorprenderme.
Se encorvó bruscamente sobre sí mismo y un ruido terrible salió de su boca, como si estuviera machacando rocas. Su inmenso cuerpo se estremeció. Xoxarle volvió la cabeza y escupió en el suelo del túnel. Mantuvo la cabeza ladeada mientras los humanos se miraban los unos a los otros, preguntándose cuál sería la auténtica gravedad de las heridas sufridas por el idirano. Xoxarle guardaba silencio. Se inclinó sobre lo que había escupido, emitió una especie de carraspeo distante envuelto en ecos y se volvió hacia Horza. Cuando volvió a hablar su voz se había convertido en un ronco jadeo sibilante.
—Sí, señor Cambiante, eres realmente muy extraño. Y creo que permites un exceso de disensiones en quienes te siguen.
Xoxarle alzó la cabeza y sus ojos se posaron en Aviger, quien se había erguido y estaba contemplando al idirano con cara de temor.
—Bueno, de momento voy tirando —dijo Horza. Se puso en pie, se volvió hacia los demás y estiró sus cansadas piernas—. Hora de seguir. —Se volvió hacia Xoxarle—. ¿Estás en condiciones de caminar?
—Desátame y podría correr lo bastante deprisa para escapar de ti, humano —ronroneó Xoxarle.
Su inmenso cuerpo fue irguiéndose lentamente. Horza alzó los ojos hacia la gigantesca V oscura que tenía por rostro y asintió lentamente con la cabeza.
—Concéntrate en seguir con vida para que pueda entregarte a los altos mandos de la flota, Xoxarle —dijo Horza—. La persecución y los combates se han terminado. Ahora todos estamos buscando esa Mente, ¿entendido?
—Qué cacería tan miserable, humano —dijo Xoxarle—. Un final ignominioso para toda esta empresa… Haces que me avergüence de ti pero, naturalmente, no eres más que un ser humano, ¿verdad?
—Oh, cállate y camina —dijo Yalson.
Pulsó los botones de la unidad de control de su traje y se alzó por los aires hasta que sus ojos quedaron a la altura de la cabeza del idirano. El idirano lanzó un bufido, giró sobre sí mismo y empezó a avanzar con paso cojeante por el túnel. Los demás le siguieron en fila de a uno.
Horza se dio cuenta de que el idirano empezaba a cansarse después de que llevaran recorridos varios kilómetros. Las zancadas del gigante se volvieron más cortas. Aparte de eso, movía con una frecuencia cada vez mayor las grandes placas de queratina que cubrían sus hombros, como si intentara aliviar algún dolor interno, y de vez en cuando meneaba la cabeza como si intentara despejarla. También se giró dos veces y escupió sobre la pared. Horza contempló las manchas de fluido que se deslizaban lentamente hacia el suelo: sangre idirana.
Xoxarle acabó tambaleándose y se desvió hacia un lado. Horza había estado un rato encima de la plancha y ahora volvía a caminar detrás de él. En cuanto vio que el idirano empezaba a vacilar frenó el paso y alzó una mano para advertir a los demás de que debían imitarle. Xoxarle emitió una especie de gimoteo, empezó a girar sobre sí mismo y cayó hacia adelante haciendo que los cables metálicos que le ataban los pies se tensaran y zumbasen como las cuerdas de un instrumento musical. Su inmenso cuerpo chocó ruidosamente contra el suelo y se quedó inmóvil.
—Oh… —dijo alguien.
—No os acerquéis —dijo Horza.
Avanzó cautelosamente hacia el inerte cuerpo del idirano. Contempló aquella gran cabeza que yacía inmóvil sobre el suelo del túnel. La sangre estaba empezando a brotar de ella formando un charco. Yalson se reunió con Horza y apuntó el cañón de su arma hacia la criatura caída.
—¿Está muerto? —preguntó.
Horza se encogió de hombros. Se arrodilló y puso la mano desnuda sobre el cuerpo del idirano en un punto cercano al cuello donde a veces era posible sentir el movimiento de la sangre mientras circulaba, pero no captó nada. Abrió uno de los ojos del idirano y lo cerró.
—No lo creo. —Las yemas de sus dedos rozaron el oscuro charco de sangre que iba haciéndose más grande a cada segundo que pasaba—. Parece que tiene alguna hemorragia interna bastante grave.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Yalson.
—No mucho.
Horza se frotó el mentón con expresión pensativa.
—¿Y si le administramos algún anticoagulante? —preguntó Aviger desde el otro extremo de la plancha.
Balveda estaba sentada junto a él y contemplaba la escena que se desarrollaba ante sus oscuros ojos con expresión impasible.
—Nuestros anticoagulantes no les hacen efecto —dijo Horza.
—Un poco de plastipiel —dijo Balveda. Todos se volvieron hacia ella. Balveda asintió con la cabeza y miró a Horza—. Si disponéis de alcohol y algo de plastipiel, mezcladlos a partes iguales. Si tiene alguna herida en el conducto digestivo puede que eso le ayude. Si es alguna herida en el aparato respiratorio… Bueno, entonces es como si ya estuviera muerto.
Balveda se encogió de hombros.
—No podemos quedarnos aquí todo el día, ¿verdad? Hagamos algo —dijo Yalson.
—Vale la pena intentarlo —dijo Horza—. Si queremos echarle el líquido por la garganta será mejor que le incorporemos.
—Supongo que el sujeto de ese «incorporemos» no es realmente plural y soy yo quien debe incorporarle, ¿eh? —dijo la unidad con voz cansada desde debajo de la plancha.
Flotó hacia adelante y dejó la plancha con el equipo junto a los pies de Xoxarle. Balveda bajó de un salto antes de que la unidad transfiriese la carga de su parte superior al suelo del túnel. Unaha-Closp fue flotando hacia Yalson y Horza, quienes seguían junto al idirano caído en el suelo.
—Yo haré fuerza junto con la unidad —dijo Horza, y dejó su arma en el suelo—. Sigue apuntándole.
Wubslin se había arrodillado sobre el suelo del túnel y estaba manipulando los controles del sensor de masas, silbando suavemente para sí mismo. Balveda rodeó la plancha del equipo para observarles.
—Ahí está —dijo Wubslin. Alzó los ojos hacia ella, sonrió y señaló el brillante punto blanco que iluminaba la pantalla surcada de líneas verdes—. ¿A que es toda una belleza?
—¿Crees que se encuentra en la estación siete, Wubslin?
Balveda encorvó sus esbeltos hombros y hundió las manos en los bolsillos de su chaqueta. Observó la pantalla y arrugó la nariz. Lo que olía mal era ella misma.
Llevaban tanto tiempo allá abajo sin lavarse que todos olían mal y emitían una variada gama de olores animales. Wubslin estaba asintiendo con la cabeza.
—Sí, tiene que estar ahí —dijo volviéndose hacia la agente de la Cultura. Horza y la unidad estaban intentando incorporar el fláccido cuerpo del idirano hasta dejarlo sentado. Aviger fue hacia ellos para ayudarles y empezó a quitarse el casco mientras avanzaba—. Tiene que estar ahí —murmuró Wubslin, más dirigiéndose a sí mismo que a Balveda.
La correa del arma se le deslizó por el hombro y Wubslin se la quitó, contemplando con el ceño fruncido el atasco formado en la presilla que se suponía debía mantener siempre tensa la correa. Dejó el arma sobre la plancha del equipo y volvió a manipular los controles del sensor de masas. Balveda se le acercó un poco más y atisbo por encima del hombro del ingeniero. Wubslin miró a su alrededor y alzó los ojos hacia ella mientras Horza y Unaha-Closp iban levantando lentamente a Xoxarle del suelo. Wubslin alargó la mano, cogió el rifle láser que había dejado sobre la plancha alejándolo un poco de Balveda y sonrió con cierta incomodidad. Balveda le devolvió la sonrisa y retrocedió un paso. Se sacó las manos de los bolsillos, se cruzó de brazos y siguió observando las manipulaciones de Wubslin desde una distancia algo mayor.
—Este bastardo pesa lo suyo —jadeó Horza.
Él, Aviger y Unaha-Closp lograron desplazar a Xoxarle hasta que su espalda quedó apoyada en la pared del túnel. La inmensa cabeza colgaba fláccidamente sobre su pecho. Hilillos de líquido brotaban de las comisuras de su enorme boca. Horza y Aviger volvieron a erguirse. Aviger estiró los brazos y dejó escapar un gruñido.
Xoxarle parecía muerto, y siguió pareciéndolo durante uno o dos segundos.
Después fue como si una fuerza colosal le hiciera salir despedido de la pared. Se lanzó hacia adelante y hacia un lado alzando un brazo que se estrelló contra el pecho del Cambiante. El impacto hizo que Horza chocara con Yalson. Al mismo tiempo sus piernas parcialmente flexionadas se estiraron de golpe, y el impulso hizo que el idirano se alejara bruscamente del grupo que estaba más distanciado de la plancha, dejando atrás a Aviger —que había chocado contra la pared del túnel—, y a Unaha-Closp, que fue derribado al suelo del túnel por la otra mano de Xoxarle. El idirano se lanzó hacia la plancha del equipo.
Xoxarle pasó volando sobre la plancha. Uno de sus brazos y el gigantesco puño en que terminaba empezaron a bajar. La mano de Wubslin ni tan siquiera había iniciado el gesto de coger su arma.
El idirano dejó caer su puño con toda la fuerza de que disponía. El golpe aplastó el sensor de masas. Su otra mano se movió velozmente para coger el láser. Wubslin se arrojó hacia atrás instintivamente y chocó con Balveda.
La mano de Xoxarle se cerró alrededor del rifle láser como un cepo atrapando la pata de un animal. El idirano rodó por el aire y cayó sobre el sensor, completando su destrucción. El arma giró velozmente en su mano y el cañón apuntó hacia el extremo del túnel, donde Horza, Yalson y Aviger seguían intentando recobrar el equilibrio y Unaha-Closp empezaba a moverse. Xoxarle se irguió y el cañón del arma apuntó a Horza.
Unaha-Closp se estrelló contra la mandíbula inferior del idirano como si fuera un pequeño proyectil de contornos no demasiado aerodinámicos. El impacto hizo que el cuerpo del líder de sección saliera despedido por los aires, le tensó el cuello sobre los hombros y le obligó a juntar sus tres piernas en una sola masa de carne. Xoxarle extendió los brazos hacia los lados, aterrizó con un golpe ahogado junto a Wubslin y se quedó inmóvil.
Horza se agachó y cogió su arma. Yalson se agazapó y giró sobre sí misma alzando el arma. Wubslin estaba empezando a erguirse. Balveda había retrocedido tambaleándose unos pasos después de que Wubslin chocara con ella. Ahora estaba inmóvil, tapándose la boca con una mano y sin apartar los ojos de Unaha-Closp, que flotaba sobre el rostro del idirano. Aviger se frotó la cabeza y contempló la pared del túnel con expresión de resentimiento.
Horza fue hacia el idirano. Xoxarle tenía los ojos cerrados. Wubslin arrancó su rifle de los fláccidos dedos del idirano.
—No está nada mal, unidad —dijo Horza asintiendo con la cabeza.
Unaha-Closp se volvió hacia él.
—Me llamo Unaha-Closp —dijo con voz exasperada.
—De acuerdo, de acuerdo… —suspiró Horza—. Bien hecho, Unaha-Closp.
Horza se inclinó sobre Xoxarle para inspeccionar los cables que le rodeaban las muñecas. Los cables estaban rotos. Los de sus piernas seguían intactos, pero los cables de los brazos y las muñecas se habían partido como si fueran hilos.
—No le he matado, ¿verdad? —preguntó Unaha-Closp.
Horza meneó la cabeza. El cañón de su rifle ejercía presión sobre la cabeza de Xoxarle.
El cuerpo del idirano empezó a estremecerse y sus ojos se abrieron de golpe.
—No, amiguitos, no estoy muerto —tronó su vozarrón.
Su risa creó ecos que resonaron por los túneles. Xoxarle fue incorporándose lentamente apartando su torso del suelo.
Horza le pateó el flanco.
—Tú…
—¡Diminuto! —se rió Xoxarle interrumpiendo a Horza antes pudiese decir nada más—. ¿Es así como tratas a tus aliados? —Se frotó la mandíbula. El gesto hizo que las placas de queratina rotas se movieran de un lado a otro—. Estoy herido… —anunció su vozarrón, y Xoxarle dejó escapar una nueva carcajada. La inmensa cabeza en forma de V se volvió hacia los restos del sensor de masas—. ¡Pero aún no me encuentro en tan mal estado como vuestro precioso sensor!
Horza movió su arma y el cañón volvió a quedar pegado a la cabeza del idirano.
—Debería…
—Deberías volarme la cabeza ahora mismo. Lo sé, Cambiante. Ya te he dicho más de una vez que deberías hacerlo. ¿Por qué no dejas de perder el tiempo y lo haces?
Horza tensó su dedo alrededor del gatillo y contuvo el aliento. Después lanzó un rugido —un grito carente de palabras y de significado dirigido hacia la figura sentada en el suelo ante él—, y se alejó.
—¡Atad a ese cabrón! —gritó.
El Cambiante pasó junto a Yalson, quien giró sobre sí misma para verle marchar. Después se volvió hacia el idirano meneando levemente la cabeza y observó como Aviger —ayudado por Wubslin, quien seguía lanzándole miradas de pena a los restos del sensor de masas—, ataba los brazos de Xoxarle con varias vueltas de cable metálico, dejándoselos pegados a los flancos. El idirano seguía temblando de risa.
—¡Creo que captó mi masa! ¡Creo que captó mi puño! ¡Ja!
—Espero que alguien le haya contado a ese saco de mierda ambulante con tres patas que mi traje cuenta con un sensor de masas —dijo Horza cuando Yalson se reunió con él.
Yalson se volvió a mirar por encima de su hombro.
—Bueno, se lo dije pero… Tengo la impresión de que no me ha creído. —Miró a Horza—. ¿Funciona?
Horza contempló la pequeña pantalla repetidora incrustada entre los controles de su muñeca.
—No a esta distancia, pero funcionará en cuanto nos hayamos acercado un poco. No te preocupes, encontraremos a la Mente.
—Oh, no estoy preocupada —dijo Yalson—. ¿Vas a volver con los demás?
Sus ojos se posaron nuevamente en el grupo de siluetas que les seguía a veinte metros de distancia. Xoxarle iba delante, lanzando alguna que otra risita ocasional. Wubslin iba detrás apuntando al idirano con la pistola aturdidora. Balveda estaba sentada sobre la plancha y Aviger flotaba detrás de ella.
Horza asintió.
—Supongo que sí. Vamos a esperarles.
Se detuvo. Yalson, que había estado caminando en vez de flotar, le imitó.
Se apoyaron en la pared del túnel y vieron acercarse a Xoxarle.
—Bueno, ¿qué tal te encuentras? —preguntó Horza volviéndose hacia la mujer.
Yalson se encogió de hombros.
—Estupendamente. ¿Y tú?
—Me refería a… —empezó a decir Horza.
—Ya sé a qué te referías —dijo Yalson—, y ya he te he respondido que me encuentro estupendamente. Y ahora, deja de preocuparte tanto por mí. —Le sonrió—. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Horza, apuntando con el arma a Xoxarle mientras el idirano pasaba junto a ellos.
—¿Qué ocurre, Cambiante? ¿Te has perdido? —gruñó el idirano.
—Sigue caminando —dijo Horza, y se puso a la altura de Wubslin.
—Siento haber dejado mi arma encima de la plancha —dijo el ingeniero—. Fue una estupidez.
—Olvídalo —dijo Horza—. Xoxarle andaba detrás del sensor. El arma debió ser una sorpresa agradable, nada más. Y, de todas formas, la unidad nos salvó la vida.
Horza emitió una especie de bufido bastante parecido a una carcajada.
—La unidad nos salvó la vida —repitió en voz baja, y meneó la cabeza.
… ah, alma mía, alma mía, ahora todo es oscuridad, ahora muero y me alejo y no quedará nada de mi, estoy asustado, gran ser, ten compasión de mí, pero estoy asustado, no he soñado con la victoria, sólo mi muerte, oscuridad y muerte, el momento de que todos se conviertan en uno, el instante de la aniquilación, he fracasado, se me ha dicho y ahora lo sé. he fracasado. la muerte es demasiado buena para mí. el olvido y la nada serán una liberación bienvenida, más de lo que merezco, mucho más. no puedo rendirme a ellos, debo seguir aguantando porque no merezco un final tan rápido fruto de mi voluntad, mis camaradas me aguardan, pero no conocen hasta donde llega la magnitud de mi fracaso, no soy digno de reunirme con ellos, mi clan debe llorar.
ah, este dolor…, oscuridad y dolor…
Llegaron a la estación.
El tren del Sistema de Mando se alzaba sobre la plataforma. Las luces del pequeño grupo de siluetas que entró en la estación arrancaron destellos a su oscura masa.
—Bueno, aquí estamos por fin —dijo Unaha-Closp.
Se detuvo, dejó que Balveda bajara de la plancha con el equipo y los suministros y la depositó sobre el polvoriento suelo de la estación.
Horza se volvió hacia el idirano, le ordenó que se colocara junto a la estructura de acceso al tren más próxima y le ató a los soportes.
—Bien —dijo Xoxarle mientras Horza le sujetaba a los soportes metálicos—, ¿y tu Mente, diminuto? —Bajó la cabeza hacia el humano que iba envolviendo su cuerpo en rollos de cable metálico contemplándole con la expresión de reproche de un adulto ante las travesuras de un niño—. ¿Dónde está? No la veo.
—Paciencia, líder de sección —dijo Horza.
Acabó de asegurar las vueltas de cable metálico, examinó la solidez de las ataduras y retrocedió un par de pasos.
—¿Cómodo? —preguntó.
—Me duelen las tripas, tengo la mandíbula rota y sigue habiendo algunos fragmentos de vuestro sensor de masas incrustados en mi mano —dijo Xoxarle—. También me duele un poco la parte interior de la boca, allí donde me la mordí antes para producir toda esa sangre tan convincente. Por lo demás me encuentro muy bien, aliado. Gracias por preguntármelo.
Xoxarle inclinó la cabeza hasta donde se lo permitían los cables metálicos que le sujetaban.
—No te vayas —dijo Horza sonriendo sardónicamente.
Dejó a Yalson con Xoxarle para que se encargara de vigilar al idirano y a Balveda mientras él y Wubslin iban a la sala donde estaban los controles del sistema de energía.
—Tengo hambre —dijo Aviger.
Se sentó sobre la plancha del equipo y empezó a desenvolver una ración.
Una vez dentro de la sala, Horza estudió los medidores, palancas y diales durante unos momentos y empezó a manipular los controles del sistema.
—Yo… Eh… —farfulló Wubslin, rascándose la frente. Llevaba el visor del casco subido—. Horza, estaba preguntándome si… Ese sensor de masas de tu traje… ¿Funciona?
Un grupo de controles se llenó de luces: veinte diales que emitían un débil resplandor. Horza observó los diales en silencio durante unos segundos.
—No —dijo por fin—. Ya lo he comprobado. Está recibiendo una lectura muy débil del tren, pero no hay nada más. Ha estado dando esa lectura desde unos dos kilómetros antes de llegar a la estación. O la Mente se ha esfumado en algún momento del intervalo transcurrido desde que Xoxarle destruyó el otro sensor, o el de mi traje no funciona como debería.
—Oh, mierda.
Wubslin suspiró.
—Qué diablos… —dijo Horza, accionando algunos interruptores y viendo iluminarse más hileras de diales—. Vamos a dar la energía. Quizá se nos ocurra algo.
—Sí —dijo Wubslin asintiendo con la cabeza.
Se volvió hacia las puertas de la sala como si creyera que la estación ya se habría inundado de luces. Lo único que pudo ver fue la espalda de Yalson inmóvil en la penumbra de la plataforma. Detrás de ella se alzaban los tres pisos de un segmento del tren.
Horza fue hasta otra pared de la sala y cambió la posición de algunas palancas. Golpeó suavemente un par de diales con la yema de un dedo, observó una pantalla que acababa de iluminarse, se frotó las manos y puso el pulgar sobre un botón de la consola central.
—Bueno, allá va —dijo.
Dejó caer su pulgar sobre el botón.
—¡Sí!
—¡Eh, eh!
—¡Lo conseguimos!
—Si queréis que os diga lo que opino, ya iba siendo hora.
—Hmmm, diminuto, con que se hacía así…
—¡Mierda! Si hubiera sabido que la ración tenía este color jamás habría empezado a comérmela…
Horza oyó sus voces excitadas y alegres. Tragó una honda bocanada de aire y se volvió hacia Wubslin. El corpulento ingeniero estaba inmóvil parpadeando lentamente bajo la brillante claridad que había inundado la sala de control. Wubslin le miró y sonrió.
—Estupendo —dijo. Sus ojos recorrieron la sala de control mientras asentía con un movimiento regular de la cabeza—. Estupendo. Por fin…
—Bien hecho, Horza —dijo Yalson.
Horza pudo oír el sonido de otras palancas e interruptores de mayor tamaño que se iban poniendo en funcionamiento bajo sus pies. Eran los sistemas automáticos conectados al interruptor principal que había accionado. La sala de control se llenó de zumbidos y siseos, y el olor del polvo calcinado se arremolinó a su alrededor como el aroma y el calor de un animal que se despierta. Horza y Wubslin comprobaron las lecturas de unos cuantos monitores y diales y salieron de la sala de control.
La estación era un mar de luz. Todo centelleaba. Las paredes de un negro grisáceo reflejaban las hileras de luces y paneles brillantes que cubrían el techo. El tren del Sistema de Mando, visible por fin en su totalidad, ocupaba la estación de un extremo al otro: un reluciente monstruo metálico que parecía la inmensa versión androide de un insecto segmentado.
Yalson se quitó el casco, deslizó los dedos por entre su corta cabellera, alzó los ojos y miró a su alrededor, entrecerrando los párpados para proteger sus pupilas de la brillante luz blanco amarillenta que caía del techo de la estación, situado muy por encima de sus cabezas.
—Bien —dijo Unaha-Closp, flotando hacia Horza. Su cuerpo metálico relucía bajo aquella nueva e intensa iluminación—. ¿Dónde se encuentra el artefacto que estamos buscando? —Unaha-Closp se le acercó hasta quedar a pocos centímetros del rostro de Horza—. ¿Aparece en el sensor de masas de tu traje? ¿Está aquí? ¿Lo hemos localizado?
Horza apartó a la unidad con una mano.
—Dame un poco de tiempo, unidad. Acabamos de llegar. He conectado la energía, ¿no?
Pasó junto a la unidad con Yalson detrás —quien seguía mirando a su alrededor—, y Wubslin, que también contemplaba cuanto les rodeaba, especialmente la reluciente masa metálica del tren. El interior estaba iluminado. La estación vibraba con el zumbido de los motores que esperaban ponerse en marcha y el siseo de los ventiladores y sistemas que hacían circular el aire. Unaha-Closp giró sobre sí mismo para seguir a Horza y flotó por los aires manteniéndose a la altura de su rostro.
—¿Qué quieres decir con eso? Supongo que te basta con echar un vistazo a esa pantalla. ¿Puedes ver la señal de la Mente sí o no?
La unidad se acercó un poco más y bajó unos centímetros para inspeccionar los controles y la pantallita incrustada en la muñeca del traje de Horza. El Cambiante la apartó de un manotazo.
—Estoy recibiendo algunas interferencias del reactor. —Horza miró a Wubslin—. No es problema, ya nos las arreglaremos.
—Echa un vistazo por la zona de reparaciones y registra el lugar —dijo Yalson volviéndose hacia la unidad—. Intenta ser útil.
—No funciona, ¿verdad? —preguntó Unaha-Closp. Seguía manteniéndose a la altura de Horza, con su parte frontal vuelta hacia el rostro del Cambiante—. Ese lunático de tres patas detrozó el sensor de masas de la plancha y ahora estamos ciegos. Hemos vuelto a la primera casilla del juego, ¿eh?
—No —dijo Horza con impaciencia—. Nada de eso. Lo repararemos. Y ahora, ¿qué te parece si intentas servir de algo, aunque sólo sea para variar?
—¿Para variar? —exclamó Unaha-Closp, dando la impresión de sentirse muy ofendido—. ¿Para variar? ¿Olvidas quién os salvó la piel a todos en el túnel cuando nuestro encantador oficial idirano empezó a comportarse como un salvaje enloquecido?
—Está bien, unidad —dijo Horza tensando las mandíbulas—. Ya te di las gracias, ¿no? Ahora, ¿por qué no inspeccionas la estación para averiguar si estamos solos o si hay alguien escondido por ahí?
—¿Como quién, por ejemplo? ¿Alguna Mente que no puedes detectar con tus sensores estropeados? ¿Y qué pensáis hacer mientras yo me dedico a eso?
—Descansar y pensar —dijo Horza.
Se detuvo ante Xoxarle e inspeccionó las ataduras del idirano.
—Oh, estupendo —se burló Unaha-Closp—. De momento eso no ha servido de mucho, creo yo…
—Unaha-Closp, por todos los… —dijo Yalson, y dejó escapar un lento suspiro—. O te largas o te quedas con nosotros, pero hagas lo que hagas cierra el pico, ¿quieres?
—¡Comprendo! ¡Muy bien! —Unaha-Closp se apartó de ellos y empezó a subir por los aires—. ¡De acuerdo, me largo! Tendría que haberlo hecho cuando…
Se alejó sin dejar de hablar.
—Antes de que te vayas, ¿oyes sonar alguna alarma? —gritó Horza intentando hacerse oír por encima del continuo parloteo de Unaha-Closp.
—¿Qué?
Unaha-Closp se quedó inmóvil. El rostro de Wubslin adoptó una expresión entre dolorida y absorta, y sus ojos recorrieron los muros de la estación como si estuviera esforzándose para captar frecuencias de sonido superiores a las que sus oídos podían detectar.
Unaha-Closp guardó silencio durante unos momentos.
—No —dijo por fin—. No hay ninguna alarma funcionando. Me voy. Inspeccionaré el otro tren. Volveré cuando crea que se os ha pasado el mal humor.
Giró sobre sí mismo y se alejó a toda velocidad.
—Dorolow podría haber oído las alarmas —murmuró Aviger, pero nadie le oyó.
Wubslin alzó los ojos hacia el tren que brillaba bajo las luces de la estación y que, como ella, parecía arder por dentro.
… ¿qué ocurre? ¿es luz? ¿la estoy imaginando? ¿me estoy muriendo? ¿es esto lo que ocurre? ¿estoy muñéndome tan pronto? creía que aún me quedaba un poco de tiempo y no merezco que…
¡luz! ¡es luz!
¡Puedo volver a ver!
Pegado al frío metal por su propia sangre coagulada, su cuerpo resquebrajado y retorcido, mutilado y en plena agonía, abrió el único ojo que le quedaba todo cuanto pudo. Una capa de mucosidades se había secado sobre él y tuvo que parpadear en un intento de eliminarla.
Su cuerpo era una oscura tierra desconocida de dolor, un continente de tormentos.
Aún tenía un ojo. Y un brazo. Había perdido una pierna arrancada de cuajo. Una pierna entumecida y paralizada, otra fracturada (intentó mover aquel miembro sólo para asegurarse; un dolor tan intenso que parecía un chorro de fuego recorrió todo su cuerpo, como un relámpago deslizándose sobre aquella tierra sumida en las sombras que era su cuerpo y su dolor), y mi cara…, mi cara…
Tenía la sensación de ser un insecto aplastado abandonado por algunos niños después de una tarde de juegos crueles. Habían creído que estaba muerto, pero su constitución era muy distinta a la de ellos. Unos cuantos agujeros no eran nada. Un miembro amputado… Bueno, su sangre no brotaba a chorros como la de ellos cuando perdía un brazo o una pierna (recordó una grabación de una disección humana que había presenciado), y para el guerrero la conmoción no existía. No, su organismo no se parecía en nada a aquellos pobres y blandos sistemas hechos de carne fláccida. Había recibido un disparo en el rostro, pero el haz o el proyectil no habían logrado atravesar la capa de queratina interna que protegía el cerebro y sus nervios seguían intactos. Sus ojos también estaban destrozados, pero el otro lado de su cara estaba intacto, y seguía siendo capaz de ver.
Tanta luz… Su visión se fue aclarando y contempló el techo de la estación. No intentó moverse.
Podía sentir su lenta agonía. Era un conocimiento interno que quizá tampoco estuviera al alcance de los humanos. Podía sentir el lento deslizarse de la sangre dentro de su cuerpo, notaba el aumento de la presión en el interior de su torso y los fluidos que se escapaban por las grietas de su queratina. Los restos del traje le ayudarían a resistir un poco más, pero no bastarían para salvarle. Podía sentir como sus órganos internos se preparaban para dejar de funcionar. El número de agujeros entre un sistema y otro era excesivo. Su estómago jamás digeriría su última comida, y su saco pulmonar anterior —que en circunstancias normales contenía una reserva de sangre hiperoxigenada que podía ser utilizada cuando su cuerpo necesitara consumir sus últimas reservas de energía—, estaba vaciándose, y su precioso combustible estaba siendo malgastado en esa batalla imposible de ganar que su cuerpo libraba contra el descenso de su presión sanguínea.
Me muero…, me estoy muriendo… ¿Qué importa si muero en la oscuridad o rodeado de luz?
Gran Ser, camaradas caídos, hijos y compañera… ¿Podéis verme mejor bajo esta claridad extraña enterrada en las profundidades de la tierra?
Me llamo Quayanorl, Gran Ser, y…
La idea ardió con más intensidad que el dolor que había sentido cuando intentó mover su pierna fracturada, más intensamente que aquella luz silenciosa que parecía contemplarle desde las paredes y el techo.
Habían dicho que se dirigían hacia la estación siete.
Era lo último que recordaba, aparte de la imagen de uno de ellos que se le aproximaba flotando por el aire. Debió dispararle en la cara; no podía recordar aquel momento, pero era la única teoría que tenía sentido… Le enviaron para asegurarse de que estaba muerto. Pero estaba vivo, y acababa de tener una idea. Un disparo a ciegas, aun suponiendo que consiguiera moverse, incluso si todo funcionaba según lo previsto…, sí, un disparo a ciegas en todos los sentidos de la expresión… Pero significaría hacer algo sin quedarse cruzado de brazos. Ocurriera lo que ocurriese sería un final digno de un guerrero. Valdría la pena soportar el dolor.
Se movió rápidamente para no darse tiempo a cambiar de opinión, sabiendo que le quedaban pocos minutos disponibles (si es que ya no era demasiado tarde…) El dolor le atravesó como si fuera una espada.
Un grito se abrió paso por entre la sangre que llenaba su boca destrozada.
Nadie le oyó. Su grito creó ecos en la estación brillantemente iluminada. Después llegó el silencio. Su cuerpo aún latía con las últimas vibraciones del dolor, pero sintió que estaba libre. La capa de sangre coagulada que le unía al metal se había roto. Podía moverse. Sí, podía moverse bajo aquella luz…
Xoxarle, si aún estás vivo, puede que pronto tenga una pequeña sorpresa para nuestros amigos…
—¿Unidad?
—¿Qué?
—Horza quiere saber qué estás haciendo —dijo Yalson por el comunicador de su casco mirando al Cambiante.
—Estoy registrando el tren que hay en la zona de reparaciones. Si hubiera encontrado algo ya os lo habría dicho, ¿no? ¿Habéis conseguido reparar el sensor de ese traje?
Horza contempló el casco que Yalson sostenía sobre sus rodillas y torció el gesto. Alargó la mano y apagó el comunicador.
—Tiene razón, ¿verdad? —preguntó Aviger, que estaba sentado sobre la plancha del equipo—. El sensor de tu traje no funciona, ¿eh?
—Hay alguna interferencia provocada por el reactor del tren —dijo Horza—. Eso es todo. Ya nos las arreglaremos.
Aviger no parecía demasiado convencido.
Horza abrió un recipiente de líquido. Se sentía exhausto, como si no le quedaran fuerzas. Había logrado dar la energía, pero la Mente seguía invisible, y eso le hacía sentir una especie de anticlímax. Maldijo a Xoxarle, al sensor de masas averiado y a la Mente. No tenía ni idea de donde podía estar, pero la encontraría. Aun así, por el momento lo único que deseaba era seguir sentado y relajarse un poco. Necesitaba un poco de tiempo para que su mente pudiera volver a funcionar con normalidad. Se frotó la cabeza. Seguía sintiendo un leve pero molesto dolor interno allí donde se la había golpeado contra el revestimiento interior del casco durante el tiroteo en la estación seis. No era nada serio, pero si no hubiese sido capaz de desconectar las terminaciones nerviosas afectadas casi le habría impedido pensar.
—¿No crees que deberíamos registrar ese tren? —preguntó Wubslin, alzando los ojos hacia las curvas relucientes que tenían delante y contemplándolas con expresión anhelante.
La expresión del ingeniero hizo que Horza sonriera.
—Sí, ¿por qué no? —dijo—. Adelante, echa un vistazo.
Asintió con la cabeza y Wubslin, sonriendo, tragó un último bocado de comida y cogió su casco.
—De acuerdo. Bueno… Creo que voy a empezar ahora mismo —dijo.
Se alejó con paso presuroso pasando junto a la silueta inmóvil de Xoxarle, subió por la rampa de acceso y se metió en el tren.
Balveda estaba de pie con la espalda apoyada en la pared y las manos en los bolsillos. Sus ojos fueron siguiendo la espalda de Wubslin hasta que desapareció dentro del tren. Sonrió.
—¿Vas a dejar que ponga en marcha ese trasto, Horza? —preguntó.
—Puede que alguien tenga que hacerlo —dijo Horza—. Si vamos a ir en busca de la Mente necesitaremos algún medio de transporte.
—Qué divertido —dijo Balveda—. Podríamos pasarnos toda la eternidad moviéndonos en círculos.
—Yo no —dijo Aviger. Sus ojos fueron de Horza a la agente de la Cultura—. Me vuelvo a la Turbulencia en cielo despejado. No pienso seguir buscando a ese maldito ordenador.
—Buena idea —dijo Yalson contemplando al viejo—. Podríamos nombrarte escolta especial de prisioneros y dejar que te llevaras contigo a Xoxarle. Vosotros dos solitos… ¿Qué te parece?
—Iré solo —dijo Aviger en voz baja rehuyendo la mirada de Yalson—. No tengo miedo.
Xoxarle les escuchaba. Esas vocecitas chillonas y estridentes que parecían graznidos… Volvió a tensar sus ataduras. El cable metálico se había incrustado un par de milímetros en la queratina de sus hombros, muslos y muñecas. Le dolía un poco, pero el dolor quizá valiera la pena. Xoxarle estaba rozándose silenciosa y deliberadamente contra los cables metálicos, frotándolos con todas sus fuerzas en aquellos lugares donde estaban más apretados; maltratando deliberadamente la sustancia tan dura como el metal que cubría su cuerpo. Cuando le ataron tragó una honda bocanada de aire y flexionó sus músculos al máximo, y eso le había dado el espacio suficiente para moverse, aunque si quería tener alguna probabilidad de soltarse necesitaría algo más de espacio en que maniobrar.
No tenía ningún plan o escala temporal por la que guiarse. No tenía ni idea de cuándo podía presentarse alguna oportunidad, pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Seguir inmóvil como un muñeco, portarse como un prisionero modelo mientras esos gusanos de cuerpos blandos se rascaban la piel pulposa de sus cuerpos e intentaban encontrar el paradero de la Mente? Un guerrero no podía hacer algo semejante; había recorrido una distancia demasiado grande, había visto demasiadas muertes…
—¡Eh! —Wubslin abrió una ventanilla en el último piso del tren y asomó la cabeza por ella—. ¡Los ascensores funcionan! ¡Acabo de subir hasta aquí en uno! ¡Todo funciona!
—¿Sí? —Yalson le saludó con la mano—. Estupendo, Wubslin.
La cabeza del ingeniero desapareció por el hueco. Wubslin siguió avanzando por el tren, tocándolo todo y haciendo pruebas, inspeccionando los controles y la maquinaria.
—Impresionante, ¿no? —dijo Balveda—. Para la época en que fue construido…
Horza asintió y sus ojos recorrieron lentamente el tren de un extremo a otro. Apuró el contenido del recipiente, lo dejó sobre la plancha del equipo y se puso en pie.
—Sí, es impresionante. Pero no les sirvió de mucho, ¿verdad?
Quayanorl estaba reptando por la rampa.
Una capa de humo flotaba bajo el techo de la estación. La circulación del aire era tan lenta que el humo apenas si se movía, pero los ventiladores del tren funcionaban y el escaso movimiento visible en aquella niebla gris azulada procedía básicamente de los puntos en que las puertas y ventanas abiertas expulsaban la calina acre de los vagones, sustituyéndola por el aire limpio que brotaba de los filtros y sistemas de ventilación del tren.
El idirano se arrastró a través de los escombros: fragmentos de pared y de tren, incluso restos de su propio traje. El avance era lento y le resultaba muy difícil, y estaba empezando a temer que moriría antes de llegar al tren.
Sus piernas no servían de nada. Si hubiera perdido las otras dos probablemente habría estado en condiciones de avanzar más deprisa.
Siguió arrastrándose con el brazo que le quedaba, agarrándose al borde de la rampa y tirando con todas sus fuerzas.
El esfuerzo suponía una auténtica agonía de dolor. Cada vez que tiraba de su cuerpo creía que el dolor habría disminuido un poco, pero no era así. Era como si cada uno de aquellos segundos excesivamente largos de su ascenso por la rampa, durante los que su cuerpo destrozado y ensangrentado subía un poco más por esa interminable superficie repleta de escombros que le causaban nuevas heridas, hiciera que sus venas se fuesen llenando de ácido. Meneó la cabeza y farfulló algo ininteligible. Podía sentir la sangre que brotaba de las grietas de su cuerpo que se habían curado mientras estaba inmóvil y habían vuelto a abrirse con el movimiento. Sentía las lágrimas que caían del único ojo que le quedaba; notaba el lento deslizarse del fluido curativo allí donde había estado su otro ojo, el que le habían arrancado de la cara.
La puerta que tenía delante brillaba a través de la neblina y la débil corriente de aire que surgía de ella creaba remolinos casi imperceptibles en la humareda. Sus pies arañaban los escombros y la parte delantera de su traje iba empujando una pequeña ola de escombros a medida que se movía. El idirano volvió a agarrarse al borde de la rampa y tiró.
Intentaba no gritar, no porque creyera que hubiese alguien a quien sus gritos pudieran poner sobre aviso, sino porque desde el primer momento en que logró sostenerse en pie por sus propios medios le enseñaron a sufrir en silencio. Lo intentaba; podía recordar cómo el Querl de su nido y su madre-padre le decían que no debía gritar, y desobedecerles significaría cubrirles de oprobio y vergüenza, pero había momentos en que el dolor resultaba excesivo. A veces el dolor estrujaba su cuerpo hasta arrancarle un grito.
Algunas de las luces del techo habían sido alcanzadas por los disparos y no funcionaban. Podía ver los agujeros y desgarrones en el reluciente fuselaje del tren, y no tenía ni idea de qué daños internos habría sufrido, pero ahora ya no podía detenerse. Tenía que seguir adelante.
Podía oír los sonidos que brotaban del tren. Podía oírlos tan bien como el cazador que acecha su presa. El tren estaba vivo; herido —el zumbido irregular de algunos motores parecía indicar que no funcionaban del todo bien—, pero vivo. Quayanorl se estaba muriendo, pero haría cuanto estuviera en sus manos para capturar a su bestia.
—¿Qué opinas? —preguntó Horza volviéndose hacia Wubslin.
Había seguido la pista del ingeniero hasta encontrarle debajo de uno de los vagones. Wubslin estaba suspendido cabeza abajo para inspeccionar los motores de las ruedas. Horza le había pedido que echara un vistazo al pequeño compartimento del pecho de su traje que albergaba la parte principal del sensor.
—No sé… —dijo Wubslin meneando la cabeza. Llevaba el casco puesto y el visor bajado, con la pantalla en posición de aumento para ampliar la imagen que le proporcionaba el visor—. Es tan pequeño que… Necesitaría llevarlo a la Turbulencia en cielo despejado para poder examinarlo como es debido. No he traído conmigo todas mis herramientas. —Chasqueó los labios—. Parece estar bien. A primera vista, no hay nada estropeado. Puede que los reactores estén impidiendo que capte la señal.
—Maldita sea —dijo Horza—. Bueno, entonces tendremos que registrar los túneles.
Dejó que Wubslin cerrara el pequeño panel de inspección que había en el pecho de su traje.
El ingeniero se echó hacia atrás y alzó el visor de su casco.
—El único problema es que si se trata de una interferencia causada por los reactores, usar el tren para buscar la Mente no servirá de mucho, ¿verdad? —dijo con expresión lúgubre—. Tendremos que usar el tubo de tránsito.
—Empezaremos registrando la estación —dijo Horza.
Se puso en pie. Miró por la ventanilla. Yalson estaba en la plataforma de la estación observando a Balveda. La mujer de la Cultura iba y venía lentamente por el liso suelo de roca fundida. Aviger seguía sentado sobre la plancha del equipo. Xoxarle casi se confundía con los soportes metálicos a los que estaba atado.
—¿Puedo subir a la sala de control? —preguntó Wubslin.
Horza contempló los rasgos toscos y francos del ingeniero.
—Sí, ¿por qué no? Pero no intentes moverlo todavía, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo Wubslin, poniendo cara de felicidad.
—Cambiante… —dijo Xoxarle cuando Horza bajó por la rampa de acceso.
—¿Qué?
—Los cables están demasiado apretados. Me están haciendo daño.
Horza examinó atentamente los cables que rodeaban las muñecas del idirano.
—Qué lástima —dijo.
—Me han causado heridas en los hombros, las piernas y las muñecas. Si la presión continúa acabarán seccionando mis conductos sanguíneos. No me gustaría morir de una forma tan poco elegante. Puedes volarme la cabeza cuando quieras, pero cortarme en rebanadas con esta lentitud… No es digno de un guerrero. Te lo digo sólo porque estoy empezando a creer que realmente tienes intención de llevarme ante los altos mandos de la flota.
Horza se colocó detrás del idirano para inspeccionar los cables que le inmovilizaban las muñecas. Xoxarle estaba diciendo la verdad. Los cables se habían hundido en la queratina como el alambre espinoso de una valla en la corteza de un árbol. El Cambiante frunció el ceño.
—Nunca había visto nada semejante —dijo como si hablara con la nuca de la cabeza del idirano, quien seguía sin moverse—. ¿Qué estás tramando? Tu piel es lo bastante dura para resistir eso y más.
—No estoy tramando nada, humano —dijo Xoxarle con voz cansada. Dejó escapar un suspiro de abatimiento—. Mi cuerpo ha sufrido daños e intenta reconstruirse a sí mismo. Eso hace que se vuelva menos resistente y más flexible, como si intentara reconstruir las partes dañadas… Oh, si no me crees no importa. Pero no olvides que te he advertido.
—Pensaré en ello —dijo Horza—. Si el dolor llega a ser insoportable, grita.
Se abrió paso por entre el laberinto de vigas y soportes hasta volver al suelo de la estación y se reunió con los demás.
—Tendré que pensar en eso —dijo Xoxarle en voz baja—. Los guerreros nunca «gritan» por el mero hecho de que estén sufriendo cierto dolor.
—Bueno —dijo Yalson—. ¿Qué tal está Wubslin? ¿Es feliz con su juguete?
—Le preocupa no tener ocasión de conducir el tren —dijo Horza—. ¿Qué hace la unidad?
—Sigue inspeccionando el otro tren. Parece que ha decidido tomarse su tiempo.
—Bueno, que siga allí —dijo Horza—. Tú yo podemos registrar la estación. ¿Aviger?
Se volvió hacia el viejo, quien estaba usando un trocito de plástico para sacarse los fragmentos de comida que se le habían quedado atrapados entre los dientes.
—¿Qué? —preguntó Aviger, alzando los ojos hacia el Cambiante y contemplándole con suspicacia.
—Vigila al idirano. Vamos a echar un vistazo por la estación.
Aviger se encogió de hombros.
—De acuerdo. Supongo que hacéis bien. De momento no parece que haya muchos sitios adonde ir, ¿verdad?
Suspiró y se dedicó a inspeccionar el extremo del trozo de plástico.
Alargó el brazo, se agarró al final de la rampa y tiró. Su cuerpo se movió hacia adelante entre una ola de dolor. Se aferró a la puerta del tren y volvió a tirar. Su cuerpo se alzó de la rampa y cayó al interior del tren.
Cuando estuvo dentro descansó.
La sangre rugía dentro de su cabeza.
Su mano estaba exhausta y le dolía. No era el terrible dolor de sus heridas, pero le preocupaba todavía más. Temía que su mano quedara entumecida, que se debilitara hasta el extremo de que no pudiera coger nada. Eso le impediría seguir moviéndose.
Al menos ahora se encontraba en terreno llano. Tenía que arrastrar su cuerpo a lo largo de un vagón y medio, pero no había ninguna pendiente que superar. Intentó volver la cabeza hacia el sitio donde había yacido, pero sólo consiguió echarle un fugaz vistazo antes de que el cansancio y el dolor le obligaran a relajar los músculos del cuello. Un rastro de sangre serpenteaba por entre los escombros que cubrían la rampa, como si una escoba empapada en pintura púrpura hubiese pasado por el centro de la capa de polvo y restos metálicos esparcidos sobre aquella superficie inclinada.
Mirar hacia atrás carecía de objeto. Tenía que seguir adelante. Aún le quedaba un trecho que recorrer. Dentro de media hora o quizá menos estaría muerto. Si se hubiera quedado acostado sobre la rampa habría durado más tiempo, pero moverse había acortado su vida, aumentando la velocidad con que las fuerzas de la destrucción iban robándole su vitalidad y las escasas energías que le quedaban.
Empezó a arrastrarse por el pasillo.
Sus dos piernas destrozadas e inservibles le seguían deslizándose sobre una delgada película de sangre.
—¡Cambiante!
Horza frunció el ceño. Él y Yalson habían empezado a registrar la estación. El idirano le llamó cuando Horza se encontraba a pocos pasos de la plancha en que estaba sentado Aviger. El viejo parecía harto y el cañón de su arma apuntaba en la dirección aproximada de Balveda. La agente de la Cultura seguía paseando de un lado para otro.
—¿Sí, Xoxarle? —dijo Horza.
—Estos cables… No tardarán en atravesar mi cuerpo. Menciono ese hecho sólo porque hasta ahora has hecho todo cuanto estaba en tus manos para mantenerme con vida. Sería una lástima que muriese accidentalmente por culpa de un descuido, ¿no te parece? Si estás haciendo algo tan importante que no puedes ser molestado… Sigue con ello, te lo ruego.
—¿Quieres que afloje esos cables?
—Sólo una fracción de milímetro. Las fibras metálicas no tienen ninguna flexibilidad, ¿comprendes? Poder respirar sin diseccionarme a mí mismo sería un auténtico alivio.
—Si intentas algo te dejaré sin brazos y sin piernas y te llevaré a casa encima de esa plancha —dijo Horza.
Fue hacia el idirano apuntándole a la cara con el arma.
—La repetida crueldad de tus amenazas me ha convencido, humano. Está claro que sabes cuan vergonzosas consideramos las prótesis incluso si son resultado de heridas sufridas en el combate. Me portaré bien. Basta con que aflojes un poco los cables. Sé un buen aliado y aflójalos un poco…
Horza aflojó la tensión de los cables allí donde éstos habían empezado a incrustarse en el cuerpo de Xoxarle. El líder de sección flexionó los músculos y su boca dejó escapar un lento y prolongado suspiro.
—Ya me siento mucho mejor, diminuto. Mucho mejor… Ahora viviré para enfrentarme al castigo que creas me corresponde, sea el que sea.
—Puedes estar seguro de ello —dijo Horza. Se volvió hacia Aviger—. Si hace algo raro, aunque sea respirar como si tuviera ganas de pelea…, vuélale las piernas.
—Oh, sí, señor —dijo Aviger saludándole con falsa marcialidad.
—¿Esperas encontrar esa Mente escondida en algún rincón, Horza? —preguntó Balveda.
Había dejado de pasear y estaba de cara a Horza y Yalson. Tenía las manos metidas en los bolsillos.
—Nunca se sabe, Balveda —dijo Horza.
—Ladrón de tumbas —dijo Balveda, y sus labios se curvaron en una lenta sonrisa.
Horza se volvió hacia Yalson.
—Dile a Wubslin que nos vamos. Pídele que vigile la plataforma y que se asegure de que Aviger no se queda dormido.
Yalson habló con Wubslin por el comunicador.
—Será mejor que vengas con nosotros —dijo Horza volviéndose hacia Balveda—. No me gusta dejarte aquí con todo este equipo en condiciones de funcionar.
—Oh, Horza… —dijo Balveda sonriendo—. ¿Es que no confías en mí?
—Ve delante y cierra la boca —dijo Horza con voz cansada.
Señaló la dirección en que quería ir. Balveda se encogió de hombros y empezó a caminar.
—¿Tiene que venir con nosotros? —preguntó Yalson poniéndose a la altura de Horza.
—Siempre podríamos encerrarla —dijo Horza.
Miró a Yalson, quien se encogió de hombros.
—Oh, qué diablos… —dijo.
Unaha-Closp flotaba por el interior del tren. Si miraba hacia fuera podía ver la caverna de la zona de mantenimiento y reparaciones con toda su maquinaria reluciendo bajo las fuertes luces del techo: tornos, forjas, equipos de soldadura, brazos articulados, repuestos y piezas sueltas, estructuras capaces de sostener vagones enteros, una inmensa grúa que colgaba del techo como un angosto puente…
El tren era bastante interesante. La vieja tecnología proporcionaba muchas cosas que observar y que tocar o investigar, pero lo que más alegraba a Unaha-Closp era que le ofrecía la ocasión de estar solo durante un tiempo. Pasados los primeros días la compañía de los humanos había empezado a cansarle, y lo que más le molestaba y le irritaba era la actitud del Cambiante. ¡Aquel hombre era un auténtico especiesista! «Con que sólo soy una máquina… —pensó Unaha-Closp—. ¿Cómo se atreve?»
Haber sido capaz de reaccionar el primero en los túneles, dejando sin sentido a Xoxarle —con lo que quizá salvo las vidas de algunos humanos, y puede que incluso la de aquel desagradecido Cambiante—, le había hecho sentirse mejor durante un tiempo. Por mucho que le disgustara admitirlo cuando Horza le dio las gracias, Unaha-Closp se sintió muy orgulloso de sí mismo. Pero, en realidad, la opinión del Cambiante no había variado mucho. Lo más probable era que acabase olvidando lo ocurrido o intentara convencerse a sí mismo de que había sido una aberración momentánea sufrida por una máquina confusa, una mera casualidad irrepetible. Sólo Unaha-Closp sabía cuáles eran sus sentimientos, y sólo él sabía por qué se había arriesgado a sufrir graves daños físicos para proteger a los humanos. «O, al menos, debería saberlo», se dijo con sarcasmo. Quizá no debería haberse tomado la molestia de actuar. Quizá debería haber permitido que el idirano acabara con ellos, pero en aquel momento le pareció que sólo había un curso de acción a seguir. «Eres un auténtico idiota», se dijo a sí mismo.
Siguió flotando por los bien iluminados espacios del tren que zumbaba y vibraba, como si fuera otra parte más de sus mecanismos.
Wubslin se rascó la cabeza. Se había detenido en el vagón del reactor cuando iba de camino a la sala de control. Algunas puertas se negaban a abrirse. Debían contar con alguna especie de cerradura de seguridad, probablemente controlada desde el puente, o la cubierta de vuelo, o la cabina del maquinista, o como demonios se llamara la parte del morro del tren desde donde se manejaban los mecanismos. Se volvió hacia una ventanilla, recordando las órdenes de Horza.
Aviger estaba sentado sobre la plancha del equipo apuntando al idirano con su arma. Xoxarle seguía inmóvil como una estatua junto a los soportes. Wubslin apartó la mirada, hizo un nuevo intento de abrir la puerta que daba acceso a la zona del reactor y meneó la cabeza.
La mano y el brazo se estaban debilitando. Las hileras de asientos situadas sobre su cabeza tenían delante fila tras fila de pantallas apagadas. El idirano reanudó su avance agarrándose a los soportes de los asientos. Ya casi estaba en el pasillo que llevaba al primer vagón.
No estaba seguro de cómo se las arreglaría para salvar el tramo de pasillo. ¿A qué podía agarrarse? Bueno, preocuparse de eso ahora carecía de objeto. Se agarró a otro soporte y arrastró su cuerpo unos centímetros más.
Cuando llegaron a la terraza que dominaba la zona de reparaciones pudieron ver el tren en donde se hallaba la unidad. La reluciente masa metálica acunada en el semitúnel que corría junto a la pared más alejada daba la impresión de flotar sobre el suelo del área de mantenimiento y hacía pensar en una nave espacial muy larga y delgada. La roca oscura que lo rodeaba era como el espacio desprovisto de estrellas.
Los ojos de Yalson se posaron en la espalda de la agente de la Cultura y frunció el ceño.
—Se comporta con demasiada docilidad, Horza —dijo, alzando la voz lo justo para que el Cambiante pudiera oírla.
—Por mí, estupendo —dijo Horza—. Cuanto más dócil mejor.
Yalson meneó levemente la cabeza sin apartar los ojos de la mujer que paseaba lentamente por su campo visual.
—No, creo que actúa así para que nos confiemos. Hasta ahora no ha intentado nada porque sabe que puede permitirse el lujo de dejar que los acontecimientos sigan su curso. Tiene otra carta oculta que puede jugar cuando le convenga, y ha decidido relajarse y pasar lo más desapercibida posible hasta que llegue el momento de utilizarla.
—Todo eso son imaginaciones tuyas —dijo Horza—. Estás empezando a dejarte dominar por tus hormonas… Te vuelven suspicaz, y como continúes así pronto creerás que eres capaz de adivinar el futuro.
Yalson le miró, transfiriendo el fruncimiento de ceño con que observaba los paseos de Balveda al Cambiante.
—¿Qué has dicho? —preguntó entrecerrando los ojos.
Horza alzó la mano que tenía libre.
—Sólo estaba bromeando.
Sonrió.
Yalson no parecía muy convencida.
—Está tramando algo. Lo sé —dijo, y asintió para sí misma—. Lo noto.
Quayarnol se arrastró por el pasillo. Abrió la puerta del vagón y reptó con una lentitud agónica por el suelo.
Estaba empezando a olvidar por qué hacía todo esto. Sabía que tenía que seguir adelante. Tenía que seguir arrastrándose, sí, pero ya no podía recordar con mucha claridad el porqué. El tren era un laberinto de torturas diseñado para causarle dolor.
Me arrastro hacia la muerte. Cuando llegue al final y no pueda seguir arrastrándome tendré que continuar avanzando. Recuerdo haber pensado eso antes pero, ¿en qué estaba pensando? ¿Moriré cuando llegue a la zona de control del tren y continuaré mi viaje hacia la muerte por el más allá? ¿Es eso lo que estaba pensando?
Soy como una criatura recién nacida que se arrastra por el suelo… Ven, pequeño mío, me dice el tren.
Estamos buscando algo, pero no consigo recordar… exactamente… el… qué…
Inspeccionaron la gran caverna y subieron el tramo peldaños de la galería que daba acceso a las zonas de almacenamiento y los habitáculos.
Balveda estaba inmóvil a un extremo de la gran terraza que corría alrededor de toda la caverna a medio camino entre el suelo y el techo. Yalson observó a la agente de la Cultura mientras Horza abría las puertas que daban acceso al área de habitáculos. Balveda estaba contemplando la inmensidad de la caverna con las manos apoyadas sobre la barandilla. El último barrote de ésta quedaba a la altura de sus hombros. A los constructores del Sistema de Mando les habría llegado a la cintura.
Cerca de donde estaba había una pasarela muy larga suspendida del techo mediante cables que llevaba a la terraza del otro lado, donde un angosto túnel brillantemente iluminado se internaba en la roca. Los ojos de Balveda recorrieron la pasarela y acabaron posándose en la distante boca del túnel.
Yalson se preguntó si la mujer de la Cultura estaría pensando en usarlo para huir, pero sabía que no se trataba de eso. Un instante después se preguntó si quería que Balveda intentara huir para tener una excusa que le permitiera matarla de un disparo y librarse de su molesta presencia.
Balveda apartó los ojos de la pasarela y Horza siguió abriendo las puertas del área de habitáculos.
Xoxarle flexionó los hombros. Los cables se deslizaron sobre su cuerpo y volvieron a tensarse.
El humano que habían dejado allí para que le vigilara parecía cansado, quizá incluso soñoliento, pero Xoxarle no creía que los demás fueran a mantenerse alejados durante mucho tiempo. No podía permitirse el lujo de excederse. Si lo hacía, en cuanto volviera el Cambiante podía notar que los cables se habían movido. De todas formas, y aunque distaba mucho de ser el desarrollo más interesante que podían seguir los acontecimientos, al parecer había bastantes probabilidades de que los humanos no lograran encontrar ese ordenador supuestamente dotado de conciencia que todos estaban buscando. En ese caso quizá el mejor curso de acción fuera no hacer nada. Dejaría que los diminutos le llevaran a su nave. El que se llamaba Horza quizá tuviera intención de pedir un rescate por él. Xoxarle creía que ésa era la explicación más lógica de que siguiera con vida.
La flota podía pagar por el regreso de un guerrero, aunque la familia de Xoxarle lo tenía prohibido y, de todas formas, no eran ricos. Xoxarle no lograba decidir si quería seguir viviendo y, quizá, expiar mediante sus hazañas futuras la vergüenza de haber sido capturado y rescatado mediante un precio, o hacer todo cuanto estuviera en sus manos para escapar o morir. La acción le resultaba más atractiva, y eso era lo que le dictaba el credo del guerrero. Cuando dudes, actúa.
El humano se levantó de la plancha y empezó a pasear. Se le acercó lo suficiente para ser capaz de inspeccionar los cables, pero se limitó a echarles un vistazo. Xoxarle contempló el arma láser del humano. Sus grandes manos atadas detrás de su espalda se abrieron y cerraron lentamente sin que su mente hubiera llegado a ordenárselo.
Wubslin acaba de llegar a la sala de control situada en el morro del tren. Se quitó el casco y lo puso encima de la consola. Se aseguró de que no tocaba ningún control y que sólo tapaba algunos paneles apagados. Después se quedó inmóvil en el centro de la sala, contemplando lo que le rodeaba con expresión fascinada.
El tren vibraba bajo sus pies. Diales, medidores, pantallas y paneles indicaban el estado de la maquinaria. Los ojos de Wubslin recorrieron los controles situados ante dos asientos inmensos que estaban de cara a la consola principal, tras la que se alzaba el vidrio blindado que formaba parte de la abrupta curva hacia abajo seguida por el morro del tren. El túnel que se extendía delante del tren estaba a oscuras, con sólo unas lucecitas ardiendo en las paredes.
A cincuenta metros había un complicado conjunto de desviaciones y agujas que dividían el trazado de las vías, haciéndolas internarse en dos túneles. Una ruta estaba obstruida por la parte trasera del tren que había un poco más allá y que Wubslin podía ver; el otro túnel se curvaba evitando la caverna de reparación y mantenimiento y proporcionaba un camino hasta la próxima estación.
Wubslin alargó el brazo sobre la consola de control para poder tocar la lisa y fría superficie del cristal. Sus dedos la acariciaron lentamente. Sonrió para sí mismo. Cristal, nada de una pantalla visora… Lo prefería. Los diseñadores de aquel tren poseían pantallas holográficas, superconductores y levitación magnética —habían usado todas esas técnicas en los tubos de tránsito—, pero cuando llegó el momento de su obra principal no les avergonzó mantenerse fieles a una tecnología aparentemente más tosca pero con mayor resistencia a los daños. Ésa era la razón de que el tren poseyera cristales blindados y se desplazase sobre vías de metal. Wubslin se frotó lentamente las palmas de las manos y contempló la multitud de instrumentos y controles que le rodeaba.
—Soberbio —murmuró.
Se preguntó si podría averiguar qué controles accionaban las cerraduras de las puertas que daban acceso al vagón del reactor.
Quayanorl había logrado llegar a la sala de control.
Estaba intacta. Por encima del suelo todo eran soportes metálicos que sostenían asientos, paneles de control y las luces brillantes del techo. El idirano se arrastró por el suelo balbuceando palabras que el dolor le impedía comprender e intentó recordar por qué había recorrido toda aquella distancia.
Apoyó la cara en el frío suelo de la sala. El tren vibró bajo su rostro como si le enviara un mensaje. Seguía estando vivo; había sufrido daños y, como él, no mejoraría, pero seguía estando vivo. Quayanorl sabía que había tenido intención de hacer algo, pero ahora todo estaba volviéndose borroso y empezaba a escapársele. La frustración era tan intensa que sintió deseos de llorar, pero era como si ya ni tan siquiera le quedasen energías para ello.
«¿Qué era? —se preguntó mientras el tren seguía vibrando bajo su rostro—. Yo quería… Yo… ¿Qué?»
Unaha-Closp inspeccionó el vagón del reactor. Al principio la mayor parte le resultó inaccesible, pero la unidad acabó dando con la forma de entrar y se abrió paso por el conducto que protegía un grupo de cables.
Recorrió el vagón observando el sistema y su forma de funcionar. Las planchas de sustancia absorbente impedían que la pila se recalentera, el recubrimiento de uranio consumido había sido diseñado con el fin de proteger los frágiles cuerpos de los humanoides y las cañerías para el intercambio calórico tomaban el calor de la pila y lo llevaban hasta las baterías de pequeñas calderas donde el vapor hacía girar generadores para producir la energía que accionaba las ruedas del tren. Unaha-Closp sacó la impresión global de que todo era muy complicado. Complicado y, al mismo tiempo, muy tosco… Pese al gran número de sistemas de seguridad incluidos en el diseño había muchas cosas que podían averiarse o dejar de funcionar.
Al menos si y cuando los humanos tuvieran que desplazarse mediante aquellas arcaicas locomotoras nucleares-eléctricas-de vapor utilizarían la energía del sistema principal. La unidad descubrió que estaba de acuerdo con el Cambiante. Los idiranos que habían intentado poner en marcha aquel montón de chatarra milenaria debían haber perdido el juicio.
—¿Dormían dentro de esas cosas?
Yalson alzó los ojos hacia las redes que colgaban del techo. Horza, Balveda y ella estaban en la puerta de una gran caverna que había sido utilizada como dormitorio por la raza extinguida que hacía ya mucho tiempo trabajó en el Sistema de Mando. Balveda probó una de las redes. Eran como hamacas abiertas suspendidas entre juegos de palos que colgaban del techo. Debía de haber como un centenar, y hacían pensar en aparejos de pesca colgados a secar.
—Supongo que debían encontrarlas cómodas —dijo Horza. Miró a su alrededor. No había ningún sitio que pudiera servir de escondrijo a la Mente—. Sigamos —dijo—. Ven, Balveda…
Balveda se apartó de la red-cama que había estado inspeccionando, dándole un último empujón que la hizo balancearse ligeramente, y se preguntó si habría algún baño o ducha capaz de funcionar en algún lugar de aquel sistema de túneles.
Alzó el brazo hacia la consola. Tiró con todas sus fuerzas y consiguió apoyar la cabeza en el asiento. Utilizó los músculos de su cuello y su cada vez más dolorido y débil brazo para hacer palanca y erguirse. Logró que su torso girara sobre sí mismo. Una de sus piernas se enganchó en la parte inferior del asiento y estuvo a punto de hacerle caer. Quayanorl lanzó un respingo de dolor. Bueno, al menos ahora estaba en el asiento.
Contempló las masas de controles, alzó los ojos hacia el cristal blindado y observó el ancho túnel que se extendía detrás de la curva que formaba el morro del tren. La negrura de las paredes quedaba interrumpida a intervalos regulares por las luces; los raíles de acero se alejaban serpenteando hasta perderse en la distancia.
Quayanorl contempló aquel espacio vacío y silencioso y experimentó una leve sensación de victoria. Acababa de recordar por qué se había arrastrado hasta allí.
—¿Es eso? —preguntó Yalson.
Estaban en la sala de control general, el lugar desde el que se dirigían todas las complicadas funciones de la estación propiamente dicha. Horza había activado algunas pantallas y comprobó las cifras que le daban. Después tomó asiento ante una consola y usó las cámaras manejadas mediante control remoto de la estación para echar un último vistazo a los pasillos, habitaciones, túneles, pozos y cavernas. Balveda se instaló en otro de aquellos inmensos asientos y empezó a balancear las piernas, haciendo pensar en una niña sentada en el butacón de un adulto.
—Así es —dijo Horza—. He comprobado toda la estación. A menos que se haya ocultado en un tren, la Mente no se encuentra aquí.
Activó las cámaras de las otras estaciones y fue repasándolas por orden ascendente. Se entretuvo un poco más con la de la estación cinco, que le proporcionó una imagen de los cuatro medjels muertos y los restos del tosco vehículo de combate fabricado por la Mente tomada desde lo alto de la caverna, y pasó a la cámara instalada en el techo de la estación seis…
Aún no me han encontrado. No puedo oírles como debería. Lo único que puedo oír es el eco de sus pasitos. Sé que se encuentran aquí, pero no tengo forma de averiguar lo que están haciendo. ¿He logrado engañarles? Detecté un sensor de masas, pero su señal se desvaneció. Hay otro sensor. Uno de ellos lo lleva encima, pero no puede estar funcionando como debería. Quizá he logrado engañarles, como era mi esperanza. Puede que el tren me haya salvado.
Qué irónico… Puede que hayan capturado a un idirano. Capto otro ritmo en sus pasos. ¿Todos caminan, o hay algunos con unidades antigravitatorias? ¿Cómo han logrado llegar hasta aquí? ¿Será posible que sean Cambiantes de la superficie?
Daría la mitad de mi capacidad de memoria por otra unidad manejable a distancia. He logrado esconderme, pero estoy atrapada. No puedo ver y no puedo oír tan bien como debería. Lo único que puedo hacer es sentir. Cómo odio todo esto… Ojalá supiera qué está pasando.
Quayanorl contempló los controles que tenía delante. Antes de que llegaran los humanos ya habían logrado averiguar las funciones de un número considerable de ellos. Ahora tenía que intentar acordarse de cuanto habían averiguado. ¿Qué debía hacer primero? Se inclinó hacia adelante oscilando precariamente sobre aquel asiento concebido para el cuerpo de otra especie. Activó una hilera de interruptores. Las luces parpadearon; oyó varios chasquidos.
Le costaba tanto recordar… Movió palancas, pulsó botones y accionó interruptores. Las agujas de los medidores y diales se desplazaron para dar nuevas lecturas. Las pantallas se iluminaron y las cifras empezaron a parpadear en ellas. Zumbidos, chirridos, siseos… El idirano creía estar haciendo lo que debía, pero no podía estar seguro de ello.
Algunos controles se encontraban demasiado lejos y tuvo que colocar casi medio cuerpo encima de la consola para llegar hasta ellos, moviéndose con mucho cuidado para no alterar ninguno de los controles que ya había ajustado. Cuando lo hubo conseguido volvió a reclinarse en el asiento.
El tren vibraba con más fuerza. Sintió cómo se removía. Los motores empezaron a girar, el aire silbó, los altavoces emitieron chisporroteos y susurros. Sí, lo estaba consiguiendo. El tren aún no se movía, pero iba impulsándolo lentamente hacia el momento en que quizá lo hiciera.
Pero estaba perdiendo la vista.
Parpadeó y meneó la cabeza, pero su ojo estaba dejando de funcionar. Lo que tenía delante se fue volviendo grisáceo y borroso. Tenía que mirar fijamente los controles y las pantallas para ver algo. Las luces de la pared del túnel que se alejaban hacia la distante negrura parecían estar perdiendo intensidad. Quayanorl podría haberse consolado creyendo que la energía estaba fallando, pero sabía que no era así. La cabeza le dolía de una forma terrible. Pensó que probablemente era por culpa de estar sentado. Aquella posición debía dificultar todavía más el riego sanguíneo.
Su agonía se estaba acelerando, y eso hacía que el apremio fuese todavía mayor. Pulsó botones y movió algunas palancas. El tren tendría que haberse movido, flexionando sus músculos mecánicos; pero seguía inmóvil.
¿Qué más tenía que hacer? Se volvió hacia su lado ciego y vio las luces de los paneles que se encendían y se apagaban. Naturalmente: las puertas. Pulsó los botones en las zonas de los paneles correctas y oyó el ruido de algo que se deslizaba lentamente. La mayoría de paneles dejaron de parpadear, pero no todos. Algunas puertas debían haberse quedado atascadas. Otro control le permitió desactivar sus sistemas de seguridad y todos los paneles que seguían encendidos se oscurecieron.
Volvió a intentarlo.
Los trescientos metros de tren del Sistema de Mando se estremecieron muy despacio, como un animal que se estira después de la hibernación. Los vagones se acercaron un poquito más los unos a los otros y la estructura metálica se tensó disponiéndose a funcionar.
Quayarnol captó aquel leve movimiento y sintió deseos de reír. El tren funcionaba. Lo más probable era que hubiese tardado demasiado tiempo y que ahora ya fuese tarde, pero al menos había logrado hacer lo que se había propuesto. Había vencido todas las dificultades y el dolor. Se había convertido en el amo de aquella inmensa bestia plateada, y con un poquito más de suerte al menos conseguiría que los humanos tuvieran algo en qué pensar. Y le mostraría a la Bestia de la Barrera lo que opinaba de su precioso monumento…
Puso la mano sobre la palanca que él y Xoxarle habían decidido controlaba el flujo de energía a los motores de las ruedas principales y la empujó nerviosamente —temiendo que el tren siguiera negándose a funcionar—, hasta llevarla al límite de la posición de arranque. El tren se estremeció, gimió y continuó inmóvil.
El único ojo que le quedaba empezó a llenarse de lágrimas que hicieron todavía más borroso aquel panorama grisáceo que apenas si podía ver.
El tren vibró y Quayanorl oyó un ruido metálico detrás de él. Casi se vio arrojado del asiento. Tuvo que agarrarse al borde de éste y un instante después se inclinó hacia adelante y volvió a poner su mano sobre la palanca del flujo de energía, que acababa de regresar a la posición de apagado. El rugido de su cabeza se hacía más intenso a cada segundo que pasaba. El nerviosismo y el agotamiento le hacían temblar. Volvió a empujar la palanca hacia adelante.
El hueco de una puerta estaba lleno de escombros y había un equipo de soldar debajo del vagón que contenía el reactor. Tiras de metal arrancadas de los flancos del tren asomaban hacia las paredes del túnel como los pelos de un abrigo que necesitaba un buen cepillado. Las dos pasarelas de acceso estaban flanqueadas por montones de cascotes y escombros, y una rampa entera —aquella bajo la que Xoxarle había estado aprisionado durante un tiempo—, había caído encima de un vagón cuando los humanos la cortaron.
El tren volvió a oscilar hacia adelante, gimiendo y quejándose como si sus intentos de moverse le resultaran tan dolorosos como lo habían sido los de Quayanorl. Sus ruedas dieron medio giro y se detuvieron. La rampa incrustada en la pasarela de acceso les impedía seguir adelante. Los motores del tren empezaron a emitir un chirrido estridente. Las alarmas de la sala de control se pusieron en funcionamiento, pero su sonido era tan agudo que el idirano apenas si podía oírlo. Los medidores parpadearon, las agujas se aproximaron a las zonas de peligro y las pantallas se llenaron de información.
La rampa empezó a desprenderse del tren, arrancando un pedazo de flanco del vagón a medida que el tren iba abriéndose paso lentamente.
Quayarnol vio acercarse la boca del túnel.
Más escombros junto a la pasarela de acceso delantera. El equipo de soldadura atrapado bajo el vagón del reactor arañó la lisura del suelo hasta que llegó al reborde de piedra que rodeaba un pozo de inspección. Se atascó contra él y acabó soltándose para caer con un ruido metálico al fondo del pozo. El tren seguía avanzando lentamente.
La rampa enganchada en la pasarela de acceso trasera se desprendió con un estruendo metálico, arrancando nervaduras de aluminio y tubos de acero y desgarrando la piel de plástico y aluminio del vagón en el que había quedado encajada. Una esquina de la rampa había quedado atrapada debajo del tren cubriendo un raíl. Las ruedas llegaron a ese punto y vacilaron. Las conexiones que unían un vagón a otro se tensaron hasta que el impulso del avance aumentó lo suficiente para vencer la resistencia ofrecida por la rampa. La estructura de la rampa se dobló sobre sí misma y se fue comprimiendo, las ruedas pasaron por encima de ella, cayeron sobre el rail que había más allá con un golpe sordo y siguieron adelante. El juego de ruedas que venía detrás pasó sobre el pedazo de rampa sin apenas ninguna dificultad.
Quayanorl se reclinó en el asiento. El túnel se fue acercando al tren y pareció engullirlo. La estación fue desapareciendo lentamente. Las paredes oscuras empezaron a desfilar a cada lado de la sala de control. El tren seguía estremeciéndose, pero iba acelerando poco a poco. Una serie de choques y golpetazos le indicó que los vagones le seguían por encima de los escombros, sobre el metal reluciente de los raíles, dejando atrás los restos de las pasarelas y rampas, saliendo de la estación…
El primer vagón la abandonó a la velocidad de un hombre que camina, el segundo un poco más deprisa, el vagón del reactor moviéndose como un hombre que aprieta el paso y el último iniciando una carrera. Una nube de humo se deslizó unos metros detrás del tren, volvió atrás lentamente y acabó subiendo al techo para ocupar su posición anterior.
La cámara de la estación seis —allí donde habían mantenido el primer tiroteo, allí donde Dorolow y Neisin habían muerto y habían dejado el cuerpo del otro idirano dándole por muerto—, no funcionaba. Horza pulsó el botón un par de veces, pero la pantalla siguió sin dar imagen. Un indicador de averías había empezado a parpadear. Horza hizo desfilar rápidamente las imágenes procedentes de las otras estaciones por el circuito y apagó la pantalla.
—Bueno, todo parece ir bien. —Se puso en pie—. Volvamos al tren.
Yalson se puso en contacto con Wubslin y la unidad; Balveda bajó del gran asiento en el que se había instalado y el trío abandonó la sala de control con la mujer de la Cultura abriendo la marcha.
Detrás de ellos una pantalla que registraba el flujo de energía —una de las primeras que Horza había encendido—, estaba registrando un considerable consumo de energía en los circuitos de aprovisionamiento de las locomotoras, lo que indicaba que un tren estaba desplazándose por alguna parte del complejo de túneles del Sistema de Mando.