La Turbulencia en cielo despejado se abrió paso por entre la sombra de una luna, dejó atrás una superficie estéril puntuada de cráteres con su trayectoria subiendo y bajando de nivel mientras salvaba la parte superior de un pozo gravitatorio, y acabó descendiendo hacia un planeta azul verdoso cubierto de nubes. Apenas hubo pasado junto a la luna su curso empezó a curvarse y el morro de la nave espacial fue alejándose del planeta para apuntar hacia el espacio. En el punto central de esa curva la Turbulencia en cielo despejado dejó libre su lanzadera, y ésta se deslizó hacia el nebuloso horizonte del planeta y el filo en movimiento de la oscuridad que iba avanzando sobre la superficie del planeta como una capa negra.
Horza estaba sentado en esa lanzadera junto con la mayoría de la abigarrada tripulación de la nave. Todos llevaban puesto su traje espacial y ocupaban angostos bancos en el atestado compartimento de pasajeros de la lanzadera. La variedad de trajes era asombrosa; hasta los tres Bratsilakin llevaban modelos ligeramente distintos. El único ejemplo realmente moderno era el de Kraiklyn, el traje fabricado en Rairch que le había quitado a Horza.
Todos iban armados, y su armamento era tan variado como sus trajes. La mayoría llevaban láseres o, para ser más exactos, lo que la Cultura llamaba SAERC, Sistemas de Armamentos Emisores de Radiación Coherente. Los mejores funcionaban usando longitudes de ondas invisibles al ojo humano. Algunos contaban con cañones de plasma o pistolas pesadas, y uno de los tripulantes poseía un Microobús de aspecto bastante eficiente, pero Horza sólo tenía un rifle de proyectiles, que para colmo era un modelo anticuado, tosco y de disparo bastante lento. El Cambiante lo comprobó por décima o undécima vez y volvió a maldecirlo. También maldijo el viejo traje lleno de fugas que le habían dado; el visor estaba empezando a cubrirse de vaho. Aquello no podía salir bien.
La lanzadera empezó a oscilar y vibrar. Acababa de entrar en contacto con la atmósfera del planeta Marjoin, donde iban a atacar y robar los tesoros de algo llamado el Templo de la Luz.
La Turbulencia en cielo despejado había necesitado quince días para cubrir los aproximadamente veintiún años luz estándares que separaban el sistema de Sorpen del de Marjoin. Kraiklyn alardeaba de que su nave podía rozar los mil doscientos años luz de velocidad, pero afirmaba que velocidades de semejante magnitud estaban reservadas para los casos de emergencia. Horza había estado inspeccionando la vieja nave, y dudaba mucho de que pudiera alcanzar una velocidad de cuatro cifras sin que los motores que creaban el campo distorsionador esparcieran la nave y todo cuanto contenía por los cielos.
La Turbulencia en cielo despejado era una venerable nave de asalto blindada construida en Hron durante el reinado de una de las últimas dinastías de su declive, y había sido concebida buscando más la resistencia y la fiabilidad que la sofisticación y los alardes técnicos. Dado el nivel de capacidad de su tripulación, Horza opinaba que eso era una suerte. La nave medía unos cien metros de largo, veinte de ancho y quince de altura, con una cola de diez metros situada sobre la parte posterior del casco. A cada lado del casco asomaban los promontorios de las unidades de campo, que parecían pequeñas versiones del casco propiamente dicho. Los promontorios nacían justo detrás del morro y se extendían a lo largo de toda la nave, con muñones de alas en el centro y unas delgadas columnas voladizas conectando las estructuras al casco. La Turbulencia en cielo despejado tenía contornos aerodinámicos y estaba equipada con motores de fusión en la cola, así como con un pequeño propulsor situado en la proa que servía para desplazarse por las atmósferas y los pozos gravitatorios. Horza opinaba que en cuanto a comodidades y alojamientos de la tripulación dejaba mucho que desear.
Le habían asignado el catre ocupado por el difunto Zallin y compartía un cubo de dos metros —designado mediante el eufemismo de «camarote»—, con Wubslin, el mecánico de la nave. Wubslin se otorgaba el título de ingeniero, pero después de unos cuantos minutos de conversación en los que intentó sonsacarle detalles técnicos sobre la Turbulencia en cielo despejado, Horza se dio cuenta de que aquel hombretón corpulento de piel blanquecina sabía muy poco sobre los sistemas más complejos de la nave. Wubslin no era un tipo desagradable, no olía y se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, por lo que Horza suponía que la situación podría haber sido mucho peor.
La nave albergaba a dieciocho personas repartidas en nueve camarotes. El Hombre, naturalmente, disponía de todo un camarote para él solo, y los Bratsilakin compartían un recinto de atmósfera más bien pestilente. Los Bratsilakin preferían que su puerta estuviese abierta; el resto de la tripulación prefería cerrarla de un manotazo cuando pasaba junto a ella. Horza se llevó una decepción al descubrir que sólo había cuatro mujeres a bordo. Dos de ellas apenas si salían de su camarote, y se comunicaban con los demás mediante signos y gestos. La tercera era una fanática religiosa que repartía su tiempo libre entre los intentos de convertirle a algo llamado el Círculo de Llamas y el atrincherarse tras la puerta del camarote que compartía con Yalson devorando cerebro-cintas de fantasía. Yalson parecía ser la única hembra normal a bordo, pero a Horza le resultaba bastante difícil pensar en ella como mujer. Aun así, fue quien se tomó la molestia de presentarle a los demás y contarle lo que necesitaba saber sobre la nave y su tripulación.
Horza se aseó en uno de los puntos de lavado de la nave —unos recintos que parecían ataúdes—, y cuando hubo terminado siguió la sugerencia de Yalson y dejó que su nariz le guiara hasta el comedor, donde fue más o menos ignorado pero acabó encontrándose ante un plato con comida. Kraiklyn le lanzó una rápida mirada mientras se sentaba entre Wubslin y un Bratsilakin, apartó los ojos de él y siguió hablando sobre armas, blindajes y tácticas sin prestarle ni la más mínima atención. Después de comer, Wubslin le acompañó hasta su camarote y se marchó. Horza quitó los trastos que cubrían el catre de Zallin, cubrió su dolorido y cansado cuerpo de anciano con unas sábanas medio rotas y se sumió en un profundo sueño.
Cuando despertó recogió los escasos objetos personales de Zallin. Era patético. El joven muerto había poseído unas cuantas camisetas, algunos pantalones cortos, un par de faldellines, una espada oxidada, una colección de dagas baratas con fundas tirando a maltrechas y unos cuantos libros de plástico de gran tamaño para microlector con imágenes en movimiento que repetían incansablemente escenas de viejas guerras mientras se los mantuviera abiertos. Eso era todo. Horza decidió conservar el traje del joven, aunque le quedaba demasiado grande y no era ajustable, y el viejo rifle de proyectiles que Zallin no había cuidado con demasiada devoción.
Envolvió todo lo demás en una de las sábanas más destrozadas y lo llevó al hangar. Todo estaba igual que cuando se había marchado de allí. Nadie se había molestado en mover la lanzadera devolviéndola a su posición original. Yalson estaba ejercitándose desnuda hasta la cintura. Horza se quedó inmóvil en el umbral al final de las escaleras viendo cómo la mujer pasaba de un ejercicio a otro. Yalson saltaba y giraba sobre sí misma, daba volteretas y saltos mortales, hendía el aire con patadas y puñetazos y acompañaba cada movimiento con leves gruñidos. Cuando vio a Horza se quedó quieta.
—Bienvenido. —Yalson se agachó a recoger la toalla que había dejado sobre la cubierta y empezó a frotarse el pecho y los brazos. Una capa de sudor hacía brillar el vello dorado que cubría su piel—. Creía que habías cascado.
—¿He dormido mucho rato? —preguntó Horza.
No tenía ni idea de qué sistema temporal se usaba a bordo de la nave.
—Dos días estándar. —Yalson pasó la toalla por su erizada cabellera y acabó colocándosela sobre los hombros—. De todas formas, tienes mejor aspecto.
—Me siento mejor —dijo Horza.
Aún no se había contemplado en un espejo o un inversor, pero sabía que su cuerpo estaba empezando a volver a la normalidad y que no tardaría en perder la apariencia de anciano que había asumido.
—¿Las cosas de Zallin?
Yalson movió la cabeza señalando el bulto que Horza sostenía en sus manos.
—Sí.
—Te enseñaré cómo funcionan los vactubos. Probablemente lo echaremos al espacio cuando salgamos del campo.
Yalson quitó un par de planchas y abrió la escotilla del tubo que había debajo, Horza dejó caer las cosas de Zallin dentro del cilindro y Yalson cerró la escotilla. El Cambiante captó el olor de su cuerpo recalentado y cubierto de transpiración y descubrió que le gustaba, pero en la actitud de Yalson no había nada indicador de que pudieran llegar a ser algo más que amigos. Bueno, mientras estuviera a bordo de esta nave se conformaría con la amistad. No cabía duda de que necesitaba alguien a quien llamar amigo.
Después fueron al comedor a tomar un bocado. Horza estaba hambriento. Su cuerpo exigía comida para reconstruirse y añadir un poco más de carne a la delgada y frágil silueta que había asumido cuando adoptó la identidad del ministro de Ultramundo de la Gerontocracia de Sorpen.
«Al menos la autococina funciona y el campo antigravitatorio parece bastante regular», pensó Horza. Los camarotes atestados, la comida podrida y un campo gravitatorio errático o mal ajustado siempre le habían horrorizado.
—Zallin no tenía amigos —dijo Yalson meneando la cabeza mientras se metía algo de comida en la boca.
Estaban sentados juntos en el comedor. Horza quería saber si existía algún tripulante que pudiera sentir deseos de vengar al joven.
—Pobre bastardo… —repitió Horza.
Dejó su cuchara sobre la mesa y sus ojos se clavaron en el otro extremo de aquel pequeño recinto de techo muy bajo destinado a comedor, perdiéndose en la nada durante un segundo. Volvió a sentir en sus manos la vibración veloz e irrevocable de aquel hueso partiéndose, y el ojo de su mente vio romperse la columna vertebral, el desplomarse sobre sí misma de la tráquea y las arterias que se comprimían acabando con la vida del joven como si alguien hubiera hecho girar un dial. Meneó la cabeza.
—¿De dónde era?
—¿Quién sabe? —Yalson se encogió de hombros. Se dio cuenta de la expresión que había en el rostro de Horza y, entre masticación y masticación, añadió:— Él te habría matado, ¿comprendes? Está muerto. Olvídale. Sí, claro, ya sé que resulta muy duro pero… De todas formas, era un tipo bastante aburrido.
Tragó otro bocado de comida.
—Me preguntaba si había alguien a quien debiera enviarle alguno de sus objetos personales. Amigos, relaciones o…
—Mira, Horza —dijo Yalson volviéndose hacia él—, cuando subes a esta nave dejas de tener un pasado. Preguntarle a alguien de dónde viene o lo que hizo con su vida antes de unirse a esta tripulación se considera una falta de educación muy grave. Puede que todos tengamos algunos secretos o quizá sea que no queremos hablar o pensar en ciertas cosas que hemos hecho, o algunas de las cosas que nos han hecho… Tanto da. No intentes averiguar nada sobre nadie. En esta nave sólo hay un sitio donde puedas gozar de cierta intimidad, y se encuentra entre tus orejas, así que intenta sacarle el máximo provecho. Si vives el tiempo suficiente puede que alguien quiera contarte todos sus secretos y problemas, probablemente cuando haya bebido demasiado, pero cuando llegue ese momento quizá no tengas demasiadas ganas de escucharle. Mi consejo es que te olvides de eso por ahora. —El Cambiante abrió la boca para decir algo, pero Yalson se le adelantó—. Te contaré todo lo que sé y así te ahorrarás el esfuerzo de preguntarlo. —Dejó la cuchara sobre la mesa, se limpió los labios con un dedo y giró en su asiento hasta quedar de cara a él. Alzó una mano. El vello de sus antebrazos y el dorso de sus manos hacía que su piel morena pareciera estar rodeada por una aureola dorada. Estiró un dedo—. Uno, la nave. Lleva centenares de años por el espacio y la fabricaron en Hron. Ha tenido por lo menos una docena de propietarios, y ninguno la ha cuidado demasiado. El láser de proa no funciona porque nos lo cargamos intentando alterar la longitud de onda. Dos… —Estiró otro dedo—. Kraiklyn ha poseído esta nave desde que le conocemos. Dice que la ganó en una partida de Daño no se sabe dónde justo antes de la guerra. Sé que juega, pero no sé si es bueno o no. No importa, supongo que eso es asunto suyo… Oficialmente se nos conoce como la CLK, la Compañía Libre de Kraiklyn, y él es el jefe. Es un líder bastante bueno y cuando las cosas se ponen duras no le importa arriesgar el pellejo con los demás. Siempre va delante, y según mis reglas eso le convierte en un buen tipo. Su truco es que nunca duerme. Tiene un…, ah…, una… —Yalson frunció el ceño en un obvio esfuerzo para dar con las palabras adecuadas—. Una división de tareas hemisférica cerebral aumentada. Una mitad duerme una tercera parte del tiempo y entonces se le nota un poco soñoliento y no muy despejado; después la otra mitad duerme su tercera parte del tiempo, y entonces es todo lógica y números y no puede comunicarse demasiado bien. En cuanto al tercio de tiempo restante lo reserva para cuando está en acción o cuando hay alguna emergencia, y entonces los dos lados están despiertos y funcionando. Eso hace que no exista forma alguna de pillarle desprevenido roncando en su catre.
—Clones paranoicos y un Hombre con un sistema de turnos craneales… —Horza meneó la cabeza—. De acuerdo, sigue.
—Tres, no somos mercenarios —dijo Yalson—. Somos una Compañía Libre. La verdad es que somos unos meros piratas, pero si ése es el nombre que Kraiklyn quiere darnos, eso es lo que somos. En teoría cualquiera puede unirse a nosotros siempre que coma la comida y respire el aire de la nave, pero en la práctica Kraiklyn se muestra un poquito más selectivo, y apuesto a que le gustaría poder serlo todavía más. Tanto da… Hemos cumplido unos cuantos contratos, casi todos de protección, y hemos hecho un par de escoltas a lugares del tercer nivel que se han encontrado atrapados en plena guerra, pero nuestra ocupación principal es atacar y robar allí donde suponemos que la confusión creada por la guerra hace probable que no tengamos problemas con la ley. Eso es lo que vamos a hacer en el sitio adonde vamos. Kraiklyn oyó hablar de un lugar llamado el Templo de la Luz que se encuentra en un planeta perdido casi-nivel-tres y piensa que será fácil entrar y será fácil salir…, por usar una de sus frases favoritas. Según él, ese templo está repleto de sacerdotes y tesoros. Mataremos a los sacerdotes y nos llevaremos los tesoros. Después nos dirigiremos hacia el Orbital Vavatch antes de que la Cultura dé la alarma y compraremos algo con que sustituir nuestro láser de proa. Supongo que los precios deben estar bastante bajos. Si nos quedamos por allí el tiempo suficiente es probable que acaben dándonos lo que queremos sin pedir nada a cambio…
—¿Qué está ocurriendo en Vavatch? —preguntó Horza.
Aquello era algo nuevo para él. Sabía que el gran Orbital se encontraba en la zona de guerra, pero creía que el ser propiedad de un grupo de grandes corporaciones serviría para mantenerlo fuera de la línea de fuego.
—¿Es que tus amigos idiranos no te lo han explicado? —Yalson bajó la mano que había utilizado para ir contando—. Bueno… —dijo al ver que Horza se limitaba a encogerse de hombros—. Como probablemente sabes, los idiranos están avanzando por todo el flanco interno del Golfo, el Acantilado Resplandeciente. La Cultura parece estar dispuesta a plantarles cara, aunque sólo sea para variar, o por lo menos da la impresión de hacer preparativos en ese sentido. Al principio parecía que acabarían llegando a uno de sus acuerdos habituales y Vavatch sería considerado territorio neutral. Esa manía religiosa centrada en los planetas que tienen los idiranos hacía que no estuvieran demasiado interesados en el O siempre que la Cultura no intentara utilizarlo como base, y la Cultura prometió que no lo haría. Mierda, con esas UGC tan jodidamente grandes que han empezado a construir últimamente no necesitan bases en Orbitales, Anillos, planetas ni nada semejante… Bueno, el caso es que todo Vavatch pensaba que la cosa acabaría yendo sobre ruedas, muchas gracias, y hasta debían imaginarse que ese tiroteo galáctico a su alrededor les permitiría hacer grandes negocios… Pero de repente los idiranos anunciaron que iban a tomar el control de Vavatch, aunque sólo de forma nominal; no habría presencia militar. La Cultura dijo que no pensaba consentirlo, los dos bandos se negaron a abandonar sus preciosos principios, y la Cultura dijo: «De acuerdo, si no os echáis atrás volaremos el Orbital antes de que lleguéis allí». Y eso es lo que está ocurriendo. La Cultura piensa evacuar todo el maldito Orbital y volarlo en pedazos antes de que las flotas de combate idiranas hayan tenido tiempo de llegar allí.
—¿Piensan evacuar un Orbital? —preguntó Horza.
Era la primera noticia que tenía al respecto. Los idiranos no habían hecho una sola referencia al Orbital Vavatch en ninguna de las reuniones que mantuvieron con él, e incluso cuando adoptó la personalidad de Egratin, ministro de Ultramundo, la mayoría de noticias que le llegaban del exterior eran meros rumores. Cualquier idiota podía darse cuenta de que el volumen de espacio alrededor del Golfo Sombrío iba a convertirse en un campo de batalla que mediría centenares de años luz de longitud, otros tantos de altura y varias décadas de profundidad, pero Horza no había logrado averiguar qué estaba ocurriendo realmente. No cabía duda de que el ritmo de la guerra había cambiado para volverse todavía más frenético, pero aun así sólo un lunático podía concebir la idea de evacuar a todos los habitantes de un Orbital.
Pero Yalson asintió.
—Eso es lo que dicen. No me preguntes de dónde sacarán las naves para semejante evacuación, pero eso es lo que dicen que harán.
—Están locos.
Horza meneó la cabeza.
—Sí, bueno… Creo que eso ya quedó demostrado cuando decidieron ir a la guerra.
—Cierto. Lo siento. Sigue —dijo Horza moviendo una mano.
—He olvidado lo que iba a decir. —Yalson sonrió, contempló los tres dedos que había extendido como si pudieran darle alguna pista al respecto y acabó alzando los ojos hacia Horza—. Bien, creo que eso es todo, más o menos… Mi consejo es que mantengas la cabeza agachada y no abras la boca hasta que lleguemos a Marjoin y a ese templo, y ahora que lo pienso bien… Bueno, una vez hayamos llegado allí sigue con la cabeza agachada. —Se rió, y Horza se encontró riendo con ella. Yalson asintió y cogió la cuchara que había dejado sobre la mesa—. Si sales bien librado de él, haber compartido un tiroteo con la tripulación hará que todo el mundo se sienta más dispuesto a aceptarte. No importa lo que hayas hecho en el pasado, y lo de Zallin tampoco cuenta; por ahora eres el bebé de la nave.
Horza la contempló con expresión dubitativa mientras pensaba en lo peligroso que podía ser atacar cualquier sitio —incluso un templo que carecía de sistemas defensivos—, con un traje de segunda mano y un rifle de proyectiles en el que no se podía confiar.
—Bueno —suspiró metiendo la cuchara en el plato—, mientras no se os ocurra volver a hacer apuestas sobre de que lado caeré…
Yalson le contempló en silencio durante un segundo, sonrió y volvió a concentrar su atención en la comida.
Pese a lo que le había dicho Yalson, el Hombre demostró que deseaba averiguar algo más sobre el pasado de Horza. Kraiklyn le invitó a su camarote. El cubículo estaba limpio y ordenado, con todos los objetos guardados, asegurados con redes o atornillados, y el aire olía agradablemente a frescura y limpieza. El suelo estaba cubierto con una alfombra de absorción e hileras de libros ocultaban toda una pared. Un modelo de la Turbulencia en cielo despejado colgaba del techo, y un rifle láser de considerable tamaño adornaba otra pared. El arma parecía un modelo de gran potencia: la mochila de la batería era muy voluminosa y el cañón terminaba en un divisor de rayo. Las suaves luces del camarote hacían que el metal reluciera como si estuviese recién limpiado.
—Siéntate —dijo Kraiklyn, señalando una silla mientras manipulaba el control de la cama para convertirla en un sofá y se dejaba caer en él.
El Hombre alargó la mano hacia un estante que había a su espalda y cogió dos esnifrascos. Ofreció uno a Horza, quien lo aceptó y rompió el sello. El capitán de la Turbulencia en cielo despejado aspiró una honda bocanada de los vapores aromáticos que brotaron de su recipiente y tomó un sorbo del líquido. Horza le imitó. Reconoció la sustancia, pero no logró recordar su nombre. Era una de esas que podías inhalar para colocarte o beber limitándote a alcanzar un agradable estado de sociabilidad; los ingredientes activos sólo subsistían unos minutos a temperatura corporal, y la mayoría de conductos digestivos humanoides acababan disgregándolos en vez de absorberlos.
—Gracias —dijo Horza.
—Bueno, tienes mucho mejor aspecto que cuando te metimos en la nave —dijo Kraiklyn contemplando el pecho y los brazos de Horza.
Cuatro días de reposo y buena alimentación habían hecho que el Cambiante recuperara casi plenamente su aspecto normal. Su tronco y sus miembros habían ido acumulando carne hasta aproximarse bastante a su apariencia musculosa habitual, y su estómago no había aumentado. Su piel se había tensado cobrando un lustre entre marrón y dorado, y su rostro parecía más firme y, aun así, más flexible. Las raíces del cabello que le estaba saliendo eran de color oscuro; Horza ya había cortado los ralos mechones blanco amarillentos del Gerontócrata. Sus dientes venenosos también se estaban regenerando, pero harían falta unos veinte días más antes de que le fuera posible volver a utilizarlos.
—También me siento mucho mejor.
—Hmmm… Lo de Zallin fue una lástima, pero estoy seguro de que comprendes mi posición, ¿verdad?
—Claro. Me alegra que me dieras una oportunidad. Algunas personas habrían acabado conmigo y me habrían echado al espacio.
—La idea pasó por mi mente —dijo Kraiklyn mientras jugueteaba con el esnifrasco—, pero tuve la sensación de que había algo de verdad en tus afirmaciones. No es que creyera todo eso de la droga para envejecer y los idiranos, pero pensé que quizá supieras luchar. Aun así, creo que tuviste mucha suerte, ¿eh? —Sonrió y Horza le devolvió la sonrisa. Kraiklyn alzó los ojos hacia los libros que ocupaban toda la pared opuesta—. De todas formas, Zallin era una especie de peso muerto. Me comprendes, ¿verdad? —Sus ojos volvieron a posarse en el rostro de Horza—. Ese chaval apenas sí sabía con qué extremo de su rifle debía apuntar… Estaba pensando en dejarle tirado cuando llegáramos a nuestra siguiente parada.
Kraiklyn aspiró otra bocanada de vapores.
—Bueno vuelvo a decirte lo de antes… Gracias.
Horza estaba llegando a la decisión de que su primera impresión sobre Kraiklyn —que el Hombre era un mierda—, había sido más o menos correcta. Si pensaba librarse de Zallin no había ninguna razón para que la pelea fuese a muerte. Horza o Zallin podían haberse alojado en el hangar o en la lanzadera. Desde luego, una persona más no habría hecho que los recintos de la Turbulencia en cielo despejado estuvieran más despejados durante el tiempo que se tardaba en llegar a Marjoin, pero el trayecto no era tan largo, y no se habrían quedado cortos de aire ni nada parecido. Kraiklyn quería un espectáculo, así de simple.
—Te estoy muy agradecido —dijo Horza.
Alzó el esnifrasco ante el rostro del capitán antes de hacer otra breve inhalación y observó atentamente su expresión.
—Bueno cuéntame qué tal es trabajar para esos tipos con tres piernas —dijo Kraiklyn, sonriendo y apoyando un brazo en el estante que había junto a su sofá-cama. Enarcó las cejas—. ¿Hmmm?
«Aja», pensó Horza.
—No tuve mucho tiempo para descubrirlo —dijo Horza—. Hace cinco días aún era capitán de los marines de Sladden. Supongo que no habrás oído hablar de eso, ¿verdad? —Kraiklyn meneó la cabeza. Horza se había pasado los dos últimos días trabajando en su historia, y sabia que si Kraiklyn se tomaba la molestia de hacer algunas comprobaciones descubriría que existía un planeta con ese nombre, que sus habitantes eran básicamente humanoides y que habían caído recientemente bajo la soberanía idirana—. Bueno, los idiranos iban a ejecutarnos porque seguimos combatiendo después de la rendición, pero me sacaron de la celda y me dijeron que si hacía un trabajito para ellos podría seguir vivo. Dijeron que me parecía mucho a un viejo al que deseaban tener de su lado… si le eliminaban, ¿sería capaz de fingir que era él? Qué diablos, pensé yo ¿Qué puedo perder? Tomé la droga y acabé en Sorpen fingiendo ser un ministro del gobierno. Todo fue bastante bien hasta que apareció esa mujer de la Cultura que me dejó con el culo al aire y casi consiguió que me mataran. Se disponían a acabar conmigo cuando apareció un crucero idirano que venía a capturarla. Me rescataron, la hicieron prisionera y volvíamos a reunimos con la flota cuando fuimos atacados por una UGC. Me metieron en ese traje y me lanzaron por la escotilla para que esperase la llegada de la flota.
Horza tenía la esperanza de que su historia no sonase demasiado ensayada. Kraiklyn clavó los ojos en el esnifrasco y frunció el ceño.
—He estado haciéndome algunas preguntas sobre eso… —Miro a Horza—. ¿Qué razones podía tener ese crucero para actuar en solitario con toda una flota detrás?
Horza se encogió de hombros.
—La verdad es que no tengo ni idea. Apenas si tuvieron tiempo de hablar conmigo antes de que la UGC surgiera de la nada. Supongo que debían de tener muchas ganas de echarle el guante a esa mujer de la Cultura, y pensaron que si esperaban la llegada de la flota la UGC la localizaría y saldría huyendo con ella.
Kraiklyn asintió con expresión pensativa.
—Hmmm… Sí, debían de tener muchas ganas de echarle el guante. ¿Llegaste a verla?
—Oh, sí, desde luego. Antes de que me delatara y después.
—¿Qué aspecto tenía?
Kraiklyn frunció el ceño y volvió a juguetear con su esnifrasco.
—Alta, delgada, bastante guapa pero también bastante desagradable. Demasiado condenadamente lista para mi gusto… Bastante parecida a todas las mujeres de la Cultura que he conocido. Lo que quiero decir es… Todas son distintas, ya sabes, pero ella no tenía nada raro que la hubiera hecho destacar.
—Dicen que algunos de esos agentes de la Cultura son gente muy especial. Se supone que son capaces de… Saben hacer trucos, ¿entiendes? Toda clase de adaptaciones especiales, una química corporal de lo más rara… ¿Hizo algo especial de lo que llegaras a enterarte?
Horza meneó la cabeza preguntándose adónde querría ir a parar con todo aquello.
—No que yo sepa —dijo.
Una química corporal de lo más rara, había dicho Kraiklyn. ¿Estaría empezando a sospechar? ¿Pensaba que Horza era un agente de la Cultura…, o un Cambiante? Kraiklyn seguía con los ojos clavados en su esnifrasco.
—Esas mujeres de la Cultura… —dijo asintiendo con la cabeza—. Son las únicas con las que me gustaría tener alguna clase de relación. Dicen que están llenas de… alteraciones, ¿entiendes? —Kraiklyn miró a Horza y le guiñó un ojo mientras tomaba otra inhalación de la droga—. Los hombres tienen pelotas especiales entre las piernas, ¿no? Una especie de mecanismo recirculante… Y las mujeres también tienen algo similar; se supone que son capaces de joder durante horas y horas… Bueno, por lo menos durante minutos…
Los ojos de Kraiklyn se habían vuelto ligeramente vidriosos y su voz acabó desvaneciéndose en el silencio. Horza intentó no dejar traslucir el desprecio que sentía. «Ya volvemos a empezar», pensó. Intentó contar el número de veces en que había tenido que escuchar cómo alguien —normalmente gente de sociedades situadas en el tercer nivel o el estrato más bajo del cuarto, normalmente bastante cercanas al tipo humanoide básico y, casi siempre, del sexo masculino—, hablaba en voz baja con una envidiosa admiración de lo Mucho Más Divertida que es la Cultura. En cuanto a ésta, prefería mostrarse perversamente púdica —aunque sólo fuese por una vez—, y tendía a minimizar la importancia que esos genitales alterados jugaban en la herencia de quienes habían nacido dentro de ella.
Naturalmente, esa modestia sólo servía para aumentar el interés de quienes no pertenecían a la Cultura, y cuando se topaba con humanos que exhibían esa especie de respeto temeroso ante la sexualidad cuasi-tecnológica que la Cultura engendraba con tanta frecuencia, Horza siempre tenía que luchar contra la tentación de enfadarse. Viniendo de Kraiklyn, aquello no le sorprendió ni pizca. Se preguntó si el Hombre se habría sometido a alguna operación de cirugía barata al estilo Cultura. Era algo bastante común, y también resultaba bastante peligroso. Esas alteraciones solían ser meros trabajos de fontanería, especialmente en el caso de los varones, y quienes las llevaban a cabo no hacían ni el más mínimo intento de mejorar el corazón y el resto del sistema circulatorio —por lo menos—, para que pudiera vérselas con el aumento de esfuerzo. (En la Cultura, naturalmente, ese tipo de capacidades formaban parte del genotipo fijo.) El resultado habitual de imitar aquel síntoma propio de la Cultura era, literalmente, un corazón destrozado. «Supongo que ahora oiremos hablar de esas maravillosas glándulas que fabrican drogas», pensó Horza.
—Sí, y también tienen esas glándulas de drogas —siguió diciendo Kraiklyn, con los ojos vidriosos y asintiendo para sí mismo—. Se supone que son capaces de atizarse una dosis de casi cualquier cosa cuando les dé la gana. —Kraiklyn acarició el esnifrasco que sostenía entre los dedos—. Ya sabes lo que cuentan, ¿no? Eso de que no puedes violar a una mujer de la Cultura… —No parecía esperar ninguna respuesta. Horza guardó silencio. Kraiklyn volvió a asentir con la cabeza—. Sí, no cabe duda de que esas mujeres tienen mucha clase… No son como la mierda que hay a bordo de esta nave. —Se encogió de hombros y tomó otra inhalación del esnifrasco—. Aun así…
Horza carraspeó para aclararse la garganta y se inclinó hacia adelante sin mirar a Kraiklyn.
—De todas formas está muerta —dijo alzando los ojos.
—¿Hmmm? —exclamó Kraiklyn con expresión ausente lanzándole una mirada al Cambiante.
—La mujer de la Cultura —dijo Horza—. Está muerta.
—Oh, sí. —Kraiklyn asintió y carraspeó—. Bueno, ¿qué quieres hacer? Espero que nos acompañes en lo del templo. Creo que nos debes ese favor a cambio del viaje, ¿no?
—Oh, sí, no te preocupes por eso —dijo Horza.
—Estupendo. Después de eso…, ya veremos. Si te adaptas podrás quedarte; si no, te dejaremos donde quieras…, dentro de unos límites razonables, como suele decirse. Esta operación no debería darnos ninguna clase de problemas: entrada fácil, salida fácil. —Kraiklyn movió la mano en una lenta curva hacia abajo, como si ésta fuera el modelo de la Turbulencia en cielo despejado que colgaba sobre la cabeza de Horza—. Después iremos a Vavatch. —Aspiró otra bocanada de vapores del esnifrasco—. Supongo que no sabes jugar al Daño, ¿hmmm?
Dejó el esnifrasco sobre el estante y Horza contempló aquellos ojos de animal de presa a través de las hilachas de niebla que brotaban del recipiente. Meneó la cabeza.
—No es uno de mis vicios. La verdad es que nunca he tenido ocasión de aprender cómo se juega.
—Ya, claro, me lo imagino. Es el único juego que merece la pena. —Kraiklyn asintió con la cabeza—. Aparte de esto… —Sonrió y miró a su alrededor. Estaba claro que se refería a la nave, la tripulación y lo que hacían—. Bueno —dijo Kraiklyn sonriendo e irguiéndose en el sofá—, creo que ya te he dado la bienvenida a bordo, pero de todas formas… Bienvenido a bordo. —Se inclinó hacia adelante y le dio una palmadita en el hombro—. Siempre que recuerdes quién es el jefe, ¿eh?
Le obsequió con una gran sonrisa.
—La nave es tuya —dijo Horza.
Apuró el contenido del esnifrasco, y lo puso en un estante junto a un holocubo que mostraba a Kraiklyn vestido con su traje negro empuñando el mismo rifle láser que colgaba de la pared.
—Creo que nos llevaremos estupendamente, Horza. Tienes que entrenarte un poco y familiarizarte con los demás, y luego le daremos una buena paliza a esos monjes. ¿Qué dices?
El Hombre volvió a guiñarle el ojo.
—Puedes apostar a que sí —replicó Horza.
Se puso en pie y sonrió.
Kraiklyn le abrió la puerta para que saliera del camarote.
«Y mi próximo truco será… —pensó Horza tan pronto como estuvo fuera del camarote y se encontró caminando por el pasillo rumbo a la cocina—, adoptar la personalidad de… ¡el capitán Kraiklyn!»
Durante los días siguientes Horza llegó a conocer bastante bien al resto de la tripulación. Habló con los que querían hablar, y observó o se dedicó a aguzar el oído para enterarse de algunas cosas sobre los que no tenían ganas de charla. Yalson seguía siendo su única amiga, pero se llevaba bastante bien con Wubslin, su compañero de camarote, aunque el corpulento ingeniero era un tipo callado y cuando no estaba comiendo o trabajando solía pasarse casi todo el tiempo dormido. Los Bratsilakin parecían haber decidido que Horza probablemente no estaba contra ellos, pero daban la impresión de reservarse su opinión sobre si estaba a favor hasta que llegaran a Marjoin y al Templo de la Luz.
La fanática religiosa que compartía el camarote con Yalson se llamaba Dorolow. Era más bien regordeta, de tez clara y cabellos rubios, y sus enormes orejas se curvaban hacia abajo hasta rozarle las mejillas. Hablaba con una voz muy aguda parecida a un graznido que, según ella, apenas si era audible, y le lloraban mucho los ojos. Sus movimientos eran tan nerviosos como los de un pájaro asustado.
El más viejo de la Compañía era Aviger, un hombrecillo curtido por los años y la vida al aire libre de piel morena y escasa cabellera. Aviger era capaz de ejecutar prodigios de flexibilidad con sus brazos y sus piernas, cosas como ponerse las manos detrás de la espalda y pasarlas por encima de su cabeza sin separar los dedos. Compartía un camarote con un hombre llamado Jandraligeli, un mondliciano alto y delgado de mediana edad que lucía las cicatrices rituales en la frente típicas de su mundo natal con orgullo y contemplaba con una mirada de inmutable desprecio a todos los que le rodeaban. El mondliciano ignoraba concienzudamente a Horza, pero Yalson le dijo que siempre hacía lo mismo con cada recluta nuevo. Jandraligeli pasaba mucho rato ocupándose de su traje, un modelo viejo pero bien cuidado, y haciendo que su rifle láser estuviera limpio y reluciente.
Gow y kee-Alsoforus eran las dos mujeres que apenas si se relacionaban con nadie y se suponía que cuando estaban solas dentro de su camarote «hacían cosas», lo cual parecía irritar considerablemente a los varones menos tolerantes de la Compañía…, es decir, a la mayoría de ellos. Las dos mujeres eran bastante jóvenes y apenas si hablaban el marain. Horza pensaba que quizá eso era lo que las mantenía tan aisladas, pero acabó descubriendo que las dos eran bastante tímidas. Eran de talla media y peso medio, y tenían la piel grisácea y rasgos muy pronunciados, con ojos que parecían lagos negros. Horza pensaba que quizá fuera una suerte que no mirasen nunca a la cara de los demás; con semejantes ojos una mirada suya podía resultar una experiencia de lo más inquietante.
Mipp era un hombretón gordo y sombrío con la piel negra como el azabache. Podía pilotar la nave manualmente cuando Kraiklyn no estaba a bordo y la Compañía necesitaba apoyo aéreo, o podía sentarse ante los controles de la lanzadera. Se suponía que también era bueno con el cañón de plasma o el rifle de proyectiles rápidos, pero tenía cierta propensión a las rabietas y solía acabar en un peligroso estado de embriaguez provocada por toda una variedad de líquidos ponzoñosos que obtenía de la autococina. Horza le oyó vomitar en una o dos ocasiones. Mipp compartía un camarote con otro borracho llamado Neisin que era bastante más sociable y se pasaba la vida cantando. Neisin tenía algo terrible que olvidar —o se había convencido a sí mismo de ello—, y aunque bebía de una forma más abundante y regular que Mipp, algunas de sus peores borracheras terminaban sumiéndole en el silencio y en terribles ataques de llanto. Neisin era bajito y flaco, y Horza se preguntaba dónde debía de guardar toda la bebida que consumía, y cómo era posible que aquella cabeza compacta de cráneo rasurado pudiera contener tal cantidad de lágrimas. Quizá hubiera sufrido alguna especie de corto circuito entre su garganta y sus conductos lagrimales…
Tzbalik Odraye era el genio informático de la nave. En teoría, entre él y Mipp podían anular la pauta de órdenes y fidelidades que Kraiklyn había programado en el ordenador no consciente de la Turbulencia en cielo despejado y largarse con la nave, por lo que nunca se les permitía estar juntos a bordo cuando Kraiklyn no se hallaba presente. De hecho, Odraye no estaba muy versado en ordenadores, cosa que Horza descubrió mediante un interrogatorio bastante serio al que se las arregló para dar la apariencia de una conversación casual. Aun así, Horza supuso que aquel hombre alto y ligeramente jorobado de rostro larguirucho y tez amarillenta sabía lo suficiente para vérselas con cualquier posible avería sufrida por el cerebro de la nave, el cual parecía haber sido diseñado más con vistas a la durabilidad que a las finezas filosóficas. Tzbalik Odraye compartía un camarote con Rava Gamdol, quien a juzgar por el vello y el color de la piel parecía nativo del mismo planeta que Yalson, aunque lo negaba. Yalson siempre se mostraba bastante vaga sobre el tema, y ninguno de los dos apreciaba mucho al otro. Rava también era un recluso; había cerrado el minúsculo espacio que había alrededor de su litera con paneles y tenía instaladas allí dentro unas cuantas luces y un ventilador. A veces se pasaba días enteros en su minicubículo, entrando en él con un recipiente lleno de agua y emergiendo con el mismo recipiente lleno de orina. Tzbalik Odraye hacía cuanto podía por ignorar a su compañero de camarote, y siempre negaba vigorosamente que se dedicase a soplar el humo de la pestilente hierba citreffesiana que fumaba por los agujeros de ventilación que aireaban el diminuto cubículo de Rava.
El último camarote era compartido por Lenipobra y Lamm. Lenipobra era el miembro más joven de la Compañía; un muchacho larguirucho y algo tartamudo con una asombrosa melena pelirroja. Tenía un tatuaje en la lengua del que estaba muy orgulloso, y aprovechaba cualquier ocasión para exhibirlo. El tatuaje representaba a una mujer humana y era tan tosco como grosero. Lenipobra era lo más parecido a un médico con que contaba la Turbulencia en cielo despejado, y rara vez se le veía sin un pequeño libro-pantalla que contenía uno de los textos sobre medicina panhumana más puestos al día. Lenipobra se lo enseñó con orgullo a Horza, incluyendo algunas de las páginas móviles, una de las cuales mostraba con gran abundancia de vividos colores las técnicas básicas para tratar quemaduras. Lenipobra parecía considerar que todo aquello era muy divertido. Horza hizo una anotación mental diciéndose que debía hacer todo lo posible para salir ileso del Templo de la Luz. Lenipobra tenía los brazos muy largos y flacos, y pasaba una cuarta parte de cada día estándar desplazándose sobre las manos y los pies, aunque Horza no logró descubrir si esto era algo natural en su especie o una mera afectación.
Lamm era más bien bajo, pero parecía sólido y tenía montones de músculos. Poseía dos pares de cejas y unos pequeños cuernos injertados que asomaban entre su no muy abundante pero negrísima cabellera sobre un rostro que, normalmente, intentaba mostrase una expresión lo más agresiva y amenazadora posible. Lamm hablaba más bien poco entre operación y operación, y cuando hablaba solía ser sobre batallas en las que había estado, gente a la que había matado, armas que había usado y ese tipo de cosas. Lamm se consideraba el segundo de a bordo, pese a que la política de Kraiklyn era tratar a todo el mundo igual. De vez en cuando Lamm les recordaba que no debían darle problemas. Iba bien armado y era mortífero, y su traje llevaba incorporado un artefacto nuclear que, según afirmaba, prefería detonar al ser capturado. La deducción que parecía esperar sacaran de esas afirmaciones era que si se cabreaba lo suficiente podía ser capaz de hacer estallar su fabulosa bomba nuclear en un mero acto de irritación.
—¿Por qué diablos me estás mirando de esa forma? —preguntó la voz de Lamm entre una tempestad de estática mientras Horza estaba sentado en la lanzadera temblando y agitándose dentro de aquel traje que le quedaba demasiado grande.
Horza se dio cuenta de que había estado mirando a Lamm, quien estaba sentado justo enfrente de él. Apretó el botón del micro de su cuello.
—Estaba pensando en otra cosa —dijo.
—No quiero que me mires.
—Todos tenemos que mirar a algún sitio, ¿no? —bromeó Horza, intentando calmar al hombre del traje negro y el casco con visor gris.
El traje negro hizo un gesto con la mano que no empuñaba el rifle láser.
—Bueno, pues no me jodas, ¿eh? Se acabó el mirarme.
Horza dejó que su mano se apartara del cuello. Meneó la cabeza dentro del casco de su traje. Le quedaba tan grande que el casco ni se movió. Clavó los ojos en la sección del fuselaje que había sobre la cabeza de Lamm.
Iban a atacar el Templo de la Luz. Kraiklyn estaba sentado ante los controles de la lanzadera dirigiéndola en un vuelo rasante sobre los bosques de Marjoin. Aún contaban con la protección de la noche, e iban hacia la línea del amanecer que empezaba a asomar sobre la compacta y humeante masa de verdor. El plan era que la Turbulencia en cielo despejado volvería a acercarse al planeta con el sol muy bajo detrás de ella, utilizando sus proyectores contra cualquier clase de equipo electrónico que pudiera haber en el templo mientras hacía tanto ruido y creaba tantos destellos como le fuera posible con sus láseres secundarios y unas cuantas bombas de fragmentación. La diversión absorbería cualquier capacidad defensiva de que pudiesen disponer los monjes, y la lanzadera se dirigiría en línea recta hacia el templo para desembarcar a la tripulación o, si había alguna reacción hostil, se posaría en el bosque al lado nocturno del templo y descargaría su pequeño contingente de soldados con traje espacial allí. Los miembros de la Compañía se dispersarían y, si les era posible, utilizarían sus antigravitatorios para volar hasta el templo o —como en el caso de Horza—, tendrían que arrastrarse, reptar, caminar o correr lo más rápido posible hasta llegar al grupo de torres achaparradas y edificios de poca altura con paredes curvas que formaban el Templo de la Luz.
Horza apenas si podía creer que fuesen a atacar sin haber efectuado ninguna clase de reconocimiento preliminar; pero cuando interrogó a Kraiklyn sobre ese punto durante la reunión previa al desembarco celebrada en el hangar éste insistió en que un reconocimiento podía acabar con el elemento sorpresa. Poseía mapas muy precisos del lugar y tenía un buen plan de batalla. Si todos se atenían al plan nada iría mal. Los monjes no eran unos completos imbéciles, y el planeta había sido Contactado, por lo que no cabía duda de que estaban enterados de la guerra que hacía estragos a su alrededor. Por lo tanto, y por si se daba el caso de que la secta hubiera contratado los servicios de algún equipo de observación, lo más prudente era no intentar ningún reconocimiento que pudiera delatar su presencia. Y, de todas formas, los templos nunca cambiaban demasiado, ¿verdad?
Horza y algunos de los demás no se dejaron impresionar mucho por aquella lectura de la situación, pero no podían hacer nada al respecto. Y aquí estaban ahora, sudando, nerviosos y siendo agitados como los ingredientes de un cóctel dentro de aquella lanzadera destartalada, avanzando por una atmósfera potencialmente hostil a velocidades hipersónicas. Horza lanzó un suspiro y volvió a comprobar su rifle.
El rifle era tan viejo y poco digno de confianza como la antigualla que llevaba por armadura; cuando lo usó a bordo de la nave con proyectiles de fogueo el mecanismo se atascó dos veces. Su propulsor magnético parecía funcionar razonablemente bien, pero a juzgar por la dispersión tendiendo a errática de los proyectiles el arma apenas si se podía apuntar con precisión. Los proyectiles eran bastante grandes —por lo menos tenían el calibre de un siete milímetros, y tres veces su longitud—, y el arma podía contener un máximo de cuarenta y ocho y dispararlos a una velocidad que no excedía los ocho por segundo. Por increíble que pareciera, aquellos proyectiles inmensos ni tan siquiera estaban rellenos de explosivos: no eran más que masas sólidas de metal. Y, para colmo, la mira no funcionaba; cada vez que se conectaba la pantallita quedaba invadida por una neblina rojiza. Horza suspiró.
—Nos encontramos a unos trescientos metros por encima de los árboles —dijo la voz de Kraiklyn desde la cubierta de vuelo de la lanzadera—, y vamos a una vez y media la velocidad del sonido. La Turbulencia en cielo despejado acaba de empezar a moverse. Otros dos minutos… Puedo ver el alba. Buena suerte a todos.
La voz chisporroteó en el casco de Horza y acabó extinguiéndose. Algunas de las figuras intercambiaron miradas. Horza volvió la cabeza hacia Yalson, quien estaba sentada al otro lado de la lanzadera a unos tres metros de distancia, pero tenía el visor en modalidad espejo. No había forma de saber si estaba mirándole o no. Sintió deseos de decirle algo, pero no quería molestarla usando el circuito abierto por si se daba el caso de que estuviera concentrándose y preparándose para lo que les esperaba. Dorolow estaba sentado junto a Yalson, con su mano enguantada trazando el signo del Círculo de Llamas encima del visor de su casco.
Horza repiqueteó con los dedos sobre su viejo rifle y sopló para dispersar la neblina de condensación que estaba formándose en la parte superior de su visor. Quizá debería aprovechar que seguían estando en la atmósfera de la lanzadera para abrirlo un rato…
La lanzadera tembló como si acabara de rozar la cima de una montaña. Todo el mundo fue arrojado hacia adelante tensando los arneses de su asiento, y un par de armas salieron disparadas hacia arriba y hacia adelante para estrellarse contra el techo de la lanzadera antes de caer y rebotar en la cubierta. La tripulación aferró sus armas o intentó recuperarlas y Horza cerró los ojos; no le habría sorprendido que alguno de aquellos entusiastas se hubiera olvidado de poner el seguro. Pero las armas fueron recuperadas sin que se produjera ningún percance, y sus propietarios volvieron a quedarse inmóviles mirando a su alrededor mientras las acunaban nerviosamente.
—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó Aviger, y dejó escapar una carcajada temblorosa.
La lanzadera dio comienzo a unas cuantas maniobras bastante difíciles, arrojando a una mitad del grupo contra el mamparo que tenían a la espalda mientras los del otro lado quedaban suspendidos de sus arneses. Después cambió de dirección y los papeles quedaron invertidos. El canal abierto del casco de Horza le trajo un abundante surtido de gruñidos y maldiciones. La lanzadera descendió a toda velocidad haciendo que el estómago de Horza sintiera el aleteo de algo que flota en el vacío, y volvió a estabilizarse.
—Un poco de fuego hostil —anunció con seca precisión la voz de Kraiklyn, y todos los cascos se volvieron primero a un lado y luego a otro.
—¿Qué?
—¿Fuego hostil?
—Lo sabía.
—Oh, oh.
—Joder.
—¿Por qué apenas oí esas palabras fatídicas, «fácil entrar, fácil salir», pensé que esto iba a ser…? —empezó a decir Jandraligeli con el tono de voz gangoso y aburrido de quien sabe de qué va la cosa, sólo para ser interrumpido por Lamm.
—Un jodido fuego hostil. Eso es justo lo que necesitábamos. Un jodido fuego hostil…
—Así que tienen artillería —dijo Lenipobra.
—Mierda, ¿y quién no tiene artillería estos días? —dijo Yalson.
—Chicel-Horhava, dulce dama; sálvanos a todos —murmuró Dorolow, acelerando el movimiento de su mano para que trazara más círculos por encima de su visor.
—Cállate, joder —dijo Lamm.
—Esperemos que Mipp consiga distraerles sin que le vuelen el trasero —dijo Yalson.
—Quizá deberíamos olvidarnos de este asunto —dijo Rava Gamdol—. Oye, ¿creéis que deberíamos olvidarlo? ¿Qué os parece, lo olvidamos? ¿Hay alguien que…?
—¡NO! ¡SÍ! ¡NO! —gritaron tres voces casi al unísono.
Todo el mundo se volvió hacia los tres Bratsilakin. Los Bratsilakin de los extremos se volvieron hacia el del centro y la lanzadera sufrió una nueva sacudida. El casco del Bratsilakin central giró una fracción de segundo hacia cada lado.
—Oh, mierda —dijo una voz por el canal general—. De acuerdo. ¡NO!
—Creo que quizá deberíamos… —dijo la voz de Rava Gamdol.
Y entonces la voz de Kraiklyn gritó:
—¡Allá vamos! ¡Todo el mundo preparado!
La lanzadera redujo la velocidad de golpe, inclinándose primero en una dirección y luego en otra, se estremeció durante una fracción de segundo y empezó a bajar. Tembló y se sacudió, y durante un momento Horza pensó que iban a estrellarse, pero la lanzadera se detuvo con una última sacudida y las puertas traseras se abrieron. Horza se levantó al mismo tiempo que los demás, saltó de la lanzadera y se encontró en la jungla.
Estaban en un claro. Al otro extremo unas cuantas ramas y tallos seguían desprendiéndose de algunos árboles inmensos, allí donde la lanzadera se había abierto paso sólo unos segundos antes por entre el espeso dosel del bosque mientras se aproximaba a la pequeña área de suelo llano cubierto de hierba que era su objetivo. Horza tuvo tiempo de ver como dos pájaros de plumaje multicolor se alejaban a toda velocidad de la arboleda, y captó un fugaz atisbo de cielo color azul rosado. Un instante después ya estaba corriendo con los demás hasta la parte delantera de la lanzadera —que seguía de un color rojo oscuro, con masas de vegetación humeante bajo el metal—, y adentrándose en la jungla. Algunos miembros de la Compañía empezaron a usar sus antigravitatorios y avanzaron flotando sobre la maleza que crecía entre los troncos cubiertos de musgo, pero las lianas parecidas a gruesas cuerdas adornadas con flores que iban de un árbol a otro les estorbaban considerablemente.
Aún no podían ver el Templo de la Luz, pero según Kraiklyn estaba justo delante de ellos. Horza miró a su alrededor y vio como sus compañeros de a pie trepaban sobre árboles caídos cubiertos de musgo y apartaban plantas trepadoras y raíces suspendidas.
—A la mierda con la dispersión; esto es demasiado duro.
Era la voz de Lamm. Horza miró a su alrededor, alzó la cabeza y vio el traje negro subiendo en una trayectoria vertical hacia la masa de follaje verde que había sobre sus cabezas.
—Bastardo —jadeó otra voz.
—Sí. B-b-bastardo… —dijo Lenipobra.
—Lamm —dijo Kraiklyn—, hijo de puta, no se te ocurra asomar la cabeza por ahí arriba. Dispersaos. ¡Dispersaos de una vez, maldita sea!
Y entonces la onda expansiva de una detonación que Horza pudo sentir incluso a través de su traje cayó sobre ellos. Horza se tiró al suelo y se quedó allí. Otra explosión se abrió paso por el sibilante altavoz de su casco, que estaba empezando a alimentarse con todo el ruido del exterior.
—¡Eso ha sido la Turbulencia en cielo despejado!.
No logró reconocer la voz.
—¿Estás seguro?
Una voz distinta.
—¡La vi por entre los árboles! ¡Era la nave!
Horza se puso en pie y echó a correr.
—Esa sucia hija de puta casi se me lleva la cabeza… —dijo Lamm.
Horza vio luz delante de él por entre los troncos y las hojas. Oyó algunos disparos: el seco chasquido de los proyectiles, el Swhoop semilíquido de los láseres y el chasquido-Swhooosh-explosión de un cañón de plasma. Corrió hacia un promontorio de tierra y maleza y se pegó a él de tal forma que pudiese asomar la cabeza para ver algo. Y, naturalmente, allí estaba el Templo de la Luz silueteado contra el amanecer, una estructura totalmente cubierta de lianas, musgo y plantas trepadoras con unas cuantas torres y pináculos alzándose hacia el cielo como angulosos troncos de árboles.
—¡Ahí está! —gritó Kraiklyn. Horza miró a lo largo del promontorio y vio a unos cuantos miembros de la Compañía en la misma posición que él—. ¡Wubslin! ¡Aviger! —gritó Kraiklyn—. Cubridnos con las armas de plasma. Neisin, dispara con el Microobús a cada lado del objetivo…, y más allá. ¡Los demás, seguidme todos!
Saltaron más o menos al unísono sobre la masa de musgo y arbustos, y llegaron al otro lado del promontorio abriéndose paso por entre la maleza y una hierba de tallos muy largos parecidos a los juncos cubiertos por una delgada capa de musgo verde oscuro. La protección ofrecida por el terreno les llegaba casi hasta el pecho y hacía que el avance resultara bastante difícil, pero eso haría que agacharse para esquivar una línea de fuego también resultaría considerablemente fácil. Horza se abrió paso por entre la espesura tan bien como pudo. Los chorros de plasma cantaban en el aire sobre sus cabezas iluminando la franja de terreno sumido en la penumbra que se extendía entre ellos y la curva formada por la primera pared del templo.
Los surtidores de tierra visibles a lo lejos y las detonaciones que podía sentir a través de las suelas de sus botas le indicaron que Neisin —quien se había mantenido sobrio durante los dos últimos días—, estaba creando una convincente y, lo que era más importante, precisa pauta de fuego con su Microobús.
—Unos cuantos disparos procedentes del nivel superior izquierdo —anunció la fría y tranquila voz de Jandraligeli. Según el plan, se suponía que debía estar escondido en el bosque vigilando el templo—. Voy a ocuparme de ellos.
—¡Mierda! —gritó alguien de repente.
Una de las mujeres. Horza podía oír disparos ante él, aunque no había ningún destello en la parte del templo visible.
—Ja, ja. —La voz de Jandraligeli le llegó por el altavoz del casco. Parecía muy satisfecho de sí mismo—. Les he dado.
Horza vio una nubécula de humo sobre la parte izquierda del templo. Ya había recorrido la mitad de la distancia que le separaba de él, quizá un poco más. Podía ver a algunos de los otros no muy lejos, tanto a su derecha como a su izquierda, abriéndose paso por entre la maleza y aquella especie de hierba-junco con las armas apoyadas en un hombro. El musgo verde oscuro estaba empezando a cubrir sus cuerpos, y Horza supuso que podía acabar siendo útil como camuflaje (naturalmente, siempre que no resultara ser alguna especie de musgo asesino inteligente no descubierta hasta ahora… Horza se dijo que debía dejar de pensar en semejantes tonterías).
Oyó varias detonaciones de gran potencia a su alrededor, fragmentos de tallos y matorrales pasaron volando junto a él como si fueran pájaros nerviosos y le hicieron arrojarse al suelo. La tierra se estremeció bajo su cuerpo. Rodó sobre sí mismo y vio llamas lamiendo los tallos cubiertos de musgo que tenía encima; un parpadeante sendero de fuego acababa de nacer justo delante de él.
—¿Horza? —preguntó una voz.
Era Yalson.
—Estoy bien —dijo.
Se acuclilló en el suelo y echó a correr por entre los tallos de hierba, dejando atrás matorrales y árboles jóvenes.
—Vamos a entrar —dijo Yalson.
También estaba en los árboles, junto con Lamm, Jandraligeli y Neisin. Según el plan, ahora todos —salvo Jandraligeli y Neisin—, empezarían a moverse por el aire o por el suelo en dirección al templo. Las unidades antigravitatorias de sus trajes les daban una dimensión extra con la que trabajar, pero aquello podía ser una especie de bendición ambigua. Una silueta en el aire tiende a ser más difícil de acertar que una en el suelo, pero también tiende a atraer mucho más fuego enemigo. La Compañía sólo contaba con otro equipo antigravitatorio propiedad de Kraiklyn, pero éste afirmaba que prefería usarlo para ataques sorpresa o en situaciones de emergencia, por lo que el Hombre seguía en el suelo junto con los demás.
—¡Estoy en los muros! —Horza creyó identificar la voz, de Odraye—. Todo parece normal. Los muros son realmente fáciles de escalar; el musgo hace que…
El altavoz del casco de Horza emitió un chisporroteo. No estaba seguro de si era algún problema de su comunicador o si le había ocurrido algo a Odraye.
—…bridme mientras estoy en…
—…tú, inútil…
Las voces se confundían en el casco de Horza. Siguió avanzando por entre la hierba-junco y golpeó un par de veces el lado de su casco donde estaba el altavoz.
—¡Gilipollas!
El altavoz del casco emitió un zumbido y se quedó mudo. Horza lanzó una maldición, se detuvo y se agachó. Manipuló los controles del comunicador en un intento de conseguir que el altavoz volviera a cobrar vida. Los guantes le quedaban tan grandes que estorbaban sus movimientos. El altavoz siguió mudo. Horza lanzó otra maldición, se puso en pie y siguió avanzando por entre la maleza y la hierba-junco hacia el muro del templo.
—¡… proyectiles dentro! —gritó de repente una voz—. Esto es…, ¡…mente sencillo!
No pudo identificar la voz, y el comunicador volvió a dejar de funcionar una fracción de segundo después.
Llegó a la base del muro; emergía de entre la maleza en un ángulo de cuarenta grados y estaba cubierto de musgo. Dos miembros de la Compañía estaban trepando por él a cierta distancia de Horza. Se encontraban a unos siete metros de altura, y ya casi habían llegado al final del muro. Horza vio una silueta que hacía eses por el aire y desaparecía detrás del parapeto. Empezó a trepar. Aquel traje enorme hacía que la ascensión resultara más difícil de lo que habría debido ser, pero logró llegar al final del muro sin caerse y saltó del parapeto a una explanada bastante ancha que corría a lo largo del edificio. Un muro similar cubierto de musgo se alzaba ante él subiendo hasta el siguiente piso. A la derecha de Horza el muro trazaba un ángulo debajo de una torre rechoncha; a su izquierda la explanada parecía esfumarse confundiéndose con una pared desnuda. Según los planes de Kraiklyn, el Cambiante debía ir en esa dirección. Tenía que haber una puerta más o menos por allí. Horza trotó hacia la pared desnuda.
Un casco asomó sobre el muro. Horza empezó a agacharse y girar sobre sí mismo, por si acaso, pero primero un brazo le saludó desde el mismo sitio, después una cabeza se unió al brazo y reconoció a Gow.
Horza echó hacia atrás el visor de su casco mientras corría y el aire con olor a jungla de Marjoin le acarició el rostro. Podía oír fuego de proyectiles dentro del templo, y el lejano tronar de una explosión provocada por el Microobús. Corrió hasta una angosta entrada medio cubierta por barbas colgantes de musgo que interrumpía la curvatura de la pared. Gow estaba arrodillada con el arma lista sobre los restos de una gruesa puerta de madera que había protegido el pasillo situado más allá. Horza se arrodilló junto a ella y señaló su casco con un dedo.
—Mi comunicador no funciona. ¿Qué ha ocurrido?
Gow pulsó un botón de su muñeca.
—De momento todo bien —dijo el altavoz exterior de su traje—. No bajas. Ellos en torres. —Señaló hacia arriba—. No dejan entrar vuelos. Enemigos tienen armas de proyectiles, ellos retroceden. —Asintió y siguió observando el umbral y el oscuro pasillo que había al otro lado. Horza también asintió. Gow le tocó el brazo—. Yo digo Kraiklyn que tú dentro, ¿sí?
—Sí, y dile que mi comunicador no funciona, ¿vale?
—Sí, claro. Zallin tener mismo problema. Tú cuida, ¿eh?
—Sí, cuídate tú también —dijo Horza. Se puso en pie y entró en el templo pisando las astillas y los fragmentos de piedra caliza esparcidos sobre el musgo por la demolición de la puerta. El pasillo se bifurcaba en tres direcciones distintas. Horza se volvió hacia Gow y señaló con la mano—. Pasillo central, ¿correcto?
La figura agazapada silueteada contra la luz del amanecer asintió.
—Sí, claro. Ir por centro.
Horza se puso en movimiento. El pasillo estaba cubierto de musgo. Cada pocos metros había luces eléctricas incrustadas en las paredes que emitían una débil claridad amarilla, proyectando charcos de luz fangosa que daban la impresión de ser absorbidos por la masa oscura del musgo. Aquel pasadizo angosto de paredes blandas y suelo parecido a una esponja hizo que Horza se estremeciera, aunque no hacía frío. Se aseguró de que su arma estaba lista para disparar. No oía nada salvo el sonido de su propia respiración.
Llegó a un cruce en forma de T y tomó por el ramal de la derecha. Vio unos escalones y subió corriendo por ellos. Sus pies intentaron escapar de sus enormes botas y estuvo a punto de caer, pero extendió el brazo y logró apoyarse en el peldaño. El impacto arrancó un poco de musgo, y la débil claridad amarilla arrojada por las luces de las paredes le permitió ver algo brillante. Recuperó el equilibrio, siguió subiendo por los peldaños meneando el brazo para aliviar el dolor del golpe y se preguntó qué habría impulsado a los constructores del templo a usar algo parecido al cristal para esos peldaños. Llegó al final del tramo de peldaños, avanzó por un pasillo no muy largo y subió otro tramo de peldaños sin iluminar que se curvaba hacia la derecha. Teniendo en cuenta su nombre, Horza pensó que el templo era un lugar notablemente tenebroso. Acabó emergiendo en un pequeño balcón.
La túnica del monje era tan oscura como el musgo, y Horza no le vio hasta que aquel rostro de piel pálida se volvió hacia él acompañado por el arma.
Horza saltó hacia la pared que tenía a la izquierda y, al mismo tiempo, disparó su rifle desde la cadera. El arma del monje se alzó de golpe y dejó escapar un chorro de proyectiles que se estrellaron contra el techo mientras el monje se derrumbaba. Los disparos crearon miles de ecos en el oscuro vacío que había más allá del pequeño balcón. Horza se acuclilló junto a la pared apuntando el arma hacia la oscuridad con el monje caído a sólo unos dos metros de él. Alzó la cabeza, vio lo que quedaba de la cabeza del monje entre la penumbra y aflojó un poco la tensión de sus músculos. El monje estaba muerto. Horza se apartó de la pared y se arrodilló junto a la balaustrada del balcón. Ahora podía ver una gran sala iluminada por la tenue claridad de unos cuantos globos que asomaban de su techo. El balcón se encontraba en el centro de una de las paredes más largas y, por lo que podía ver, había una especie de altar o estrado a un extremo de la sala. La luz era tan tenue que no podía estar seguro, pero creyó ver siluetas que se movían por el suelo de la sala. Se preguntó si serían miembros de la Compañía e intentó recordar si había visto más puertas o pasillos mientras iba hacia el balcón; se suponía que debía estar allí abajo, en el suelo de esa gran sala… Maldijo su comunicador inservible, y acabó decidiendo que debería correr el riesgo de comunicarse a gritos con las siluetas de la sala.
Se inclinó hacia adelante. Los disparos del monje habían hecho caer algunos fragmentos de cristal del techo, y la rodillera de su traje los pulverizó. Antes de que pudiera abrir la boca para gritar oyó ruidos procedentes de abajo: una voz estridente que hablaba un lenguaje hecho de chasquidos y graznidos. Horza se quedó muy quieto y no dijo nada. Suponía que podía ser la voz de Dorolow, pero ¿qué razón había para que usara un idioma distinto al marain? La voz volvió a decir algo. Horza creyó oír otra voz distinta, pero un instante después hubo una breve erupción de láseres y fuego de proyectiles procedentes del extremo de la sala opuesto a aquel en que se encontraba el altar. Horza se agachó, y el silencio que siguió al tiroteo le permitió oír un crujido a su espalda.
Giró en redondo tensando el dedo sobre el gatillo, pero no había nadie contra quien disparar. Un objeto redondo que tendría el tamaño de un puño infantil se balanceó sobre la balaustrada y acabó cayendo encima del musgo a un metro de distancia. Horza le dio una patada y se lanzó sobre el cadáver del monje.
La granada estalló en el aire justo debajo del balcón.
Horza se levantó de un salto mientras los ecos seguían rebotando en el altar. Se lanzó hacia el umbral que había al otro extremo del balcón, alargó una mano y se agarró a la esquina mientras seguía moviéndose, haciendo que su cuerpo girara sobre sí mismo y dejándose caer de rodillas. Alargó el brazo y apartó los fláccidos dedos del cadáver para apoderarse de su arma justo cuando el balcón empezaba a desprenderse de la pared con un tintineo de cristales rotos. Horza se metió por el pasillo que había a su espalda. El balcón se desplomó en el vacío entre una nube de fragmentos que brillaban con un leve resplandor mate y se estrelló contra el suelo con un estruendo ensordecedor, llevándose consigo la oscura silueta del monje muerto acompañada por un último aleteo de su túnica.
Horza vio unas cuantas siluetas que se dispersaban en la oscuridad a sus pies y disparó hacia abajo con el arma que acababa de conseguir. Después se dio la vuelta y contempló el pasillo en el que se encontraba, preguntándose si habría alguna salida que llevara a la gran sala o, al menos, alguna forma de volver al exterior del templo. Echó un vistazo al arma que le había quitado al monje; parecía bastante mejor que la suya. Se agazapó y echó a correr alejándose del umbral mientras volvía la cabeza para vigilar la sala con su viejo rifle encima del hombro. El pasillo sumido en la penumbra se curvaba hacia la derecha. Horza fue irguiendo el cuerpo gradualmente a medida que se alejaba del umbral, y dejó de preocuparse por las granadas. Y justo entonces la sala se convirtió en un manicomio.
Lo primero que supo fue que estaba proyectando una sombra ante él y que su silueta bailaba y parpadeaba sobre la curvatura del pasillo. Después una cacofonía de ruidos y un tartamudeo de ondas expansivas le hizo tambalearse y agredió sus oídos. Bajó rápidamente el visor de su casco y volvió a agazaparse mientras se giraba hacia la sala y los destellos luminosos. Aun con el casco cerrado creyó oír gritos acompañados por disparos y explosiones. Volvió sobre sus pasos a la carrera y se agazapó allí donde había estado antes, pegándose al suelo para observar la sala.
En cuanto comprendió lo que estaba ocurriendo bajó la cabeza lo más deprisa posible y usó sus codos para retroceder. Quería correr, pero se quedó donde estaba, sacó el rifle del monje muerto por la esquina del umbral y disparó en la dirección donde creía estaba el altar, hasta que el arma se quedó sin proyectiles, manteniendo su casco lo más lejos posible del umbral con el visor bajado. Cuando el arma dejó de disparar la arrojó lo más lejos posible y usó su rifle hasta que se encasquilló. Después se arrastró un trecho por el suelo y corrió pasillo abajo alejándose del umbral que daba a la sala. Tenía la seguridad de que el resto de la Compañía estaría haciendo lo mismo que él…, los que pudieran, al menos.
Lo que había visto tendría que haber sido increíble, pero aunque lo contempló durante muy poco tiempo —apenas el suficiente para que sus retinas captaran una sola imagen casi inmóvil—, sabía muy bien qué estaba viendo y qué estaba ocurriendo. Mientras corría intentó dar con alguna razón que justificara qué diablos hacía un sistema antiláser en el Templo de la Luz. Cuando llegó a la intersección en forma de T del pasillo se detuvo.
Golpeó la esquina con la culata de su rifle; el metal se estrelló contra el musgo y Horza estuvo seguro de que se habría doblado, pero sintió que algo más cedía también. Usó la débil luminosidad de las células linterna incrustadas a cada lado del visor para contemplar lo que había debajo del musgo.
—Oh, Dios… —jadeó en voz baja.
Golpeó otra zona de la pared con el rifle y volvió a examinar su hallazgo. Recordaba el destello de lo que había creído era cristal bajo el musgo de las escaleras, cuando se golpeó el brazo, y aquellos fragmentos que se habían pulverizado bajo su rodilla en el balcón. Se apoyó en la blandura de la pared, sintiendo deseos de vomitar.
Nadie se había tomado la extraordinaria molestia de instalar un sistema antiláser que abarcara todo el templo, o ni tan siquiera una gran sala. Habría sido horriblemente caro y, de todas formas, un planeta nivel tres no necesitaba semejantes aparatos. No; lo más probable era que todo el interior del templo (recordaba la piedra caliza a la que había estado unida la puerta de entrada) hubiera sido construido con bloques de cristal, y eso era lo que había enterrado bajo todas aquellas cantidades de musgo. El impacto de un láser vaporizaba el musgo en una fracción de segundo dejando que las superficies interiores del cristal situado debajo reflejaran el resto de la emisión lumínica y cualquier disparo subsiguiente que diera en ese mismo punto. Volvió a contemplar el segundo sitio que había golpeado con la culata de su rifle, observó con atención la superficie transparente y lo que había más allá y vio las luces de su traje devolviéndole un tenue reflejo desde una frontera de espejos perdida en el interior del bloque de cristal. Se apartó de la pared y corrió por el ramal derecho del pasillo dejando atrás varias gruesas puertas de madera, bajó un tramo curvo de peldaños y emergió a la luz del día.
Lo que había visto en la sala era el caos iluminado con láseres. Un mero vistazo que coincidió con varios destellos había grabado a fuego una imagen en sus ojos, una imagen que aún tenía la impresión de ver en parte… A un extremo de la sala, en el altar, había varios monjes agazapados disparando armas que emitían los destellos del fuego químico-explosivo; a su alrededor había explosiones oscuras de humo que indicaban la vaporización del musgo. Al otro extremo de la sala había varios miembros de la Compañía —de pie, tambaleándose o caídos en el suelo—; proyectando sombras gigantescas sobre la pared que tenían detrás. Estaban usando todo el armamento de que disponían. Los rifles creaban luces estroboscópicas en la pared del fondo, y los miembros de la Compañía estaban siendo alcanzados por sus propios disparos que rebotaban en las superficies internas de bloques cristalinos…, y ni tan siquiera se daban cuenta de contra qué apuntaban. A juzgar por la torpeza de sus posturas y por el hecho de que estaban disparando con el arma en una mano y el otro brazo extendido delante del cuerpo, un mínimo de dos ya se habían quedado ciegos.
Horza sabía demasiado bien que su traje y, especialmente, su visor, no podía detener un rayo láser, tanto si había salido de un arma de rayos X como de una que utilizaba longitudes de onda visibles. Lo único que podía hacer era esconder la cabeza y disparar todos los proyectiles de que disponía con la esperanza de liquidar a unos cuantos monjes o centinelas del templo. No haber sido alcanzado en el breve espacio de tiempo que había permanecido mirando hacia la sala ya indicaba una suerte más que considerable; ahora lo único que podía hacer era largarse de allí. Intentó gritar una advertencia por el micro de su traje, pero el comunicador no funcionaba; su voz resonó con un sonido hueco dentro del casco y el altavoz pegado a su oreja permaneció mudo.
Vio otra silueta sombría más adelante, una figura borrosa pegada a la pared con una aureola de luz diurna procedente de otro pasillo a su alrededor. Horza se arrojó de cabeza a un umbral. La silueta no se movió.
Examinó su rifle. Los golpes contra las paredes de cristal parecían haberlo desencasquillado. Una ráfaga hizo que la silueta cayera al suelo convertida en un fardo desmadejado. Horza emergió del umbral y fue hacia ella.
Era otro monje, con sus dedos muertos rodeando la culata de una pistola. Su pálido rostro era visible gracias a la luz que llegaba de otro pasadizo. La pared que había detrás del monje estaba salpicada con los círculos dejados por el musgo al quemarse; las límpidas superficies de cristal intacto eran claramente visibles bajo la capa de musgo. La túnica del monje —que empezaba a empaparse con el rojo de la sangre—, no sólo mostraba los agujeros provocados por los proyectiles de Horza, sino que también estaba repleta de quemaduras láser. Horza asomó la cabeza por la esquina y contempló la luz del exterior.
Un cuerpo recubierto por un traje yacía sobre el suelo musgoso enmarcado en un umbral de paredes inclinadas con el resplandor de la mañana detrás. El brazo extendido seguía empuñando la pistola de tal forma que el cañón de ésta apuntaba hacia Horza y el pasillo. Detrás del cuerpo había una puerta muy gruesa que colgaba en ángulo sostenida por una sola bisagra. «Es Gow», pensó Horza. Sus ojos volvieron a posarse en la puerta y tuvo la impresión de que había algo extraño en ella. La puerta y las paredes que llevaban a ella estaban cubiertas de quemaduras láser.
Fue por el pasillo hasta la silueta caída en el suelo y le dio la vuelta para poder ver su cara. Mientras la contemplaba sintió un leve mareo. Quien había muerto allí no era Gow sino su amiga, kee-Alsorofus. Su rostro agrietado y ennegrecido parecía observarle con los ojos secos al otro lado del visor de su casco, que seguía intacto y transparente. Horza se volvió hacia la puerta y el pasillo. Naturalmente… Estaba en otra parte del templo. La misma situación, pero en unos pasillos distintos y con una persona distinta…
El traje de la mujer tenía varios agujeros de unos cuantos centímetros de profundidad; el olor de la carne quemada se fue filtrando en el traje de Horza a través de los sellos y conexiones que le quedaban demasiado grandes, y le hizo sentir deseos de vomitar. Se puso en pie, cogió el láser de kee-Alsorofus, fue hacia la puerta que colgaba de una bisagra y salió a la explanada que reseguía el muro. Corrió por ella, dobló una esquina y tuvo que agacharse cuando un proyectil del Microobús cayó demasiado cerca de los muros del templo y provocó un diluvio de cristales y trozos de piedra caliza. Los cañones de plasma seguían disparando desde el bosque, pero Horza no pudo ver ninguna silueta volando por el cielo. Estaba intentando localizarlas cuando se dio cuenta de que tenía un traje al lado: estaba de pie en el ángulo del muro. Se detuvo, reconoció el traje de Gow y se quedó a unos tres metros de ella mientras le miraba. Gow levantó lentamente el visor de su casco. La piel de su rostro se había vuelto de un color entre el gris y el negro, y sus ojos parecidos a pozos no se apartaban del rifle láser que empuñaba. La expresión que había en su rostro hizo que el Cambiante deseara haber comprobado si el rifle seguía conectado. Horza bajó los ojos hacia su arma y los alzó hacia la mujer, que seguía contemplando su láser.
—Yo…
Quería explicarle lo ocurrido.
—Ella muerta, ¿no? —La voz de la mujer sonaba totalmente átona e inexpresiva. Pareció suspirar. Horza tragó aire y se dispuso a hablar, pero Gow se le adelantó con el mismo tono monocorde de antes—. Yo creí oír ella.
Y, de repente, alzó el arma. El cielo azul rosado del amanecer arrancó destellos al metal. Horza comprendió lo que iba a hacer y dio un paso hacia adelante, extendiendo un brazo aunque sabía que se encontraba demasiado lejos y ya era demasiado tarde para hacer nada.
—¡No! —tuvo tiempo de gritar, pero el cañón del arma ya estaba en la boca de la mujer.
Horza se agachó cerrando los ojos instintivamente, y una fracción de segundo después la parte trasera del casco de Gow se hizo añicos en un solo palpitar de luz invisible, proyectando una nube rojiza sobre la pared cubierta de musgo que había a su espalda.
Horza se acuclilló en el suelo con las manos alrededor del cañón del arma y los ojos clavados en la jungla distante. «Qué desastre —pensó—, qué jodido, horrible, estúpido y obsceno desastre…» No había estado pensando en lo que Gow acababa de hacerse a sí misma, pero sus ojos fueron hacia la mancha roja que cubría la curva de la pared y el cuerpo de Gow, y su mente volvió a repetir aquellas palabras.
Se disponía a bajar por el muro exterior del templo cuando algo se movió en el aire por encima de su cabeza. Se dio la vuelta y vio a Yalson posándose sobre la explanada interior. Yalson echó un vistazo al cuerpo de Gow y los dos intercambiaron lo que sabían sobre la situación —lo que ella había oído por el canal colectivo de su comunicador y lo que Horza había visto en la gran sala—, y decidieron no moverse de allí hasta ver salir a algún otro o hasta perder toda esperanza de que hubiera más supervivientes. Según Yalson, los únicos muertos seguros en el tiroteo de la gran sala eran Rava Gamdol y Tzbalik Odraye, pero los tres Bratsilakin también estaban allí, y nadie había tenido noticias de ellos después de que cesara el griterío y las comunicaciones del canal colectivo hubieran vuelto a ser inteligibles.
Kraiklyn estaba vivo y no había sufrido ningún daño, pero parecía haberse esfumado; Dorolow también estaba perdida —su llanto era audible por el comunicador, y quizá estuviera ciega—; y Lenipobra, haciendo caso omiso de todos los consejos y desobedeciendo las órdenes de Kraiklyn, había entrado en el templo por una puerta de un tejado y se dirigía hacia abajo en un intento de rescatar a los supervivientes con que pudiera encontrarse. Lenipobra había asegurado que sólo utilizaría la pistola de proyectiles que llevaba encima.
Yalson y Horza se sentaron espalda contra espalda en la explanada y Yalson mantuvo informado al Cambiante de cómo iban las cosas en el templo. Lamm pasó sobre ellos y se dirigió hacia la jungla, donde se apoderó de un cañón de plasma pese a las protestas de Wubslin. Acababa de posarse cerca de ellos cuando Lenipobra anunció con orgullo que había encontrado a Dorolow, y Kraiklyn informó de que podía ver la luz del día. Seguía sin haber noticias de los Bratsilakin. Kraiklyn apareció detrás de una esquina de la explanada; Lenipobra se hizo visible de repente sujetando a Dorolow contra su traje y fue aproximándose a los muros del templo en una lenta serie de grandes saltos mientras su unidad antígravitatoria luchaba para sostener su peso y el de la mujer.
Los supervivientes iniciaron el regreso a la lanzadera. Jandrageli podía ver movimiento en el camino que había más allá del templo, y unos cuantos francotiradores empezaron a dispararles desde ambos lados de la jungla. Lamm quería entrar en el templo con el cañón de plasma y vaporizar a unos cuantos monjes, pero Kraiklyn dio orden de retirarse. Lamm arrojó el cañón de plasma al suelo y emprendió el vuelo hacia la lanzadera en solitario, maldiciendo ruidosamente por el canal colectivo en el que Yalson seguía intentando establecer contacto con los Bratsilakin.
Avanzaron por entre los tallos de hierba-junco y la maleza bajo los senderos llameantes y los whoossh de los chorros de plasma, con Jandraligeli encargándose de cubrirles. De vez en cuando tenían que agacharse para esquivar los proyectiles de pequeño calibre que atravesaban la espesura a su alrededor.
Cuando llegaron al hangar de la Turbulencia en cielo despejado se fueron dejando caer junto al metal aún caliente de la lanzadera, que iba enfriándose con todo un acompañamiento de crujidos y chasquidos después de su ascenso a gran velocidad por la atmósfera.
Nadie tenía ganas de hablar, por lo que se limitaron a quedarse inmóviles sentados o tumbados en la cubierta, algunos con las espaldas pegadas al recalentado flanco de la lanzadera. Los que habían estado dentro del templo eran los más obviamente afectados; pero incluso los otros, que sólo habían oído los gritos y ruidos de la masacre por los comunicadores de sus trajes, parecían hallarse en un leve estado de shock. Cascos y armas yacían esparcidos a su alrededor.
—El Templo de la Luz —dijo Jandraligeli al cabo de un rato, y emitió lo que parecía una mezcla de carcajada y bufido.
—El Templo de la Jodida Luz, sí —dijo Lamm.
—Mipp —dijo Kraiklyn con voz cansina dirigiéndose a su casco—, ¿hay alguna señal de los Bratsilakin?
Mipp, que seguía en el pequeño puente de la Turbulencia en cielo despejado, le informó de que no había señales del trío.
—Tendríamos que bombardear ese lugar y joderles bien jodidos —dijo Lamm—. Echar una bomba nuclear encima de esos bastardos…
Nadie replicó. Yalson se puso en pie moviéndose muy despacio, salió del hangar y subió con paso cansado los peldaños que llevaban a la cubierta superior, el casco colgando de un brazo, el arma del otro y la cabeza gacha.
—Me temo que hemos perdido uno de los radares. —Wubslin cerró una compuerta de inspección y rodó sobre sí mismo hasta salir de debajo del morro de la lanzadera—. Esa primera granizada de fuego hostil…
No completó la frase.
—Al menos no hay nadie herido —dijo Neisin, y miró a Dorolow—. ¿Qué tal van tus ojos? ¿Están mejor? —La mujer asintió, pero siguió con los ojos cerrados. Neisin también asintió—. Los heridos… Es lo peor que puede ocurrir. Hemos tenido suerte. —Hurgó en la pequeña mochila que llevaba colgando delante del traje y sacó un pequeño recipiente metálico. Chupó un poco del contenido por la válvula superior y torció el gesto mientras meneaba la cabeza—. Sí, hemos tenido suerte. Y la verdad es que apenas si se enteraron. —Asintió para sí mismo sin mirar a nadie, sin importarle que nadie pareciera estar escuchándole—. ¿Os dais cuenta de que toda la gente que hemos perdido compartía el mismo…? Quiero decir que… Bueno, se fueron por parejas… O por tríos, ¿no?
Dio otra chupada de la válvula y meneó la cabeza. Dorolow estaba junto a él y alargó el brazo. Neisin la miró, sorprendido, y acabó entregándole el pequeño recipiente. Dorolow chupó un poco de líquido y se lo devolvió. Neisin miró a su alrededor, pero nadie más quería beber.
Horza se quedó sentado en silencio. Sus ojos no se apartaban de las frías luces del hangar, y su mente intentaba no ver la escena que había presenciado en la oscura sala de aquel templo.
La Turbulencia en cielo despejado salió de la órbita impulsada por su motor de fusión y se dirigió hacia el límite del pozo gravitatorio de Marjoin, donde podría poner en marcha sus motores de campo. No recogió ninguna señal de los Bratsilakin y no bombardeó el Templo de la Luz. El rumbo fijado les llevaría al Orbital Vavatch.
Las transmisiones radiofónicas del planeta que lograron captar les permitieron averiguar lo que había ocurrido allí, y por qué los monjes y sacerdotes del templo iban tan bien armados. Dos estados-naciones de Marjoin se hallaban en guerra, y el templo se encontraba cerca de la frontera que separaba a los dos países, por lo que siempre estaba preparado para repeler un ataque. Uno de los estados era vagamente socialista; el otro era de inspiración religiosa, y los sacerdotes del Templo de la Luz pertenecían a una secta de esa fe militante. Una parte de las razones que habían provocado esa guerra debía buscarse en el conflicto galáctico de dimensiones mucho mayores que estaba desarrollándose alrededor de Marjoin, y ello hacía que la guerra planetaria ofreciese una minúscula imagen aproximada de dicho conflicto.
Horza no estaba seguro de qué tal dormiría aquella noche. Estuvo despierto durante unas horas escuchando las no muy aparatosas pesadillas de Wubslin. Después alguien llamó suavemente a la puerta de su camarote. Yalson entró en el cubículo y se sentó en el catre de Horza.
Apoyó la cabeza sobre su hombro y se abrazaron. Pasado un rato ella le cogió de la mano y le guió en silencio por el pasillo en dirección opuesta al comedor —donde la luz y el eco distante de la música indicaban que Kraiklyn no dormía y estaba relajándose con la ayuda de un esni-frasco y una holocinta sónica—, hasta llegar al camarote que había alojado a Gow y kee-Alsorofus.
La oscuridad del camarote y la pequeña cama llena de olores extraños y texturas nuevas fue el escenario donde representaron la vieja obra del varón y la hembra, aunque en su caso —y ambos lo sabían—, se trataba de una conjunción casi inevitablemente estéril entre especies y culturas separadas por millares de años luz. Después los dos se quedaron dormidos.