Kinsman, solo, atravesó el fantasmal paisaje. El volador trazaba un amplio arco deslizándose silenciosamente en la larga noche lunar. Abajo, el suelo era levemente iluminado por la luz de la Tierra. Era un desordenado y prístino panorama de cráteres y rocas grises.
Viajaba atado al asiento del piloto del pequeño aparato impulsado por cohetes y ahora pasaba por sobre las tierras altas al este de Aristarchus.
El Mar de la Tranquilidad era una mancha oscura en el horizonte frente a él.
Volaba solo. La pequeña nave estaba presurizada, de modo que podía llevar el visor del casco alzado. Aunque el traje a presión era voluminoso e incómodo, no lo molestaba. Si algo le ocurriera al volador, el traje podría salvarle la vida. Ya había ocurrido antes.
Allá abajo, muy lejos, las tierras altas quedaban atrás: agujereadas y turbias montañas barridas por la arena y pulidas por siglos de lluvias de meteoritos. Los únicos ruidos dentro de la cabina del aparato eran el suave murmullo de los motores eléctricos y el aún más suave susurro de los circuladores de aire.
Esto es estúpido, se dijo a sí mismo. Es un maldito modo de perder el tiempo. Pero el aparato estaba ya atado a su curso por las inflexibles leyes de la balística. Una vez comenzada la peregrinación no podía detenerse hasta llegar a su destino.
Al girar sobre sí mismo en el asiento del piloto, inclinándose hacia adelante tanto como se lo permitían los correajes, pudo ver la Tierra que lo acompañaba. Se echó nuevamente hacia atrás y controló los instrumentos en el panel de adelante, pero esto sólo ocupaba una parte de su atención. Continuaba viendo la cara de Jill y la de Kelly, y la de Pete Leonov, y todas aquellas caras de gente conocida en Washington, Nueva York, Los Angeles. Y lo que era peor, continuaba viendo niños: niños jugando, corriendo, en la escuela, durmiendo. Y todos ellos era barridos por el brillo enceguecedor de una bola de fuego.
Sigues pensando con tus glándulas lacrimales, se reprendió a sí mismo. ¡Es un magnífico modo de resolver un problema!
Oyó un zumbido en los auriculares de su casco. Movió una llave en el panel de controles.
—Aquí Kinsman —dijo secamente.
—Centro de comunicaciones. Hemos sintonizado un boletín de informaciones de la Tierra. El oficial de guardia pensó que usted querría oírlo.
—Muy bien, conéctelo.
Hubo un clic casi imperceptible y un momentáneo murmullo. Luego:
—…del Capitán Ernest Richards. Los voceros de la Casa Blanca enfatizaron el hecho de que el incidente tuvo lugar en territorio internacional, si bien el año pasado la Unión Soviética y otros países de Europa Oriental y de Asia informaron que tenían intenciones de explotar los recursos minerales de la Antártida.
»En las Naciones Unidas se ha debatido este asunto desde la apertura de las sesiones de otoño. La posición de los Estados Unidos es claramente diferente de la posición rusa. El senador Russell Montguard, de Carolina del Norte, calificó la muerte del capitán Richards como un acto de asesinato internacional, un acto de guerra. Otras reacciones de diversas partes del país y del mundo incluyen…
Kinsman apagó la radio. Ya se hablaba de un incidente internacional. Un acto de guerra. Precisamente la excusa que todos esperaban.
Las luces e instrumentos del panel de control guiñaban en rojo, ámbar y verde. La pantalla de la computadora centelleaba con números. El radar y los altímetros indicaban que ya era tiempo de prepararse para el descenso.
El motor del cohete se encendió sin que Kinsman hiciera nada, pues ya estaba programado por el secuenciador automático. Se sintió repentinamente más pesado durante unos minutos. Luego el cohete se apagó y casi simultáneamente sintió el bamboleo que producían las patas telescópicas del aparato al apoyarse sobre el Mar de la Tranquilidad.
El sistema de orientación controló los puntos de referencia del suelo y observó el ordenamiento de las estrellas por medio del estéreotelescopio del aparato. Entonces confirmó con un círculo verde brillante dibujado sobre el mapa de la pantalla visora, que efectivamente habían descendido en el punto preciso que indicaba el programa. Todas las luces del panel de controles se pusieron verdes y ya no pestañearon.
—Estás orgullosa de ti misma, ¿no? —dijo Kinsman, dirigiéndose a la susurrante maquinaria.
Bajó el visor de su casco y lo aisló y se liberó de los correajes del asiento mientras las bombas extraían el aire de la cabina con un declinante martilleo, acumulándolo en los tanques instalados debajo de ella.
A los pocos minutos había ya descendido de la nave y estaba caminando sobre el arenoso suelo lunar, dejando huellas que el tiempo no borraría.
Trepó una pequeña elevación y ahí estaba todo: los sismógrafos, el reflector láser, la rígida y orgullosa bandera, la parte inferior del módulo lunar recubierta de oro. Todo estaba como había sido dejado treinta años antes. El único cambio era la cubierta de plástico transparente que había sido cuidadosamente pulverizada sobre el suelo para proteger las huellas originales de Armstrong y Aldrin.
—La base Tranquilidad —murmuró Kinsman.
Caminó entre los restos de todas clases que habían dejado los astronautas, y dio una vuelta alrededor del módulo lunar hasta que encontró la placa. Todavía estaba pulida y brillaba, aun bajo la débil luz de la Tierra.
Kinsman la miró un largo rato, especialmente la última línea. Luego levantó los ojos hacia la hermosa Tierra y murmuró:
—“Las naciones no levantarán la espada contra las naciones; ni jamás volverán a hacer la guerra”… No aquí, por lo menos.
Una chispa en movimiento atrajo su atención. Se alejó del módulo lunar y miró hacia arriba, hasta donde su casco se lo permitía. Una explosión de luz, el impulso de los cohetes, el diminuto brillo se convirtió en un volador de dimensiones normales con sus motores funcionando en silencio y sus patas de descenso rígidas. Era un artefacto ruso.
Descendió lo suficientemente cerca como para que Kinsman pudiera observar la maniobra. El techo en forma de burbuja se abrió y una figura vestida de rojo salió de la cabina y lentamente bajó por la escalera.
Kinsman se acercó al recién llegado.
—¿Pete? —llamó por el micrófono del casco.
—Sí —respondió la pesada voz de Leonov.
El ánimo de Kinsman mejoró.
—¿Cómo diablos supiste que estaría aquí?
Leonov se aproximó laboriosamente y puso su mano pesada por los guantes sobre el hombro de Kinsman.
—Mis espías te controlan muy de cerca —dijo, sin expresión—. Y lo mismo hace mi radar. Fue muy simple determinar tu trayectoria y adivinar el punto de arribo, ¿no te parece?
—Y decidiste seguirme.
—Oficialmente, estoy discutiendo la necesidad de una mayor seguridad con nuestros radioastrónomos de la estación del lado oscuro. En lo que se refiere a mis oficiales y los muchachos del servicio de inteligencia allá en Lunagrad, hemos concertado este encuentro para ver qué es lo que tienes en la mente.
—Estoy haciendo una peregrinación al desierto —dijo Kinsman—. Cuando vi tu nave, tuve la esperanza de que estuvieras haciendo lo mismo.
—¿A un santuario dedicado al triunfo americano? Difícil.
—También hay medallas recordando a Gagarin y Komarov allí —Kinsman señaló con el pulgar en dirección al módulo lunar.
—Sí. Lo sé. —Leonov dudó un instante y luego dijo—: ¿Qué es lo que realmente te trajo a este lugar?
—No podía dormir —respondió Kinsman.
—Tampoco yo.
—¿Qué podemos hacer?
—Chet, camarada…, no comencemos a torturarnos nuevamente.
—¡Tiene que haber algo que podamos hacer!
—¡Bah! A mí me reemplazan en diez días, y tú tienes a tu negro super patriota pisándote los talones.
—Eso quiere decir que cualquier cosa que hagamos, debemos hacerla en el término de diez días.
Leonov no dijo nada. Kinsman pudo percibir su desaprobación.
—Vamos, Pete… —reaccionó.
—¿Tienes algún plan, acaso? —preguntó suavemente el ruso.
—Ojalá lo tuviera.
Kinsman golpeó el suelo con su bota levantando una nube de polvo. Tenía una picazón en las piernas y era imposible rascarse con el incómodo traje puesto.
—De modo que hablas, te preocupas y no duermes por las noches… pero no tienes la menor idea de lo que se puede hacer.
—¿Y tú?
Leonov levantó las dos manos por sobre el casco.
—Ahórrame esta interminable autoflagelación.
—Bueno, no te excites —dijo Kinsman—. Antes de poder trazar ningún plan tenemos que ponernos de acuerdo en algo: hasta dónde estamos dispuestos a llevar las cosas.
—¿En qué dirección?
—Bueno… —Kinsman se dio cuenta de pronto que tenía la certeza de cuál era el primer paso que había que dar—. En primer lugar, supongamos que te rehusaras a volver a la Tierra. Supongamos que solicitaras quedarte en Lunagrad. ¿Qué pasaría?
Las hombreras del traje de Leonov se movieron vagamente, como si estuviera encogiéndose de hombros adentro.
—Me deben unas cuantas semanas de vacaciones. Podría pedir autorización para pasarlas aquí en lugar de volver a casa…, pero sería una actitud muy sospechosa.
—¿Y si te negaras a entregar el comando de Lunagrad?
—Hum. —La voz del ruso era sombría—. Eso sería una desobediencia directa. Traición contra el Estado. Muy serio.
—¿Que pasaría con tu mujer y los niños?
—Los niños están en el colegio; dudo que la policía de seguridad los moleste. Hace ya más de veinte años que esas cosas no se hacen, a pesar de las historias de horror que inventa la prensa occidental. Aunque, francamente, me preocuparía por ellos.
—¿Y tu mujer?
Estuvo a punto de reírse.
—Mi querida esposa estaría muy feliz si me fusilaran. Quedaría completamente libre.
—Oh…, no sabía…
—Bueno, no son cosas de las que uno se vanaglorie.
Se produjo un incómodo silencio entre ellos. Finalmente, Leonov preguntó:
—Bien, es obvio que has pensado en algo. ¿De que se trata?
Sin permitirse un momento para pensar, Kinsman respondió:
—Declarar la independencia. —Leonov no dijo nada—. Convertir a Selene en una nación, declarar nuestra independencia tanto de los Estados Unidos como de la Unión Soviética y solicitar la admisión en las Naciones Unidas.
Pasó un largo rato antes de que Leonov respondiera.
—Era lo que me temía. Sabía que ésa sería tu brillante idea.
—Analicémosla punto por punto —lo urgió Kinsman, que comenzaba a sentir cierta excitación—. Primero, no queremos luchar aquí en la Luna. Si nos unimos, no tendremos que pelear. El único modo que tenemos de unirnos es que ambos dejemos de aceptar las órdenes que vienen desde la Tierra. Y el único modo de rechazar las órdenes de la Tierra es declarar la independencia.
—Nos moriremos de hambre en cuestión de semanas.
—No tanto —replicó Kinsman—. La reserva de agua de Moonbase es más que suficiente para cubrir nuestras necesidades. Si combinamos nuestro excedente con el tuyo podemos irrigar más espacios para cultivo y cría de animales, para ser completamente autosuficientes.
—Si el agua alcanza.
—Alcanzará. Y tendremos aún más en unos pocos meses, muchísima. Suficiente para todo lo que queremos hacer, y también un depósito de emergencia. —Antes de que Leonov pudiera decir algo más, Kinsman continuó—: La única manera de hacer nuestra independencia durable, es persuadir a las Naciones Unidas para que nos reconozca. Creo que hay un número suficiente de pequeñas naciones que están hartas tanto del Este como del Oeste.
—¡La sociedad de debates! —Leonov alzó las manos—. Chet, mi hermano lunar, no esperaba esto de ti. Esta idea de independencia no tiene sentido, es una necedad. No puede funcionar. Yo mismo lo he pensado mil veces, pero… ¡no puede funcionar!
—Pero si las Naciones Unidas reconocen la independencia de la Luna …
—¡Ja! ¿Y con eso qué? ¿En qué nos beneficia? Mucho antes de que el asunto de nuestra gloriosa independencia llegue siquiera a ser incluido en la agenda de la sociedad de debates, tanto Lunagrad como Moonbase serán sepultadas vivas por las tropas de la Tierra. Nuestras cortes marciales habrán concluido su tarea, y nuestros cuerpos estarán fertilizando tierras de pastoreo antes de que los burócratas de las Naciones Unidas puedan levantar un dedo.
—Pero…
—¡Admítelo! —dijo Leonov, casi gritando—. No tenemos fuerza militar. Ni siquiera puedes estar seguro de que tu gente en Moonbase aceptará tu insana idea. Todo lo que lograrás será alimentar una guerra civil en tu propia comunidad.
Kinsman sacudió la cabeza.
—No. De eso sí estoy seguro. Olvidas que he estado seleccionando los residentes permanentes de Moonbase durante tres años. Sé quiénes son, y qué es lo que harán. Los temporarios… bueno, tendremos problemas con algunos de ellos. Pero nada que no podamos solucionar.
—Bueno, yo sí sé lo que ocurrirá en Lunagrad —resopló Leonov—. La mitad del populacho dispararía contra la otra mitad, y no tengo la menor idea de quienés quedarán vivos cuando se disipe el humo. Posiblemente nadie.
A pesar de sí mismo, Kinsman sonrió.
—Creí que habías dicho que Lunagrad estaba llena de exiliados.
—Sí… pero son exiliados rusos. No ciudadanos de Selene.
—¿Y no son lo suficientemente inteligentes como para darse cuenta de que una Selene libre sería un beneficio para todos, incluyendo a la Madre Rusia ?
La voz de Leonov pasó del tono de enojo al de curiosidad.
—¿Qué quieres decir?
—Si declaramos nuestra independencia, sorprenderemos tanto a los Estados Unidos como a la Unión Soviética. Si dejamos de proporcionar aire, agua y combustibles a las estaciones espaciales, desbarataríamos sus operaciones orbitales…
—Por un mes o dos, posiblemente. No más.
—Muy bien —Kinsman miró al desgarbado módulo lunar descansando a la distancia; desde donde estaba no se podía ver la placa—. Pero podemos ocasionar una confusión suficiente como para alterar sus planes. Tendrán que demorar los preparativos de la guerra. El incidente de la Antártida será olvidado. Al obligarlos a fijar su atención en nosotros evitaremos que se lancen a la guerra.
Leonov suspiró.
—Ojalá fuera tan simple, mi amigo. Pero no lo es. Nada los hará desistir de la guerra. Sólo se inclinarían ante una fuerza mayor. Y no hay una fuerza superior a ellos ni en la Tierra ni en la Luna. Cuando China era una posible amenaza para ambos, tanto la Unión Soviética como los Estados Unidos se inclinaban por la paz. Pero apenas sucumbió, ambos volvieron a pensar en la guerra. La historia es inexorable, tal como lo dijo Marx.
—No, no tiene por qué serlo…
—Chet, eres un ingenuo. Bien, imaginemos el mejor de los resultados posibles. Imaginemos que tus optimistas esperanzas se convierten en realidad: nos independizamos, y las Naciones Unidas nos reconocen. Tu país y el mío no interfieren, y la guerra se evita. ¿Por cuánto tiempo? ¿Seis meses? ¿Un año? ¿Hemos logrado dar más comida para todos? ¿Más energía? Tarde o temprano estaremos exactamente donde estamos ahora: los dos aquí sin poder hacer nada, mientras los vemos prepararse para la guerra.
»¡No hay modo de evitarlo! La Tierra está superpoblada, los recursos son escasos. ¿Por qué crees que se dispararon mutuamente en la Antártida ? ¡Ambos necesitan ese carbón!
De mala gana Kinsman estuvo de acuerdo.
—Ni aun con los reactores de alimentación habrá suficiente energía para todos.
—Ni con los reactores de alimentación —repitió Leonov—. Y las maquinarias de fusión no estarán en condiciones de producir suficiente energía como para resolver el problema en menos de cinco o diez años.
—Si pudiéramos detenerlos durante ese tiempo…
—No podríamos detenerlos ni cinco meses —aseguró Leonov.
—Tienes razón —admitió Kinsman.
—Entonces, mi idealista amigo, la declaración de la independencia de Selene no logrará nada. No cambiará nada.
—Asegurará que casi un millar de seres humanos sobrevivan a esa guerra, sin que los maten después la lluvia ácida, las enfermedades o el hambre —respondió fríamente Kinsman.
Leonov permaneció en silencio un largo rato. Caminó en dirección al módulo lunar y se detuvo cuando apareció la bandera norteamericana detrás del voluminoso aparato con aspecto de araña. Sin volver la cara hacia Kinsman, preguntó con lentitud:
—¿Crees realmente que cualquiera de nosotros podría ver cómo se destruyen nuestros hogares sin volvernos locos? ¿Crees honestamente que su guerra no nos ha de destruir a nosotros también?
Kinsman respondió, esforzándose para que su voz sonara tranquila mientras se acercaba a su amigo:
—Podríamos conseguirlo sin luchar. Si lo intentáramos.
La voz del ruso era infinitamente triste.
—No, mi viejo amigo. Yo podría confiar en ti, y tú en mí, pero esperar que casi un millar de rusos y americanos confíen los unos en los otros mientras ven que sus familias son asesinadas… ¡nunca!
Kinsman quería gritar. Pero en cambio se oyó decir:
—Pero… Pete, ¿qué podemos hacer?
—Nada. Se terminará el mundo. El milenio se acerca. Hace mil años, la mayoría de los cristianos creían que el mundo terminaría con el milenio. Erraron por un factor de mil años. El mundo terminará ahora. Y no hay nada que podamos hacer.
El vuelo de regreso a Selene pareció más largo y solitario que el vuelo a la base Tranquilidad. Kinsman trató de que su mente no pensara en nada, pero le resultó imposible.
El mundo terminará. Y no hay nada que podamos hacer.
¡Falso! Tenía que ser falso. Debe haber algo que se pueda hacer. ¡Algo!
Al mirar la Tierra intensamente azul, que estaba sobre el horizonte, lo sorprendió la enormidad de su idea. Estaba dispuesto a rebelarse contra los Estados Unidos de América, contra la nación más poderosa que el mundo había conocido, contra los mismos trescientos millones de personas que había jurado defender y proteger.
Leonov tiene razón, es una locura.
La mente de Kinsman estaba llena de imágenes: cenas de Acción de Gracias; sentado en la escuela mirando películas sobre la declaración de la Independencia ; el enloquecedor viaje desde Virginia, por Crystal City hasta el viejo y descascarado Pentágono todos los días; la primera vez que vio el Gran Cañón; el juramento de fidelidad a la bandera en su actitud de niño solemne, y más tarde el saludo especial a esa misma bandera durante la retreta, el primer día que lucía sus brillantes y doradas insignias de teniente; los vuelos en picada en un T-39 por debajo del Golden Gate: “No abandonar la nave”; “Envíennos más japoneses” ; “Dadme libertad o dadme muerte”; “El gobierno del pueblo, por el pueblo…”
¡Nosotros somos el pueblo! se dijo a sí mismo. Y no tienen derecho a hacernos luchar en esta guerra.
Toda esa historia, toda esa educación, trescientos millones de personas programadas… ¿cómo podría Selene mantenerse firme contra todo eso? La superaban en una relación de cien millones a uno. Incluso cada hombre, cada mujer, cada niño en Moonbase habían sido educados y adoctrinados desde su nacimiento. “Mi Patria, es a ti…”
Y entonces recordó una frase de una clase de física —¿o fue de historia?—; un hombrecito cubierto de tiza, uno de los maestros, con la cara arrugada y el mismo traje gris durante todo el semestre, había dicho:
—Dadme una palanca lo suficientemente larga y un punto de apoyo, y moveré la Tierra.
¿400.000 kilómetros será suficientemente larga?, se preguntó Kinsman.
Para cualquiera que observara ese tipo de cosas, Jill Myers y Alexei Landau constituían una pareja incongruente: él un ruso alto, barbudo y grave, y la muchacha una americana pequeña, con cara de luna llena y pelo castaño muy corto.
Pero en ese momento nadie lo advertía. Jill y Alexei estaban de pie en medio de un apretado grupo de gente que miraba el noticiero transmitido desde la Tierra por televisión. Estaban en la plaza central de Selene, esa galería de alta cúpula que había comenzado como una enorme caverna natural, luego la convirtieron en depósito de intendencia, y finalmente se había ido convirtiendo en un complejo de mútiples filas de negocios privados que parecían crecer orgánicamente alrededor de los expendedores del gobierno.
Pero en ese momento casi no había operaciones comerciales. La gente estaba de pie en silencio en el medio de la galería; mirando la enorme pantalla visora instalada en uno de los extremos. Un locutor de la Tierra estaba narrando tristemente los acontecimientos del día mientras se mostraban los videotapes de la base americana de McMurdo y vistas aéreas del seco valle donde había muerto el capitán de la Marina.
La escena cambió. Washington, el viejo e imponente Pentágono, color gris.
—Si bien no se ha recibido ninguna información de la Casa Blanca —estaba diciendo el locutor—, altos funcionarios del Pentágono han comentado que han sido alertadas unidades militares americanas en todo el mundo para entrar en acción. Monitores en satélites han identificado una fuerza especial rusa dirigiéndose a toda velocidad hacia la Antártida desde Vladivostok, y las tropas del este europeo continúan sus maniobras en Polonia y Checoslovaquia bajo la excusa de ejercicios de invierno…
Jill se volvió hacia Landau. Tenía que estirar el cuello para hablar con él, pero jamás se le cruzó por la mente que fuera un inconveniente.
—Alex, ¿crees que esta vez lo harán?
El sacudió la cabeza.
—Locos, están todos locos. Demencia. La producen las impurezas metálicas en el aire; en exceso provocan daños en el cerebro.
—En serio —insistió Jill.
La gente que estaba a su alrededor comenzó a mirar y a chistar. Landau la tomó por el brazo y comenzó a abrirse paso.
—Hablo en serio. Comienza a parecerme que el fin del mundo se aproxima realmente.
Jill sintió un escalofrío. Dejó que Landau la guiara hacia la escalera mecánica que conducía abajo, al área de viviendas. Le puso sus brazos alrededor de sus hombros y la atrajo.
—Si sólo nos quedan unas pocas semanas, mi pequeña, usémoslas sensatamente.
Cuando regresó a su oficina, Kinsman se dio cuenta que no tenía humor para estar solo esa noche. Llamó a Ellen y la invitó a cenar. En la pequeña pantalla del teléfono visual se la veía auténticamente feliz de que la hubiera llamado.
—Estupendo, cenemos juntos. ¿Por qué no vienes a mis habitaciones?
—Estás bastante ocupada… —dudó Kinsman.
Con una sonrisa, la mujer respondió:
—No seas tonto. Me gusta cocinar.
Y cocinaba muy bien, admitió él. La comida lunar consistía casi totalmente en vegetales cultivados en la base, preciosas esencias de pollo, cerdo y cordero, y ocasionales lujos, como carne y especias que venían de la Tierra. La cena de Ellen estaba compuesta principalmente de soja disfrazada de varios modos y un postre de un esplendor bárbaro: Cherries Jubilee.
Kinsman había llevado una de sus raras botellas de vino de Burgundia. Estaban saboreando lo último que quedaba cuando ella le dijo:
—Larry Pierce regresará en el cohete de la semana que viene.
Kinsman sintió que sus cejas se arqueaban.
—¿Te lo dijo él? —Jill asintió con la cabeza—. Todavía no ha hecho el pedido, sin embargo…
—Lo hará. Quiere volver a su familia después de todas estas conversaciones sobre emergencias y guerra.
—Sería más sensato que trajera a su familia aquí.
—No es lo que él desea —dijo Ellen—. Quiere volver a su casa. Y me va a recomendar para que lo reemplace.
Kinsman no respondió inmediatamente. Miró su copa, producto de un artesano checo de Lunagrad, que estaba vacía.
—De modo que serás jefa del departamento de Comunicaciones. Felicitaciones.
Ella lo miró fijamente.
—Pero igualmente necesito la aprobación del comandante de la base, ¿verdad?
—¿Es por eso que me invitaste a venir? ¿Para cerrar el trato?
En lugar de enojarse, Ellen le sonrió.
—Sigues siendo el machista de siempre, ¿no? Seguramente crees que obtuve la recomendación en la cama.
—¿Y no fue así?
—Eso no te importa —respondió ella, siempre alegre—. Puedes pensar lo que masculinamente quieras.
—Esa es una actitud muy femenina —respondió él sonriendo.
—Quizás te interese saber, como comandante de la base —dijo Ellen en tono formal— que mi puntaje de aptitudes y mis antecedentes personales me colocan por sobre todos los demás en el departamento de Comunicaciones. El Señor Pierce me dijo que mis antecedentes son los mejores que ha visto en muchos años.
—Lo mismo me pasa a mí con tu figura.
Ellen hizo una mueca.
—Estás comenzando a irritarme.
Kinsman se encogió de hombros y dijo:
—¿Estás tratando de decirme que la computadora de personal te elegiría para reemplazar a Pierce, en caso de que yo la consultara para analizar los antecedentes que tiene en su memoria?
—Eso es exactamente lo que sucedería.
—Eso es lo que tú crees.
Ella se levantó y se dirigió al telefono que estaba junto al sofá de la sala.
—¿Quieres consultar?
Kinsman apartó su silla de la pequeña mesa.
—No —dijo, riéndose—. Te creo.
—Muy generoso de tu parte.
Se levantó y se acercó a ella. Ellen ya no sonreía, parecía estar entre divertida y realmente furiosa.
—Estaba bromeando —dijo él.
—Sí, seguro…
—Bueno, quizás exageré un poco.
—Maldición, Chet. Ese ascenso me lo he ganado. ¡Tengo los mejores antecedentes para ese trabajo, y Larry lo sabe!
—También le creo a él.
Estaban cara a cara y de pronto Kinsman se sintió extraño.
—Entonces, la cena de esta noche… ¿es para celebrar?
—¿Qué tiene eso de malo? —preguntó Ellen—. ¿Acaso tú no harías lo mismo?
—Lo hice —se oyó decir a sí mismo.
—¿Me llamaste para celebrar? ¿Celebrar qué?
—Te llamé porque no quería estar solo.
—Tampoco yo quería estar sola.