El teniente coronel Stahl estaba de pie frente a las pantallas principales del estrecho centro de comunicaciones de la Estación Espacial Alfa.
—Veo que el tráfico de vacaciones está comenzando a aumentar.
El mayor Cahill sonrió débilmente ante la broma de su jefe.
El centro de comunicaciones era una caja de zapatos de metal y plástico con seis mesas de monitoreo, tan cercanas entre sí que si una de las operadoras hubiera tratado de estirar un brazo habría golpeado con los auriculares de la persona más próxima. Cuando cualquiera de ellas hablaba con una nave que se aproximaba, o que abandonaba la estación, lo hacía en un murmullo bajo y urgente, en la económica jerga de los controles de superficie de la Tierra.
El mayor Cahill estaba sentado en un compacto escritorio individual, instalado en el casco de metal a un costado del compartimiento. El casco anterior era en su totalidad un panel de controles de radar y pantallas visoras, un gigantesco ojo de insecto que mostraba todos los movimientos alrededor de la Estación Alfa.
Stahl siempre sentía claustrofobia en ese lugar, y sus axilas se ponían pegajosas. La habitación era demasiado pequeña, densamente llena de aparatos eléctricos que zumbaban y de seres humanos que murmuraban. Siempre olía a transpiración, a tensión. Señaló una de las pantallas que mostraba un campo visual casi vacío. Sólo una pequeña lucecita se podía descubrir contra el manto de estrellas.
—¿Es esa la lanzadera que viene de Moonbase?
Cahill asintió con la cabeza y apretó un botón en el panel de su escritorio. Símbolos numéricos y alfabéticos brotaron junto a la lanzadera lunar. Informaban su posición, hora estimada para el arribo, cargamento y tripulación.
El mayor Cahill era alto y delgado y tenía una larga quijada. Durante su misión en Alfa se había dejado crecer un bigote rubio que ya era lo suficientemente espeso como para curvarse en las puntas. Pensaba cortárselo antes de volver a su casa para las vacaciones. Su trabajo incluía el control de todos los satélites ABM no tripulados que estaban en órbita mucho más abajo, cerca de la Tierra y que caían dentro del campo visual de Alfa, el cual abarcaba un hemisferio. Además se encargaba de todos los aparatos tripulados que se aproximaban o se alejaban de la estación.
El teniente coronel Stahl era el comandante de la base: rechoncho, sólido, con cara de boxeador marcada por los años y el sol, y una nariz rota en un partido de football en la Academia Militar hacía ya mucho tiempo.
—Otro pájaro se aproxima —dijo Cahill a su comandante, señalando otra pantalla—. Es el transporte de tropas desde Kennedy. Su hora estimada para el arribo coincide con el de la lanzadera lunar.
—El transporte de tropas tiene prioridad —dijo Stahl, secamente.
Cahill estuvo de acuerdo y lo indicó así con un movimiento de cabeza.
—No hemos recibido provisiones de Moonbase en dos días. La catapulta está en reparaciones.
—Lo sé.
—Sí, claro, pero… si echa una mirada al cargamento que esa lanzadera trae…
Stahl trató de comprender los símbolos de los códigos.
—ALMTS LJ significa “alimentos de lujo”, Harry. Pollo, verduras frescas, y hasta es posible que venga algo de fruta. No sería mala idea esconderlos y ponerlos a salvo antes de que esos soldados novatos vengan a bordo.
Stahl frunció los labios.
—Hum. ¿Novatos, dice?
—Ninguno de ellos ha estado en misiones orbitales antes. Va a haber mucha gente vomitando, y mucha comida desperdiciada. Pero si ven lo bueno cuando lo descarguen, no se van a contentar con los sintéticos habituales.
—¿Quién está a cargo de ellos?
—Un capitán que viene directamente del estado mayor de Murdock. Tendrá comunicación directa con el jefe.
Stahl se rascó el lóbulo de la oreja y luego sonrió.
—Muy bien. Dirija el transporte de tropas a una órbita de estacionamiento mientras descargamos las golosinas y las escondemos. Luego podemos dejar que entren a bordo los mirones de Murdock.
Cahill sonrió ampliamente.
—Bien hecho, Harry.
Atado en su asiento anatómico, Kinsman sintió el leve golpe cuando la lanzadera se ajustó al lugar de descenso de Alfa. Se esforzó por permanecer relajado en su asiento mientras los leves golpecitos y vibraciones le decían que los hombres de la estación estaban conectando el túnel de acceso a la escotilla principal de la lanzadera.
Kinsman estaba en la primera fila de la sección principal para pasajeros del aparato. Este no llevaba ningún cargamento, a pesar de la información que se había transmitido por radio a Alfa. A bordo había veintiséis hombres, el máximo de la capacidad de la nave. El espacio para cargas estaba vacío. Los hombres venían armados.
Habían sido unas extrañas treinta y seis horas en caída libre. A Kinsman siempre le había gustado la sensación de no tener peso y el sentimiento de libertad que eso provocaba, pero esta vez se sentía confinado, aprisionado, atrapado. Se mantenía en contacto constante con Selene por medio de una transmisión de rayos láser, la que era imposible de interceptar desde las estaciones espaciales o desde la Tierra.
Todo estaba bajo control, aparentemente. En la Tierra no sospechaban nada. Aparentemente. Podría descender en medio de un comité de recepción, pensó. Quizás no creyeran la historia de la catapulta en reparaciones. Pero aun si no fuera así, tenía sólo veintiséis hombres para apoderarse de la Estación Espacial Alfa, que contaba con varios cientos de personas a bordo. Aunque la tropa era apenas un puñado, no más de cuarenta. Si podemos sorprenderlos, actuar con la rapidez necesaria…
Además ¿estaba todo realmente bajo control en Selene? Kinsman dudaba de su decisión final de confiar en Frank Colt. Y en Ellen.
Había ocurrido el domingo, después de una noche de cautelosa celebración en la que americanos y rusos se habían mezclado libremente. Todos, menos los muertos y los prisioneros. Aquella mañana, mientras Kinsman revisaba las listas de personal disponible y trataba de calcular cuántos hombres necesitaría para apoderarse de las estaciones espaciales y además mantener la disciplina en Selene, se dio cuenta de que no había suficientes hombres para ambos objetivos.
Entonces llamó a Colt, Ellen y Harriman a su oficina.
Harriman se veía cansado pero feliz. Se había pasado las horas de tranquila celebración y bebida la noche anterior, diciéndole a todo el mundo que por fin podría convertirse en ciudadano de algún país nuevamente.
Ellen estaba tranquila y se mostraba fría. Demasiado fría, pensó Kinsman. Como si tuviera que mantenerse a una cierta distancia de él. Estás suponiendo, pensó, que ella siente por ti lo mismo que tú sientes por ella.
Colt se mostraba prudente y… algo más. Kinsman no podía definirlo. Confuso. Indeciso, tal vez.
Se sentaron. Colt en una silla, mostrándose tan tranquilo como un gato al acecho. Harriman se echó en el sillón, murmurando acerca del vodka casero y dolores incipientes. Ellen se ubicó junto a él en silencio.
Kinsman estaba en su escritorio. El presidente, se dijo a sí mismo. El revolucionario que ahora tiene que preocuparse por los revolucionarios.
—¿Cómo están las cosas en el centro de comunicaciones? —preguntó a Ellen.
—Bien —respondió—. Ninguna sospecha en la Tierra. El tráfico es perfectamente normal.
Kinsman se pasó la lengua por los labios.
—Bien. Ahora el próximo paso es tomar las estaciones espaciales. Si Ellen tiene razón, no sospechan ni remotamente qué es lo que ocurrió aquí ayer.
—Sin embargo… —murmuró Colt.
—Y no lo sospecharán —replicó Kinsman—, mientras tengamos un equipo leal en el centro de comunicaciones. —Mientras decía esto miraba a Ellen. Ella le devolvió la mirada—. Aparte de la guardia en el centro de comunicaciones y en las instalaciones de lanzamiento —continuó—, no hay ninguna razón para que todo no se desarrolle normalmente aquí en Selene.
—Las barreras entre Moonbase y Lunagrad ya no existen —dijo Harriman, tocándose la cabeza con sus grandes manos.
—Eran sólo barreras de papel. Somos parte de una misma nación, de un mismo pueblo. Lo hemos sido durante años. No habrá muros entre nosotros.
Colt no dijo nada.
—Necesitaré todo el personal militar disponible para tomar las estaciones espaciales, más unos pocos para mantener el centro de comunicaciones y las instalaciones de lanzamiento con la máxima seguridad. La catapulta está clausurada.
—¿Y los rusos —preguntó Colt.
—Leonov está haciendo lo mismo que nosotros. Sus lanzaderas ya están en camino hacia sus estaciones. No habrá otros vuelos de entrada ni de salida en Lunagrad.
—Es sólo cuestión de tiempo —dijo Harriman— antes de que se den cuenta de que nada sale de Moonbase, como de Lunagrad. Y entonces comenzarán a sospechar.
—Es por esa razón que tenemos que movernos con rapidez. —Kinsman se levantó y dio unos pasos alrededor de su escritorio—. Hugh, he pensado pedirte que hagas de gran jefe mientras yo no esté…
—¡Cielos, no!
Kinsman levantó una mano para calmarlo.
—Lo sé. Lo sé. No eres el hombre adecuado para el cargo. Los filósofos no son buenos conductores.
—¡Mierda! Chet, tienes el mejor de los modos para desinflar a la gente.
Se volvió hacia Colt.
—Pero los militares sí lo son, por su preparación y por su actitud. Los militares son buenos conductores de hombres.
El negro se mostró sorprendido.
—¿Qué estás diciendo?
—Estoy preguntando, Frank, te estoy preguntando si puedo confiar en ti para que dirijas nuestra mitad de Selene hasta que yo vuelva de las estaciones espaciales.
Colt rió amargamente.
—Estás loco, hombre.
—Te necesito, Frank. Necesito que alguien haga ese trabajo, y que lo haga bien. Tú puedes hacerlo.
—¡Yo no estoy de tu parte! ¿No te has dado cuenta de eso todavía?
Kinsman se sentó en el borde del escritorio.
—Frank, podrías haberme detenido perfectamente en la fábrica de agua. Pero te pedí que tuvieras confianza en mí, y lo hiciste. Creo que ya puedes darte cuenta de que Leonov ha mantenido su palabra.
—Aún pueden hacerte caer en una trampa en cualquier momento, compañero. En cualquier momento.
—Es posible. Es posible que Leonov esté mintiendo; sin embargo, no creo que se haya hecho disparar en el trasero sólo para…
—¿Un disparo dónde?
Harriman murmuró:
—¡Tendrías que haberlo visto anoche! ¡Tenía el culo en cabestrillo! ¡Auténtico!
Confundido, Colt sacudió la cabeza.
—Frank —Kinsman estaba muy serio—, ahora te pregunto si estás dispuesto a comandar Selene por unos pocos días, nuestra mitad de Selene por lo menos. Hay que comenzar con las reparaciones de la fábrica de agua. Hay que asegurarse de que todo funcione sin dificultades. Lo que estarás haciendo no tendrá nada que ver con tu posición en este asunto.
»Tendrás a tu cargo varios cientos de hombres, mujeres y niños, harás que todo marche bien. Que yo pierda o gane, es otro asunto totalmente distinto. —Colt comenzó a sacudir la cabeza—. Todo lo que te pido es que prometas no intentar comunicarte con las estaciones espaciales o con la Tierra. Sólo debes ocuparte de lo que hay que hacer aquí. ¿Puedo confiar en ti?
—Que lo haga Pat Kelly —dijo Colt.
Kinsman sintió que los músculos de su mandíbula se ponían tensos.
—No puedo confiar en Pat. Además, no está en condiciones emocionales como para hacer nada. Si logramos nuestro objetivo y se evita la guerra, lo enviaremos a él y a su familia de vuelta a la Tierra.
Colt repitió:
—Yo no estoy de tu parte.
—No me importa de parte de quién estás —dijo Kinsman—. ¿Puedes hacerte cargo de nuestra mitad de Selene por unos días… como un neutral temporario?
—¡Eso sería ayudarte, hombre!
—Lo haré yo —dijo Ellen.
Kinsman la miró sorprendido. Harriman murmuró algo indescifrable. Ellen les sonrió.
—No tienen por qué estar tan sorprendidos. Yo también puedo ser una conductora de hombres, como dijiste con tanta belleza, Chet. Me haré cargo de la base por unos días.
Pasaron unos pocos segundos antes de que Kinsman dijera:
—¿Quieres… colaborar?
Ella asintió con la cabeza y respondió:
—Alguien tiene que hacerlo. Además, realmente estoy de tu parte… me guste o no. Y puedo manejar la base tan bien como cualquier otro.
—Nunca pensé… —dijo Kinsman.
Pero Ellen se había vuelto ya hacia Colt.
—Espero que usted no tratará de crearme problemas mientras Chet esté ausente.
Kinsman dirigió su atención al mayor negro.
—¿Qué dices, Frank? ¿Prometes no tratar de apoderarte del centro de comunicaciones o del equipo de lanzamiento?
Colt frunció la frente, pestañeó y luchó visiblemente consigo mismo. Finalmente dijo:
—¡Ah, mierda! Muy bien, no haré nada malo. ¡Pero quiero estar en la primera nave que vuelva a la Tierra ! No quiero tener nada que ver con tu estúpida revolución.
Harriman tenía una expresión de duda, pero, por una vez, no dijo nada. Kinsman se sentía incómodo, y seguramente se le notaba más de lo que él quería.
—¿Qué te ocurre, Chet? —preguntó Ellen—. ¿Tienes miedo de dejar a una mujer a cargo de tu función, aunque solo sea por unos días?
Kinsman se encogió de hombros, sonrió y se rindió graciosamente.
—Después de todo, ¿qué otra cosa puedo hacer?
Una luz verde comenzó a encenderse y apagarse, interrumpiendo los complejos pensamientos de Kinsman.
—Listos para desembarcar —dijo por los altoparlantes la voz del piloto de la nave.
Kinsman desató las correas de seguridad y salió de su asiento anatómico flotando, sin peso. Había sido un largo viaje de treinta y seis horas hasta Alfa…, pero ahora parecía demasiado corto, parecía que había terminado demasiado pronto. Habían revisado el plan de batalla cincuenta veces. Ahora hubiera deseado hacerlo cincuenta veces más.
—Muy bien, señores. Muchachos…, simplemente hagan lo que hemos programado, y en la base nunca sabrán lo que ocurrió. Actúen con rapidez. No disparen salvo que sea necesario. Buena suerte.
Sus caras serias, jóvenes y asustadas lo miraban. Algunos asintieron con la cabeza; otros revisaron sus armas. Todos llevaban pistolas, nada más pesado. Eran lanzadardos, diseñados para detener a un hombre con una combinación de golpe de impacto y sedantes. No lo suficientemente poderosos como para atravesar el frágil casco de un aparato espacial o de una estación… o matar a alguien.
Kinsman se adelantó a todos ellos y se dirigió hacia la portezuela de la esclusa neumática. Sentía y oía las maniobras de la tripulación de la estación al otro lado para abrir la portezuela. Sopesó la pistola en su mano y apretó el botón que había junto a la portezuela para destrabarla desde adentro de la nave.
La puerta se abrió, y apareció un pesado sargento y dos hombres de la Fuerza Aérea vestidos de fajina.
—¿Qué? ¡Esperábamos…! —Entonces el sargento vio el arma.
—Dé un paso atrás y no cause problemas —dijo Kinsman.
—¿Qué demonios es esto?
Hicieron retroceder a los tres hombres por la estrecha cámara metálica de la esclusa neumática hasta el área más amplia de la plataforma de descarga. Este lugar estaba en el centro de la estación espacial, en el cubo de gravedad cero de la estructura.
Las tropas lunares se dispersaron, y siguieron los tres tubos principales —los “rayos” que conducían del centro hacia los distintos círculos—, hasta llegar al círculo exterior. Sus objetivos eran el centro de comunicaciones, los generadores de energía y la sección para los oficiales.
Quedaron cinco hombres a cargo de la plataforma de descarga. Tres equipos de siete hombres cada uno corrieron hacia sus objetivos. La mayor parte de la estación estaba constituida por las áreas de trabajo, vivienda y descanso para los civiles; Kinsman las ignoró. Apoderándose de lo más importante, lo demás no resistiría.
Estaban también las áreas de arsenales, donde se guardaban láseres de alto poder y pequeños proyectiles cohete para defender la estación contra cualquier ataque exterior. Pero eran más necesarios los generadores de energía. Al controlar la energía eléctrica controlarían la estación.
Kinsman conducía el grupo que se dirigía a la zona de los oficiales. Treparon la larga y casi interminable escalera espiral que serpenteaba por la pared interior del tubo. Primero se abandonaron en la caída libre, luego comenzaron a tomarse del pasamano y mitad caminaban, mitad saltaban a medida que retornaba la gravedad.
El área de oficiales estaba en el nivel Cuatro, cuyo giro proporcionaba una gravedad similar a la lunar. Kinsman lo sabía, y estaba agradecido de no tener que estar en total gravedad terrestre, por lo menos no inmediatamente.
Pasaron junto a dos sorprendidos civiles que ascendían por el tubo. Ninguno de ellos dijo nada mientras los hombres armados pasaban. Era mejor así, pensó. Para cuando se den cuenta de qué es lo que ocurre, ya nos habremos apoderado de la Estación.
Sus pasos repiqueteaban y resonaban metálicamente ahora a través del estrecho y débilmente iluminado tubo.
Finalmente entraron al Cuarto Nivel, y corrieron por el corredor central hacia el sector de oficiales. Con su corazón golpeándole contra las costillas, Kinsman miraba las placas con nombres sobre las puertas que iban pasando.
—¡Esta es!
Tte. Cnel. H. J. STAHL. Abrió la puerta de un empellón. Vacía. Una cama, un escritorio, fotografías de la mujer y los hijos, cassettes grabadas, pero nadie estaba allí.
Otros dos oficiales de la estación eran arrancados de sus compartimientos por los cariacontecidos ayudantes de Kinsman. Uno de ellos lo reconoció.
—¡Kinsman! ¿Qué haces aquí? ¿Qué demonios ocurre?
Flanqueados por los jóvenes armados, ambos se mostraban sorprendidos y algo más que molestos.
—Nos estamos apoderando de la estación, Ralph. ¿Dónde está Harry Stahl?
—¿Apoderándose? ¿Qué quieres decir?
—Precisamente eso —respondió Kinsman, caminando por el corredor hacia ellos—. ¿Dónde está Stahl? No hay tiempo para demoras.
Ralph estaba encolerizado. Su compañero miraba fijamente las armas que llevaban los jóvenes oficiales.
—El coronel no siempre me hace confidencias sobre lo que va a hacer —dijo Ralph, furioso—. Es posible que esté en el comando. ¿Cómo demonios puedo saberlo?
Kinsman hizo una mueca.
—Muy bien —dijo—. Muévanse, hacia el salón principal. —Y agregó, para sus hombres—: Vacíen todos los compartimientos de este corredor. Lleven a todo el mundo al salón principal.
Ralph y su amigo caminaban delante de Kinsman. No levantaron las manos sobre la cabeza y Kinsman guardó su arma…, pero todos sabían lo que estaba ocurriendo.
—Esto es una locura, Chet. No podrás salirte con la tuya.
—Vamos, sigue caminando, Ralph.
El corredor se inclinaba hacia arriba en ambas direcciones; parecía como si uno constantemente estuviera caminando cuesta arriba cualquiera fuera la dirección que uno eligiera. Pero, en realidad, se sentía como si fuera perfectamente llano: no existía la sensación de estar ascendiendo.
El salón principal no era otra cosa que una sección del corredor ensanchado con salientes ampollas a los costados, formando pequeñas plataformas donde el personal se podía sentar y mirar hacia afuera. Había suficientes mesas como para acomodar a unas cincuenta personas simultáneamente. Amibos extremos del salón estaban abiertos al corredor que atravesaba el Cuarto Nivel, como la cámara de una antigua rueda de bicicleta. En el extremo más distante, el corredor pasaba por la cocina y por una serie de depósitos. Kinsman hizo sentar a los dos oficiales en una de las mesas, luego se dirigió a la cocina e hizo señas para que un cocinero y sus ayudantes —todos con los ojos muy abiertos— se sentaran cerca de Ralph y su furioso amigo.
La Tierra pasó por la ventana junto a las mesas cuando las tropas lunares comenzaron a traer a otros oficiales y empleados de la estación al salón. Se los veía sorprendidos, enojados, confundidos. Algunos de ellos habían sido obviamente sacados abruptamente de su sueño. Tres de los oficiales eran mujeres. El teniente coronel Stahl no estaba entre los prisioneros.
—Coronel Kinsman —llamó una voz por los altoparlantes. Era la voz de un hombre joven—. Coronel Kinsman, por favor póngase en contacto con el centro de comunicaciones.
Kinsman fue hasta el teléfono de pared que había en la cocina sin apartar sus ojos de las mesas, que iban llenándose rápidamente. Entraban hombres y mujeres por ambos extremos, urgidos por jóvenes armados.
—Aquí Kinsman —dijo, después de apretar el botón del teléfono—. Quiero hablar con el centro de comunicaciones.
La computadora de la estación hizo un breve zumbido y luego dijo:
—Centro de comunicaciones.
—Habla Kinsman —dijo en la rejilla del micrófono.
—Sí, señor. Habla el teniente Relly. Tenemos al coronel Stahl; estaba en el centro de comunicaciones cuando llegamos aquí.
Involuntariamente, Kinsman dejó escapar un suspiro de alivio.
—Muy bien. Tráiganlo al salón principal de oficiales. ¿Tienen controlado el centro?
—Sí, señor. Ningún problema.
—Bien. Llámeme cuando informe el equipo del generador de energía.
—Sí, señor.
El salón de oficiales se estaba llenando con hombres y mujeres que protestaban y se mostraban asustados, cuando el teniente coronel Stahl entró, conducido por uno de los muchachos de Kinsman.
—¡Kinsman! ¿Qué demonios cree que está haciendo aquí?
—Declarando la independencia de Selene.
—¿Qué? —Stahl se detuvo en el centro del salón, desafiante, con las piernas ligeramente separadas y los puños apretados. Daba la impresión de que estaba por saltar sobre Kinsman.
—Nos estamos apoderando de sus tres estaciones —dijo Kinsman lentamente, mientras caminaba hacia Stahl hasta quedar a medio metro de él—. Es parte de nuestro plan para crear la nación independiente de Selene. Es un nombre extraño, supongo…, pero es el mejor que tenemos. Los rusos están haciendo lo mismo con sus propias estaciones.
Stahl estaba pálido.
—¿Usted… usted y los… los rusos? —parecía mareado.
—Moonbase y Lunagrad juntas, eso es.
—No puede…
—Ya lo hemos hecho.
Los dos hombres estaban de pie frente a frente, inmóviles, sin hablar. El altoparlante quebró esa situación:
—Coronel Kinsman, por favor llame a la sección del generador de energía.
Los muchachos en el generador de energía estaban fuera de sí de júbilo. No había habido heridos de ningún bando, y todo estaba bajo control. Kinsman los felicitó y les dijo que esperaran órdenes.
Recorrió con la mirada a sus hombres y luego hizo una seña al que parecía ser el mayor.
—Ustedes conduzcan a estos oficiales de vuelta a sus habitaciones, y luego clausuren las portezuelas de emergencia en los extremos de la sección de oficiales. Pongan un guardia en cada portezuela. —Eso los mantendría en sus propios compartimientos, donde no podrían causar ningún problema—. Yo me voy al centro de comunicaciones.
Este centro estaba en la rueda siguiente, en el nivel Tres, girando a una velocidad suficiente como para producir la mitad de la gravedad de la Tierra. Por primera vez en casi cinco años, Kinsman sintió una fuerza mayor que la de la suave gravedad lunar. Era como caminar con el agua hasta el pecho.
Se dejó caer agradecido en la silla que el mayor Cahill había ocupado anteriormente y observó las pantallas visoras que mostraban principalmente las distintas secciones interiores de la enorme estación espacial. Sentía pesado el pecho; estaba agitado como un atleta excedido en peso.
Las operaciones de limpieza duraron varias horas. Había unos doscientos civiles a bordo de la estación, casi todos ellos en la rueda exterior —el Nivel Uno—, con gravedad igual a la de la Tierra. Kinsman los dejó tranquilos por el momento, y concentró sus escasas fuerzas en las áreas militares. Esperaba que el número de hombres de que disponía fuera suficiente para la operación, y comenzó a tener la sensación de que la jugada había dado resultado. Sólo había unos pocos oficiales que no estaban en sus habitaciones ni en el centro de comunicaciones, ni en la plataforma de descarga ni en los generadores. Había muchos más técnicos y empleados, por supuesto, pero los luniks armados los aprisionaron rápida y eficientemente.
Kinsman lo observó todo desde el centro de comunicaciones, recostado pesadamente en su asiento y transpirando por el esfuerzo de levantar su pecho para respirar. Llegaron informes de las estaciones Beta y Gamma: todo bajo control. Las otras estaciones eran mucho más pequeñas, con sólo uno o dos escuadrones en cada una. Algunos de los tripulantes de Gamma se habían recuperado de la sorpresa inicial y habían tratado de enfrentar a los luniks de Kinsman con sus propias manos, pero después de una breve escaramuza fueron dominados con las armas.
—No puedo creer que todo vaya tan bien —dijo uno de los jóvenes, después que el capitán Perry informó de su éxito en Beta—. ¿Acaso las estaciones no estaban en alerta amarilla, al igual que Selene?
Kinsman asintió con la cabeza. Hasta eso era un esfuerzo. Lentamente dijo:
—Sí. Pero alerta amarilla aquí significa estar listos para derribar cohetes enemigos, no estar preparados para repeler un abordaje. Son las bondades del sistema; uno siempre sale reventado.
El muchacho rió.
Los civiles estaban comenzando a llamar por teléfono al centro de comunicaciones. Sabían que algo extraño estaba ocurriendo, pero no sabían exactamente qué. Algunos de ellos trataron de trepar desde su rueda hacia los niveles interiores, pero los guardias de Kinsman los detuvieron a la entrada de los tubos que servían de conexión.
—Les está comenzando a dominar el pánico —dijo uno de los hombres en la consola de comunicaciones—. No saben lo que está ocurriendo, y eso los asusta.
—Conécteme con el sistema de altoparlantes —pidió Kinsman.
El muchacho estudió las filas de botones en la consola que tenía delante, frunció la cara y luego apretó cuidadosamente dos de ellos en secuencia. Se volvió hacia Kinsman y dijo:
—Conectado, señor… creo.
Mientras observaba las pantallas visoras que mostraban el corredor principal del Nivel Uno, Kinsman dijo con calma:
—Atención, por favor. Atención, por favor.
En las pantallas vio cómo se interrumpían las conversaciones, y la gente que caminaba por el corredor se detenía bruscamente. Todos tenían sus caras levantadas hacia los altoparlantes en el techo.
—Mi nombre es Chet Kinsman… —súbitamente, no supo qué decir—. Eh… Hoy, un grupo de nosotros, habitantes de Selene, la que ustedes llaman Moonbase, nos hemos hecho cargo de esta estación espacial, así como de Beta y Gamma. Nuestros vecinos rusos de Lunagrad han hecho lo mismo con las estaciones espaciales rojas. Hemos formado una nueva nación llamada Selene, independiente de los Estados Unidos y de Rusia. Independiente de todas las naciones de la Tierra.
Obaservó sus caras: sorpresa, escepticismo, incredulidad, apatía, furia.
—Nos hemos apoderado de las estaciones espaciales por razones de autoprotección. Transportaremos a cualquiera que lo desee hasta la Tierra tan pronto como sea posible. Mientras tanto, por favor, continúen con sus tareas como de costumbre. Nadie los va a dañar o molestar. Pero por el momento, tenemos que pedirles que permanezcan en su sector de la estación. Por favor, permanezcan en los niveles Uno y Dos, y no traten de pasar más allá hasta que anunciemos lo contrario. Gracias.
Observó sus caras en las pantallas visoras. La mayoría se mostraban confundidos. Los blancos, principalmente americanos y algunos europeos, se veían asustados o enojados. Los pocos orientales y negros que habían a bordo estaban sorprendidos, pero no tan asustados. Unos pocos sonreían, pero muy pocos. En contados minutos se formaron grupos. Las conversaciones, los movimientos de brazos se reflejaban en cada pantalla.
Kinsman instaló un cuartel general temporario en el área de descanso del Nivel Seis, donde la gravedad era menor que la lunar. Las paredes, el suelo y el techo del enorme gimnasio estaban acolchados. Muy apropiado, pensó. Entre máquinas de remos y una mesa de campos magnéticos, Kinsman y algunos de sus hombres arrimaron algunos bancos y una tabla de tenis de mesa junto al único teléfono de pared que había en el área.
Constantemente entraban y salían hombres, trayendo informes y problemas a Kinsman. El teléfono sonaba sin cesar. Inevitablemente los papeles se amontonaban sobre la mesa; crecían como hongos cuando uno no miraba. Al capitán del transporte de tropas que estaba esperando, se le dijo que abandonara su posición junto a la estación y dirigiera sus cohetes hacia la Tierra. El capitán protestó con indignación, aduciendo que parte de las tropas estaban descompuestas por la caída libre… hasta que se le informó que en la estación había varios casos de infección por un virus no identificado. Kinsman hizo entonces que el centro de comunicaciones llamara a la Tierra pidiendo una misión médica de evacuación, para sacar a más de cien personas no infectadas.
Eso provocó una infinidad de llamadas desde la Tierra., incluyendo una del general Murdock. Los oficiales de Kinsman atendían todas desde el centro de comunicaciones, ajustándose a ese pretexto y afirmando que estaban trabajando con equipos reducidos a causa de la infección.
A las 18 horas Kinsman pudo descansar lo suficiente como para comer una rápida cena que le trajeron de la cocina. Estaba terminando un bistec de soja no del todo descongelado, cuando el teléfono de pared sonó, precisamente junto a su oído.
—Kinsman —dijo en el micrófono.
—Señor —la voz sonaba preocupada—, uno de los científicos civiles en el primer Nivel está haciendo un gran escándalo. Asegura que tiene en marcha un experimento muy importante sobre modificaciones metereológicas, y debe llegar a la sección del observatorio antes de las 19 horas o se habrán perdido varios años de trabajo.
—El observatorio está en el área de gravedad cero, junto a las instalaciones de descenso y descarga —pensó Kinsman en voz alta—. ¿De qué nacionalidad es el hombre?
—Americano, señor. Pero afirma que trabaja para las Naciones Unidas… UNESCO, o algo por el estilo.
—Control de clima… —Lo pensó un instante—. Mándelo aquí. Quiero hablar con él.
—Sí, señor.
—No lo deje solo. Hágalo escoltar.
—Como ordene, señor.
Kinsman terminó su breve cena mientras se preguntaba cómo le habría ido a Leonov. Supongo que es demasiado pronto como para esperar algún informe suyo. No debo imaginar que le habrá sido tan fácil como a nosotros.
Pocos minutos más tarde, un oficial lunik y un civil entraron al área de descanso y atravesaron el acolchado suelo hasta el improvisado puesto de comando de Kinsman. El civil no tenía aspecto de científico: medía más de un metro ochenta, tenía hombros anchos y cuerpo de atleta. Se deslizaba suavemente sobre el suelo acolchado; la poca gravedad parecía no molestarlo en absoluto. Su expresión era dura, con esa nariz ganchuda y la frente agresiva. La colilla de un cigarro apagado colgaba de sus dientes. Era completamente calvo, y su cráneo estaba cubierto por una finísima pelusa blanca. A Kinsman le hizo recordar más bien a un luchador turco que a cualquier otra cosa. Y además estaba enojado.
Kinsman se puso de pie detrás de la mesa de tenis.
—Soy Ted Marrett —dijo el civil, manteniendo en los costados sus carnosas manos.
—Chet Kinsman.
—Óigame, no tengo tiempo para cortesías o para repetir lo que digo, de modo que preste atención. Estoy trabajando en un proyecto para aumentar las lluvias, y he estado en esto durante seis malditos años. Cambiando las estructuras pluviales a lo largo del valle del Alto Níger, tratando de impedir que el Sahara se extienda hacia el sur, eliminando tierras de pastoreo y granjas. Si no estoy allá para el experimento de catálisis que comienza a las 19 horas, se habrán perdido seis años de trabajo… y unos cuantos millones de personas morirán de hambre.
Kinsman se sentó sobre el banco.
—¿Y dirige el experimento desde aquí?
—¿Desde dónde, si no? —explotó Marrett, que seguía de pie—. Desde aquí se puede ver todo el maldito hemisferio. La clave de todo este experimento son las estructuras de vientos y corrientes alrededor de las Islas Canarias. ¿Qué le parece si…?
—¡Eh, un momento! —Kinsman alzó las manos, y sonriendo le dijo—: ¿Se da cuenta de lo que ha sucedido hoy aquí?
Marrett lo miró aún más agriamente.
—Ustedes, un grupo de lunáticos, se han apoderado de la estación. Su glorioso líder quiere proclamar la independencia de la Luna … Estupideces. Yo tengo trabajo, compañero.
—Verá, yo soy el glorioso líder.
Ahora fue Marrett el que sonrió.
—¡Ajajá! Bueno, mi boca siempre fue más grande que mi cerebro. Pero vamos, estamos perdiendo el tiempo. Tengo que ponerme en comunicación con mi gente en la Tierra. Es muy importante.
A Kinsman se le ocurrió que si el experimento se cumplía puntualmente ayudaría a desvanecer cualquier sospecha que tuviera Murdock.
—¿No mencionará nada de lo que estamos haciendo aquí?
—Demonios, no me interesa. No soy un político. Y mientras pueda seguir con mi trabajo…
—Muy bien, lo autorizaré a hacerlo. Pero el teniente permanecerá con usted y se asegurará de que sólo habla sobre su trabajo.
—No hay problema —dijo Marrett, tranquilamente—. Sólo que este asunto puede demorar unas diez o doce horas.
—En ese caso, enviaremos un relevo.
Marrett se encogió de hombros y se dirigió al joven oficial, a quien había impresionado.
—Vamos, hijo.
Cuando salieron, Kinsman se preguntó: ¿Cómo demonios nos daremos cuenta si está hablando de su trabajo, o comienza a decir tonteras en su jerga para despertar sospechas en la Tierra ? Otra cosa era confiar en Frank Colt, a pesar de sus expresiones de lealtad. Frank está con nosotros, aunque no se dé cuenta.
Pero este Marrett es un extraño, pensó. La única persona en quien realmente confío es en ese teniente, y ni siquiera puedo recordar su nombre.
El teléfono sonó nuevamente. Se oyó una voz asustada y temblorosa.
—Señor, varios miembros de la tripulación de la estación han escapado de su encierro aquí en el nivel Cuatro. Dispararon contra dos de los nuestros, señor. Uno está muerto y el otro malherido, señor.