—Puedes acabar leyendo demasiadas cosas en tus propias circunstancias. Eso me trae a la memoria una raza que se opuso a nosotros hace… Oh, ya hace mucho tiempo, antes de que nadie pensara en mi concepción. Afirmaban que la galaxia les pertenecía, y justificaban esta herejía mediante una blasfema creencia relacionada con el diseño de sus organismos. Eran seres acuáticos. Su cerebro y sus órganos principales estaban alojados en una gran vaina central de la que brotaban varios brazos o tentáculos de considerable longitud. Esos tentáculos eran gruesos junto a la vaina y delgados en las puntas, y estaban provistos de ventosas. Se suponía que su dios del agua había creado la galaxia a su imagen y semejanza.
»¿Comprendes? Creían que el poseer un cierto parecido físico con la gran lente que es hogar de todos nosotros, llevaban la analogía al extremo de comparar las ventosas de sus tentáculos con los grupos de estrellas, les convertía en sus propietarios. Pese a la indudable estupidez de esa creencia pagana, el hecho es que prosperaron y llegaron a ser bastante poderosos. De hecho, fueron unos adversarios muy respetables.
—Hmmm —dijo Aviger—. ¿Cómo se llamaban? —preguntó sin alzar la vista.
—Hmmm —tronó el vozarrón de Xoxarle—. Su nombre… —El idirano guardó silencio durante unos segundos y puso expresión pensativa—. Creo que se llamaban fanch… Sí, eran los fanch.
—Nunca he oído hablar de ellos —dijo Aviger.
—No, es lógico —ronroneó Xoxarle—. Les aniquilamos.
Yalson se dio cuenta de que Horza estaba observando algo que había caído en el suelo junto a las puertas que daban acceso a la estación.
—¿Qué has encontrado? —le preguntó, sin dejar de vigilar a Balveda.
Horza meneó la cabeza, empezó a agacharse para coger algo del suelo y se detuvo antes de completar el gesto.
—Creo que es un insecto —dijo con incredulidad.
—Uf —dijo Yalson, no muy impresionada.
Balveda fue hacia Horza para echarle un vistazo y Yalson cambió de posición para seguir apuntándola con su arma. Horza meneó la cabeza y observó cómo el insecto se arrastraba sobre el suelo del túnel.
—¿Qué diablos está haciendo aquí abajo?
La nota de pánico que había en la voz del hombre hizo que Yalson frunciera el ceño.
—Probablemente lo hemos traído nosotros —dijo Balveda y se incorporó—. Apuesto a que ha viajado en la plancha del equipo o en el traje de alguien.
Horza dejó caer su puño sobre aquella criatura minúscula, la aplastó y esparció los restos sobre la oscura roca del suelo. Balveda puso cara de sorpresa. El fruncimiento de ceño de Yalson se hizo un poco más acentuado. Horza contempló la mancha que había dejado sobre el suelo del túnel, se limpió el guante y alzó la cabeza pidiéndoles disculpas con la mirada.
—Lo siento —dijo volviéndose hacia Balveda, como si se avergonzara de lo que acababa de hacer—. No he podido evitar que me trajera a la memoria esa mosca con la que me encontré en Los fines de la inventiva… Acabó resultando ser uno de tus animalitos domesticados, ¿lo recuerdas?
Dio media vuelta y se alejó rápidamente hacia la estación. Balveda contempló la manchita del suelo y asintió.
—Bueno —dijo enarcando una ceja—, ésa es una forma de demostrar su inocencia.
Xoxarle observó cómo el macho y las dos hembras volvían a entrar en la estación.
—¿Nada, diminuto? —preguntó.
—Montones de cosas, líder de sección —replicó Horza, yendo hacia él y comprobando los cables que le sujetaban.
Xoxarle lanzó un gruñido.
—Siguen estando un tanto apretados, aliado.
—Qué vergüenza —dijo Horza—. Prueba a dejar escapar el aire que tienes dentro.
—¡Ja! Xoxarle se rió y pensó que el humano quizá se había dado cuenta de lo que intentaba hacer. Pero el Cambiante se dio la vuelta para hablar con el viejo que le había estado vigilando.
—Aviger, vamos al tren. Haz compañía a nuestro amigo. Intenta no quedarte dormido.
—Lo dudo… No para de hablar —gruñó el viejo.
Los otros tres humanos entraron en el tren. El idirano siguió hablando.
En una sección del tren había murales con mapas iluminados que mostraban el aspecto del Mundo de Schar cuando se construyó el Sistema de Mando, con las ciudades y los estados indicados en los continentes, los objetivos en un estado de un continente, los silos de mísiles, las bases áreas y puertos que pertenecían a los diseñadores del Sistema indicados en otro estado de otro continente.
Los mapas mostraban dos pequeños casquetes polares, pero el resto del planeta era estepa, sabana, desierto, bosque y jungla. Balveda quería quedarse y echar un vistazo a los mapas, pero Horza tiró de ella haciéndole cruzar otro umbral más cercano al morro del tren. Antes de salir apagó las luces que había detrás de los mapas y la superficie cubierta de océanos azules, tierra verde, amarilla, marrón y anaranjada, ríos azules, ciudades rojas y líneas de comunicación se fue desvaneciendo lentamente hasta convertirse en una masa de oscuridad grisácea.
Oh, oh.
Hay más en el tren. Creo que son tres. Se acercan desde la parte de atrás. ¿Y ahora qué?
Xoxarle tragó una bocanada de aire y la dejó escapar. Flexionó los músculos y los cables se deslizaron sobre la queratina de sus placas. Vio que el viejo venía hacia él para inspeccionar sus ataduras y se quedó inmóvil.
—Eres Aviger, ¿verdad?
—Así me llaman —dijo el viejo.
Se plantó ante el idirano y sus ojos fueron desde los tres pies con sus tres dedos en forma de losa hasta la inmensa cabeza en forma de silla de montar del líder de sección y el rostro que se inclinaba contemplando al humano que tenía debajo, pasando por la redondez de los tobillos, aquellas rodillas que parecían estar acolchadas, el inmenso cinturón de placas pélvicas y la lisa superficie de su pecho.
—¿Temes que me escape? —retumbó la voz de Xoxarle.
Aviger se encogió de hombros y sus dedos apretaron el arma con un poco más de fuerza.
—¿Qué me importa eso? —dijo—. Yo también soy un prisionero. Ese loco nos tiene atrapados a todos aquí abajo. Lo único que quiero es salir de aquí. Ésta no es mi guerra.
—Una actitud muy inteligente —dijo Xoxarle—. Ojalá hubiera más humanos capaces de comprender qué es suyo y qué no lo es. Especialmente en lo que respecta a las guerras…
—Eh, supongo que tu gente debe ser más o menos igual de mala, ¿verdad?
—Digamos que somos distintos.
—Di lo que quieras. —Los ojos de Aviger volvieron a recorrer el cuerpo del idirano y acabaron posándose en su pecho—. En cuanto a mí, me conformaría con que todo el mundo se ocupase de sus asuntos. Pero las cosas no cambian. Todo acabará de la peor forma posible.
—Aviger, creo que no deberías estar aquí.
Xoxarle asintió lentamente con la cabeza como si estuviera absolutamente convencido de lo que decía.
Aviger se encogió de hombros, pero no alzó los ojos hacia el idirano.
—Creo que ninguno de nosotros debería estar aquí.
—El lugar de los valientes siempre está allí donde ellos deciden que está.
La voz del idirano se había vuelto un poco más áspera.
Aviger contempló aquel inmenso rostro de piel oscura que se alzaba sobre él.
—Bueno, ya me imaginaba que dirías algo parecido.
Se dio la vuelta y fue hacia la plancha del equipo. Xoxarle le observó alejarse e hizo que su pecho vibrara a gran velocidad, tensando los músculos y relajándolos. Los cables se movieron un poquito más. Sintió cómo las ataduras que inmovilizaban una de sus muñecas se aflojaban un par de milímetros.
El tren seguía acelerando. Apenas si podía ver los controles y las pantallas, por lo que se dedicó a observar las luces incrustadas en las paredes de los túneles. Al principio desfilaban lentamente, pasando junto a los grandes ventanales de la sala de control más despacio que la lenta marea de su respiración.
Ahora cada vez que respiraba veía pasar tres o cuatro luces. El tren ejercía una suave presión sobre su cuerpo, empujándole hacia el respaldo del asiento y clavándole en él. La sangre —un poco, no demasiada—, se había secado debajo de su espalda, pegándole al recubrimiento del asiento. Tenía la sensación de que su destino estaba fijado. Ahora sólo le faltaba por hacer una cosa. Observó la consola, maldiciendo la oscuridad que se acumulaba lentamente detrás de su único ojo.
Descubrió el control de las luces antes de encontrar el circuito que activaba el freno de emergencia. El descubrimiento fue como un pequeño regalo de Dios. Los faros del tren se encendieron con un chasquido y el túnel que tenía delante se llenó de sombras y reflejos iridiscentes. El doble trazado de los raíles relucía, y pudo ver más sombras y reflejos en las paredes del túnel perdiéndose a lo lejos, allí donde los tubos de acceso se cruzaban con los túneles para peatones y las puertas de seguridad ribeteaban las paredes de roca negra con sus estructuras.
Su vista seguía empeorando, pero el ser capaz de ver lo que ocurría fuera del tren hizo que se sintiera un poquito mejor. Al principio sintió una leve preocupación casi teórica ante la posibilidad de que los faros pudieran delatar la presencia del tren, suponiendo que tuviera la suerte de atrapar a los humanos dentro de la estación. Pero en realidad, el que los faros estuviesen encendidos o apagados apenas si tenía importancia. El aire desplazado por el movimiento del tren no tardaría en advertirles de lo que se les venía encima. Alzó la tapa de un compartimento situado junto a la palanca que controlaba el flujo de energía y contempló lo que había en su interior.
La cabeza le daba vueltas y tenía un frío terrible. Observó el circuito durante unos momentos y se dobló sobre sí mismo hasta que su cuerpo quedó encajado entre el respaldo del asiento —la contorsión resquebrajó la película de sangre seca que había entre su espalda y el asiento, e hizo que las heridas volvieran a sangrar—, y el borde de la consola. Pegó el rostro a la palanca que controlaba el flujo de energía, alargó el brazo y puso la mano sobre el circuito que activaba el freno de emergencia. Colocó la mano de tal forma que no resbalara, y la dejó inmóvil sobre el circuito.
Su único ojo quedaba lo bastante por encima de la consola para ver el túnel. Las luces se aproximaban aún más deprisa que antes. El tren oscilaba suavemente con un ritmo que le adormilaba. El rugido estaba desvaneciéndose de sus oídos tan inexorablemente como la vista que se le escapaba, como la estación que había dejado atrás y que estaba cada vez más lejos, como el torrente de luces que pasaba a cada lado del tren en un desfile que parecía inalterable y, al mismo tiempo, cada vez más rápido…
No tenía ninguna forma de calcular cuánta distancia le quedaba por recorrer. Había puesto en marcha el tren; había hecho todo cuanto podía. Ahora —por fin—, nadie podía pedirle más. Cerró el ojo, sólo para descansar.
El movimiento del tren le acunaba.
—Es magnífico. —Horza, Yalson y Balveda entraron en la sala de control y Wubslin les acogió con una sonrisa—. Está listo para funcionar. ¡Todos los sistemas dan luz verde!
—Bueno, no te mojes los pantalones por eso —dijo Yalson. Balveda se instaló en un asiento y Yalson la imitó—. Puede que tengamos que desplazarnos mediante los tubos de tránsito.
Horza pulsó unos cuantos botones y observó las lecturas que daban datos sobre los sistemas del tren. Por lo que podía ver, Wubslin estaba en lo cierto. El tren funcionaría.
—¿Dónde está esa maldita unidad? —preguntó volviéndose hacia Yalson.
—Eh, unidad… ¿Unaha-Closp? —dijo Yalson por el micrófono de su casco.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Unaha-Closp.
—¿Dónde te encuentras?
—Estoy admirando el interior de esta antigualla sobre ruedas. Tengo la impresión de que estos trenes quizá sean un poco más viejos que vuestra nave.
—Ordénale que vuelva aquí —dijo Horza. Se volvió hacia Wubslin—. ¿Has inspeccionado todo el tren?
Yalson volvió a ponerse en contacto con Unaha-Closp y le ordenó que volviera.
—Todo salvo el vagón del reactor —estaba diciendo Wubslin—. Hay algunas zonas en las que no pude entrar. ¿Cuáles son los controles de las puertas?
Horza miró a su alrededor durante un momento e intentó recordar la disposición de los controles del tren.
—Son esos de ahí.
Señaló una de las hileras de botones y paneles luminosos que había a un lado de Wubslin. El ingeniero empezó a examinarlos.
Le habían dado orden de volver. Como si fuera un esclavo, igual que un medjel idirano. Como si no fuera más que una máquina… Bueno, que esperasen.
Unaha-Closp también había encontrado la sección de su tren que contenía los murales con los mapas. Estaba flotando ante las superficies coloreadas de plástico iluminado por detrás. Utilizaba sus campos manipuladores para accionar los controles, haciendo encenderse pequeños conjuntos de luces que indicaban los blancos de los dos bandos, las ciudades de mayor tamaño y la situación de las instalaciones militares.
Ahora todo aquello no era más que polvo. Su preciosa civilización humanoide había quedado convertida en ruinas ocultas por los glaciares o había sido barrida por el viento y la lluvia y se había congelado hasta convertirse en masas de hielo…, toda ella. Lo único que subsistía era este patético laberinto de tumbas.
«Bueno —pensó Unaha-Closp—, adiós humanidad o como quisieran llamarla». Sólo sus máquinas habían perdurado. Pero, ¿sabrían comprender la lección encerrada en ese hecho? ¿Comprenderían qué era realmente esta bola de rocas congeladas! ¡Oh, sí, desde luego que no!
Unaha-Closp dejó los murales encendidos y salió del tren para volver por el túnel que llevaba a la estación propiamente dicha. Los túneles estaban mucho más iluminados, pero seguían igual de fríos, y Unaha-Closp tenía la impresión de que aquella brutal claridad blanco amarillenta emitida por las paredes y el techo era como una mezcla de dureza y salvajismo finalmente revelada. Era la luz de una sala de operaciones, la luz que cae sobre una mesa de disección.
La unidad flotó por los túneles pensando que aquella catedral de oscuridad se había convertido en una arena vidriada, una especie de crisol.
Xoxarle estaba de pie en la plataforma. Seguía sujeto a los soportes de la rampa de acceso. La mirada que le lanzó el idirano en cuanto vio emerger de los túneles a Unaha-Closp no le hizo ninguna gracia. Leer algo en la expresión de aquella criatura era casi imposible —suponiendo que pudiera afirmarse que el idirano poseía algo parecido a una expresión—, pero había algo en Xoxarle que no le gustaba nada. Tuvo la impresión de que el idirano acababa de quedarse inmóvil, o que había dejado de hacer algo que no quería fuese percibido por los demás.
Unaha-Closp se detuvo ante la boca del túnel y vio como Aviger alzaba los ojos hacia él desde la plancha sobre la que estaba sentado. El viejo apartó la mirada un instante después, y ni tan siquiera se tomó la molestia de saludarle.
El Cambiante y las dos hembras estaban en la zona de control del tren junto con el ingeniero Wubslin. Unaha-Closp les vio y fue hacia las rampas de acceso y la puerta más próxima. Cuando llegó allí se quedó quieto. El aire se movía suavemente. La corriente era casi imperceptible, pero estaba allí. Podía sentirla.
Haber vuelto a dar la energía habría activado algunos sistemas automáticos que estarían trayendo más aire fresco de la superficie o sacándolo de las unidades de filtrado atmosférico. Sí, debía de ser eso.
Unaha-Closp entró en el tren.
—Qué máquina tan pequeña y desagradable —dijo Xoxarle volviéndose hacia Aviger.
El viejo asintió vagamente. Xoxarle se había dado cuenta de que si le hablaba Aviger aún le miraba menos que si guardaba silencio. Era como si el sonido de su voz le tranquilizara, asegurándole que Xoxarle seguía allí, inmóvil e incapaz de hacer nada. Por otra parte, hablar —mover la cabeza para contemplar al humano, encogerse ocasionalmente de hombros, lanzar una risita— le proporcionaba excusas para moverse y aflojar los cables un poquito más. Siguió hablando. Con un poco de suerte los demás se quedarían un rato dentro del tren, y quizá tuviera una posibilidad de escapar.
¡Si lograba adentrarse en los túneles con un arma les proporcionaría la persecución de sus vidas!
—Bueno, deberían haberse abierto —estaba diciendo Horza. Para empezar, según la consola que Wubslin y él tenían delante las puertas del vagón que albergaba el reactor nunca habían estado cerradas. Horza se volvió hacia el ingeniero—. ¿Estás seguro de que intentaste abrirlas siguiendo el procedimiento adecuado?
—Claro que sí —dijo Wubslin, poniendo cara de ofendido—. Sé cómo funcionan los distintos tipos de cerraduras. Intenté hacer girar la ruedecilla incrustada en el panel, y no lo conseguí. De acuerdo, mi brazo sigue un poco anquilosado, pero aun así… Bueno, tendría que haberse abierto.
—Puede que el mecanismo esté averiado —dijo Horza. Se irguió y volvió la cabeza hacia el final del tren, como si intentara atravesar el centenar de metros de plástico y metal que se interponían entre sus ojos y el vagón del reactor—. Hmmm… Ese vagón… No hay ningún espacio lo suficientemente grande para que la Mente pueda haberse escondido en él, ¿verdad?
Wubslin alzó los ojos del panel que estaba contemplando con expresión absorta.
—No lo creo.
—Bueno, ya estoy aquí —dijo Unaha-Closp con voz adusta, y entró flotando por la puerta de la sala de control—. ¿Qué quieres que haga ahora?
—Tardaste lo tuyo para registrar el otro tren —dijo Horza volviéndose hacia la unidad.
—Hice un registro muy concienzudo. Más concienzudo que el vuestro, a menos que no haya oído bien lo que estabais diciendo antes de que entrara. ¿Dónde puede haber un espacio lo suficientemente grande para ocultar a la Mente?
—En el vagón del reactor —dijo Wubslin—. Algunas puertas se me resistieron. Horza dice que según los controles deberían estar abiertas.
—¿Quieres que vaya allí a echar un vistazo? —preguntó Unaha-Closp, girando sobre sí mismo hasta que su parte frontal quedó encarada a Horza.
El Cambiante asintió.
—Suponiendo que no sea pedirte demasiado, claro… —dijo con voz tranquila.
—No, no —dijo Unaha-Closp con falsa despreocupación mientras retrocedía hacia la puerta por la que había entrado—. Esto de obedecer órdenes empieza a gustarme. Déjamelo a mí.
Se alejó por el pasillo con rumbo hacia el vagón que contenía el reactor.
Balveda se volvió hacia el cristal blindado y contempló la parte trasera del tren que tenían delante, el que acababa de ser inspeccionado por Unaha-Closp.
—Si la Mente estuviera oculta en el vagón del reactor, ¿no aparecería en tu sensor de masas, o se confundiría con la señal emitida por la pila?
Volvió la cabeza lentamente para mirar al Cambiante.
—¿Quién sabe? —replicó Horza—. No soy ningún experto en los mecanismos de este traje, y menos ahora que ha sufrido daños tan considerables.
—Te estás volviendo muy confiado, Horza —dijo la agente de la Cultura con una leve sonrisa—. Dejas que la unidad se encargue de perseguir a tu presa, ¿eh?
—Permito que se distraiga explorando un poco, Balveda —dijo el Cambiante.
Se dio la vuelta y concentró su atención en los controles. Observó las pantallas, diales y medidores y los gráficos y las lecturas que cambiaban sin cesar en un intento de averiguar qué estaba ocurriendo en el vagón reactor…, suponiendo que ocurriera algo, naturalmente. Por lo que podía ver todo parecía normal, aunque los conocimientos sobre los sistemas del reactor que había adquirido durante su época como centinela eran bastante más reducidos que los referentes al resto del tren.
—De acuerdo —dijo Yalson. Hizo girar su asiento, puso los pies sobre el borde de la consola y se quitó el casco—. Bueno, suponiendo que la Mente no esté en el vagón del reactor… ¿Qué vamos a hacer? ¿Empezamos a dar vueltas metidos en este trasto, usamos los tubos de tránsito o qué?
—No estoy seguro de que viajar en uno de estos trenes sea muy buena idea —dijo Horza. Miró a Wubslin—. Había pensado en dejaros a todos aquí y recorrer la totalidad del Sistema usando un tubo de tránsito intentando localizar a la Mente con el sensor de masas del traje. No necesitaría mucho tiempo, ni aun suponiendo que hiciera el viaje dos veces para cubrir el doble trazado de vías que se extiende entre las estaciones. Los tubos de tránsito no están provistos de reactores, por lo que no habría ningún eco falso que pudiera interferir con el funcionamiento del sensor.
Wubslin, que estaba sentado ante los controles principales del tren, puso cara de abatimiento.
—Entonces, ¿por qué no permites que volvamos a la nave? —le preguntó Balveda.
Horza la miró.
—Balveda, no estás aquí para hacer sugerencias.
—Oh, sólo intentaba ayudar.
La agente de la Cultura se encogió de hombros.
—¿Y si no logras encontrarla? —preguntó Yalson.
—Volveremos a la nave —dijo Horza meneando la cabeza—. Es lo único que podemos hacer. Cuando estemos a bordo, Wubslin podrá inspeccionar el sensor de masas del traje y según lo que descubra volveremos aquí abajo o no. Ahora que la energía está conectada el trayecto será bastante corto y no requerirá ninguna clase de ejercicio físico.
—Lástima —dijo Wubslin acariciando los controles—. Ni tan siquiera podemos usar este tren para volver a la estación cuatro. El tren de la estación seis nos obstruye el paso.
—Probablemente aún es capaz de moverse —dijo Horza volviéndose hacia el ingeniero—. Si queremos usar los trenes tendríamos que cambiar de vehículo en algún momento u otro vayamos donde vayamos.
—Oh, bueno, qué se le va a hacer… —dijo Wubslin con expresión distraída. Volvió a contemplar los controles y señaló uno de ellos—. ¿Es el control de velocidad?
El Cambiante dejó escapar una carcajada, se cruzó de brazos y le miró.
—Sí. Vamos a ver si conseguimos hacer un viaje corto…
Se inclinó sobre el panel y señaló un par de controles, explicándole que el tren estaba listo para ponerse en marcha. Wubslin y Horza hablaron en voz baja durante un rato, señalando distintos paneles y asintiendo con la cabeza.
Yalson se removió nerviosamente en su asiento y acabó volviéndose hacia Balveda. La mujer de la Cultura estaba contemplando a Horza y Wubslin. Sonreía. Balveda se dio cuenta de que Yalson estaba mirándola, volvió el rostro hacia Yalson y su sonrisa se hizo un poco más ancha. Inclinó la cabeza un par de centímetros en dirección a los dos hombres y enarcó las cejas. Yalson no pudo impedir que sus labios le devolvieran la sonrisa y sus dedos disminuyeron un poco la presión que ejercían sobre el arma.
Las luces llegaban muy deprisa. Desfilaban en un torrente casi continuo que creaba una parpadeante pauta de luces estroboscópicas en la penumbra de la cabina. Lo sabía. Había abierto el ojo y las había visto.
Mover ese párpado había requerido todas las fuerzas de que disponía. Quayanorl se había quedado dormido durante un rato. No estaba muy seguro de cuánto tiempo. Sólo sabía que había estado dormitando. El dolor ya no era tan terrible como antes. Había permanecido inmóvil durante un rato, con su cuerpo destrozado medio dentro y medio fuera de aquel extraño asiento diseñado para los contornos de otra raza, con la cabeza apoyada en la consola de control y la mano sostenida por la pequeña tapa del compartimento contiguo a la palanca de control que había abierto, los dedos bajo la palanca del freno contenida en el hueco.
Había descansado. Aunque lo hubiese intentado no habría podido expresar lo agradable que había sido aquel breve sueño después de su espantoso arrastrarse a través del tren y el túnel de su propio dolor.
El movimiento del tren se había alterado. Seguía meciéndole, pero más deprisa que antes, y el ritmo también había cambiado. La nueva vibración era bastante más rápida, y hacía pensar en un corazón latiendo a toda velocidad. Quayanorl tenía la impresión de que ahora no sólo podía sentirla, sino que también podía oírla. Era como el ruido del viento que soplaba por aquellos agujeros enterrados a gran profundidad bajo la desolación barrida por las ventiscas de la superficie… O quizá sólo fueran imaginaciones suyas. No estaba muy seguro.
Volvía a tener la sensación de que era muy pequeño. Estaba viajando con sus amiguitos y su viejo Mentor Querl y el movimiento le acunaba, adormilándole y haciéndole entrar y salir de un sueño feliz y placentero.
«He hecho todo lo que podía hacer —pensaba una y otra vez—. Puede que no sea suficiente, pero he hecho todo cuanto podía.» Aquello le consolaba.
Le hacía sentirse más tranquilo y a gusto, como la disminución del dolor; le adormilaba, como el movimiento del tren.
Volvió a cerrar el ojo. La oscuridad también era agradable y reconfortante. No tenía ni idea de qué distancia había recorrido, y estaba empezando a pensar que no importaba. Sintió que volvía a perder el contacto con el mundo real. Estaba empezando a olvidar por qué había hecho todo esto. Pero eso tampoco importaba. Ya estaba hecho. Mientras no se moviera nada importaba. Nada.
Nada tenía la más mínima importancia…
Las puertas estaban atascadas, desde luego, igual que en el otro tren. La unidad acabó perdiendo la paciencia y golpeó una puerta de la cámara del reactor con un campo de fuerza. El retroceso la hizo oscilar y salir despedida hacia atrás.
El panel de la puerta ni tan siquiera se había abollado.
Oh, oh.
De vuelta a los pasadizos y los conductos de los cables. Unaha-Closp giró sobre sí mismo, se metió por un corto tramo de pasillo y por un agujero del suelo que acabó llevándole a un panel de inspección situado debajo del nivel inferior.
«Y, naturalmente, al final siempre tengo que hacerlo todo yo. Debería habérmelo imaginado. En resumidas cuentas, lo que estoy haciendo es perseguir a otra máquina y, si doy con ella, llevársela en bandeja a ese bastardo. Tendría que hacerme examinar los circuitos… Estoy pensando que si encuentro a la Mente no se lo diré. Oh, sí, le estaría bien empleado.»
Levantó la compuerta de inspección y se metió por el angosto y oscuro espacio que había debajo del suelo. La compuerta se cerró con un siseo detrás de Unaha-Closp impidiendo el paso a la luz del exterior. Unaha-Closp pensó en dar la vuelta y abrir la compuerta, pero sabía que el mecanismo automático haría que volviera a cerrarse, y que eso le irritaría hasta el punto de que acabaría dañando el mecanismo, con lo que se habría comportado de una forma tan ridícula como carente de objeto. No, ese tipo de comportamiento quedaba reservado para los seres humanos.
Avanzó por el pasadizo dirigiéndose hacia la parte trasera del tren. El trayecto le haría pasar por debajo del reactor.
El idirano estaba hablando. Aviger podía oír su voz, pero no le prestaba atención. También podía ver al monstruo por el rabillo del ojo, pero no le estaba mirando. Estaba contemplando distraídamente su arma, canturreando y pensando en lo que haría si lograra apoderarse de la Mente. Era muy difícil, claro, casi imposible, pero… Supongamos que todos los demás morían, dejándole en posesión de aquel artefacto. Sabía que los idiranos probablemente estarían dispuestos a pagar muy bien por ella. Y la Cultura también, desde luego; tenían dinero, aunque se suponía que no lo usaban dentro de su civilización.
No eran más que sueños, pero la situación actual se había vuelto tan confusa que cualquier desenlace resultaba imaginable. Nunca se sabe cómo va a caer la moneda. Compraría un poco de tierra, una isla en algún planeta agradable alejado de la guerra… Se sometería a algún proceso de rejuvenecimiento y criaría alguna especie de animales de carreras supercaros, y sus relaciones comerciales le permitirían conocer a la crema de la crema. No, pensándolo mejor contrataría a alguien para que se encargara de todo el trabajo duro. Cuando tenías dinero podías permitírtelo. De hecho, cuando tenías dinero podías permitirte cualquier cosa…
El idirano seguía hablando.
Su mano ya casi estaba libre. Era lo único que podía liberar por ahora, pero con un poco más de tiempo quizá lograra soltarse el brazo. Aflojar los cables estaba volviéndose más fácil a cada momento que pasaba. Los humanos llevaban bastante rato dentro del tren. ¿Cuánto tiempo más pensaban quedarse allí? La pequeña máquina no había tardado tanto. La había visto justo a tiempo cuando emergía de la boca del túnel. Sabía que su sentido de la vista era bastante mejor que el suyo, y durante un momento temió que le hubiera visto mover el brazo que estaba intentando liberar, el que se encontraba más alejado del viejo humano. Pero la máquina había desaparecido en el interior del tren y no había ocurrido nada. Xoxarle no apartaba los ojos del viejo. El humano parecía absorto en sus fantasías. Xoxarle siguió hablando, narrando victorias idiranas al aire que le rodeaba.
Su mano estaba casi totalmente libre.
Un poco de polvo se desprendió de una viga situada a un metro por encima de su cabeza, y medio cayó medio flotó lentamente por aquella atmósfera casi inmóvil, siguiendo una trayectoria a la que le faltaba muy poco para ser perfectamente recta. El polvo fue alejándose poco a poco de él. Xoxarle volvió a observar al viejo y tiró de los cables que rodeaban su mano.
¡Libérate, maldita seas!
Unaha-Closp tuvo que eliminar la esquina de un ángulo recto y convertirlo en una curva para poder meterse por el pequeño pasadizo que tenía intención de utilizar. Ni tan siquiera era un pasadizo propiamente dicho. Era un conducto de cables, pero llevaba al compartimento del reactor. Examinó los datos que le ofrecían sus sentidos. El nivel de radiación de aquí era idéntico al del otro tren.
Se metió por el conducto de cables, adentrándose en las entrañas de metal y plástico del vagón sumido en el silencio.
Puedo oír algo. Algo se me acerca por debajo…
Las luces eran una hilera ininterrumpida que pasaba junto al tren tan deprisa que la mayoría de ojos no habrían podido distinguir una de otra. Las luces que había delante aparecían detrás de las curvas o al final de los tramos rectos, aumentaban de tamaño, se unían a la hilera y dejaban atrás las ventanillas como estrellas fugaces moviéndose en la oscuridad.
El tren había necesitado bastante tiempo para alcanzar su velocidad máxima. Durante minutos interminables tuvo que luchar contra la inercia de los miles de toneladas de su masa. La inercia ya había sido vencida, y ahora el tren se impulsaba a sí mismo y a la columna de aire que llevaba delante tan deprisa como le era posible, precipitándose por el túnel con un rugido muy superior al que ningún tren había creado jamás en aquellos conductos. Sus vagones deformados ofrecían una resistencia al aire no prevista por sus diseñadores o arañaban los bordes de las puertas de seguridad, lo que reducía un poco la velocidad pero aumentaba considerablemente el ruido de su avance.
El aullido de los motores y las ruedas del tren, el de su maltrecho cuerpo metálico hendiendo la atmósfera y el del aire que se arremolinaba en los agujeros de los vagones semidestrozados creaban ecos en las paredes y el techo, las consolas, el suelo y la curvatura del cristal blindado.
El ojo de Quayanorl seguía cerrado. Las membranas internas de sus oídos vibraban con cada ruido del exterior, pero no transmitían ningún mensaje a su cerebro. Su cabeza subía y bajaba como si aún estuviera vivo siguiendo el ritmo de las oscilaciones que hacían temblar la consola. Su mano temblaba sobre el circuito que desactivaba el freno de emergencia como si el guerrero estuviera algo nervioso o tuviera miedo.
Atrapado entre el asiento y la consola, pegado al respaldo por su propia sangre, Quayanorl era como una extraña parte averiada más del tren.
La sangre se había coagulado. La hemorragia había cesado, tanto dentro de su cuerpo como fuera de él.
—¿Qué tal va eso, Unaha-Closp? —preguntó Yalson.
—Me encuentro debajo del reactor y estoy muy ocupado. Si encuentro algo ya os avisaré. Gracias.
Unaha-Closp apagó su comunicador y contempló las entrañas recubiertas de plástico negro que tenía delante. Los cables y alambres desaparecían en el interior de un conducto. Su número era bastante superior al del otro tren. No sabía si abrirse paso por allí o buscar otra ruta.
Decisiones, decisiones.
Su mano estaba totalmente libre. Se quedó quieto. El viejo seguía sentado sobre la plancha del equipo jugueteando con su arma.
Xoxarle se permitió un leve suspiro de alivio y flexionó los músculos de su mano empezando por los dedos. Unas motitas de polvo se movieron lentamente junto a su mejilla. Dejó de flexionar la mano.
Sus ojos siguieron el movimiento de aquellas motas de polvo.
Un aliento casi imperceptible, algo que no llegaba a brisa, acarició sus brazos y sus piernas haciéndole cosquillas. «Qué extraño», pensó.
—Lo único que digo es que eso de que vuelvas aquí solo no me parece buena idea. —Yalson miró a Horza y movió levemente los pies que había apoyado en la consola—. Podría ocurrirte cualquier cosa.
—Me llevaré un comunicador y estaré en contacto con vosotros —dijo Horza.
Estaba sentado con los brazos cruzados y la espalda apoyada en el borde de un panel de control; el mismo panel sobre el que Wubslin había dejado su casco. El ingeniero estaba familiarizándose con los controles del tren, que eran bastante sencillos.
—Horza, es una regla básica —dijo Yalson—. Nunca vayas solo. ¿Qué te enseñaron en esa maldita Academia tuya?
—Si se me permite hablar… —dijo Balveda, cruzando las manos ante ella y mirando al Cambiante—. Me gustaría decir que creo que Yalson tiene razón, nada más.
Horza contempló a la mujer de la Cultura con una mezcla de asombro y preocupación.
—No, no se te permite hablar —dijo—. Oye, Perosteck, ¿de qué lado crees estar?
—Oh, Horza… —Balveda sonrió y se cruzó de brazos—. Llevamos tanto tiempo juntos que empiezo a tener la sensación de que soy una más del equipo.
Una lucecita empezó a encenderse y apagarse rápidamente en la consola a medio metro de la cabeza del Capitán-Subordinado Quayanorl Gidborux Stoghrle III, que seguía meciéndose suavemente y estaba cada vez más fría. El parpadeo de la lucecita precedió en una fracción de segundo a una estridente mezcla de zumbido y aullido que hizo vibrar la atmósfera de la sala de control y creó ecos en todo el vagón delantero. Varios centros de control esparcidos por el tren lanzado a toda velocidad se encargaron de transmitirlo al resto de los vagones. El cuerpo del idirano se movió lentamente hacia un lado cuando el tren tomó una larga curva, pero siguió firmemente encajado entre el asiento y la consola. Si hubiera estado vivo Quayanorl apenas habría podido oír el ruido de esa alarma. Muy pocos humanos podrían haberlo captado.
Unaha-Closp había cambiado de parecer. Cortar todas sus comunicaciones con el mundo exterior parecía más bien imprudente, por lo que volvió a activar los canales de su comunicador, pero nadie quería hablar con él. Empezó a ocuparse de los cables que se adentraban en el conducto seccionándolos uno a uno mediante un campo de fuerza tan afilado como un cuchillo. Se dijo que después de lo que le había ocurrido al tren de la estación seis preocuparse tanto por dañar los sistemas carecía de objeto. Si daba con algo que fuese vital para el funcionamiento normal del tren estaba seguro de que el Cambiante enseguida se pondría a chillar como un loco y, de todas formas, no le costaría mucho reparar los cables.
«¿Una corriente de aire?»
Xoxarle pensó que debía habérselo imaginado, y luego pensó que debía ser el resultado de algún sistema de ventilación que se había puesto en marcha hacía poco. Quizá el calor desprendido por las luces y los sistemas de la estación requería una ventilación extra que no se había activado hasta entonces.
Pero la corriente de aire estaba haciéndose más fuerte. Su intensidad fue aumentando con mucha lentitud, tan despacio que casi resultaba imposible captar el incremento. Xoxarle se devanó los sesos. ¿Qué podía ser? Un tren… No, imposible. No podía ser un tren.
Aguzó el oído pero no logró captar ningún sonido. Se volvió hacia el viejo humano y descubrió que le estaba mirando. ¿Se habría dado cuenta?
—¿Se te han acabado las batallas y victorias? —preguntó Aviger con voz cansada.
Sus ojos recorrieron al idirano de arriba abajo. Xoxarle se rió, y si Aviger hubiera estado lo suficientemente versado en los gestos y los tonos de voz idiranos quizá se habría dado cuenta de que su risa era un poco demasiado fuerte, y hasta puede que algo nerviosa.
—¡Nada de eso! —dijo Xoxarle—. No, sólo estaba pensando que…
Se embarcó en otra historia sobre enemigos derrotados. Se la había contado a su familia y la había narrado en comedores de nave y en compartimentos de lanzaderas de ataque; habría podido repetirla incluso dormido. Su voz resonó por los espacios brillantemente iluminados de la estación y el viejo humano bajó los ojos hacia el arma que sostenía en sus manos, pero los pensamientos de Xoxarle estaban en otra parte. Su mente intentaba averiguar qué sucedía. Seguía tirando de los cables que sujetaban su brazo; ocurriera lo que ocurriese tenía que estar en condiciones de mover algo más que su mano. La comente de aire era cada vez más fuerte, pero seguía sin oír nada. Un chorrito de polvo continuo caía de la viga que había encima de su cabeza.
Tenía que ser un tren. ¿Podía haber algún tren en marcha por algún lugar del sistema de túneles? Imposible…
«¡Quayanorl! ¿Y si dejamos los controles…?» Pero no habían intentado dejarlos bloqueados en su posición de actividad. Lo único que hicieron fue averiguar cuáles eran sus funciones y asegurarse de que todos se movían. No habían intentado hacer nada más; no habían tenido tiempo para ello, y no había ninguna razón que justificara semejante acto.
Tenía que ser Quayanorl. Esto era cosa suya. Debía seguir vivo. Había puesto en marcha el tren.
Durante un segundo —mientras tiraba desesperadamente de los cables que le aprisionaban y vigilaba al viejo sin parar de hablar—, Xoxarle imaginó que su camarada seguía vivo en la estación seis, pero enseguida recordó lo graves que habían sido sus heridas. Cuando yacía en la rampa de acceso, Xoxarle había pensado que su camarada podía seguir estando con vida, pero después el Cambiante habló con el viejo —el mismo Aviger que le vigilaba—, y le ordenó que acabara con Quayanorl disparándole en la cabeza. Eso tendría que haber sido el fin de Quayanorl pero, aparentemente, no había sido así.
«¡Fracasaste, viejo!» La corriente de aire se convirtió en una brisa y Xoxarle sintió una oleada de júbilo. Oyó una especie de gemido distante, tan agudo que casi era imperceptible. Sí, ese sonido ahogado venía del tren. Era la alarma.
El brazo de Xoxarle ya casi estaba libre. Sólo le quedaba por aflojar un cable justo encima del codo. Se encogió de hombros y el cable se deslizó sobre la parte superior de su brazo hasta desparramarse encima de su hombro.
—Viejo… Aviger, amigo mío —dijo.
La interrupción de su monólogo hizo que Aviger alzara rápidamente la cabeza.
—¿Qué?
—Sé que esto va a sonarte ridículo, y si no te atreves no voy a culparte por ello, pero estoy sufriendo el picor más infernal que puedas imaginarte en mi ojo derecho. ¿Te importaría rascármelo? Ya sé que la mera idea de un guerrero atormentado por un picor en el ojo suena ridícula, pero te aseguro que durante los últimos diez minutos ha estado a punto de volverme loco. ¿Quieres rascármelo? Si lo deseas puedes usar el cañón de tu arma; si usas el cañón de tu arma te aseguro que no moveré un músculo ni haré el más mínimo movimiento que pueda parecerte amenazador. Usa lo que quieras, pero acaba con ese picor. ¿Querrás hacerlo? Te juro por mi honor como guerrero que digo la verdad.
Aviger se puso en pie. Sus ojos fueron hacia el morro del tren.
«No puede oír la alarma. Es viejo. ¿Y los otros, los más jóvenes? ¿Podrán oírla? ¿Es demasiado aguda para ellos? ¿Y la máquina? Oh, vamos, viejo estúpido, acércate. ¡Ven aquí!»
Unaha-Closp apartó los cables que había cortado. Ahora podía meterse en el conducto y seguir cortando.
—Unidad, unidad, ¿puedes oírme?
Esa mujer… Era Yalson otra vez.
—¿Y ahora qué? —preguntó Unaha-Closp.
—Horza ha dejado de recibir algunas lecturas procedentes del vagón del reactor. Quiere saber qué estás haciendo.
—Maldita sea, pues claro que quiero saberlo…
La voz de Horza, más débil porque estaba más alejado del micrófono.
—He tenido que cortar algunos cables. Parece que es la única forma de llegar al área del reactor. Si insistes ya los repararé luego.
El canal del comunicador quedó en silencio durante un segundo, y Unaha-Closp creyó oír una especie de zumbido estridente. Pero no estaba seguro. «En los límites de la sensación», se dijo a sí mismo. El canal volvió a activarse.
—Está bien —dijo Yalson—. Pero Horza quiere que le avises antes de que se te ocurra volver a cortar algo, sobre todo cables.
—¡De acuerdo, de acuerdo! —dijo Unaha-Closp—. Y ahora, ¿queréis dejarme en paz?
La comunicación se cortó. Unaha-Closp se quedó inmóvil durante unos momentos. Acababa de pensar que quizá hubiera una alarma sonado en alguna parte, pero en tal caso lo más lógico era que la sala de control recibiera el aviso, y cuando Yalson habló no había oído ningún ruido de fondo, dejando aparte el murmullo irritado del Cambiante. Por lo tanto, no había ninguna alarma.
Unaha-Closp metió un campo de fuerza en el conducto y se dispuso a seguir cortando cables.
—¿Qué ojo? —preguntó Aviger.
Estaba bastante cerca del idirano. La brisa hizo que un mechón de su rala cabellera amarillenta se deslizara sobre su frente. Xoxarle esperó en silencio a que comprendiera lo que estaba ocurriendo, pero Aviger se limitó a ponerse el mechón en su sitio y alzó la cabeza hacia el idirano con el arma preparada y cara de no saber qué hacer.
—Éste —dijo Xoxarle volviendo lentamente la cabeza.
Los ojos de Aviger se posaron en el morro del tren y volvieron al rostro de Xoxarle.
—No se lo digas a ya-sabes-quién, ¿de acuerdo?
—Lo juro. Ahora, por favor… No puedo soportarlo.
Aviger dio un paso hacia adelante. Seguía estando fuera de su alcance.
—¿Me juras por tu honor que no se trata de ningún truco? —le preguntó.
—Lo juro por mi honor de guerrero. Por el nombre sin mácula de mi madre-padre. ¡Por mi clan y por mi pueblo! ¡Que la galaxia entera se convierta en polvo si miento!
—Vale, vale —dijo Aviger, alzando el arma—. Sólo quería estar seguro, ¿comprendes? —Acercó el cañón al ojo de Xoxarle—. ¿Dónde te pica?
—¡Aquí! —siseó Xoxarle.
El brazo que había logrado liberarse salió disparado hacia el cañón del arma, lo agarró y tiró de él. Aviger se vio arrastrado hacia adelante y chocó con el pecho del idirano. El aliento escapó de sus pulmones, y un instante después el arma bajó velozmente y se estrelló contra su cráneo. Cuando agarró el arma Xoxarle ladeó la cabeza por si se disparaba, pero no tendría por qué haberse molestado. Aviger ni tan siquiera la había activado.
Xoxarle dejó que el cuerpo inconsciente del humano cayera al suelo. La brisa era cada vez más fuerte. Sostuvo el rifle láser con su boca y usó la mano para ajustar los controles en la posición de quemadura a baja intensidad. Arrancó el protector del gatillo para que sus gigantescos dedos pudieran manipular más cómodamente el arma.
Los cables serían fáciles de derretir.
El manojo de cables que había cortado un metro más adelante salió del conducto como un montón de serpientes emergiendo de un agujero en el suelo. Unaha-Closp se metió en el angosto tubo y aplicó su campo de fuerza más allá de los extremos pelados del siguiente tramo de cables.
—Yalson, aun suponiendo que decidiera volver acompañado no te llevaría conmigo, ¿entiendes?
Le sonrió. Yalson frunció el ceño.
—¿Por qué no? —le preguntó.
—Porque te necesito en la nave para que te asegures de que nuestra amiga Balveda y nuestro líder de sección se comportan como es debido.
Yalson entrecerró los ojos.
—Espero que ésa sea la única razón —gruñó.
La sonrisa de Horza se hizo un poco más ancha, como si quisiera añadir algo más pero tuviera razones que se lo impedían.
Balveda se había sentado en el borde de uno de aquellos asientos demasiado grandes balanceando las piernas y seguía preguntándose qué estaría ocurriendo entre el Cambiante y la mujer morena con la piel cubierta de vello. Creía haber detectado un cambio en su relación, un cambio especialmente visible en Horza y su forma de tratar a Yalson. La relación había adquirido un elemento nuevo; algo que antes no estaba allí y que influía en cómo Horza reaccionaba a la presencia de Yalson, pero Balveda no sabía cuál podía ser. Era muy interesante, pero no la ayudaba en nada y, de todas formas, tenía sus propios problemas. Balveda conocía muy bien sus debilidades, y una de ellas había empezado a inquietarla.
Estaba empezando a tener la sensación de que formaba parte de aquel equipo. Mientras observaba como Horza y Yalson discutían sobre quién debía acompañar al Cambiante si volvía al Sistema de Mando después de haber viajado hasta la Turbulencia en cielo despejado, no pudo evitar el sonreírse. Aquella mujer decidida y práctica le caía bien aunque el aprecio no fuese mutuo, y no lograba que Horza le pareciese tan implacable como debería.
Y todo eso era culpa de la Cultura. La Cultura se consideraba demasiado civilizada y sofisticada para odiar a sus enemigos. Lo que hacía era intentar comprenderles y comprender sus motivos para poder superarles en ingenio, con lo que cuando les venciera estaría en condiciones de tratarles de tal forma que nunca más volverían a ser enemigos. La idea era magnífica siempre que pudieras mantenerte a cierta distancia del enemigo, pero cuando habías pasado cierto tiempo con tus oponentes aquel tipo de empatía podía acabar volviéndose en tu contra. Esa compasión movilizada debía ir acompañada por una especie de agresión distante y muy poco humana, y Balveda sentía que la estaba perdiendo.
Pensó que quizá se sentía demasiado segura. Quizá fuese porque ahora ya no había ninguna amenaza significativa a la que enfrentarse. La batalla por el dominio del Sistema de Mando había terminado; la búsqueda estaba perdiendo su impulso inicial, y la tensión de los últimos días se iba esfumando.
Xoxarle trabajó lo más deprisa posible. El delgado haz del láser puesto a mínima potencia zumbó sobre cada cable haciendo que las fibras pasaran del rojo al amarillo y al blanco, momento en el que le bastaba con tirar para que se rompieran con un leve chasquido. El viejo que yacía a los pies del idirano se removía de vez en cuando y gemía débilmente.
La débil brisa se había vuelto bastante fuerte. El polvo se agitaba debajo del tren y empezaba a remolinear alrededor de los pies de Xoxarle. Colocó el láser sobre otro haz de cables. Ya sólo quedaban unos cuantos. Volvió la cabeza hacia el morro del tren. Seguía sin haber rastro de los humanos o de la máquina. Giró la cabeza hacia el otro lado, miró por encima de su hombro hacia el último vagón del tren y la boca del túnel por la que brotaban las ráfagas de viento. No pudo ver ninguna luz, y seguía sin oír ningún ruido. La corriente de aire hizo que su ojo experimentara una sensación de frío.
Volvió a su posición anterior y colocó el cañón del láser sobre otro cable. La brisa se apoderó de las chispas y las dispersó sobre el suelo de la estación y la espalda del traje de Aviger.
«Típico. Como de costumbre, tengo que cargar con todo el trabajo…», pensó Unaha-Closp. Sacó otro manojo de cables del conducto. El tramo de conducto que tenía detrás estaba empezando a llenarse de alambres y trozos de cable cortado, obstruyendo el camino que la unidad había seguido para llegar hasta la cañería en la que estaba trabajando ahora.
Se encuentra debajo de mí. Puedo sentir su presencia. Oigo los ruidos. No sé qué está haciendo, pero puedo sentir su presencia, la oigo.
Y hay algo más…, otro ruido…
El tren era un proyectil articulado inmensamente largo que se movía por el cañón de un arma gigantesca; un grito metálico perdido en una garganta colosal. Avanzaba por el túnel como un pistón en la mayor máquina jamás construida, doblando las curvas y lanzándose por los tramos rectos, inundando el camino que tenía ante él durante un segúndo con sus luces y empujando una masa de aire que se extendía a lo largo de kilómetros enteros por delante de su morro como si fuese la voz con que rugía y aullaba.
El polvo se alzaba de la plataforma y formaba nubes en el aire. Un recipiente vacío rodó por la plancha donde Aviger había estado sentado y cayó al suelo. Siguió rodando por la plataforma hacia el morro del tren y chocó un par de veces con la pared. Xoxarle lo vio. El viento tiraba de su cuerpo. El último cable metálico se rompió. Logró liberarse primero una pierna y luego otra. Su otro brazo ya estaba libre, y los restos de cable cayeron al suelo.
Una lámina de plástico se deslizó sobre la plancha del equipo como si fuera un gran pájaro negro de cuerpo achatado y acabó cayendo a la plataforma. Después empezó a moverse sobre el suelo como si quisiera perseguir al recipiente vacío, que ya había recorrido media estación. Xoxarle se agachó, cogió a Aviger por la cintura y echó a correr por la plataforma sosteniendo sin ninguna dificultad el cuerpo del humano en un brazo y el láser en el otro. Iba hacia la pared que había junto a la entrada del túnel, allí donde el viento gemía al dejar atrás la curvatura que formaba la parte trasera del tren.
—…o dejarlos encerrarlos aquí. Sabes que podemos hacerlo —dijo Yalson.
«Estamos cerca —pensó Horza, asintiendo distraídamente mientras Yalson seguía hablando y le explicaba por qué necesitaba tenerla allí para buscar la Mente, pero en realidad no la escuchaba—. Estamos cerca; estoy seguro, puedo sentirlo; falta muy poco para que la encontremos. No sé muy bien cómo, pero nos las hemos arreglado…, no, me las he arreglado para llegar hasta aquí. Pero aún no se ha acabado, y bastará con un error minúsculo, un descuido, una sola equivocación, sí, bastará con eso y se acabó: el fracaso, la gran cagada, la muerte. Hasta ahora hemos logrado seguir adelante pese a los errores, pero es tan fácil dar un pequeño paso en falso, pasar por alto algún detalle en la masa de datos, y una vez que lo has hecho ese detalle se acerca sigilosamente cuando te has olvidado de él, cuando le das la espalda, y acaba contigo.» El secreto era pensar en todo o —porque quizá la Cultura estuviera en lo cierto y sólo una máquina fuese capaz de ello—, seguir en sintonía con lo que iba ocurriendo de tal forma que pensaras automáticamente en todas las cosas importantes y potencialmente importantes e ignorases el resto.
Y, sorprendido, Horza comprendió que su obesión particular de no cometer jamás ningún error y pensar siempre en todo era bastante similar al anhelo fetichista que tanto despreciaba en la Cultura, a esa necesidad de que todo fuera justo e igual y de conseguir una existencia donde no hubiera sitio para el azar. La ironía le hizo sonreír y sus ojos fueron hacia Balveda, quien seguía sentada observando como Wubslin experimentaba con los controles.
«Al final acabas pareciéndote a tus enemigos —pensó Horza—. Puede que haya alguna verdad oculta encerrada en ese hecho…»
—Horza, ¿me estás escuchando? —le preguntó Yalson.
—Hmmm… Sí, claro que te escucho —dijo el Cambiante, y le sonrió.
Balveda frunció el ceño. Horza y Yalson seguían hablando y Wubslin toqueteaba los controles del tren. No sabía por qué, pero estaba empezando a sentirse algo nerviosa.
Un pequeño recipiente vacío pasó por delante del primer vagón, rodó a lo largo de la plataforma sin entrar en el campo visual de Balveda y acabó chocando con la pared que se extendía junto a la boca del túnel.
Xoxarle corrió hacia el fondo de la estación. El túnel del que habían emergido el Cambiante y las dos mujeres cuando volvieron de registrar la estación se encontraba junto a la entrada del túnel para peatones, adentrándose en ángulo recto por la roca detrás de la plataforma de la estación. Aquel túnel le proporcionaría el sitio ideal desde el que observar. Xoxarle creía que allí lograría escapar a los efectos de la colisión, y además se encontraría en una posición muy ventajosa que le permitiría tener toda la estación a tiro de su arma. Podía quedarse allí hasta que se produjera el choque. Si intentaban escapar acabaría con ellos. Comprobó el arma y aumentó la potencia al máximo.
Balveda bajó del asiento, cruzó los brazos delante de su cuerpo y caminó lentamente por la sala de control hasta llegar a las ventanillas laterales. Clavó los ojos en el suelo de la estación y se preguntó por qué se sentía tan inquieta.
El viento aullaba por el espacio que había entre el tren y el final del túnel. Su fuerza aumentó hasta convertirse en un auténtico vendaval de tormenta. El último vagón del tren empezó a oscilar. Xoxarle estaba a veinte metros de él, arrodillado en el suelo del túnel de peatones con una rodilla sobre la espalda de Aviger, quien seguía inconsciente.
Unaha-Closp dejó de cortar el cable. Dos pensamientos cruzaron velozmente por su conciencia. El primero era que, maldita sea, estaba oyendo un ruido extraño que no era fruto de su imaginación; el segundo que si una alarma de la sala de control empezara a sonar, no sólo sería inaudible para los humanos, sino que también había una buena posibilidad de que el micrófono del casco de Yalson no fuese capaz de transmitir un zumbido tan estridente.
Pero en tal caso… ¿No habría también algún tipo de advertencia visual?
Balveda se volvió hacia una de las ventanillas laterales, aunque no llegó a mirar hacia fuera. Acabó apoyándose en la consola y se volvió hacia los demás.
—…no comprendo que sigas tan decidido a encontrar ese maldito trasto —estaba diciendo Yalson.
—No te preocupes —dijo el Cambiante—. Lo encontraré.
Balveda se dio la vuelta y contempló la estación.
Y en ese instante los cascos de Yalson y Wubslin se activaron y la voz de Unaha-Closp brotó de ellos. Balveda estaba distraída. Acababa de ver un trozo de algún material negro que se deslizaba rápidamente por el suelo de la estación. Sus pupilas se dilataron y abrió la boca.
El viento de tormenta se había convertido en un huracán. Un ruido lejano, como el de una tremenda avalancha oída desde muy lejos, emergió por la boca del túnel.
Una luz apareció al final del túnel, allí donde empezaba la última recta del tramo de vías que separaba la estación siete de la seis.
Xoxarle no podía ver la luz, pero podía oír el ruido. Alzó el arma y enfiló el cañón hacia el flanco del tren. Los humanos eran estúpidos, pero no tardarían en darse cuenta de lo que ocurría.
Los raíles de acero empezaron a vibrar y gemir.
Unaha-Closp retrocedió a toda velocidad por el conducto, arrojando los trozos de cable que había cortado contra las paredes.
—¡Yalson! ¡Horza! —gritó por su comunicador.
Siguió avanzando lo más deprisa posible por el corto y angosto tramo de túnel. En cuanto dobló la esquina que había recortado para pasar pudo oír el débil e insistente zumbido quejumbroso de la alarma.
—¡Hay una alarma activada! ¡Puedo oírla! ¿Qué está pasando?
Seguía encontrándose dentro del pasadizo, pero aun así pudo oír y sentir el chorro de aire que se deslizaba alrededor del tren y se metía por debajo de los vagones.
—¡Ahí fuera está soplando un auténtico vendaval! —gritó Balveda en cuanto la unidad dejó de hablar.
Wubslin levantó su casco de la consola. El gesto reveló una lucecita anaranjada que se encendía y apagaba. Horza la miró fijamente. Balveda estaba observando la plataforma. Nubes de polvo se deslizaban sobre el suelo de la estación. El equipo más ligero de la plancha estaba siendo arrastrado por el vendaval.
—Horza —dijo Balveda en voz baja—, no puedo ver a Xoxarle. Aviger tampoco está.
Yalson se había puesto en pie. Horza ladeó la cabeza durante un segundo para mirar por una de las ventanillas laterales y sus ojos volvieron a la lucecita que parpadeaba en la consola.
—¡Es una alarma! —gritó la voz de Unaha-Closp desde los dos cascos—. ¡Puedo oírla!
Horza cogió su rifle y agarró el casco de Yalson por el borde.
—Es un tren, unidad —dijo—, es la alarma de colisión. Sal ahora mismo del tren.
Soltó el casco. Yalson lo puso rápidamente en su sitio y cerró los sellos de sujeción. Horza movió la mano señalando la puerta.
—¡Moveos! —gritó.
Sus ojos se deslizaron sobre los rostros de Yalson, Balveda y Wubslin, quien seguía sentado sosteniendo en sus manos el casco que había cogido de la consola.
Balveda fue hacia la puerta. Yalson iba detrás de ella. Horza dio un paso hacia adelante, se detuvo, giró sobre sí mismo y miró a Wubslin, quien acababa de dejar su casco en el suelo y estaba volviéndose hacia los controles.
—¡Wubslin! —gritó—. ¡Vamos, muévete!
Balveda y Yalson estaban corriendo por el pasillo del vagón. Yalson miró hacia atrás y vaciló.
—Tengo que ponerlo en marcha —dijo Wubslin con voz apremiante sin volverse a mirar a Horza.
Pulsó algunos botones.
—¡Wubslin! —gritó Horza—. ¡Sal de aquí ahora mismo!
—Cálmate, Horza —dijo Wubslin. Siguió pulsando botones y accionando interruptores, observando pantallas y diales, torciendo el gesto cada vez que tenía que mover el brazo herido y sin mirar a Horza en ningún momento—. Sé lo que hago. Sal del tren. Conseguiré ponerlo en marcha; ya lo verás.
Horza se volvió hacia la parte trasera del tren. Yalson estaba de pie en el centro del vagón, apenas visible a través del hueco de dos puertas abiertas. Miró primero a Balveda, que seguía corriendo hacia el segundo vagón y las rampas de acceso, y luego a Horza, quien no se había movido de la sala de control. Horza vio como su cabeza se movía de un lado a otro y le hizo señas para que saliera del tren. Después se dio la vuelta, fue hacia Wubslin y le agarró por el codo.
—¡Maldito bastardo, te has vuelto loco! —gritó—. ¡Puede que esté moviéndose a cincuenta metros por segundo! ¿Tienes alguna idea de cuánto tiempo se necesita para que uno de estos trastos se ponga en movimiento?
Tiró del brazo del ingeniero. Wubslin giró rápidamente sobre sí mismo y golpeó a Horza con la mano que tenía libre. Horza cayó al suelo de la sala de control, más asombrado que herido. Wubslin volvió a concentrar su atención en los controles.
—Lo siento, Horza, pero puedo llevarlo a esa desviación y quitarlo de en medio. Sal del tren. Déjame en paz.
Horza cogió su rifle láser, se puso en pie y vio que el ingeniero seguía manipulando los controles. Se dio la vuelta y echó a correr. Mientras corría el tren osciló como si flexionara sus músculos metálicos tensándolos al máximo.
Yalson siguió a la mujer de la Cultura. Horza le había hecho señas de que corriera, así que le obedeció.
—¡Balveda! —gritó—. ¡Salidas de emergencia; abajo, en el último nivel del vagón!
La agente de la Cultura no la oyó. Seguía corriendo hacia el siguiente vagón y las rampas de acceso. Yalson lanzó una maldición y echó a correr detrás de ella.
Unaha-Closp salió despedido del suelo como si fuera un proyectil y se lanzó vagón adelante en busca de la escotilla de emergencia más próxima.
¡Esa vibración! ¡Es un tren! ¡Otro tren que se aproxima, y muy deprisa! ¿Qué han hecho esos imbéciles? ¡Tengo que salir de aquí ahora mismo!
Balveda patinó alrededor de una esquina, alargó una mano y se agarró al extremo de un mamparo. Corrió hacia la puerta abierta que llevaba a la rampa de acceso central. Podía oír los pasos de Yalson detrás de ella.
Salió a la rampa para encontrarse en el centro de una galerna infernal, como si toda la atmósfera se hubiera convertido en un huracán donde no podía distinguirse ninguna ráfaga de viento aislada. Una fracción de segundo después el aire que la rodeaba se llenó de chispas y destellos luminosos. La luz estaba por todos lados, y los soportes perdieron su firmeza para convertirse en masas de metal derretido. Balveda se arrojó al suelo de la rampa, deslizándose y rodando a lo largo de su superficie. Los soportes que tenía delante, allí donde la rampa giraba e iba bajando hacia el suelo de la estación, ardían con las llamaradas del láser. Balveda se medio incorporó. Sus manos y sus pies resbalaron sobre la rampa intentando encontrar algún asidero, y se encontró nuevamente dentro del tren, un momento antes de que la línea de fuego se moviera hacia un lado de la rampa, las vigas y las barandillas protectoras que había al extremo de ésta. Yalson tropezó con Balveda y estuvo a punto de caer. La mujer de la Cultura alzó la mano y la cogió por el brazo.
—¡Alguien nos está disparando!
Yalson fue hacia el borde y empezó a devolver el fuego.
El tren volvió a moverse.
El tramo de vía recta que separaba la estación seis de la siete medía unos tres kilómetros de longitud. El tiempo transcurrido entre el punto donde las luces de la locomotora habrían sido visibles desde el último vagón del tren inmóvil en la estación siete y el instante en que el tren emergió de la oscuridad del túnel para entrar en la estación no llegó al minuto.
Muerto, con el cuerpo del que seguía formando parte oscilando y balanceándose pero tan firmemente atrapado entre el asiento y la consola que las sacudidas no bastaban para hacerle caer al suelo, el frío ojo de Quayanorl, cerrado para siempre, tenía delante una curva de vidrio blindado más allá de la cual había un espacio negro como la noche en el que colgaban dos líneas gemelas de una cegadora luz casi sólida, y enfrente de ellas había un halo de claridad que aumentaba rápidamente de tamaño, un anillo de luminiscencia provisto de un grisáceo núcleo metálico.
Xoxarle lanzó una maldición. El blanco se había movido muy deprisa y había fallado. Pero estaban atrapados en el tren. Les tenía cogidos. El viejo humano que había debajo de su rodilla gimió e intentó moverse. Xoxarle aumentó la presión que ejercía sobre él y se preparó para volver a disparar. El aire salía del túnel con un aullido ensordecedor, chocaba contra la parte trasera del tren y se esparcía a su alrededor.
Unos cuantos disparos hechos al azar iluminaron el fondo de la estación, a mucha distancia de él. Xoxarle sonrió. Un instante después el tren se puso en movimiento.
—¡Salid de aquí! —gritó Horza en cuanto llegó a la puerta donde estaban las dos mujeres, una disparando y la otra agazapada arriesgándose a echar algún que otro vistazo al exterior.
El rugido del aire torbellineaba por todo el vagón haciéndolo temblar.
—¡Debe ser Xoxarle! —gritó Yalson para hacerse oír por encima del estruendo de la tempestad.
Asomó la cabeza por el hueco de la puerta y disparó. Una nueva oleada de impactos recorrió la rampa de acceso y se estrelló contra los alrededores de la puerta. Un diluvio de fragmentos recalentados entró por el hueco y Balveda retrocedió hacia el interior del vagón. El tren pareció bambolearse y empezó a avanzar con mucha lentitud.
—¿Qué…? —gritó Yalson volviéndose hacia Horza.
El Cambiante se reunió con ella en el hueco de la puerta, se encogió de hombros y se asomó para disparar contra la plataforma.
—¡Wubslin! —gritó.
Mandó un diluvio de fuego hacia el fondo de la estación. El tren seguía avanzando muy despacio. Un metro de la rampa de acceso ya había quedado oculto por el fuselaje del tren. Algo centelleó en la oscuridad del túnel, donde el viento aullaba levantando torbellinos de polvo y un ruido que hacía pensar en un trueno interminable se aproximaba a toda velocidad.
Horza meneó la cabeza. Movió la mano indicándole a Balveda que fuese hacia la rampa. El hueco de la puerta ya sólo permitía acceder a la mitad de ésta. Volvió a disparar. Yalson asomó la cabeza y le imitó. Balveda dio un paso hacia adelante.
En ese instante una escotilla situada en el centro del tren salió despedida y un inmenso tapón circular del fuselaje de ese mismo vagón se desprendió con un considerable estruendo. La gruesa sección de pared chocó con el suelo de la estación. Una pequeña silueta oscura emergió de la escotilla y un punto de luz plateada asomó por el gran agujero circular y fue aumentando rápidamente de tamaño hasta convertirse un ovoide reluciente. Todo pareció ocurrir al mismo tiempo. El trozo de tren chocó con la plataforma, Unaha-Closp pasó zumbando sobre sus cabezas y Balveda echó a correr por la rampa.
—¡Ahí está! —gritó Yalson.
La Mente había salido del tren, estaba dando la vuelta y se disponía a ponerse en movimiento. Los parpadeos del láser procedentes del otro extremo de la estación cesaron durante una fracción de segundo y al reanudarse ya habían cambiado de dirección. Los nuevos impactos hicieron que la superficie plateada del elipsoide se cubriera de explosiones luminosas. La Mente pareció quedar suspendida en el aire temblando bajo el chorro de haces emitidos por el láser; después se lanzó de lado hacia la platafoma y su pulida superficie empezó a ondular y opacarse mientras rodaba a través del torbellino de aire, cayendo hacia la pared lateral de la estación como una aeronave averiada. Balveda estaba bajando a la carrera por la rampa y ya casi había llegado al último nivel.
—¡Sal de aquí! —gritó Horza empujando a Yalson.
El tren ya estaba lejos de las rampas. Los motores gruñían, pero su sonido se perdía en el rabioso ulular del huracán que asolaba la estación. Yalson se golpeó la muñeca con la palma de la mano para activar su unidad antigravitatoria y saltó por el hueco de la puerta sin dejar de disparar.
Horza se asomó al exterior y disparó por entre los soportes de la rampa de acceso. Se agarró al tren con una mano, sintiéndolo temblar igual que un animal asustado. Algunos de sus disparos dieron en los soportes de la rampa de acceso y crearon chorros de escombros que el huracán se encargó de esparcir. El Cambiante tuvo que retroceder hacia el interior del vagón.
La Mente chocó con la pared de la estación y rodó sobre sí misma, para acabar alojándose en el ángulo existente entre el suelo y la curva de la pared. Un estremecimiento recorrió su piel plateada y ésta empezó a volverse mate.
Unaha-Closp giró por el aire esquivando los disparos del láser. Balveda llegó al final de la rampa y echó a correr por el suelo de la estación. El abanico de disparos procedente del túnel para peatones pareció vacilar durante un segundo entre ella y la silueta de Yalson, acabó alzándose y se concentró en la mujer que flotaba por los aires. Yalson devolvió el fuego, pero los haces del láser acabaron encontrándola e hicieron brillar su traje.
Horza saltó del vagón que avanzaba lentamente, chocó con el suelo de roca en un impacto que le dejó sin aliento y dio varias vueltas de campana impulsado por el chorro de aire que brotaba del túnel. Apenas pudo ponerse en pie corrió hacia adelante y disparó a través del huracán hacia el otro extremo de la estación. Yalson seguía volando, moviéndose por entre el torrente de aire y los chispazos creados por el láser.
La parte trasera del tren estaba alejándose de la estación a la velocidad de un hombre que camina. Chorros de luz caían sobre ella. El ruido del tren que se aproximaba —tan potente que ahogaba cualquier otro sonido, hasta el de las explosiones y disparos, con lo que todo daba la impresión de estar ocurriendo en un silencio asombrado, envuelto en ese grito definitivo e imposible de superar—, se hizo aún más increíblemente intenso.
Yalson estaba cayendo. Su traje se había averiado.
Sus piernas empezaron a moverse antes de que entrara en contacto con el suelo, y cuando lo hizo ya estaba corriendo hacia el refugio más próximo. Corrió hacia la Mente, aquel ovoide de plata deslustrada que yacía junto a la pared.
Y cambió de parecer.
Giró sobre sí misma un segundo antes de que le fuera posible lanzarse detrás de la Mente y corrió a su alrededor, dirigiéndose hacia los umbrales y nichos de la pared.
Los disparos del láser de Xoxarle volvieron a darle en cuanto empezó a darse la vuelta, y ahora la coraza de su traje ya no podía absorber más energía. El blindaje cedió y los haces del láser se deslizaron como relámpagos sobre el cuerpo de la mujer, arrojándola por los aires y haciéndola extender espasmódicamente los brazos y las piernas, sacudiéndola como a una muñeca atrapada en el puño de un niño irritado y cubriendo su pecho y su abdomen con una nube carmesí.
El tren hizo impacto.
Entró en la estación como un rayo trayendo consigo una marea de ruido; emergió del túnel rugiendo como un trueno hecho de metal solidificado, y dio la impresión de atravesar el espacio que había entre la boca del túnel y el tren que se movía lentamente ante él en el mismo instante de su aparición. Xoxarle era el que estaba más cerca de todos y captó un fugaz atisbo del reluciente y afilado morro del tren antes de que esa inmensa curva en forma de pala se estrellase contra la parte trasera del otro tren.
Jamás habría creído que pudiera haber otro sonido más potente que el creado por el tren cuando avanzaba dentro del túnel, pero el ruido de su impacto logró que incluso aquella cacofonía pareciese insignificante. Era como una estrella de sonido, una nova cegadora donde antes sólo había existido un tenue resplandor.
El tren hizo impacto a ciento noventa kilómetros por hora. El tren de Wubslin apenas se había desplazado la longitud de un vagón, y la velocidad con que se movía aún era inferior a la de un hombre al paso.
El tren que salió del túnel chocó con el último vagón, levantándolo de las vías y prensándolo en una fracción de segundo. El vagón quedó empotrado en el techo del túnel y sus capas de metal y plástico quedaron comprimidas en una apretada bola de restos. El morro y el primer vagón se abrieron paso por debajo de los escombros destrozando ruedas, rompiendo raíles y haciendo estallar la piel metálica del segundo tren, que se esparció por toda la estación como si fuese la metralla surgida de una granada gigantesca.
El tren siguió avanzando por encima y por debajo del segundo tren, desviándose hacia un lado y descarrilando a medida que los segmentos destrozados de los dos trenes salían despedidos hacia la pared que corría junto a las vías. La fuerza del impacto hizo que la masa principal de los dos trenes se dirigiera hacia la zona central de la estación, creando un amasijo de metal desgarrado y piedra machacada, mientras los vagones se doblaban sobre sí mismos, comprimiéndose y desintegrándose al mismo tiempo.
Y el tren seguía emergiendo del túnel. Los vagones dejaban atrás la boca de éste moviéndose con la velocidad del rayo, para precipitarse hacia el caos de restos en pleno proceso de desintegración que había ante ellos, subiendo por los aires, chocando y patinando. Las llamas parpadearon entre los fragmentos; surtidores de chispas se alzaron hacia el techo de la estación; el cristal se convirtió en añicos y salió despedido de las ventanas; cintas de metal golpearon espasmódicamente las paredes.
Xoxarle retrocedió hacia el interior del túnel, alejándose del sonido de aquella destrucción.
Wubslin sintió el impacto. La fuerza del choque arrojó su cuerpo contra el respaldo del asiento. Sabía que había fracasado. El tren, su tren, iba demasiado despacio. Una mano inmensa surgida de la nada se estrelló contra su espalda. Sintió un chasquido en los oídos y la sala de control, el vagón y el tren entero oscilaron a su alrededor y, de repente, cuando la confusión y el ruido aún no habían cesado, vio que la parte trasera del tren estacionado en la zona de mantenimiento y reparaciones venía hacia él. Sintió cómo su tren dejaba atrás la curva que podría haberle permitido escapar a la colisión. La aceleración seguía y seguía. Estaba atrapado en su asiento, impotente y paralizado. El último vagón del otro tren fue hacia él como un rayo. Wubslin cerró los ojos medio segundo antes de quedar aplastado como un insecto dentro de los escombros.
Horza estaba hecho una bola en una puertecita de la pared de la estación. No tenía ni la más mínima idea de cómo había llegado hasta allí. No intentó ver lo que ocurría. No podía verlo. Siguió gimiendo en su rincón mientras la devastación aullaba en sus oídos, le rociaba la espalda de restos metálicos y hacía temblar las paredes y el techo.
Balveda también había logrado encontrar un sitio donde refugiarse, un pequeño nicho en la pared, donde se había escondido con la espalda hacia el punto de impacto y el rostro oculto en las manos.
Unaha-Closp se había refugiado en el techo de la estación aprovechando la protección que le ofrecía la cúpula de una cámara. La unidad observó el desarrollo de la catástrofe que se estaba produciendo debajo de ella. Vio como el último vagón salía del túnel, vio como el tren recién llegado se abría paso a través del tren dentro del que estaban hacía sólo unos segundos, empujándolo hacia adelante hasta convertirlo en una masa irreconocible de metal destrozado. Los vagones abandonaron las vías y resbalaron sobre el suelo de la estación impulsados por la cada vez más lenta oleada de destrucción. Arrancaron las rampas de acceso de la roca e hicieron añicos las luces del techo; los restos metálicos salieron disparados hacia lo alto y la unidad tuvo que esquivarlos. Vio como el cuerpo de Yalson era alcanzado por los vagones que patinaban y daban vueltas sobre sí mismos, moviéndose por la superficie de roca fundida envueltos en una nube de chispas. Los vagones siguieron moviéndose, pasaron junto a la Mente casi rozándola y se llevaron consigo el cuerpo destrozado de la mujer, enterrándolo bajo las rampas de acceso y estrellándolo contra la pared. La masa de metal, vidrio y plástico chocó como un inmenso martillo contra la roca negra que rodeaba la boca del túnel y un collar de restos fue hinchándose lentamente sobre ella hasta que la colisión hubo gastado su último átomo de fuerza, comprimiendo el metal y la piedra como si quisiera convertirlos en una sola cosa.
Las chispas brotaron de las vías; las luces de la estación parpadearon y el fuego empezó a hacer estragos. Los restos que habían salido disparados hacia el techo cayeron al suelo, y los ecos temblorosos del desastre reverberaron por toda la estación. El humo empezó a acumularse, las explosiones hicieron vibrar el recinto y, de repente, chorros de agua brotaron de los agujeros situados junto a las parpadeantes hileras de luces esparcidas por toda la superficie de roca que formaba el techo, haciendo que Unaha-Closp se llevara una nueva sorpresa. El agua se convirtió en espuma y fue bajando por el aire como nieve caliente.
Los escombros y restos metálicos se fueron aposentando lentamente entre siseos y gemidos. Las llamas se deslizaron sobre ellos, luchando con la espuma que caía del techo e intentando hallar sustancias inflamables perdidas entre aquella confusión.
Unaha-Closp oyó un grito y miró hacia abajo por entre la niebla compuesta de humo y espuma. Horza salió corriendo de un umbral de la pared, junto a la plataforma que rozaba el comienzo de la masa metálica que estaba siendo devorada por las llamas.
El hombre subió corriendo por la plataforma cubierta de escombros, gritando y disparando su arma. La unidad vio como la roca se resquebrajaba y estallaba alrededor de la lejana entrada del túnel desde donde había estado disparando Xoxarle. Esperó ver disparos de respuesta y presenciar la destrucción del hombre, pero no ocurrió nada. Horza siguió corriendo y disparando sin dejar de lanzar gritos incoherentes. La unidad no podía ver a Balveda.
Xoxarle había vuelto a sacar su arma por la boca del túnel en cuanto los ruidos se desvanecieron. El hombre apareció justo en ese momento y empezó a disparar. Xoxarle tuvo el tiempo suficiente para apuntar, pero no para hacer fuego. Uno de los disparos de Horza dio en la pared muy cerca del arma y algo se estrelló contra la mano de Xoxarle. El arma emitió una especie de balbuceo y dejó de funcionar. Xoxarle examinó el arma y vio un fragmento de roca asomando de su armazón. El idirano lanzó una maldición y arrojó el arma al otro lado del túnel. El Cambiante volvió a disparar y la boca del túnel quedó rodeada por un nuevo diluvio de impactos. Xoxarle bajó la vista hacia Aviger, quien estaba moviéndose débilmente en el suelo. El humano yacía de bruces, y sus miembros se agitaban en el aire o pegados a la roca como alguien que intentara nadar.
Xoxarle había tenido intención de usar al viejo como rehén, pero ahora ya no le serviría de nada. Yalson estaba muerta. Xoxarle la había matado, y Horza quería vengar su muerte.
Xoxarle aplastó el cráneo de Aviger con uno de sus pies, se dio la vuelta y echó a correr.
Estaba a unos veinte metros de la primera curva del túnel. Xoxarle corrió tan deprisa como pudo, ignorando las punzadas de dolor que recorrían sus piernas y su cuerpo. Oyó los ecos de una explosión procedente del recinto central. Un siseo recorrió el techo y los chorros de agua del sistema de rociadores empezaron a caer de la superficie de piedra.
Se lanzó hacia el primer túnel lateral y el aire se incendió con los destellos del láser. La pared salió disparada hacia él y algo le golpeó en la espalda y en una pierna. Xoxarle siguió adelante, medio corriendo y medio cojeando.
Vio unas cuantas puertas delante, a su izquierda. Intentó recordar el trazado de las estaciones. Aquellas puertas debían de llevar a la sala de control y los dormitorios; podía meterse por alguna de ellas, cruzar la caverna de reparaciones y mantenimiento mediante el puente colgante y llegar hasta uno de los túneles laterales que daban acceso al sistema de los tubos de tránsito. Aún podía escapar. Se lanzó contra una puerta y la derribó con su hombro. Los pasos del Cambiante resonaban a su espalda en algún lugar del túnel.
La unidad vio como Horza corría por la plataforma moviendo las piernas a toda velocidad, gritando, aullando y saltando sobre los escombros sin dejar de disparar ni un solo segundo. El Cambiante dejó atrás el sitio donde había yacido el cuerpo de Yalson antes de ser arrastrado por la marea metálica de los vagones y siguió corriendo, precedido por el cono de luz que brotaba de su arma. Pasó junto al lugar donde había estado la plancha del equipo, llegó al punto del otro extremo de la estación desde el que había estado disparando Xoxarle y desapareció en el túnel lateral.
Unaha-Closp empezó a bajar lentamente. Los escombros y restos metálicos crujían y humeaban; la espuma caía del techo como un granizo suave. El olor pestilente de algún gas ponzoñoso estaba empezando a invadir la atmósfera. Los sensores de la unidad detectaron dosis de radiaciones entre medias y altas. Una serie de pequeñas explosiones hizo temblar los restos de los vagones, y originó nuevos incendios que sustituyeron a los que habían sido apagados por la espuma, que cubría el caos de metal retorcido como si fuera nieve yaciendo sobre los picachos de una cordillera.
Unaha-Closp fue hacia la Mente. El ovoide estaba pegado a la pared. Su superficie se había vuelto oscura y mate. Seguía cubierta de irisaciones que se movían lentamente haciendo pensar en los colores del aceite sobre el agua.
—Apuesto a que te creías muy lista, ¿eh? —dijo Unaha-Closp en voz baja. Quizá podía oír sus palabras, quizá estaba muerta; no tenía forma alguna de saberlo—. Esconderte en el vagón del reactor… Apuesto a que también sé lo que hiciste con la pila. La tiraste a uno de esos pozos que hay junto a los motores del sistema de ventilación de emergencia, puede que el mismo que vimos en la pantalla del sensor de masas el primer día. Después te escondiste en el tren. Oh, sí, apuesto a que estabas muy orgullosa de ti misma… Pero mira dónde has acabado.
La unidad contempló la Mente silenciosa. La espuma que caía del techo iba acumulándose sobre ella. La unidad activó un campo de fuerza para limpiarse.
La Mente se movió. Ascendió medio metro primero por un extremo y luego por el otro, y el aire silbó y chisporroteó durante un segundo. La superficie del artefacto se iluminó y Unaha-Closp retrocedió, no muy seguro de qué estaba ocurriendo. Después la Mente descendió hasta quedar casi rozando el suelo y su piel se cubrió de resplandores que se movían lentamente. La unidad captó el olor del ozono.
—Has recibido una buena paliza, pero aún te quedan algunos recursos, ¿eh? —preguntó.
Las nubes de humo estaban imponiéndose a las pocas luces que seguían intactas. La estación empezó a quedar sumida en las tinieblas.
Alguien tosió. Unaha-Closp se dio la vuelta y vio a Perosteck Balveda que emergía tambaleándose de un nicho. La mujer de la Cultura se dobló sobre sí misma y siguió tosiendo. Tenía un corte en la cabeza y su piel se había vuelto de un gris ceniciento. La unidad fue hacia ella.
—Otra superviviente —dijo, más para sí mismo que dirigiéndose a la mujer.
Se puso junto a ella y emitió un campo de fuerza para sostenerla. Los humos y vapores que invadían la atmósfera le impedían respirar. La sangre brotaba de su frente, y Unaha-Closp vio una mancha roja que se iba extendiendo poco a poco por la espalda de la chaqueta que llevaba puesta.
—¿Qué…? —tosió Balveda—. ¿Quién más?
Se tambaleó, y la unidad tuvo que sostenerla mientras avanzaba con paso vacilante sobre los fragmentos de vía y los restos de vagón. El suelo estaba cubierto de rocas arrancadas a las paredes de la estación por la fuerza del impacto.
—Yalson ha muerto —dijo Unaha-Closp como sin darle importancia—. Y probablemente Wubslin también. Horza está persiguiendo a Xoxarle. En cuanto a Aviger, no sé qué ha sido de él. No le he visto. Creo que la Mente sigue viva. Al menos se movía.
Fueron hacia la Mente. De vez en cuando el ovoide movía lentamente uno de sus extremos hacia arriba y hacia abajo como si intentara despegar del suelo. Balveda intentó acercarse un poco más, pero Unaha-Closp la detuvo.
—No te acerques, Balveda —dijo, y la obligó a seguir hacia la plataforma. Los pies de la mujer resbalaban sobre los restos. Seguía tosiendo, y su rostro estaba convulsionado en una mueca de dolor—. Si intentas quedarte aquí la atmósfera acabará asfixiándote —dijo Unaha-Closp con voz amable—. Creo que la Mente puede cuidar de sí misma, y si no… Bueno, ahora no puedes hacer nada por ella.
—Estoy bien —insistió Balveda.
Se quedó quieta e irguió el cuerpo. Su rostro recobró la calma de siempre y dejó de toser. La unidad también se detuvo y la miró. Balveda se volvió hacia ella. Respiraba con normalidad. Su rostro seguía estando de un color gris ceniza, pero su expresión era serena. Apartó la mano cubierta de sangre que había estado manteniendo sobre su espalda y usó la otra para limpiarse parte del fluido rojo de su frente que había resbalado hasta su ojo. Sonrió.
—¿Lo ves?
Y un instante después cerró los ojos, se dobló por la cintura y su cabeza cayó hacia el suelo de la estación al fallarle las rodillas.
Unaha-Closp la atrapó limpiamente con un campo de fuerza antes de que tocara el suelo y la sacó flotando de la zona de la plataforma. Fue por la primera puerta lateral que encontró y se dirigió hacia la sección donde estaban las salas de control y los habitáculos.
Balveda empezó a recobrar el conocimiento en cuanto encontraron aire fresco. Apenas llevaban recorridos diez metros de túnel. Las explosiones retumbaban detrás de ellos, y el aire se movía en oleadas a lo largo de todo el túnel haciendo pensar en los erráticos latidos de un corazón gigantesco. Las luces se encendían y se apagaban; los rociadores del techo dejaron caer unas cuantas gotitas que pronto se convirtieron en chorros.
«Es una suerte que no pueda oxidarme», pensó Unaha-Closp mientras flotaba por el túnel que llevaba a la sala de control. La mujer se agitaba débilmente en su campo de fuerza. Oyó ruido de disparos. Parecía un láser, pero el ruido transmitido por los conductos de ventilación que les envolvía hizo que no pudiera saber de dónde procedían.
—¿Ves? Estoy… estupendamente —murmuró Balveda.
La unidad dejó que se moviera. Ya casi habían llegado a la sala de control. El aire era respirable, y el nivel de radiación estaba disminuyendo. Nuevas explosiones hicieron temblar la estación. La corriente de aire agitó la cabellera de Balveda y la piel de su chaqueta. Unos cuantos copos de espuma cayeron al suelo. Los chorros de agua seguían brotando del techo.
La unidad cruzó el umbral que llevaba a la sala de control. Las luces de la sala no parpadeaban y la atmósfera estaba limpia. Los rociadores del techo no se habían activado, y la única agua que cayó sobre el suelo de plástico era la que se escurría del cuerpo de la mujer y las placas de Unaha-Closp.
—Eso está mejor —dijo Unaha-Closp.
Depositó a la mujer en una silla. Más detonaciones ahogadas hicieron vibrar la roca y el aire.
La unidad manipuló el cuerpo de Balveda hasta dejarlo erguido, le fue inclinando suavemente la cabeza hasta dejársela entre las rodillas y usó un campo de fuerza para darle aire. Las explosiones retumbaban, haciendo vibrar la atmósfera de la sala con un ruido muy parecido al que harían unos…, unos…, unos… ¡Unos pies lanzados a la carrera!
Bum-bum-bum. Burn-tem-burn.
Unaha-Closp alzó la cabeza de Balveda, y estaba a punto de levantarla de la silla cuando el volumen de las pisadas que sonaban al otro lado de la puerta aumentó bruscamente al dejar de confundirse con las explosiones de la estación. La puerta se abrió de golpe. Xoxarle entró como un cohete en la sala de control. Estaba herido, cojeaba y el agua chorreaba de su cuerpo. Vio a Balveda y a la unidad y fue en línea recta hacia ellos.
Unaha-Closp se lanzó hacia adelante con la cabeza del idirano como objetivo. Xoxarle logró atrapar a la unidad con una mano y la estrelló contra un panel de control, destrozando pantallas y paneles luminosos en una furiosa explosión de chispas y humo acre. Unaha-Closp se quedó inmóvil, incrustado en la chisporroteante masa de cables y circuitos medio fundidos que le fueron envolviendo en humo.
Balveda abrió los ojos y miró a su alrededor. Su rostro estaba cubierto de sangre y el miedo distorsionaba sus rasgos. Vio a Xoxarle y dio unos pasos hacia él. Abrió la boca, pero sólo consiguió toser. Xoxarle la agarró, inmovilizándole los brazos a los costados. Miró a su alrededor, quedándose quieto el tiempo suficiente para recobrar el aliento y sus ojos se posaron en la puerta por la que había irrumpido. Sabía que estaba debilitándose. Los puntos de las placas que cubrían su cuerpo en donde le habían alcanzado los disparos del Cambiante apenas si tenían queratina, y también le había alcanzado en la pierna, lo cual le hacía ir cada vez más despacio. El humano no tardaría en atraparle… Contempló el rostro de la mujer que sujetaba en sus brazos y decidió dejarla seguir con vida por el momento.
—Quizá hagas que el diminuto se lo piense dos veces antes de apretar el gatillo… —murmuró. Se echó a Balveda a la espalda sosteniéndola con un brazo y cojeó rápidamente hacia la puerta que llevaba a los dormitorios y, después de ella, a la zona de reparaciones. Abrió la puerta de un rodillazo y dejó que se cerrara a su espalda—. Pero lo dudo —añadió.
Siguió cojeando por el corto tramo de túnel, cruzó el primer dormitorio y avanzó bajo las redes que se balanceaban, moviéndose entre el vacilante parpadeo de las luces mientras los rociadores empezaban a funcionar sobre su cabeza.
Unaha-Closp logró liberarse del panel de la sala de control en que había quedado atrapado. Sus placas estaban cubiertas de alambres quemados y trozos de plástico medio fundido.
—Bastardo asqueroso… —murmuró aturdido, bamboleándose por el aire mientras se alejaba de la consola que echaba humo—. Asquerosa colección de células ambulantes…
Unaha-Closp trazó un vacilante giro por entre el humo y fue hacia la puerta por la que había entrado Xoxarle. Cuando llegó a ella vaciló un par de segundos y acabó cruzando el umbral con un movimiento tembloroso extrañamente parecido a un encogimiento de hombros. Entró en el túnel y fue por él, incrementando su velocidad a cada metro que recorría.
Horza había perdido al idirano. Le había seguido por el túnel y había cruzado unas cuantas puertas destrozadas. Entonces se le presentó una elección: izquierda, derecha o hacia adelante; tres pasillos no muy largos con luces que parpadeaban y chorros de agua cayendo del techo, con el humo arrastrándose en perezosas ondulaciones bajo el sistema de rociadores.
Horza fue por la derecha, el camino que habría tomado el idirano si hubiera decidido dirigirse hacia los tubos de tránsito, suponiendo que supiera en qué dirección quedaban esos tubos y si no tenía algún otro plan.
Pero había escogido la dirección equivocada.
Sus dedos se tensaron sobre el arma. Las falsas lágrimas del agua que caía de los rociadores se deslizaban por su rostro. El arma zumbaba con una vibración que podía sentir a través de sus guantes. Una bola de dolor se desprendió de su vientre y subió hasta invadir toda su garganta y sus ojos, llenándole la boca con un sabor rancio, haciéndole apretar las mandíbulas y convirtiendo sus manos en plomo. Se detuvo en otra encrucijada cerca de los dormitorios y sus ojos fueron de una dirección a otra en una agonía de indecisión mientras el agua seguía cayendo, las luces parpadeaban y el humo reptaba pegado al techo. Oyó un grito, y fue en esa dirección.
La mujer se resistía. Era fuerte, pero no podía romper la presa de un idirano, por muy debilitado que se encontrara éste. Xoxarle avanzó cojeando por el pasillo que llevaba a la gran caverna.
Balveda gritó e intentó liberarse. Después usó sus piernas para patear al idirano en los muslos y las rodillas. Pero la presa era demasiado fuerte, y se encontraba muy arriba en la espalda de Xoxarle. Tenía los brazos pegados a los flancos, y sus piernas sólo podían golpear la placa de queratina que emergía de la cadera del idirano. Detrás de ella las redes usadas por los constructores del Sistema de Mando se balanceaban suavemente impulsadas por las corrientes de aire que barrían el dormitorio a cada nueva explosión que se producía en la zona de la plataforma y entre los restos de los trenes.
Oyó disparos en algún punto detrás de ellos, y una puerta situada al otro extremo de la gran estancia se abrió de golpe. El idirano también oyó el ruido. Su cabeza se volvió hacia la dirección de la que había llegado un momento antes de que cruzaran el umbral de la salida del dormitorio. Segundos después se encontraron en un corto tramo de pasillo y emergieron a la terraza que corría alrededor de la inmensa caverna de la zona de mantenimiento y reparaciones.
A un lado de la caverna había un amasijo de vagones destrozados y restos de maquinaria envueltos en llamas. El tren que Wubslin había empezado a poner en movimiento se había incrustado en la parte trasera del tren detenido en el gran nicho que colgaba sobre el techo de la caverna. Fragmentos de los dos trenes se habían esparcido por todas partes como si fueran juguetes, cayendo al suelo de la caverna, amontonándose junto a las paredes o incrustándose en el techo. La espuma seguía cayendo lentamente y chisporroteaba sobre los restos recalentados de la catástrofe. Las chispas volaban por los aires y las llamas emergían de entre los vagones aplastados.
Los pies de Xoxarle resbalaron sobre el suelo de la terraza y durante un segundo Balveda creyó que los dos acabarían saliendo despedidos al vacío, pasando sobre las barandillas para acabar estrellándose contra la confusión de maquinaria y restos de trenes que cubrían el frío y duro suelo de la estación. Pero el idirano logró recobrar el equilibrio a tiempo, giró sobre sí mismo y avanzó por la ancha pasarela que llevaba hasta el viaducto metálico suspendido a través de la caverna y que terminaba al otro extremo de la terraza en la boca de otro túnel…, el túnel que llevaba a los tubos de tránsito.
Podía oír la ruidosa respiración del idirano. Sus oídos captaban el chisporroteo de las llamas, el silbido de la espuma y el jadeo cada vez más entrecortado que escapaba por entre los labios de Xoxarle. El idirano sostenía su cuerpo sin ninguna dificultad aparente, como si no pesara nada. La frustración que sentía era tan intensa que se echó a llorar y retorció el cuerpo con todas sus fuerzas en un intento de romper su presa o, por lo menos, de liberarse un brazo.
Llegaron al viaducto metálico y el idirano volvió a resbalar, pero logró agarrarse a tiempo y recobró el equilibrio. Empezó a avanzar por aquella angosta pasarela. Su paso cojeante y sus continuas vacilaciones hacían que vibrase, y toda la estructura no tardó en resonar como un tambor metálico. Balveda siguió debatiéndose con tanta rabia que sintió un agudo dolor en la espalda, pero la presa de Xoxarle continuó siendo tan firme como antes.
El idirano se detuvo de golpe y la colocó ante su inmenso rostro en forma de silla de montar. La sostuvo en vilo por los dos hombros durante un momento y después la cogió por el codo derecho con una mano mientras la agarraba por el hombro derecho con la otra.
Xoxarle adelantó una rodilla colocando el muslo de esa pierna en posición paralela al suelo de la caverna, treinta metros más abajo. Balveda, sujeta por el codo y el hombro, con el terrible dolor de su espalda y la mente sumida en la confusión, sintió todo el peso de su cuerpo sostenido por ese brazo y comprendió repentinamente lo que iba a hacer.
Y gritó.
Xoxarle colocó la parte superior del brazo de la mujer sobre su muslo y la partió igual que si fuese una ramita seca. El grito de Balveda se quebró como un carámbano que se rompe.
La cogió por la muñeca de su brazo sano e hizo girar su cuerpo sobre la pasarela, colocándola debajo de él y obligándola a cerrar los dedos alrededor de un delgado soporte metálico. Después la soltó. Todas aquellas maniobras requirieron tan solo uno o dos segundos. Balveda empezó a balancearse como un péndulo bajo el viaducto metálico. Xoxarle se alejó cojeando. Cada paso hacía temblar la estructura y el soporte transmitía la vibración a la mano de Balveda, haciendo que su presa se aflojara un poco más.
Balveda estaba suspendida en el vacío. El brazo fracturado que no podía usar para nada colgaba junto a su flanco. Su mano aferraba la lisa y fría superficie manchada de espuma del soporte. Sintió que la cabeza le daba vueltas. Olas de dolor que intentó eliminar sin conseguirlo recorrieron su cuerpo. Las luces de la caverna se apagaron y volvieron a encenderse. Otra explosión hizo temblar los restos de los vagones. Xoxarle llegó al final de la pasarela, corrió cojeando por la terraza hasta llegar al otro extremo de la gran caverna y se metió en el túnel. Su mano empezó a perder la sensibilidad. Sintió como sus dedos resbalaban sobre el metal. Todo su brazo estaba enfriándose, como si quisiera convertirse en un pedazo de hielo.
Perosteck Balveda se retorció en el aire, echó la cabeza hacia atrás y aulló.
La unidad se detuvo. Ahora los ruidos venían de más atrás. Había tomado por la dirección equivocada. Seguía estando algo aturdido. Así que después de todo Xoxarle no había vuelto sobre sus pasos… «¡Soy un estúpido! ¡Tendrían que retirarme la categoría de conciencia libre!»
Giró sobre sí mismo en el túnel que se alejaba de la sala de control y los dormitorios y redujo la velocidad hasta detenerse. Después aceleró al máximo y volvió por donde había venido. Podía oír disparos de láser.
Horza estaba en la sala de control. El lugar se encontraba limpio de agua y espuma, aunque una consola mostraba un gran agujero del que salía humo. Vaciló durante unos segundos, oyó otro grito —el sonido de una voz humana, una mujer—, y echó a correr hacia la puerta que llevaba a los dormitorios.
Balveda intentó balancear su cuerpo hasta colocar una pierna sobre la pasarela, pero los músculos de la parte inferior de su espalda habían sufrido daños excesivos y no lo consiguió. Las fibras musculares se desgarraron y el dolor inundó todo su ser. Seguía suspendida en el vacío.
Había perdido toda la sensibilidad de la mano. La espuma se fue posando sobre su rostro irritándole los ojos. Una serie de explosiones destrozó todavía más el amasijo de vagones e hizo temblar la atmósfera a su alrededor. Su cuerpo bailoteó en el aire. Podía sentir su lento resbalar. Sus dedos se deslizaron uno o dos milímetros sobre la superficie del soporte, y su cuerpo bajó esa misma distancia hacia el suelo de la caverna. Intentó agarrarse con más fuerza, pero sus dedos se habían vuelto totalmente insensibles.
Oyó ruidos en la terraza. Intentó mirar a su alrededor y vio a Horza corriendo a lo largo de la terraza con el arma preparada. Iba hacia la pasarela. El Cambiante resbaló sobre la espuma y tuvo que agarrarse con la mano libre para no perder el equilibrio.
—Horza… —intentó gritar, pero lo único que salió de su boca fue una especie de graznido. Horza pasó corriendo por la pasarela mirando hacia adelante. Sus pasos hicieron temblar su mano; sus dedos estaban volviendo a resbalar—. Horza… —repitió, tan alto como pudo.
El Cambiante la dejó atrás. Su rostro era una máscara indescifrable, sus manos sostenían el rifle en alto y sus botas martilleaban el metal que había sobre la cabeza de Balveda. La agente de la Cultura agachó la cabeza y miró hacia abajo. Cerró los ojos.
Horza… Kraiklyn… Ese ministro geriátrico de Ultramundo en Sorpen… Ningún fragmento o imagen del Cambiante, nada y nadie de cuanto hubiera sido a lo largo de su existencia podían albergar el más mínimo deseo de rescatarla. Xoxarle parecía haber esperado que alguna compasión pan-humana haría que Horza se detuviese a salvarla, con lo que el idirano obtendría esos escasos segundos carentes de precio que necesitaba para huir. Pero el idirano había cometido el mismo error de juicio cometido por su especie respecto a la Cultura. Parecía que después de todo la humanidad no era tan blanda. Si se les proporcionaba el estímulo adecuado, los seres humanos podían ser tan duros, decididos e implacables como cualquier idirano…
«Voy a morir —pensó, y sintió casi más sorpresa que terror—. Aquí y ahora… Después de todo lo que ha ocurrido y de todo lo que he hecho… Voy a morir. ¡Así de fácil!»
Los dedos de su mano entumecida ya casi habían aflojado su presa alrededor del soporte.
Los pasos que se movían sobre su cabeza se detuvieron y volvieron a acercarse. Balveda alzó la vista.
El rostro de Horza estaba encima de ella, contemplándola.
Balveda siguió girando en el aire durante un segundo mientras el hombre la miraba a los ojos con el cañón del arma muy cerca de su rostro. Horza miró a su alrededor y sus ojos fueron hacia el otro extremo de la pasarela y el punto por el que había desaparecido Xoxarle.
—…socorro… —graznó Balveda.
Horza se arrodilló sobre la pasarela, la agarró por la muñeca y tiró de ella.
—Tengo el brazo roto… —jadeó Balveda mientras él la cogía por el cuello de la chaqueta y seguía tirando de su cuerpo hasta depositarlo en la superficie de la pasarela.
Horza se incorporó y Balveda rodó sobre sí misma. La espuma flotaba entre las luces parpadeantes y la oscuridad de la inmensa caverna llena de ecos, y las llamas proyectaban sombras momentáneas cada vez que las luces fallaban.
—Gracias —tosió.
—¿Por ahí?
Los ojos de Horza fueron hacia la dirección que había estado siguiendo, la misma por la que se había alejado Xoxarle. Balveda hizo cuanto pudo para asentir.
—Horza, olvídate de él —dijo.
Horza ya se había puesto en movimiento.
—No —dijo.
Meneó la cabeza, giró sobre sí mismo y se alejó. Balveda se enroscó hasta formar una bola y su brazo entumecido fue hacia el brazo fracturado, aunque no llegó a tocarlo. Tosió, se llevó una mano a la boca, hurgó en su interior y acabó escupiendo un diente.
Horza llegó al final de la pasarela. Había recobrado la calma. Xoxarle podía retrasarle cuanto quisiera; incluso podía permitir que el idirano llegara al tubo de tránsito. Le bastaría con meterse en el conducto y disparar contra la cápsula que se alejaba, o acabar con el suministro de energía mediante un par de disparos y dejaría atrapado al idirano. No importaba.
Cruzó la terraza y entró corriendo en el túnel.
El túnel se extendía en línea recta durante poco más de un kilómetro. El acceso a los tubos de tránsito quedaba a la derecha, pero había otras puertas y entradas, lugares en los que Xoxarle podía esconderse.
El interior del túnel estaba seco y bien iluminado. Las luces apenas si parpadeaban, y el sistema de rociadores no había llegado a ponerse en funcionamiento.
La idea de mirar al suelo pasó por su cabeza justo a tiempo.
Vio las gotas de agua y espuma mientras corría hacia un par de puertas opuestas, una a cada lado del túnel. La hilera de gotas se detenía allí.
Estaba corriendo demasiado deprisa para frenar de golpe. Lo que hizo fue agacharse.
El puño de Xoxarle emergió del umbral que había a la izquierda y hendió el aire pasando sobre la cabeza del Cambiante. Horza giró sobre sí mismo y alzó el arma disponiéndose a disparar. Xoxarle salió del umbral y le lanzó una patada. Su pie chocó con el arma y el cañón subió velozmente hacia el rostro del Cambiante, estrellándose en la boca y la nariz de Horza. El rifle se disparó y los haces láser inundaron de luz el techo sobre la cabeza de Horza, haciendo que un diluvio de polvo y trocitos de roca cayera sobre el idirano y el humano. Xoxarle alargó el brazo mientras el aturdido Cambiante retrocedía tambaleándose. Su mano se cerró sobre el arma arrebatándosela a Horza. Le dio la vuelta y apuntó a Horza. El Cambiante había apoyado una mano en la pared. Su boca y su nariz estaban sangrando. Xoxarle arrancó el protector del gatillo.
Unaha-Closp cruzó a toda velocidad la sala de control, giró sobre sí mismo, atravesó la nube de humo y dejó atrás la puerta destrozada para lanzarse por el corto tramo de pasillo. Voló a través del dormitorio abriéndose paso por entre las redes que se balanceaban, se metió por otro corto tramo de túnel y salió a la terraza.
Había escombros y restos metálicos por todas partes. Vio a Balveda en la pasarela. La mujer de la Cultura estaba sentada agarrándose un hombro con la otra mano. Un instante después vio como ponía la mano sobre el suelo metálico. Unaha-Closp se lanzó hacia ella, pero un segundo antes de que llegara a su lado —Balveda estaba alzando la cabeza alertada por el silbido del aire—, oyó el sonido del láser al otro lado de la caverna. La unidad volvió a cambiar de dirección y aceleró.
Xoxarle apretó el gatillo justo cuando Unaha-Closp le embestía desde atrás. El arma aún no había empezado a disparar cuando Xoxarle se vio arrojado hacia adelante y chocó con el suelo del túnel. Rodó sobre sí mismo mientras caía, pero el cañón del arma se enganchó en la roca y durante un segundo tuvo que soportar todo el peso del idirano. El cañón se partió limpiamente en dos. La unidad se detuvo junto a Horza. El Cambiante intentó avanzar hacia el idirano, que ya estaba recuperando el equilibrio y se incorporaba frente a ellos. Unaha-Closp volvió a ponerse en movimiento, primero hacia abajo y luego acelerando al máximo en un intento de repetir el primer golpe con el que había logrado alcanzar al idirano. Xoxarle apartó a la unidad con un barrido de su brazo. Unaha-Closp rebotó en la pared como si fuese una pelota de goma y el idirano volvió a golpearla. La unidad salió despedida por el túnel y se alejó girando locamente sobre sí misma en dirección a la caverna. Su armazón estaba llena de abolladuras, y apenas si podía controlar sus movimientos.
Horza se lanzó hacia adelante y Xoxarle dejó caer su puño sobre la cabeza del humano. El Cambiante giró sobre sí mismo, pero no fue lo bastante rápido. El golpe le acertó de refilón en un lado de la cabeza y su cuerpo se derrumbó como un fardo, deslizándose a lo largo de la pared hasta acabar en el hueco de una puerta.
Los rociadores de la zona alcanzada por los disparos del arma de Horza se pusieron en funcionamiento. Xoxarle fue hacia el humano, que intentaba levantarse con movimientos vacilantes. Las piernas de Horza apenas si le obedecían, y sus brazos intentaban encontrar algún asidero en la lisa superficie de las paredes. El idirano alzó una pierna para estrellar su pie contra el rostro del Cambiante, lanzó un suspiro y volvió a bajar la pierna. Unaha-Closp venía hacia él dejando detrás suyo un reguero de humo, las placas llenas de abolladuras y señales. La unidad se movía muy despacio y oscilaba incontrolablemente.
—Animal… —graznó Unaha-Closp.
Su voz se había convertido en un murmullo gutural.
Xoxarle alargó los brazos, agarró a la unidad por la parte delantera, la sostuvo sin ningún esfuerzo con las dos manos sobre su cabeza, la colocó sobre la cabeza de Horza —el hombre alzó la mirada, pero sus pupilas no parecían capaces de ver nada con claridad—, y la dejó caer hacia el cráneo de Horza.
Horza se apartó a un lado con una expresión casi de hastío, y Xoxarle sintió cómo la máquina gimoteante entraba en contacto con la cabeza y el hombro de Horza. El Cambiante cayó sobre el suelo del túnel.
Seguía vivo. Una mano se movió levemente en un intento de proteger su cabeza ensangrentada. Xoxarle giró sobre sí mismo y volvió a alzar la impotente unidad sobre la cabeza del hombre.
—Y así… —dijo en voz baja mientras tensaba los brazos disponiéndose a bajar la máquina.
—¡Xoxarle!
Alzó la mirada por entre sus brazos extendidos mientras la unidad se debatía débilmente en sus manos, y el hombre caído a sus pies movió una mano lentamente sobre su cabellera cubierta de sangre. Xoxarle sonrió.
Perosteck Balveda estaba de pie a la entrada del túnel, inmóvil sobre la terraza que daba a la caverna. Estaba inclinada y su rostro parecía fláccido y cansado. Su brazo derecho colgaba junto a su flanco en una postura muy poco natural, con la mano suspendida a la altura del muslo vuelta hacia fuera. Los dedos de su otra mano parecían rodear un objeto diminuto con el que apuntaba al idirano. Xoxarle tuvo que observarlo con mucha atención para darse cuenta de lo que era. Se parecía a un arma, un arma hecha básicamente de aire; un arma de líneas y cables delgadísimos en la que apenas había nada sólido, más parecida a un esbozo hecho con lápiz que hubiera sido desprendido de la página y rellenado con la cantidad justa de materia para que una mano pudiera sostenerla. Xoxarle dejó escapar una carcajada y su brazo descendió arrastrando consigo a la unidad.
Balveda disparó el arma. Aquel cañón que parecía hecho de telarañas se iluminó durante un segundo como una joya diminuta que captura los rayos del sol y emitió el más leve de los sonidos imaginables, una especie de tosecilla seca.
Unaha-Closp apenas se había movido medio metro en el aire hacia la cabeza de Horza cuando el torso de Xoxarle se volvió tan luminoso como una estrella. La parte inferior del torso reventó y cien explosiones minúsculas la fragmentaron a la altura de las caderas. La onda expansiva hizo que el pecho, la cabeza y los brazos del idirano salieran despedidos hacia atrás y hacia arriba, primero para chocar con el techo del túnel y después para caer al suelo. Los brazos se aflojaron y las manos se abrieron. Las placas de queratina que cubrían la parte central de su cuerpo se partieron y el vientre dejó escapar un chorro de entrañas que se desparramó sobre el suelo manchado de agua del túnel, y toda la parte superior del cuerpo quedó esparcida sobre los charquitos formados por la lluvia artificial. Lo que quedaba del tronco, las enormes caderas y las tres piernas tan gruesas como el cuerpo de un ser humano, permaneció en pie durante unos segundos mientras Unaha-Closp subía en silencio hacia el techo y Horza seguía inmóvil bajo el agua que caía de los rociadores. Su sangre y la del idirano hizo que los charcos se fueran volviendo de un color entre púrpura y rojo.
El torso de Xoxarle se quedó inmóvil allí donde había caído, dos metros más allá de donde estaban las tres piernas que aún seguían en posición vertical. Las rodillas se fueron doblando lentamente, como si cedieran de mala gana al tirón de la gravedad, y las caderas acabaron aposentándose sobre los pies del idirano. El agua empezó a caer sobre el cuenco sanguinolento formado por la pelvis de Xoxarle, seccionada limpiamente por el disparo del arma.
—Bala, bala, bala —farfulló Unaha-Closp, pegado al techo y goteando agua—. Bala, balabalabalabala…, ja, ja.
El cañón del arma de Balveda seguía apuntando al cuerpo destrozado de Xoxarle. La mujer de la Cultura caminó lentamente por el túnel atravesando los charcos de color rojo oscuro.
Se detuvo junto a los pies de Horza y contempló desapasionadamente la cabeza y la parte superior del torso de Xoxarle que yacían inmóviles sobre el suelo del túnel. La sangre y los órganos internos del gigante seguían brotando de su pecho. Alzó el arma y disparó contra la enorme cabeza del guerrero, arrancándola de los hombros y esparciendo fragmentos de queratina en un radio de veinte metros. La detonación hizo que se tambaleara, los ecos resonaron en sus oídos y, finalmente, Balveda encorvó los hombros y todo su cuerpo pareció relajarse. Alzó los ojos hacia la unidad que flotaba pegada al techo.
—Aquí estoy, ni arriba ni abajo, cayendo hacia el techo, bala, bala, ja, ja… —dijo Unaha-Closp y osciló lentamente de un lado para otro, como si no supiera adonde ir—. Vaya, vaya. Mira, estoy acabado, estoy sencillamente… ¿Cómo me llamo? ¿Qué hora es? Bala, bala, hey, oh hey. Agua, montones de. Casi toda abajo, ¿no? Ja, ja y etcétera.
—Unidad —dijo Balveda intentando impedir que el Cambiante volviera a caer en un charco de agua—. Ayúdame. —Puso su mano buena sobre uno de los brazos de Horza y usó el otro hombro para alejarle del agua. El gesto le arrancó una mueca de dolor—. Unaha-Closp, maldito seas… Ayúdame.
—Bla, bala, bal. Hey, oh hey. Aquí estoy, estoy aquí y aquí estoy. ¿Como es que no estás aquí conmigo? Techo, arriba, dentro y fuera. Ja, ja, bala, bala —farfulló Unaha-Closp sin apartarse ni un centímetro del techo del túnel.
Balveda logró apoyar la espalda de Horza contra la roca. La falsa lluvia empezó a caer sobre las heridas de su rostro, limpiando la sangre que había fluido de su nariz y su boca. Horza abrió primero un ojo y luego el otro.
—Horza —dijo Balveda.
Se inclinó hacia adelante hasta que su cabeza quedó bajo el chorro de agua y ocultó la luz que tenían encima. El rostro del Cambiante estaba muy blanco salvo por los hilillos de sangre que caían de su boca y sus fosas nasales. Una marea roja brotaba de su nuca y un lado de su cabeza.
—Horza… —repitió Balveda.
—Has ganado —dijo Horza con voz pastosa, hablando tan bajo que sus palabras casi resultaron inaudibles.
Cerró los ojos. Balveda no sabía qué responder. Cerró los ojos y meneó la cabeza.
—Bala, bala…, el tren que está llegando a la plataforma número uno…
—La unidad —murmuró Horza alzando los ojos e intentando ver más allá de la cabeza de Balveda. Balveda asintió. Vio como sus ojos giraban en las cuencas, dando la impresión de que el Cambiante intentaba ver lo que estaba por encima de su frente—. Xoxarle… —murmuró—. ¿Qué ha ocurrido?
—Le disparé —dijo Balveda.
—Bala, bala, tiren sus brazos, entren y salgan, una vez más y siempre igual… Eh, ¿hay alguien ahí dentro?
—¿Con qué?
La voz de Horza apenas era audible. Balveda tuvo que inclinarse un poco más para comprender sus palabras. Sacó el arma minúscula que se había guardado en el bolsillo.
—Con esto —dijo. Abrió la boca y le enseñó el agujero de la parte de atrás de su mandíbula que había contenido un diente—. Un memoriforme. El arma era parte de mí; tiene todo el aspecto de un auténtico diente.
Intentó sonreír. Horza se encontraba tan mal que seguramente ni podía ver el arma.
El Cambiante cerró los ojos.
—Muy astuta —dijo con un hilo de voz.
La sangre seguía fluyendo de su cabeza, mezclándose con la oleada de líquido púrpura que brotaba de los restos de Xoxarle.
—Te llevaré a la nave, Horza —dijo Balveda—. Te lo prometo. Te llevaré a la nave… Te pondrás bien, estoy segura de que te pondrás bien… Te curarás.
—¿De veras? —preguntó Horza sin abrir los ojos—. Gracias, Balveda.
—Gracias, bala, bala, bala. Steckoper, Tsah-Hor, Ajá-Hum-Clops…
Hey, oh hey, hey, oh, hey, jo, jo por todo, sigue pensando. Pedimos que disculpen cualquier molestia que podamos haberles causado… ¿Qué es el, dónde está el, cómo se encuentra el quién donde cuándo por qué cómo, y etcétera?
—No te preocupes —dijo Balveda.
Alargó la mano y sus dedos acariciaron el rostro del hombre. El agua se deslizaba por la nuca de la mujer de la Cultura y caía sobre la cara del Cambiante. Horza volvió a abrir los ojos y sus pupilas fueron de Balveda al tronco del idirano. Después subieron hasta la unidad que flotaba pegada al techo y, finalmente, contemplaron las paredes y los charcos de agua que le rodeaban. Murmuró algo sin mirar a la mujer.
—¿Qué? —preguntó Balveda acercándose un poco más a él.
Horza volvió a cerrar los ojos.
—Bala —dijo Unaha-Closp desde el techo del túnel—. Bala, bala, bala. Ja, ja. Bala, bala, bala.
—Qué estúpido —dijo Horza con toda claridad, aunque su voz estaba haciéndose cada vez más débil a medida que perdía el conocimiento y sus ojos seguían estando cerrados—. Qué… maldito… estúpido… —Inclinó la cabeza ligeramente hacia un lado; el gesto no pareció resultarle doloroso. El agua que caía del techo creaba salpicaduras de sangre roja y púrpura que manchaban su cabeza y su rostro para desaparecer unos segundos después bajo el impacto de un nuevo chorro—. Los Jinmoti de… —murmuró.
—¿Qué? —volvió a preguntar Balveda, inclinándose hasta que su rostro casi rozó el del Cambiante.
—Danatre skehellis —anunció Unaha-Closp desde el techo—, ro vleh gra'ampt na zhire; sko tre genebellis ro binitshire, na'sko voross ampt-fenir-an har. Bala.
Los párpados del Cambiante se abrieron de golpe y su rostro adoptó una expresión del más absoluto horror concebible, una expresión de terror y miedo tan impotente que Balveda sintió un escalofrío, y el vello de su nuca se erizó pese a los chorros de agua que intentaban pegarlo a la piel. Horza alzó las manos y sus dedos convertidos en garras se cerraron sobre la chaqueta de Balveda en una presa terrible.
—¡Mi nombre! —gimió, y la angustia que había en su voz era todavía más terrible que la expresión de su rostro—. ¿Cómo me llamo?
—Bala, bala, bala —murmuró Unaha-Closp desde el techo.
Balveda tragó saliva y sintió el cosquilleo de las lágrimas que se agolpaban detrás de sus párpados. Acarició una de aquellas manos blancas como el hueso que aferraban su chaqueta.
—Horza —dijo con voz amable—. Te llamas Bora Horza Gobuchul.
—Bala, bala, bala, bala —dijo Unaha-Closp con voz adormilada—. Bala, bala, bala.
Los dedos del hombre aflojaron su presa y el terror fue desapareciendo de su rostro. Sus músculos se relajaron. Los ojos volvieron a cerrarse y los labios se curvaron en lo que casi era una sonrisa.
—Bala, bala.
—Ah, sí… —murmuró Horza.
—Bala.
—…claro.
—La.