MIÉRCOLES 1º DE DICIEMBRE DE 1999, 21:20 HU

Todas las operaciones se regían por la Hora Universal. No sólo aquellas que dependían de la comunidad lunar, sino también las actividades tripuladas en órbita cerca de la Tierra.

En una pequeña nave espacial para un solo hombre, Frank Colt dirigió una rápida mirada al indicador de combustible en el panel de instrumental que estaba frente a él.

—Alfa a Mark Uno —dijo una voz distorsionada por la estática en los auriculares de su casco—. Repito: advertimos que su reserva de combustible se acerca al límite de seguridad.

Colt estaba de pie, sin peso en el compacto aparato. El exterior del vehículo se parecía a un astillero en miniatura, con salientes y antenas y brazos articulados para maniobrar proyectándose hacia afuera en todas direcciones. Dentro, sólo había espacio suficiente para un astronauta de pie, como un conductor de tranvías de otros tiempos.

Colt era mayor de la Fuerza Aeroespacial y uno de los pocos negros entre los astronautas. Había pasado las últimas horas maniobrando de órbita en órbita, persiguiendo satélites “no identificados”. A unos pocos cientos de kilómetros de su aleta izquierda estaba la Tierra , tremendamente hermosa, azul y blanca. Deslumbrantes nubes formaban un encaje sobre el Atlántico Sur, y la costa de África era una fina bruma verde en el horizonte que se aproximaba velozmente.

Pero el mayor Colt no prestaba atención a eso. Dentro de su hermético traje presurizado, su cuerpo le picaba y transpiraba a pesar de los ventiladores que tenía el traje. Se le dormían constantemente los pies, y debía moverlos de tanto en tanto para activar la circulación.

Estaba disgustado. Hasta el momento su radar había detectado cuatro satélites “no identificados” en esta operación, pero los cuatro habían resultado ser falsos: eran sólo globos metalizados. No tenían ninguna inscripción, pero todos sabían que si no provenían de los Estados Unidos, provenían de Rusia.

—Vamos Frank, abandona. Tienes que comenzar el regreso ahora; si no, tendré que pedir al Comando que prepare un rescate.

—Que se lo guarden —interrumpió Colt por el micrófono de su casco—. Si ponen satélites falsos es porque por aquí debe haber satélites verdaderos. Tengo una señal en el radar que es cada vez más aguda.

La pantalla de su radar sólo mostraba azarosas chispas. La voz en sus auriculares suspiró.

—Hombre, tú nos das más problemas que todo el resto del equipo junto…

—Te ensañas conmigo porque soy negro—. Colt sonrió mientras decía esto en su viejo acento de Motown.

Uno de los puntos luminosos en la pantalla de radar se hacía cada vez más brillante. Había una señal.

—¡Maldición, yo soy tan negro como tú! ¿Cuándo vas a dejar de usar tu piel como si fuera una armadura?

—¿Y cuándo vas a dejar de usar la tuya como si fuera un felpudo? —Colt tocó las teclas de control en el panel delante de él. Una vibración debida al empuje de los cohetes presionó sus espaldas.

La voz de la radio de la Estación Espacial Alfa había enmudecido. Lo hice callar, pensó Colt, a medias culpable y a medias satisfecho. Siempre se aseguraban escrupulosamente de que hubiera un control negro en la base cuando él salía en una misión. La propia piel de Colt era de color café muy cargado de crema. Suficientemente negro.

Observó la señal del radar. Ésta se hacía cada vez más grande y más brillante. Luego tomó el ocular del telescopio que estaba sobre su cabeza y lo colocó en posición frente al visor de su casco.

—¡Ya lo tengo! —gritó por el micrófono—. Esta vez es auténtico. Y es uno de los grandes.

Sin ni siquiera pensarlo, Colt colocó su nave en una órbita paralela a la del satélite ruso. Fue una maniobra precisa, diestramente ejecutada para usar la menor cantidad de combustible posible. En sus auriculares, Colt oyó una voz apagada y lejana que decía de mala gana:

—Ese bastardo sabe volar. Eso hay que reconocerlo.

Se sonrió mientras se acercaba a su presa. Era un satélite con forma de una larga y fina aguja, construido así para escapar más fácilmente a la detección por radar. Colt calculó que también estaría recubierto por un plástico absorbente de radiaciones. El extremo que apuntaba hacia la tierra tenía lentes de un material semejante al cristal.

Colt pasó su mirada del ocular del telescopio al panel de instrumentos. El combustible era muy escaso como para intentar un contacto directo con el satélite. En lugar de eso abrió la roja cubierta de seguridad sobre las teclas para preparar y lanzar granadas. Apretó el primer botón.

Cuidadosamente Colt apuntó su nave con breves explosiones de los motores de posición. Apoyó su mano sobre el botón que decía FUEGO. Sin apartar sus ojos del telescopio apretó el botón y sintió el temblor del resorte del lanzagranadas que arrojaba sus doscientos cincuenta gramos de explosivo. Todo se redujo a un pequeño fogonazo cerca de un extremo del satélite soviético.

Colt estiró su mano hacia arriba y dio mayor aumento al telescopio. El extremo próximo del satélite estaba destrozado en esquirlas. Las lentes estaban quebradas, el metal abierto y desgarrado.

Satisfecho, hizo un gesto con la cabeza dentro de su casco.

—Muy bien, Alfa. Ahora regreso.

La voz de la radio dijo mecánicamente:

—Coloca el canal de control en frecuencia 0415 para que la computadora haga la corrección final de óptima transferencia orbital.

Colt marcó los números en el teclado que tenía a su derecha.

—Frecuencia 0415, controlado… Dime, ¿cuál es el resultado de hoy?

—Hasta ahora sólo el tuyo… —Colt gruñó—…y ellos cazaron tres de los nuestros.

La cúpula de descanso de Selene era mucho más pequeña que la cúpula principal, donde descendían las naves. Estaba ubicada en un terreno ligeramente más elevado, de modo que uno podía ponerse de pie en el borde de la piscina y ver la cúpula principal, la oscura y ondulada llanura del Mar de las Nubes y las pesadas cumbres de la muralla circular de Alphonsus. La mayor atracción del paisaje, por supuesto, era la vista de la Tierra colgada allá, azul y blanca contra el negro absoluto del cielo. El planeta mostraba una mancha creciente, más de la mitad iluminada y una luz lo suficientemente fuerte como para iluminar la noche lunar con muchísimo más brillo que el que desparramaba la Luna llena sobre la Tierra.

Kinsman y Ellen salieron juntos de la escalera mecánica en movimiento. Ella llevaba pantalones rojos y un jersey gris que le quedaba muy bien. Llevaba su traje de baño en una pequeña bolsa.

—Nadie me dijo que se podía nadar aquí arriba —estaba diciendo ella—. Tuve que pedir prestado un traje de baño a una de las muchachas. Espero que no me quede demasiado estrecho.

Kinsman la miró de soslayo.

—No existe nada como un traje de baño demasiado estrecho. Por lo menos, en una muchacha con tu figura.

Ella lo miró con un gesto agrio.

—Tienes razón. Me había olvidado. Ya nos habían advertido en Kennedy que ustedes, los hombres de frontera, eran el último refugio del machismo.

—Ahora recuerda que debes mostrarte sorprendida —le dijo, cambiando de tema— cuando te digan lo que va a ocurrir.

—Muy bien, jefe —respondió ella con un murmullo.

Caminaron a través de la húmeda atmósfera desde la portezuela de la escalera hacia la hilera de cabinas metálicas que cubrían uno de los costados de la cúpula. Estas cabinas habían comenzado como módulos habitables temporarios hacía quince años, cuando se comenzaron a instalar las primeras bases habitadas en la superficie de la Luna. Kinsman y los otros astronautas y científicos que habían vivido en ellas por períodos de dos semanas las habían bautizado cariñosamente “cabinas telefónicas”.

Entraron en cabinas contiguas. Kinsman simplemente corrió los cierres de su traje enterizo. Ya llevaba puesto su traje de baño. Y no se había preocupado por traer una toalla. Con la abundancia de lámparas de calor eléctricas en Selene había perdido el hábito de secarse con toallas.

Al salir de la cabina recorrió con la mirada el área de la piscina. Había ya mucha gente allí, llenando la cúpula con ruidosos ecos de risas y zambullidas. Algunas familias tenían sus niños con ellos. Un muchachito y una niña de diez años practicaban zambullidas simultáneas desde un trampolín de treinta metros, girando lentamente en exacta sincronización el uno con el otro. Era imposible hacer eso en la Tierra.

El complejo de la cúpula de recreo representaba varios años de adulaciones y disputas con el general Murdock, quien se había negado absolutamente a la necesidad de tal clase de lujos en Moonbase. Fue sólo después de que Kinsman proveyó whisky para un año a los tres psiquiatras de la base y éstos comenzaron a enviar informes sobre la necesidad vital de instalaciones de recreo, que se pudo construir esta cúpula.

Oficialmente Murdock aún no sabía que los luniks se habían construido una piscina.

Pat Kelly distinguió a Kinsman y se acercó saltando desde la piscina hacia él, tratando de mostrarse indiferente.

—Hola, Chet. A propósito de esa orden que vino esta tarde…

Kelly era un tipo pequeño, nervioso, con una cara franca y agradable estropeada por unos dientes demasiado grandes y unos ojos bizcos y demasiado pequeños. Eso le daba un aspecto semejante al de un conejo; su modo rápido y nervioso de moverse y hablar contribuía a acentuar esa impresión. Su pelo era de color arena, y sus inquietos ojos azul pálido. Era un joven muy inteligente, y prometía mucho. Había ya cumplido dos misiones en la Luna y estaba ahora en su tercera. Acababa de ser ascendido a mayor, y Kinsman lo había nombrado segundo jefe.

—¿La orden de Murdock? —Kinsman sintió que se le helaba la sangre—. ¿Algún problema?

—No, no. Simplemente estoy intrigado por saber de qué se trata. ¿Por qué tenemos que enviar un informe detallado sobre nuestra capacidad logística y humana antes de mañana a las doce?

—Murdock quiere saber qué cantidad de apoyo podemos proporcionar a las estaciones tripuladas —respondió Kinsman tranquilamente.

—Sí. Eso es obvio. Pero, ¿por qué? ¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué la alerta amarilla?

El comandante se encogió de hombros.

—No lo sé, Pat…, pero ya conoces a Murdock. Siempre ha sido alarmista.

Sin embargo, Kelly seguía preocupado.

—Oye, Chet, ¿crees que realmente habrá problemas? Yo tengo mujer e hijos allá abajo. Si realmente va a haber problemas, quiero estar con ellos.

—Hace mucho tiempo que te dije que los trajeras. Aun cuando las cosas se pongan feas en la Tierra , aquí podremos capear el temporal.

—¿Aun con los rusitos dominando la mitad de este lugar? —los ojos de Pat se abrieron incrédulos.

—Si tenemos que luchar aquí, por lo menos será con armas de mano, no con proyectiles nucleares.

—Lo mismo se muere uno.

Kinsman tomó al joven por los hombros.

—Pat, si yo pudiera ordenarte que trajeras a tu familia, lo haría.

—¿Estás tan seguro de que eso sería lo mejor?

—Estarán mucho mejor aquí.

Su cara comenzó a hacer rápidos gestos, como los de un conejo.

—No están tan mal. Tienen una buena casa, administrada por el gobierno. Tienen dos habitaciones exclusivamente para ellos. Es una buena ubicación, no hay violaciones de domicilio y ni siquiera racionamiento de electricidad, excepto en verano.

—Tráelos aquí —repitió Kinsman.

—¿Realmente crees que debería hacerlo?

—Yo arreglaré los papeles. Hazlo mañana mismo.

El otro no parecía muy decidido.

—Quizás tenga razón…

Magnífico modo de comenzar una fiesta, pensó Kinsman. Tratando de averiguar si su mujer y sus hijos van a desaparecer este mes o el que viene. Ellen se acercó a él.

—¡La vista desde aquí es increíble!

Kinsman volvió su atención hacia ella. Llevaba un bikini verde y amarillo.

—Ciertamente es increíble —confirmó él.

Los ojos de ella brillaron al mirarlo.

—Oh, sabía que dirías eso…

—Tú me diste el motivo —replicó él.

—Estaba probándote —dijo ella, altanera—. Como Pavlov con sus perros.

—Muy bien, ya has hecho sonar la campana y estoy salivando —dijo Kinsman, con una sonrisa.

—Un incurable caso de machismo —murmuró Ellen.

Kinsman estaba por responder cuando Kelly señaló con la cabeza hacia la entrada de la escalera.

—Aquí viene el doctor Faraffa.

—Ahora verás lo que es un auténtico machista —susurró Kinsman a Ellen.

El doctor Faraffa era un poco más alto que Kelly, y tenia una amplia y bronceada cara sin las facciones aquilinas a menudo asociadas con los árabes. Se dirigió directamente a Kinsman, saludando brevemente con la cabeza a Kelly cuando pasó junto él… e ignorando totalmente a Ellen.

—Coronel —dijo con su voz melosa y oscura como el tabaco turco—, he sido informado por mis colegas en Alfa acerca de una posible crisis.

La voz corre rápido, pensó Kinsman.

—Creo que cualquier rumor sobre eso es completamente infundado —dijo Kinsman, cautelosamente.

Faraffa se le acercó lo suficiente como para que Kinsman sintiera su aliento en la cara. Tenía un olor a algo dulce, casi empalagoso.

—¿Infundado? Es posible. Como la ocupación de los emiratos petroleros por parte de sus Infantes de Marina… En su momento eso fue un rumor infundado.

Kinsman se encogió de hombros.

—No soy diplomático. Los Infantes de Marina y la ocupación son cosas reales. Una nueva crisis no lo es.

—No todavía.

—Exacto. No todavía —repitió Kinsman.

—Si una crisis semejante ocurriera, me imagino que todos los extranjeros de aquí van a querer regresar a sus hogares —dijo Faraffa.

Sólo si son estúpidos, pensó Kinsman. Pero dijo:

—Siempre hacemos todo lo posible por satisfacer a nuestros visitantes.

—Por supuesto.

—Dentro de los límites, como es lógico —agregó Kinsman.

Las cejas de Faraffa se arquearon hacia arriba. Luego agregó, con una ligera sonrisa:

—Entiendo que la reunión de esta noche es para celebrar su cumpleaños. Felicidades.

—Gracias.

Kinsman se pudo dar cuenta, por la expresión de Ellen, lo que ésta pensaba del intento del egipcio por arruinar la sorpresa de la fiesta.

—Es muy interesante —continuó Faraffa—. Usted es el hombre más conocido de Selene. Todo el mundo lo conoce y lo admira, hasta los rusos.

Kinsman se encogió de hombros.

—Mi vida es un libro abierto.

—No tanto. —La voz de Faraffa se convirtió casi en un murmullo, pero era una delgada daga sonora: más dura, más aguda—. He intentado saber algo más sobre su vida. Estoy interesado en usted, coronel. Sin embargo, aun cuando los archivos de la computadora estan completamente abiertos, sólo se extienden unos pocos años hacia atrás. Antes de eso su ficha personal está en blanco. Un bíanco total. Usted es un hombre sin pasado, coronel Kinsman.

Con gran calma Kinsman replicó:

—Las fichas personales llegan hasta el momento en que por primera vez me hice cargo del comando de Moonbase.

—Pero no más allá.

—No más allá.

—¿Por qué es eso? Todas las otras fichas llegan hasta la fecha de nacimiento.

Kinsman, tratando de evitar que sus manos temblaran, manteniendo su voz baja y un tono tranquilo y eligiendo sus palabras cuidadosamente, replicó:

—Hay un resumen de mi carrera hasta el momento en que me hice cargo del comando de Moonbase. También está ahí mi fecha de nacimiento.

—Así es.

—No hay necesidad de otros detalles.

—Un hombre sin pasado —repitió Faraffa—. Uno se pregunta qué es lo que usted trata de esconder.

—Sólo es modestia —dijo Kinsman, al tiempo que advertía que su voz se ponía tensa—. Tengo un sentido superdesarrollado de la modestia.

—¿O del misterio?

—Llámelo intimidad. Si usted quiere saber algo de mí, pregúntemelo.

—No —dijo Faraffa—. Le preguntaré a mi gobierno. Quizás ellos sepan más de lo que yo puedo averiguar.

Nunca. La información fue eliminada de todas las cintas. Hay sólo dos personas vivas en los Estados Unidos que saben la verdad.

—¿Por qué todo ese interés en los primeros años de mi vida? —Kinsman trató de que su voz sonara calma nuevamente.

Faraffa encogió visiblemente los hombros.

—Uh… llámelo curiosidad, coronel. Después de todo, soy un científico. Y los científicos somos tremendamente curiosos. Especialmente cuando nos encontramos ante un misterio.

—No hay ningún misterio —mintió Kinsman—. Pregúnteme lo que quiera saber y se lo diré. Incluyendo los tres meses que cumplí misiones de patrullaje desde Chipre.

La cabeza de Faraffa se echó para atrás.

De modo que usted realmente formó parte de la llamada “Fuerza de Patrullaje del Medio Oriente”.

—Así es, efectivamente.

—Ya me lo imaginaba.

El egipcio asintió con la cabeza y sonrió, más para sí mismo que para los que lo rodeaban.

—Lo único que tenía que hacer es preguntar —dijo Kinsman, mientras sentía que un sudor frío se deslizaba sobre sus costillas.

—Sí. Por supuesto.

Faraffa hizo una tiesa y breve reverencia —más con la cabeza que con el torso— y se marchó sin agregar una palabra más.

—¿Hay muchos visitantes extranjeros aquí? —preguntó Ellen.

—Unos cuarenta, más o menos… la mayoría son ingleses y europeos occidentales. Unos pocos japoneses, un par de africanos e hindúes. Y Faraffa.

—¿Nadie de Israel?

—No mientras Faraffa esté aquí.

Había más de cincuenta personas en trajes de baño alrededor de la piscina, y a cada instante entraba más gente a la cúpula. El color de piel que prevalecía era el blanco, con algunos morunos y sólo dos negros.

Varias personas estaban ya nadando, y el habitual grupo de exhibicionistas musculosos había desalojado a los adolescentes de los trampolines altos para hacer espectaculares —aunque pobremente coordinadas— zambullidas en la poca gravedad. Se deslizaban hacia abajo en cámara lenta, como en un sueño. El agua salpicaba alrededor de ellos con la misma languidez. La mayoría de la gente estaba sentada o de pie alrededor de la piscina, hablando y con copas en las manos.

Kinsman advirtió que había muy pocos rusos entre ellos. Leonov no está aquí, pensó. ¿Qué órdenes habrá recibido hoy?

—¡Ah, aquí estás! —dijo alguien.

Kinsman se volvió para ver a Hugh Harriman atravesando el gentío, con copas en ambas manos, dirigiéndose a él como un proyectil que se orienta por el calor. Harriman era bajo, regordete, calvo, barbudo, de ojos saltones, gritón, irreverente, malhablado, un cobarde confeso y probablemente el ser humano más inteligente en unos 384.405 kilómetros a la redonda.

—¡Nuestro estimado líder! —rugió Harriman—. ¡Aquí tienes una copa!

Kinsman tomó el recipiente de plástico que le alcanzaba mientras toda la gente comenzaba a dirigir su atención hacia él, y se la dio a Ellen.

—¡Mierda! —gritó Harriman—. Tendría que haber sabido que estarías con una fantástica mujer. Tendría que haber traído otra copa. Te daría ésta, pero resulta que yo ya he escupido en ella.

—Eso no importa —Kinsman tomó la copa del otro—. El alcohol lo purifica todo.

—¡Hijo de puta! —gruñó Harriman.

—Ellen —dijo Kinsman—, este es Hugh Harriman. Es mitad irlandés, mitad judío americano, mitad español…

—¡Portugués, maldito sea! ¡Cuidado con lo que dices, Kinsman!

—Ella es Ellen Berger —terminó Kinsman.

La expresión belicosa de Harriman se convirtió de repente en una expresión de inocencia infantil: los ojos le daban vueltas y tenía una sonrisa como el arco de Cupido.

—Es un gran placer. —Tomó la mano libre de Ellen y la besó.

—Y yo estoy encantada de conocerlo a usted —respondió Ellen—. ¿Qué hace aquí en Moonbase?

—Selene. Selene, mi querida amiga. Ése es el nombre con que hemos rebautizado este refugio paradisíaco. —Harriman hizo una pausa para tomar aliento, miró por un instante a Kinsman que bebía de su copa y luego sonrió nuevamente a Ellen—. Soy un exiliado político, mi querida. Una infortunada víctima de las fuerzas diabólicas. ¿Le gustaría oir la historia de mi vida?

—Es un agente secreto —dijo Kinsman—, pero aún no hemos podido descubrir para quién trabaja, o en contra de quién.

Ellen sacudió la cabeza.

—¡Me parece que no debo creer una sola palabra de lo que ustedes dicen!

—¿Y eso es importante? —dijo Harriman.

—¿Quién arregló el bar? —preguntó Kinsman—. ¿Qué es lo que está pasando aquí, esta noche?

Los ojos de Harriman volvieron a brillar.

—¡No te hagas el tonto, coronel! Sabes perfectamente bien que ésta es una fiesta sorpresa para ti. Pero lo que no sabes es cuál es la verdadera sorpresa…

Kinsman estaba por contestar cuando surgió un clamor que provenía de la dirección de la escalera mecánica, y una profunda voz proclamó:

—¡Saludos y felicidades para los avaros imperialistas lacayos de Wall Street, de parte de los pueblos amantes de la paz de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas!

Súbitamente Kinsman se sintió mejor.

—Leonov… —tomó a Ellen por la muñeca y la arrastró por entre la gente hacia el área de la escalera—. Ése es Piotr Leonov, el comandante de la mitad rusa de Selene.

Leonov venía escoltado por dos sonrientes mujeres rusas metidas en trajes con cremalleras. Una estupendas siluetas, advirtió Kinsman automáticamente. El ruso estaba de uniforme completo, con las insignias de coronel sobre sus hombros. Era un poco más bajo que Kinsman y también algo más pesado. En su cara resaltaban sus ojos de un azul frío, muy expresivos, y su carnosa boca eslava. Su pelo ya era de color gris acero, pero le caía juvenilmente sobre la frente; él lo empujaba constantemente hacia atrás con la mano.

—¡Chet! ¡Orgulloso reaccionario plutócrata! ¡Feliz cumpleaños!

Tomó a Kinsman por el torso y lo levantó.

—¡Vamos, Pete, vamos! —rió Kinsman. Ya con los pies nuevamente en el suelo, dijo—: Me alegra verte. Temí que no pudieras venir…

—¿Qué? ¿Perderme la fiesta de cumpleaños de mi colega lunik? ¿De mi amigo?

Señalando a las dos muchachas, Kinsman dijo:

—Parece que tus amigos son tuyos solamente.

—¡Ah! La Policía Secreta. Han venido a espiarte a ti y a vigilarme a mí.

Las muchachas sonrieron y trataron de no parecer incómodas. Me pregunto cuánto habrá de verdad en lo que acaba de decir, pensó Kinsman para sí.

El tiempo casi no tenía sentido en Antártida. Ahora era de día. Había sido así desde septiembre, y continuaría siendo así hasta marzo.

El viento más frío de la Tierra corre sobre la meseta a mil quinientos metros de altura que rodea el Polo Sur. Denso, helado, este aire de alta presión se derrama por las paredes de la meseta como una cascada de agua invisible. Invisible, pero palpable… y audible. Ulula cruzando los glaciares y las nieves con fuerza de ciclón, produciendo ventiscas dondequiera que haya un poco de humedad.

Ese día el cielo estaba claro, y el viento exasperantemente seco; pero aun así el capitán Ernest Richards tiritaba dentro de su parka eléctricamente calefaccionada. El viento atravesaba el aislamiento de plástico y espuma y la tibieza eléctrica con implacable indiferencia.

Richards estaba de pie fuera del gran vehículo oruga, contando mentalmente los días que le faltaban antes de ser relevado y poder volver nuevamente a la civilización. Al igual que la mayoría de los hombres que estaban a sus órdenes, tanto los científicos como los marinos, se había dejado crecer la barba durante los seis meses que duraba la misión en la Antártida. Ahora la tenía salpicada de hielo condensado y de la congelada humedad de su propia y laboriosa respiración.

Uno de sus hombres se le acercó lentamente. Estaba tan pesadamente abrigado con su parka y su capucha, que Richards no pudo identificarlo hasta que estuvo a sólo un par de metros de distancia. Aún entonces sus antiparras y su barba le cubrían la mayor parte de la cara.

—Señor, los científicos dicen que estamos precisamente encima de un gran depósito. Las señales de destello son muy fuertes, y se hacen más intensas a medida que nos dirigimos al noroeste.

Richards asintió con la cabeza.

—Muy bien. ¿Podemos seguir las señales desde el oruga, o debemos seguir a pie?

—Parece que ellos quieren continuar a pie, señor. Van recogiendo piedras y discutiendo entre sí.

Richards gruñó dentro de su capucha.

—Maldición. Voy adentro a hacer un control de radio.

Richards miró al marinero caminar trabajosamente hacia el grupo de científicos que se agrupaban alrededor de una pequeña elevación rocosa. Unos estaban agachados y otros arrodillados como peregrinos que, envueltos en pieles, hubieran llegado finalmente a su santuario.

El valle estaba completamente seco. Era uno de esos extraños desiertos antárticos: ni nieve, ni vegetación, ni tierra. Sólo rocas, gravilla, y más rocas. Las montañas de cumbres blancas brillaban alrededor de ellos en medio del viento ululante, empujando sus centelleantes picos hacia un cielo agresivamente brillante. Pero en este pelado valle no había agua, ni siquiera agua congelada. No había vida de ninguna especie… excepto esos americanos que cumplían con su deber buscando depósitos de carbón para alimentar las voraces ciudades, allá en la civilización.

Lentamente, entumecido por el frío, Richards volvió hacia el vehículo oruga. Sus botas crujieron sobre las piedras. Los peldaños de la escala se sentían tan fríos que quemaban, aun a través de los gruesos guantes. Trepó y se introdujo a través de la portezuela hacia la parte de atrás del enorme vehículo.

Tibieza. Gloriosa, humedecedora y descongeladora tibieza. Le tomó media hora y una cafetera llena para volver a sentirse humano otra vez. Estaba solo, sentado en el compartimiento del conductor. Se había quitado la parka y tenía los pies puestos directamente delante de la salida de la calefacción. Finalizó su control de radio con McMurdo y se recostó en el amplio y acolchado asiento del conductor. Desde ahí podía ver a los geólogos.

De repente todos ellos se unieron en un apretado grupo. Richards se sentó erguido y observó a través de los cristales en forma de salientes ojos de insecto del vehículo oruga. Los geólogos señalaban algo, y hablaban de eso. Demasiado animadamente; sus brazos se movían y gesticulaban. Uno de ellos señaló al vehículo oruga y luego hacia el aserrado horizonte; se separó del grupo y corrió hacia Richards. Intrigado, Richards se levantó de donde estaba y pasó por la portezuela hacia el compartimiento posterior, donde estaban las cuchetas y las mesas de trabajo.

La portezuela al exterior se abrió y dejó entrar un golpe de aire frío. El hombre era el mismo marinero que había hablado con Richards anteriormente. Empujando su capucha hacia atrás, dijo, excitado:

—¡Capitán, señor, han encontrado una marca allí! Es metálica. Tiene inscripciones rusas.

—¿Escrita en ruso?

—Sí, señor. El doctor Carlati dice que parece que los rusos han estado aquí antes y reclaman este valle.

Richards arrugó el entrecejo.

—Déjese de hablar como si fuera una película de cowboys, maldición. Esto es territorio internacional. Nadie tiene el maldito derecho de reclamar nada.

El marinero se encogió de hombros. Richard buscó su parka y se la colocó. Mientras cerraba las cremalleras, murmuró:

—Vamos, veamos qué es eso. ¿Algunos de los científicos sabe leer ruso?

—Sí. El doctor Carlati, señor.

Al bajar del vehículo y poner un pie sobre el rocoso suelo nuevamente, Richards oyó al marinero que gritaba encima de él:

—¡Eh, mire allá, señor! Otro oruga se acerca por el valle.

Richards lo vio. Era una mancha oscura que se movía a lo largo de las rocas grises. Miró escaleras arriba hacia el marinero que todavía estaba de pie en la portezuela.

—Saque una carabina del depósito y cargúela. Tráigala con usted.

—¿Le aviso por radio a McMurdo, señor?

Atrapado por un momento entre dos prioridades, Richards sacudió la cabeza.

—No. Traiga la carabina. Se lo diremos a McMurdo después de hablar con los rojos.

Cuando Richards y el marinero llegaron hasta el grupo de científicos, el oruga ruso estaba lo suficientemente cerca como para que se pudiera ver su estrella roja.

—Es el depósito de carbón más rico que jamás he visto —estaba diciendo uno de los geólogos—. Así deben haber sido los yacimientos de Montana antes de la década del sesenta.

—Sí —dijo otro hombre, arrebujado en su parka—. Pero aparentemente ellos llegaron primero.

—Hay suficiente para todos.

Estúpido inocente, pensó Richards.

El oruga avanzaba hacia ellos, mostrándose más grande y amenazador con cada crujido de su andar. Richards permaneció inmóvil, observándolo. Ya no sentía ni el frío ni el viento. Los científicos parecían estar tensos también.

—¿Crees que Podgorny estará entre ellos? —dijo uno.

—¿Está aquí este año?

—Algo de eso he oído.

—No lo he visto desde la conferencia de Viena.

Richards intervino en la conversación.

—Creo que será mejor que los civiles vuelvan al vehículo. Y usted, Jefferson, vaya y traiga dos carabinas más.

El doctor Carlati se enfrentó a él.

—Capitán, creo que está dramatizando demasiado. ¿Qué problema puede haber?

—¡Hágalo! —Richards mordió las palabras cuando las decía, luego paseó su mirada por sobre Carlati y la fijó en el oruga ruso que avanzaba.

Jefferson corrió hacia el vehículo americano, desapareció dentro de él, luego reapareció con un par de carabinas entre los brazos. Corrió hacia el capitán Richards mientras los científicos se movían incómodos alrededor.

El marinero tropezó con una piedra y cayó hacia adelante. Una de las armas se disparó. Fue un sólo y agudo disparo.

Inmediatamente un tableteo respondió desde el oruga ruso. Trocitos de piedra revolotearon alrededor del marinero caído en el suelo. Richards vio a un hombre sentado en el techo del vehículo ruso: estaba apuntando hacia ellos.

—¡Al suelo! —les gritó a los científicos.

Le quitó la carabina de las manos al sorprendido marinero que estaba junto a él, y apuntó hacia el vehículo que avanzaba. Se lo veía gris y enorme ahora, como un tanque de guerra. Richards cargó la carabina mientras oía otro disparo.

Una increíble fuerza lo golpeó en el pecho y lo derribó. Nunca sintió el golpe contra el suelo; sin embargo, repentinamente estaba mirando el cielo. Cabezas encapuchadas se interponían en su línea de visión. Se veían borroneadas.

¡El dolor! Su cuerpo estaba en llamas.

—¡Dios mío, lo alcanzaron!

Era una voz distante que se desvanecía cada vez más, y más.

—Creo que está muerto.

Kinsman se había alejado de los grupos que estaban alrededor de la piscina. Acariciando.su tercera copa —¿o era la cuarta?— estaba apartado de la gente que reía y charlaba, cerca de la base de la cúpula transparente. Se volvió para mirar la muralla inmóvil de Alphonsus, el guardián de la nada durante mil millones de años.

A la distancia podía oir trozos de conversación.

—…Takamara dice que no se han visto delfines en el Pacífico Norte en todo el año. Parece que han seguido el destino de las ballenas.

—…volver a tiempo para hacer las compras de Navidad. Los niños van a estar muy ansiosos…

—…simplemente rodearon el sitio y los llevaron a un campo de concentración. Se asegura que estaban retrasando deliberadamente el desarrollo del nuevo gas pacificador.

—¿El grupo completo?

—Dieciocho, entre hombres y mujeres. Se llevaron a sus familias también. Están ahora en algún lugar de Nebraska. Los están reeducando con electroshocks y correctores mentales. A todos sin excepciones, tanto hombres como mujeres.

—¿Sin juicio? ¿O proceso legal?

—¡Ja!

—¡No pueden hacer eso! Va contra la Constitución …

—No lo digas tan fuerte. Puedes conseguirte unas vacaciones pagas en Nebraska también, ya lo sabes.

Hugh Harriman se acercó a Kinsman. Ahora el hombre pequeño y regordete estaba serio y silencioso. Con un movimiento de cejas preguntó:

—¿Qué es eso que acabo de oír, acerca de la alerta amarilla?

—Cristo —murmuró Kinsman—. ¿Es que no hay ningún secreto en esta ciudad?

Hay uno. Pero quizás también lo descubran, pensó.

—Ya sé que nosotros los meros civiles no tenemos por qué saberlo —dijo Harriman—, pero… ¿qué tan serio es? ¿Leonov y Tú van a enfrentarse en una pulseada, o la cosa es real esta vez?

—Ojalá lo supiera.

Harriman tragó toda su bebida.

—¿Tan mal están las cosas?

—Yo no voy a jugar pulseadas.

—Malditos idiotas.

Un pensamiento cruzó la mente de Kinsman, y casi le hizo sonreír.

—Eli, si nos ordenan cerrar nuestra mitad de la base a todos los extranjeros, ¿qué haremos contigo? Brasil aun no ha enviado tus papeles, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Bastardos… Hace ya casi dos años ahora. Oficialmente soy un apátrida. Unos pocos meses más, y no podré andar derecho en la Tierra. Me agarraron por las pelotas… Me invitan aquí con su equipo de sociólogos, y luego revocan mi ciudadanía.

—Alégrate. A Sócrates le dieron cicuta.

—El mundo aún no está listo para nosotros los filósofos —dijo Harriman suspirando.

—Quieres decir los tábanos.

—Lo que sea. ¿Sabes a quién han puesto en mi cátedra de San Pablo? A un coronel retardado. ¡Un coronel del maldito ejército es el jefe del departamento de Filosofía de la universidad más grande de Brasil! ¡Un coronel!

Kinsman sabía que eso era un anzuelo. Sólo dijo:

—¡Hmmm!

—Tú podrías presentarte como jefe de un departamento de Filosofía en San Pablo, Chet.

—Es algo que tendré que pensar cuando me retire.

—Para eso tendrías que estar vivo.

—Eso no fue gracioso. No esta noche, por lo menos.

Harriman lo miró fijo por un instante, con la boca abierta y lista para la próxima réplica. Pero cuando se dio cuenta de lo que Kinsman había querido decir, dijo:

—Sí. Están cerrando todas las escuelas. Tú sabes, es un lujo ahora.

Se alejó. Kinsman se volvió y miró hacia afuera otra vez, sintiendo el entorpecedor frío del infinito que se filtraba por la pared a pesar de la calefaccionada sala, observando la fascinante belleza de la Tierra colgada allá arriba. Ocho mil millones de personas preparándose para destruirse mutuamente.

Una mano se apoyó en su hombro. Ellen.

—Se supone que te tienes que estar divirtiendo, quieras o no.

—Ah, sí, seguro.

—Creo que se acerca el momento en que van a descubrir algo con gran ceremonia —hizo un gesto hacia la piscina.

Había un enorme envoltorio junto a la alberca ahora. Estaba cubierto con un plástico encerado de color azul. La forma era extraña, y Kinsman no pudo adivinar lo que era.

—Me enviaron para que te buscara y te llevara de vuelta —dijo Ellen.

Ella se había vuelto a poner sus pantalones y su jersey, pero su corto pelo aun estaba brillante por el agua. Su piel…

—Puedo pensar en mejores lugares para ir juntos —dijo él.

Ellen sonrió pero no dijo nada. Caminaron juntos entre la gente que se arremolinaba alrededor del envoltorio. Las charlas y murmullos se acallaron hasta convertirse en un silencio expectante a medida que Kinsman y Ellen se acercaban.

Piotr Leonov estaba de pie junto a esa forma velada, sonreía ampliamente. Todo el mundo estaba en silencio ahora.

—¡Ah!… el invitado de honor se acerca. Ha llegado la hora mágica.

Kinsman trataba de mostrarse tranquilo, pero en realidad estaba ansioso por saber lo que había debajo de la cubierta de plástico.

—Antes de descubrir tu regalo de cumpleaños, tengo que hacer un pequeño discurso… —todo el mundo protestó. Leonov levantó una mano para calmarlos—. Un momento, un momento. No es un discurso político. Es breve. Sólo dos oraciones.

—¡Las estamos esperando! —dijo una voz entre la gente.

—Muy bien. Una: tuvimos que hacer una profunda investigación en tus antecedentes para elegir este regalo, Chet.

La cara del astronauta muerto, alejándose sin remedio. Kinsman borró la imagen de su mente.

—Y dos: todos los residentes permanentes de Selene donaron dos meses de espacio de transporte personal para traer este… esta cosa hasta aquí arriba. El doctor Nakamura prestó su asistencia personal y usó sus conexiones familiares para adquirir el… eh… objeto. Y los expertos obreros de Lunagrad proveyeron la asistencia técnica necesaria para que esta cosa funcionara correctamente.

—¡Han sido cuatro oraciones, Leonov!

El ruso se encogió de hombros.

—Estoy dentro de un factor dos respecto de mi cálculo original. Eso es bastante bueno, comparado con lo que algunos de ustedes, científicos, han estado haciendo.

Risas generales.

Volviéndose a Kinsman, Leonov terminó.

—¡Muy bien, entonces! De todos nosotros los luniks, Chet: Lunagrad, Moonbase, Selene. ¡Feliz cumpleaños!

Tiró del plástico encerado y no ocurrió nada. La carcajada fue unánime. Repentinamente ruborizado, Leonov repitió el movimiento con más fuerza, y esta vez el telón cayó al suelo. Y se reveló un pequeño piano de cola, de ébano brillante.

Kinsman abrió la boca.

—¡Por todos los cielos!

Durante un momento estuvo simplemente allí, demasiado confundido como para hacer otra cosa que abrir la boca. Luego todos aplaudieron. Alguien comenzó a cantar “Cumpleaños Feliz”. Ellen se acercó a él, le puso los brazos al cuello y lo besó. Más aplausos.

—Sabes tocar, ¿no es cierto? —preguntó Leonov.

Manteniendo su tranquilizador abrazo en la cintura de Ellen, Kinsman dijo.

—No he tocado una tecla desde hace años. Pero supe hacerlo una vez.

Pat Kelly apareció por detrás de él.

—Descubrimos que habías sido un niño prodigio.

—Son sólo cuentos —replicó Kinsman—. Di un recital cuando tenía quince años, más o menos… mis padres me obligaron.

Se querían morir cuando entré en la Fuerza Aérea , recordó.

—¡Pues toca! —insistió Leonov—. Tuve que esconder este aparato en Lunagrad durante semanas. Luego encontrar a alguien que lo afinara, ya que no existe un talento semejante en tu guarida de capitalistas charlatanes. Vamos, toca algo… Tchaikovsky, por lo menos.

Kinsman, sacudiendo la cabeza, dijo:

—Considérate afortunado si puedo recordar “Palitos Chinos”.

Se sentó en la banqueta y observó el teclado. Blanco y negro. Como los moralistas. Le temblaban las manos. ¿Por qué? ¿Estaba excitado… o tenía miedo? ¿O eran ambas cosas?

Acarició las teclas. Tocó algunas notas al azar. Hizo algunas escalas. Las manos recuerdan. Entonces supo cuál sería la primera música que se tocaría en la Luna.

Cerró los ojos involuntariamente. Se sorprendió cuando se dio cuenta de que lo había hecho, e inmediatamente los abrió otra vez. Ya sus manos habían ejecutado los primeros compases y se adentraban en la interpretación de la sonata Claro de Luna.

La gente guardaba un silencio absoluto. Las suaves y mesuradas notas flotaban por la cúpula, a casi trescientos años y medio millón de kilómetros del momento y lugar de su nacimiento.

Llegó más o menos hasta la mitad del primer movimiento y se detuvo. Tocó algunas notas de algún recordado ejercicio de la infancia y luego se puso de pie. Todos aplaudieron.

Leonov se le acercó.

—¡Felicitaciones! Pero debes sacar el instrumento de esta cúpula. Demasiado húmeda. Se va a desafinar aquí.

—Podemos ponerlo en tus habitaciones, Chet —dijo Kelly—. Ya estuvimos viendo. Hay espacio suficiente.

—No —dijo Kinsman—. Todos tienen que poder usarlo. Pongámoslo abajo, en la sala de reuniones.

—En un mes estará arruinado. Los niños…

—No, nadie lo estropeará. Además siempre podemos pedirle a Pete que nos preste su afinador.

—De acuerdo —dijo Leonov—. Pero con dos condiciones.

Kinsman levantó las cejas.

—Primero, que permitas a mis músicos frustrados usar el instrumento de vez en cuando.

—Oh, por supuesto.

—Y segundo —Leonov levantó dos dedos—, que dejes el piano aquí, en tu parte de Selene…, ¡así no tengo que escucharlos!

—Seguro —dijo Kinsman—. Y tu policía secreta puede instalar sus micrófonos ahí si quiere, también.

—¡Magnífico! Eso los hará muy felices.

Harriman estaba de pie junto a Ellen.

—Eres un tipico hombre del Renacimiento, Kinsman, ¿no es cierto? Músico, soldado, astronauta…

—Y también fui espadachín, en el equipo de esgrima de la Academia.

—¡Uf! ¡El maldito Cyrano de Bergerac entre nosotros!

—Bueno; mi nariz no da para tanto —replicó Kinsman.

—A mí me gusta tu nariz —dijo Ellen.

Harriman trató de fruncir su cara redonda y casi lo consiguió.

—Me consumen los celos —refunfuñó—. Tú lo puedes hacer todo, Kinsman. Yo no puedo tocar ni una nota. Ni siquiera puedo hacer que mi estéreo funcione bien.

Con una carcajada, Kinsman respondió:

—Tocar el piano es como la política, Hugh. El secreto consiste en no dejar que tu mano izquierda sepa lo que está haciendo la mano derecha.

Algunos otros probaron también el piano. La cúpula resonó con rock, Chopin, soul, Strauss. Una de las recién llegadas temporarias tocó algo en el estilo neo-oriental que se estaba haciendo popular en la Tierra.

—¡Bah! Campesinos y degenerados —gruñó Leonov finalmente, y se instaló decididamente en la banqueta del piano. Se lució con algunas enérgicas piezas de Mussorgsky y luego pasó a tocar melancólicas melodías populares rusas.

Cuando finalmente abandonó el piano, comenzó a despedirse de todos.

—Debo regresar al paraíso de los trabajadores —le dijo a Kinsman.

—Gracias por la sorpresa. Puedes venir a tocar cuando quieras. Pertenece a toda la gente de Selene, tanto a los de Moonbase como a los de Lunagrad.

Leonov cerró los ojos por un momento. Era un gesto muy suyo, que reemplazaba a asentir con la cabeza.

—Comprendo—. Dudó un instante y cuidadosamente se abstuvo de mirar por sobre su hombro—. Amigo mío, debemos reunimos para inspeccionar la ruta de la carrera de escarabajos. Sólo tú y yo. ¿De acuerdo?

—¿Fuera del alcance de los lectores de labios? —Kinsman sonrió con tristeza.

—Exactamente.

—Muy bien. ¿Mañana?

Leonov pestañeó lentamente otra vez.

—Yo te llamaré.

—Bien.

—Feliz cumpleaños, camarada. Y que cumplas muchos más.

—Ojalá que sea así para todos.

—Ojalá.

La fiesta estaba terminando. Leonov y sus dos muchachas se retiraron, seguidos por algunas miradas de admiración.

—Las muchachas son verdaderamente agentes secretos —aseguró Harriman a una joven rubia con la que estaba compartiendo un cigarrillo de hachís.

Finalmente, Kinsman se dio cuenta que estaba caminando lentamente con Ellen, por un corredor bien iluminado. La sujetaba por la cintura, y ella apoyaba la somnolienta cabeza sobre su hombro.

—Fue una fiesta estupenda —dijo ella, suavemente—. Fue muy gentil de tu parte el haberla organizado para mi primer día aquí.

Él se rió. Había bebido suficiente alcohol para relajarse, pero no para sentirse retraído.

—Es un grupo de gente estupenda. Son la sal de la tierra.

—Querrás decir «de la Luna ».

—Así es. Son buena gente. En realidad esto es un pequeño pueblo, una pequeña ciudad fronteriza. Todo el mundo conoce a todo el mundo. Todos nos ayudamos mutuamente. Tenemos que hacerlo así; de otro modo es muy peligroso vivir aquí.

—Nunca he visto a nadie tan sorprendido —dijo Ellen. La risa hacía que su voz fuera muy tenue.

—Realmente me emocionaron con ese piano —admitió Kinsman—. Nunca esperé una cosa semejante.

Se detuvieron ante la puerta de las habitaciones de Ellen.

—¿Quieres tomar un café? —preguntó ella.

Él la atrajo y la besó. Ella contuvo la respiración, y luego lo abrazó, anhelante. Pero la mente de Kinsman se afanaba en llenarle la cabeza con viejas imágenes muertas luchando contra su cuerpo.

—Yo… creo que es mejor que nos despidamos ahora —dijo, finalmente—. Gracias. Lo he pasado bien.

Ella se mostró sorprendida, intrigada, casi herida. Luego trató de disimularlo.

—¿No quieres un café?

—Gracias, no. Ellen… —Pero no pudo decir nada—. Nos veremos mañana. Buenas noches.

—Buenas noches…, y gracias.

Él se volvió, y apuró el paso por el corredor.

¡Maldito estúpido!

Pasó de largo, delante de sus propias habitaciones. Rondó insomne por los corredores, enojado consigo mismo: sabía que se había comportado como un idiota.

Sin pensarlo, se dirigió hacia la cúpula de recreo. Ahora estaba vacía. Los restos de la fiesta cubrían el suelo. Las luces del techo estaban apagadas, pero brillaban las luces de la piscina, e iluminaban débilmente el salón. Arriba se veía la Tierra inmóvil.

Kinsman se sentó al piano y jugueteó con las teclas. Tocó los dos primeros movimientos completos de la sonata Claro de Luna. Decidió no arriesgarse con el tercero para no estropearlo. Intentó tocar Bach… pero el resultado fue tan deplorable como su estado de ánimo.

Fue entonces cuando sintió una mano sobre su hombro. Sabía que era Ellen, aun cuando no había mirado. Ella se sentó en la banqueta junto a él.

—Sea lo que fuere, está bien —dijo ella.

La sensación fue la misma que tuvo cuando voló por primera vez en órbita. La libertad de la falta de peso. La caída libre. Liberado de todas las limitaciones de la Tierra. Nada más en el universo: sólo él y esta encantadora y cálida mujer. Kinsman hasta se olvidó de la superpoblada Tierra, tan atractiva y tan llena de problemas. Y se olvidó también de las estrellas: los ojos de Dios, que lo miraban.

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