—¡Buenos días, alegres exploradores! ¿Cómo está nuestro sin par jefe?
A través de la bruma de un palpitante dolor de cabeza, Kinsman miró de soslayo a Hugh Harriman. El regordete hombrecito traía una amplia sonrisa y sujetaba algo con las manos en la espalda.
—Vete —murmuró Kinsman.
—Vamos, vamos, no te pongas difícil…
Harriman estaba de pie en la puerta de la oficina de Kinsman. Atravesó el lugar y se inclinó levemente sobre el sofá para observarle los ojos.
—Delicadamente inyectados en sangre —diagnosticó—. Debe haber sido una buena fiesta.
Kinsman se echó hacia atrás en su asiento y apoyó su dolorida cabeza contra la fría pared de piedra.
—Fue una fiesta estupenda, te lo aseguro. —Súbitamente recordando, agregó—: ¿Y dónde demonios estuviste tú anoche?
—Creí que nunca me lo preguntarías. —Harriman se dejó caer en el sofá junto a Kinsman y mostró lo que tenía entre las manos: una botella térmica—. Pero antes —dijo, destapándola—, prueba un poco del tónico contra los efectos nocivos de la borrachera preparado por el viejo doctor Harriman. Nunca falla.
Kinsman miró con cautela mientras Harriman echaba un poco de líquido rojizo en el vaso que servía de tapa. Recibió el vaso y preguntó:
—¿Tú no tomas?
Los ojos de Harriman giraron en un gesto de inocencia ultrajada.
—Estás desconfiado esta mañana, ¿no? Bueno, ya que insistes…
Alzó la botella a modo de saludo y la llevó a los labios.
Kinsman bebió. Originalmente habría sido un Bloody Mary, de eso estaba seguro. Pero Harriman le había agregado algo. Tenía un gusto casi dulce, muy suave e instantáneamente calmante.
—No… —su voz era un suspiro ahogado—, no está mal.
—¡Bien! Un poco de LSD nunca le ha hecho mal a nadie —Harriman se mostraba auténticamente complacido. Se limpió un poco de espuma roja que había quedado sobre sus bigotes con el dorso de la mano y continuó—: Bien, para contestar a tu pregunta inicial…
—¿Mi pregunta?
—¡Realmente estás reaccionando con mucha lentitud esta mañana! Me preguntaste por qué no estuve anoche en la fiesta.
—Ah, sí —Kinsman podía sentir todo su sistema nervioso vibrar, como las cuerdas de un arpa en un túnel de viento supersónico.
—Hice una pequeña investigación ayer, y estuve tan concentrado en eso que me quedé levantado toda la noche. Todavía no me he ido a dormir.
Impresionado, Kinsman dijo:
—Te ves muy despejado a pesar de no haber dormido nada.
—Eso es porque he estado estimulando mi cerebro con pensamientos creativos y no bañándolo en alcohol.
—Touché.
—¡Ah! Un lingüista. No lo sabía. Bien… —El rostro de Harriman de repente se puso totalmente serio. Su sonrisa desapareció, y los ojos se hicieron más intensos—. Te das cuenta, por supuesto, que todo el mundo en Selene sabe que has estado hablando acerca de negarte a recibir órdenes y de declararnos independientes del control de la Tierra.
—Evidentemente, no hay secretos aquí —admitió Kinsman.
—¡No si uno hace las cosas como tú, por lo menos! De todos modos, he pasado estos últimos días hablando casualmente de ello con mucha gente: americanos, rusos, visitantes extranjeros, luniks permanentes, temporarios… También he revisado los archivos personales de la mayoría de las personas de aquí. Principalmente he analizado el lado psicológico.
—¿Cómo demonios conseguiste…?
Harriman alzó su mano regordeta.
—¿Crees que eres el único que tiene éxito con las mujeres? Después de todo, las más débiles de esas amplias criaturas me consideran una figura elegante y romántica. Además, dije a los muchachos a cargo de los archivos que buscaba gente que estuviera interesada en fundar una universidad aquí. Por supuesto, les encantó la idea.
Kinsman dijo sólo:
—Hum.
—¡Es por tu culpa, Chet! Manejas esto con mucha debilidad. No me sorprende que enviaran a Colt para ajustar el sistema de seguridad.
—No trates de decirme cuáles son mis problemas.
—Muy bien. Con la poca precisión que esto se puede calcular, creo que aproximadamente un ochenta por ciento de los luniks apoyará un movimiento de independencia. Lo más sorprendente de todo es que hasta los temporarios están divididos en un cincuenta por ciento. Si quieres, amigo mío, se puede hacer.
Kinsman sacudió la cabeza e inmediatamente lo lamentó. Las palpitaciones se hicieron más intensas.
—Lo he pensado todo. El hecho de declarar la independencia no hará que las cosas cambien en la Tierra. Harán igualmente la guerra. Todo lo que podremos hacer es demorarlos.
Harriman lo miró y pestañeó como un búho.
—¿Me estás diciendo que no has encontrado la solución? ¡Vamos, estás bromeando! ¿Una brillante mente militar como la tuya? ¿Tampoco Leonov se ha dado cuenta?
—¿De qué?
—De cómo independizar Selene y detener la maldita guerra… ¡antes de que comience!
Repentinamente Kinsman olvidó su dolor de cabeza. Se enderezó en su asiento.
—¿De qué demonios estás hablando?
Harriman se rió.
—¡Dios mío! ¿Será verdad entonces que los filósofos son los únicos que pueden pensar?
—Hugh…
—Pensé que ya lo habías comprendido por tu cuenta —dijo Harriman, pasándose la mano por su calva cabeza.
—¿Comprender qué?
—Hay que apoderarse de los satélites.
—¿Cómo?
Con una mirada al cielo, Harriman explicó:
—Mira, ni los Estados Unidos ni Rusia tiene suficientes satélites ABM en órbita como para proveer realmente una efectiva protección contra un ataque de proyectiles cohete. ¿Correcto?
—Es cierto, todavía no.
—¿Cuántos satélites tienen que estar en actividad para que una red ABM pueda ser considerada útil?
—Eso es información secreta, Hugh.
—¡Una mierda! ¡Cualquiera con un lápiz y un papel puede calcularlo, por Dios! Hay que asegurarse de que uno tiene varios satélites sobre cada una de las áreas de lanzamiento permanentes del enemigo. Si los satélites están en una órbita baja… y efectivamente ha de ser así, para ahorrar energía del láser…, entonces se necesita entre cien y ciento cincuenta para lograr el objetivo. ¿Correcto?
Con una sonrisa Kinsman dijo:
—Eres tú quien está dando cifras, no yo.
—Muy bien. ¿Cuántos satélites en operación tienen los Estados Unidos en órbita en este momento?
—Eso es secreto.
Harriman miró fijamente al otro.
—¿Cuántos tienen los rusos?
—Pregúntale a Leonov.
—¿Cuántos suman entre los dos?
Kinsman comenzó a abrir la boca y en ese momento se dio cuenta.
—¡Ajá! —gruñó Harriman—. La luz se está haciendo dentro de ese entorpecido cerebro tuyo. En este momento hay bastantes más de cien satélites en órbita, y funcionando todos en perfectas condiciones. ¿De acuerdo? Y si entre tú y Leonov se pudieran apoderar de todos ellos, Selene tendría una red ABM que impediría a cualquiera lanzar cualquier cosa. ¿De acuerdo?
Kinsman se oyó a sí mismo decir:
—Incluyendo cohetes con tropas para quitarnos Selene…
—Correctísimo —dijo Harriman—. Te daré la más alta calificación. Pasa al frente de la clase.
Repentinamente Kinsman quedó sin aliento, agitado como si hubiera corrido una carrera de obstáculos.
—Hugh, si pudiéramos hacer eso…
—Eso garantizaría la independencia de Selene, nos libraría de cualquier ataque y les impediría comenzar con su guerra. Por lo menos, no podrían lanzarse proyectiles cohete mutuamente.
—Pero… —Kinsman estaba aún tratando de recuperar su aliento—, pra controlar las redes ABM, tenemos que apoderarnos de las estaciones espaciales tripuladas.
—Así es. Que es posiblemente la razón por la cual ni siquiera pensaste en ello.
—¿Por qué?
—Simple psicología, mi amigo —explicó Harriman—. A pesar de tu alto grado militar, no eres un hombre violento. No quieres herir a nadie. Supiste ver el modo de independizar a Selene porque pensabas que no habría lucha de ninguna clase. Pero apoderarse de las estaciones espaciales…, es otra cosa. Los tipos de las estaciones no son luniks. Ellos lucharán contra ti.
Kinsman asintió con la cabeza.
—Se necesitará algún derramamiento de sangre —dijo Harriman, con tono grave—. No ha habido ningún movimiento político en toda la historia que no haya derramado sangre.
Maldición.
Pat Kelly había pasado gran parte de la mañana buscando a Frank Colt. Después de un par de horas estériles tratando de que el sistema de teléfonos dirigido por computadora lo encontrara o lo hiciera encontrar, Kelly finalmente abandonó su minúscula oficina —y el trabajo que se suponía estaba haciendo— y se fue personalmente a buscar al mayor de color.
Era casi mediodía cuando lo encontró afuera, en las instalaciones de catapulta y lanzamiento, al final de uno de los túneles más largos de Selene. La instalación estaba en su mayor parte en el subsuelo, pero la catapulta de diez kilómetros estaba en la superficie. Su estructura de acero en ángulo parecía etérea en comparación con las estructuras en la Tierra. Sin embargo seguía pareciendo audaz y nueva comparada con las cansadas y antiguas colinas y la gastada y perforada planicie del Mar de las Nubes.
El centro de control estaba en una pequeña cúpula en la superficie. Daba la impresión de ser una torre de control de un aeropuerto menor de la Tierra. Esto era así principalmente porque cumplía las mismas funciones. Pero en lugar de guiar aparatos que llegaban y salían del aeropuerto, este centro sólo manejaba tráfico de salida: el envío de provisiones que eran lanzadas a las improductivas estaciones espaciales tripuladas en órbita alrededor de la Tierra.
Apenas abandonó la escalera mecánica y puso un pie sobre el suelo de plástico de la cúpula, vio a Colt de pie en medio de los amontonados escritorios y consolas electrónicas que cubrían la larga ventana curva en el otro lado. La cúpula estaba escasamente iluminada, y en las sombras una docena de hombres estaban sentados tensamente sobre sus mesas de controles, observando las luces que se encendían y apagaban y los informes que producían las computadoras, a la vez que oían las órdenes y actualizaciones de datos a través de los minúsculos auriculares que todos llevaban.
A través de la ventana Kelly vio un voluminoso cilindro sin alas descansando a un extremo del largo trayecto de la catapulta.
Tanto Colt como Kelly permanecieron en silencio e inmóviles en extremos opuestos de la cúpula, mientras el equipo de lanzamiento llevaba a cabo las últimas etapas de la operación en el tono frío y preciso de su profesión.
—T menos treinta segundos. Contando.
—Estación Beta responde.
—Conectar energía.
—Todos los relevadores del trayecto en verde.
—T menos quince segundos…
A lo largo de la serie de paneles de control sobre las mesas, dos luces fueron pasando del ámbar al verde, como un adorno de Navidad. En el extremo derecho de la fila de consolas las luces de LISTO y FUEGO del control de lanzamiento aún estaban rojas. El hombre del control estaba sentado de espaldas a Kelly, con sus ojos clavados en el panel de luces.
—Energía interna conectada.
—Guía terminal y control, en verde.
—Impulsadores, en verde.
—T menos diez segundos.
El hombre del control de lanzamiento movió dos llaves con la mano derecha y las dos últimas luces rojas cambiaron a verde.
—Secuenciador automático conectado.
—Conectar todo el trayecto.
—Beta confirma tiempo y ángulo de recuperación.
—Todos los sistemas en verdes.
—Tres… dos… uno… ¡lanzado!
Todos quitaron la mirada de sus consolas. El enorme cilindro comenzó a moverse, se convirtió en una cosa difusa casi inmediatamente y se hizo invisible mientras recorría el largo trayecto.
—Radar —dijo el control de lanzamiento, con apenas alguna tensión en su voz.
Del otro extremo de la fila de escritorios vino una voz de mujer:
—En el punto exacto.
El hombre del control de lanzamiento se quitó el pequeño auricular y se puso de pie.
—Muy bien, perfecto. Pero nadie se mueva de aquí hasta que la Estación Beta ubique la nave y confirme la trayectoria.
Se echaron hacia atrás en sus sillas. Algunos sacaron cigarrillos y los encendieron. Una vez roto el encantamiento, Kelly se acercó seriamente a Colt.
—Frank, ¿puedo hablar contigo?
Colt se dio vuelta al oír su nombre. Se mostró sorprendido, luego intrigado, y nuevamente sorprendido mientras Kelly se acercaba lo suficiente como para que el otro lo reconociera en la tenue luz.
—¿Pat? ¿Qué haces aquí?
—Te buscaba —respondió Kelly.
—¿Qué ocurre?
—Tengo que hablar contigo. En algún lugar tranquilo.
Colt lo miró largamente.
—Estoy controlando la defensibilidad del centro de lanzamientos. Sería fácil para los rojos destruir este lugar; todo lo que necesitan es un par de bazookas.
Kelly se dio cuenta de que el otro tenía razón.
—Pero tienen que trasladarse por la superficie para llegar allí. El túnel puede ser defendido muy fácilmente.
—¡Eh, hombre! —sonrió Colt—. ¡Estás comenzando a hablar como un soldado!
—Y cualquiera que se mueva en la superficie es terriblemente vulnerable —concluyó Kelly, ignorando la pulla del otro.
—Son vulnerables en la medida en que uno sepa que vienen, y descubra sus intenciones —agregó Colt.
—Podríamos instalar un perímetro de alarmas láser. Sería fácil de hacer, y nadie tiene por qué saberlo.
Colt enarcó las cejas.
—Ajá, y eso sería suficiente, ¿no es cierto?
—Tengo que hablar contigo —repitió Kelly—. En privado.
Con una mirada alrededor al equipo que charlaba y descansaba, Colt dijo:
—Bueno, volvamos al túnel. De todos modos quería inspeccionar la seguridad de las líneas de calor y energía.
Mientras trepaban a la escalera mecánica oyeron a uno de los técnicos del equipo de lanzamiento que decía:
—Beta recogió nuestro pájaro… en trayectoria, tiempo y ángulo dentro del doble cero.
Abajo, en el largo y frío túnel, a la luz fluorescente del techo, la piel de Colt se veía azulada. Como si fuera de otro mundo.
—¿Qué ocurre? —preguntó a Kelly en voz baja.
Súbitamente Pat deseó estar en otra parte, cambiar de tema, olvidarse de todo el asunto. Pero se oyó decir:
—Es por Chet. Ha estado diciendo cosas… Como por ejemplo, que se negaría a luchar cuando llegue el momento, si es que llega.
La expresión de Colt se agrió.
—Sí, lo sé. ¿Qué hay de nuevo?
—Frank, creo que realmente quiere hacerlo. Se negará efectivamente a obedecer las órdenes… ¡hasta es posible que nos entregue a los rojos!
Colt levantó sus manos como si quisiera tomar a Kelly de su traje enterizo.
—Escucha —replicó—. Chet puede ser un bonachón y tonto complaciente… pero no es un traidor. ¿Está claro eso? No nos entregará. Sin embargo, es posible que necesite un pequeño empujón cuando llegue el momento. Por esa razón estoy yo aquí.
Caminaron unos momentos en silencio, oyendo sólo los golpes de sus botas térmicas contra el suelo de áspera roca del túnel.
Finalmente, Kelly dijo:
—Frank, tú y Kinsman han sido amigos desde hace mucho tiempo. Pero yo lo he estado vigilando durante estos dos últimos meses. Sé lo que ha estado diciendo y lo que ha estado pensando. Está dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de no pelear. Se ha hecho muy amigo de Leonov, y ha permitido que ciudadanos rusos sean atendidos en nuestra parte del hospital. Está más cerca de ellos que de nuestra propia gente en la Tierra.
Colt no dijo nada.
—Si… si desobedece las órdenes —continuó Kelly—, no va a considerar el hecho como una traición. Pensará que está haciendo lo que debe. Pero arruinará las posibilidades que tenga América de ganar la guerra.
—Has hecho que tu mujer y tus hijos vengan aquí, ¿verdad? —preguntó repentinamente Colt.
Kelly se detuvo.
—¿Qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando?
Colt dijo, encogiéndose de hombros:
—Yo hubiera pensado que estarías de parte de Chet en esto. ¿Estás ansioso por que se produzcan disparos aquí arriba, con tu familia en viaje?
—Aquí estarán más seguros que en la Tierra —dijo Kelly—. Y prefiero verlos en medio de una batalla en este lugar a entregarlos a los rusos. Somos americanos, y estamos dispuestos a luchar por nuestra libertad cuando es necesario.
—¿También dispuestos a morir por eso?
Kelly asintió con la cabeza. Colt rió.
—Dispuestos a luchar y morir… Dispuestos a morir y luchar.
—¿Qué tiene eso de gracioso? —Kelly sintió que su cara se ponía roja.
—Hombre, hablas exactamente como mi hermano —rió Colt.
Sus carcajadas resonaban extrañamente en el túnel, rebotaban por entre las cañerías metálicas de la calefacción y los cables eléctricos, hacían vibrar la fría piedra que los rodeaba.
—Verás, él trató de reventarme cuando me alisté en la Fuerza Aérea. Dijo que yo estaba traicionando a mi propia gente. Le respondí que no quería morir por mi gente y que sólo quería vivir bien. Le dije que ya era hora de que comenzáramos a ocupar altos cargos para convertir a las fuerzas armadas en nuestro Ejército, nuestra Marina, nuestra Fuerza Aérea.
—No veo…
—En aquella época, toda la lucha era dentro mismo de los Estados Unidos. Los negros éramos muy amigos de los rusos. Pero resultó que ellos sólo estaban esperando que nosotros los ayudáramos a destruir al país. Mi hermano trató de hacerlo. Luchó por lo que él creía era justo: el poder para los negros. Pero terminó en una condenada choza en Dahomey, África, escondiéndose del FBI, la CIA y sólo Dios sabe de quiénes más. ¿Sabes cómo murió? Algunos degenerados comunistas africanos atacaron el pequeño y destartalado aeropuerto del lugar con ametralladoras y granadas. Mi hermano por casualidad estaba allí, y ellos lo mataron.
Kelly se sintió confundido. Lo que Colt decía no tenía demasiado sentido.
—Óyeme —dijo el negro—. Hay una cosa que aprendí muy pronto y la aprendí bien. No hay que luchar contra el municipio. Hay que meterse dentro y apoderarse de él… pero hay que hacerlo lentamente y con suavidad, sin hacer mucho escándalo. Muchos tipos se consideran revolucionarios, pero todo lo que quieren es pronta publicidad y un montón de muchachas. Los verdaderos revolucionarios protegen cuidadosamente el sistema… porque lo necesitan para ellos mismos.
—No estarás…
Colt lo tomó por el hombro y lo sacudió, al estilo de los muchachos en el patio de la escuela.
—Escucha, wasp. El poder de los negros no significa una mierda si América desaparece, si todo se desvanece en un hongo atómico. De modo que tengo que proteger a los Estados Unidos, ¿lo puedes entender? Y al mismo tiempo no me molestaría convertirme en comandante de Moonbase. Así pues, démosle a Chet suficiente cuerda como para que se cuelgue solo. Mucha cuerda.
—Hijo de puta —dijo Kelly, en un murmullo ahogado—. Y tú dices ser su amigo…
—¡Soy su amigo! Pero si se convierte en un traidor, ya no será mi amigo, ni amigo de nadie. Además… eres tú quien viene y me dice que se convertirá en traidor.
Kelly no dijo nada.
—¿Y bien? —exigió Colt, violentamente—. ¿No es eso lo que me estás diciendo?
—S… sí —logró decir Kelly—. Supongo que es eso lo que estoy diciendo.
—Ajá. Supones. Y quieres poner a tu mujer y tu familia en medio de los disparos, para proteger y defender a los Estados Unidos. Condenadamente noble de tu parte, blanquito. Condenadamente noble.
—Vamos… Escucha, Colt…
—Yo tenía mujer y familia…, y los vi morir. Me pregunto cómo te sentirías en ese caso.
Kelly hubiera querido escapar. Alejarse de ese hombre lo más pronto posible. A cualquier parte… Pero Colt aún lo sujetaba por el hombro con fuerza y furia.
—Óyeme bien, Kelly. Quiero saber todo lo que Chet hace, todo lo que piensa, hasta lo que sueña por las noches. Quiero saber qué es lo que va a hacer antes de que él mismo lo sepa. Porque si tienes razón, entonces tendré que matarlo.
—¡Matarlo!
—Así es, hijo. Matarlo. Chet podrá parecer complaciente, pero por dentro es cabeza dura como la peor mierda. Y condenadamente querido en estos lugares. Ha convertido a Moonbase en un refugio para todos los imbéciles que creen que se puede vivir con los rusos. Cuando llegue el momento de apretar el botón, será muy difícil detener a Chet. Muy difícil. El diálogo no servirá para nada.
—Pero… matarlo… —súbitamente Kelly sintió miedo.
—Lo sé. La idea apesta. Todo apesta. Es posible que logremos lo que queremos sin tener que llegar a eso, pero… tenemos que estar dispuestos a hacerlo.
Kelly se pasó la mano por sus escasos cabellos.
—No sé…
—Pero yo sí sé. Y otra cosa —dijo Colt, duro como el acero—. Todo lo que he dicho se basa en la suposición de que estás en lo cierto y Chet nos entregará a los rusos. Pero si descubro que estabas equivocado, pues… este planeta entero no será suficiente para esconderte. Te destrozaré personalmente, amiguito. Puedes estar seguro de ello.
El académico V. I. Mogilev estaba lívido de rabia. Sacudía sus brazos con furia entre los apretados límites del compartimiento de la estación espacial, mientras rugía en la cara del comandante de la estación.
—Pero… ¡esto es una locura! ¡Es absurdo! Una interferencia burocrática en la investigación científica que ha ganado la más alta aprobación del Soviet Supremo…
El comandante de la estación escuchó con paciencia oriental. El hijo de un pastor uzbeko no llega al grado de capitán del Cuerpo Espacial Soviético sin aprender paciencia. Verdaderos expertos le habían gritado a la cara; este pequeño profesor era apenas un aficionado.
Después de un rato, el académico se calmó.
—Usted mismo puede darse cuenta de que esto es una idiotez, ¿verdad? —su voz era casi implorante ahora—. Estamos en medio de estudios tan delicados… Todos los instrumentos están por fin alineados y funcionando. El máximo de la intensidad de radiación del vibrador será alcanzado dentro de catorce horas, si los cálculos de Chalinik son correctos, y…
—Mi querido profesor —dijo el capitán con la mayor cortesía que pudo, pero al mismo tiempo con la necesaria frialdad como para que no quedara dudas de quién era el que daba las órdenes—. Aprecio la extremada importancia de su trabajo…, pero debe usted darse cuenta de que las órdenes del Kremlin no dejan lugar para discusiones. No puedo negarme a obedecer esas órdenes. ¿O acaso quiere que me fusilen?
—No, no, por supuesto que no… —A pesar de sus palabras, parecía haber un leve tono de duda en la voz del académico.
Pacientemente, el capitán se encogió de hombros.
—Y entonces, ¿qué puedo hacer? Debo cumplir mis órdenes. Usted y sus asistentes deben estar listos para partir dentro de… —miró su reloj de pulsera—…tres horas.
—Pero nuestro trabajo… los instrumentos…
—Cuidaremos sus instrumentos —dijo el capitán—. Nadie los tocará. Se lo aseguro.
El científico continuó murmurando mientras el capitán se levantaba y salía con esfuerzo de atrás de su pequeño escritorio para acompañar al más viejo hasta la portezuela hermética que daba al corredor principal de la estación espacial.
—¿Permitirá que los instrumentos continúen registrando las actividades del vibrador?
—Por supuesto. Ciertamente.
El científico se marchó lentamente por el corredor, sacudiendo la cabeza y murmurando consigo mismo. Apenas el capitán había vuelto a sentarse en su escritorio, apareció un oficial más joven a través de la portezuela abierta. Era alto y rubio, un auténtico ruso.
Ascenderá más rápido que yo, pensó el capitán, mientras observaba seriamente al joven.
—Señor —comenzó el oficial.
—Siéntese, teniente. ¿Está lista su nave para llevar de vuelta a los científicos?
—Sí, señor, aunque parecen muy descontentos por eso.
El capitán dejó que una sonrisa le cruzara la cara.
—Son civiles. No entienden los asuntos militares.
El teniente asintió con la cabeza.
—Por supuesto, usted sí las entiende, ¿verdad? —dijo el capitán, girando en su silla y estirando la mano hasta alcanzar una pequeña botella térmica que había sobre un estante detrás del escritorio.
—Creo que… entiendo las cosas militares —dijo el teniente a sus espaldas, y luego agregó—: Señor.
—Hum… —El capitán tomó dos vasos de uno de los cajones y preguntó—: ¿Bebe?
—No, gracias, señor. Debo pilotar el cohete lanzadera.
—¿Y con eso? ¿Le hace mal el té?
—¡Oh! —El teniente se mostró sorprendido, lo que complajo al capitán—. Bueno, sí, en ese caso sí. Gracias.
Mientras servía la caliente infusión, el capitán preguntó:
—De modo que usted comprende las cosas militares, ¿no?
—Así lo creo, señor.
—Entonces, dígame —golpeó la botella térmica sobre el escritorio con fuerza, como para que el té en los dos vasos saltara—: ¿cómo esperan esos pilotos de escritorio allá en la Tierra que yo defienda una instalación militar soviética que es indefendible? ¿Cómo?
—Yo… señor…
—¡Mire este lugar! —El capitán hizo un gesto con la mano—. Está hecho de paja. Una sola granada, explotando en una órbita paralela, nos destrozaría como si fuéramos un queso de cabra pisoteado. ¿Cómo podríamos defendernos contra un ataque?
—No había advertido que un ataque fuera inminente —respondió el teniente, dejando sus manos cuidadosamente sobre sus rodillas, sin tratar de servirse el té.
—Un comandante siempre debe suponer que un ataque es inminente. Aprenda eso. Métaselo en la cabeza y en la sangre. ¡Nunca descuide su guardia!
—Sí, señor.
El capitán lo miró por un instante y luego empujó uno de los vasos hacia él. El teniente lo tomó rápidamente.
—¿Por qué cree que han ordenado que todos los civiles abandonen nuestra pequeña isla en el cielo, eh? Estamos en estado de alerta. En cualquier momento puede llegar la noticia de que la guerra se ha declarado. ¿Tiene familia? ¿Mujer, hijos?
El teniente pestañeó una vez.
—Mi madre… en Moscú.
—Ya. Mis hijos estarán a salvo de las bombas —dijo el capitán—. Pero la lluvia ácida…, eso los matará. Una muerte retardada.
—Puede no ocurrir —dijo el teniente, muy quedamente.
El capitán fijó sus ojos en él.
—¿Tiene idea de qué era el cargamento que trajo? ¿Lo que me trajo para que me hiciera compañía, en lugar de los científicos?
—No, señor. Estaba sellado, y en las órdenes que recibí no se hacía mención al contenido del cargamento.
—Pero algo tan grande debe haber despertado su curiosidad, ¿no? Un solo bulto, sellado y custodiado, ¿eh?
—Bueno… —el teniente casi sonrió—. Había rumores en Turyatum…
—¿Rumores? ¿Qué rumores?
—Bueno, se decía que ese bulto era parte de una nueva arma, un sistema que defendería la estación espacial contra un ataque americano.
—¡Ah! ¡Ojalá lo fuera!
—Entonces… ¿no es eso?
—No, teniente, no es eso. Es un arma, es verdad. Pero no nos ayudará a defendernos. Más bien nos convierte en un objetivo más importante para los americanos.
—¿Qué es, entonces?
El capitán sonrió con su más inescrutable sonrisa.
—Vamos, teniente. Se dará cuenta de que no puedo decírselo. La información es secreta.
El teniente acabó su té bajo un pétreo silencio y luego se marchó. Un poco más tarde, el capitán se levantó de su escritorio y caminó toda la longitud de su pequeña estación hacia el muelle de carga. Observó la lanzadera, ahora con su carga de quejosos científicos, mientras sus cohetes funcionaban brevemente y luego se alejaba haciendo un arco para perderse rápidamente contra el brillo de la reluciente Tierra.
Luego fue otro brillo luminoso lo que atrajo su atención: el bulto que la lanzadera había dejado suspendido en órbita, a pocos centenares de metros de la esclusa neumática principal de la estación.
La bomba.
Mañana la lanzadera volvería con el sistema de dirección. Y pasado mañana, las toberas de los cohetes.
Debo confirmar con Lunagrad para asegurarme de que están dando la máxima prioridad al envío de mayor cantidad de combustible para las bombas orbitales, se dijo el capitán.
Entonces tuvo una inspiración. Se volvió del mirador donde estaba y dijo al técnico más cercano:
—Desarme todas esas latas científicas y póngalas en la cubierta exterior de la estación. Es posible que ayuden a desviar las esquirlas, en caso de que nos ataquen.
Sin discutir una palabra, el técnico fue a cumplir con la orden.