MIÉRCOLES 29 DE DICIEMBRE DE 1999, 05:25 HT

Kinsman se despertó súbitamente.

Durante un momento no pudo recordar dónde estaba. Luego su cabeza se aclaró: un compartimiento VIP en la sección de baja gravedad de la Estación Espacial Alfa.

Se levantó lentamente. Había un tubo de plástico en su muslo, cuidadosamente envuelto en vendajes protectores. Miró el reloj digital instalado en la pared: dentro de una hora y media ese tubo estaría conectado a un marcapasos y a un motor eléctrico. Dentro de su pierna el tubo serpenteaba a través de la arteria femoral hasta el torso, pasando luego a la aorta, donde reposaba la bomba de plástico ahora inactiva. Una vez que el marcapasos y la unidad de energía estuvieran conectados, el globo actuaría como un auxiliar, ayudando en el trabajo del bombeo de la sangre que su debilitado corazón natural sería incapaz de hacer en la Tierra.

Jill se había mostrado preocupada durante todo el procedimiento quirúrgico.

—La bomba no puede aliviar a tu corazón en más de un cincuenta por ciento —había dicho—. Aun con ella tendrás problemas cuando llegues a la Tierra.

Kinsman arrastró sus pies hasta las instalaciones sanitarias y se bañó en seco, abandonándose a las vibraciones sónicas que lo limpiaban y lo masajeaban. Era tonto, se dijo a sí mismo, sabiendo que podría haber disfrutado de un baño con agua. Pero los hábitos se imponen. Además, supongo que no debo mojar el vendaje. No quería admitir que un baño de agua podría arruinar demasiado el ritual de “la última posibilidad de mi vida”.

Se afeitó cuidadosamente y luego comenzó a vestirse. Por un momento pensó pedir una comunicación con Ellen, que había quedado en Selene…, pero sacudió la cabeza rechazando la idea. Es mejor dejar las cosas como están. Si vuelvo, tal vez entonces podamos arreglar algo. Pero no ahora.

Se puso una camiseta, pantalones cortos y calcetines con suela. Nada más. El vendaje se veía por debajo de los pantalones y abultaba en la parte interior del muslo. Parecía que tuviera un par de testículos de más.

Respiró profundamente para tranquilizarse y abrió la puerta. Se dirigió al encuentro de Jill y de su equipo médico.

Dos horas más tarde estaba sentado en una silla especial con almohadones de espuma, a bordo del avión cohete que reentraba en la atmósfera terrestre.

Kinsman estaba dentro de un esqueleto exterior mecánico: era una estructura de tubos metálicos que corrían a lo largo de sus piernas, su torso, brazos y cuello. Los tubos de metal plateado estaban articulados en todos los lugares en que el cuerpo humano estaba articulado, aunque las amplias placas de metal que llevaba en la espalda no serían nunca tan flexibles como una espina dorsal. Diminutos motores de servicio movían el traje en respuesta a los propios movimientos musculares de Kinsman.

Mientras el avión cohete se hundía más profundamente en la atmósfera de la Tierra y la fuerza de gravedad aumentaba en al aparato, Kinsman probó su nuevo esqueleto externo. Levantó el brazo derecho del apoyabrazos de su asiento. Apenas se oyó un levísimo murmullo de los motores eléctricos y el brazo se levantó suavemente, con toda facilidad. Sin embargo, cuando Kinsman trató de flexionar sus dedos —que no tenían ayuda auxiliar—, sintió como si estuviera tratando de apretar una pelota de esponja de goma en lugar de aire.

El esqueleto exterior permitiría a un hombre normal en gravedad terrestre levantar cargas de media tonelada con una sola mano. Kinsman confiaba que el traje le permitiera estar de pie y caminar adecuadamente.

La parte de atrás del traje incluía una estructura rígida, semejante a la estructura del zurrón de caminante, a la que se adosaron una batería para la energía necesaria para todo el equipo y una bomba cardíaca, el control del marcapasos y su motor, y un pequeño tanque verde que contenía oxígeno para una hora. Sobre el asiento, junto a él, había una máscara de oxígeno. Jill había insistido en que también formara parte de todo el equipo que llevaba consigo, para casos de emergencia.

Le resultaba difícil mover la cabeza ya que los soportes del cuello del esqueleto externo eran demasiado tiesos. Así pues, como alguien a quien le duele el cuello, Kinsman giró cuidadosamente todo el cuerpo ligeramente hacia un costado hasta donde se lo permitieron los correajes de seguridad que le envolvían los hombros y las piernas. Miró a Landau y Harriman que estaban sentados en el doble asiento al otro lado del pasillo. Se movían con libertad, excepto por los correajes de seguridad, y estaban sumergidos en una animada conversación.

El resto del avión cohete estaba vacío, salvo por la tripulación en la cabina y un trío de azafatas que habían debido mostrar certificados profesionales de enfermería antes de que Jill las autorizara a servir en ese vuelo tan breve.

Kinsman se reclinó en su asiento con el acompañante de un coro en miniatura de murmullos eléctricos y cerró los ojos. Sabía perfectamente bien lo que estaba ocurriendo en la cabina ahora, o por lo menos lo que ocurría antes, cuando él mismo había piloteado aparatos semejantes, hacía varias décadas. Ahora todo era controlado desde la superficie: todo era automático. La tripulación estaba ahí sólo para casos de emergencia.

Pero en su mente sintió nuevamente el tirón de la columna de control en sus manos mientras la nave luchaba contra un máximo de fuerzas aerodinámicas. Vio la estela de fuego del ingreso a la atmósfera, cuando el aparato brillaba a través de la atmósfera como un meteoro que cae, haciendo arder el aire a su alrededor. Recordó un vuelo en el que él y Frank Colt…

—Aterrizaje en tres minutos —anunció el pequeño altoparlante. Hasta la voz sonaba metálica, automática. Sin ninguna emoción.

A pesar de sí mismo Kinsman sonrió. Sólo son reminiscencias de otros tiempos, de un pobre vejete.

No había ventanillas en el avión cohete, pero la pequeña pantalla visora instalada en el resplado del asiento delante de él mostraba, desde el punto de vista del piloto, el acercamiento de la nave al espaciopuerto J. F. Kennedy. El sol se reflejaba en el agua gris acero. Estructuras indiscernibles comenzaron a cobrar forma en la pantalla: casas, fábricas, depósitos, garages de estacionamiento, torres, iglesias, negocios, puentes, caminos… todo al aire libre, bajo un sol extrañamente pálido y diluido.

Aun cuando miraba atentamente la pequeña pantalla, Kinsman no pudo ver gente, ni coches en los caminos. Escasamente un ocasional ómnibus gris o un camión color verde oliva, que parecía más bien un vehículo militar que civil. La larga y oscura flecha de la pista se acercó velozmente. Un chirrido y un salto, luego otro, y luego el apagado murmullo de los cohetes de freno le dijeron a Kinsman que habían aterrizado. Estaban en el suelo. En la Tierra.

No se movió hasta que la nave se detuvo en la terminal. Las azafatas lo ayudaron a desprender las hebillas del correaje de seguridad. Luego se apartaron un poco —con extrañas expresiones en sus caras— mientras trataba de ponerse de pie.

Debo tener un aspecto bastante extraño, pensó, mientras el traje se desplegaba. Se puso de pie.

—¿Cómo se siente? —preguntó Landau. Su voz profunda y sus ojos graves de algún modo irritaron a Kinsman.

—Bien. Igual que en el Nivel Uno de Alfa. Los desafío a un partido de baloncesto antes de volver a casa.

Harriman lanzó un bufido.

—¡Ya estás alardeando! Vamos, si realmente eres tan sano, sal de esta lata de sardinas y permitamos a la gente que nos admire.

Pero no había gente. Por lo menos, no había multitudes. Kinsman y sus acompañantes salieron del aparato y entraron a un túnel de acceso que conducía hasta el edificio del espaciopuerto. Un grupito de oficiales y médicos estaban ahí. Entre ellos había un representante del Departamento de Estado, y varios funcionarios de las Naciones Unidas. Uno de estos, advirtió Kinsman inmediatamente, era una rubia sorprendentemente atractiva. Apuesto a que es sueca, pensó.

No había periodistas, ni cámaras de televisión. Ni siquiera curiosos. Todas las otras puertas de esa sección del edificio estaban cerradas. Toda el área había sido aislada. Hasta donde Kinsman podía ver a través de los corredores, no había nadie excepto una fila de guardias de seguridad a unos veinte metros unos de otros. Llevaban cascos de acero y máscaras de gas colgando de los cinturones, entre las pistolas para desórdenes y los lanzagranadas. Hasta los kioskos de revistas y los negocios de regalos estaban cerrados.

Entonces apareció la alta figura de Marrett, que se abría paso entre el grupo de funcionarios mascando tabaco.

—¡Bienvenido a la ciudad de las delicias! —exclamó, y los demás parecieron empalidecer y desaparecer hacia atrás. Kinsman extendió un brazo envuelto en metales y Marrett le dio la mano afectuosamente—. Soy el comité de recepción no oficial, y el representante personal del secretario general. Tenemos un escuadrón de automóviles esperando en la puerta para llevarlos al Cuartel General de las Naciones Unidas. Ustedes tres son huéspedes del secretario general.

Pero no fue tan fácil. Los oficiales inmediatamente formaron una fila de recepción y los tres visitantes lunares tuvieron que ser presentados a cada uno de ellos. Kinsman se preguntó ociosamente cómo se las arreglarían para organizar el orden de precedencias, ya que parecían provenir de una docena de naciones diferentes y de dos docenas de tipos de agencias gubernamentales, desde el Instituto Nacional de Salud de los Estados Unidos hasta el Ministerio para el Desarrollo de los Recursos Naturales de Tanzania.

Kinsman le dio la mano a todos, incluyendo a la rubia, que resultó ser de Kansas City y representaba al Consejo Urbano de América. Un lindo frente para un operador cinematográfico inteligente, pensó Kinsman. Mirando más detenidamente su parte delantera cubierta por un jersey, decidió: Demonios, tiene un lindo frente para cualquier cosa.

Finalmente estuvieron listos para ir por un corredor hacia el edificio principal de la terminal. Uno de los médicos americanos dijo:

—Tenemos una silla de ruedas para usted, señor Kinsman.

—No, puedo caminar.

Landau se acercó a él.

—Sería mejor que reservara sus fuerzas.

—Me siento bien.

—En este momento está bajo los efectos de la adrenalina —insistió Landau, quedamente—. Es aconsejable aprovechar la silla de ruedas.

De modo que sacaron a Kinsman en la silla. Estaba furioso mientras recorrían el vacío edificio. La seguridad era bastante estricta; se apercibió de ello cuando vio que todo el edificio de uno de los más grandes aeropuertos —y uno de los pocos espaciopuertos— de la Tierra , había sido clausurado completamente. Las boleterías estaban vacías; los monitores de televisión que mostraban la salida y llegada de vuelos estaban en blanco; las cafeterías y los restaurantes, así como los bares, estaban cerrados y oscuros. Cada pocos metros había guardias de seguridad fuertemente armados y con caras ceñudas.

El único signo de vida, aparte del cortejo fúnebre que se deslizaba por el desierto edificio junto con Kinsman, era un fotógrafo solitario que saltaba hacia atrás y hacia adelante con la agilidad del espantapájaros de Oz, sacando fotos con una diminuta cámara.

Kinsman y Landau fueron conducidos a una brillante limusina junto con Marrett y el representante del Departamento de Estado americano, un joven de mandíbula cuadrada muy bronceado y con las tipicas arrugas alrededor de los ojos que se forman de tanto estar al aire libre y no detrás de un escritorio.

Si no es miembro de la Agencia de Seguridad Interna me como el tapizado, se dijo Kinsman mientras se acomodaba en el asiento trasero del coche. Las distintas partes del esqueleto exterior se le clavaban en el cuerpo, incomodándolo. Landau se sentó junto a él mientras que Marrett y el joven del Departamento de Estado se ubicaron en los asientos móviles frente a ellos.

—¿Todo bien? —preguntó Marrett. Tenía que agacharse un poco para evitar que su cabeza calva golpeara contra el techo elegantemente tapizado.

—Tan bien como puede uno esperar —respondió Kinsman.

Alcanzó a ver que Harriman subía a un coche delante del de ellos. Iba con la rubia de Kansas a su lado.

—¿Qué tal es esa celda para una persona? —preguntó Marrett, mientras el chofer ponía en marcha el vehículo y se alejaba del edificio del aeropuerto .

—No está mal. Supongo que es mejor que tratar de moverme por aquí sin su ayuda.

El hombre del Departamento de Estado, cuyo nombre Kinsman ya había olvidado, preguntó:

—¿Cómo se siente al estar nuevamente en casa?

Kinsman le lanzó una fría mirada.

—Mi hogar está a medio millón de kilómetros de aquí.

—Oh, sí, ciertamente… Verá, quise decir…

Pero Kinsman estaba mirando hacia afuera, a los enormes espacios para estacionamiento totalmente vacíos que rodeaban al aeropuerto.

—¿Han cerrado todo el maldito aeropuerto por nosotros? ¿De qué tienen miedo?

—En estos tiempos cualquier cosa puede ser causa de desórdenes —dijo el joven del Departamento de Estado—. Y como se dará cuenta, los rebeldes no gozan de mucha popularidad entre la gente.

—Y también así es más fácil controlar la información sobre ustedes —agregó Marrett rápidamente—, ya que el gobierno es la única fuente de noticias. ¿No es verdad, Nickerson?

Nickerson pareció ponerse más oscuro bajo su bronceado.

—Los medios de información tienden a ser irresponsables, sensacionalistas…

Marrett se rió. Fue una sonora carcajada, que llenó el interior de la elegante limusina.

—Seguro. No tiene sentido permitirles que se exciten simplemente porque un hombre que ha dirigido una exitosa rebelión contra el gobierno, ha venido desde la Luna de visita como invitado de las Naciones Unidas.

Nickerson no le devolvió la risa.

—Señor Marrett —dijo fríamente—, usted es un ciudadano americano, si bien parece ser más leal a las Naciones Unidas que a su propio país. Le aconsejo que sea más cuidadoso con sus afirmaciones.

—¡Guárdese sus consejos, hijo!

Marrett sacó un cigarro nuevo del bolsillo de su camisa. A pesar del clima de invierno, el enorme meteorólogo llevaba sólo una ligera chaqueta de cuero sobre su conjunto de camisa y pantalón.

Landau levantó una mano en señal de protesta.

—Preferiría que no fumara aquí.

—¿Eh? ¡Ah! —Marrett miró a Kinsman y luego guardó el cigarro en el bolsillo.

La autopista que conducía a Manhattan estaba libre de vehículos a ambos lados, excepto por un ocasional transporte de la policía o un carro blindado del ejército. Hasta los puentes que pasaban por arriba de ellos estaban desiertos: ni tráfico, ni gente.

Mientras el cortejo de limusinas y sus escoltas se acercaban a Manhattan, una extraña sensación comenzó a dominar la espalda de Kinsman. Había estado en ese lugar anteriormente. Todo tenía un aspecto conocido; sin embargo, era de algún modo diferente. Vacío. Habían sacado a toda la gente. No había nadie en las calles, ni coches ni ómnibus. Pero había algo más. Algo faltaba aun en esos pequeños valles de ladrillo y cemento.

¡Defoliado!, se dio cuenta de pronto. No había un solo árbol a la vista. Han cortado todos los árboles. ¿Para combustible?

Giraron hacia Queensboro Bridge y Kinsman vio las siluetas de las altas y grises torres que recordaba a medias, perdidas en una neblina parduzca de smog. Hacia un lado después del puente, unos pocos coches privados compartían la Avenida East River con multitud de ómnibus a vapor. Pero en dirección al centro, por la calle que conducía al complejo de edificios de las Naciones Unidas, no se veía nada excepto los vehículos policiales y militares.

El río abajo se veía aceitoso, pesado y lento… y recién en ese momento Kinsman se dio cuenta. ¡Agua! Kilómetros y kilómetros de agua, olas que se superponían lentamente, agua que caía del cielo y creaba ruidosas y pequeñas corrientes…, como aquella vez en la inundación del Colorado, cuando bajaban por las laderas de las montañas para formar ríos que luego iban a terminar en el océano… Ríos, océanos, un planeta entero lleno de agua.

Miró fijamente el río gris. Toda esa agua, y vean lo que han hecho. Destrozan su propio hogar.

Apartó sus ojos del sucio río.

—Simplemente, no entiendo por qué tenían que aislar todo a nuestro paso —dijo.

Nickerson echó una ojeada a Marrett, que estaba sentado junto a él en el otro asiento móvil.

—Señor Kinsman —dijo luego—, tal vez sea una sorpresa para usted, pero la mayoría del pueblo americano lo considera un traidor. Pensamos que sería mejor para su seguridad brindarle la máxima protección.

—Y un mínimo de posibilidades para que yo contara directamente a la gente la historia de Selene.

El rostro de Nickerson echaba fuego, pero eso era lo único que traicionaba sus sentimientos. Dijo sin expresión:

—No queremos correr el riesgo de que se inicien desórdenes en los que alguno de ustedes pueda resultar herido o muerto.

Marrett tenía una expresión de disgusto, pero no dijo nada. Kinsman se volvió para mirar el río. ¡Tanta agua! ¡Y al alcance de la mano! Este mundo es tan rico… y lo han echado a perder totalmente.

Mientras se alejaban de la avenida East River por el corto espacio de las rampas que conducían directamente a los garages de las Naciones Unidas, la gente apareció súbitamente. Había miles de personas. Decenas de miles. Llenaban los espacios para peatones y se desbordaban hasta bloquear el final de la calle Cuarenta y Ocho. Un cordón de policía montada —¡todavía usan caballos!— impedía que la gente subiera a la rampa y bloqueara el acceso de las limusinas a los garages.

Kinsman recordaba la Plaza de las Naciones Unidas como un parque perfectamente cuidado, verde, con árboles y arbustos. La rápida impresión que tuvo mientras las limusinas aminoraban la marcha, era la de un lugar desnudo y sin árboles. Un lugar raso, lleno ahora de gente con banderitas americanas en los puños y grandes carteles.


¡NO NEGOCIEN CON TRAIDORES! LA LUNA NOS PERTENECE
BRUTO, BENEDICT ARNOLD Y KINSMAN
OTRA VEZ LAS NACIONES UNIDAS NOS TRAICIONAN

Y había peores. La mayoría de los carteles habían sido impresos profesionalmente, y alguien había distribuido numerosas copias. ¿El gobierno? Los que estaban escritos a mano eran obscenos.

A través de los cristales a prueba de balas, Kinsman oyó el rumor creciente de los gritos de la multitud, que lanzaba imprecaciones contra ellos. Una mujer les gritó con voz aguda:

—¡Kinsman, cuáquero bastardo, ojalá te maten como a un perro!

Nickerson sonrió extrañamente.

—¿Se da cuenta de lo que le decía?

—Excelente puesta en escena —murmuró Marrett.

Los coches pasaron por la entrada de la calle Cuarenta y Ocho y por debajo del sector para peatones, dirigiéndose hacia la salvaje cacofonía de gritos e insultos.

Con gran esfuerzo Kinsman se volvió para mirar por el cristal trasero. Súbitamente la multitud rompió el cordón policial, e irrumpió en la rampa. Un número mayor de policías apareció casi como por arte de magia y trató de apartar a la multitud de la entrada al garage. Reapareció la policía montada con máscaras de gases puestas… ¡igual que los caballos!

—Detenga el coche —ordenó Kinsman.

Su voz fue lo suficientemente fuerte como para atravesar el panel que separaba la parte de atrás de la limusina del asiento del chofer.

—¡Deténgase! —gritó nuevamente.

El chofer frenó bruscamente.

—¿Qué es lo que…?

Nickerson estiró su mano para tomar a Kinsman por el brazo envuelto en metales, pero éste ya había abierto la puerta y estaba bajando del coche. Los pequeños motores de su esqueleto exterior vibraron cuando se agachó para salir y luego se enderezó.

En la entrada del garage comenzaba una pelea. La policía estaba empujando al gentío y éste a su vez se resistía. Los garrotes y las pequeñas lanzas eléctricas de la policía estaban listas para entrar en acción. El rumor de los gritos furiosos resonaba en el túnel de concreto.

El aire era casi irrespirable. Se olían tufos que Kinsman había olvidado completamente: gasolina, goma, basura quemada, orina. Le ardían los ojos. Pero en lugar de volverse a buscar la máscara de oxígeno subió por la rampa en dirección a la muchedumbre enloquecida que agitaba las banderas y luchaba con la policía.

Se dio cuenta confusamente de que Landau y Marrett corrían detrás de él. Y también Nickerson, que probablemente estaba armado.

La inclinación de la rampa no significaba nada para ellos, pero para Kinsman era como ascender el Anapurna. Afanosamente, paso tras paso: un crujido, un gemido, un murmullo, un golpe: un crujido, un gemido, un murmullo, un golpe. El monstruo de Frankenstein invade Nueva York.

Repentinamente, los ruidos de la pelea y los gritos que venían de adelante cesaron. No fue todo de golpe, pero en el espacio de medio minuto se pasó del desorden al silencio, como una ola de sorpresa que atravesara a la muchedumbre, obligándola a calmarse. Una voz áspera gritó:

—Eh, ¿qué demonios es eso?

Luego, absoluto silencio de más de diez mil personas…, salvo los ruidos del esqueleto exterior de Kinsman. Lentamente, laboriosamente, ascendía por la rampa. Respirar era todo un ejercicio de concentración. Sentía su pecho áspero por dentro, demasiado pesado como para moverlo.

Uno de los policías se dirigió hacia él con el visor del casco bajo, una granada de gas en una mano, y un pequeño megáfono en la otra.

—El… megáfono —resopló Kinsman.

Dios todopoderoso. Veinte pasos y ya estoy medio muerto.

El policía vaciló, pero luego le alcanzó lo que pedía. Kinsman lo tomó entre los ruidos y murmullos de los pequeños motores. Se llevó el megáfono a la boca.

—Soy…

Se le quebró la voz; la garganta le ardía. Landau se adelantó para ayudarlo. Marrett y Nickerson aparecieron por el otro lado.

—Soy Chester Kinsman… —dijo, y oyó que su voz magnificada retumbaba entre las paredes del túnel.

El gentío pareció dar un paso o dos hacia atrás, en medio de un zumbido. Como una serpiente de cascabel, en espera de resolver si atacar o no.

—Soy el hombre a quien acusan de traición. —Kinsman respiró hondo con un extraño ruido—. Sólo les puedo decir… que hemos declarado… la independencia de la Luna … con el mismo espíritu que nuestros antepasados… declararon la independencia… de los Estados Unidos.

¡No puedo aspirar aire con mis pulmones!

—El pueblo de Selene… quiere vivir en paz… con toda la humanidad. No hay razón para que teman a una Selene independiente… como no la hubo para que Inglaterra temiera a los Estados Unidos independientes…

La gente comenzó a murmurar y a agitar sus banderas. Kinsman dejó caer el brazo. Alguien tomó el megáfono de su mano.

Tengo más cosas que decirles… pero no puedo. Estoy… demasiado agotado.

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