2. La mano de Dios 137

Fuera del palacio el límpido cielo de una fría tarde invernal estaba lleno de lo que parecía nieve resplandeciente.

Horza se detuvo en la rampa que llevaba a la lanzadera de combate, alzó los ojos y miró a su alrededor. Las paredes desnudas y las esbeltas torres de la prisión-palacio vibraban y reflejaban las detonaciones y destellos de los combates mientras las plataformas de artillería idiranas iban y venían disparando de vez en cuando. La brisa las envolvía en grandes nubes de señuelos procedentes de los morteros antiláser instalados en el techo del palacio. Una ráfaga más fuerte que las demás hizo que unos cuantos señuelos metálicos se desplazasen hacia la lanzadera, y Horza se encontró con un lado de su cuerpo húmedo y pegajoso repentinamente cubierto de plumaje reflectante.

—Por favor… La batalla aún no ha terminado —atronó la voz del soldado idirano que había a su espalda en lo que, probablemente, tenía intención de que fuese un murmullo.

Horza se volvió hasta quedar de cara al corpachón blindado y alzó los ojos hacia el visor del casco del gigante, donde pudo ver reflejado su rostro de viejo. Tragó una honda bocanada de aire, asintió con la cabeza, se dio la vuelta y fue hacia la lanzadera con paso un poco vacilante. Un destello luminoso proyectó su sombra en diagonal ante él, y la onda expansiva de una gran explosión producida en algún punto del interior del palacio hizo bailar el aparato mientras la rampa se hundía en el casco.


* * *

«Por sus nombres les conocerás», pensó Horza mientras se duchaba. Las Unidades Generales de Contacto de la Cultura —que habían soportado el peso principal de los primeros cuatro años de guerra en el espacio—, siempre habían escogido nombres extravagantes y pintorescos. Incluso las nuevas naves de guerra que estaban empezando a producir a medida que sus fábricas completaban los pasos necesarios para contribuir al esfuerzo bélico preferían nombres irónicos, sombríos o declaradamente desagradables, como si la Cultura no lograra tomarse totalmente en serio aquel vasto conflicto en el que se había metido.

Los idiranos eran distintos. Para ellos el nombre de una nave debería reflejar la seria naturaleza de su propósito, sus deberes y el uso que se iba a hacer de ella. En la inmensa armada idirana había centenares de naves bautizadas con adjetivos impresionantes y con los nombres de los mismos héroes, planetas, batallas y conceptos religiosos. El crucero ligero que había rescatado a Horza era la nave número ciento treinta y siete bautizada como La mano de Dios, y en aquellos momentos existía todo un centenar de naves con ese mismo nombre, por lo que su descripción completa era La mano de Dios 137.

Horza se colocó bajo el chorro de aire y se fue secando con cierta dificultad. Como todo el resto de equipo de la nave espacial, el secador estaba construido a una escala monumental adecuada al tamaño de los idiranos, y el huracán que producía casi le hizo salir despedido del compartimento de la ducha.


* * *

El Querl Xoralundra, padre-espía y guerrero sacerdote de las Cuatro Almas, secta tributaria de Farn-Idir, cruzó sus manos sobre la superficie de la mesa. Horza tuvo la impresión de estar contemplando el choque de dos placas continentales.

—Bien, Bora Horza —retumbó la voz del viejo idirano—, has sido rescatado.

—Justo a tiempo —asintió Horza frotándose las muñecas.

Estaba sentado en el camarote de Xoralundra de La mano de Dios 137, envuelto en un aparatoso pero bastante cómodo traje espacial que, aparentemente, había sido traído hasta allí pensando en él. Xoralundra —quien también llevaba un traje espacial—, había insistido en que lo llevara puesto porque La mano de Dios 137 seguía hallándose en situación de combate. Estaban siguiendo una órbita baja y no muy rápida alrededor del planeta Sorpen. Inteligencia Naval había confirmado la presencia en el sistema de una UGC clase Montaña de la Cultura; la Mano sólo podía contar con sus propios recursos, y hasta el momento no habían captado ni el más mínimo rastro de la nave de la Cultura, por lo que debían actuar con cautela.

Xoralundra se inclinó hacia Horza y proyectó una sombra encima de la mesa. Su inmensa cabeza —vista de frente tenía la misma forma que una silla de montar, con dos ojos de mirada penetrante que no parpadeaban situados en la parte delantera, junto a los bordes—, se alzó sobre el Cambiante.

—Has tenido suerte, Horza. No vinimos a rescatarte impulsados por la compasión. El fracaso siempre trae consigo su propia recompensa.

—Gracias, Xora. Si he de serte sincero, eso es lo más agradable que me han dicho en todo lo que llevo de día.

Horza se reclinó en su asiento y alzó una de sus manos de anciano para deslizaría por entre su escasa cabellera amarillenta. El aspecto senil que había asumido aún tardaría unos días en desaparecer, aunque su organismo ya le estaba enviando las primeras señales indicadoras de que empezaba a desvanecerse. La mente de un Cambiante contenía una imagen corporal mantenida y revisada continuamente a un nivel semi-subconsciente, y esa imagen era la responsable de que el cuerpo conservara el aspecto deseado. Horza ya no necesitaba tener el aspecto de un Gerontócrata, y la imagen mental del ministro que había suplantado para ayudar a los idiranos estaba fragmentándose y disolviéndose. El cuerpo del Cambiante no tardaría en volver a su estado de neutralidad normal.

La cabeza de Xoralundra se movió lentamente de un lado a otro por entre los bordes del cuello de su traje. Horza nunca había logrado entender del todo aquel gesto, aunque llevaba bastante tiempo trabajando para los idiranos y conocía a Xoralundra desde mucho antes de la guerra.

—No importa. Estás vivo —dijo Xoralundra.

Horza asintió y tamborileó con los dedos sobre la mesa para demostrar que estaba de acuerdo con su afirmación. Le habría gustado que la silla idirana en la que se hallaba sentado no le hiciera sentirse como un niño. Sus pies ni tan siquiera rozaban el suelo.

—A duras penas, pero… Gracias de todas formas. Siento haberos hecho venir hasta aquí para rescatar a un fracasado.

—Las órdenes son las órdenes. Personalmente, me alegro de que pudiéramos rescatarte con vida. Ahora debo contarte por qué recibí esas órdenes.

Horza sonrió y apartó la mirada del viejo idirano, quien acababa de obsequiarle con algo parecido a un cumplido; lo cual era muy raro entre los de su raza. Volvió a mirarle y vio como la inmensa boca del idirano —Horza pensó que era lo bastante grande para arrancarte las dos manos de un solo bocado— se movía articulando las secas y precisas palabras del lenguaje idirano.

—Hace tiempo formaste parte de una misión de cuidado y supervisión en el Mundo de Schar, uno de los Planetas de los Muertos Dra'Azon —afirmó Xoralundra. Horza asintió—. Necesitamos que vuelvas allí.

—¿Ahora? —dijo Horza sin apartar los ojos del gran rostro oscuro del idirano—. Allí hay otros Cambiantes. Ya te he dicho más de una vez que no estoy dispuesto a tomar la identidad de otro Cambiante y, desde luego, no pienso matar a ninguno.

—No te pedimos que hagas eso. Escucha con atención mientras te lo explico. —Xoralundra apoyó la espalda en el asiento de una forma que casi cualquier vertebrado, o, incluso, un invertebrado, habría definido con el adjetivo «cansada»—. Hace cuatro días estándar… —empezó a decir el idirano, y de repente el casco del traje que había dejado en el suelo junto a sus pies emitió un zumbido penetrante. Xoralundra cogió el casco y lo puso encima de la mesa—. ¿Sí? —preguntó.

Horza estaba lo bastante familiarizado con las voces idiranas para comprender que quien hubiera molestado al Querl haría bien teniendo una buena razón que justificara ese acto.

—Hemos capturado a la hembra de la Cultura —dijo una voz procedente del casco.

—Ahh… —murmuró Xoralundra y volvió a reclinarse en su asiento. El equivalente idirano de una sonrisa, boca fruncida y ojos entrecerrados, pasó velozmente por sus rasgos—. Bien, capitán. ¿Está a bordo?

—No, Querl. La lanzadera llegará dentro de unos dos minutos. He empezado a retirar las plataformas de artillería. Estamos preparados para abandonar el sistema tan pronto como se encuentren a bordo.

Xoralundra se inclinó sobre el casco. Horza inspeccionó la piel de anciano que cubría el dorso de sus manos.

—¿Y la nave de la Cultura? —preguntó el idirano.

—Seguimos sin saber nada de ella, Querl. No puede estar en ningún punto del sistema. Nuestro ordenador sugiere que se encuentra fuera de él, probablemente entre nosotros y la flota. Creemos que no tardará mucho en comprender que estamos solos.

—Prepárese para volver con la flota en cuanto la hembra agente de la Cultura se encuentre a bordo sin esperar la llegada de las plataformas. ¿Comprendido, capitán? —Xoralundra miró a Horza justo cuando el humano le lanzaba una mirada—. ¿Comprendido, capitán? —repitió el Querl sin apartar los ojos del humano.

—Sí, Querl —respondió la voz que brotaba del casco.

Horza pudo captar el tono gélido de la contestación incluso a través del minúsculo altavoz.

—Bien. Utilice su propia iniciativa para decidir cuál es la mejor ruta de regreso. Mientras tanto, destruirá las ciudades de De'aychanbie, Vinch, Easna-Yowon, Izilere e Ylbar con bombas de fusión según indicaban las órdenes del Almirantazgo.

—Sí, Querl…

Xoralundra accionó un interruptor y la voz del casco se esfumó.

—¿Habéis capturado a Balveda? —preguntó Horza, sorprendido.

—Sí, hemos capturado a la agente de la Cultura. Su captura o destrucción me parecía de escasa importancia, comparativamente hablando, pero sólo había una forma de conseguir que el Almirantazgo nos permitiera emprender una misión tan peligrosa como tu intento de rescate adelantándonos al resto de la flota, y era asegurarles que haríamos todo lo posible por capturarla.

—Hmmm… Apuesto a que no habéis conseguido haceros con el proyectil cuchillo de Balveda.

Horza dejó escapar un bufido y volvió a clavar los ojos en las arrugas que cubrían sus manos.

—El proyectil se autodestruyó mientras subías a la lanzadera que te ha traído a la nave —Xoralundra movió una mano y una ráfaga de aire que olía a idirano cruzó la mesa—. Ya es suficiente. He de explicarte por qué hemos arriesgado un crucero ligero para rescatarte.

—Oh, sí, desde luego… Explícamelo —dijo Horza, y se volvió hacia el idirano.

—Hace cuatro días estándar —dijo el Querl—, un grupo de nuestras naves interceptó a una nave de la Cultura de apariencia exterior convencional pero, a juzgar por su emisión identificadora, de construcción interna más bien extraña. La nave fue destruida sin demasiados problemas, pero la Mente escapó. Había un sistema planetario cerca. Parece que la Mente ha logrado llegar al espacio real y la superficie planetaria del mundo que escogió, lo cual indica un nivel de manejo del campo hiperespacial que creíamos…, mejor dicho, que esperábamos seguía estando más allá de las capacidades de la Cultura. Una cosa sí es indudable, y es que por ahora nosotros aún no somos capaces de llevar a cabo ese tipo de acrobacias espaciales. Debido a esa y otras indicaciones, tenemos razones para creer que la Mente en cuestión pertenece a una nueva clase de Vehículos Generales de Sistemas que está siendo desarrollada por la Cultura. La captura de la Mente constituiría un triunfo de inteligencia militar de primera categoría.

El Querl hizo una breve pausa. Horza aprovechó la oportunidad para hablar.

—¿Y esa cosa se encuentra en el Mundo de Schar? —preguntó.

—Sí. Según su último mensaje, tenía intención de buscar refugio en los túneles del Sistema de Mando.

—¿Y no podéis hacer nada al respecto?

Horza sonrió.

—Hemos venido a rescatarte. Eso ya es hacer algo al respecto, Bora Horza. —El Querl se quedó callado durante unos segundos—. Tus labios me indican que encuentras algo divertido en esta situación. ¿De qué se trata?

—Estaba pensando que… Bueno, pensaba en montones de cosas. En que esa Mente es muy lista o muy afortunada, en que vosotros habéis tenido la gran suerte de que yo estuviera cerca, y en que la Cultura no va a quedarse cruzada de brazos sin hacer nada.

—Trataré todos esos puntos por orden —dijo Xoralundra con sequedad—. Para empezar, la Mente de la Cultura es muy lista y muy afortunada; nosotros hemos tenido mucha suerte; la Cultura no puede hacer gran cosa porque, que sepamos, no disponen de ningún Cambiante y, desde luego, no tienen a ninguno que haya estado en el Mundo de Schar. Además, Bora Horza, me gustaría añadir otra cosa —dijo el idirano poniendo sus dos inmensas manazas sobre la mesa e inclinando su gran cabeza hacia el humano—. Tú también has tenido suerte, ¿no te parece?

—Ah, sí, pero la diferencia estriba en que yo creo en la suerte —replicó Horza sonriendo.

—Hmmm. Eso no dice mucho en tu favor —observó el Querl.

Horza se encogió de hombros.

—Bien, lo que quieres es que vaya al Mundo de Schar y que encuentre a esa Mente, ¿no?

—Si es posible… Puede que esté averiada. Puede que esté dispuesta a destruirse, pero aun así sigue siendo un premio por el que vale la pena luchar. Te proporcionaremos todo el equipo que necesites, pero tu sola presencia ya nos daría una cierta ventaja inicial.

—¿Y las personas que ya están allí? Me refiero a los Cambiantes que desempeñan funciones de supervisión…

—No hemos tenido noticias de ellos. Lo más probable es que ni tan siquiera se hayan enterado de la llegada de la Mente. Su siguiente transmisión rutinaria debería llegar dentro de pocos días, pero dadas las disrupciones actuales del sistema de comunicaciones provocadas por la guerra, quizá no sean capaces de transmitir.

—¿Qué sabéis sobre el personal de la base? —preguntó Horza, con los ojos clavados en la mesa mientras uno de sus dedos trazaba círculos sobre el tablero.

—Los dos miembros más veteranos han sido sustituidos por Cambiantes más jóvenes —dijo el idirano—. Los dos centinelas de menor edad se convirtieron en veteranos y se han quedado allí.

—No corren ningún peligro, ¿verdad? —preguntó Horza.

—Al contrario. Estar en un Planeta de los Muertos al otro lado de una Barrera del Silencio Dra'Azon… Supongo que debe de ser uno de los sitios más seguros que se pueden encontrar mientras duren las hostilidades actuales. Ni nosotros ni la Cultura podemos correr el riesgo de ofender a los Dra'Azon. Ésa es la razón de que no podamos hacer nada salvo utilizarte.

—Suponiendo que pueda apoderarme de ese ordenador metafísico y traéroslo… —dijo Horza, inclinándose hacia adelante y bajando un poco el tono de voz.

—Algo en tu voz me indica que nos aproximamos al asunto de la remuneración —dijo Xoralundra.

—Oh, sí, ciertamente. Llevo mucho tiempo arriesgando el cuello por vosotros, Xoralundra. Quiero dejarlo. Tengo a una amiga sirviendo en la base de ese Mundo de Schar, y si está de acuerdo, me gustaría que ella y yo nos alejáramos lo más posible de esta maldita guerra. Eso es lo que te pido.

—No puedo prometerte nada. Transmitiré tu petición. La devoción que has demostrado y el mucho tiempo que llevas a nuestro servicio serán tomados en consideración.

Horza se reclinó en el asiento y frunció el ceño. No estaba seguro de si Xoralundra le había respondido con ironía o no. Seis años probablemente no debían parecerle demasiado tiempo a una especie que era virtualmente inmortal; pero el Querl Xoralundra sabía con qué frecuencia su frágil subordinado humano lo había arriesgado todo para servir a sus amos alienígenas sin ninguna recompensa real, por lo que quizá hablaba en serio. El casco emitió un nuevo zumbido antes de que Horza pudiera seguir regateando. Horza torció el gesto. Todos los ruidos de la nave idirana le parecían ensordecedores. Las voces eran truenos; los timbres y zumbadores seguían resonando en sus oídos mucho tiempo después de haberse callado; y los anuncios hechos mediante el sistema de megafonía le obligaban a llevarse las dos manos a la cabeza. Esperaba que no hubiera ninguna alarma a gran escala mientras estuviera a bordo. Las alarmas de la nave idirana podían causar graves daños en unos oídos humanos no protegidos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Xoralundra volviéndose hacia el casco.

—La hembra está a bordo. Sólo necesitaré ocho minutos más para que las plataformas…

—¿Ha destruido las ciudades?

—Han sido destruidas, Querl.

—Salga de la órbita ahora mismo y diríjase hacia la flota a velocidad máxima.

—Querl, debo observar que… —dijo la vocecita que brotaba del casco colocado sobre la mesa.

—Capitán —dijo Xoralundra secamente—, hasta el momento, en esta guerra se han producido catorce enfrentamientos entre cruceros ligeros del Tipo 5 y Unidades Generales de Contacto de la clase Montaña. Todos han terminado con la victoria del enemigo. ¿Ha visto lo que queda de un crucero ligero después de que una UGC haya terminado con él?

—No, Querl.

—Yo tampoco, y no tengo ninguna intención de verlo por primera vez desde el interior de este crucero. Cumpla mis órdenes inmediatamente —Xoralundra volvió a accionar el botón del casco y clavó los ojos en el rostro de Horza—. Si tienes éxito, haré cuanto pueda para conseguir que te licencien del servicio con los fondos suficientes. Bien… En cuanto hayamos establecido contacto con el contingente principal de la flota irás al Mundo de Schar en un transporte rápido. Cuando hayas llegado a la Barrera del Silencio se te proporcionará una lanzadera. No dispondrá de armamento, aunque contará con el equipo que creemos puedes necesitar, incluyendo unos cuantos analizadores espectro-gráficos hiperespaciales de corto alcance por si se da el caso de que la Mente decida llevar a cabo una destrucción limitada.

—¿Cómo puedes estar seguro de que será «limitada»? —le preguntó Horza con cierto escepticismo.

—El tamaño de la Mente es relativamente pequeño, pero aun así pesa varios miles de toneladas. Una destrucción aniquilatoria partiría el planeta en dos mitades e irritaría considerablemente a los Dra'Azon. Ninguna Mente de la Cultura sería capaz de correr un riesgo semejante.

—Tu confianza me abruma —dijo Horza torciendo el gesto.

El ruido de fondo que les rodeaba se alteró bruscamente. Xoralundra dio la vuelta al casco y clavó los ojos en una de sus pequeñas pantallas internas.

—Bien. Hemos empezado a movernos. —Sus ojos volvieron a posarse en Horza—. Hay otra cosa de la que debería hablarte. El grupo de naves que interceptaron a la nave de la Cultura intentó seguir a la Mente en su huida hacia el planeta.

Horza frunció el ceño.

—¿Acaso no sabían que…?

—Hicieron cuanto pudieron. El grupo de combate contaba con varios animales distorsionadores chuy-hirtsi que habían sido desactivados para utilizarlos posteriormente en un ataque sorpresa a una base de la Cultura. Uno de ellos fue preparado a toda velocidad para una incursión a pequeña escala en la superficie planetaria y enviado hacia la Barrera del Silencio en un crucero. El plan no tuvo éxito. Mientras cruzaba la Barrera el animal fue atacado por algo parecido al fuego de rejilla y sufrió graves daños. Emergió de la distorsión cerca del planeta en un curso que acabaría con su combustión en la atmósfera. El equipo y la fuerza de tierra opinaron que debemos considerarlo difunto.

—Ya… Supongo que fue un buen intento, pero un Dra'Azon debe hacer que incluso esa Mente maravillosa tuya parezca un ordenador de válvulas. Hará falta algo más que eso para engañarles.

—¿Crees que serás capaz de conseguirlo?

—No lo sé. No creo que sean capaces de leer las mentes, pero… ¿Quién sabe? No creo que los Dra'Azon sepan gran cosa sobre la guerra o sobre lo que he estado haciendo desde que abandoné el Mundo de Schar…, y creo que tampoco les importa demasiado. Probablemente eso hará que no estén en condiciones de sumar uno y uno pero… ¿Quién sabe? —Horza se encogió de hombros—. Supongo que vale la pena intentarlo.

—Bien. Volveremos a hablar cuando nos hayamos reunido con la flota. Por ahora debemos rezar para que no haya más incidentes. Quizá quieras hablar con Perosteck Balveda antes de que sea interrogada. Me he puesto en contacto con el Inquisidor de la Flota y he obtenido permiso para que puedas verla, si así lo deseas.

Horza sonrió.

—Xora, nada me gustaría más que verla…


* * *

El Querl tenía otros asuntos de los que ocuparse mientras la nave se alejaba del sistema de Sorpen. Horza se quedó en el camarote de Xoralundra para descansar y comer antes de visitar a Balveda.

La comida que se le sirvió era el máximo esfuerzo de una autocantina de crucero dispuesta a producir algo adecuado para el consumo humano, pero sabía horrible. Horza comió lo que pudo y bebió cierta cantidad de agua destilada que tampoco sabía demasiado bien. El menú le fue servido por un medjel, una criatura parecida a un lagarto que medía dos metros y tenía una cabeza bastante larga y achatada y seis patas: cuatro de ellas servían para correr, y el primer par era utilizado como manos. Los medjels eran la especie compañera de los idiranos. Su complicada simbiosis social había abastecido de becas y fondos para la investigación a muchas facultades de exosociología de muchas universidades a lo largo de los milenios que los idiranos llevaban formando parte de la comunidad galáctica.

Los idiranos habían evolucionado lentamente en Idir, su mundo natal, hasta convertirse en los monstruos de mayor categoría de todo un planeta lleno de monstruos. La frenética y salvaje ecología de las primeras épocas de Idir había desaparecido hacía ya mucho tiempo, y lo mismo había ocurrido con todos los monstruos que lo poblaban, salvo los supervivientes de los zoológicos. Pero los idiranos habían conservado la inteligencia que les convirtió en vencedores de aquel largo combate, así como la inmortalidad biológica que —debido al salvajismo de la lucha por la supervivencia de aquellas primeras etapas, por no mencionar los elevados niveles de radiación idiranos— había sido una ventaja evolutiva en vez de una garantía de estancamiento racial.

Horza dio las gracias al medjel que iba trayéndole platos y se los llevaba casi intactos, pero la criatura no le respondió. La opinión general sobre la inteligencia de los medjels era que rozaba los dos tercios de la inteligencia de un humanoide promedio (fuera lo que fuese tal ser), lo cual les convertía en dos o tres veces más estúpidos que un idirano normal. Aun así, eran buenos soldados —aunque poco imaginativos—, y había montones de ellos; algo así como diez o doce por cada idirano. Cuarenta mil años de evolución y crianza habían conseguido que la lealtad acabara grabada hasta en su mismísimo código cromosómico.

Horza estaba cansado, pero no intentó dormir. Le dijo al medjel que le llevara hasta Balveda. El medjel se lo pensó durante unos segundos, pido permiso mediante el intercomunicador del camarote y se encogió visiblemente al recibir la severa reprimenda verbal administrada por Xoralundra, quien se hallaba en el puente de la nave con el capitán del crucero.

—Sígame, señor —dijo el medjel abriendo la puerta del camarote.


* * *

Una vez en los pasillos del crucero la atmósfera idirana era más perceptible de lo que había sido en el camarote de Xoralundra. El olor a idirano se había vuelto mucho más potente, y hasta los ojos de Horza eran incapaces de ver algo a más de unas cuantas decenas de metros. El suelo era blando y el aire caliente y húmedo. Horza caminó rápidamente por el pasillo viendo menearse el muñón de la cola del medjel que le precedía.

Durante el trayecto se encontró con dos idiranos, ninguno de los cuales le prestó la más mínima atención. Quizá lo sabían todo sobre él y lo que era, y quizá no. Horza sabía que los idiranos odiaban el exceso de curiosidad o el revelar cualquier carencia de información.

Llegaron a una intersección de pasillos y Horza estuvo a punto de chocar con las camillas antigravitatorias que transportaban a dos medjels heridos seguidos por dos soldados de su raza. Horza vio pasar a los heridos y frunció el ceño. Las espirales que cubrían sus armaduras de combate eran inconfundibles. Habían sido producidas por un chorro de plasma, y la Gerontocracia no poseía armas de plasma. Horza se encogió de hombros y siguió caminando.

Acabaron llegando a una parte del crucero en que el pasillo estaba bloqueado por paneles deslizantes. El medjel dijo algo ante cada barrera y éstas se fueron abriendo. Un centinela idirano con una carabina láser montaba guardia ante una puerta; vio acercarse a Horza y al medjel, y cuando llegaron ya había abierto la puerta. Horza saludó al centinela con un gesto de cabeza mientras cruzaba el umbral. La puerta se cerró con un silbido a su espalda y se encontró delante de otra, que se abrió una fracción de segundo después.

Balveda se volvió rápidamente hacia él apenas entró en la celda. A juzgar por su aspecto, parecía haber estado paseando de un lado para otro. Cuando vio a Horza echó la cabeza levemente hacia atrás y emitió un sonido gutural que quizá fuese una carcajada.

—Bien, bien… —dijo, y su voz suave era un ronco susurro—. Has sobrevivido. Te felicito. Por cierto, mantuve mi promesa. Cómo han cambiado las cosas, ¿eh?

—Hola —replicó Horza. Cruzó los brazos sobre el peto de su traje y contempló a la mujer de arriba abajo. Balveda vestía la misma túnica gris y no parecía haber sufrido ningún daño—. ¿Qué ha sido de esa cosa que llevabas colgando del cuello? —le preguntó.

Balveda bajó la vista hacia sus pechos, allí donde había estado el medallón.

—Bueno, lo creas o no, resultó ser un memoriforme.

Le sonrió y se sentó en el suelo cruzando las piernas. Dejando aparte la repisa de la cama, era el único sitio donde sentarse. Horza la imitó. Las piernas ya casi habían dejado de dolerle. Recordó las quemaduras en forma de espiral que había visto en la armadura del medjel.

—Un memoriforme… Supongo que no hay ninguna posibilidad de que también fuera un arma de plasma, ¿verdad?

La agente de la Cultura asintió con la cabeza.

—Pues sí. Entre otras cosas…

—Ya me lo imaginaba. He oído comentar que tu proyectil cuchillo decidió despedirse de este mundo a lo grande y haciendo mucho ruido.

Balveda se encogió de hombros.

Horza la miró a los ojos.

—Supongo que si tuvieras algo importante que contarles no estarías aquí, ¿verdad?

—Puede que estuviera aquí —admitió Balveda—, pero no seguiría con vida. —Estiró los brazos sobre su cabeza y suspiró—. Bueno, supongo que tendré que pasar el resto de la guerra en un campo de internamiento, a menos que encuentren a alguien con quien hacer un intercambio… Mi única esperanza es que esto no dure demasiado.

—Oh, ¿crees que la Cultura puede rendirse pronto?

Horza sonrió.

—No, creo que quizá no tarde mucho en ganar la guerra.

—Debes de estar loca.

Horza meneó la cabeza.

—Bueno… —dijo Balveda asintiendo con expresión melancólica—. Si he de serte sincera, creo que la Cultura acabará ganando.

—Si seguís retrocediendo como lo habéis hecho durante los últimos tres años, acabaréis en algún lugar de las Nubes.

—No voy a revelarte ningún secreto, Horza, pero quizá no tardes en descubrir que ya nos hemos hartado de retroceder.

—Eso está por ver… Francamente, me sorprende que hayáis aguantado tanto tiempo.

—Lo mismo le ocurre a nuestros amigos de tres patas. Todo el mundo está sorprendido. A veces pienso que hasta nosotros mismos estamos sorprendidos…

—Balveda… —Horza dejó escapar un suspiro de cansancio—. Para empezar, sigo sin saber por qué diablos lucháis. Los idiranos nunca representaron una amenaza para vosotros. Si dejarais de luchar contra ellos seguirían sin ser una amenaza. ¿Es que la vida en vuestra gran Utopía acabó volviéndose tan aburrida que necesitabais una guerra, o qué?

—Horza —dijo Balveda inclinándose hacia adelante—, yo tampoco comprendo por qué luchas. Sé que Hiedohre está en…

—Heibohre —la interrumpió Horza.

—De acuerdo, como se llame ese maldito asteroide en el que vivís los Cambiantes. Sé que se encuentra en el espacio idirano, pero…

—Eso no tiene nada que ver, Balveda. Lucho a su lado porque creo que tienen razón y que vosotros estáis equivocados.

Balveda se echó hacia atrás y puso cara de asombro.

—Tú… —empezó a decir. Bajó la cabeza y la movió lentamente de un lado para otro con los ojos clavados en el suelo. Finalmente, alzó la mirada hacia él—. No te comprendo, Horza. De veras… Debes saber perfectamente qué cantidad de especies, civilizaciones, sistemas e individuos han sido destruidos o…, o esclavizados por los idiranos y su maldita religión de locos. ¿Qué diablos ha hecho la Cultura que se pueda comparar con eso?

Tenía una mano sobre la rodilla y la otra ante el rostro de Horza, los dedos tensos como si estuviera estrangulando a alguien. Horza la observó y sonrió.

—Bueno, Perosteck, no cabe duda de que en ese aspecto los idiranos os llevan la delantera, y les he dicho en más de una ocasión que no me gustan nada algunos de sus métodos ni tampoco el fervor con que los aplican. Estoy a favor de que todo el mundo pueda llevar la clase de vida que prefiera. Pero el caso es que han decidido enfrentarse a vosotros, y eso lo cambia todo, al menos en mi caso. ¿Sabes por qué? No es que esté a favor de ellos. Estoy contra vosotros, y estoy dispuesto a… —Horza se calló durante unos segundos y acabó dejando escapar una risita—. Bueno, supongo que suena un tanto melodramático, pero te aseguro que… Estoy dispuesto a morir por ellos. —Se encogió de hombros—. Es así de sencillo.

Horza asintió con la cabeza mientras pronunciaba estas palabras y Balveda dejó caer la mano que había extendido hacia él y desvió la mirada a un lado, meneando la cabeza y dejando escapar el aire en una ruidosa exhalación. Horza siguió hablando.

—Porque… Bueno, supongo que creíste que estaba bromeando cuando le dije al viejo Frolk que estaba convencido de que el proyectil cuchillo era el auténtico representante de la Cultura. No bromeaba, Balveda. Entonces hablaba en serio y ahora también hablo en serio. No me importa lo justificada que crea estar la Cultura, o cuantas personas maten los idiranos. Están del lado de la vida…, la vieja, aburrida y anticuada vida biológica. Bien sabe Dios que la vida apesta, que es falible y miope…, pero es real y es la vida. Vosotros estáis gobernados por vuestras máquinas. Sois un callejón sin salida evolutivo. El problema es que intentáis olvidaros de eso, y la única forma de conseguirlo es arrastrar a todos los demás en vuestra caída. Lo peor que podría ocurrirle a la galaxia es que la Cultura acabara ganando esta guerra.

Se quedó callado para darle la oportunidad de decir algo, pero Balveda siguió con la cabeza gacha, meneándola lentamente de un lado para otro. Horza se rió de ella.

—¿Sabes una cosa, Balveda? Para ser una especie tan sensible hay momentos en los que demostráis poseer muy poca empatía.

—Usa tu empatía para comprender la estupidez y ya has recorrido la mitad del camino que te acaba llevando a pensar como un idiota —murmuró la mujer.

Seguía sin mirar a Horza, quien volvió a soltar una carcajada y se puso en pie.

—Tanta…, tanta amargura, Balveda —dijo.

Balveda alzó los ojos hacia él.

—Voy a decirte una cosa, Horza —replicó en voz baja—. Vamos a ganar.

Horza meneó la cabeza.

—No lo creo. No sabéis cómo conseguirlo.

Balveda inclinó la cabeza y cruzó las manos a su espalda. Estaba muy seria.

—Podemos aprender, Horza.

—¿De quién?

—De cualquiera que tenga alguna lección que enseñarnos —dijo ella hablando muy despacio—. Pasamos gran parte de nuestro tiempo observando a los guerreros y los fanáticos, los matones y los militaristas…, la gente que está decidida a vencer sea como sea. Oh, no nos faltan maestros.

—Si quieres saber algo sobre cómo vencer, pregúntaselo a los idiranos.

Balveda guardó silencio durante unos momentos. Su rostro estaba tranquilo y pensativo, quizá triste. Acabó asintiendo con la cabeza.

—Dicen que la guerra es peligrosa porque puedes acabar pareciéndote a tu enemigo —murmuró. Se encogió de hombros—. Bueno, lo único que podemos hacer es albergar la esperanza de que no nos ocurra eso. Si la fuerza evolutiva en la que pareces creer es real, trabajará a través de nosotros, no de los idiranos. Si te equivocas, esa fuerza merece verse superada.

—Balveda —dijo Horza dejando escapar una leve carcajada—, no me decepciones. Prefiero que me plantes cara… Parece como si estuvieras a punto de darme la razón.

—No —suspiró ella—. No voy a darte la razón. Échale la culpa al entrenamiento que me dieron en Circunstancias Especiales. Intentamos pensar en todo. Estaba siendo pesimista, nada más.

—Tenía la impresión de que CE no permitía esa clase de pensamientos.

—Pues te equivocas, señor Cambiante —dijo Balveda enarcando una ceja—. CE permite toda clase de pensamientos. Ésa es la razón de que algunas personas lo encuentren tan aterrador.

Horza creía saber a qué se estaba refiriendo. Circunstancias Especiales siempre había sido el arma de espionaje moral de la sección de Contacto, la punta de lanza de la política diplomática de interferencia de la Cultura, la élite de la élite en una sociedad que aborrecía toda clase de elitismo. Incluso antes de la guerra su posición y su imagen dentro de la Cultura habían sido algo ambiguas. Atraía y, al mismo tiempo, era peligrosa. Poseía un aura de sexualidad vagamente canallesca —no había otra palabra con que definirla—, que implicaba el comportamiento depredador, la seducción e, incluso, la violación.

Y también estaba envuelta en una atmósfera de secreto (en una sociedad que adoraba la ausencia de secreto) insinuadora de actos desagradables y vergonzosos, y un ambiente de relatividad moral (en una sociedad que se aferraba a sus absolutos: vida/bien, muerte/mal; placer/bien, dolor/mal) que era tan atractiva como repulsiva, pero que siempre resultaba excitante.

No había ninguna otra parte de la Cultura que representara con mayor exactitud lo simbolizado por la sociedad como un todo, o más militante en la aplicación de las creencias fundamentales de la Cultura. Y, aun así, cualquier otra parte de la sociedad encarnaba mejor su carácter cotidiano.

La guerra hizo que Contacto se convirtiera en el aparato militar de la Cultura, y Circunstancias Especiales pasó a ser su sección de inteligencia y espionaje (el eufemismo sólo se volvió un poco más obvio, eso era todo). Y la guerra hizo que la posición de CE dentro de la Cultura cambiase para empeorar. Se convirtió en el depósito de la culpabilidad experimentada por la gente de la Cultura que, para empezar, había accedido a entrar en guerra. Pasó a ser despreciada como un mal necesario, vilipendiada como un compromiso moral desagradable y considerada como algo en lo que ciertas personas preferían no pensar.

Aun así, lo cierto es que CE intentaba pensar en todo, y sus Mentes tenían la reputación de ser todavía más cínicas, amorales y escurridizas que las Mentes de Contacto. Eran máquinas sin ilusiones que se enorgullecían de pensar todo lo pensable llevándolo a sus máximos extremos y, como tales, habían emitido la predicción de que eso sería justamente lo que acabaría ocurriendo. CE se convertiría en un paria, un chivo expiatorio, y su reputación como tal sería una especie de glándula que serviría para absorber los venenos creados por la conciencia de la Cultura. Pero Horza suponía que saber todo eso no hacía que una persona como Balveda pudiera encontrarlo más fácil de soportar. La gente de la Cultura no podía aguantar el ser odiada, sobre todo por sus conciudadanos, y la tarea que había recaído sobre los hombros de aquella mujer ya era lo bastante difícil de por sí sin el peso añadido de saber que para la mayoría de personas de su propio bando su existencia era un anatema todavía mayor que para el enemigo.

—Bueno, Balveda, tanto da —dijo Horza estirándose. Flexionó sus rígidos hombros dentro del traje y se pasó los dedos por su rala cabellera amarillenta—. Supongo que el tiempo nos revelará quién tenía razón, ¿no te parece?

Balveda dejó escapar una risa carente de alegría.

—Nunca he oído palabras más ciertas…

Meneó la cabeza.

—De todas formas, gracias —dijo Horza.

—¿Por qué?

—Creo que acabas de reforzar mi fe en cuál será el desenlace de esta guerra.

—Oh, Horza… Vete.

Balveda suspiró y clavó los ojos en el suelo.

Horza quería tocarla, pasar la mano por sus cortos cabellos negros o pellizcar una de sus pálidas mejillas, pero supuso que eso sólo serviría para hacer que se sintiera más incómoda. Conocía demasiado bien la amargura de la derrota, y no quería agravar todavía más la experiencia de quien, en última instancia, era una adversaria justa y con sentido del honor. Fue hacia la puerta, habló con el centinela y éste le dejó salir de la celda.


* * *

—Ah, Bora Horza… —dijo Xoralundra cuando el humano cruzó el umbral de la celda. El Querl fue hacia él por el pasillo. El centinela que montaba guardia ante la celda irguió visiblemente el cuerpo y quitó unas motas de polvo imaginarias de su carabina láser—. ¿Cómo está nuestra invitada?

—No parece muy feliz. Intercambiamos unas cuantas justificaciones y creo que acabé ganando por puntos.

Horza sonrió. Xoralundra se detuvo ante él y miró hacia abajo.

—Hmmm… Bueno, a menos que prefieras gozar de tus victorias en el vacío, te sugiero que cuando vuelvas a salir de mi camarote mientras nos encontramos en situación de combate cojas tu…

Horza no oyó la siguiente palabra. La alarma de la nave acababa de ponerse en funcionamiento.

La señal de alarma idirana —tanto en un navío de combate como en cualquier otro sitio—, consiste en lo que parece una serie de explosiones muy secas. Es la versión amplificada del retumbar pectoral idirano, una señal evolucionada a lo largo del tiempo que los idiranos usaron durante varios centenares de miles de años para avisar a otros miembros de su rebaño o clan antes de convertirse en seres civilizados, y era producida mediante un pliegue del pecho, el único vestigio del tercer brazo idirano que no ha sido eliminado por la evolución.

Horza se llevó las manos a los oídos en un intento de amortiguar aquel sonido horrible. Podía sentir las ondas de choque en su pecho y por el cuello abierto de su traje. Algo le cogió y le aplastó contra el mamparo. Sólo entonces se dio cuenta de que había cerrado los ojos. Durante un segundo pensó que el rescate no había existido, que nunca se había apartado de la pared de la celda alcantarilla, que éste era el momento de su muerte y que todo lo demás había sido un sueño extraño e increíblemente vivido. Abrió los ojos y se encontró contemplando el hocico queratinoso del Querl Xoralundra, quien estaba sacudiéndole furiosamente. La alarma de la nave dejó de sonar, fue sustituida por un zumbido cuya intensidad era meramente dolorosa y el hocico se movió ante el rostro de Horza.

—¡EL CASCO! —gritó.

—¡Oh, mierda! —dijo Horza.

Xoralundra le dejó caer sobre la cubierta, giró rápidamente sobre sí mismo y alzó en vilo a un medjel que intentaba pasar corriendo junto a él.

—¡Tú! —gritó Xoralundra—. Soy el padre-espía Querl de la flota —le gritó a la cara mientras agarraba a la criatura de seis piernas por la pechera del traje y la hacía bailar en el aire—. Irás a mi camarote inmediatamente, cogerás el pequeño casco espacial que hay allí y lo llevarás a la escotilla de emergencia de babor lo más deprisa posible. Esta orden anula a todas las otras y no puede ser revocada por nadie. ¡Ve!

Arrojó al medjel en la dirección adecuada. La criatura cayó sobre sus cuatro patas y echó a correr.

Xoralundra hizo girar los goznes de su casco y accionó el visor. Parecía disponerse a decirle algo al Cambiante, pero el altavoz del casco emitió un crujido al que siguió una voz y la expresión del Querl cambió. La voz calló enseguida. Ahora sólo podía oírse el gemido del sistema de alarma del crucero.

—La nave de la Cultura se había ocultado en las capas superficiales del sol del sistema —dijo Xoralundra con amargura, más hablando consigo mismo que con Horza.

—¿En el sol? —Horza no podía creerlo. Se volvió hacia la puerta de la celda, como si todo aquello fuera culpa de Balveda—. Esos bastardos se vuelven más listos a cada momento que pasa.

—Sí —dijo secamente el Querl, y giró a toda velocidad sobre uno de sus pies—. Sígueme, humano.

Horza obedeció y echó a correr detrás del viejo idirano, pero tropezó con él cuando la inmensa silueta se detuvo de golpe. Horza observó aquel inmenso y oscuro rostro alienígena que se volvió para lanzar una mirada por encima de su cabeza al soldado idirano que seguía montando guardia sin mover un músculo ante la puerta de la celda. Una expresión que Horza no pudo interpretar pasó velozmente por el rostro de Xoralundra.

—Centinela —dijo el Querl en voz baja. El soldado de la carabina láser se volvió hacia él—. Mata a la mujer.

Xoralundra se alejó por el pasillo. Horza se quedó inmóvil durante un momento. Sus ojos fueron hacia la ya distante silueta del Querl y acabaron posándose en el centinela. Vio como comprobaba su carabina, daba la orden que abriría la puerta de la celda y entraba en ella. Después el hombre echó a correr por el pasillo en pos del viejo idirano.


* * *

—¡Querl! —jadeó el medjel mientras resbalaba por el suelo hasta detenerse delante de la escotilla sosteniendo el casco del traje junto a su pecho.

Xoralundra le quitó el casco de las manos y lo colocó sobre la cabeza de Horza.

—En la escotilla hay un equipo de distorsión —le dijo el idirano—. Aléjate todo lo que puedas. La flota estará aquí dentro de nueve horas estándar. No deberías tener que hacer nada: el traje pedirá ayuda emitiendo una señal codificada. Yo también…

El crucero tembló interrumpiendo a Xoralundra. Hubo una fuerte explosión y la onda expansiva derribó a Horza. El trípode formado por las piernas del idirano hizo que apenas se moviera. El medjel que había ido a buscar el casco salió disparado contra las piernas de Xoralundra y lanzó un chillido. El idirano dejó escapar una maldición y le dio una patada; el medjel huyó a toda velocidad. El crucero volvió a oscilar y las alarmas hicieron vibrar la atmósfera. Horza podía oler algo quemándose. Una confusión de ruidos que podían haber sido voces idiranas o explosiones ahogadas le llegaba desde algún punto situado sobre su cabeza.

—Yo también intentaré escapar —dijo Xoralundra—. Que Dios esté contigo, humano.

Antes de que Horza pudiera decir algo el idirano ya le había bajado el visor de un manotazo y estaba empujándole hacia la escotilla. La compuerta se cerró con un golpe seco. El crucero volvió a oscilar y Horza se estrelló contra un mamparo. Sus ojos recorrieron desesperadamente aquel pequeño espacio esférico buscando la unidad de distorsión. Allí estaba. Logró desprenderla de los imanes que la sujetaban a la pared después de un breve forcejeo, y se la colocó en la parte trasera del traje.

—¿Listo? —preguntó una voz en su oído.

Horza dio un salto.

—¡Sí! ¡Sí! —dijo—. ¡Dale ya!

La escotilla no se podía abrir de la forma convencional. El compartimento giró sobre sí mismo y le arrojó al espacio. Horza se alejó del disco achatado que era el crucero dando vueltas entre una minigalaxia de partículas heladas. Empezó a buscar con los ojos la nave de la Cultura, y un instante después se dijo que era una estupidez. Probablemente aún estaba a varios trillones de kilómetros de distancia… La guerra moderna ya no guardaba ninguna relación con las escalas humanas. Podías atacar y destruir desde distancias inimaginables, acabar con planetas enteros desde más allá de su propio sistema y convertir estrellas en novas desde varios años luz de distancia…, y, aun así, seguías sin tener una idea muy clara del porqué estabas luchando.

Horza dedicó un último pensamiento a Balveda y alargó la mano hasta encontrar la palanca que controlaba el incómodo bulto de la unidad de distorsión, pulsó los botones en la secuencia correcta y vio como las estrellas se retorcían y distorsionaban a su alrededor. La unidad estaba haciendo que él y su traje se alejaran lo más deprisa posible de la nave espacial idirana.

Jugueteó un rato con los controles incrustados en la muñeca de su traje intentando captar señales de La mano de Dios 137, pero no había nada, sólo estática. El traje habló con él en una ocasión: «Carga / unidad / distorsión / semi / agotada». Horza podía vigilar el funcionamiento de la unidad mediante una de las pequeñas pantallas que había en el interior de su casco.

Recordó que los idiranos tenían la costumbre de dirigir una especie de plegaria a su Dios antes de abandonar el espacio normal. En una ocasión viajaba con Xoralundra a bordo de una nave que se disponía a entrar en el hiperespacio, y el Querl insistió en que el Cambiante también debía unirse a la oración. Horza protestó diciendo que aquellas frases no significaban nada para él. Aparte de que sus convicciones personales no tenían ningún lugar para el Dios idirano, la oración estaba en una lengua muerta idirana que no entendía. La respuesta de Xoralundra —más bien fría— fue que lo importante era el gesto. En el caso de lo que los idiranos consideraban esencialmente como un animal (la mejor traducción de su palabra para referirse a los humanoides era «biotómata») sólo se exigía la apariencia exterior y la conducta propias de la devoción; lo que pasara por su corazón y por su mente no tenían ninguna importancia. Horza le preguntó qué ocurría con su alma inmortal y Xoralundra se rió. Fue la primera y única vez en que Horza había visto reírse al viejo guerrero. ¿Quién había oído hablar de un cuerpo mortal poseedor de un alma inmortal?

Horza desconectó la unidad de distorsión cuando ya casi no le quedaba carga. Las estrellas aparecieron a su alrededor haciéndose nítidas y visibles. Ajustó los controles de la unidad y se la quitó. La unidad y el traje se separaron, con Horza desplazándose lentamente en una dirección mientras la unidad se alejaba girando en otra. Los controles automáticos entraron en funcionamiento y la unidad desapareció. El resto de carga sería consumido impulsando la unidad en la dirección equivocada para despistar a cualquiera que pudiese haber estado siguiendo su rastro.

El Cambiante fue calmando gradualmente su respiración; llevaba cierto tiempo respirando deprisa y con cierto esfuerzo, pero redujo el ritmo de ésta y el de sus latidos mediante un esfuerzo consciente. Se acostumbró al traje, examinando sus funciones y capacidades. Por el tacto y el olor parecía nuevo, y daba la impresión de ser un artefacto construido en Rairch. Los trajes fabricados en Rairch estaban concebidos para ser los mejores. La gente decía que la Cultura fabricaba trajes aún más eficientes, pero la gente decía que la Cultura era capaz de hacerlo mejor todo, y aun así estaba perdiendo la guerra. Horza comprobó los láseres incorporados al traje, buscó la pistola oculta que sabía formaba parte del equipo y logró encontrarla disfrazada como una parte más del recubrimiento protector del antebrazo izquierdo: era una pequeña arma manual de plasma. Sintió deseos de disparar contra algo, pero no había nada contra lo que apuntar, así que volvió a guardarla.

Cruzó los brazos sobre la voluminosa placa pectoral y miró a su alrededor. Había estrellas por todas partes. No tenía ni idea de cuál era el sol de Sorpen. Así que las naves de la Cultura podían esconderse en la fotosfera de una estrella… Y una Mente —incluso si estaba desesperada y huyendo de sus enemigos— podía saltar al fondo de un pozo gravitatorio, ¿eh? Bueno, quizá los idiranos debieran enfrentarse a un trabajo más duro de lo que habían esperado. Eran guerreros por naturaleza, poseían la experiencia y los redaños necesarios y toda su sociedad estaba preparada para el conflicto continuo. Pero la Cultura, esa mezcla de especies más o menos humanas que producía una impresión de anarquía, hedonismo y desunión y que siempre estaba emitiendo o absorbiendo grupos distintos, llevaba casi cuatro años luchando sin dar ninguna señal de querer rendirse o de que estuviera empezando a pensar en la posibilidad de un compromiso…

Lo que todo el mundo había esperado iba a ser un enfrentamiento breve y limitado que duraría el tiempo suficiente para servir de lección a los adversarios se había transformado en un esfuerzo bélico que absorbía todos los recursos disponibles. Los reveses iniciales y las primeras megamuertes no habían tenido el efecto profetizado por los expertos y los sabihondos. La Cultura no se había rendido, horrorizada ante las brutalidades de la guerra pero orgullosa por haber llevado su vida colectiva al lugar que, normalmente, sólo estaba ocupado por las proclamas surgidas de su boca colectiva. No, la Cultura se había limitado a efectuar una retirada detrás de otra, preparándose, acumulando sus recursos y trazando planes. Horza estaba convencido de que las Mentes se encontraban detrás de todo aquello.

No podía creer que las personas corrientes de la Cultura hubieran querido la guerra, sin importar lo que hubiesen votado. Después de todo, ya gozaban de su Utopía comunista, ¿no? Eran seres blandos y mimados que veían satisfechos todos sus caprichos, y el materialismo evangélico de la sección de Contacto les proporcionaba las buenas obras con que calmar su conciencia. ¿Qué más podían querer? La guerra tenía que ser idea de las Mentes; era una parte más del impulso clínico de limpiar la galaxia y conseguir que funcionara de una forma limpia y eficiente donde no hubiera lugar para los desperdicios, injusticias o sufrimientos. Los imbéciles de la Cultura no podían comprender que un día las Mentes empezarían a pensar en lo ineficientes y derrochadores que eran los humanos de la Cultura.

Horza usó los giróscopos internos del traje para echar un vistazo a cada parte del cielo, y se preguntó qué áreas de aquel vacío puntuado de luces albergarían batallas donde morían miles de millones de personas. ¿Cuáles serían los lugares en que la Cultura seguía resistiendo y las flotas de combate idiranas ejercían presión sobre sus defensas? El traje zumbaba, siseaba y emitía leves crujidos a su alrededor; preciso, obediente, tranquilizador…

Y de repente el traje detuvo su lento girar con una sacudida tan violenta e inesperada que Horza sintió un castañeteo en los dientes. Un ruido desagradablemente parecido a una alarma de colisión zumbó en uno de sus oídos, y el rabillo de su ojo izquierdo le mostró cómo una micropantalla incrustada en el interior del casco se iluminaba ofreciéndole un holograma de gráficos rojizos.

—Blanco / adquisición / radar —dijo el traje—. Aproximándose / aumentando.

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