«Puede que sea un clon —pensó Horza—. Quizá es una coincidencia.» Seguía sentado en el suelo del camarote de Kraiklyn —ahora era su camarote—, con los ojos clavados en las puertas de los armadlos que había en la pared de enfrente. Era consciente de que debía hacer algo, pero no estaba muy seguro del qué. Los golpes, sacudidas y emociones sufridos a lo largo de la noche le habían dejado el cerebro bastante maltrecho. Necesitaba quedarse quieto y pensar durante unos momentos.
Intentó convencerse de que estaba equivocado, de que no era realmente ella, de que se encontraba cansado y confuso, de que estaba empezando a dejarse vencer por la paranoia y tenía alucinaciones. Pero sabía que era Balveda, aunque lo suficientemente alterada como para que sólo un amigo íntimo o un Cambiante pudiera reconocerla. Aun así, no cabía duda de que era ella. Estaba viva, sana y, probablemente, iba armada hasta los dientes…
Se puso en pie moviéndose como un autómata sin apartar los ojos de la pared de enfrente. Se quitó las ropas mojadas, salió del camarote y fue hasta la zona de aseo, donde dejó las ropas para que se secaran y se lavó. Volvió al camarote, encontró una bata y se la puso. Empezó a inspeccionar aquel pequeño espacio repleto de cosas y acabó dando con una pequeña grabadora de voz. La puso en marcha y escuchó.
—… ahhh…, incluyendo a…, ahhh…, Yalson —dijo la voz de Kraiklyn emergiendo de la rejilla que había a un lado de la máquina—, quien supongo seguía sin haber superado su…, hummm…, su relación con…, ahhh…, Horza Gobuchul. Se ha mostrado… bastante brusca, y no creo que pueda contar con el apoyo…, que ella…, que debería prestarme… Si las cosas siguen igual tendré unas palabras con Yalson, pero…, ahhh…, por ahora, durante las reparaciones y todo lo demás…, no me parece que vaya a servir de mucho… No lo estoy posponiendo… Ah… Sencillamente, creo que esperaré a ver qué tal reacciona después de que el Orbital haya sido destruido y nos hayamos puesto en camino. Ahhh… En cuanto a la nueva… Gravant… Parece eficiente. Tengo la impresión de que quizá necesite…, ah, necesite… un poco de mano dura…, parece necesitar disciplina… No creo que vaya a tener…, ah, conflictos con nadie. La que más me preocupaba era Yalson, pero no creo…, ah… Creo que todo irá bien. Pero con las mujeres nunca se sabe, ah…, naturalmente, así que… Pero me gusta… Creo que tiene clase y quizá… No sé… Quizá pudiera ser una buena número dos, si sabe adaptarse.
»La verdad es que necesito más gente… Ummm… Las cosas han ido bastante mal últimamente, pero creo que he sido… No me han apoyado lo suficiente. Jandraligeli, obviamente…, y no sé; intentaré averiguar si puedo hacer algo con él, porque… La verdad es que se ha portado… Ahhh… Me ha traicionado; no hay otra forma de expresarlo… Creo que se trata de eso; cualquiera estaría de acuerdo conmigo. Puede que hable con Gahlssel durante la partida, suponiendo que se presente… No creo que esté a la altura de lo que necesita, y pienso decírselo francamente a Ghalssel dado que los dos estamos metidos… en el mismo, ah…, negocio, y yo… Sé que habrá oído rumores…, bueno, escuchará lo que tenga que decirle, porque conoce las responsabilidades del liderazgo y…, ah…, mi forma de actuar.
»Bueno… Reclutaré a unas cuantas personas más después de la partida, y después de que el VGS haya partido dispondré de algún tiempo… Tendremos que pasar bastante tiempo en esta bodega y haré correr la voz. Tiene que haber… montones de personas con ganas de alistarse… Ah… Oh, sí; no debo olvidar lo de la lanzadera mañana. Estoy seguro de que puedo conseguirla por un precio más barato. Ah, naturalmente, podría ganar la partida… —La vocecita que brotaba de la rejilla se rió: un eco metálico—. Sería increíblemente rico y… —La risa volvió a sonar, ahora aún más distorsionada que antes—. Entonces toda esta mierda dejaría de importarme, claro…, mierda, sólo…, ja…, podría regalar la Turbulencia en cielo despejado al primero que encontrara…, bueno, la vendería… y me retiraría… Ya veremos…
La voz se desvaneció. Horza desconectó la grabadora. La dejó donde la había encontrado y frotó el anillo que llevaba en el dedo meñique de la mano izquierda. Después se quitó la bata y se puso su traje, el que Kraiklyn le había robado. El traje empezó a hablarle y Horza le ordenó que desconectara el sistema vocal.
Se contempló en el campo inversor de las puertas del armario, irguió los hombros, se aseguró de que la pistola de plasma que colgaba de su muslo estaba activada, guardó los dolores y el cansancio en las profundidades de su mente, salió del camarote y fue por el pasillo hacia el comedor.
Yalson y la mujer que era Balveda estaban sentadas al extremo de la mesa debajo de la pantalla. La habían apagado y estaban hablando. Cuando Horza entró en el comedor las dos alzaron la cabeza y le miraron fijamente. Horza fue hacia ellas y se sentó a dos sitios de distancia de Yalson, quien contempló su traje con expresión pensativa.
—¿Vamos a algún sitio? —le preguntó.
—Quizá —dijo Horza mirándola a la cara durante unos segundos. Volvió la cabeza hacia Balveda y sonrió—. Lo siento, Gravant, pero me temo que he cambiado de opinión en cuanto a usted. No me queda más remedio que rechazarla. Lo siento, pero no hay sitio para usted a bordo de la Turbulencia en cielo despejado. Espero que lo comprenda…
Cruzó las manos sobre la mesa y volvió a sonreír. Balveda —cuanto más la miraba más seguro estaba de que era ella—, pareció tomárselo bastante mal. Abrió la boca como si se dispusiera a hablar y sus ojos fueron de Horza a Yalson y volvieron a posarse en Horza. Yalson estaba frunciendo el ceño.
—Pero… —empezó a decir Balveda.
—¿De qué diablos estás hablando? —exclamó Yalson con voz irritada—. No puedes…
—Verás —dijo Horza sonriendo—, he decidido que debemos reducir el número de gente a bordo y…
—¿Qué? —gritó Yalson, golpeando la mesa con la palma de su mano—. ¡Pero si sólo quedamos seis! ¿Qué diablos se supone que podemos hacer siendo sólo seis si…? —No llegó a completar la frase. Cuando volvió a hablar lo hizo en un tono de voz más suave, con la cabeza ladeada y los ojos entrecerrados como si quisiera verle mejor—. ¿O es que hemos tenido suerte en un juego…, en un juego de azar, quizá, y no queremos movernos en más direcciones de las que sean absolutamente necesarias?
Horza la contempló en silencio durante unos segundos y sonrió.
—No, pero he vuelto a contratar los servicios de un ex miembro de nuestra tripulación —dijo—, y eso altera un poco los planes que me había trazado… El hueco en la dotación de esta nave que tenía intención de llenar con Gravant ya no existe.
—¿Has conseguido que Jandraligeli vuelva con nosotros después de todo lo que le dijiste?
Yalson se rió y se reclinó en el asiento.
Horza meneó la cabeza.
—No, querida mía —dijo—. Como habría podido explicarte hace ya bastante rato si no me hubieras interrumpido a cada momento, cuando estaba en Evanauth me encontré con nuestro amigo el señor Gobuchul, y tiene muchas ganas de volver con nosotros.
—¿Horza?
Yalson pareció estremecerse levemente y su voz tembló a causa de la tensión. Horza pudo ver cómo intentaba controlarse. «Oh, dioses —dijo una vocecilla dentro de su mente—, ¿por qué todo esto me resulta tan doloroso?»
—¿Está vivo? ¿Estás seguro de que era él? Kraiklyn, ¿estás seguro?
Los ojos de Horza fueron rápidamente de una mujer a otra. Yalson estaba inclinada sobre la mesa con los puños apretados. Las luces del comedor hacían brillar sus ojos. Su esbelto cuerpo parecía muy tenso, y el vello dorado que cubría su piel morena relucía con destellos iridiscentes. Balveda parecía confusa, como si no supiera qué hacer. Horza vio cómo empezaba a morderse los labios y se contenía enseguida.
—Vamos, Yalson, jamás se me ocurriría gastarte semejante clase de bromas —le aseguró Horza—. Horza está perfectamente, y se encuentra no muy lejos de aquí. —Contempló la pantalla repetidora de la muñequera de su traje para ver qué hora era—. De hecho, he quedado citado con él en una de las esferas de recepción del puerto a las…, bueno, justo antes de que el VGS se marche de aquí. Me dijo que necesitaba resolver un par de asuntos pendientes en la ciudad. También me pidió que te dijera que…, ahhh…, esperaba que siguieras apostando por él. —Se encogió de hombros—. Algo así…
—¡No estás bromeando! —exclamó Yalson y sus labios se curvaron en una sonrisa. Meneó la cabeza, se pasó una mano por el pelo y sus dedos golpearon suavemente la superficie de la mesa un par de veces—. Oh… —dijo.
Volvió a apoyar la espalda en su asiento. Sus ojos pasaron de la mujer al hombre y acabó encogiéndose de hombros sin decir nada más.
—Por lo tanto, Gravant, ya no te necesitamos —dijo Horza volviéndose hacia Balveda.
La agente de la Cultura abrió la boca, pero Yalson se le adelantó con un leve carraspeo.
—Oh, Kraiklyn, deja que se quede a bordo —dijo—. ¿Qué importancia tiene una persona más o menos?
—La tiene, Yalson —dijo Horza con cautela, repasando mentalmente todo lo que sabía sobre Kraiklyn—. Soy el capitán de esta nave y soy quien toma las decisiones.
Yalson dio la impresión de querer decir algo, pero lo que hizo fue volverse hacia Balveda y extender los brazos con las palmas de las manos hacia arriba. Se reclinó en su asiento, cerró los ojos y acarició la mesa con las yemas de los dedos. Estaba intentando no sonreír.
—Bueno, capitán —dijo Balveda poniéndose en pie—, usted sabrá lo que le conviene… Recogeré mis cosas.
Salió rápidamente del comedor. El ruido de sus pasos se mezcló con los de otra persona, y tanto Horza como Yalson oyeron algunas palabras ahogadas. Un instante después Dorolow, Wubslin y Aviger entraron en el comedor. Aviger abrazaba a la pequeña y regordeta Dorolow. Todos iban vestidos con ropas multicolores, tenían el rostro enrojecido y parecían muy contentos.
—¡Nuestro capitán! —gritó Aviger. Los dedos de Dorolow no se apartaban de la mano que Aviger le había puesto en el hombro. Sonrió. Wubslin le saludó distraídamente; el corpulento ingeniero parecía bastante borracho—. Veo que ha estado en la guerra —dijo Aviger contemplando el rostro de Horza.
El Cambiante había dado instrucciones a su organismo para que intentara reducir los daños al mínimo, pero su rostro seguía indicando que había estado metido en una pelea.
—¿Qué ha hecho Gravant, Kraiklyn? —graznó Dorolow.
También parecía muy animada, y su voz era todavía más estridente de lo que recordaba.
—Nada —dijo Horza. Contempló a los tres mercenarios y les sonrió—. Pero Horza Gobuchul ha vuelto de entre los muertos, por lo que he decidido que no la necesitamos.
—¿Horza? —exclamó Wubslin, y su bocaza se abrió en una expresión de sorpresa casi exagerada.
Los ojos de Dorolow fueron de Horza a Yalson, y la expresión de su rostro y su sonrisa transmitían claramente la pregunta «¿Es cierto?» Yalson se encogió de hombros, y le lanzó una mirada de felicidad y esperanza aún levemente teñida de suspicacia al hombre que creía era Kraiklyn.
—Estará a bordo poco antes de que Los fines de la inventiva se marche de aquí —dijo Horza—. Tenía algunas cosas que hacer en la ciudad. Quizá fuera algún asunto turbio… —Horza les obsequió con la sonrisa condescendiente que Kraiklyn utilizaba de vez en cuando—. ¿Quién sabe?
—Vaya —dijo Wubslin, tambaleándose ligeramente y contemplando a Aviger por encima de Dorolow—. Puede que ese tipo estuviera buscando a Horza… Quizá deberíamos advertirle.
—¿Qué tipo? ¿Dónde? —preguntó Horza.
—Tiene alucinaciones —dijo Aviger moviendo una mano—. Demasiado vino de hígado.
—¡Tonterías! —exclamó Wubslin, asintiendo con la cabeza y mirando primero a Aviger y luego a Horza—. Y un robot… —Puso las manos delante de su rostro, juntó las palmas y las separó unos veinticinco centímetros—. Un cabroncete bastante pequeño. No debía ser más grande que esto…
—¿Dónde? —Horza meneó la cabeza—. ¿Y por qué crees que alguien puede andar detrás de Horza?
—Ahí fuera, debajo del tubo de viaje —dijo Aviger.
—Por la forma en que salió de la cápsula daba la impresión de que esperaba pelea en cualquier momento —dijo Wubslin—. Estoy seguro de que ese tipo era un policía, o algo parecido.
—¿Y Mipp? —preguntó Dorolow. Horza guardó silencio durante un segundo y su frente se arrugó en un fruncimiento de ceño que no iba dirigido a nada ni a nadie en particular—. ¿Dijo algo de Mipp? —le preguntó Dorolow.
—¿Mipp? —exclamó Horza alzando los ojos hacia Dorolow—. No. —Meneó la cabeza—. No, Mipp no lo consiguió.
—Oh, lo siento —dijo Dorolow.
—Escuchad —dijo Horza mirando a Wubslin y Aviger—, ¿creéis que ahí fuera hay alguien que anda detrás de uno de nosotros?
—Un hombre —dijo Wubslin asintiendo lentamente con la cabeza—, y un robotito minúsculo con pintas de ser todo un mal bicho.
Horza se acordó del insecto que se había posado unos instantes sobre su muñeca en la bodega justo antes de subir a bordo de la Turbulencia en cielo despejado y se estremeció. Sabía que la Cultura poseía máquinas e insectos artificiales de ese tamaño.
—Hmmm —dijo Horza frunciendo los labios. Asintió para sí mismo y alzó los ojos hacia Yalson—. Deprisa, asegúrate de que Gravant abandona la nave, ¿de acuerdo? —Se puso en pie y le dejó el camino libre a Yalson, quien salió rápidamente del comedor. Horza la vio alejarse por el pasillo hacia los camarotes. Miró a Wubslin y le indicó con los ojos que fuese hacia el puente—. Vosotros dos quedaros aquí —dijo en voz baja volviéndose hacia Aviger y Dorolow.
Aviger y Dorolow se separaron lentamente el uno del otro y se sentaron. Horza fue al puente.
Le hizo una seña a Wubslin para que ocupara el puesto del ingeniero y se sentó en el del piloto. Wubslin dejó escapar un suspiro de cansancio. Horza cerró la puerta y repasó a toda velocidad cuanto había descubierto sobre los procedimientos a seguir en el puente durante las primeras semanas que había pasado como tripulante de la Turbulencia en cielo despejado. Estaba inclinándose hacia el panel de comunicaciones para conectar los canales cuando algo se movió junto a la consola muy cerca de sus pies. Horza se quedó inmóvil.
Wubslin miró hacia abajo, se agachó con un esfuerzo claramente audible y metió su cabezota entre las piernas. La nariz de Horza captó una vaharada de olor a alcohol.
—¿Todavía no has terminado? —preguntó Wubslin, con la voz ahogada por sus muslos.
—Me asignaron otro trabajo; acabo de volver —protestó una vocecita artificial.
Horza se reclinó en el asiento y miró bajo la consola. Un robot que debía medir unas dos terceras partes del tamaño del que le había escoltado desde el ascensor a la bodega donde estaba la Turbulencia en cielo despejado emergió del laberinto de cables que asomaba por una compuerta de inspección abierta.
—¿Qué es esa cosa? —preguntó Horza.
—Oh —dijo Wubslin con voz cansada dejando escapar un eructo—, es el mismo que ha estado aquí desde… Lo recuerda, ¿no? Venga, tú —dijo volviéndose hacia la máquina—. El capitán quiere hacer una prueba de comunicaciones.
—Oye, ya he terminado —dijo la máquina. Su voz sintetizada estaba impregnada de irritación—. Estoy poniendo un poco de orden aquí dentro y acabando de limpiar, ¿entendido?
—Bueno, pues muévete —dijo Wubslin. Sacó la cabeza de debajo de la consola y miró a Horza como pidiéndole disculpas—. Lo siento, Kraiklyn.
—No importa, no importa. —Horza movió la mano y conectó el comunicador—. Ah… —Miró a Wubslin—. ¿Quién controla el movimiento del tráfico por aquí? He olvidado con qué departamento he de hablar. ¿Y si quiero abrir las puertas de la bodega?
—¿Tráfico? ¿Abrir las puertas? —Wubslin le miró con cara de perplejidad y acabó encogiéndose de hombros—. Bueno, supongo que bastará con sintonizar el canal del control de tráfico, como cuando llegamos…
—Claro —dijo Horza. Pulsó el interruptor de la consola—. Control de tráfico, aquí… —dijo.
No llegó a completar la frase.
No tenía ni idea de qué nombre había dado Kraiklyn en vez del auténtico. La información que había comprado no contenía ese dato, y era una de las muchas cosas que había tenido intención de averiguar sin perder ni un segundo en cuanto hubiese llevado a cabo la tarea más urgente de echar a Balveda de la nave y, con suerte, hacer que siguiera una pista falsa. Pero la noticia de que podía haber alguien buscándole en esa bodega —o en cualquier otra, tanto daba—, le había puesto muy nervioso.
—Aquí la nave de la Minibodega 27492 —dijo—. Quiero permiso inmediato para abandonar la bodega y el VGS; nos marcharemos del Orbital independientemente.
Wubslin miró fijamente a Horza.
—Aquí control de tráfico del Puerto de Evanauth, sección temporal del VGS. Un momento, Minibodega 27492 —dijeron los altavoces incrustados a la altura de la cabeza en el respaldo de los asientos de Horza y Wubslin.
Horza se volvió hacia Wubslin y pulsó el botón «transmitir» del canal de comunicaciones.
—Este trasto se encuentra en condiciones de volar, ¿verdad?
—¿Qué…? ¿Volar? —Wubslin parecía perplejo. Se rascó el pecho y bajó la vista hacia la unidad que seguía intentando meter los cables dentro de la consola—. Supongo que sí, pero…
—Estupendo.
Horza empezó a activar todos los sistemas, motores incluidos. Vio que la hilera de pantallas que daban información sobre el láser de proa estaba parpadeando junto con las demás. Al menos Kraiklyn había hecho que las repararan.
—¿Volar? —repitió Wubslin. Volvió a rascarse el pecho y miró a Horza—. ¿Ha dicho «volar»?
—Sí. Nos vamos.
Las manos de Horza se movieron rápidamente sobre los botones e interruptores de los sensores ajustando los sistemas de la nave que iba despertando con tanta precisión y seguridad como si realmente llevara años pilotando la Turbulencia en cielo despejado.
—Necesitaremos un remolcador… —dijo Wubslin.
Horza sabía que el ingeniero tenía razón. La unidad antigravitatoria de la Turbulencia en cielo despejado poseía la potencia justa para producir un campo interno; estar tan cerca (de hecho, dentro) de una masa del tamaño de Los fines de la inventiva haría estallar las unidades que creaban el campo distorsionador, y utilizar los motores de fusión en un espacio cerrado sería una auténtica locura.
—Conseguiremos uno. Les diré que es una emergencia. Les diré que tenemos una bomba a bordo… Lo que sea.
Horza vio encenderse la pantalla principal. La imagen de la parte trasera de la Minibodega ocupó lo que hasta entonces había sido un mamparo vacío situado delante de él y Wubslin.
Wubslin encendió su monitor y la pantalla se iluminó con un diagrama muy complicado que Horza acabó logrando identificar como un plano del nivel del inmenso interior del VGS en el que se encontraban. Al principio se conformó con echarle un vistazo, pero no tardó en ignorar la pantalla principal, concentró toda su atención en el plano y acabó poniendo un holograma de todo el interior del VGS en la pantalla principal, memorizando rápidamente todo cuanto pudo.
—¿Y…? —Wubslin se calló, volvió a eructar y se frotó el vientre—. ¿Y Horza?
—Le recogeremos después —dijo Horza sin apartar los ojos del plano que mostraba la estructura interna del VGS—. Hice algunos arreglos por si se daba el caso de que no pudiera acudir a la cita que concertamos. —Horza volvió a pulsar el botón de transmisión—. Control de tráfico, control de tráfico, aquí Minibodega 27492. Necesito permiso de emergencia para despegar. Repito, necesito permiso de emergencia para despegar y un remolcador ahora mismo. Tengo una avería en un generador de fusión y no consigo desconectarlo. Repito, avería en un generador de fusión nuclear acercándose a la situación crítica.
—¿Qué? —chilló una vocecita. Algo chocó con la rodilla de Horza y la unidad que había estado trabajando debajo de la consola se hizo visible. Los cables que le cubrían hacían pensar en un juerguista envuelto en serpentinas—. ¿Qué has dicho?
—Cállate y sal de la nave ahora mismo —dijo Horza.
Conectó los circuitos de recepción. Un siseo estridente hizo vibrar la atmósfera del puente.
—¡Será un placer! —dijo la unidad, y se sacudió para quitarse los cables que cubrían su armazón metálica—. Como de costumbre, soy el último a quien le dicen lo que está pasando, pero de una cosa sí estoy seguro y es de que no quiero quedarme aquí ni un…
Seguía refunfuñando cuando todas las luces del hangar se apagaron al mismo tiempo.
Al principio Horza creyó que la pantalla se había fundido, pero deslizó el control de la longitud de onda hacia la parte superior de la escala y vio reaparecer los contornos del hangar, ahora en infrarrojo.
—Oh, oh —dijo la unidad volviéndose primero hacia la pantalla y luego hacia Horza—. Así que no habéis pagado el alquiler, ¿eh?
—Muerto —anunció Wubslin.
La unidad logró librarse del último cable. Horza se volvió hacia el ingeniero.
—¿Qué?
Wubslin señaló los controles del transceptor que tenía delante.
—Muerto. Alguien ha cortado nuestra conexión con el control de tráfico.
La nave vibró. Una luz empezó a encenderse y apagarse indicando que los mecanismos automáticos del ascensor principal acababan de cerrar las puertas.
—Mierda —dijo Horza—. ¿Y ahora qué?
—Bueno, amigos, adiós —dijo la unidad.
Pasó junto a ellos moviéndose como un rayo, abrió la puerta y se alejó por el pasillo en dirección a la escalera del hangar.
—¿Descenso de presión?
Wubslin estaba hablando consigo mismo. Se rascó la cabeza, para variar, y contempló la hilera de pantallas que tenía delante con el ceño fruncido.
—¡Kraiklyn! —gritó la voz de Yalson desde los altavoces incrustados en el respaldo de los asientos.
La luz que parpadeaba en la consola indicaba que estaba llamando desde el hangar.
—¿Qué? —preguntó secamente Horza.
—¿Qué infiernos está pasando? —gritó Yalson—. ¡Hemos estado a punto de morir aplastadas! ¡La Minibodega se está quedando sin aire y el ascensor del hangar ha activado todos sus circuitos de emergencia! ¿Qué está pasando?
—Ya te lo explicaré —dijo Horza. Tenía la boca seca y sus entrañas parecían haberse convertido en una masa de hielo—. ¿Gravant sigue estando contigo?
—¡Pues claro que sigue estando conmigo, joder!
—Bien. Quiero que las dos volváis al comedor sin perder ni un momento.
—Kraiklyn… —empezó a decir Yalson, pero fue interrumpida por otra voz que al principio sonó más distante y se aproximó rápidamente al micro.
—¿Cerradas? ¿Cerradas? ¿Por qué están cerradas las puertas del ascensor? ¿Qué está pasando en esta nave? Oiga, ¿puente? ¿Capitán? —Los altavoces incrustados en los asientos emitieron un seco tap-tap y la voz sintetizada siguió hablando—. ¿Por qué se me ponen obstáculos? Quiero salir de esta nave ahora mismo…
—¡Aparta, idiota! —gritó Yalson, y añadió:— Es ese maldito robot otra vez…
—Quiero que tú y Gravant subáis aquí ahora mismo —repitió Horza—. Ahora mismo, ¿entendido? —Desconectó el circuito de comunicaciones con el hangar, se levantó del asiento y puso la mano sobre el hombro de Wubslin—. Ponte el arnés. Ve preparando la nave para volar. Activa todos los sistemas. —Cruzó el umbral. Aviger había salido del comedor y venía por el pasillo hacia el puente. Abrió la boca para decir algo, pero Horza pasó rápidamente junto a él dejándole atrás—. Ahora no, Aviger.
Metió su guante derecho en la cerradura del compartimento donde estaban las armas. El panel se abrió con un chasquido. Horza contempló su interior.
—Sólo quería preguntar…
—¿…qué diablos está pasando?
Horza se encargó de completar la frase por él mientras cogía la pistola aturdidora neurónica más grande que pudo encontrar. Cerró el panel dando un golpe seco y volvió a toda velocidad por el pasillo, atravesó el comedor donde Dorolow se había quedado dormida en un asiento y fue por el pasillo que llevaba a la zona de los camarotes. Activó el arma, puso el control de potencia al máximo y la ocultó detrás de su espalda.
El primero en aparecer fue la unidad. Subió volando por la escalera y empezó a avanzar como un rayo por el pasillo flotando a la altura de los ojos de Horza.
—¡Capitán! No me queda más remedio que protestar enérgicamente por…
Horza abrió una puerta con el pie, agarró a la unidad y la metió dentro del camarote cerrando la puerta de un manotazo. Oyó voces que se aproximaban por la escalera. Puso la mano sobre la manija de la puerta y la sujetó con firmeza. La unidad intentó abrir la puerta, no lo consiguió y empezó a golpear el panel.
—¡Esto es insultante! —gimió su vocecita sintetizada desde el otro lado del panel.
—Kraiklyn —dijo Yalson en cuanto apareció al extremo de la escalera. Horza sonrió y sus dedos se tensaron sobre el arma que seguía manteniendo oculta detrás de su espalda. La unidad volvió a golpear el panel. Horza sintió la vibración en la mano.
—¡Déjeme salir!
—Kraiklyn, ¿qué está pasando? —preguntó Yalson viniendo hacia él por el pasillo.
Balveda ya casi estaba al final de la escalera. Horza vio que llevaba una mochila bastante grande al hombro.
—¡Estoy perdiendo la paciencia y voy a ponerme furioso!
La puerta volvió a vibrar.
Un zumbido muy estridente surgió de la mochila de Balveda seguido por un chisporroteo de estática. Yalson no oyó el zumbido…, que era una alarma. Una parte del cerebro de Horza captó la lejana presencia de Dorolow removiéndose en el comedor a su espalda. El chorro de estática —que era un mensaje o señal de alguna clase altamente comprimido—, hizo que Yalson empezara a volverse hacia Balveda. Horza saltó hacia adelante soltando la manija de la puerta del camarote, alzó la pesada pistola aturdidora y apuntó con ella a Balveda. La mujer de la Cultura ya estaba dejando caer la mochila al suelo, y una de sus manos se movió con una velocidad tan tremenda que ni tan siquiera Horza pudo seguir el movimiento. Los dedos de Balveda rozaron su flanco. Horza hendió el aire pasando por el hueco que había entre Yalson y el mamparo del pasillo y su cuerpo chocó con la mercenaria arrojándola a un lado. Apuntó con la pistola aturdidora al rostro de Balveda y apretó el gatillo. El arma zumbó en su mano mientras seguía volando por los aires y empezaba a caer. Horza intentó mantener el arma apuntada hacia la cabeza de Balveda durante todo el trayecto. Su cuerpo chocó con la cubierta una fracción de segundo antes que el de la agente de la Cultura.
El impacto contra el mamparo había dejado un poco aturdida a Yalson. Horza se pegó lo más posible a la cubierta y observó los pies y las piernas de Balveda durante un segundo. Se incorporó rápidamente. La agente de la Cultura intentaba moverse. Balveda abrió los ojos y su cabellera pelirroja rozó la superficie de la cubierta. Horza volvió a apretar el gatillo de la pistola aturdidora, y lo mantuvo apretado sin apartar el cañón de la cabeza de la mujer. El cuerpo de Balveda se convulsionó incontrolablemente durante un segundo, un hilillo de saliva resbaló por una de las comisuras de su boca y sus músculos acabaron aflojándose. El pañuelo rojo cayó de su cabeza.
—¿Te has vuelto loco? —gritó Yalson.
Horza se volvió hacia ella.
—No se llama Gravant. Se llama Perosteck Balveda, y es una agente de la sección de Circunstancias Especiales de la Cultura. Ése es el eufemismo que utilizan para referirse a su departamento de Inteligencia Militar, por si no lo sabías —dijo Horza.
Yalson había retrocedido hasta la entrada del comedor. Sus ojos estaban llenos de miedo y sus manos intentaban aferrarse al mamparo que había a cada lado de su cuerpo. Horza fue hacia ella. Yalson se encogió sobre sí misma, y Horza se dio cuenta de que estaba preparándose para atacarle. Se detuvo a medio metro de ella, hizo girar la pistola aturdidora en su mano y se la ofreció con la culata por delante.
—Si no me crees lo más probable es que acabemos todos muertos —dijo mientras movía el brazo acercando la pistola unos centímetros más a sus manos. Yalson acabó cogiéndola—. Hablo en serio —le dijo—. Regístrala, puede que lleve armas encima. Después llévala al comedor y átala a un asiento. Asegúrate de sujetarle bien las manos y las piernas. Cuando hayas terminado siéntate donde quieras y ponte el arnés de sujeción. Nos vamos. Ya te lo explicaré luego.
Se dispuso a pasar junto a ella, pero antes de dejarla atrás se dio la vuelta y la miró a los ojos.
—Oh, y dispárale una ráfaga a máxima potencia de vez en cuando para que siga inconsciente. Todas las personas que trabajan para Circunstancias Especiales son muy duras, créeme.
Se dio la vuelta y fue hacia el comedor. Oyó el chasquido del control del arma.
—Kraiklyn —dijo Yalson.
Horza se quedó quieto y se volvió hacia ella. Yalson sostenía el arma con las dos manos a la altura de sus ojos y estaba apuntándole con ella. Horza suspiró y meneó la cabeza.
—No lo hagas —dijo.
—¿Y Horza?
—Está a salvo, Lo juro. Pero si no salimos de aquí ahora mismo morirá. Y si ella recobra el conocimiento… Bueno, eso tampoco sería nada bueno para Horza.
Movió la cabeza señalando a Balveda, quien seguía inmóvil en el suelo detrás de Yalson. Se dio la vuelta y entró en el comedor. Su cabeza y la parte posterior de su cuello esperaban recibir una descarga en cualquier momento, y Horza sintió el cosquilleo nervioso que las recorrió.
Pero no sucedió nada. Dorolow alzó los ojos hacia él.
—¿Qué ha sido todo ese ruido? —le preguntó cuando Horza pasó junto a ella.
—¿Qué ruido? —replicó Horza mientras cruzaba el umbral que llevaba al puente.
Yalson observó la espalda de Kraiklyn alejándose por el comedor. Se volvió hacia Dorolow, le dijo algo y cruzó el umbral del puente. Fue bajando lentamente la pistola aturdidora, acabó dejándola colgar de una mano y la contempló con expresión pensativa.
—Yalson, muchacha, a veces creo que eres excesivamente leal —murmuró.
La puerta del camarote se abrió un par de centímetros y Yalson volvió a alzar el arma.
—¿Puedo salir de aquí o aún no ha pasado el peligro? —preguntó una vocecita sintetizada.
Yalson torció el gesto, acabó de abrir la puerta y contempló a la unidad, que empezó a retroceder lentamente hacia el fondo del camarote.
—Sal de aquí y ayúdame a moverla, montón de engranajes cobardes —dijo señalando con la cabeza hacia un lado.
—¡Despierta!
Horza pateó la pierna de Wubslin antes de volver a instalarse en su asiento. Aviger estaba sentado en el tercer asiento de la cubierta de vuelo contemplando las pantallas y controles con cara de preocupación. Wubslin dio un salto y miró a su alrededor con expresión soñolienta.
—¿Eh? —dijo, y añadió:— Estaba descansando un poco los ojos.
Horza hizo emerger los controles manuales de la Turbulencia en cielo despejado del hueco de la consola que los ocultaba. Aviger le miró con aprensión.
—Esos golpes que le han dado en la cabeza… ¿Fueron muy fuertes? —le preguntó.
Horza le obsequió con una sonrisa helada. Examinó los controles lo más deprisa posible y accionó los interruptores de seguridad de los motores de fusión de la nave. Intentó ponerse en contacto con el control de tráfico. La Minibodega seguía a oscuras. El indicador de presión exterior marcaba cero. Wubslin hablaba consigo mismo mientras iba comprobando los sistemas de la nave.
—Aviger —dijo Horza sin volverse hacia él—, creo que será mejor que te pongas el arnés.
—¿Para qué? —preguntó Aviger en voz baja y mesurada—. No podemos ir a ninguna parte. No podemos movernos. Estamos atrapados aquí hasta que llegue un remolcador y nos saque, ¿verdad?
—Claro que sí —dijo Horza. Ajustó los controles de lectura de los motores de fusión y puso los controles de los soportes de la nave en automático. Se volvió hacia Aviger—. Te diré lo que vamos a hacer… ¿Por qué no vas a buscar la mochila de la nueva recluta? Llévala al hangar y métela en un vactubo.
—¿Qué? —preguntó Aviger. Su ya bastante amigado rostro adquirió nuevos surcos en cuanto frunció el ceño—. Creí que iba a marcharse…
—Iba a marcharse, pero la persona que intenta mantenernos atrapados aquí empezó a evacuar el aire de la Minibodega antes de que pudiera hacerlo. Quiero que cojas su mochila y todo lo que pueda haber dejado por ahí y que lo metas en un vactubo, ¿me has entendido?
Aviger se incorporó lentamente y miró a Horza con cara de preocupación.
—Está bien. —Se dispuso a salir del puente, vaciló y se volvió hacia Horza—. Kraiklyn, ¿por qué he de meter su mochila en un vactubo?
—Porque estoy casi seguro de que ahí dentro hay una bomba de gran potencia, por eso. Y ahora, haz lo que te he dicho.
Aviger asintió y se marchó con cara de estar todavía más preocupado que antes. Horza volvió a concentrar su atención en los controles. Ya casi estaban preparados. Wubslin seguía hablando consigo mismo y no se había puesto el arnés de sujeción, pero parecía estar haciendo su parte de una forma más o menos competente, aunque seguía eructando con frecuencia y se detenía de vez en cuando para rascarse el pecho y la cabeza. Horza sabía que había estado posponiendo el siguiente paso, pero también sabía que debía seguir adelante. Pulsó el botón de identificación.
—Aquí Kraiklyn —dijo, y tosió.
—Identificación completada —respondió el altavoz del monitor inmediatamente.
Horza sintió deseos de gritar o, por lo menos, de hundirse en su asiento con una expresión de alivio en el rostro, pero no tenía tiempo para hacer ninguna de las dos cosas, y Wubslin se habría extrañado bastante. De hecho, hasta el ordenador de la nave podía extrañarse. Algunos ordenadores estaban programados para detectar cualquier señal de alegría o alivio después de que la identificación formal hubiera terminado, por lo que Horza no celebró su victoria y se limitó a ir elevando la temperatura de los motores de fusión.
—¡Capitán! —La unidad entró como un rayo en el puente y se detuvo entre Horza y Wubslin—. Déjeme salir inmediatamente de esta nave para que pueda informar de las irregularidades que se están produciendo a bordo o de lo contrario…
—¿O de lo contrario qué? —le preguntó Horza mientras veía subir la temperatura de los motores de fusión de la Turbulencia en ciclo despejado—. Si crees que puedes salir de la nave, por mí adelante. Aún suponiendo que lo consigas, lo más probable es que esos agentes de la Cultura de ahí fuera te conviertan en átomos…
—¿Agentes de la Cultura? —replicó la máquina con cierto tonillo despectivo—. Capitán, para su información este VGS es un navío civil desmilitarizado que se encuentra bajo el control de las autoridades del Cubo de Vavatch, y se rige por los términos del Tratado de Conducción de la Guerra entre Idir y la Cultura redactado poco después del comienzo de las hostilidades. ¿Cómo…?
—¿Entonces quién ha apagado las luces y ha dejado la bodega sin arre, idiota? —preguntó Horza volviéndose un instante hacia la máquina.
Se volvió hacia la consola, conectó el radar de proa dándole la máxima potencia disponible y empezó a hacer lecturas a través del muro trasero de la Minibodega.
—No lo sé —dijo la unidad—, pero dudo de que haya sido algún agente de la Cultura. ¿Quién o qué cree usted que andan buscando esos supuestos agentes suyos? ¿A usted?
—Puede ser.
Horza echó otro vistazo al holograma que mostraba la estructura interna del VGS. Usó el sistema de aumento durante unos segundos para ver con más claridad lo que rodeaba a la Minibodega 27492 antes de apagar la pantalla repetidora. La unidad guardó silencio unos momentos y empezó a retroceder hacia el umbral.
—Estupendo. Estoy atrapado en una antigualla con un lunático paranoide… Creo que voy a dar una vuelta por ahí para ver si encuentro algún sitio más seguro que éste.
—¡Hazlo! —gritó Horza mientras la unidad se alejaba por el pasillo. Volvió a conectar el circuito de comunicación con el hangar—. ¿Aviger? —preguntó.
—Ya está —dijo la voz de Aviger.
—Bien. Vuelve al comedor lo más deprisa que puedas, siéntate y ponte el arnés.
Horza desconectó el circuito.
—Bueno… —dijo Wubslin, reclinándose en su asiento y rascándose la cabeza mientras contemplaba la hilera de pantallas que tenía delante y el despliegue de diagramas y planos que le ofrecían—. No sé qué pretende hacer, Kraiklyn, pero sea lo que sea nunca estaremos más preparados para conseguirlo de lo que estamos ahora.
El corpulento ingeniero se volvió hacia Horza, apartó la espalda de su asiento y fue colocando las tiras del ames de sujeción sobre su cuerpo. Horza le sonrió intentando dar la impresión de que estaba muy seguro de sí mismo. El arnés de sujeción de su asiento era un poco más sofisticado, y le bastó con pulsar un botón para que los brazos acolchados se colocaran en la posición adecuada y los campos de inercia empezaran a funcionar. Alzó los brazos hacia el casco, lo hizo girar sobre sus bisagras y oyó el silbido indicador de que los sellos se habían cerrado.
—Oh, Dios mío —dijo Wubslin. Su cabeza giró lentamente apartándose de Horza para contemplar la superficie casi impoluta de la pared trasera de la Minibodega que aparecía en la pantalla principal—. Espero que no vaya a hacer lo que creo que va a hacer…
Horza no dijo nada. Pulsó el botón que activaba el circuito del comedor.
—¿Todo bien?
—Más o menos, Kraiklyn, pero… —dijo Yalson.
Horza desconectó el circuito. Se lamió los labios, puso sus manos enguantadas sobre los controles, tragó una honda bocanada de aire y sus pulgares presionaron los botones que activaban los tres motores de fusión de la Turbulencia en cielo despejado.
—Oh, Dios mío, va a… —dijo la voz de Wubslin antes de que el estruendo de los motores la ahogara.
La pantalla emitió un destello de luz blanca, se oscureció y volvió a brillar. Tres chorros de plasma emergieron de la parte inferior de la nave y chocaron contra la pared trasera de la Minibodega saturándola de luz. Un ruido atronador hizo vibrar el puente y reverberó por toda la nave. Los dos motores montados en el exterior del fuselaje proporcionaban el empuje principal. Horza había dirigido su chorro hacia abajo. Los motores escupieron torrentes de fuego que barrieron la cubierta de la Minibodega, dispersando el equipo y la maquinaria que había debajo de la nave y a su alrededor. Las piezas y repuestos chocaron contra las paredes y el techo, y los cegadores ríos de llamas fueron estabilizándose por debajo de la nave. El motor interno del morro —que sólo podía utilizarse en los despegues—, se puso en marcha, acompañado por toses y vacilaciones, pero no tardó en funcionar al máximo de potencia, y las llamas que emitía empezaron a agujerear la delgada capa de material ultradenso que recubría el suelo de la Minibodega. La Turbulencia en cielo despejado se sacudió como un animal que despierta, gimiendo, crujiendo y cambiando levemente de posición igual que si desplazara su peso primero hacia un lado y luego hacia el otro. La pantalla mostró una sombra inmensa moviéndose sobre la pared y el techo. La luz infernal producida por el motor de fusión del morro ardía bajo la nave. Las nubes de gas emitidas por la maquinaria al quemarse estaban empezando a ocultarlo todo. Horza, asombrado, vio que las paredes de la Minibodega seguían en pie. Activó el láser de proa al mismo tiempo que aumentaba la potencia del motor de fusión.
La pantalla se inundó de luz. La pared que había delante de la nave se expandió como el capullo de una flor abriéndose fotograma por fotograma. Pétalos inmensos se extendieron hacia la nave, y un millón de fragmentos metálicos pasaron disparados junto al morro de la Turbulencia en cielo despejado impulsados por la onda expansiva y la corriente de aire originada al otro lado de la pared que el láser había destruido. La Turbulencia en cielo despejado despegó justo en ese instante. Las lecturas indicadoras del peso soportado por las patas se pusieron a cero. Un instante después las patas empezaron a introducirse en el fuselaje. El metal se había puesto al rojo vivo, y los indicadores dejaron de dar lecturas. Los circuitos refrigerantes de emergencia de la parte inferior del fuselaje entraron en acción con un zumbido estridente. La nave empezó a deslizarse hacia un lado. El impulso de los motores y los impactos de los escombros que giraban a su alrededor hicieron temblar su estructura. La nube de gases y fuego que había ante ella se disipó.
Horza estabilizó la nave y activó los motores traseros, desviando parte de su potencia hacia la popa y las puertas de la Minibodega. Una de las pantallas traseras le indicó que estaban empezando a ponerse al rojo blanco. Horza habría preferido ir en esa dirección, pero invertir el chorro de los motores y embestir las puertas con toda la masa de la Turbulencia en cielo despejado habría sido un auténtico suicidio, y dar la vuelta a la nave en un espacio tan reducido era imposible. Seguir hacia adelante ya iba a resultar bastante difícil…
El agujero no era lo bastante grande. Horza vio cómo venía hacia él y lo supo desde el primer momento. Puso un dedo tembloroso sobre el control de difusión del láser incrustado en el semicírculo de los controles, colocó el nivel de dispersión al máximo e hizo un segundo disparo. La pantalla volvió a inundarse de luz y todo el perímetro del agujero desapareció envuelto en un resplandor insoportable. La Turbulencia en cielo despejado metió primero el morro y luego su masa principal en otra Minibodega. Horza contuvo el aliento esperando que algo chocara contra los lados o la parte superior del agujero al rojo blanco, pero no ocurrió nada. La nave siguió adelante sosteniéndose sobre sus tres columnas de fuego, impulsando las olas de luz, fragmentos metálicos, humo y gas ante ellos. Los chorros de oscuridad cayeron sobre los fuselajes de las lanzaderas. La Minibodega por la que avanzaban estaba llena de lanzaderas de todos los tamaños y formas imaginables. La Turbulencia en cielo despejado flotó sobre ellas, destrozándolas y convirtiéndolas en montones de metal fundido con sus chorros de fuego.
Horza era consciente de la presencia de Wubslin. El ingeniero estaba sentado junto a él con los ojos clavados en lo que tenían delante. Había subido las piernas hasta tan arriba que sus rodillas sobresalían por encima de la consola, y tenía los brazos tensos formando una especie de cuadrado sobre su cabeza, con cada puño rodeando el bíceps del otro brazo. Horza se volvió a mirarle. El rostro de Wubslin se había convertido en una máscara de miedo e incredulidad. Horza le sonrió. Wubslin señaló con un dedo tembloroso hacia la pantalla principal.
—¡Cuidado! —gritó para hacerse oír por encima de aquel estruendo ensordecedor.
La Turbulencia en cielo despejado temblaba y se sacudía. El chorro de materia superrecalentada chocaba contra la parte inferior de su fuselaje y hacía oscilar toda la nave. Ahora había aire disponible, y los motores debían estar usando aquella atmósfera para crear plasma. El espacio relativamente reducido de las Minibodegas hacía que las turbulencias producidas fueran lo bastante fuertes para que la nave temblara como si estuviera a punto de desintegrarse.
Había otra pared delante, y se aproximaba mucho más deprisa de lo que le habría gustado a Horza. La nave se había desviado ligeramente del curso fijado. Horza redujo el ángulo de dispersión del láser, disparó y alteró el curso de la nave mientras lo hacía. Los contornos de la pared se iluminaron. El haz del láser se deslizó sobre el suelo y el techo de la Minibodega creando pequeños surtidores de llamas, y docenas de lanzaderas estacionadas ante ellos se encendieron con estallidos de luz y calor.
La pared que tenían delante empezó a desplomarse lentamente hacia atrás, pero la velocidad de la Turbulencia en cielo despejado era mayor que la del desmoronamiento. Horza jadeó e intentó retroceder; oyó aullar a Wubslin una fracción de segundo antes de que el morro de la nave chocara con el centro de la pared, que seguía intacto. El impacto contra el material de la pared hizo que la imagen de la pantalla principal se ladeara. Después el morro bajó bruscamente, la Turbulencia en cielo despejado se estremeció como un animal que se sacude para quitarse el agua del pelaje y una serie de oscilaciones y cabeceos les llevaron al interior de otra Minibodega. Estaba totalmente vacía. Horza dio un poco más de potencia a los motores, disparó un par de veces el láser contra la pared que tenían delante y, asombrado, vio cómo en vez de caer hacia atrás igual que la anterior se precipitaba hacia ellos como si fuese un inmenso puente levadizo de algún castillo. La pared envuelta en llamas cayó sobre la cubierta de la Minibodega vacía. Una montaña de agua envuelta en un furioso torbellino de gases y vapores se deslizó sobre ella y avanzó en una ola inmensa hacia la nave.
Horza se oyó gritar. Puso los motores a plena potencia y tensó el dedo sobre el botón de disparo del láser apretándolo con todas sus fuerzas.
La Turbulencia en cielo despejado salió disparada hacia adelante. Pasó velozmente sobre la cascada de agua y una parte del calor del plasma se estrelló contra la superficie líquida, con lo que todo el espacio de las Minibodegas que su avance había puesto en comunicación se llenó de una niebla burbujeante. El agua siguió invadiendo la Minibodega en la que se encontraban, y la Turbulencia en cielo despejado pasó sobre ella con un gemido estridente mientras la envoltura de aire que rodeaba a la nave se iba llenando de vapor superrecalentado. El indicador de presión externa subía tan deprisa que sus ojos no podían seguir el avance de la aguja. Los disparos del láser hacían que el agua situada ante ellos emitiera todavía más vapor, y la siguiente pared estalló delante de la nave con un trueno que hacía pensar en el fin del mundo. El láser había ido debilitando el material, y éste había acabado cediendo a causa de la presión ejercida por las nubes de vapor. La Turbulencia en cielo despejado emergió del túnel formado por las Minibodegas como un proyectil disparado del arma.
Avanzó rugiendo por un cañón lleno de aire con los motores escupiendo llamas convertida en el centro de una nube de gas y vapores que no tardó en dejar atrás. Estaban flanqueados por muros repletos de puertas que daban a hangares y secciones de alojamiento, iluminando kilómetros enteros de paredes y nubes, aullando con sus tres gargantas repletas de fuego, y daban la impresión de llevar a remolque una especie de maremoto y una nube de gas, humo y vapores que se diría surgida de un volcán. El agua cayó y la ola sólida se convirtió en una masa de espuma entre sólida y líquida que se volvió primero rocío, luego lluvia y finalmente vapor de agua, siguiendo el girar sobre sí mismo de la puerta de la Minibodega, que cayó dando vueltas por el vacío como si fuera un naipe gigantesco. La Turbulencia en cielo despejado empezó a girar sobre su eje, hendiendo el aire con una loca serie de cabeceos y oscilaciones en un intento de detener su loca carrera hacia la distante pared llena de puertas de las Minibodegas en la que terminaba el inmenso desfiladero interno por el que estaban moviéndose. Un instante después sus motores se apagaron, volvieron a encenderse durante un segundo y dejaron de funcionar. La Turbulencia en cielo despejado empezó a caer.
Horza dio más potencia a los circuitos de los controles, pero los motores de fusión se negaron a funcionar. La pantalla le mostró la pared de puertas que daban a otros hangares a un lado, después aire y nubes y, finalmente, la pared de puertas que había al otro lado. Estaban girando sobre su eje. Horza se volvió hacia Wubslin mientras seguía luchando con los controles. El ingeniero estaba contemplando la pantalla principal con ojos vidriosos.
—¡Wubslin! —gritó Horza.
Los motores de fusión seguían sin funcionar.
—¡Aaaah! —Wubslin pareció despertar del aturdimiento en el que le había sumido el hecho de que estuvieran cayendo y hubiesen perdido el control de la nave—. ¡Siga igual que hasta ahora! —gritó—. ¡Intentaré accionar los circuitos de arranque! ¡Los motores deben haberse desconectado por el exceso de presión!
Horza luchó con los controles mientras Wubslin intentaba volver a poner en marcha los motores. Los muros giraron locamente en la pantalla alrededor de la nave, y las nubes que tenían debajo estaban subiendo hacia la Turbulencia en cielo despejado a toda velocidad. Estaban realmente debajo de ellos, toda una capa achatada de nubes. Horza volvió a sacudir los controles.
El motor del morro cobró vida con un chisporroteo frenético e hizo que la nave saliera despedida hacia un lado del acantilado artificial de muros y accesos a los hangares. Horza lo desconectó. Logró controlar el giro usando las superficies de control de la nave en vez de los motores, apuntó el morro hacia abajo y volvió a poner los dedos sobre los botones del láser. Las nubes venían al encuentro de la nave. Horza cerró los ojos y pulsó los botones.
Los fines de la inventiva era tan enorme que estaba construida en tres niveles casi totalmente separados, cada uno de los cuales medía tres kilómetros de profundidad. Los niveles estaban presurizados porque si no lo hubieran estado el diferencial de presión existente entre el fondo y el techo de la nave gigante habría sido tan considerable como el que hay entre el nivel del mar y la cima de una montaña situada en algún punto de la tropopausa. Aun así, la diferencia de presión existente entre la base y el techo de cada nivel era la correspondiente a unos tres mil metros y medio, por lo que hacer desplazamientos rápidos de un nivel a otro mediante un tubo de viaje no resultaba nada aconsejable. El centro hueco de la nave era una especie de inmensa caverna donde los niveles de presión estaban indicados mediante campos de fuerza y no por algún medio material, lo que permitía que los vehículos pudieran pasar de un nivel a otro sin tener que desplazarse al exterior de la nave, y la Turbulencia en cielo despejado estaba cayendo hacia una de esas fronteras indicadas por la presencia de una capa de nubes.
Disparar el láser no sirvió de nada, aunque Horza sólo llegó a saberlo más tarde. El agujero que apareció en el campo de fuerza para dejar pasar a la nave fue obra de un ordenador de Vavatch, que se había encargado del control y vigilancia internos sustituyendo en dicha tarea a las Mentes de la Cultura. El ordenador siguió ese curso de acción guiado por la suposición —errónea—, de que Los fines de la inventiva sufriría menos daños si dejaba caer por su interior a la nave fuera de control que si corría el riesgo de soportar una colisión con su masa.
La Turbulencia en cielo despejado emergió de la capa de aire que había al final de un nivel de presión moviéndose en el centro de un torbellino de aire y nubes, y empezó a abrirse paso por la tenue atmósfera de la parte superior del siguiente nivel temblando y vibrando como si estuviera envuelta en su propio huracán particular. Un vórtice de aire en el que había hilachas de nubes la siguió como una explosión invertida. Horza volvió a abrir los ojos y sintió un inmenso alivio al contemplar el distante suelo del cavernoso interior del VGS y las cifras de las pantallas que mostraban los datos concernientes a los motores de fusión principales. Los números iban haciéndose mayores a cada segundo que pasaba. Activó los motores principales olvidándose del instalado en el morro. Los dos motores principales se pusieron en marcha haciendo que Horza sintiera la presión de los campos restrictores y la fuerza que intentaba aplastarle contra el respaldo de su asiento. Fue alzando el morro de la nave, y vio como el suelo que tenían debajo iba desapareciendo para ser sustituido por otra pared repleta de accesos a los hangares y bodegas. Las puertas eran mucho más grandes que las de las Minibodegas del nivel que acababan de abandonar, y los escasos fuselajes que pudo ver saliendo o emergiendo de los interiores iluminados de aquellos inmensos compartimentos eran tan grandes que sólo podían pertenecer a naves estelares.
Horza observó la pantalla mientras pilotaba la Turbulencia en cielo despejado exactamente igual que si fuera un vehículo aéreo. Estaban avanzando a toda velocidad por un gigantesco pasillo que debía tener un kilómetro de anchura, con la capa de nubes colgando a unos quinientos metros por encima de ellos. Las naves estelares se movían lentamente por el mismo espacio que ellos, algunas impulsadas por sus campos antigravitatorios, la mayoría por los campos de los remolcadores ligeros. Todo se desplazaba muy despacio y sin hacer ningún ruido.
Lo único que turbaba la calma del interior de aquella nave descomunal era la Turbulencia en cielo despejado y el aullido con que hendía la atmósfera, suspendida sobre dos espadas gemelas de llamas que emergían de las cámaras de plasma al rojo blanco. Otro acantilado repleto de puertas enormes apareció ante ellos. Horza se volvió hacia la pantalla principal e hizo girar la Turbulencia en cielo despejado, trazando una prolongada curva hacia la izquierda, e inclinó levemente el morro para enfilar por un nuevo cañón todavía más ancho que el anterior. El muro de puertas y accesos se inclinó hacia ellos cuando Horza manipuló los controles para que el giro de la nave se volviera todavía más pronunciado. Horza miró hacia adelante y pudo ver lo que parecía una nube de insectos: centenares de puntitos negros suspendidos en el aire.
Muy por detrás de ellos, puede que a cinco o seis kilómetros de distancia, había un kilómetro cuadrado de negrura ribeteado por una tira de luz blanca no muy intensa que se encendía y se apagaba. La tira de luz indicaba la salida de Los fines de la inventiva. La distancia que les separaba de aquel cuadrado podía recorrerse en línea recta.
Horza suspiró y sintió cómo todo su cuerpo se relajaba. A menos que fuesen interceptados, lo habían conseguido… Si tenían un poquito de suerte incluso era posible que lograran alejarse del Orbital. Dio un poco más de potencia a los motores y dirigió la nave hacia el cuadrado negro como la tinta que se recortaba ante ellos.
Wubslin se inclinó bruscamente hacia adelante luchando contra el tirón de la aceleración y pulsó algunos botones. Su pantalla repetidora incrustada en la consola aumentó la parte central de la pantalla principal mostrando lo que tenían delante.
—¡Son personas! —gritó.
Horza le miró frunciendo el ceño.
—¿Qué?
—¡Personas! ¡Esos puntitos son personas! ¡Deben llevar arneses antigravitatorios! ¡Vamos a pasar justo por entre ellas!
Horza echó un rápido vistazo a la pantalla repetidora de Wubslin. Era cierto. La nube negra que ocupaba casi toda la pantalla estaba compuesta de seres humanos que revoloteaban lentamente de un lado para otro. Algunos llevaban trajes espaciales, otros ropas corrientes. Horza vio que había miles de ellos a menos de un kilómetro de distancia, y se estaban acercando rápidamente. Wubslin seguía sin apartar los ojos de la pantalla y había empezado a mover la mano frenéticamente.
—¡Apartaos! ¡Salid de enmedio! —les gritaba.
Horza no logró ver ninguna forma de esquivar a la masa de seres humanos voladores. No podían dar un rodeo, y no podían pasar por encima ni por debajo de ella. No sabía si estaban practicando algún extraño juego aereo o si sólo estaban divirtiéndose, pero eran demasiados, estaban demasiado cerca y se encontraban demasiado dispersos.
—¡Mierda! —gritó.
Se preparó para desconectar los motores de plasma antes de que la Turbulencia en cielo despejado atravesara la nube de seres humanos. Con un poco de suerte quizá la hubieran dejado atrás antes de que se viera obligado a conectarlos de nuevo, y eso impediría que incinerasen a tantas personas.
—¡No! —gritó Wubslin.
Se quitó el arnés de sujeción, saltó sobre Horza e intentó agarrar los controles. Horza trató de apartar al corpulento ingeniero, pero no lo consiguió. Wubslin le arrancó los controles de las manos y la imagen de la pantalla principal giró locamente sobre sí misma. El morro de la nave se alejó del cuadrado negro de la salida del VGS y la inmensa nube de humanos voladores para apuntar hacia el acantilado de entradas brillantemente iluminadas que daban acceso a los hangares principales. El brazo de Horza se estrelló contra la cabeza de Wubslin y el ingeniero cayó al suelo aturdido. Horza recuperó los controles apartando los fláccidos dedos de Wubslin, pero ya era demasiado tarde para virar. Horza detuvo el giro de la nave y enfiló el morro lo mejor que pudo. La Turbulencia en cielo despejado salió disparada hacia el acceso de un hangar principal; cruzó velozmente el umbral y pasó sobre el esqueleto de una nave estelar que estaba siendo reconstruida. Los motores de la Turbulencia en cielo despejado provocaron incendios, chamuscaron cabelleras y ropas y cegaron todos los ojos que carecían de protección.
Horza miró por el rabillo del ojo y vio a Wubslin yaciendo inconsciente en el suelo. Su cuerpo se movía lentamente de un lado para otro mientras la Turbulencia en cielo despejado recorría el medio kilómetro de longitud del hangar. Las puertas que daban al hangar contiguo estaban abiertas, así como las del siguiente y el otro. Estaban volando por un túnel de dos kilómetros de longitud, deslizándose sobre las instalaciones de atraque y reparaciones de uno de los armadores que habían abandonado Evanauth. Horza no tenía ni la más mínima idea de con qué iba a encontrarse al otro extremo, pero se dio cuenta de que antes de llegar allí tendrían que pasar por encima de una enorme nave espacial que ocupaba casi la totalidad del tercer hangar. Horza cambió el vector de los chorros de fusión hacia adelante, reduciendo la velocidad de la nave. Haces gemelos de fuego ardieron a cada lado de la pantalla principal en cuanto la energía de fusión salió disparada hacia el morro. El cuerpo de Wubslin resbaló sobre el suelo del puente y acabó quedando atrapado entre la consola y su asiento. Horza levantó la proa de la Turbulencia en cielo despejado en cuanto vio acercarse el morro romo y achatado de la nave espacial que ocupaba el hangar.
La Turbulencia en cielo despejado salió disparada hacia el techo del hangar principal, pasó velozmente por entre éste y la parte superior de la nave, bajó bruscamente nada más llegar al otro lado y, aunque seguía frenando, recorrió el último trecho del hangar y entró en otro pasillo vacío. El pasillo era demasiado angosto. Horza volvió a bajar el mono, vio acercarse el suelo y disparó los láseres. La Turbulencia en cielo despejado se abrió paso por entre una nube de fragmentos metálicos al rojo vivo. Los golpes y sacudidas hicieron que el cuerpo de Wubslin emergiera de debajo de la consola y resbalara hacia la parte trasera del puente.
Al principio Horza creyó que por fin estaban fuera, pero no era así. Acababan de entrar en lo que la Cultura llamaba un hangar General.
La Turbulencia en cielo despejado siguió bajando durante unos segundos y volvió a nivelarse. Se encontraban en un espacio que parecía aún más grande que el interior principal del VGS. Estaban volando por el hangar donde se encontraba el Megabarco, el mismo Megabarco que Horza había visto pocas horas antes en una pantalla siendo izado de las aguas por un centenar de viejos remolcadores de la Cultura.
Horza disponía de tiempo para mirar a su alrededor. Había montones de espacio y tiempo más que suficiente para contemplarlo. El Megabarco yacía en el suelo de aquel hangar gigantesco como si fuera una pequeña ciudad sostenida por una inmensa losa metálica. La Turbulencia en cielo despejado pasó sobre la popa del Megabarco, dejó atrás túneles repletos de hélices que medían decenas de metros, se deslizó junto al primer atracadero de la popa —donde las embarcaciones de recreo esperaban el regreso al mar—, pasó sobre las torres y pináculos de la superestructura y se fue aproximando a las proas. Horza miró hacia adelante. Las puertas —si es que eran eso—, del hangar General estaban a dos kilómetros de distancia. Debían tener dos kilómetros de altura, y como el doble de longitud. Horza se encogió de hombros y volvió a preparar el láser. Se dio cuenta de que todo aquello empezaba a resultarle casi aburrido, como si fuese una especie de rutina. «Qué diablos…», pensó.
Los láseres agujerearon el muro que tenían delante y fueron abriendo un orificio de contornos cada vez mayores. Horza dirigió la nave hacia él. Un vórtice de aire estaba empezando a formarse alrededor del agujero. La Turbulencia en cielo despejado se aproximó a él y se vio atrapada por un pequeño ciclón horizontal de aire que la hizo oscilar. Unos instantes después estaban en el espacio.
La nave emergió del Vehículo General de Sistemas envuelta en una burbuja de aire y cristales de hielo que se dispersaron rápidamente, y avanzó por el vacío y la oscuridad tachonada de estrellas que Horza tanto anhelaba ver. Un campo de fuerza se deslizó sobre el agujero que los láseres habían perforado en las puertas del hangar General. Horza sintió cómo los motores de plasma empezaban a fallar al desaparecer su suministro de aire exterior y volvían a funcionar normalmente gracias al aire contenido en los tanques de la nave. Se disponía a desconectarlos y pasar al procedimiento de activación de las unidades de campo de la nave cuando los altavoces de su asiento emitieron un chisporroteo.
—Aquí la policía del puerto de Evanauth. Está bien, hijo de puta, sigue tu curso actual y empieza a reducir la velocidad ahora mismo. Policía del puerto de Evanauth a nave en situación irregular: deténgase ahora mismo. Un…
Horza tiró de los controles y la Turbulencia en cielo despejado trazó un inmenso arco acelerando sobre la popa del VGS, dejando atrás el kilómetro cuadrado de salida hacia la que se habían dirigido antes. Wubslin había empezado a gemir. El cuerpo del ingeniero resbaló por todo el interior del puente golpeándose contra el equipo mientras la Turbulencia en cielo despejado levantaba el morro para dirigirse hacia el laberinto de muelles y grúas abandonadas que era el puerto de Evanauth. La nave seguía girando lentamente a causa del impulso que le había dado el vórtice de aire que escapó del hangar General. Horza no detuvo la rotación hasta no estar muy cerca del punto álgido de su trayectoria. Las instalaciones del puerto se aproximaron a toda velocidad y empezaron a pasar rápidamente debajo de ellos en cuanto estabilizó el rumbo.
—¡Nave en situación irregular! ¡Es el último aviso! —rugieron los altavoces—. ¡Deténgase ahora mismo o la haremos volar en pedazos! Dios, va hacia…
La transmisión se interrumpió. Horza sonrió para sí mismo. Sí, se dirigía hacia el hueco que había entre la parte inferior del puerto y el techo del VGS. La Turbulencia en cielo despejado atravesó los espacios existentes entre las conexiones de los tubos de viaje, pozos de ascensor, grúas portuarias, áreas de tránsito, lanzaderas que se aproximaban al Orbital y torres metálicas. Horza guió la nave por el laberinto con los motores de fusión escupiendo llamas a su máxima potencia, y la Turbulencia en cielo despejado recorrió los escasos centenares de espacio abarrotado que había entre el Orbital y el Vehículo General de Sistemas. El radar de popa captó los ecos que les seguían y emitió un leve ping.
Las dos torres suspendidas debajo del Orbital como dos rascacielos invertidos por entre las que Horza tenía intención de pasar se cubrieron de luces y dejaron escapar un montón de objetos minúsculos. Horza se encogió en su asiento y la nave atravesó el espacio que separaba las dos nubes de objetos girando sobre su eje como si fuera un sacacorchos enloquecido.
—Hemos apuntado por encima de la popa —chisporrotearon los altavoces—. Los siguientes te abrasarán el culo, piloto de carreras.
La Turbulencia en cielo despejado empezó a sobrevolar la llanura de material gris mate donde se iniciaba el morro del VGS. Horza hizo girar la nave sobre su eje, bajó la proa y fue siguiendo la curvatura del inmenso vehículo. La señal enviada por el radar de popa se desvaneció durante unos segundos y reapareció.
Horza volvió a hacer que la nave girara sobre su eje. Wubslin se vio arrojado contra el techo del puente y quedó pegado a él, moviendo débilmente los brazos y las piernas como si fuera una mosca mientras Horza guiaba la Turbulencia en cielo despejado sobre una sección de un aro exterior.
La nave estaba alejándose de la zona portuaria del Orbital y la inmensa masa del VGS, dirigiéndose hacia el espacio. Horza recordó el equipo que llevaba Balveda y se inclinó sobre la consola cerrando el circuito del vactubo desde allí. Una pantalla le indicó que todos los vactubos habían girado. La pantalla trasera mostró algo ardiendo en el interior de los chorros gemelos de fuego plasmático. El radar trasero seguía haciendo ping con tozuda insistencia.
—¡Adiós, idiota! —dijo la voz que brotaba del respaldo de su asiento.
Horza viró a un lado.
La pantalla trasera se puso primero blanca y luego negra. La pantalla principal se llenó de colores y líneas de estática. Los altavoces del casco de Horza y los incrustados en el asiento emitieron un aullido. Todos los instrumentos de la consola parpadearon o dejaron de dar lecturas durante unos segundos.
Horza creyó por un momento que les habían alcanzado, pero los motores seguían funcionando, la pantalla principal estaba empezando a despejarse y el resto de instrumentos también se estaban recuperando. Los medidores de radiadores se encendían y apagaban con un zumbido estridente. La pantalla trasera seguía sin mostrar imagen. Un monitor de daños indicó que una considerable dosis de radiación había dejado fuera de servicio a los sensores.
El radar trasero volvió a funcionar pero ya no hacía ping. Horza empezó a comprender lo ocurrido. Echó la cabeza hacia atrás y se rió.
Ahora estaba seguro de que la mochila de Balveda contenía una bomba. En cuanto a si había estallado al verse atrapada en el chorro de plasma de la Turbulencia en cielo despejado o porque alguien —la misma persona que había intentando atraparles dentro del VGS—, la había hecho detonar mediante control remoto en cuanto la Turbulencia en cielo despejado estuvo lo bastante lejos del VGS para que la detonación no causara demasiados daños, Horza no tenía forma alguna de saberlo. No importaba. La explosión parecía haber pillado de lleno a las naves de la policía que les perseguían.
Horza alteró el curso de la Turbulencia en cielo despejado, alejándola cada vez más del gran círculo brillantemente iluminado que era el Orbital y, sin dejar de reír estruendosamente, la dirigió hacia las estrellas mientras iba preparando las unidades de campo para que sustituyeran a los motores de fusión. Wubslin, que volvía a estar en la cubierta con una pierna atrapada en su propio asiento, gemía débilmente.
—Mamá —murmuró—. Mamá, dime que sólo es un sueño…
Horza rió aún más fuerte.
—Lunático —jadeó Yalson meneando la cabeza. Estaba contemplándole con los ojos desorbitados—. Nunca te había visto cometer una locura mayor. Estás loco, Kraiklyn. Me voy. Dimito con efecto inmediato… ¡Mierda! Ojalá me hubiera ido con Jandraligeli cuando decidió unirse a Ghalssel… Puedes dejarme en el primer sitio al que lleguemos.
Horza se reclinó cansadamente en el asiento que ocupaba la cabecera de la mesa del comedor. Yalson estaba sentada al otro extremo, debajo del monitor sintonizado con la pantalla principal del puente. La Turbulencia en cielo despejado llevaba dos horas de viaje alejándose de Vavatch al máximo de velocidad que podían proporcionarle sus unidades de campo. La destrucción de las naves de la policía parecía haber puesto fin a todo intento de persecución, y la Turbulencia en cielo despejado se iba aproximando gradualmente al curso fijado por Horza, adentrándose en la zona de guerra con el Acantilado Resplandeciente y el Mundo de Schar como objetivo final.
Dorolow y Aviger —aún visiblemente afectados—, estaban sentados a un lado de Yalson. Tanto la mujer como el anciano contemplaban a Horza con la misma expresión que habrían puesto si éste les apuntara con un arma. Tenían la boca abierta y los ojos algo vidriosos. Al otro lado de Yalson la fláccida silueta de Perosteck Balveda se inclinaba hacia adelante con la cabeza gacha. El arnés de sujeción impedía que su cuerpo resbalara por el asiento y cayera al suelo.
El comedor se hallaba en un estado caótico. La Turbulencia en cielo despejado no había estado preparada para todas aquellas maniobras tan violentas, y todo estaba sin sujetar o asegurar. Platos y recipientes, un par de zapatos, un guante, algunas cintas medio desenrolladas, carretes y objetos diversos yacían esparcidos sobre el suelo del comedor. Yalson había chocado o sido golpeada por algo, y un hilillo de sangre se había secado sobre su frente. Durante las últimas dos horas Horza no había dejado que nadie se moviera salvo para una breve visita a los lavabos. Usó el sistema de megafonía de la Turbulencia en cielo despejado para decirle a todo el mundo que se quedara donde estuviese mientras la nave se alejaba de Vavatch siguiendo un curso errático y lleno de giros. Mantuvo los motores de plasma y los láseres preparados, pero nadie intentó perseguirles. Horza suponía que se encontraban a salvo, y ahora estaban lo bastante lejos de Vavatch para ir en línea recta hacia su objetivo.
Dejó a Wubslin en el puente para que se ocupara lo mejor posible de los maltrechos sistemas de la Turbulencia en cielo despejado que había sometido a abusos tan salvajes en las últimas horas. El ingeniero se disculpó por haber intentado quitarle los controles y se mostró muy sumiso. No le miró a los ojos en ningún momento, y se apresuró a recoger los objetos que se habían soltado de sus soportes e intentó meter los cables sueltos dentro de la consola. Horza le dijo que había estado a punto de matarles a todos pero, por otra parte, él también había estado a punto de acabar con la nave, por lo que y sin que sirviera de precedente, creía que sería mejor olvidarlo todo. Habían logrado escapar sanos y salvos, y eso era lo importante. Wubslin asintió y dijo que no sabía cómo lo habían conseguido. No podía creer que la nave siguiera prácticamente intacta. Wublin sí había sufrido daños. Tenía morados por todas partes.
—Me temo que nuestra primera parada es un sitio más bien lúgubre y muy poco poblado —dijo Horza volviéndose hacia Yalson en cuanto se hubo reclinado en el asiento y hubo apoyado los pies sobre la mesa—. No estoy muy seguro de que quieras que te dejemos allí.
Yalson dejó la pesada pistola aturdidora sobre la superficie de la mesa.
—¿Y adonde diablos vamos? ¿Qué está pasando, Kraiklyn? ¿Qué ocurrió exactamente a bordo del VGS? ¿Qué está haciendo ella aquí? ¿Qué hace la Cultura metida en esto?
Yalson señaló con la cabeza a Balveda antes de finalizar su discurso, y cuando se calló esperando una respuesta, Horza seguía contemplando a la agente de la Cultura, quien continuaba inconsciente. Aviger y Dorolow también le estaban mirando con expresión expectante.
La pequeña unidad emergió del pasillo que llevaba a la zona de camarotes antes de que pudiera responder. Entró flotando a través del umbral, contempló el comedor y acabó posándose en el centro de la mesa.
—¿He oído decir algo de que ha llegado el momento de las explicaciones? —preguntó con su parte delantera apuntando hacia Horza.
Horza apartó los ojos de Balveda. Miró primero a Aviger y Dorolow y luego a Yalson y la unidad.
—Bueno, supongo que tanto da… Nos dirigimos hacia un lugar llamado el Mundo de Schar. Es un Planeta de los Muertos.
Yalson puso cara de perplejidad.
—He oído hablar de esos planetas. Pero no nos dejarán llegar hasta allí.
—Esto empeora a cada segundo —dijo la unidad—. Capitán Kraiklyn, si estuviera en su lugar invertiría el curso, volvería a Los fines de la inventiva y me entregaría a las fuerzas del orden. Estoy seguro de que se le proporcionará un juicio justo e imparcial.
Horza no le hizo ningún caso. Suspiró, recorrió el comedor con los ojos, estiró las piernas y bostezó.
—Siento que os hayáis visto embarcados en esto, puede que contra vuestra voluntad, pero he de ir allí y no puedo permitirme el parar en ningún sitio para desembarcaros. Tendréis que venir conmigo.
—Oh, ¿de veras? —preguntó la pequeña unidad.
—Sí —dijo Horza mirándole fijamente—, me temo que sí.
—Pero si ni tan siquiera podremos acercarnos al planeta —protestó Aviger—. No dejan pasar a nadie. Hay alguna especie de zona a su alrededor que no permite el paso de las naves.
—Ya nos preocuparemos de eso cuando lleguemos allí.
Horza sonrió.
—No estás respondiendo a mis preguntas —dijo Yalson. Se volvió hacia Balveda y bajó los ojos hacia la pistola que había dejado encima de la mesa—. He estado soltándole descargas a esta pobre hija de puta cada vez que movía un párpado, y quiero saber por qué he estado haciéndolo.
—Explicarlo todo requeriría bastante tiempo, pero intentaré resumirlo. En el Mundo de Schar hay algo de lo que tanto la Cultura como los idiranos quieren apoderarse. Tengo un…, un contrato, una comisión de los idiranos para ir allí y encontrar ese algo.
—Está paranoico —dijo la unidad con voz cargada de incredulidad. Despegó de la mesa y se volvió hacia los demás—. ¡Es un verdadero lunático!
—¿Los idiranos nos han…, te han contratado para que les consigas algo que desean?
La voz de Yalson no podía estar más llena de incredulidad. Horza la miró y sonrió.
—¿Pretendes hacernos creer que esta mujer fue enviada por la Cultura para unirse a nosotros, para infiltrarse en…? —preguntó Dorolow señalando a Balveda—. ¿Hablas en serio?
—Hablo totalmente en serio. Balveda estaba buscándome, y también buscaba a Horza Gobuchul. Quería llegar al Mundo de Schar o impedir que nosotros llegáramos allí. —Horza se volvió hacia Aviger—. Por cierto, dentro de su mochila había una bomba. Estalló unos segundos después de que la expulsara del tubo, y la detonación destruyó las naves de la policía. Todos hemos recibido una cierta dosis de radiación, pero no es nada letal.
—¿Y Horza? —preguntó Yalson mirándole con cara de pocos amigos—. ¿Era sólo un truco, o es cierto que le viste?
—Está vivo, Yalson, y no corre más peligro que nosotros.
Wubslin cruzó el umbral que llevaba al puente. Seguía poniendo cara de querer pedir disculpas por lo ocurrido. Saludó a Horza con un gesto de cabeza y se sentó.
—Todo va bien, Kraiklyn.
—Estupendo —dijo Horza—. Estaba explicándoles que vamos al Mundo de Schar.
—Oh —dijo Wubslin—. Sí, claro.
Se volvió hacia los demás y se encogió de hombros.
—Kraiklyn —dijo Yalson inclinándose hacia adelante y clavando los ojos en el rostro de Horza—, hace muy poco tiempo has estado a punto de conseguir matarnos a todos no sé cuántas veces. Es muy probable que mataras a bastantes personas durante esas…, esas acrobacias en interiores. Has conseguido que tengamos una agente secreta de la Cultura a bordo. Estás secuestrándonos o poco menos para llevarnos a un planeta en el que ni tan siquiera se nos permitirá poner el pie, situado en pleno centro de una zona de guerra, para buscar algo que ambos bandos desean lo suficiente como para… Bueno, si los idiranos han decidido contratar un grupo bastante diezmado de mercenarios de segunda clase deben estar realmente desesperados; y si es cierto que la Cultura se encontraba detrás de ese intento de retenernos en la bodega y si está dispuesta a correr el riesgo de violar la neutralidad de Los fines de la inventiva y quebrantar algunas de sus preciosas reglas de guerra…, sí, supongo que deben estar realmente cagados de miedo.
»Quizá creas saber muy bien lo que está ocurriendo y quizá creas que vale la pena correr el riesgo, pero yo no, y esta sensación de que me ocultas cosas no me hace ninguna gracia. Tu historial de los últimos tiempos ha sido francamente desastroso, seamos sinceros. Arriesga tu propia vida si quieres, pero no tienes ningún derecho a arriesgar las nuestras. Ya no… Puede que no todos queramos trabajar para los idiranos, pero aun suponiendo que los prefiriésemos a la Cultura, no nos unimos a esta Compañía Libre para empezar a luchar en pleno centro de la guerra. Mierda, Kraiklyn, no estamos ni…, ni equipados ni lo bastante bien entrenados para enfrentarnos a esa clase de tipos.
—Ya lo sé —dijo Horza—, pero no deberíamos encontramos con ninguna fuerza de combate. La Barrera del Silencio que rodea al Mundo de Schar tiene una extensión tan grande que es imposible mantener vigilado todo su perímetro. Nos acercaremos desde una dirección escogida al azar, y para cuando nos hayan localizado tengan la clase de nave que tengan no podrán hacer nada al respecto. Ni una Flota de Combate Principal podría impedirnos que llegáramos hasta allí… Cuando nos marchemos ocurrirá lo mismo.
—Lo que estás intentando decir es que entrar será fácil y salir será fácil, ¿no? —replicó Yalson reclinándose en su asiento.
—Puede que sí.
Horza se rió.
—Eh —dijo Wubslin de repente contemplando la pantalla de la terminal que acababa de sacarse del bolsillo—. ¡Ya casi es la hora!
Se puso en pie y desapareció por el umbral que llevaba al puente. Unos segundos después la imagen de la pantalla del comedor fue desplazándose lentamente hasta mostrar Vavatch. El gran Orbital flotaba en el espacio, oscuro y brillante, lleno de noche y día, azul, blanco y negro. Todos alzaron los ojos hacia la pantalla.
Wubslin volvió a entrar en el comedor y se sentó. Horza estaba muy cansado. Su cuerpo quería descanso en dosis abundantes. Su cerebro seguía zumbando a causa de la concentración y la cantidad de adrenalina que había necesitado segregar para pilotar la Turbulencia en cielo despejado a través de Los fines de la inventiva hasta salir al espacio, pero aún no podía permitirse el lujo de descansar. No estaba muy seguro de qué hacer. ¿Debía decirles quién era? ¿Debía contarles la verdad, explicarles que era un Cambiante y que había matado a Kraiklyn? ¿Hasta dónde llegaba la lealtad de cualquiera de ellos a un líder cuya muerte aún ignoraban? Yalson quizá fuese la más leal a Kraiklyn; pero seguramente le alegraría saber que Horza estaba vivo… Aun así, era quien había dicho que quizá no todos estaban de parte de los idiranos.., Antes nunca había dado ninguna muestra de que simpatizase con la Cultura, pero quizá había cambiado de opinión durante el tiempo que Horza estuvo fuera de la nave.
Incluso podía invertir el Cambio. Tenían por delante un viaje tan largo que dispondría del tiempo suficiente para alterar las fidelidades del ordenador de la Turbulencia en cielo despejado, y puede que Wubslin estuviera dispuesto a ayudarle. Pero, ¿debía decírselo…, debía revelarles la verdad? Y también estaba Balveda. ¿Qué iba a hacer con ella? Había pensado que quizá pudiera usarla para hacer un trato con la Cultura, pero todo apuntaba a que habían logrado escapar y la siguiente parada era el Mundo de Schar, donde Balveda sería un estorbo en el mejor de los casos. Tendría que matarla ahora mismo, pero sabía que eso quizá no le gustara demasiado a los demás, sobre todo a Yalson; y aunque no le gustara admitirlo también sabía que matar a la agente de la Cultura le resultaría bastante doloroso. Eran enemigos, ambos habían estado muy cerca de morir y ninguno de los dos había hecho nada —o muy poco—, para salvar a su contrincante, pero matarla a sangre fría…, sería muy difícil.
O quizá sólo quería fingir que le resultaría muy difícil. Quizá sería lo más sencillo del mundo, y la clase de incómoda camaradería que surgía de estar haciendo el mismo trabajo aunque en bandos distintos no fuera más que una mentira. Horza se volvió hacia Yalson y abrió la boca para ordenarle que volviera a disparar una ráfaga aturdidora contra la agente de la Cultura.
—Ahora —dijo Wubslin.
Y el Orbital Vavatch empezó a desintegrarse.
La imagen visible en la pantalla del comedor era una versión hiperespacial compensada, por lo que aun estando fuera del sistema de Vavatch podían ir viendo todo lo que ocurría en una secuencia muy aproximada al tiempo real. El Vehículo General de Sistemas invisible y anónimo todavía militarizado al máximo que se encontraba en algún lugar cercano al sistema planetario de Vavatch dio comienzo al bombardeo justo en el momento anunciado. Horza estaba casi seguro de que debía ser un VGS de la clase Océano, el mismo que había enviado el mensaje que todos habían observado hacía unos días en la pantalla del comedor cuando se aproximaban a Vavatch. La nave de combate debía de ser mucho más pequeña que Los fines de la inventiva, un VGS que ya había quedado anticuado para todo efecto práctico. Una clase Océano cabría en cualquiera de los hangares Generales de Los fines de la inventiva, pero a diferencia de su hermana mayor —que debía estar a una hora de distancia del Orbital—, no iba llena de gente. La clase Océano debía estar repleta de armamento y navíos de combate.
El fuego de rejilla alcanzó al Orbital. Horza vio como la pantalla se encendía de repente. Toda su superficie emitió un destello cegador, pero la claridad sólo duró el tiempo que necesitaron los sensores para enfrentarse al repentino aumento de intensidad luminosa y compensarlo. Horza había creído que la Cultura se limitaría a esparcir el fuego de rejilla sobre toda la masa del Orbital y que dispersaría los restos con la AMC, pero el procedimiento seguido fue distinto. Un delgado haz de cegadora luz blanca atravesó el lado diurno del Orbital. El estilete llameante de aniquilación silenciosa fue rodeado inmediatamente por la algo más deslustrada pero aún perfectamente blanca capa de nubes. Ese haz luminoso era parte de la rejilla, la matriz de energía pura oculta bajo la materia del universo visible que separaba este cosmos del universo antimaterial ligeramente más joven y más pequeño que se encontraba oculto debajo de él. La Cultura, al igual que los idiranos, estaba en condiciones de controlar una parte de aquel impresionante poder, al menos lo suficiente para utilizarlo como arma destructiva. Un haz de esa energía sacado de la nada y superpuesto al universo tridimensional acababa de aparecer ante sus ojos. El haz atravesó el Orbital haciendo hervir el Mar Circular, derritiendo los dos mil kilómetros de pared transparente y aniquilando el material de base sin desviarse ni un centímetro a lo largo de los treinta y cinco mil kilómetros de su trayectoria.
El aro de catorce millones de kilómetros que era Vavatch estaba empezando a perder su curvatura. La cadena había sido cortada.
Ahora ya no quedaba nada que pudiera mantener unida la estructura. Su rotación, la fuente tanto de su ciclo diurno-nocturno como de su gravedad artificial, se había convertido en la fuerza que estaba destrozándola. Vavatch empezó a estirarse por el espacio a ciento treinta kilómetros por segundo como un resorte que deja de estar sometido a tensión.
El lívido haz de fuego volvió a aparecer una vez, y otra, y otra, moviéndose metódicamente a lo largo del Orbital desde el punto perforado por el primer impacto. El Orbital fue cortado limpiamente en cuadrados de treinta y cinco mil kilómetros de lado. Cada uno de esos cuadrados contenía un bocadillo hecho con trillones de toneladas del material ultradenso de base, agua, tierra y aire.
Vavatch estaba volviéndose de color blanco. El fuego de rejilla empezó convirtiendo el agua en una frontera de nubes; después el aire que escapaba de cada cuadrado inmenso como la humareda del estiércol que sale de un establo fue convirtiendo su carga de vapor de agua en hielo. El océano ya no estaba contenido por la rotación y empezó a cambiar de posición, derramándose con infinita lentitud por los dos bordes de cada lámina del material que había servido de base a Vavatch. Después se transformó en hielo y fue alejándose en lentos giros por el espacio.
El haz de fuego empezó a moverse en la dirección contraria al giro diseccionando con infinita precisión las secciones del Orbital que seguían conservando la curvatura y continuaban girando mediante sus repentinos y letales destellos de luz, una luz que no pertenecía a la textura normal de la realidad.
Horza recordó lo que había dicho Jandraligeli cuando Lenipobra se entusiasmaba pensando en la destrucción del Orbital.
«El armamento del fin del universo», había dicho el mondlidiciano. Horza observó la pantalla y comprendió perfectamente a qué se refería con esas palabras.
Todo estaba desapareciendo. Todo, absolutamente todo. El Olmedreca, el iceberg en forma de meseta con el que había chocado, los restos de la lanzadera de la Turbulencia en cielo despejado, el cuerpo de Mipp, el de Lenipobra, lo que quedara de los cuerpos de Fwi-Song y del Señor Primero…, los Devoradores que siguieran con vida si es que no habían sido rescatados o si habían rechazado el serlo…, la arena del auditorio donde se había jugado la partida de Daño, los muelles y el cadáver de Kraiklyn, el aerodeslizador…, animales y peces, pájaros, gérmenes, todo. Todo ardía o se congelaba en una fracción de segundo repentinamente desprovisto de peso para alejarse girando por el espacio, muriendo y perdiéndose en el infinito.
El implacable haz de fuego terminó su circuito del Orbital volviendo casi al mismo punto donde había empezado el trayecto. El Orbital se había convertido en un conjunto de cuadrados blancos que se iban distanciando lentamente unos de otros para dirigirse hacia las estrellas. Las cuatrocientas losas de tierra, material de base y agua en rápido proceso de congelación empezaron a seguir trayectorias angulares situadas por encima o por debajo del plano formado por los planetas del sistema, como si ellas mismas fuesen pequeños mundos achatados en forma de cuadrado.
Vavatch conoció su breve momento de gracia y murió en un solitario esplendor de fuego. Un instante después la oscuridad de su centro se vio iluminada por una estrella llameante. El Cubo acababa de sufrir el impacto de la misma energía terrible que había destrozado el mundo al cual servía de centro.
Vavatch empezó a arder como si fuese un blanco de tiro.
Horza creía que la Cultura se conformaría con eso, pero la pantalla volvió a encenderse. Cada naipe achatado y el Cubo que habían formado la estructura del Orbital emitió una gélida oleada de brillantez parpadeante, como si un millón de minúsculas estrellas blancas hubieran nacido detrás de cada fragmento.
La luz se desvaneció. Los cuatrocientos mundos achatados y su Cubo central habían desaparecido para ser sustituidos por una parrilla de siluetas en forma de cubo que estaban alejándose velozmente las unas de las otras, así como del resto de fragmentos creados por la desintegración del Orbital.
Los fragmentos también se encendieron en un repentino diluvio de alfilerazos de luz blanca que, al desvanecerse, dejó partículas tan pequeñas que ya no resultaban visibles.
Vavatch era un disco deforme de escombros centelleantes que giraba en espiral, expandiéndose muy lentamente contra el distante telón de fondo de las estrellas como un anillo de polvo brillante. El deslumbrante resplandor emitido por el centro hacía pensar en un inmenso ojo sin párpados que contemplaba impasiblemente la eternidad.
La pantalla se iluminó por última vez, pero ahora no hubo ningún punto de luz que pudiera percibirse por separado. Fue como si toda la imagen confusa y vagamente deformada del Orbital desintegrado hubiera empezado a arder con un extraño calor interno que la convirtió en una nube toroidal, un halo de luz blanca con un iris desvaneciéndose poco a poco en su centro. El espectáculo terminó un instante después, y la luz del sol volvió a ser la única encargada de iluminar el nimbo en expansión del mundo aniquilado.
En otras longitudes de onda probablemente aún quedaría mucho por ver, pero la pantalla del comedor estaba sintonizada para captar la luz normal. Sólo las Mentes y las naves estelares podrían contemplar una imagen perfecta y completa de la destrucción; sólo ellas serían capaces de valorar y apreciar cuanto tenía que ofrecer. El ojo humano desnudo sólo podía captar poco más del uno por ciento de la gama del espectro electromagnético, una solitaria octava de radiación perdida en un teclado de tonos inmensamente largo. Los sensores de una nave espacial lo verían todo, y podrían recorrer el espectro captándolo con mucho más detalle y a una velocidad aparente considerablemente más lenta. En el inmenso espectáculo de fuegos artificiales que había sido la destrucción del Orbital sólo había una pequeña parte que pudiera ser captada por los ojos humanos. Los órganos de visión creados por la evolución biológica eran incapaces de apreciarlo en su justo valor. «Una atracción para máquinas», pensó Horza. Sí, eso era. Un espectáculo para divertir a las malditas máquinas…
—Chicel… —dijo Dorolow.
Wubslin dejó escapar el aire y meneó la cabeza. Yalson se volvió hacia Horza y le miró. Aviger seguía con los ojos clavados en la imagen de la pantalla.
—Es sorprendente lo que uno puede conseguir cuando aplica todos los recursos de su mente y voluntad, ¿verdad…, Horza?
Al principio Horza creyó que las palabras habían surgido de los labios de Yalson pero, naturalmente, era Balveda quien había hablado.
La agente de la Cultura alzó lentamente la cabeza. Había abierto los ojos y sus oscuras pupilas parecían capaces de ver con claridad. Daba la impresión de estar algo aturdida, y su cuerpo seguía colgando fláccidamente de las tiras del ames de sujeción. Pero su voz había sonado clara y firme.
Horza vio cómo Yalson alargaba la mano hacia la pistola aturdidora que había dejado encima de la mesa. Sus dedos se cerraron sobre el arma y la atrajeron hacia ella, pero no la empuñó. Estaba contemplando a la agente de la Cultura con expresión suspicaz. Aviger, Dorolow y Wubslin también se habían vuelto hacia ella.
—¿Qué le pasa a esa pistola aturdidora? ¿Es que tiene bajas las pilas o qué? —preguntó Wubslin.
Yalson seguía contemplando a Balveda con los ojos entrecerrados.
—Estás algo confusa, Gravant, o quien quiera que seas —dijo Yalson—. Ése es Kraiklyn, no Horza.
Balveda se volvió hacia Horza y le sonrió. Horza intentó que su rostro no dejara traslucir nada de lo que pasaba por su cabeza. No sabía qué hacer. Estaba agotado. El esfuerzo había sido excesivo. Si iba a ocurrir, que ocurriera. Estaba harto de tomar decisiones.
—Bueno —dijo Balveda—, ¿vas a explicárselo o quieres que se lo explique yo por ti?
Horza no dijo nada. Sus ojos no se apartaban del rostro de Balveda. La mujer tragó una honda bocanada de aire.
—Oh, muy bien. Se lo contaré. —Se volvió hacia Yalson—. Este hombre se llama Bora Horza Gobuchul, y ha adoptado la personalidad de Kraiklyn. Horza es un Cambiante de Heibohre y trabaja para los idiranos. Ha estado trabajando para ellos durante los últimos seis años. Ha Cambiado para convertirse en Kraiklyn. Supongo que vuestro auténtico líder debe estar muerto. Lo más probable es que Horza le matara o, por lo menos, que le dejara en algún lugar de Evanauth o los alrededores. Lo siento muchísimo. —Sus ojos recorrieron los rostros de todos los presentes, sin olvidar a la pequeña unidad—. Pero a menos que esté equivocada parece que vamos a hacer un viajecito hasta un lugar llamado el Mundo de Schar. Bueno, al menos vosotros… Tengo la sensación de que mi viaje puede ser un poco más corto… e infinitamente más largo.
Balveda miró a Horza y le sonrió con ironía.
—¿Dos? —exclamó la unidad sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Estoy atrapado en una antigualla de museo llena de fugas y averías con dos lunáticos paranoides?
—No eres Horza —dijo Yalson ignorando a la máquina y mirando fijamente a Horza—. No eres Horza, ¿verdad? Está mintiendo.
Wubslin se volvió hacia él. Aviger y Dorolow intercambiaron una rápida mirada. Horza suspiró y bajó los pies de la mesa para erguirse en el asiento. Se inclinó hacia adelante, puso los codos sobre la mesa y apoyó el mentón en las manos. Estaba observando y captando las emociones, intentando calibrar los distintos estados de ánimo de las personas que le rodeaban. Era consciente de sus distancias, de la tensión de sus cuerpos y del tiempo que necesitaría para desenfundar la pistola de plasma que colgaba de su cadera derecha. Alzó la cabeza, sus ojos recorrieron los rostros de los presentes y acabaron posándose en el de Yalson.
—Sí, soy Horza —dijo.
El silencio se adueñó del comedor. Horza estaba esperando una reacción. No hubo ninguna, sólo el silbido de una puerta abriéndose en la zona de camarotes. Todos se volvieron hacia el umbral.
Neisin entró en el comedor con unos pantalones cortos bastante sucios como único atuendo. Su cabello era una masa de mechones que apuntaban en todas direcciones, sus ojos eran dos rendijas, su piel parecía un retazo de zonas secas y mojadas, y su rostro estaba muy pálido. El olor del alcohol fue invadiendo la atmósfera del comedor. Neisin recorrió la habitación con los ojos, bostezó, les saludó con la cabeza y señaló vagamente algunos de los objetos que seguían esparcidos por el suelo.
—Este sitio tiene casi tan mal aspecto como mi camarote —dijo—. Viéndolo cualquiera pensaría que hemos estado maniobrando o algo parecido… Lo siento. Creí que era la hora de comer. Me parece que voy a volver a la cama.
Bostezó y salió del comedor. La puerta se cerró a su espalda.
Balveda estaba riendo suavemente. Horza vio que había lágrimas en sus ojos. Los demás parecían confusos.
—Bueno, ese hombre tan observador y perspicaz que acaba de marcharse debe ser la única persona de todo este asilo móvil que vive feliz y sin preocupaciones —dijo la unidad. La máquina giró sobre la mesa para contemplar a Horza, arañando la superficie en el proceso—. Entonces, ¿afirmas ser uno de esos fabulosos suplantadores de humanos? —le preguntó con voz entre despectiva y burlona.
Horza bajó la vista hacia la mesa, alzó la cabeza y contempló el rostro de Yalson, quien estaba observándole con expresión cautelosa y el ceño fruncido.
—Eso es justamente lo que soy.
—Se han extinguido —dijo Aviger meneando la cabeza.
—No se han extinguido —dijo Balveda. Su esbelta cabeza de rasgos finamente moldeados se volvió unos segundos hacia el anciano—. Pero ahora se encuentran dentro de la esfera de influencia idirana. Algunos siempre han apoyado a los idiranos. El resto se marchó o acabó decidiendo que lo mejor sería unirse a ellos. Horza pertenece al primer grupo. Odia a la Cultura. Os lleva al Mundo de Schar para secuestrar a una Mente naufragada y entregársela a sus amos idiranos. Una Mente de la Cultura… Obra así porque quiere que la galaxia se vea libre de interferencias humanas y que los idiranos tengan vía libre para…
—Basta, Balveda —dijo Horza.
La mujer de la Cultura se encogió de hombros.
—Eres Horza —dijo Yalson señalándole con el dedo. Horza asintió sin decir nada. Yalson meneó la cabeza—. No puedo creerlo. Estoy empezando a pensar que la unidad tiene razón. Los dos estáis locos. Te dieron varios golpes en la cabeza, Kraiklyn, y en cuanto a usted, señora… —Miró a Balveda—. Bueno, supongo que este trasto le ha afectado los sesos.
Yalson alzó la pistola aturdidora y volvió a dejarla encima de la mesa.
—No sé… —dijo Wubslin, rascándose la cabeza y mirando a Horza como si fuese una rara pieza de colección exhibida en un museo—. Antes tuve la impresión de que el capitán actuaba de una forma algo rara. Además, no me imagino a Kraiklyn haciendo lo que hizo cuando estábamos dentro del VGS.
—¿Qué hiciste, Horza? —preguntó Balveda—. Parece que me he perdido algo. ¿Cómo lograste escapar de allí?
—Volando, Balveda. Usé los motores de fusión y el láser y me abrí paso como buenamente pude.
—¿De veras? —Balveda echó la cabeza hacia atrás y volvió a reír. Siguió riendo, pero la risa sonaba un tanto forzada y las lágrimas acudieron a sus ojos con excesiva rapidez—. Jo, jo, jo. Bueno, confieso que estoy muy impresionada… Creía que por fin habíamos conseguido atraparte.
—¿Cuándo lo descubriste? —le preguntó el Cambiante en voz baja y suave.
Balveda dejó escapar un bufido e intentó limpiarse la nariz en el hombro.
—¿El qué? ¿Qué no eras Kraiklyn? —Se pasó la lengua por el labio superior—. Oh, unos momentos antes de que subieras a bordo. Disponíamos de un microrrobot que fingía ser una mosca. Estaba programado para posarse sobre cualquier persona que se aproximara a la nave mientras estuviese dentro de la Minibodega y tomar una muestra suya. Una célula de piel, un cabello…, lo que fuese. Tus cromosomas nos permitieron identificarte. Había otro agente fuera. Cuando se dio cuenta de que te estabas preparando para zarpar debió usar su efector sobre los controles de la Minibodega. Se suponía que yo debía…, bueno, si aparecías debía hacer lo que pudiese en aquel momento. Matarte, capturarte, averiar la nave…, cualquier cosa. Pero cuando me avisaron ya era demasiado tarde. Sabían que si me avisaban alguien podía captar la comunicación, pero supongo que debían estar muy preocupados.
—El ruido que oíste salir de su mochila justo antes de que la dejara sin sentido debía ser la señal de aviso —dijo Horza volviéndose hacia Yalson—. Ah, Balveda, por cierto, me he librado de tu equipo. Lo tiré por un vactubo. Tu bomba estalló.
Balveda pareció hundirse un poco más en su asiento. Horza supuso que debía haber estado albergando la esperanza de que siguiera a bordo. Como mínimo, debía suponer que la bomba aún no había sido activada y que eso haría que su muerte no fuera en vano o que alguien más muriese con ella.
—Oh, sí —dijo bajando los ojos hacia la mesa—. Claro, los vactubos.
—¿Qué ha sido de Kraiklyn? —preguntó Yalson.
—Está muerto —dijo Horza—. Le maté.
—Oh, bueno… —Yalson suspiró y sus dedos tabalearon suavemente sobre la superficie de la mesa—. Con que ésas tenemos… No sé si estáis locos o si estáis diciendo la verdad. Francamente, las dos posibilidades me parecen igual de horribles. —Sus ojos fueron de Balveda a Horza—. Por cierto, si eres Horza, volver a verte me resulta mucho menos agradable de lo que había imaginado —añadió enarcando las cejas.
—Lo siento —dijo Horza.
Yalson ladeó la cabeza apartando la mirada de él.
La unidad activó su campo, separándose unos centímetros de la mesa, y les miró.
—Sigo pensando que lo mejor que podemos hacer es volver a Los fines de la inventiva y dejarlo todo en manos de las autoridades competentes.
Horza se inclinó hacia adelante y golpeó uno de los paneles con los nudillos. La unidad se volvió hacia él.
—Máquina, vamos al Mundo de Schar —le dijo—. Si quieres volver al VGS, te aseguro que me encantará meterte dentro de un vactubo y permitir que intentes llegar hasta él por tus propios medios. Pero si te oigo decir una sola vez más todo eso de volver y del juicio imparcial te volaré ese jodido cerebro sintético, ¿me has comprendido?
—¿Cómo se atreve a hablarme así? —gritó la unidad—. Le hago saber que soy un Artefacto Libre Acreditado y que he sido sometido a examen por la Administración de Pautas Morales Unidas del Gran Vavatch, obteniendo la consideración de plenamente consciente según la Ley de Libres Albedríos, lo cual me convierte en ciudadano de pleno derecho de la Heterocracia de Vavatch. Además, me falta muy poco para pagar mi Deuda de Generación. Cuando haya acabado de pagarla seré libre de hacer lo que me dé la gana, y ya he sido aceptado como alumno en un curso para obtener la licenciatura de parateología aplicada en la Universidad de…
—¿Quieres cerrar tu maldito… altavoz y escucharme? —gritó Horza interrumpiendo el monólogo de la unidad, quien estaba aprovechando al máximo el hecho de que no le era preciso tragar aire para hablar—. No estamos en Vavatch, y no me importa lo condenadamente listo que seas o cuántas calificaciones distintas poseas. Está a bordo de esta nave y harás lo que yo diga. ¿Quieres marcharte? Pues vete ahora mismo y vuelve flotando a los jodidos restos de ese precioso Orbital tuyo. Si te quedas obedecerás mis órdenes. Si no lo haces acabarás convertido en un montón de chatarra.
—Entonces, ¿son ésas mis opciones?
—Sí. Utiliza un poco de tu libre albedrío acreditado y decídete ahora mismo.
—Yo… —El campo de la unidad la alzó un poco más sobre la mesa y volvió a hacerla descender lentamente—, Hmmm —dijo—. Muy bien. Me quedo.
—Y obedecerás todas las órdenes.
—Y obedeceré todas las órdenes…
—Estupendo, y…
—…siempre que sean razonables.
—Máquina… —dijo Horza alargando la mano hacia la pistola de plasma.
—¡Oh, vamos, hombre! —exclamó la unidad—. ¿Qué quiere? ¿Un robot? —Su voz estaba impregnada de desprecio—. No dispongo de un botón para desconectar mis funciones de raciocinio; no puedo tomar la decisión de no tener libre albedrío, ¿comprende? Oh, claro, no me costaría nada jurar que obedeceré todas las órdenes sin importarme sus consecuencias. Si me lo pide hasta podría jurar que sacrificaré mi vida por usted, pero en tal caso estaría mintiendo para poder seguir con vida. Juro que seré tan obediente y fiel como cualquiera de sus tripulantes humanos…, de hecho, seré el más obediente y fiel que cualquiera de ellos. Venga, hombre, por el raciocinio sagrado, ¿qué más puede pedirme?
«Bastardo escurridizo», pensó Horza.
—Bueno, supongo que tendré que conformarme con eso —dijo—. Y ahora, ¿puedo…?
—Pero estoy obligado a comunicarle que dados los términos de mi Acuerdo Retrospectivo de Construcción, mi Contrato de Empleo y mi Acuerdo de Préstamo Compensatorio de la Deuda Contraída, el que se me haya llevado por la fuerza obligándome a abandonar mi puesto de trabajo le hace responsable del pago de dicha deuda hasta mi regreso, y que también corre el riesgo de enfrentarse a acusaciones civiles y criminales que…
—Joder, unidad —le interrumpió Yalson—. ¿Estás segura de que no quieres estudiar derecho?
—Acepto todas esas responsabilidades, máquina —dijo Horza—. Y ahora, cierra…
—Bueno, espero que tenga una buena póliza de seguros —murmuró la unidad.
—¡Cállate de una vez!
—¿Horza? —dijo Balveda.
—¿Sí, Perosteck?
Se volvió hacia ella sintiendo algo casi parecido al alivio. Los ojos de Balveda brillaban. La agente de la Cultura volvió a lamerse el labio superior, inclinó la cabeza y contempló la superficie de la mesa.
—¿Qué vas a hacer conmigo?
—Bueno, una de las posibilidades que se me han pasado por la cabeza es meterte en un vactubo y echarte al espacio… —dijo hablando muy despacio. Vio cómo su cuerpo se tensaba. Yalson también se puso tensa. Giró sobre sí misma hasta quedar de cara a él, apretando los puños y abriendo la boca. Horza siguió hablando—. Pero puede que aún sirvas de algo y… Oh, llamémoslo sentimentalismo. —Sonrió—. Naturalmente, tendrás que portarte bien.
Balveda alzó los ojos hacia él. Horza vio que estaban empezando a llenarse de esperanza, pero también captó el temor de quien no se atreve a hacerse demasiadas ilusiones.
—Espero que hables en serio —dijo en voz baja.
Horza asintió.
—Hablo en serio. Además, hasta que no haya descubierto cómo lograste huir de La mano de Dios 137… Bueno, librarme de ti quizá fuera obrar de forma excesivamente precipitada, ¿verdad?
Balveda se relajó y tragó una honda bocanada de aire. Su siguiente carcajada fue muy suave. Yalson estaba contemplando a Horza con cara de pocos amigos, y sus dedos seguían repiqueteando lentamente sobre la mesa.
—Yalson —dijo Horza—, quiero que tú y Dorolow llevéis a Balveda a un camarote y… Quiero que la desnudéis. Quitadle el traje y todo lo demás. —Era consciente de que todos estaban mirándole. Balveda había enarcado las cejas fingiendo sorpresa—. Después quiero que cojáis el equipo de cirugía, y en cuanto esté desnuda quiero que le hagáis todas las pruebas y exámenes imaginables para aseguraros de que no posee bolsas de piel, implantes o prótesis. Utilizad los ultrasonidos, el equipo de rayos X, el aparato de resonancia magnética y todo lo que tengamos a bordo. En cuanto hayáis terminado buscadle algo de ropa. Meted su traje en un vactubo y echadlo al espacio. Haced lo mismo con las joyas o con cualquier otra clase de objetos personales sea cual sea su clase o su tamaño, y por muy inocentes e inofensivos que puedan pareceres.
—¿Alguna cosa más? ¿Quieres que la lavemos y la frotemos con aceites aromáticos, que le pongamos una túnica blanca y la acostemos sobre un altar de piedra? —preguntó Yalson con sarcasmo.
Horza meneó la cabeza.
—Quiero que esté limpia y que no disponga de nada que pueda ser utilizado como arma o que pueda ser convertido en un arma. Entre los últimos inventos que la Cultura ha puesto a disposición del personal de Circunstancias Especiales hay algo llamado memoriformes. Pueden tener el aspecto de una insignia, de un medallón… —Miró a Balveda, quien asintió irónicamente—. Bueno, el caso es que pueden parecer cualquier cosa. Pero basta con que les hagáis algo —como tocarlos en el sitio adecuado, mojarlos o pronunciar cierta palabra—, para que se con viertan en un comunicador, un arma o una bomba. No quiero correr el riesgo de llevar a bordo nada más peligroso que la persona de la agente Balveda.
—¿Y cuando lleguemos al Mundo de Schar? —preguntó Balveda.
—Te daremos ropa de abrigo. Bien envuelta no tendrás ningún problema. Ni traje ni armas.
—¿Y el resto de nosotros? —preguntó Aviger—. ¿Qué se supone que debemos hacer cuando llegues a ese sitio? Suponiendo que te dejen poner el pie allí, cosa que dudo…
—Aún no estoy seguro —dijo Horza, y era sincero—. Quizá debáis venir conmigo. Tendré que ver si puedo hacer algo para alterar las fidelidades de la nave. Es posible que podáis permanecer a bordo; quizá tengáis que bajar al planeta conmigo. De todas formas, allí hay otros Cambiantes, personas como yo pero que no trabajan para los idiranos. Si tengo que ausentarme durante algún tiempo ellos deberían ser capaces de atenderos razonablemente bien. Naturalmente —dijo mirando a Yalson—, si cualquiera de vosotros desea venir conmigo estoy seguro de que podemos tratar este asunto como si fuera una operación normal en términos de reparto y ese tipo de cosas. En cuanto haya dejado de necesitar la Turbulencia en cielo despejado, quienes lo deseen pueden quedarse en ella y usarla para lo que les parezca. Si queréis podéis venderla, eso es asunto vuestro. Ocurra lo que ocurra, en cuanto haya cumplido con mi misión en el Mundo de Schar o haya hecho todo lo posible por cumplirla podréis hacer lo que mejor os parezca.
Yalson había estado mirándole, pero apartó la vista antes de que acabara de hablar y meneó la cabeza. Wubslin tenía los ojos clavados en la cubierta. Aviger y Dorolow se miraron el uno al otro. La unidad guardó silencio.
—Bien —dijo Horza poniéndose en pie con un cierto esfuerzo—, Yalson y Dorolow, si tenéis la bondad de ocuparos de la agente Balveda… —Yalson suspiró y convirtió el levantarse en una exhibición de reluctancia. Dorolow empezó a abrir las tiras del arnés que sujetaba el cuerpo de la agente de la Cultura al asiento—. Y tened mucho cuidado con ella —siguió diciendo Horza—. Que una de las dos esté a una buena distancia apuntándola continuamente con el arma mientras la otra hace el trabajo.
Yalson murmuró algo inaudible y se inclinó para coger la pistola aturdidora que había dejado encima de la mesa. Horza se volvió hacia Aviger.
—Creo que alguien debería hablar con Neisin y contarle que se ha perdido unos momentos llenos de grandes emociones, ¿no te parece?
Aviger vaciló y acabó asintiendo con la cabeza.
—Sí, Kraik…
La palabra se convirtió en un balbuceo y Aviger no añadió nada más. Se puso en pie y fue rápidamente por el pasillo que llevaba a los camarotes.
—Kraiklyn, si no tienes objeción creo que abriré los compartimentos delanteros para echar un vistazo a los láseres —dijo Wubslin—. Oh… Perdona, quise decir Horza.
El ingeniero se puso en pie, frunció el ceño y se rascó la cabeza. Horza asintió. Wubslin encontró un recipiente limpio que no había sufrido daños, bebió un trago del líquido frío que contenía y se alejó por el pasillo atravesando la zona de los camarotes.
Dorolow y Yalson habían acabado de soltar a Balveda. La mujer de la Cultura estiró su delgado cuerpo de piel pálida, cerró los ojos y arqueó el cuello pasándose una mano por entre su corta cabellera pelirroja. Dorolow la observaba con cautela. Yalson tenía la pistola aturdidora preparada. Balveda flexionó los hombros e indicó que estaba lista.
—Bien —dijo Yalson, moviendo el arma para ordenarle que pasara delante—. Lo haremos en mi camarote.
Horza se puso en pie para dejar pasar a las tres mujeres.
—¿Cómo lograste escapar de La mano de Dios 137, Balveda? —le preguntó mientras la agente de la Cultura pasaba junto a él, caminando con zancadas tan largas y gráciles como si no llevara puesto el traje.
—Maté al centinela —dijo Balveda deteniéndose ante él—. Después me quedé sentada y esperé, Horza. El VGS consiguió capturar la nave intacta. Al cabo de un rato varias unidades de combate muy educadas se presentaron a rescatarme.
Se encogió de hombros.
—¿Mataste a un idirano provisto de una carabina láser y una armadura de combate? ¿Sin ninguna clase de armas? —le preguntó Horza con cierto escepticismo.
Balveda volvió a encogerse de hombros.
—Horza, no he dicho que fuera sencillo, ¿verdad?
—¿Y Xoralundra? —preguntó Horza sonriendo.
—¿Tu viejo amigo idirano? Supongo que debió arreglárselas para escapar. Algunos de ellos lo consiguieron. Al menos, no estaba entre los muertos ni entre los que fueron capturados con vida.
Horza asintió y movió la mano indicándole que podía irse. Perosteck Balveda avanzó por el pasillo con dirección al camarote de Yalson seguida por ésta y Dorolow. Horza se volvió hacia la unidad que seguía posada sobre la mesa.
—¿Crees que puedes servir de algo, "máquina"?
—Supongo, dado que obviamente tienes intención de mantenernos a todos dentro de esta nave y llevarnos a esa bola de rocas situada en los confines de la nada que da la impresión de ser tan poco atractiva. Por lo tanto, creo que haré cuanto pueda para contribuir a que el viaje sea lo más seguro posible. Si quieres ayudaré en las tareas de mantenimiento de la nave. Pero preferiría que me llamaras por mi nombre, y no por esa palabara que tan hábilmente te las arreglas para hacer sonar como un insulto: «máquina». Me llamo Unaha-Closp. ¿Es mucho pedir que te dirijas a mí usando ese nombre?
—Eh… No, claro que no, Unaha-Closp —dijo Horza intentando que tanto su voz como su expresión transmitieran el mensaje de que lamentaba sinceramente haberle insultado—. Puedo asegurarte que a partir de ahora y en el futuro siempre que me dirija a ti utilizaré tu nombre.
—Puede que te parezca algo carente de importancia, pero a mí sí me importa y mucho —dijo la unidad mientras su campo la elevaba por encima de la mesa hasta dejarla suspendida a la altura del rostro de Horza—. No soy un mero ordenador, soy un módulo unidad independiente. Poseo una conciencia y tengo una identidad individual. Ésa es la razón de que también tenga un nombre.
—Ya te he dicho que lo utilizaría —replicó Horza.
—Gracias. Iré a ver si tu ingeniero necesita alguna ayuda para inspeccionar los sistemas del láser.
La unidad flotó hacia la puerta y el Cambiante la siguió con la mirada.
Estaba solo. Se dejó caer en el asiento y contempló la pantalla incrustada en la pared al otro extremo del comedor. Los despojos que habían sido Vavatch emitían un gélido resplandor; aquella inmensa nube de materia seguía siendo visible. Pero estaba enfriándose y empezaba a dispersarse girando lentamente por el espacio. Cada segundo que pasaba le arrebataba un poco de sustancia y hacía que se fuera volviendo menos real y más fantasmagórica.
Se apoyó en el respaldo del asiento y cerró los ojos. Esperaría un poco antes de acostarse. Quería darles algo de tiempo para que pensasen en lo que acababan de averiguar. Eso haría que resultaran más fáciles de interpretar, y le permitiría saber si estaba a salvo o si tenía que seguir vigilándoles. También quería esperar hasta que Yalson y Dorolow hubieran terminado con Balveda. Creer que seguiría con vida durante un tiempo quizá haría que la agente de la Cultura se mantuviese inactiva pero también era posible que estuviera aguardando el momento propicio para actuar. Horza quería estar despierto por si intentaba algo, no había decidido si debía matarla o si podía permitir que siguiera con vida pero ahora por lo menos él también tenía algo de tiempo para pensar.
La Turbulencia en cielo despejado completó la última corrección de rumbo programada enfilando su morro hacia el Acantilado Resplandeciente; no en la dirección exacta donde se encontraba el Mundo de Schar, pero sí hacia sus coordenadas generales.
Detrás de ella los innumerables fragmentos del Orbital que había sido conocido como Vavatch seguían expandiéndose y emitiendo radiación mientras se disolvían lentamente en las inmensidades del espacio al que habían dado nombre. Las partículas se iban alejando hacia las estrellas impulsadas por el viento estelar que vibraba y torbellineaba con la furia provocada por la destrucción de todo un mundo.
Horza siguió sentado a solas en el comedor durante unos instantes más observando cómo se disipaban los fragmentos.
Luz recortándose contra la oscuridad; un toroide compuesto de nada y fragmentos diminutos. Un mundo borrado de la existencia… No meramente destruido —el primer impacto de las energías de la Rejilla había bastado para eso—, sino desmembrado con un cuidado y una precisión casi artísticas. La aniquilación convertida en una experiencia estética… La gracia arrogante de aquel acto y la frialdad próxima al cero absoluto con que había sido llevado a cabo ese sofisticado acto de aniquilación resultaban tan impresionantes como aterradoras. A regañadientes Horza admitió que sentía una cierta admiración.
La Cultura había sabido aprovechar al máximo su lección dirigida a los idiranos y el resto de la comunidad galáctica. Sí, hasta aquel horrendo desperdicio de esfuerzo y habilidad había sido convertido en un espectáculo hermoso y fascinante… Pero a medida que la hiperluz recorriera velozmente la galaxia y la luz corriente se arrastrara lentamente por ella, la Cultura iría lamentando el mensaje que había enviado.
Esto era lo que ofrecía. Ésta era su señal, su anuncio y su legado: elorden convertido en caos, la construcción convertida en destrucción…, la vida convertida en muerte.
Vavatch podía acabar siendo algo más que su propio monumento. También conmemoraría la última y terrible manifestación del idealismo mortífero que guiaba a la Cultura, la admisión tan largo tiempo pospuesta de que no sólo no era mejor que las otras sociedades sino que, en realidad, era muchísimo peor.
La Cultura pretendía eliminar todas las fuerzas ciegas e injustas que regían la existencia, enmendando los errores incluidos en el mensaje de la vida, esa transmisión que le daba un objetivo o un sentido de progreso (el recuerdo de la oscuridad recorrió todo su ser, y Horza se estremeció)… Pero la Cultura había cometido el error definitivo, la equivocación final e imposible de superar, y ese mismo acto acabaría con ella.
Horza pensó en ir al puente para sintonizar la pantalla con el espacio real y ver el Orbital intacto tal y como había estado hacía unas cuantas semanas cuando la luz real que la Turbulencia en cielo despejado estaba atravesando salió de allí. Pero acabó meneando la cabeza lentamente —aunque no había nadie que pudiera ver su gesto—, y siguió inmóvil en su asiento contemplando la pantalla silenciosa al otro extremo de aquel comedor desierto donde nada estaba en su sitio.