Vavatch flotaba en el espacio como el brazalete de un dios. El aro de catorce millones de kilómetros relucía y centelleaba con destellos azul y oro, recortando su silueta contra el telón de fondo negro azabache que se desplegaba detrás de él. La Turbulencia en cielo despejado emergió del hiperespacio con el Orbital delante de la proa, y casi toda la tripulación se congregó ante la pantalla del comedor para observar cómo su objetivo se iba aproximando. El océano color aguamarina que cubría casi toda la superficie del material de base ultradenso utilizado en la construcción del artefacto estaba salpicado de nubéculas blancas que se agrupaban según los caprichos del clima para formar inmensos sistemas tormentosos o vastas cordilleras algodonosas. Algunas de ellas parecían extenderse a lo largo de los treinta y cinco mil kilómetros de anchura del Orbital que giraba lentamente sobre sí mismo.
La única tierra visible se encontraba a un extremo de la banda de agua que recubría el aro, trepando por la curvatura de un muro de contención hecho de cristal puro. Desde la distancia a la que la observaban, aquella rebanada de tierra parecía un minúsculo hilo marrón colocado junto a un inmenso radio del más vivido azul, pero ese hilo medía casi dos mil kilómetros de diámetro. Vavatch tenía tierra más que suficiente.
Pero los Megabarcos eran su mayor atractivo, y siempre lo habían sido.
—¿A qué iglesia perteneces? —preguntó Dorolow volviéndose hacia Horza—. Tendrás alguna religión, ¿no?
—Sí —replicó Horza sin apartar los ojos de la pantalla que ocupaba casi toda la pared al final de la mesa del comedor—. Creo en mi supervivencia.
—Entonces… Tu religión muere contigo. Qué pena —dijo Dorolow, apartando los ojos de Horza y posándolos en la pantalla.
El Cambiante prefirió no replicar.
La conversación había empezado cuando Dorolow, impresionada por la belleza del gran Orbital, expresó la creencia de que pese a haber sido construido por criaturas tan viles como los seres humanos ofrecía un testimonio triunfante del poder de Dios, ya que Dios había creado al Hombre y a todas las criaturas dotadas de alma. Horza no estaba de acuerdo con Dorolow, y el que aquella mujer pudiera utilizar una demostración tan obvia del poder de la inteligencia y el trabajo como un argumento con el que apoyar su sistema de creencias irracionales le había hecho sentir una irritación tan sincera como inesperada.
Yalson, que estaba sentada junto a Horza y cuyo pie acariciaba suavemente el tobillo del Cambiante, apoyó los codos sobre la superficie de plástico cubierta de platos y recipientes de líquido.
—Y van a hacerlo volar dentro de cuatro días. Qué jodido desperdicio…
Yalson nunca tuvo ocasión de averiguar si sus palabras habrían servido como finta para cambiar de tema, pues el altavoz del comedor emitió un crujido y en cuanto éste se hubo disipado oyeron la voz de Kraiklyn, que estaba en el puente.
—Bueno, amigos, pensé que quizá os gustaría ver esto…
La imagen del Orbital fue sustituida por una pantalla en blanco sobre la que apareció un mensaje en letras que parpadeaban.
AVISO / SEÑAL / AVISO / SEÑAL / AVISO / SEÑAL / AVISO:
¡ATENCIÓN NAVES! EL ORBITAL VAVATCH Y SU CUBO JUNTO CON TODAS LAS UNIDADES AUXILIARES SERÁ DESTRUIDO, REPETIMOS, DESTRUIDO. EXACTAMENTE A LAS A/4872.0001 TIEMPO DE MARAIN (EQUIVALENTE TIEMPO CUBO-GT 00043.2909.401: EQUIVALENTE TIEMPO MIEMBRO TRES 09.256.8: EQUIVALENTE TIEMPO RELATIVO IDIR QU'URIBALTA 359.0021: EQUIVALENTE TIEMPO VAVATCH SEG SÉPTIMO 4010.5) MEDIANTE HIPERINTRUSIÓN DE REJILLA NIVEL NOVA Y SUBSIGUIENTE BOMBARDEO AMC. MENSAJE ENVIADO POR EL VEHÍCULO GENERAL DE SISTEMAS DE LA CULTURA ESCATÓLOGO (NOMBRE PROVISIONAL). REGISTRADO A LAS A/4870.986: BASE MARAIN A TODAS LAS TRANSMISIONES… SIGUE FIN DE SEÑAL…
SIGUE REPETICIÓN DE SEÑAL NÚMERO UNO EN UN TOTAL DE SIETE:
AVISO / SEÑAL / AVISO / SEÑAL / AVISO…
—Acabamos de atravesar el radio de emisión de esa señal —añadió Kraiklyn—. Os veré luego.
El altavoz emitió otro crujido y se calló. El mensaje se desvaneció, y la imagen del Orbital volvió a ocupar toda la pantalla.
—Hmmm —dijo Jandraligeli—. Breve y conciso.
—Tal y como os había dicho —replicó Yalson, señalando la pantalla con la cabeza.
—Recuerdo… —empezó a decir Wubslin contemplando la brillante banda azul y blanca de la pantalla—. Recuerdo que cuando era muy pequeño una de mis maestras puso un barquito de metal dentro de un cubo y lo llenó de agua. Después agarró el cubo por el asa y me cogió en brazos, sosteniéndome con la espalda junto a su pecho para que mis ojos quedaran en la misma dirección que los suyos. Empezó a dar vueltas y más vueltas, moviéndose cada vez más deprisa, dejando que la inercia de sus giros alejara el cubo de su cuerpo, y el cubo acabó quedando paralelo al suelo con la superficie del agua que contenía formando un ángulo de noventa grados con relación a éste, y yo no podía moverme, y sentía la inmensa mano de una mujer adulta apretando mi estómago, y todo giraba a mi alrededor y no apartaba los ojos de ese barquito de juguete que seguía flotando en el agua, aunque la superficie del agua se había convertido en una línea recta paralela a mi cara, y mi maestra dijo: «Si alguna vez tienes la suerte de ver los Megabarcos de Vavatch te acordarás de esto».
—¿Sí? —dijo Lamm—. Bueno, pues la mano que sujeta la jodida asa del cubo está a punto de soltarla.
—Espero que nos hayamos alejado de la superficie cuando lo hagan —dijo Yalson.
Jandraligeli se volvió hacia ella y enarcó una ceja.
—Querida, después de ese último fracaso, creo que ya nada puede sorprenderme.
—Entrada fácil, salida fácil —dijo Aviger, y se rió.
El trayecto de Marjoin a Vavatch había requerido veintitrés días. La Compañía se fue recuperando gradualmente de los efectos provocados por el infortunado ataque al Templo de la Luz. Los que participaron en la incursión habían sufrido algunas distensiones musculares y arañazos; Dorolow estuvo ciega un par de días, y durante algún tiempo casi todos los miembros de la Compañía estuvieron más callados de lo normal y rehuyeron la compañía de los demás, pero cuando Vavatch se hizo visible la vida a bordo de la nave estaba empezando a resultar tan aburrida —incluso con menos gente ocupando el poco espacio disponible—, que todos anhelaban distraerse emprendiendo una nueva operación.
Horza se apropió del rifle láser que había pertenecido a kee-Alsoro-fus, y llevó a cabo todas las reparaciones rudimentarias y mejoras de su traje que el limitado equipo de la Turbulencia en cielo despejado podía permitirle efectuar. Kraiklyn no paraba de elogiar el traje que le había quitado a Horza; el traje le había permitido salir bien librado de la catástrofe en la sala del Templo de la Luz, y aunque había recibido algunos disparos de considerable potencia éstos apenas habían dejado señales, y mucho menos averías.
Neisin dijo que de todas formas siempre había odiado los láseres, y afirmó que jamás volvería a utilizar uno. Poseía un rifle de proyectiles de disparo rápido en perfecto estado, y tenía montones de munición. En el futuro siempre utilizaría el rifle o el Microobús.
Horza y Yalson habían empezado a dormir juntos cada noche en el que ahora era su camarote y que anteriormente había pertenecido a las dos mujeres. Los largos días del viaje habían hecho que su relación fuera volviéndose más íntima, pero seguían hablando poco, al menos para ser una pareja de recién enamorados. Los dos parecían preferirlo así. El cuerpo de Horza había completado su regeneración después de haber adoptado la personalidad del Gerontócrata, y todas las arrugas, cicatrices y cambios exigidos por aquel papel habían desaparecido. Horza había explicado a quien quisiera oírle que ése era su aspecto de siempre, pero en realidad había moldeado su cuerpo para que se pareciera considerablemente al de Kraiklyn. El nuevo Horza era un poco más alto y tenía el pecho más robusto que su yo neutral, y su cabello era más oscuro y abundante. Naturalmente, aún no podía permitirse Cambiar de rostro, pero los músculos y glándulas ocultos bajo la piel atezada estaban preparados para iniciar el proceso. Un trance de corta duración y estaría en condiciones de pasar por el capitán de la Turbulencia en cielo despejado; puede que Vavatch le diera la oportunidad que necesitaba.
Había pensado durante mucho rato en cuáles debían ser sus acciones futuras ahora que se había convertido en otro miembro de la Compañía. Eso le daba cierta seguridad, pero le impedía ponerse en contacto con sus jefes idiranos. Naturalmente, siempre podía seguir su propio camino, pero aquello habría sido una especie de traición a Xoralundra, tanto si el viejo idirano estaba vivo como si había muerto. Además, significaría huir de la guerra, de la Cultura y del papel que había escogido jugar en contra de ella. Aparte de todo eso, al principio también hubo una idea con la que Horza había jugueteado incluso antes de saber que su siguiente misión guardaba relación con el Mundo de Schar, y era la idea de reunirse con su antigua amante.
Su nombre era Sro Kierachell Zorant. Era lo que llamaban una Cambiante dormida, pues nunca había recibido entrenamiento y no deseaba practicar el arte del Cambio. Sro había aceptado el puesto en el Mundo de Schar en parte para escapar a la cada vez más belicosa atmósfera de Heibohrne, el asteroide natal de los Cambiantes. De aquello hacía ya siete años, y en aquellos momentos Heibohrne se encontraba dentro de lo que casi todo el mundo reconocía como espacio idirano. Muchos Cambiantes habían empezado a trabajar para los idiranos.
Horza fue enviado al Mundo de Schar en parte como castigo y en parte para su propia protección. Un grupo de Cambiantes había planeado poner en marcha las viejas centrales energéticas del asteroide y sacarlo del espacio idirano con el fin de que tanto su hogar como su especie recobraran la neutralidad en aquella guerra que comprendían iba volviéndose más inevitable a cada momento que pasaba. Horza descubrió el plan y mató a dos de los conspiradores. El tribunal de la Academia de Artes Militares de Heibohrne —su órgano de gobierno en todo salvo el nombre—, llegó a un compromiso entre el sentimiento popular del asteroide, que quería castigar a Horza por haber matado a dos congéneres, y la gratitud que sentía hacia él. El tribunal tuvo que enfrentarse a una tarea muy delicada, pues la mayoría de Cambiantes no sentían muchos deseos de que el asteroide siguiera en su posición actual dentro de la esfera de influencia idirana. El tribunal albergaba la esperanza de que enviar a Horza al Mundo de Schar con instrucciones de permanecer allí durante varios meses —pero sin imponerle ningún otro castigo— haría que todas las partes implicadas en el debate tuvieran la impresión de haberse salido con la suya. El plan del tribunal había tenido éxito; al menos, no se había producido ninguna revuelta popular, la Academia seguía siendo la fuerza rectora del asteroide y la demanda de los servicios prestados por los Cambiantes era mayor de lo que había sido nunca desde la aparición de aquella especie inimitable y única.
En ciertos aspectos Horza había tenido mucha suerte. No tenía amigos y carecía de influencia; sus padres habían muerto hacía tiempo, y su clan estaba prácticamente extinguido salvo por él. La sociedad de los Cambiantes atribuía una gran importancia a los lazos familiares, y teniendo en cuenta que carecía de una familia influyente o de amigos que hablaran en su favor, podía considerarse que Horza había salido bastante mejor librado de lo que tenía derecho a esperar.
Horza estuvo enfriándose el trasero en el Mundo de Schar durante menos de un año antes de abandonarlo para unirse a los idiranos en su lucha contra la Cultura, tanto antes como después de que recibiera el nombre oficial de guerra. Durante ese tiempo inició una relación con uno de los cuatro Cambiantes que había en la base, una mujer llamada Kierachell que mantenía puntos de vista opuestos a los de Horza en casi todo pero que, pese a ello, le había amado en cuerpo y alma. Cuando se marchó supo que el dolor de la separación fue mucho mayor para ella que para él. Su compañía le había hecho más llevadero el exilio y Kierachell le gustaba bastante, pero no había sentido nada de cuanto se supone ha de experimentar un ser humano cuando habla de amor, y poco antes de marcharse la relación estaba empezando —sólo empezando—, a resultarle un poco aburrida. En aquel entonces se dijo que la vida era así, y que si se marchaba era en parte por el bien de ella. Pero la expresión que había en sus ojos cuando la vio por última vez no era algo en lo que le gustara pensar, y Horza pasó mucho tiempo intentando olvidarla.
Había oído comentar que seguía allí, pensaba en ella y seguía conservando buenos recuerdos de aquellos momentos; y cuanto más arriesgaba la vida y cuanto más tiempo pasaba más quería volver a verla, y la idea de llevar una existencia menos agitada y peligrosa iba pareciéndole más atractiva. Se había imaginado la escena y la expresión que habría en sus ojos cuando volvieran a encontrarse… Quizá le hubiese olvidado, e incluso era posible que estuviera manteniendo una relación íntima con alguno de los otros Cambiantes de la base, pero la verdad es que Horza no lo creía. Pensaba en esas posibilidades sólo como si fuesen una especie de seguro contra riesgos.
Puede que Yalson le dificultara un poco las cosas, pero estaba intentando que su amistad y sus relaciones íntimas no adquiriesen demasiada intensidad emocional, aun estando bastante seguro de que para Yalson el tener a Horza por amante también se reducía a esas dos cosas.
Así pues, suplantaría a Kraiklyn si podía o, por lo menos, le mataría y se limitaría a tomar el mando con la esperanza de revocar las comparativamente toscas fidelidades personales programadas en el ordenador de la Turbulencia en cielo despejado o de conseguir que alguna otra persona se encargara de llevar a cabo esa tarea por él. Después iría al Mundo de Schar y se pondría en contacto con los idiranos si le era posible, pero tanto si lo conseguía como si no pensaba volver allí, suponiendo que el Señor Corrección —el apodo que los Cambiantes de la base del Mundo de Schar daban al Dra'Azon encargado de vigilar el planeta—, le permitiera atravesar la Barrera del Silencio después del fallido intento idirano de engañarle usando un animal chuy-hirtsi. Si era posible, permitiría que los demás miembros de la Compañía escogieran si querían marcharse o acompañarle.
Uno de los problemas era saber cuándo dar el golpe. Horza tenía la esperanza de que su estancia en Vavatch le ofrecería alguna oportunidad de acabar con Kraiklyn, pero Kraiklyn no parecía tener ningún plan bien definido, y eso hacía que a Horza le resultara bastante difícil trazar los suyos. Cada vez que se le había hecho alguna pregunta al respecto durante el viaje, Kraiklyn se limitó a hablar de las «grandes oportunidades» existentes en el Orbital, oportunidades que «debían surgir» debido a la inminente destrucción del artefacto.
—Ese bastardo mentiroso… —dijo Yalson una noche cuando ya llevaban recorrida la mitad de la distancia que separaba Marjoin de Vavatch.
Estaban acostados en el que ahora era su camarote, en la oscuridad de la noche de a bordo, con una media gravedad haciendo que resultara más fácil compartir el reducido espacio de la cama.
—¿A qué te refieres? —exclamó Horza—. ¿No crees que haya decidido ir a Vavatch?
—Oh, sí, iremos allí, seguro, pero no porque haya posibilidades desconocidas de hacer un trabajo con éxito. Quiere ir allí por la partida de Daño.
—¿Qué partida de Daño? —preguntó Horza, volviéndose hacia ella en la oscuridad hacia el punto en que sus hombros desnudos rozaban su brazo. Podía sentir la suavidad del vello de Yalson sobre su piel—. ¿Te refieres a una partida importante? ¿Una partida de verdad?
—Sí. El mismísimo Anillo… Lo último que oí al respecto era sólo un rumor, pero cada vez que pienso en ello me parece más lógico. Después de todo, la destrucción de Vavatch es algo seguro. Basta con que consigan un quorum.
—Los Jugadores en la Víspera de la Destrucción… —Horza dejó escapar una leve carcajada—. ¿Crees que Kraiklyn quiere jugar o piensas que se limitará a hacer de mirón?
—Supongo que intentará jugar. Si es tan bueno como afirma hasta es posible que le dejen participar, siempre que pueda apostar lo que se exije. Se supone que así es como ganó la Turbulencia en cielo despejado… No se la ganó a nadie que formara parte del Anillo, pero si apostaban naves me imagino que los otros jugadores debían de ser auténticos pesos pesados. Aun así, supongo que si no hay más remedio está preparado para conformarse con mirar. Apuesto a que ésa es la razón de que nos hayamos embarcado en este pequeña excursión de recreo. Puede que intente dar con alguna excusa o que monte alguna operación en el último instante, pero ésa es la auténtica razón: el Daño. O ha oído algo o actúa basándose en una hipótesis más o menos sólida, pero es tan jodidamente obvio…
Se quedó callada, y Horza sintió el roce de su cabeza en la piel de su brazo.
—Oye, uno de los habituales del Anillo es… —dijo.
—¿Ghalssel? —Horza sintió el leve peso de aquella cabeza cubierta de un vello muy suave asintiendo junto a su brazo—. Sí, estará allí. Suponiendo que le haya sido posible desplazarse, claro… Sería capaz de quemar los motores de la Ventaja para asistir a una partida importante de Daño, y teniendo en cuenta lo mucho que se ha caldeado últimamente la situación por aquella zona y la cantidad de maravillosas oportunidades tipo entrada-fácil, salida-fácil que ofrece… No me lo imagino dejando escapar la ocasión. —La voz de Yalson sonaba un tanto amarga—. En cuanto a mí, creo que Ghalssel tiene adjudicado el papel de protagonista en todos los sueños eróticos de Kraiklyn. Kraiklyn está convencido de que ese tipo es todo un jodido héroe. Mierda…
—Yalson, dos preguntas —dijo Horza en el oído de la mujer, sintiendo cómo su cabello le hacía cosquillas en la nariz—. Primera: ¿cómo es posible que Kraiklyn tenga sueños eróticos si no duerme nunca? Segunda: ¿y si ha instalado sensores en los camarotes?
La cabeza de Yalson se volvió rápidamente hacia él.
—Joder, ¿qué más da? No le tengo miedo. Sabe que soy una de las personas más preparadas y dignas de confianza de toda su tripulación; sé disparar y no lleno mis pantalones de mierda en cuanto las cosas empiezan a ponerse difíciles. Además, creo que Kraiklyn es lo más parecido a un líder que tenemos a bordo de esta nave. No es probable que encontremos a nadie mejor, y él lo sabe. No te preocupes por mí. De todas formas… —Horza sintió cómo sus hombros y su cabeza volvían a moverse, y supo que estaba mirándole—. Si alguien me dispara por la espalda tú me vengarías, ¿verdad?
La idea jamás había pasado por la cabeza de Horza.
—¿Verdad? —repitió Yalson.
—Bueno, yo… Claro que sí —dijo él.
Yalson no se movió. Horza podía oír el sonido de su respiración.
—Me vengarías, ¿verdad? —preguntó Yalson.
Horza extendió los brazos y la cogió por los hombros. Su cuerpo estaba caliente, el vello que cubría su piel era muy suave y los músculos y la carne del esbelto cuerpo que había debajo de la capa de vello eran fuertes y firmes.
—Sí, te vengaría —dijo, y sólo entonces se dio cuenta de que hablaba en serio.
Durante el trayecto entre Marjoin y Vavatch, el Cambiante descubrió cuanto quería saber sobre los controles y fidelidades de la Turbulencia en cielo despejado.
Kraiklyn llevaba un anillo de identidad en el dedo meñique de la mano derecha, y algunas cerraduras de la nave sólo funcionaban en presencia de la firma electrónica contenida dentro de ese anillo. El control de la nave dependía de una conexión identificatoria audiovisual; el ordenador de la nave reconocía el rostro de Kraiklyn, así como su voz cuando decía «Soy Kraiklyn». Era así de sencillo. Hubo una época en que la nave también poseía un sistema de identificación retinal, pero se había averiado hacía mucho tiempo y ya no estaba a bordo. Horza se alegró. Copiar la pauta retinal de una persona era una operación delicada y compleja que requería, entre otras muchas cosas, el cuidadoso desarrollo de una gran cantidad de células alrededor del iris. Casi tenía más sentido decidirse por una transcripción genética total donde el ADN del sujeto se convertía en el modelo para un virus que sólo dejaba sin alterar el cerebro del Cambiante y, si éste así lo quería, sus gónadas. Afortunadamente, adoptar la identidad del capitán Kraiklyn no requeriría medidas tan extremas.
Horza descubrió cuáles eran las fidelidades de la nave cuando habló con el Hombre para pedirle una lección de pilotaje. Al principio Kraiklyn mostró cierta reluctancia, pero Horza no insistió y respondió a un par de las preguntas aparentemente casuales sobre ordenadores que le hizo Kraiklyn después de su petición fingiendo la más absoluta ignorancia. Kraiklyn pareció convencerse de que enseñarle a pilotar la Turbulencia en cielo despejado no llevaba implícito el riesgo de que Horza se apoderase de la nave, por lo que acabó permitiendo que Horza practicara el pilotaje manual usando los más bien toscos controles en su modalidad de simulador bajo las instrucciones de Mipp mientras la nave atravesaba el espacio con rumbo a Vavatch dirigida por el sistema automático.
—Aquí Kraiklyn —anunció el sistema de megafonía del comedor pocas horas después de que hubieran atravesado la señal de la Cultura que advertía sobre la inminente destrucción del Orbital.
La tripulación estaba sentada a la mesa después de comer, bebiendo o inhalando vapores, relajándose o, en el caso de Dorolow, haciendo la señal del Círculo de Llamas sobre su frente y recitando la Plegaria de Gratitud. El gran Orbital seguía en la pantalla del comedor y había aumentado considerablemente de tamaño, llenando casi toda la imagen con el lado diurno de su superficie interna, pero todo el mundo se había hartado un poco de verlo y ahora sólo recibía alguna que otra mirada ocasional. Dejando aparte a Lenipobra y Kraiklyn, todos los demás estaban allí. Cuando oyeron la voz de Kraiklyn se miraron o alzaron los ojos hacia el altavoz.
—Tengo un trabajo para nosotros, algo que acabo de confirmar. Wubs-lin, prepara la lanzadera. Me reuniré con los demás en el hangar dentro de tres horas, tiempo de la nave. Quiero que llevéis el traje y todo el equipo. Y no os preocupéis; esta vez no habrá presencias hostiles. Esta vez es realmente lo-que-ya-sabéis tanto al entrar como al salir.
El altavoz emitió un crujido y se quedó callado. Horza y Yalson intercambiaron una rápida mirada.
—Bueno —dijo Jandraligeli, reclinándose en su asiento y cruzando las manos detrás del cuello. Su rostro adoptó una expresión pensativa y las cicatrices que lo adornaban se hicieron un poco más profundas—. Nuestro estimado líder ha vuelto a encontrarnos una misión para que empleemos nuestros pequeños talentos, ¿eh?
—Espero que no sea en otro jodido templo —gruñó Lamm, rascándose la carne que rodeaba a sus pequeños cuernos injertados.
—¿Qué pasa, crees que en Vavatch hay templos? —le preguntó Neisin.
Estaba un poco borracho, y eso le volvía ligeramente más hablador de lo que solía ser cuando se encontraba acompañado. Lamm volvió la cabeza hacia el hombrecillo sentado al otro lado de la mesa a unos cuantos asientos de distancia.
—Amigo, será mejor que te vayas quitando la mona de encima —le dijo.
—Barcos —replicó Neisin, cogiendo el cilindro terminado en una válvula que había ante él—. Ahí no hay nada, sólo barcos jodidamente grandes… No hay templos.
Cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y bebió.
—Quizá haya templos en los barcos —dijo Jandraligeli.
—Y puede que en esta nave espacial haya un jodido borracho —dijo Lamm sin apartar los ojos de Neisin. Neisin le devolvió la mirada—. Procura que se te pase pronto, Neisin —añadió Lamm señalando con un dedo al hombrecillo.
—Creo que me iré al hangar —dijo Wubslin.
Se puso en pie y salió del comedor.
—Voy a ver si Kraiklyn quiere que le eche una mano —dijo Mipp y partió en dirección opuesta saliendo por otra puerta.
—¿Creéis que aún podremos ver alguno de esos Megabarcos?
Aviger estaba contemplando la pantalla. Dorolow también alzó los ojos hacia ella.
—No seas estúpido, joder —dijo Lamm—. No son tan grandes.
—Son muy grandes —dijo Neisin con un asentimiento de cabeza dirigido a sí mismo y al pequeño cilindro de bebida. Lamm le miró, miró a los demás y meneó la cabeza—. Sí —dijo Neisin—, son enormes.
—Bueno, la verdad es que sólo miden unos cuantos kilómetros de largo —suspiró Jandraligeli, reclinándose en su asiento y poniendo una expresión aún más pensativa que antes, con lo que sus cicatrices se hicieron todavía más profundas—. Eso hace que no se los pueda ver desde tan lejos. Pero no cabe duda de que son grandes.
—¿Y lo único que hacen es dar vueltas y más vueltas por el Orbital? —preguntó Yalson.
Ya conocía la respuesta, pero prefería oír hablar al mondlidiciano que soportar una discusión entre Lamm y Neisin. Horza sonrió para sí. Jandraligeli asintió.
—Una y otra vez… Necesitan unos cuarenta años para completar todo el recorrido.
—¿Es que nunca se detienen? —preguntó Yalson.
Jandraligeli la miró y enarcó una ceja.
—Jovencita, necesitan varios años sólo para alcanzar la velocidad máxima. Pesan un billón de toneladas. Nunca se detienen; se mueven en círculos sin parar. Cuentan con trasatlánticos para las excursiones y para las funciones auxiliares y de suministro; y también utilizan aeroplanos.
—¿Sabíais que en un Megabarco pesa menos? —preguntó Aviger, apoyándose los codos sobre la mesa y recorriendo con los ojos los rostros de todos los que seguían sentados a la mesa—. Eso es porque se mueven en dirección opuesta al giro del Orbital. —Aviger hizo una pausa y frunció el ceño—. ¿O es al contrario?
—Oh, joder… —dijo Lamm.
Meneó la cabeza con violencia, se puso en pie y se marchó.
Jandraligeli frunció el ceño.
—Fascinante —dijo.
Dorolow se volvió hacia Aviger y le sonrió. El anciano les contempló y asintió con la cabeza.
—Bueno, lo que sea… Es cierto —afirmó.
—Bien. —Kraiklyn puso un pie en la rampa trasera de la lanzadera y apoyó los puños en las caderas. Llevaba un par de pantalones cortos; su traje estaba detrás de él listo para ser utilizado, abierto a lo largo del pecho como si fuera la piel olvidada de algún insecto—. Ya os he dicho que tenemos un trabajo. Voy a explicaros en qué consiste. —Kraiklyn hizo una pausa y miró a los miembros de la Compañía que estaban esparcidos por el hangar, de pie, sentados o apoyados en sus armas y rifles—. Vamos a atacar un Megabarco.
Se quedó callado, aparentemente esperando una reacción. El único que puso cara de sorpresa y pareció algo impresionado fue Aviger; los demás, con sólo Mipp y el recién despertado Lenipobra ausentes, le contemplaron con expresiones impasibles. Mipp estaba en el puente; Lenipobra seguía en su camarote intentando prepararse para la misión.
—Bueno —dijo Kraiklyn, algo irritado—, todos sabéis que la Cultura destruirá Vavatch dentro de pocos días. La gente ha estado utilizando todos los medios de transporte disponibles para largarse de aquí, y ahora los Megabarcos están vacíos, dejando aparte algunos equipos de salvamento y desguace. Supongo que ya se han llevado todos los objetos y sistemas de valor que contenían. Pero existe un barco llamado Olmedreca donde un par de equipos mantuvieron una pequeña discusión. Una persona bastante descuidada se dejó a bordo una bomba atómica de pequeño tamaño, y ahora el Olmedreca tiene un agujero condenadamente grande en un flanco. Sigue a flote y continúa en movimiento, pero la bomba estalló en uno de sus flancos y eso no le ha ayudado a mantener un rumbo muy preciso, por lo que ha empezado a moverse en una gran curva, y a cada segundo que pasa se acerca más y más al muro del Borde exterior. Según la última transmisión que capté nadie está muy seguro de si se estrellará antes de que la Cultura acabe con Vavatch, pero no parecen muy dispuestos a correr riesgos, así que no hay nadie a bordo.
—Y tú quieres que vayamos allí —dijo Yalson.
—Sí, porque he estado en el Olmedreca y creo recordar algo que todo el mundo ha olvidado en su apresuramiento por largarse: los láseres de proa.
Algunos miembros de la Compañía intercambiaron miradas escépticas.
—Sí, los Megabarcos tienen láseres de proa.., especialmente el Olmedreca. Solía navegar por zonas del Mar Circular que la mayoría de barcos evitaban, sitios donde había montones de algas flotantes o icebergs. Dado su tamaño las maniobras le resultaban más bien difíciles, por lo que debía ser capaz de acabar con cualquier cosa que se cruzara en su camino, y necesitaba contar con la potencia de fuego suficiente para conseguirlo. El armamento frontal del Olmedreca haría ruborizarse de vergüenza a unos cuantos navíos de combate. Ese trasto podía abrirse camino a través de un iceberg mayor que él, y era capaz de acabar con islas de algas flotantes tan grandes que la gente solía pensar que estaba atacando la mismísima Tierra del Borde. Mi hipótesis, y es bastante sólida porque he estado escuchando las señales que recibimos y me he dedicado a leer entre líneas, es que nadie se ha acordado de todo ese armamento y, por lo tanto, nosotros iremos a echarle mano.
—¿Y si el barco se estrella contra el muro cuando estemos a bordo? —preguntó Dorolow.
Kraiklyn le sonrió.
—No estamos ciegos, ¿verdad? Sabemos dónde está el muro y sabemos dónde… Bueno, os aseguro que localizaremos al Olmedreca sin ninguna dificultad. Iremos allí, echaremos un vistazo y si decidimos que tenemos tiempo suficiente para ello desmontaremos unos cuantos de los láseres más pequeños… Diablos, bastaría con uno. Yo también estaré allí, ¿sabéis?, y si puedo ver el muro del Borde delante no arriesgaré mi propio cuello, ¿no os parece?
—¿Iremos en la nave? —preguntó Lamm.
—Sólo durante una parte del trayecto. El Orbital tiene la masa suficiente como para que la utilización del campo resulte bastante complicada, y las defensas automáticas del Cubo acabarían con nosotros en cuanto encendiéramos los motores de fusión. Creerían que nuestros motores eran meteoritos o algo parecido… No, dejaremos la nave aquí sin nadie a bordo. Si hay alguna emergencia siempre puedo manejarla por control remoto desde mi traje. Emplearemos los campos de fuerza de la lanzadera. Los campos de fuerza funcionan estupendamente en un Orbital. Oh, eso es algo que debéis recordar: no intentéis utilizar vuestras unidades antigravitatorias en el Orbital, ¿entendido? La antigravedad sólo es efectiva contra la masa, no contra la rotación, así que si salís disparados por encima del borde creyendo que podíais volar acabaríais tomando un baño inesperado.
—¿Qué haremos después de conseguir ese láser, si es que lo conseguimos? —preguntó Yalson.
Kraiklyn frunció el ceño durante un par de segundos y acabó encogiéndose de hombros.
—Probablemente lo mejor será dirigirse a la capital. Se llama Evanauth…, es el puerto donde construyeron los Megabarcos. Se encuentra en tierra firme, naturalmente…
Sonrió y miró a algunos de los demás.
—Sí, claro —dijo Yalson—. Pero ¿qué haremos cuando lleguemos allí?
—Bueno… —Kraiklyn clavó los ojos en la mujer. Horza se golpeó el talón con la punta del pie. Kraiklyn empezó a hablar y Yalson miró de soslayo al Cambiante—. Quizá podamos usar las instalaciones del puerto para montar el láser… En el espacio, naturalmente, debajo de Evanauth. Pero pase lo que pase tengo la seguridad de que la Cultura está dispuesta a cumplir su promesa, por lo que quizá debamos limitarnos a saborear los últimos días de uno de los puertos combinados más interesantes de toda la galaxia. Y sus últimas noches, podría añadir… —Kraiklyn miró a algunos miembros de la Compañía y se oyeron algunas risas y observaciones procaces. Dejó de sonreír y volvió a posar sus ojos en Yalson—. Podría resultar muy interesante, ¿no te parece?
—Sí. Claro… Tú mandas, Kraiklyn. —Yalson sonrió y bajó la cabeza—. ¿A que no adivinas dónde se jugará la partida de Daño? —preguntó en un susurro sibilante dirigido a Horza.
—¿Y no hay posibilidades de que ese gran barco atraviese el muro y destruya todo el Orbital antes de que la Cultura haga nada? —estaba preguntando Aviger.
Kraiklyn le obsequió con una sonrisa condescendiente y meneó la cabeza.
—Creo que descubrirás que los Muros del borde son capaces de soportar ese impacto y mucho más.
—¡Ja! ¡Así lo espero! —exclamó Aviger, y se rió.
—Bueno, no te preocupes por eso —le tranquilizó Kraiklyn—. Y ahora, que alguien ayude a Wubslin con las últimas comprobaciones de la lanzadera. Voy al puente para asegurarme de que Mipps sabe lo que ha de hacer. Partiremos dentro de unos diez minutos.
Kraiklyn retrocedió un par de pasos y se puso el traje, alzando la parte superior y metiendo los brazos en las mangas. Cerró los sellos principales del pecho, cogió su casco y saludó a la Compañía con un gesto de cabeza mientras pasaba junto a ellos y empezaba a subir por los peldaños que llevaban al puente.
—¿Estabas intentando hacerle enfadar? —preguntó Horza volviéndose hacia Yalson.
La mujer miró al Cambiante.
—Ah… Sólo quería soltarle una indirecta para que se diera cuenta de que le he calado. No puede engañarme.
Wusblin y Aviger estaban comprobando la lanzadera. Lamm estaba jugueteando con su láser. Jandraligeli tenía la espalda apoyada en el mamparo del hangar más cercano a la puerta con los brazos cruzados ante el pecho, los ojos clavados en las luces del techo y una expresión de aburrimiento en el rostro. Neisin estaba hablando en voz baja con Dorolow, quien veía al hombrecillo como un posible converso al Círculo de Llamas.
—¿Crees que esa partida de Daño va a celebrarse en Evanauth? —preguntó Horza.
Estaba sonriendo. El rostro de Yalson parecía muy pequeño dentro del gran aro del cuello de su traje, y estaba muy serio.
—Sí, eso es justamente lo que creo. Ese bastardo traicionero probablemente se ha inventado toda la operación del Megabarco. Nunca me había dicho que hubiese estado en Vavatch antes. Bastardo mentiroso… —Miró a Horza y golpeó el centro de su traje con el puño. Horza se rió y retrocedió bailoteando—. ¿Por qué estás tan sonriente?
—Porque eres muy graciosa —Horza se rió—. Bueno, supongamos que quiere jugar una partida de Daño. ¿Y qué? No paras de repetir que la nave es suya, que es el jefe y todas esas estupideces, pero te niegas a dejar que el pobre se divierta un poco.
—Bueno, ¿por qué no lo admite? —Yalson movió la cabeza en un gesto de irritación—. Porque no quiere compartir sus ganancias, por eso. La regla obliga a dividir todo lo que consigamos compartiéndolo según una…
—Si se trata de eso la verdad es que le entiendo —dijo Horza intentando hablar en el tono de voz más razonable posible—. Si gana una partida de Daño será gracias a sus propios esfuerzos; su triunfo no tendrá nada que ver con nosotros.
—¡No estoy hablando de eso! —gritó Yalson.
Sus labios se habían apretado hasta formar una línea muy delgada y tenía las manos apoyadas en las caderas. Estaba tan enfadada que pateó el suelo del hangar.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Horza sonriendo—. En tal caso… Cuando apostaste que derrotaría a Zallin, ¿por qué no devolviste todas tus ganancias inmediatamente para que fuesen repartidas?
—Eso es distinto y… —dijo Yalson exasperada.
Pero no pudo acabar de explicarse.
—¡Eh, eh! —Lenipobra bajó los peldaños de tres en tres y entró en el hangar justo cuando Horza se disponía a decir algo. Tanto él como Yalson se volvieron hacia el joven. Lenipobra fue hacia ellos cerrando los sellos que unían los guantes del traje a las muñequeras—. ¿V-v-vistéis ese mensaje? —Parecía muy nervioso y daba la impresión de que no podía estarse quieto. No paraba de frotarse las manos y mover los pies—. ¡F-f-fuego de rejilla grado nova! ¡Caray, vaya espectáculo! ¡Adoro la Cultura! Y luego una sesión de AMC c-c-como postre… ¡Yuuuupi!
Soltó una carcajada, se dobló por la cintura, golpeó el suelo del hangar con las dos manos, se irguió de un salto y sonrió a todos los presentes. Dorolow se rascó las orejas y puso cara de perplejidad. Lamm contempló con expresión feroz al joven por encima del cañón de su rifle. Yalson y Horza se miraron el uno al otro y menearon la cabeza. Lenipobra fue hacia Jandraligeli bailoteando y fingiendo boxear con su sombra. El mondliciano enarcó una ceja y observó al joven larguirucho y desgarbado que daba saltitos y hacía fintas ante él.
—El armamento capaz de acabar con el universo y este joven imbécil casi se ha corrido en los pantalones…
—Oh, vamos, Ligeli… Eres un aguafiestas —dijo Lenipobra. Dejó de bailotear, bajó los brazos con que había estado lanzando puñetazos al aire, se dio la vuelta y fue hacia la lanzadera arrastrando los pies—. Yalson, oye… —murmuró mientras pasaba junto a Yalson y Horza—, ¿qué diablos es eso de la AMC?
—Anti-Materia Colapsada, chaval.
Lenipobra siguió andando y Yalson sonrió. La cabeza del joven iba asintiendo lentamente dentro del cuello de su traje. Horza rió en silencio y fue hacia la rampa posterior de la lanzadera.
La Turbulencia en cielo despejado se puso en órbita. La lanzadera salió del hangar y se deslizó por debajo del Orbital Vavatch dejando que la nave espacial siguiera su curso como si fuese un minúsculo pez plateado bajo el oscuro casco de un barco inmenso.
Una pantalla de pequeño tamaño que había sido colocada a un extremo del compartimento principal de la lanzadera después de su última misión permitía que las siluetas protegidas por trajes pudieran observar la aparentemente interminable curva del material ultradenso acariciada por la luz de las estrellas que se perdía en la oscuridad. Era como volar cabeza abajo sobre un planeta metálico; y de entre todos los espectáculos y panoramas resultado de un esfuerzo consciente que existían en la galaxia el Orbital poseía un «valor ooooooh», como lo habría llamado la Cultura, que sólo era superado por un gran Anillo o una Esfera.
La lanzadera dejó atrás mil kilómetros de la pulida superficie inferior y, de repente, una cuña de oscuridad se alzó sobre ella, una rebanada de algo que parecía aún más liso que el material de base y que se adentraba en el espacio como el filo de un cuchillo cristalino abarcando más de dos mil kilómetros: el Muro del borde. Era la pared que limitaba con el mar al otro extremo del Orbital, allí donde estaba el hilo de tierra que habían visto mientras la Turbulencia en cielo despejado se aproximaba a Vavatch. Los primeros diez kilómetros de la curva eran tan oscuros como el espacio. Aquella superficie parecida a un espejo sólo era visible cuando las estrellas se reflejaban sobre ella, y contemplar aquella imagen perfecta podía hacer que la mente se aturdiera creyendo ver lo que parecían años luz de distancia, cuando de hecho la superficie se encontraba a sólo unos kilómetros.
—Dios, esa cosa es inmensa… —murmuró Neisin.
La lanzadera siguió subiendo, y un resplandor azulado que se convirtió en una reluciente extensión de océano se fue haciendo visible más allá del muro.
La lanzadera fue ascendiendo por el vacío que había junto al Muro del borde, moviéndose bajo la luz del sol que apenas si era filtrada por la pared transparente. A dos kilómetros de distancia había aire, aunque fuese muy tenue, pero la lanzadera estaba trepando por la nada, moviéndose en ángulo con respecto a la pared mientras ésta iba curvándose hasta alcanzar su cima. La lanzadera cruzó aquel borde afilado que se encontraba a dos mil kilómetros de la base del Orbital y empezó a seguir la curvatura de la pared por la parte interior. Atravesó el campo magnético del Orbital, una región donde pequeñas partículas magnetizadas de polvo artificial impedían el paso a una parte de los rayos del sol haciendo que el mar situado bajo ellas fuera más fresco que cualquier otro punto del mundo y produciendo los distintos climas de Vavatch. La lanzadera siguió bajando. Atravesó iones, luego gases tenue y acabó adentrándose en una atmósfera desprovista de nubes temblando en una corriente de chorro coriolis. El cielo que había sobre ella pasó del negro al azul. El Orbital de Vavatch, un aro de agua de catorce millones de kilómetros, parecía colgar desnudo en el espacio, extendido ante la lanzadera como una inmensa pintura circular.
—Bueno, al menos tenemos luz de día —dijo Yalson—. Esperemos que las informaciones de nuestro capitán sobre el paradero de ese barco maravilloso resulten ser exactas.
La pantalla mostraba nubes. La lanzadera siguió bajando y se aproximó a un paisaje falso compuesto por vapor de agua. Las nubes parecían perderse en el infinito siguiendo la curva interior del Orbital —que seguía dando la impresión de ser achatado incluso desde esa altura—, hasta acabar desvaneciéndose en la negrura del cielo. Si querían ver la extensión azulada del auténtico océano tenían que mirar mucho más allá, aunque había atisbos de agua bastante cerca.
—No os preocupéis por las nubes —dijo Kraiklyn por el altavoz del compartimento—. Cambiarán de posición a medida que vaya transcurriendo la mañana.
La lanzadera seguía bajando y avanzando por entre la atmósfera que se iba espesando gradualmente. Pasado un rato empezaron a atravesar las primeras nubes de gran altitud. Horza se removió ligeramente dentro de su traje. En cuanto la nave igualó su velocidad y trayectoria con las del gran Orbital desconectó su equipo antigravitatorio, y tanto la nave como la Compañía habían quedado sometidos a la gravedad falsa creada por el giro del artefacto. De hecho, la gravedad que soportaban era ligeramente superior, pues ser encontraban en una posición estacionaria con respecto a la base pero estaban lejos de ella. Los constructores originales de Vavatch procedían de un planeta de gravedad bastante elevada, y el giro del Orbital estaba concebido para producir un veinte por ciento de «gravedad» más que el promedio humano aceptado según el que funcionaban los generadores de la Turbulencia en cielo despejado. Eso hacía que Horza y el resto de la Compañía se sintieran más pesados que de costumbre. Su traje ya estaba empezando a irritarle la piel.
Las nubes llenaron la pantalla del compartimento con una masa de tonos grises.
—¡Ahí está! —gritó Kraiklyn.
No intentó ocultar la emoción que invadía su voz. Llevaba casi un cuarto de hora en silencio, y todo el mundo había empezado a ponerse algo nervioso. La lanzadera había cambiado de dirección unas cuantas veces, aparentemente buscando al Olmedreca. A veces la pantalla había estado despejada mostrando las capas de nubes que tenían debajo; en otros momentos había vuelto a ser invadida por una neblina grisácea indicadora de que estaban entrando en otra columna o cordillera de vapor. En una ocasión se había vuelto totalmente blanca.
—Puedo ver las torres superiores.
Los miembros de la Compañía se levantaron de sus asientos y se acercaron a la pantalla, apelotonándose en un extremo del compartimento. Los únicos que siguieron en sus sitios fueron Lamm y Jandraligeli.
—Ya iba siendo hora, joder —dijo Lamm—. ¿Cómo infiernos es posible que haga falta pasarse tanto rato buscando algo que mide cuatro kilómetros de longitud?
—Oh, es fácil cuando no tienes radar —dijo Jandraligeli—. Por mi parte, doy gracias de que no chocáramos con esa maldita cosa cuando volábamos a través de aquellas malditas nubes.
—Mierda —dijo Lamm, y volvió a inspeccionar su rifle.
—Fijaos en eso —dijo Neisin.
El Olmedreca avanzaba por una tierra baldía de nubes, una especie de inmenso cañón que hendía un planeta hecho de vapor, cruzando kilómetros de niveles distintos en un espacio tan largo y ancho que pese a la limpidez de la atmósfera enmarcada por las montañas de nubes el paisaje se limitaba a irse desvaneciendo gradualmente en vez de terminar.
Los niveles inferiores de la superestructura eran invisibles —el banco de neblina tan grande como un océano que envolvía la nave los escondía—, pero de aquellas cubiertas invisibles brotaban inmensas torres y estructuras de cristal y metales ligeros que se adentraban centenares de metros en el aire. Se movían con una tranquila lentitud sobre la superficie del banco de nubes como piezas en un interminable tablero de juegos dando la impresión de que no había nada que las uniera, y proyectaban tenues sombras que parecían estar hechas de agua sobre la parte superior opaca de la niebla mientras el sol del sistema de Vavatch se abría paso por entre las capas de nubes que había diez kilómetros más arriba.
Aquellas torres inmensas avanzaban a través del aire dejando detrás de ellas hilachas y hebras de vapor arrancadas a la lisa superficie de la neblina por el desplazamiento del inmenso barco que había debajo. Los pequeños espacios despejados que las torres y los últimos niveles de la superestructura iban creando en la neblina permitían algún atisbo fugaz de los niveles inferiores: pasarelas y avenidas, los arcos de un monorraíl, lagunas y pequeños parques con árboles y hasta algunas piezas de equipo auxiliar, como aerodeslizadores de pequeño tamaño y algún que otro mueble minúsculo que se diría hecho para una casa de muñecas. El ojo y el cerebro abarcaban la escena desde esa altura y podían distinguir el abultamiento en la superficie de la nube creado por el barco, un área de vapores de cuatro kilómetros de longitud y casi tres de ancho que destacaban ligeramente del resto y tenían la forma de una hoja o una punta de flecha.
La lanzadera bajó un poco más. Las torres oscuras y silenciosas desfilaban acompañadas por su cortejo de ventanas relucientes, puentes colgantes, pistas para aerodeslizadores, barandillas, cubiertas y toldos agitados por el viento.
—Bueno —dijo la voz de Kraiklyn en el tono que usaba para hablar de negocios—, parece que nos espera un pequeño paseo, equipo. Hay demasiados obstáculos para posarnos en la proa con la lanzadera. De todas formas, estamos a cientos de kilómetros del Muro, así que tenemos tiempo más que suficiente. Además, el barco no se está dirigiendo en línea recta hacia el Muro… Intentaré acercarme todo lo posible.
—Joder. Allá vamos —dijo Lamm con irritación—. Tendría que habérmelo imaginado.
—Justo lo que necesito, una buena caminata con esta gravedad —dijo Jandraligeli.
—¡Es inmenso! —Lenipobra seguía con los ojos clavados en la pantalla—. ¡Esa cosa es enorme!
Estaba meneando la cabeza. Lamm se levantó de su asiento, apartó al joven de un empujón y llamó con los nudillos a la puerta de la cubierta de vuelo de la lanzadera.
—¿Qué pasa? —preguntó la voz de Kraiklyn por el sistema de megafonía—. Estoy buscando un sitio donde bajar. Oye, Lamm, si eres tú vuelve a tu sitio y no te muevas.
Lamm contempló la puerta primero con una expresión de sorpresa y luego de disgusto. Lanzó un bufido y volvió a su asiento apartando a Lenipobra de su camino con un nuevo empujón.
—Bastardo —murmuró.
Bajó el visor de su casco y lo colocó en modalidad de espejo.
—Bueno —dijo Kraiklyn—, vamos allá.
Los que seguían en pie volvieron a sentarse, y unos segundos después la lanzadera fue bajando lenta y cautelosamente hasta posarse con una leve sacudida. Las puertas se abrieron y una ráfaga de aire frío entró por el hueco. Salieron del compartimento en fila india y se encontraron ante los inmensos panoramas del Megabarco, silencioso y tan sólido e inmóvil como una roca. Horza siguió en su sitio esperando a que hubieran salido todos, y se dio cuenta de que Lamm le estaba mirando. Se puso en pie y se inclinó burlonamente ante la silueta del traje oscuro.
—Después de usted —dijo.
—No —dijo Lamm—. Tú primero.
Movió la cabeza hacia un lado señalando la salida del compartimento. Horza bajó por la rampa de la lanzadera con Lamm detrás. Lamm siempre insistía en salir el último de la lanzadera; estaba convencido de que eso le daba suerte.
Se hallaban en una zona de aterrizaje para aerodeslizadores situada junto a la base de una gran torre rectangular que debía de medir unos sesenta metros de alto. Los distintos niveles de la torre se alzaban hacia el cielo, y tanto delante como a los lados de la zona de aterrizaje había otras torres y pequeños bultos perdidos en la niebla que emergían del banco de nubes indicando dónde se encontraba el resto del barco, aunque el estar tan abajo hacía que les resultara imposible decir dónde terminaba. Ni tan siquiera podían ver el agujero producido por la detonación de la bomba atómica. No había ni una sola sacudida o temblor que pudieran revelar el hecho de que estaban en un barco averiado que viajaba sobre el océano, y todo inducía a pensar que aquello era el centro de una ciudad desierta con las nubes pasando lentamente sobre ella.
Horza se reunió con algunos de los demás junto a un parapeto que delimitaba la zona de aterrizaje, y contempló una cubierta situada veinte metros más abajo que se hacía visible de vez en cuando por entre las delgadas hilachas de niebla. Cintas de vapor flotaban sobre el área que tenían debajo moviéndose en lentas oleadas sinuosas, a veces revelando y a veces ocultando una cubierta en la que había zonas de tierra con arbustos, así como pequeños doseles, sillas esparcidas por todas partes y unos edificios parecidos a tiendas. Todo tenía el aspecto abandonado y melancólico de un balneario en pleno invierno, y Horza se estremeció dentro de su traje. Por delante de ellos el paisaje parecía llevar a un punto implícito situado a un kilómetro de distancia, el lugar donde unas torres muy delgadas asomaban del banco de niebla junto a la proa invisible del barco.
—Parece como si estuviéramos yendo hacia una zona todavía más nubosa que ésta —dijo Wubslin, señalando en la dirección que llevaba el Megabarco.
Un inmenso acantilado formado por nubes flotaba en el aire extendiéndose de un confín del horizonte a otro, más alto que cualquiera de las torres del Megabarco. La cada vez más potente luz del sol hacía que brillase.
—Quizá se desvanezcan cuando haga más calor —dijo Dorolow, pero no parecía muy convencida.
—Si nos metemos ahí ya podemos olvidarnos de esos láseres —dijo Horza. Sus ojos fueron de quienes le rodeaban a la lanzadera, donde Kraiklyn estaba hablando con Mipp, quien montaría guardia mientras los demás iban hacia proa—. Sin radar tendremos que despegar antes de internarnos en el banco de nubes.
—Quizá… —empezó a decir Yalson.
—Bueno, voy a echar un vistazo por ahí abajo —dijo Lenipobra.
Bajó el visor de su casco y puso una mano sobre el parapeto. Horza le lanzó una mirada de soslayo.
Lenipobra les saludó con la mano.
—Os v-v-veré en la p-p-proa. ¡Yuuu-ju!
Saltó limpiamente por encima del parapeto y empezó a caer hacia la cubierta que se encontraba cinco niveles más abajo. Horza había abierto la boca para gritar y se lanzó hacia adelante para sujetar al joven pero, como le había ocurrido a los demás, tardó demasiado en comprender cuáles eran las intenciones de Lenipobra.
Lenipobra estaba allí y un segundo después ya había saltado por encima del parapeto.
—¡No!
—¡Leni!
Los que no estaban mirando hacia abajo corrieron hasta el parapeto. La silueta minúscula caía. Horza la vio y sintió el deseo de poder tirar de ella hasta subirla. Quería detenerla, hacer algo, lo que fuese… El grito empezó a sonar dentro de sus cascos cuando Lenipobra estaba a menos de diez metros de la cubierta inferior; se detuvo bruscamente cuando la silueta que había estado cayendo con los brazos y las piernas extendidos chocó con el comienzo de una pequeña zona cubierta de tierra. Lenipobra rebotó flaccidamente casi un metro sobre el suelo y se quedó inmóvil.
—Oh, Dios mío…
Neisin se sentó sobre la cubierta, se quitó el casco y se llevó las manos a los ojos. Dorolow bajó la cabeza y empezó a abrir los sellos de su casco.
—¿Qué infiernos ha sido eso?
Kraiklyn venía corriendo hacia ellos desde la lanzadera con Mipp detrás. Horza seguía mirando por encima del parapeto sin apartar los ojos de aquella silueta inmóvil parecida a un muñeco que yacía sobre la cubierta inferior. Los zarcillos e hilachas de calina se hicieron más abundantes y la niebla se espesó a su alrededor durante unos momentos.
—¡Lenipobra! ¡Lenipobra! —gritó Wubslin por el micrófono de su casco.
Yalson se dio la vuelta, maldijo en voz baja y desconectó el intercomunicador de su casco. Aviger se puso en pie, temblando, el rostro pálido e inexpresivo tras el visor de su casco. Kraiklyn se detuvo junto al parapeto y miró hacia abajo.
—¿Leni? —Se volvió hacia los demás—. ¿Es eso…? ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué estaba haciendo? Si alguno de vosotros le ha…
—Saltó —dijo Jandraligeli. Le temblaba la voz. Intentó reír—. Supongo que los chicos de estos tiempos no saben distinguir la gravedad de su marco rotatorio de referencia.
—¿Que saltó? —gritó Kraiklyn. Cogió a Jandraligeli por el cuello del traje—. ¿Cómo es posible? Os dije que la antigravedad no funcionaría, os lo dije bien claro a todos cuando estábamos en el hangar…
—Lenipobra llegó tarde —le interrumpió Lamm. Pateó el delgado metal del parapeto, pero no logró abollarlo—. Ese pobre bastardo imbécil llegó tarde… Tendríamos que habérselo dicho, pero no se nos ocurrió.
Kraiklyn soltó a Jandraligeli y se volvió hacia los demás.
—Es cierto —dijo Horza. Meneó la cabeza—. Ni se me pasó por la mente. Nadie se acordó de advertirle. Lamm y Jandraligeli incluso llegaron a quejarse de que tendrían que caminar hasta la proa cuando Leni estaba en la lanzadera con nosotros, y tú dijiste algo al respecto, pero supongo que no lo oyó. —Horza se encogió de hombros—. Estaba muy emocionado.
Meneó la cabeza.
—Todos la hemos cagado —dijo Yalson con voz cansina.
Había vuelto a conectar su intercomunicador. Todos guardaron silencio durante unos momentos. Kraiklyn les miró, fue hasta el parapeto, apoyó las manos en él y miró hacia abajo.
—¿Leni? —dijo Wubslin por su comunicador mirando hacia abajo.
Había hablado en voz muy baja.
—Chicel-Horhava. —Dorolow trazó el signo del Círculo de Llamas, cerró los ojos y dijo:— Dulce señora, acepta su alma en paz.
—Mierda de gusano —maldijo Lamm, y se dio la vuelta.
Empezó a disparar su láser contra los puntos más distantes de la torre que se alzaba sobre sus cabezas.
—Dorolow —dijo Kraiklyn—, tú, Wubslin y Yalson bajad ahí. Ved si…, ah, mierda… —Kraiklyn se volvió hacia ellos—. Bajad ahí… Iremos a proa, ¿de acuerdo? —Sus ojos fueron recorriendo los rostros que le rodeaban, como desafiándoles—. Puede que sintáis deseos de volver, pero eso sólo significaría que la muerte de Leni no ha servido para nada.
Yalson giró sobre sí misma y volvió a desconectar su intercomunicador.
—Pensándolo bien, supongo que quizá será mejor que vayamos hacia la proa —dijo Jandraligeli.
—No —dijo Neisin—. Yo no pienso ir. Voy a quedarme aquí, con la lanzadera. —Se sentó con la cabeza inclinada entre los hombros y puso el casco en el suelo. Clavó los ojos en la cubierta y meneó la cabeza—. Yo no voy. No señor, no voy. Ya he tenido bastante por hoy. Me quedo aquí.
Kraiklyn miró a Mipp y señaló con la cabeza a Neisin.
—Ocúpate de él. —Se volvió hacia Dorolow y Wubslin—. Venga, moveos. Nunca se sabe; quizá podáis hacer algo… Yalson, tú también.
Yalson no estaba mirando a Kraiklyn, pero se volvió y siguió a Wubslin y a la otra mujer cuando partieron en busca de algún camino que llevara a la cubierta inferior.
La vibración que sintieron en las suelas de sus botas hizo que todos dieran un salto. Giraron en redondo y vieron a Lamm, una silueta lejana recortada contra el telón de fondo de las nubes, disparando contra los soportes de una zona de aterrizaje situada a cinco o seis niveles por encima de su cabeza. El haz invisible del láser creaba llamas que lamían el metal. Los soportes de otra zona de aterrizaje cedieron de repente, y la gran lámina cayó dando vueltas sobre sí misma como un naipe inmenso para acabar estrellándose contra el nivel en el que se encontraban con otro golpe que hizo vibrar toda la cubierta.
—¡Lamm! —gritó Kraiklyn—. ¡Basta ya!
El traje negro que enarbolaba el rifle fingió no oírle. Kraiklyn alzó su láser y apretó el gatillo. Una sección de cubierta a cinco metros por delante de Lamm quedó oculta por una cortina de llamas. El metal reluciente se curvó hacia arriba y volvió a derrumbarse unos instantes después. Una burbuja de gases provocados por el disparo emergió de la zona del impacto y chocó con Lamm, quien se tambaleó y estuvo a punto de caer. Lamm logró recobrar el equilibrio y se irguió. La rabia le hacía temblar de una forma claramente visible incluso a esa distancia. Kraiklyn seguía apuntándole con su arma. Lamm irguió los hombros, enfundó su láser y volvió hacia ellos dando largas zancadas que casi parecían saltitos, como si no hubiese ocurrido nada. Los demás se relajaron un poco.
Kraiklyn les agrupó y se pusieron en marcha, siguiendo a Dorolow, Yalson y Wubslin hasta el interior de la torre y la gigantesca espiral de unas escaleras cubiertas de moqueta que llevaban hacia las profundidades del Megabarco Olmedreca.
—Está más muerto que un fósil —dijo con amargura la voz de Yalson por los intercomunicadores de sus cascos cuando habían recorrido la mitad del trayecto—. Está más muerto que un maldito fósil…
Cuando pasaron junto a ellos de camino hacia la proa, Yalson y Wubslin estaban inmóviles al lado del cadáver esperando la polea que Mipp les enviaba desde arriba. Dorolow rezaba.
Llegaron a la cubierta con la que había chocado Lenipobra, se internaron en la niebla y siguieron avanzando por una angosta pasarela con el vacío a cada lado.
—Sólo cinco metros —dijo Kraiklyn, usando el radar ligero de aguja incorporado a su traje fabricado en Rairch para inspeccionar los abismos de vapor que había debajo de ellos.
El espesor de la niebla iba disminuyendo lentamente a medida que avanzaban —subiendo a una cubierta despejada, volviendo a bajar—, por las escalerillas exteriores y las largas rampas de conexión. El sol se hacía visible de vez en cuando, un disco rojo cuyo resplandor aumentaba o disminuía según la posición en que estuvieran. Atravesaron cubiertas, rodearon piscinas, cruzaron paseos y zonas de aterrizaje, dejaron atrás mesas y sillas, se abrieron paso por bosquecillos y caminaron bajo marquesinas, arcadas y bóvedas. Vieron torres alzándose sobre sus cabezas por entre la niebla, y en un par de ocasiones se asomaron a pozos inmensos que atravesaban el cuerpo principal del barco y estaban provistos de cubiertas y aún más explanadas, y creyeron oír el susurro del mar que se agitaba en el fondo de los pozos. La niebla cubría el final de aquellos cuencos inmensos moviéndose lentamente en remolinos como si fuera una sopa hecha de sueños.
Se detuvieron ante una hilera de pequeños vehículos provistos de ruedas y asientos con alegres toldos rayados multicolores como techo. Kraiklyn miró a su alrededor para orientarse. Wubslin intentó poner en marcha algún vehículo, pero ninguno funcionaba.
—Hay dos maneras de llegar hasta ahí —dijo Kraiklyn frunciendo el ceño y mirando hacia adelante. El sol había decidido arder unos instantes por encima de sus cabezas, y sus rayos hacían que los vapores de arriba y de los lados brillaran como el oro. Una torre se abrió paso por entre la niebla, y los zarcillos y ondulaciones de calina se movieron como brazos inmensos volviendo a oscurecer el sol. Su sombra cayó sobre el camino que se extendía ante ellos—. Nos dividiremos. —Kraiklyn miró a su alrededor—. Yo iré por ahí con Aviger y Jandraligeli. Horza y Lamm, vosotros iréis por ahí. —Señaló hacia el otro lado—. Eso tiene que llevaros a una de las proas laterales. Allí tendría que haber algo; inspeccionadlo todo. —Pulsó uno de los botones que cubrían su muñequera—. ¿Yalson?
—Hola —dijo Yalson por el intercomunicador.
Ella, Wubslin y Dorolow habían observado cómo el cadáver de Lenipobra era izado hasta la lanzadera y se habían puesto en marcha siguiendo a los demás.
—Bien —dijo Kraiklyn, observando una de las pantallas de su casco—, sólo estáis a trescientos metros de distancia. —Se dio la vuelta y sus ojos escrutaron el camino que habían seguido. Un grupo de torres situadas a varios kilómetros asomaban detrás de ellos. Casi todas empezaban en los niveles superiores de la estructura. Ahora podían ver una parte cada vez mayor del Olmedreca. La niebla se deslizaba en silencio junto a sus cuerpos—. Oh, sí —dijo Kraiklyn—, ya os veo.
Saludó con la mano.
Unas siluetas minúsculas que avanzaban por una cubierta distante situada junto a uno de los inmensos cuencos llenos de niebla le devolvieron el saludo.
—Yo también os veo —dijo Yalson.
—Cuando lleguéis al sitio donde estamos ahora id hacia la izquierda hasta encontrar la otra proa lateral. Allí hay varios láseres subsidiarios. Horza y Lamm irán…
—Sí, ya lo hemos oído —dijo Yalson.
—Bien. Pronto podremos mover la lanzadera hasta dejarla bastante cerca del sitio donde encontremos algo. Puede que incluso logremos posarla allí mismo… Seguid adelante y mantened los ojos bien abiertos.
Hizo una seña con la cabeza a Aviger y Jandraligeli y éstos se pusieron en movimiento. Lamm y Horza se miraron y partieron en la dirección indicada por Kraiklyn. Lamm le pidió por gestos a Horza que desconectara el canal del intercomunicador y que alzara, el visor de su casco.
—Si hubiéramos esperado un poco podríamos habernos posado con la lanzadera en el lugar adecuado —dijo después de haber subido su visor.
Horza asintió.
—Pequeño bastardo estúpido… —dijo Lamm.
—¿A quién te refieres? —preguntó Horza.
—A ese chico. Saltar de la maldita plataforma…
—Hmmm.
—¿Sabes lo que voy a hacer?
Lamm miró al Cambiante.
—¿Qué?
—Voy a cortarle la lengua a ese imbécil, eso es lo que voy a hacer. Una lengua con un tatuaje tiene que valer algo, ¿no te parece? Y, de todas formas, ese pequeño bastardo me debía dinero… ¿Qué opinas? ¿Cuánto crees que puede valer?
—No tengo ni idea.
—Pequeño bastardo —murmuró Lamm.
Siguieron avanzando a lo largo de la cubierta, desviándose en ángulo de la línea recta que habían ido siguiendo hasta ahora. Saber exactamente hacia donde se dirigían resultaba bastante difícil, pero según Kraiklyn acabarían llegando a una de las proas laterales que asomaban del Olmedreca como enormes escolleras formando puertos para acoger a las numerosas embarcaciones que habían visitado el Megabarco en su época gloriosa yendo y viniendo de éste a tierra firme con grupos de excursionistas, o trayendo suministros.
Pasaron por una zona con señales obvias de haber presenciado un tiroteo reciente. Toda una cubierta de recreo estaba llena de quemaduras láser, vidrios rotos y fragmentos metálicos, y las cortinas y los tapices desgarrados aleteaban bajo el soplo siempre regular de la brisa creada por el movimiento de la gran nave. Dos de aquellos pequeños vehículos con ruedas habían sido semidestrozados y yacían de lado. Las botas de Horza y Lamm hicieron crujir los trozos de metal y pulverizaron los vidrios rotos. Siguieron avanzando. Los otros dos grupos también se dirigían hacia proa, y a juzgar por sus informes y sus conversaciones estaban moviéndose bastante deprisa. El inmenso banco de nubes que habían visto antes seguía delante de ellos; ni se disipaba ni se volvía más espeso, y ahora sólo podían estar a un par de kilómetros de él, aunque calcular las distancias con precisión resultaba bastante difícil.
—Ya hemos llegado —dijo Kraiklyn pasado un rato.
Su voz chisporroteó en el oído de Horza. Lamm conectó su canal de transmisión.
—¿Qué?
Miró a Horza poniendo cara de perplejidad. Horza se encogió de hombros.
—¿Por qué tardáis tanto? —preguntó Kraiklyn—. Nosotros hemos tenido que recorrer más distancia. Estamos en la proa principal. Sobresalen un poco más que el sitio donde os encontráis.
—Y un cuerno, Kraiklyn.
Era la voz de Yalson. Se suponía que su grupo debía estar dirigiéndose hacia la otra proa lateral.
—¿Qué? —exclamó Kraiklyn.
Lamm y Horza se callaron para escuchar el intercambio de palabras que les llegaba por sus comunicadores. Yalson volvió a hablar.
—Acabamos de llegar al final del barco. De hecho, creo que estamos un poco fuera de la estructura principal, encima de una especie de ala o promontorio… Bueno, el caso es que aquí no hay ninguna proa lateral. Nos has enviado en la dirección equivocada.
—Pero vosotros… —empezó a decir Kraiklyn.
Su voz se desvaneció en el silencio.
—¡Kraiklyn, maldita sea, nos has enviado hacia la proa y tú estás en una proa lateral! —gritó Lamm por el micrófono de su casco.
Horza había estado llegando a la misma conclusión. Ésa era la razón de que siguieran andando y el equipo de Kraiklyn ya hubiera llegado a su punto de destino. El capitán de la Turbulencia en cielo despejado guardó silencio durante unos segundos.
—Mierda, debéis de tener razón —dijo por fin. Pudieron oírle suspirar—. Supongo que lo mejor será que tú y Horza sigáis adelante. Mandaré a alguien en vuestra dirección cuando hayamos acabado de inspeccionar esto. Creo que puedo ver una especie de galería con un montón de cúpulas transparentes, y puede que algunas contengan láseres. Yalson, vuelve al sitio donde nos separamos y avísame cuando llegues allí. Veremos quién encuentra algo útil antes.
—Jodidamente maravilloso —dijo Lamm.
Se alejó hacia la niebla y Horza le siguió, deseando que aquel maldito traje demasiado grande para su talla no le rozase y le doliera en tantos sitios.
Los dos hombres continuaron avanzando. Lamm se detuvo para investigar algunos camarotes que ya habían sido saqueados. Telas de lujo que se habían enganchado en fragmentos de los cristales rotos flotaban como si fuesen partes de la nube que les envolvía. Entraron en un apartamento y vieron muebles de madera, una holosfera rota tirada en un rincón y un acuario de cristal tan grande como una habitación lleno de peces multicolores medio descompuestos y trajes magníficos flotando junto a los peces en la superficie del agua igual que algas exóticas.
Sus comunicadores les permitieron oír como el grupo de Kraiklyn descubría lo que creyeron era una puerta que llevaba a la galería donde —ésa era su esperanza—, encontrarían láseres montados detrás de las burbujas transparentes que habían visto antes. Horza se volvió hacia Lamm y le dijo que sería mejor que no malgastaran su tiempo, por lo que se olvidaron de los camarotes y volvieron a la cubierta para reanudar su avance.
—Eh, Horza —dijo Kraiklyn cuando el Cambiante y Lamm salían de la cubierta para internarse en un largo túnel iluminado por la tenue claridad solar que lograba atravesar la niebla y los paneles opacos del techo—. El radar de aguja de este traje no funciona como debería.
—¿Qué le pasa? —preguntó Horza mientras caminaban por el túnel.
—No atraviesa la nube, eso es lo que le pasa.
—La verdad es que nunca llegué a tener ocasión de… ¿Qué quieres decir?
Horza se detuvo. Sintió cómo si algo se anudara en sus entrañas. Lamm siguió caminando por el pasillo, alejándose de él.
—Está dándome una lectura de esa gran nube que tenemos delante en toda su longitud y hasta como medio kilómetro de altura. —Kraiklyn se rió—. Esa nube no es el Muro del borde, de eso no hay duda, y puedo ver que es una nube, y se encuentra más cerca de lo que el radar dice que está.
—¿Dónde estáis? —preguntó Dorolow—. ¿Habéis encontrado algún láser? ¿Qué hay de esa puerta?
—No, es una especie de solano o algo parecido —respondió Kraiklyn.
—¡Kraiklyn! —gritó Horza—. ¿Estás seguro de esa lectura?
—Estoy seguro. El radar dice que…
—Joder, desde luego aquí no hay mucho sol para broncearse… —dijo alguien, aunque la interrupción parecía accidental, como si quien había hablado no supiera que su comunicador estaba activado.
La frente de Horza empezó a cubrirse de sudor. Algo andaba terriblemente mal.
—¡Lamm! —gritó. Lamm, que se encontraba treinta metros más adelante, volvió la cabeza hacia él y siguió caminando—. ¡Vuelve! —gritó Horza.
Lamm se detuvo.
—Horza, no puede haber nada…
—¡Kraiklyn! —la voz de Mipp, desde la lanzadera—. No estábamos solos. Acabo de ver una lanzadera que ha despegado desde un punto situado algo más atrás de donde nos posamos. Ya se encuentra bastante lejos.
—De acuerdo, Mipp, gracias —dijo Kraiklyn sin perder la calma—. Escucha, Horza, por lo que puedo ver desde aquí la proa donde os encontráis acaba de entrar en la nube, así que es una nube… Mierda, todos podemos ver que es una maldita nube. No te…
El barco vibró bajo los pies de Horza. Se tambaleó. Lamm le lanzó una mirada de perplejidad.
—¿Has sentido eso? —gritó Horza.
—¿Sentir qué? —respondió Kraiklyn.
—¿Kraiklyn? —Mipp de nuevo—. Puedo ver algo…
—¡Lamm, vuelve aquí! —gritó Horza, tanto por el aire como a través del micro.
Lamm miró a su alrededor. Horza estaba seguro de que sentía temblar la cubierta, y las vibraciones no cesaban.
—¿Qué has sentido? —preguntó Kraiklyn.
Estaba empezando a enfadarse.
—He creído sentir algo —dijo Yalson—. No era gran cosa. Pero… Eh, escuchadme, se supone que estas cosas no…, se supone que estas cosas no…
—Kraiklyn —dijo Mipp en un tono de voz más apremiante—, creo que veo algo…
—¡Lamm!
Horza empezó a retroceder por donde habían venido. Lamm seguía sin moverse, poniendo cara de no saber qué hacer.
Horza podía oír algo, una curiosa especie de gruñido. Le recordaba el sonido de un reactor o un motor de fusión situado a mucha distancia, pero no era ninguna de esas dos cosas. Y también podía sentir algo bajo sus pies. Ese temblor, y además había una especie de tirón, algo que parecía atraerle hacia adelante, hacia Lamm, hacia la proa, como si se encontrara en un campo de poca intensidad, o…
—Kraiklyn! —chilló Mipp—. ¡Puedo verlo! ¡Está ahí! Yo… Vosotros… Estoy… —balbuceó.
—Oídme todos, ¿queréis hacer el favor de calmaros un poco?
—Puedo sentir algo… —empezó a decir Yalson.
Horza echó a correr hacia la entrada del pasillo. Lamm, que había empezado a retroceder, se detuvo y se puso las manos en las caderas apenas vio cómo Horza se alejaba corriendo de él. El aire vibraba con una especie de rugido distante, como una gran cascada oída desde el fondo de una cañada.
—Yo también puedo sentir algo, es como si…
—¿Qué estaba gritando Mipp?
—¡Vamos a estrellarnos! —gritó Horza mientras corría.
El rugido se aproximaba y se iba haciendo más fuerte a cada segundo que pasaba.
—¡Hielo! —Era la voz de Mipp—. ¡Voy a hacer despegar la lanzadera! ¡Corred! ¡Es una pared de hielo! ¡Neisin! ¿Dónde estás? ¡Neisin! ¡Tengo que…!
—¿Qué?
—¿HIELO?
El rugido seguía aumentando de intensidad. El pasillo empezó a gemir alrededor de Horza. Varios paneles del techo se resquebrajaron y los fragmentos cayeron al suelo enfrente de él. Una sección de pared salió disparada hacia adelante como una puerta que se abre y Horza apenas si logró esquivarla. No podía oír nada, sólo aquel ruido.
Lamm miró a su alrededor y vio que el extremo del pasillo venía hacia él. Toda la parte final del pasillo estaba moviéndose con una mezcla de rugido y rechinar, avanzando hacia Lamm con la velocidad de un hombre lanzado a la carrera. Lamm disparó el láser contra los paneles, pero éstos siguieron avanzando; el pasillo se llenó de humo. Lanzó una maldición, giró sobre sus talones y echó a correr en pos de Horza.
Ahora todo el mundo estaba gritando. Una confusión de voces casi imperceptibles resonaba en los dos oídos de Horza, pero lo único que podía oír era el rugido atronador que le rodeaba. La cubierta tembló y bailó bajo sus pies como si toda aquella embarcación gigantesca fuese un edificio en pleno terremoto. Las placas y paneles que formaban las paredes del corredor se estaban abombando; algunos puntos del suelo se curvaban; más paneles del techo se resquebrajaron y cayeron de sus soportes. Y aquella fuerza extraña seguía tirando de él, haciéndole moverse tan despacio como si estuviera atrapado en una pesadilla… Horza emergió a la luz del día y oyó a Lamm siguiéndole de cerca.
—¡Kraiklyn, estúpido cabrón, bastardo hijo de puta! —gritó Lamm.
Las voces parloteaban en sus oídos, su corazón latía a toda velocidad. Horza impulsó cada pie hacia adelante poniendo todas sus energías en el movimiento, pero el rugido se aproximaba e iba haciéndose más fuerte. Dejó atrás los camarotes vacíos. Los plásticos y materiales blandos estallaban, el techo estaba empezando a desplomarse sobre los recintos y la cubierta se inclinaba; la holosfera que habían visto antes rodó por el suelo y salió despedida por una ventana haciéndola añicos. Una escotilla estalló cerca de Horza emitiendo una ráfaga de aire presurizado y escombros voladores. Horza se agachó sin dejar de correr, sintiendo los impactos en su traje. La cubierta saltó y osciló bajo sus pies haciéndole resbalar. Los pasos de Lamm resonaban a su espalda. Lamm seguía insultando ferozmente a Kraiklyn por el intercomunicador.
El ruido que avanzaba detrás de él era como una cascada gigantesca, como una avalancha colosal, como una explosión continua o la erupción de un volcán. Le dolían los oídos y su mente vacilaba, aturdida por el volumen de aquel estrépito imposible. La hilera de ventanas de la pared que tenía delante se volvió de color blanco y estalló, creando un diluvio de partículas que golpearon su traje en una serie de nubéculas semisólidas. Horza volvió a agachar la cabeza y corrió hacia el umbral.
—¡Bastardo, bastardo, bastardo! —gritaba Lamm.
—¡… no para!
—¡… por aquí!
—Cállate, Lamm.
—¡Horzaaa…!
Las voces aullaban en su oído. Estaba corriendo sobre una alfombra por el interior de un gran pasillo; las puertas abiertas aleteaban, las luces del techo vibraban. Un diluvio de agua barrió el pasillo ante él a veinte metros de distancia, y durante un segundo pensó que estaba al nivel del mar, pero sabía que eso era imposible; cuando pasó corriendo por el lugar donde había estado el agua pudo ver y oír cómo espumeaba y gorgoteaba precipitándose por una inmensa escalera de caracol. Todo volvía a estar seco, y ahora sólo quedaban unos hilillos de líquido que caían del techo. El tirón producido por el lento frenado del barco parecía menos intenso, pero el rugido seguía rodeándole por todas partes. Su cuerpo estaba empezando a debilitarse. Horza siguió corriendo sumido en un trance de aturdimiento y cansancio, intentando mantener el equilibrio mientras el pasillo vibraba y se retorcía a su alrededor. Una ráfaga de aire acarició su cuerpo. Unas hojas de papel y unas cuantas láminas de plástico revolotearon dejándole atrás como si fuesen pájaros multicolores.
—… bastardo, bastardo, bastardo…
—Lamm…
Vio la luz del día delante. La claridad entraba por el techo de cristal y los inmensos ventanales de un solano. Horza saltó a través de una hilera de plantas de grandes hojas que crecían en maceteros y aterrizó sobre un grupo de sillitas colocadas alrededor de una mesa, destrozándolas.
—… jodido bastardo est…
—¡Lamm, cállate! —Era la voz de Kraiklyn—. No podemos oír…
La hilera de ventanas que había ante él se volvió de color blanco, se agrietó como si estuviera hecha de hielo y reventó. Horza saltó por uno de los huecos y patinó sobre los fragmentos esparcidos encima de la cubierta que había al otro lado. El extremo superior de la hilera de ventanas rotas empezó a acercarse lentamente al extremo inferior, como si la hilera de ventanas fuese una boca inmensa.
—¡Bastardo! ¡Cabrón hijo de…!
—¡Maldita sea, cambiad de canal! ¡Id a…!
Horza resbaló sobre los fragmentos de cristal y estuvo a punto de caer.
Todas las otras voces habían desaparecido. Sólo quedaba la voz de Lamm, llenando sus oídos con juramentos y blasfemias que se perdían en el rugido ensordecedor de la destrucción interminable que les perseguía. Horza miró hacia atrás durante una fracción de segundo y vio a Lamm saltando por entre las fauces de la hilera de ventanas. Lamm se estrelló contra la cubierta, rodó sobre sí mismo y se levantó. Seguía conservando su láser. Horza apartó la mirada. Sólo entonces se dio cuenta de que ya no tenía su arma; debía haberla tirado, pero no podía recordar dónde o cuando.
Horza iba cada vez más despacio. Era fuerte y estaba acostumbrado al ejercicio físico, pero la falsa gravedad de Vavatch y aquel traje demasiado grande estaban empezando a agotarle.
Siguió corriendo sumido en aquella especie de trance mientras los chorros de vapor de su aliento entraban y salían de su boca abierta al máximo e intentó imaginarse lo cerca que habían estado de las proas, y el espacio de tiempo durante el que el inmenso peso del barco sería capaz de seguir comprimiendo su sección delantera a medida que su masa de billones de toneladas se incrustaba en lo que —si ocupaba todo el banco de nubes que habían visto antes—, debía de ser un descomunal iceberg en forma de meseta.
El barco que le rodeaba era como un paisaje visto en sueños. La embarcación seguía envuelta en nubes y niebla, pero el diluvio dorado del sol caía sobre ella iluminándolo todo. Las torres y pináculos parecían intactos, y toda aquella estructura gigantesca seguía avanzando hacia el hielo mientras los kilómetros de Megabarco que había detrás de ella ejercían presión hacia adelante con la titánica inercia del navío. Horza dejó atrás pistas para juegos y pabellones de ondulante tela plateada, y atravesó un montón de instrumentos musicales. Una inmensa pared provista de varias cubiertas se alzó ante él, y sobre su cabeza había puentes que bailaban y se sacudían a medida que sus soportes escondidos en la niebla iban acercándose a la incontenible oleada de destrucción y eran engullidos por ella. Vio como una cubierta lateral se desplomaba en un vacío de neblina. La cubierta que había bajo sus pies empezó a subir lentamente en un tramo de quince metros o más por delante de él. Horza tenía que subir por una cuesta que se iba haciendo más empinada a cada segundo que pasaba. Un puente colgante se derrumbó a su izquierda y los cables de suspensión azotaron el aire. El puente desapareció por entre la niebla dorada y el ruido de su caída se perdió en el estruendo ensordecedor que hacía vibrar sus tímpanos. Los pies de Horza empezaron a resbalar sobre la cubierta. Cayó pesadamente sobre su espalda, se dio la vuelta y miró hacia atrás.
Rodó sobre los trozos de cristal y los fragmentos de barandilla que había al extremo de la cubierta, se agarró a una barandilla intacta, hizo fuerza con los dos brazos, se impulsó con un pie y saltó sobre la barandilla.
Sólo cayó la altura de una cubierta y se estrelló contra una superficie curva de metal. El impacto le dejó sin aliento. Se puso en pie lo más deprisa posible, inhalando aire por la boca y tragándolo mientras intentaba hacer funcionar sus pulmones. La pequeña cubierta sobre la que se encontraba también empezaba a doblarse, pero el punto de pliegue se hallaba entre él y la pared de destrucción. Horza perdió pie y resbaló sobre aquella superficie cada vez más inclinada mientras la sección de cubierta que había a su espalda se alzaba hasta formar un ángulo. El metal se rompió y los soportes de la cubierta superior se desprendieron como huesos rotos asomando de la piel. Ante él había un tramo de escalones que llevaba hasta la cubierta de la que acababa de saltar, pero la zona en que terminaban aún conservaba la estabilidad. Horza subió hasta aquella cubierta y llegó a ella cuando empezaba a doblarse. Se alejó lo más posible de la ola frontal de escombros, y vio como el metal de la cubierta seguía doblándose en una deformación cada vez más acentuada.
Bajó corriendo por la pendiente mientras el agua de los estanques ornamentales caía en cascadas a su alrededor. Más peldaños. Subió hasta la siguiente cubierta.
Su pecho y su garganta parecían estar llenos de carbones al rojo vivo y sus piernas de plomo fundido, y aquel espantoso tirón de pesadilla seguía llegando desde atrás atrayéndole implacablemente hacia la zona de destrucción. Horza se tambaleó, dejó atrás el final del tramo de peldaños y pasó junto a una piscina rota de la que iba escapando el agua.
—¡Horza! —gritó una voz—. ¿Eres tú? ¡Horza! ¡Soy Mipp! ¡Mira hacia arriba!
Horza alzó la cabeza. La lanzadera de la Turbulencia en cielo despejado flotaba entre la niebla a unos treinta metros por encima de él. Horza agitó débilmente la mano y el gesto hizo que se tambaleara. La lanzadera descendió hacia él atravesando la niebla con las puertas traseras abiertas hasta quedar suspendida sobre la cubierta que había encima de Horza.
—¡He abierto las puertas! ¡Salta! —gritó Mipp.
Horza intentó contestar, pero sólo consiguió producir una especie de jadeo asmático. Avanzó hacia la lanzadera tambaleándose, con la sensación de que todos los huesos de sus piernas se habían convertido en gelatina. El traje pesaba cada vez más y podía sentir cómo bailaba y crujía a su alrededor. Sus pies resbalaron sobre los cristales rotos que cubrían la cubierta temblorosa que había bajo sus botas. Aún tenía que subir el tramo de peldaños que llevaba a la cubierta donde le esperaba la lanzadera.
—¡Deprisa, Horza! ¡No podré esperarte mucho rato más!
Horza avanzó hacia los peldaños y empezó a trepar por ellos. La lanzadera oscilaba en el aire. La abertura de la rampa trasera tan pronto apuntaba hacia él como se alejaba. Los peldaños que había bajo sus pies vibraban. El estruendo que le rodeaba era un rugido lleno de gritos y golpes. Había otra voz gritando en sus oídos, pero no podía distinguir las palabras. Horza llegó a la cubierta superior e intentó correr hacia la rampa de la lanzadera. Estaba a pocos metros de ella; podía ver los asientos y las luces del compartimento, y el traje que contenía el cadáver de Lenipobra caído en un rincón.
—¡No puedo esperar más! Tengo que… —gritó Mipp intentando hacerse oír por encima del estrépito de la destrucción y los gritos de la otra voz.
La lanzadera empezó a elevarse. Horza saltó hacia ella.
Sus manos entraron en contacto con el comienzo de la rampa cuando ésta se encontraba al nivel de su pecho. La lanzadera le alzó en vilo y el cuerpo de Horza empezó a bailotear suspendido de sus brazos. La lanzadera siguió subiendo, y Horza se encontró contemplando el vientre de su fuselaje.
—¡Horza, Horza! —sollozó Mibb—. Lo siento…
—¡Estoy aquí! —gritó Horza con voz enronquecida.
—¿Qué?
La lanzadera siguió subiendo, dejando atrás cubiertas, torres y las delgadas líneas horizontales del tendido de monorraíl. Los dedos de Horza se habían convertido en ganchos que soportaban todo su peso. Sus guantes se curvaban sobre el filo de la rampa. Sentía un dolor terrible en los brazos.
—¡Estoy colgando de la maldita rampa!
—¡Bastardos! —gritó otra voz.
Era Lamm. La rampa empezó a moverse. El tirón estuvo a punto de hacer que los dedos de Horza perdieran su presa. Estaban a cincuenta metros de altura y seguían subiendo. Horza vio como la parte superior de las puertas se iba aproximando a sus dedos.
—¡Mipp! —gritó—. ¡No cierres las puertas! ¡Deja la rampa tal y como está, intentaré llegar al compartimento!
—De acuerdo —se apresuró a responder Mipp.
La rampa dejó de moverse quedando en un ángulo de unos veinte grados. Horza empezó a balancear las piernas de un lado para otro. Estaban a setenta, ochenta metros de altura, dándole la cola a la oleada de destrucción y alejándose lentamente de ella.
—¡Negro bastardo! ¡Vuelve! —gritó Lamm.
—¡No puedo, Lamm! —gritó Mipp—. ¡No puedo! ¡Estás demasiado cerca!
—¡Gordo de mierda! ¡Bastardo! —siseó Lamm.
Horza vio destellos luminosos bailando a su alrededor. El vientre de la lanzadera se cubrió de llamas en una docena de puntos distintos allí donde lo habían alcanzado los disparos del láser. Horza sintió un impacto en el pie izquierdo, en la suela de su bota, y toda su pierna derecha se sacudió convulsivamente en un espasmo de dolor.
Mipp lanzó un grito incoherente. La lanzadera empezó a acelerar, volviendo hacia el Megabarco para cruzarlo en una trayectoria diagonal. El aire rugía alrededor del cuerpo de Horza haciendo que sus dedos fueran perdiendo poco a poco su ya precario asidero.
—¡Mipp, no vayas tan deprisa! —gritó.
—¡Bastardo! —volvió a gritar Lamm.
La corta vida incandescente de un abanico de rayos láser iluminó la niebla a un lado de la lanzadera. El haz surgido del láser cambió de posición y la lanzadera volvió a ser alcanzada. Cinco o seis pequeñas explosiones chisporrotearon sobre la zona del morro. Mipp aulló. La lanzadera aumentó su velocidad. Horza seguía intentando pasar una pierna sobre la rampa, pero las puntas de sus dedos enguantados iban deslizándose lentamente sobre la áspera superficie metálica a medida que su cuerpo sentía la corriente de aire creada por la aceleración de la lanzadera.
Lamm gritó. La mezcla de alarido y gorgoteo estridente atravesó la cabeza de Horza como si fuera una descarga eléctrica. El grito se quebró de repente y durante un segundo fue sustituido por una especie de crujido, como si algo se estuviera partiendo en dos.
La lanzadera estaba avanzando rápidamente sobre la superficie del Megabarco a cien metros de altura. Horza podía sentir cómo sus dedos y brazos se iban quedando sin fuerzas. Contempló el interior de la lanzadera a través del visor de su casco. Estaba a sólo unos metros de distancia, pero sus dedos iban resbalando milímetro a milímetro.
El interior del compartimento emitió un destello y un instante después se iluminó con una cegadora e insoportable llamarada blanca. El instinto le hizo cerrar los ojos, y una abrasadora luz amarilla se abrió paso a través de sus párpados. Los altavoces de su casco produjeron un repentino estallido de zumbidos inhumanos y terriblemente penetrantes, como el aullido de una máquina. El sonido desapareció tan bruscamente como había llegado. La luz fue desvaneciéndose lentamente. Horza abrió los ojos.
El interior de la lanzadera seguía brillantemente iluminado, pero ahora también humeaba. Las turbulencias de aire que entraban por la puerta trasera arrancaban hilachas de humo a los asientos, tiras de sujeción y arneses calcinados, y a la bola de piel negra cubierta de ampollas en que se había convertido el rostro de Lenipobra. La oleada de fuego y luz parecía haber dejado un friso de sombras sobre el mamparo que había detrás de él.
Uno a uno, los dedos de Horza estaban acercándose al final de la rampa.
«Dios mío —pensó contemplando las sombras y el humo—, así que después de todo ese maníaco llevaba encima una bomba atómica…» Y entonces la onda expansiva les alcanzó.
Horza se vio lanzado hacia adelante por encima de la rampa, y su cuerpo entró en el compartimento justo antes de que la onda expansiva engullese a la lanzadera haciéndola oscilar y saltar por el cielo como si fuese un pajarillo atrapado en una tormenta. Horza fue arrojado de un lado a otro e intentó desesperadamente agarrarse a algo para no volver a caer por el hueco de las puertas. Su mano encontró algunas tiras de sujeción, y sus dedos se cerraron alrededor de ellas con sus últimas reservas de energía.
Horza miró hacia el hueco de las puertas. Una inmensa bola de fuego subía lentamente por el cielo abriéndose paso entre la neblina. Un ruido que parecía la suma de todos los truenos que Horza había oído en su vida vibró por el recalentado interior de la máquina que huía de aquel infierno. La lanzadera osciló, arrojando a Horza contra una hilera de asientos. Una gran torre desfiló velozmente por el hueco de las puertas y ocultó la bola de fuego durante un momento mientras la lanzadera empezaba a virar. Las puertas parecieron intentar cerrarse y acabaron atascándose.
Las superficies que habían estado expuestas a la bola de fuego inicial empezaban a emitir el calor creado por la explosión de la bomba. Horza tenía la sensación de estarse asando dentro del traje. Sentía un dolor terrible en la pierna derecha, en algún punto por debajo de la rodilla, y podía oler algo que se quemaba.
La lanzadera fue recobrando la estabilidad y enderezó el curso. Horza se puso en pie y avanzó cojeando hacia la puerta incrustada en el mamparo, allí donde los contornos de los asientos y del cadáver de Lenipobra —que ahora yacía hecho un fardo cerca de las puertas traseras—, habían quedado grabados a fuego bajo la forma de sombras congeladas en el blanco mate de la pared. Abrió la puerta y cruzó el umbral.
Mipp ocupaba el asiento del piloto y estaba encorvado sobre los controles. Las pantallas de los monitores no daban imagen, pero el panorama visible por el grueso cristal polarizado del parabrisas de la lanzadera mostraba nubes, neblina, algunas torres que se deslizaban bajo ellos y, más allá, el mar abierto sobre el que había aún más capas de nubes.
—Creí que… estabas muerto… —dijo Mipp con voz pastosa, medio volviéndose hacia Horza.
Mipp estaba encorvado en su asiento con la espalda doblada en una curva que casi le hacía parecer un jorobado. Tenía los ojos entrecerrados, y daba la impresión de estar herido. Gotitas de sudor brillaban sobre la oscura piel de su frente. El puente estaba lleno de un humo acre y, al mismo tiempo, curiosamente dulzón.
Horza se quitó el casco y se dejó caer en el asiento contiguo al de Mipp. Bajó los ojos hacia su pierna derecha. En la parte de atrás de su pantorrilla había un agujero negruzco de un centímetro de diámetro con los contornos muy precisos, y un agujero más grande y de contornos menos regulares a un lado. Flexionó la pierna y torció el gesto; no era más que una quemadura muscular ya cauterizada. No podía ver sangre.
Miró a Mipp.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Ya conocía la respuesta.
Mipp meneó la cabeza.
—No —dijo en voz baja—. Ese lunático me ha dado. La pierna…, y en la espalda, no sé dónde.
Horza examinó la parte trasera del traje de Mipp que no quedaba oculta por el respaldo del asiento. Un agujero en la curva de éste llevaba a una larga cicatriz oscura sobre la superficie del traje. Horza bajó la cabeza y contempló la cubierta del puente.
—Mierda —dijo—. Este trasto ha quedado lleno de agujeros.
El suelo estaba repleto de cráteres. Había dos directamente bajo el asiento de Mipp; un disparo del láser había causado aquella cicatriz oscura en su traje, y el otro debía de haber dado en su cuerpo.
—Siento como si ese bastardo me hubiera disparado justo en el culo, Horza —dijo Mipp intentando sonreír—. Llevaba encima una auténtica bomba nuclear, ¿verdad? Eso es lo que estalló. Se ha cargado todos los circuitos eléctricos… Lo único que sigue funcionando es el control óptico. Maldita lanzadera de mierda…
—Mipp, deja que me encargue de los controles —dijo Horza.
Habían llegado a las nubes; el cristal del parabrisas sólo mostraba una vaga claridad color cobre. Mipp meneó la cabeza.
—No puedo. No serías capaz de pilotar este trasto…, no en su estado actual.
—Tenemos que volver, Mipp. Los demás quizá hayan…
—No puede ser. Habrán muerto todos —dijo Mipp meneando la cabeza y aferrando los controles con más fuerza sin apartar los ojos del parabrisas—. Dios, este trasto se va a morir de un momento a otro… —Contempló la hilera de pantallas en blanco y meneó la cabeza más despacio que antes—. Puedo sentirlo.
—¡Mierda! —exclamó Horza sintiéndose impotente—. ¿Y la radiación? —preguntó de repente.
Todo el mundo sabía que si un traje adecuadamente diseñado te permitía sobrevivir al primer destello y a la onda expansiva, también te permitiría sobrevivir a la radiación; pero Horza no estaba muy seguro de que el traje que llevaba puesto estuviera demasiado bien diseñado. Uno de los muchos instrumentos de que carecía era un monitor de radiación, y por sí solo eso ya era mala señal. Mipp echó un vistazo a una pantallita de la consola.
—Radiación… —dijo. Meneó la cabeza—. No hay nada demasiado serio —añadió—. Pocos neutrones… —El dolor le hizo torcer el gesto—. Era una bomba bastante limpia. Probablemente ese bastardo habría preferido un artefacto muy distinto. Tendría que devolverla al sitio donde se la vendieron y reclamar…
Mipp dejó escapar una risita impregnada de desesperación.
—Tenemos que volver, Mipp.
Intentó imaginarse a Yalson huyendo de la ola de destrucción con una ventaja inicial superior a la de él y Lamm. Se dijo que debía de haberlo conseguido, que cuando la bomba estalló ya debía encontrarse lo bastante lejos para no haber sido afectada por la detonación, y que el Megabarco acabaría deteniéndose, que la avalancha metálica iría avanzando cada vez más despacio hasta quedarse inmóvil… Pero si había algún superviviente, ¿cómo se las arreglaría para salir del Megabarco? Intentó poner en funcionamiento el comunicador de la lanzadera, pero estaba tan muerto como el de su traje.
—No conseguirás hablar con ellos —dijo Mipp meneando la cabeza—. Los muertos no resucitan. Les oí; sus comunicaciones se fueron interrumpiendo mientras corrían. Intenté decirles que…
—Mipp, cambiaron de canal, eso fue todo. ¿No oíste a Kraiklyn? Cambiaron de canal porque Lamm no paraba de gritar.
Mipp se agazapó en su asiento y meneó la cabeza.
—No le oí —dijo pasados unos momentos—. No fue eso lo que oí. Estaba intentando avisarles de que había hielo…, su tamaño; su altura. —Volvió a menear la cabeza—. Están muertos, Horza. Todos están muertos.
—Se encontraban bastante lejos de nosotros, Mipp —dijo Horza en voz baja—. Por lo menos a un kilómetro de distancia… Lo más probable es que hayan sobrevivido. Si estaban a la sombra de algo, si echaron a correr al mismo tiempo que nosotros… Estaban más lejos. Lo más probable es que sigan vivos, Mipp. Tenemos que volver a recogerles.
Mipp meneó la cabeza.
—No puedo, Horza. Deben estar muertos. Incluso Neisin. Fue a dar un paseo…, después de que os hubierais marchado todos. Tuve que marcharme sin él. No logré comunicarme con su traje. Deben estar muertos. Todos ellos…
—Mipp —dijo Horza—, la bomba no era muy potente.
Mipp rió y dejó escapar un gemido. Volvió a menear la cabeza.
—¿Y qué? ¿No viste ese hielo, Horza? Era como…
Y en ese instante la lanzadera tembló. Horza se volvió rápidamente hacia el parabrisas, pero no había nada, sólo la claridad emitida por la nube que estaban atravesando rodeándoles en todas direcciones.
—Oh, Dios —murmuró Mipp—, la estamos perdiendo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Horza.
Mipp se encogió de hombros y el gesto le arrancó una mueca de dolor.
—Todo. Creo que estamos cayendo, pero no puedo utilizar el altímetro, el indicador de velocidad, el comunicador o el equipo de navegación. Todo está estropeado… Los agujeros y el que las puertas estén abiertas hacen que aún nos resulte más difícil seguir volando.
—¿Estamos perdiendo altura? —preguntó Horza mirando a Mipp.
Mipp asintió.
—¿Quieres empezar a tirar cosas fuera? —preguntó—. Bueno, pues hazlo. Puede que eso nos permita recuperar una parte de la altitud que hemos perdido.
La lanzadera volvió a oscilar.
—Hablas en serio —dijo Horza.
Le miró y empezó a levantarse del asiento.
Mipp asintió.
—Estamos cayendo. Sí, hablo en serio. Maldita sea, aun suponiendo que consigamos llegar hasta allí no podré hacer que este trasto supere el Muro del borde, ni tan siquiera con sólo una o dos personas a bordo…
La voz de Mipp se perdió en el silencio.
Horza logró levantarse de su asiento y cruzó el umbral del puente.
El compartimento de pasajeros estaba lleno de humo, niebla y ruidos. Una claridad difusa entraba por el hueco de las puertas. Horza intentó arrancar los asientos de las paredes, pero estaban bien sujetos. Contempló el cadáver de Lenipobra y su rostro calcinado. La lanzadera osciló; durante un segundo Horza tuvo la sensación de pesar bastante menos. Agarró el traje de Lenipobra por un brazo y empezó a tirar del joven muerto arrastrándolo hacia la rampa. Arrojó el cadáver por el hueco y el fláccido cascarón que había sido Lenipobra cayó al vacío desvaneciéndose en la niebla. La lanzadera bailoteó primero en un sentido y luego en otro, y Horza estuvo a punto de perder el equilibrio.
Encontró algunas otras cosas que podía tirar: un casco de repuesto, un rollo de cuerda, un arnés antigravitatorio y un trípode de rifle bastante pesado. Lo arrojó todo por el hueco de las puertas. Encontró un pequeño extintor. Miró a su alrededor, pero no parecía haber llamas que apagar y la cantidad de humo no había aumentado. Cogió el extintor y volvió al puente de vuelo. La atmósfera de allí parecía algo más limpia, como si el humo se estuviera disipando.
—¿Qué tal vamos? —preguntó.
Mipp meneó la cabeza.
—No lo sé. —Movió la cabeza señalando el asiento contiguo—. Puedes desprenderlo de la cubierta. Tíralo.
Horza encontró las agarraderas que unían el asiento a la cubierta. Las abrió, sacó el asiento por la puerta, lo llevó hasta la rampa y lo arrojó al vacío junto con el extintor.
—Hay unos controles en la pared cerca de esta mampara —gritó Mipp, y lanzó un gruñido de dolor—. Tira los asientos de las paredes —añadió.
Horza logró encontrar los controles y movió primero una hilera de asientos y luego la otra, con tiras y arneses incluidos, deslizándolas a lo largo de los raíles incrustados en el suelo del compartimento. Los asientos rebotaron en el borde de la rampa y se alejaron dando vueltas por entre la neblina iridiscente. La lanzadera volvió a oscilar.
La puerta que comunicaba el compartimento de pasajeros con el puente de vuelo se cerró de golpe. Horza fue hacia ella; la cerradura había sido accionada desde dentro.
—¡Mipp! —gritó.
—Lo siento, Horza. —La débil voz de Mipp le llegó desde el otro lado de la puerta—. No puedo volver. Si no ha muerto Kraiklyn me mataría. Pero te aseguro que no logré encontrarles… No pude. Fue una suerte que te viera.
—Mipp, no hagas locuras. Abre la puerta.
Horza la sacudió. La puerta parecía poco resistente; si no le quedaba más remedio podría tirarla abajo.
—No puedo, Horza… No intentes forzar la puerta. Si lo haces dirigiré el morro hacia el océano; te lo juro. De todas formas no podemos estar a mucha altura… Apenas si consigo mantener el rumbo… Si quieres, intenta cerrar las puertas manualmente. Tendría que haber un panel de acceso en algún lugar de la pared trasera.
—Mipp, por el amor de Dios… ¿Adónde vas? Este sitio estallará en mil pedazos dentro de pocos días. No podemos seguir volando eternamente…
—Oh, caeremos mucho antes de eso. —La voz de Mipp le llegaba en un susurro desde detrás de la puerta cerrada. Parecía estar muy cansado—. Caeremos antes de que vuelen el Orbital, Horza, no te preocupes… Este trasto se muere.
—Pero, ¿adonde vas? —repitió Horza gritando con la boca pegada a la puerta.
—No lo sé, Horza. Puede que al otro lado… Evanauth… No lo sé. Quiero alejarme lo más posible. Yo…
Oyó un golpe ahogado, como si algo hubiera chocado contra la cubierta, y Mipp lanzó una maldición. La lanzadera se estremeció y bailoteó locamente durante unos segundos.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Horza.
—Nada —dijo Mipp—. El equipo de primeros auxilios… Se me ha caído.
—Mierda —jadeó Horza.
Se dejó caer al suelo y apoyó la espalda en el mamparo.
—No te preocupes, Horza. Yo… haré… Haré todo lo que pueda.
—Sí, Mipp —dijo Horza.
Volvió a ponerse en pie ignorando las punzadas de dolor que recorrieron los agotados músculos de sus piernas y la agonía que atravesó su pantorrilla derecha, y fue al compartimento de atrás. Buscó un panel de acceso, logró encontrar uno y lo abrió. El hueco contenía otro extintor de incendios. Horza lo arrojó al vacío. El panel de la otra pared contenía una manivela. Horza la colocó en el control manual y empezó a darle vueltas. Las puertas se fueron cerrando lentamente y acabaron atascándose. Horza luchó con la manivela hasta que la rompió; lanzó una maldición y la arrojó por el hueco.
La lanzadera dejó atrás la niebla. Horza miró hacia abajo y vio la superficie ondulada de un océano gris surcado por el lento movimiento de las olas. El banco de niebla del que habían emergido era como una cortina grisácea y las aguas desaparecían debajo de ella. Los rayos de sol cruzaban las capas de niebla siguiendo trayectorias oblicuas, y el cielo estaba repleto de nubes deshilachadas.
Horza vio como la manivela caía dando vueltas hacia el océano volviéndose más y más pequeña. Chocó con el agua creando una señal blanca y desapareció en las profundidades. Debían de estar a unos cien metros por encima del océano. La lanzadera tembló y Horza tuvo que agarrarse al marco de las puertas; el aparato viró y empezó a seguir un rumbo casi paralelo al banco de nubes.
Horza fue hasta el mamparo y golpeó la puerta con el puño.
—¿Mipp? No consigo cerrar las puertas.
—No importa —replicó Mipp con un hilo de voz.
—Mipp, abre. No seas idiota.
—Déjame en paz, Horza. Déjame en paz, ¿entiendes?
—Maldita sea… —murmuró Horza.
Volvió al compartimento trasero sintiendo el impacto de las ráfagas de viento que entraban por el hueco de las puertas. A juzgar por el ángulo del sol, daba la impresión de que estaban alejándose del Muro. Detrás de ellos no había nada, sólo mar y nubes. No vio señales del Olmedreca, ni de ningún otro barco o nave. El horizonte aparentemente liso que tenían a cada lado desaparecía entre la calina; el océano no daba la impresión de ser cóncavo, sólo inmenso. Horza intentó asomar la cabeza por una esquina del hueco para ver hacia dónde iban. La fuerza del viento le obligó a retroceder antes de que pudiera ver nada, y la lanzadera volvió a temblar, pero Horza había tenido la impresión de distinguir otro horizonte tan liso y carente de rasgos distintivos como ése al otro lado. Retrocedió unos pasos e intentó activar su intercomunicador; pero los altavoces de su casco no emitieron ningún sonido. Todos los circuitos estaban muertos. El pulso electromagnético creado por la explosión atómica en el Megabarco parecía haber acabado con la totalidad del sistema.
Horza pensó en quitarse el traje y tirarlo por el hueco, pero ya tenía frío y sin el traje se quedaría prácticamente desnudo. No, seguiría con él puesto a menos que empezaran a perder altura de repente. Se estremeció. Sentía dolores por todo el cuerpo.
Dormiría un rato. De momento no podía hacer nada, y su organismo necesitaba descansar. Jugueteó durante unos segundos con la posibilidad de Cambiar, pero acabó decidiendo que sería mejor no hacerlo. Cerró los ojos. Vio a Yalson tal y como la había imaginado antes, corriendo por las cubiertas del Megabarco, y abrió los ojos. Se dijo que Yalson estaba perfectamente y volvió a cerrarlos.
Puede que cuando despertase hubieran dejado atrás las capas de polvo magnetizado que había en la atmósfera superior. Quizá hubieran logrado salir de la región ártica y estuvieran en la zona tropical o, al menos, en una zona más cálida… Pero, probablemente, eso sólo significaría que acabarían cayendo en aguas cálidas, no en un océano gélido. No podía imaginarse a Mipp o al aparato aguantando el tiempo suficiente para completar un viaje a través de todo el Orbital.
… suponiendo que la distancia fuera de treinta mil kilómetros; puede que estuvieran avanzando a unos trescientos por hora…
Horza se fue sumiendo en el sopor con la cabeza llena de números que cambiaban continuamente. Su último pensamiento coherente fue que no iban lo bastante rápido y, probablemente, que no había forma alguna de ir más deprisa. Cuando la Cultura hiciera volar el Orbital, convirtiéndolo en un halo de luz y polvo de catorce millones de kilómetros, Mipp y Horza seguirían volando sobre el Mar Circular dirigiéndose hacia tierra firme…
Horza despertó y descubrió que estaba rodando por el compartimento. Durante los primeros segundos de confusión que siguieron a su despertar creyó que ya había caído por el hueco de las puertas y que estaba precipitándose a través del vacío; después su mente se aclaró y se encontró yaciendo en el suelo del compartimento trasero con los brazos y las piernas extendidos al máximo, observando cómo el cielo azul del exterior se inclinaba con una nueva oscilación de la lanzadera. El aparato parecía estar moviéndose más despacio de lo que recordaba antes de quedarse dormido. No podía ver nada, sólo cielo azul, un mar igualmente azul y unas cuantas nubes blancas, y decidió asomar la cabeza por el hueco.
El viento que le abofeteó el rostro era bastante cálido, y tenían una islita delante, más o menos en la dirección que seguía el aparato. Horza la contempló con incredulidad. La isla era realmente minúscula, y estaba rodeada por atolones todavía más pequeños y arrecifes de un verde claro que sobresalían de los bajíos. Poseía una montaña que asomaba por entre los círculos concéntricos de vegetación y arena amarilla.
La lanzadera bajó un poco y se niveló dirigiéndose en línea recta hacia la isla. Horza metió la cabeza en el compartimento y dejó descansar los músculos de su cuello y sus hombros para que se recuperaran del esfuerzo que les había exigido al mantener erguida la cabeza contra la corriente de aire. La lanzadera redujo todavía más la velocidad y volvió a descender. La estructura del aparato tembló levemente. Horza vio cómo un toroide de agua color lima aparecía en el mar detrás de la lanzadera; volvió a asomar la cabeza por el hueco y vio la isla delante del aparato a unos cincuenta metros más abajo. Unas siluetas corrían por la playa hacia la que se estaban aproximando. Un grupo de seres humanos cruzaban la arena dirigiéndose hacia la jungla transportando lo que parecía una inmensa pirámide de arena dorada y una especie de litera sostenida por largas pértigas.
Horza observó la escena que pasaba bajo sus ojos. Había pequeñas hogueras ardiendo en la playa, y unas cuantas canoas. A un extremo de la playa, allí donde los árboles casi rozaban el agua, se encontraba una lanzadera con el morro en forma de pala y el fuselaje muy grueso, un aparato que debía de tener dos o tres veces el tamaño de la Turbulencia en cielo despejado. La lanzadera pasó sobre la isla abriéndose paso por entre columnas de humo grisáceo.
La playa casi se había quedado vacía. Los últimos rezagados —que parecían estar muy flacos e iban casi desnudos—, corrieron a refugiarse bajo los árboles como si tuvieran miedo del aparato que estaba volando sobre sus cabezas. Una silueta yacía en la arena cerca del módulo. Horza vio otra figura humana algo más vestida que las otras que no corría. Estaba inmóvil, señalando la lanzadera que volaba sobre la isla con el brazo extendido, y sostenía algo en su mano. Un instante después la cima de la montaña apareció bajo el hueco de las puertas obstruyéndole la visión. Horza oyó una serie de secas detonaciones que parecían pequeños estallidos.
—¡Mipp! —gritó, y fue hacia la puerta del puente.
—Estamos listos, Horza —dijo débilmente la voz de Mipp desde el otro lado del panel. Su tono estaba impregnado por una especie de jovialidad desesperada—. Ni los nativos son amistosos…
—Parecían asustados —dijo Horza.
La isla estaba desapareciendo detrás de ellos. La lanzadera seguía avanzando en línea recta, como si Mipp quisiera alejarse, y Horza se dio cuenta de que estaban acelerando.
—Uno de ellos tenía un arma —dijo Mipp.
Tosió y dejó escapar un gemido.
—¿Viste esa lanzadera? —preguntó Horza.
—Sí, la vi.
—Creo que deberíamos volver, Mipp —dijo Horza—. Creo que deberíamos dar la vuelta.
—No —dijo Mipp—. No, no creo que debamos hacer eso… No creo que sea buena idea, Horza. El aspecto de ese sitio… No me ha gustado ni pizca.
—Mipp, es tierra firme. ¿Qué más quieres?.
Horza se volvió hacia el hueco de las puertas. La isla ya casi estaba a un kilómetro de distancia, y la lanzadera seguía acelerando y ganando altura a cada momento que pasaba.
—Tenemos que seguir adelante, Horza. Tenemos que llegar a la costa…
—¡Mipp, nunca conseguiremos llegar! ¡Necesitaríamos un mínimo de cuatro días y la Cultura hará volar todo esto dentro de tres!
Silencio desde el otro lado de la puerta. Horza golpeó el delgado panel de superficie granulada con la mano haciéndolo vibrar.
—¡Déjame en paz, Horza! —gritó Mipp. Horza apenas si pudo reconocer el graznido estridente en que se había convertido su voz—. ¡Olvídalo! ¡Si no lo haces, te juro que los dos acabaremos muertos!
La lanzadera osciló repentinamente. El morro apuntó hacia el cielo y el hueco de las puertas señaló hacia el mar. Los pies de Horza empezaron a deslizarse sobre el suelo del compartimento. Metió los dedos en la ranura que había sujetado la parte superior de los asientos y quedó suspendido de aquel precario asidero mientras la lanzadera seguía su repentina ascensión.
—¡Está bien, Mipp! —gritó—. ¡De acuerdo!
La lanzadera cayó bruscamente en un rápido movimiento lateral. Horza se vio arrojado hacia adelante. El aparato puso punto final a su veloz descenso y Horza sintió un repentino aumento en su peso. El mar se movía debajo de ellos a sólo cincuenta metros de distancia.
—Déjame en paz, Horza —dijo la voz de Mipp.
—Vale, Mipp —dijo Horza—. De acuerdo.
La lanzadera subió un poco, ganando altitud e incrementando su velocidad. Horza retrocedió, alejándose del mamparo que le separaba de Mipp y el puente de vuelo.
Meneó la cabeza y volvió al hueco de las puertas para contemplar la isla con sus bajíos color lima, sus rocas grises, su follaje verde azulado y su franja de arena amarilla. Todo estaba empequeñeciéndose poco a poco, y el marco de las puertas iba llenándose de mar y cielo a medida que la isla se perdía entre la calina.
Se preguntó qué podía hacer. Sabía que sólo le quedaba un curso de acción a seguir. En esa isla había una lanzadera; era difícil que se encontrara en peor estado que el aparato en el que se hallaba ahora, y sus posibilidades actuales de ser rescatado eran prácticamente nulas. Se volvió hacia la frágil puerta que conducía al puente de vuelo sin soltarse del marco, sintiendo cómo el viento cálido le abofeteaba y se desparramaba en remolinos a su alrededor.
No sabía si saltar ahora mismo o hacer un nuevo intento de razonar con Mipp antes. Aún seguía pensando en ello cuando la lanzadera se estremeció y empezó a caer como una piedra hacia el mar.