JUEVES 23 DE DICIEMBRE DE 1999; 14:00 UT

Eran las nueve de la mañana en Nueva York. Ted Marrett se paseaba impaciente junto a los ventanales que cubrían la pared desde el techo al suelo, en la oficina alfombrada allá en lo alto del edificio de la Secretaría General de las Naciones Unidas. Una lluvia helada golpeaba los cristales. Al otro lado del amplio y aceitoso East River, Brooklyn y Queens eran sólo una mancha gris.

—Vas a gastar tus zapatos —le dijo Tuli Noyon.

Estaba sentado plácidamente en una butaca de cuero. Su cara redonda y aplastada de mongol era la imagen misma de la calma estoica. Su aspecto hubiera parecido adecuado para montar un peludo pony con un arco corto atravesado sobre los hombros, armadura acolchada y casco de guerrero. Pero estaba vestido con el traje de cremalleras amarillo brillante propio de un hombre de negocios. La única cosa poco común que llevaba era una computadora electrónica de bolsillo activada por isótopos.

—Es mejor que gastar las asentaderas de mis pantalones —gruñó Marrett; vestía pantalones pasados de moja y una dashiki hasta el muslo. Chupaba furiosamente e! medio cigarro que tenía entre los dientes.

Silenciosamente Tuli agradeció a los dioses por el sistema de ventilación que eliminaba el fétido olor del humo del cigarro.

—Dijo que estaría aquí poco después de las nueve.

—Es precisamente la hora en este momento —Marrett golpeó suavemente su reloj pulsera—. Poco después de las nueve. ¿Dónde está?

—Bueno, también tiene otras cosas que atender…

—¡Nada es tan importante como esto! Por todos los diablos, Tuli… ¡Hemos estado tratando de verlo durante cuatro días seguidos!

—El secretario general pocas veces tiene tiempo para recibir a un par de ingenieros menores de la UNESCO. Su agenda está organizada…

Marrett se precipitó sobre el mongol.

—¡No me vengas con esa estúpida humildad oriental! Te conozco bien. Estás tan nervioso por este asunto como lo estoy yo.

Noyon se permitió una sonrisa.

—Tal vez efectivamente usé mi parentesco con el embajador de Mongolia para ayudar a nuestra causa.

—No me cabe duda.

—Pero no nos será de ninguna utilidad si estás hecho un manojo de nervios cuando…

La puerta se abrió. Marrett se volvió, quitándose el cigarro de la boca. Noyon se puso de pie.

Emanuel De Paolo era un hombre delgado y de aspecto frágil. Era de piel oscura, y su pelo gris como ceniza volcánica. Sus ojos eran de un negro profundo, pero vivaces, jóvenes y alertas en una cara de hombre que envejecía. Su traje de un corte muy conservador: los pantalones con dobleces y una chaqueta larga sobre el suave jersey de cuello alto. El traje era celeste oscuro y el jersey era dorado.

—Caballeros —dijo, con voz suave y musical—. Por favor, evitemos las formalidades. Siéntense.

Marrett acomodó su enorme cuerpo lentamente en la butaca que Noyon había estado usando, sin quitar sus ojos del secretario general. El ingeniero mongol se apartó y ocupó otra butaca. De Paolo se sentó en una silla tejida, de madera escandinava y esparto.

—Les ruego que sean breves —dijo el secretario general, amablemente—. Hay una reunión del Consejo de Seguridad esta tarde y tengo varias entrevistas en mi agenda antes de que comience la sesión.

Marrett miró a su amigo. Noyon dijo:

—No sé qué es lo que le habrá dicho el embajador de Mongolia…

—Muy poco —dijo el secretario general—. Debo confesar que parecía disfrutar en hacer de este asunto el mayor misterio posible.

—No hay nada misterioso —replicó Marrett—. No es más misterioso que esa lluvia que está cayendo.

Una hora más tarde, un asistente golpeó discretamente a la puerta de la oficina para recordarle al secretario general que tenía una visita a las diez y quince. De Paolo le dijo que la cancelara. El teléfono llamó una vez, y De Paolo habló ásperamente en portugués. No volvieron a ser interrumpidos hasta que el secretario general sugirió que comieran y bebieran algo.

La reunión del Consejo de Seguridad comenzó sin su presencia. A media tarde, De Paolo estaba diciendo:

—¿Todo esto es realmente posible?

Marrett estaba masticando el desmenuzado extremo de su último cigarro. Se había apagado hacía ya varias horas.

—Si su pregunta significa si es técnicamente posible, la respuesta es sí. Naturalmente, pasará un tiempo antes de que podamos controlar cambios climáticos en pequeña escala, pero por ahora sabemos lo suficiente como para arruinar la cosecha entera de cualquier país en cualquier momento. Y hemos estado en condiciones de controlar los grandes sistemas de tormentas desde hace años.

—Dentro de ciertos límites —agregó Noyon.

El secretario general se había quitado la chaqueta. Se frotó la frente nerviosamente.

—Esto es fantástico. ¿Se dan cuenta del enorme potencial que tiene lo que me están diciendo? ¿Tienen alguna idea de lo que están ofreciendo?

—Es aterrador —confirmó quedamente Noyon.

De Paolo se levantó de su asiento y caminó hasta la ventana. Ya no llovía, pero el cielo permanecía gris.

—Desearía no haber querido oírlos —dijo, mirando hacia la ciudad decadente—. Ojalá nunca hubiera escuchado una cosa semejante. La tentación…

Marrett tocó su reloj.

—Dentro de exactamente cinco minutos se podrá ver un poco de cielo azul y aparecerá el sol.

El secretario general echó una mirada por sobre el hombro al corpulento meteorólogo.

—¿Está seguro de eso?

Con un gesto afirmativo respondió:

—Tan seguro de eso como de que las Naciones Unidas, o alguien, tiene que apoderarse de ese poder. No se lo puede mantener en secreto por mucho más tiempo. Hay muchos pronosticadores y meteorólogos que conocen este potencial. Una vez que admitan que el clima puede ser controlado en todo el mundo, pues… esa será la próxima gran crisis internacional.

—Y este Kinsman —preguntó De Paolo—, ¿es un hombre honorable? ¿Se puede confiar en él?

—Creo que sí. Quiere que su nueva nación sea admitida en las Naciones Unidas. Quiere mantener la paz del mundo.

El secretario general sacudió la cabeza.

—Es aterrador. Demasiado tentador. —Sacudió la cabeza varias veces.

—¿Se refiere al poderío potencial?

—Eso —asintió el anciano con un gesto—, y la responsabilidad. Todos nos hemos desesperado ante la impotencia política de las Naciones Unidas. Pero… esto lo cambia todo. ¡Todo!

—Eso es usar nuestro poderío técnico para obtener poderío político —dijo Marrett.

—No creo que sea correcto hacerlo. No estoy de ninguna manera seguro de estar preparado para una cosa así. Es el uso pleno de la fuerza, tal vez un tipo de fuerza diferente, pero aun así…

—La fuerza es el único modo de mover un objeto —dijo Marrett.

—Física newtoniana —dijo el secretario general. Una sonrisa descolorida cruzó su cara—. ¿Ve? No ignoro totalmente las ciencias.

Se volvió nuevamente hacia la ventana. Un rayo de sol atravesó las nubes grises. Se pudo ver un trozo azul.

—Su predicción fue demasiado conservadora —le dijo a Marrett—. Todavía no han pasado los cinco minutos.

Marrett se encogió de hombros.

—Siempre soy un poco conservador.

—¿Realmente? —El secretario general acomodó sus hombros como quien ha decidido aceptar la carga sin importarle el peso—. Muy bien. Supongo que debo reunirme con este Kinsman. ¿Cree que aceptará venir a Nueva York?

El sol de la Florida era fuerte y brillante, y alumbraba desde un cielo tan azul que necesitaba ocasionales copos de cúmulus blancos para hacer contraste. Frank Colt apartó la vista a pesar de sus cristales polarizados. El resplandor de los senderos de cemento y de los protectores de la pista era considerable. En verano sería muy difícil tolerarlo. Pero puedo adaptarme, se dijo Colt para sí. A eso, y a cualquier otra cosa que decidan mandarme.

Los dos policías de la Fuerza Aérea caminaban juntos unos pocos pasos detrás de él. Ambos medían más de un metro ochenta y cinco, con cuerpos de futbolistas y pistolas automáticas enfundadas en sus caderas. Seguían a Colt dondequiera que éste dirigiera sus pasos. Técnicamente estaba bajo arresto domiciliario, y confinado a su base hasta que los cerebros de Washington decidieran si se lo podía acusar de haber tenido alguna responsabilidad en la rebelión lunar.

Colt sonrió irónicamente. No cualquiera tiene sus propios guardaespaldas que lo siguen por todas partes. Es un símbolo de status.

Por sobre sus cabezas, un punto plateado comenzó a materializarse en un jetcóptero de ejecutivo, y Colt pudo oír el murmullo de sus enormes palas giratorias aun por sobre el agudo chillido de los motores de turbina.

Colt y sus dos guardias se detuvieron en un descanso de formación sin advertirlo, al borde del círculo pintado de amarillo que demarcaba el área especial para descenso de helicópteros. Un vehículo de servicio atravesaba velozmente a la distancia la superficie de concreto, acercándose para dar electricidad para las comunicaciones, las luces y el aire acondicionado del aparato.

El jetcóptero descendió sobre la plataforma de concreto en medio de una pequeña tormenta de viento que hizo volar hollín y pequeños guijarros. Cuando la máquina se apoyó sobre sus elásticos soportes y las paletas giratorias comenzaron a detenerse, Colt miró y vio que no tenía ninguna insignia excepto la habitual estrella y el número de identificación H-003 de la USAF.

El “tres” de esa identificación impresionó inmediatamente a Colt. Sabía que el número uno era para el presidente y el dos para el vicepresidente. Estaba impresionado por el hombre que venía adentro, el hombre que había venido a verlo.

La portezuela del aparato se abrió hacia arriba y en ella apareció un teniente de impecable uniforme mientras las escalas metálicas se proyectaban hacia afuera hasta tocar el suelo de concreto. Miró a Colt y movió la cabeza, la cara pálida, los ojos pequeños, de un modo muy profesional. Colt se acercó y subió a la máquina. Sus dos guardias quedaron afuera, al pie de la escalerilla, bajo el sol. Durante la semana que habían estado custodiando a Colt por todas partes no le habían dirigido la palabra.

Tuéstense bien, compañeros, les deseó silenciosamente Colt.

Adentro de la máquina hacía frío. El teniente era lo suficientemente alto como para tener que agachar la cabeza al atravesar una portezuela más pequeña instalada en un tabique pintado de gris. Colt entró a una especie de sala de conferencias. Realmente era un compartimiento muy amplio para un helicóptero, pero insuficiente para las tres personas que ya estaban sentadas allí.

Colt saludó en posición de firmes. El general de dos estrellas de aspecto cansado que estaba sentado en un extremo de la mesa de conferencias le devolvió rápidamente el saludo. Estaba acompañado por un coronel de rostro obeso y por un civil. Era éste un hombre vestido con un traje oscuro y estaba como encogido sobre sí mismo: sus amplios hombros se movían extrañamente dentro de la chaqueta de su traje. Su cara parecía tener una expresión de sufrimiento permanente.

Había una liviana silla de plástico desocupada. El general le hizo un gesto y Colt se sentó. El teniente permaneció en la portezuela, a espaldas de Colt. Había advertido que el teniente llevaba la banda de la Policía Aérea , pero no estaba armado. Sin embargo, de pie detrás de él, le sería posible matar a Colt de varios modos diferentes con sus manos, si así se lo ordenaran.

—Soy el mayor general Cianelli —dijo el general—. Este es mi ayudante, el coronel Sullivan.

Colt hizo un saludo con la cabeza. Los generales de dos estrellas no usan el número tres en su helicóptero. Este pajarraco debía pertenecer al civil. Se volvió curioso hacia el hombre de cara arrebatada que estaba sentado a su izquierda.

—Mi nombre no es importante —murmuró con dificultad y aspereza.

Durante un momento, todos mantuvieron el silencio en el compartimiento de conferencias. Colt podía oír el distante y apagado zumbido de los generadores del vehículo de servicio y nada más. El general Cianelli se mostraba preocupado.

—Estamos aquí para revisar su caso… es decir, las declaraciones que usted hizo a la comisión investigadora al principio de esta semana.

—Sí, señor —dijo Colt, profesionalmente—. Estoy a su disposición para responder cualquier pregunta que tengan que hacerme.

—Usted dijo que condujo a un grupo de contrarrevolucionarios —dijo el coronel Sullivan, sorprendiendo a Colt con su aguda voz de tenor—, y que intentó destruir las instalaciones para la producción de agua.

—Sí, señor. Sin embargo, sólo tuvimos un éxito parcial. Fuimos superados numéricamente antes de que pudiéramos hacer más que daños superficiales.

—¿Sólo daños superficiales? —dijo el torturado murmullo a su izquierda.

—Oí decir posteriormente, mientras estuve arrestado, que nuestra acción redujo la producción de agua de Moonbase en una tercera parte…

—Ajá.

—… pero que el daño podía ser reparado en unas pocas semanas.

—Unas pocas semanas —repitió Sullivan—. ¿Eso significa que los rebeldes sufrirán escasez de agua potable?

—No lo creo, señor —respondió Colt—. Las instalaciones pueden producir suficiente agua potable y de irrigación para Moonbase y Lunagrad. Pueden sufrir escasez de combustible para cohetes, sin embargo, ya que el hidrógeno y el oxígeno son electrolizados a partir del agua que se produce allí.

El general Cianelli arrugó la frente.

—¿Qué clase de hombre es ese coronel Kinsman?

¡Con cuidado, hombre! Estos saben todo acerca de ustedes dos.

—Era un íntimo amigo mío, señor. Siempre lo consideré bien intencionado, muy apreciable, pero políticamente débil.

Continuaron hablando durante horas y horas. Colt cautelosamente evitó mencionar el hecho de que podría haber matado a Kinsman, o que podría haber intentado un contragolpe mientras los rebeldes estaban apoderándose de las estaciones espaciales. Se arriesgó a suponer que nadie de Selene hubiera llegado aún a la Tierra.

Gradualmente, fue claro para Colt que ya no estaban cuestionando su lealtad o sus acciones durante la rebelión. Trataban más bien de obtener información acerca de los mismos rebeldes —especialmente de Kinsman—, y acerca de las defensas que poseían las estaciones espaciales y las instalaciones lunares.

—Señor —le dijo al general—, ¿seré sometido a una corte marcial?

El general Cianelli lanzó una mirada al civil de aspecto furioso.

—Eso es algo que aún hay que decidir…

El corpulento civil lo hizo callar con un leve movimiento de una mano. A Colt le dijo:

—No habrá corte marcial. Todo lo contrario. Estamos buscando a un oficial con los conocimientos necesarios para asumir el comando de Murdock. Un hombre que conozca suficientemente bien las estaciones espaciales como para decirnos cómo podemos reconquistarlas.

Colt cerró los ojos momentáneamente y se vio con las estrellas de general.

—Reconquistar las estaciones espaciales… —repitió, mirando directamente a los doloridos ojos del civil—. Yo se lo puedo decir.

Cianelli se mostró sorprendido y Sullivan sonrió, pero fue el malhumorado civil quien le respondió:

—¿Cómo? Los rebeldes se han apoderado de todos los satélites ABM. Destruirán cualquier nave que parte desde la Tierra.

Colt lo miró.

—Hay que lograr que acepten un vuelo a Alfa. Eso es todo lo que se necesita: sólo un vuelo.

El hombre miró fijamente a Colt. Su cara estaba roja y ceñuda. Ninguno de los dos hombres de la Fuerza Aérea se atrevió a hablar. Finalmente dijo:

—Dígamelo.

Colt preguntó:

—¿Hay aquí una pantalla visora?

El civil tocó una llave que había delante de él. Una pared entera del compartimiento brilló pálidamente.

—¿Y una terminal de computadora?

El civil miró al teniente que aún estaba de pie detrás de Colt.

—Tráigala.

Se requirió una serie de maniobras con la terminal —una compacta unidad rodante de aproximadamente las mismas dimensiones de una mesa para máquina de escribir— antes de que Colt pudiera conseguir la información que necesitaba de los archivos de la Base Patrick de la Fuerza Aérea.

Les mostró en la pantalla fotografías de la Estación Espacial Alfa y la información sobre la cantidad de personal militar de la tripulación normal.

—Aun suponiendo que Kinsman pusiera personal extra en Alfa para proteger la estación —dijo Colt—, no puede tener más de cien hombres a bordo.

—Un avión cohete aeroespacial lleva sólo cincuenta pasajeros —objetó el general Cianelli.

—Sí, pero se pueden poner tropas armadas. Y hay suficiente espacio de carga en el puente inferior como para cincuenta más.

El general se acomodó en su asiento.

—Habría que modificar el avión cohete y dotar al puente de carga con instalaciones vitales…, pero se puede hacer.

—Ciertamente —dijo el coronel Sullivan.

Colt continuó demostrando cómo la estación podía ser dominada rápidamente y con eficacia por unos cien hombres bien armados y entrenados.

—Y tendrán que estar muy bien conducidos también —agregó Colt.

—¿Y usted será el jefe? —preguntó el corpulento civil.

—No —respondió Colt—. Yo no. No soy infante.

Cianelli ignoró eso y preguntó:

—Bien, así recapturamos Alfa. ¿Y para qué sirve eso?

Colt sonrió. Se dio cuenta de que los tenía conquistados.

—Muy bien. —Operó nuevamente el teclado de la computadora. La pantalla visora mostró un dibujo animado de la Tierra con cientos de satélites girando alrededor de ella. Con un movimiento de un dedo, Colt eliminó los satélites excepto las tres estaciones espaciales americanas: Alfa, Beta y Gamma—. Ahora observen el área que cada una de las estaciones “ve” desde su lugar en la órbita sincrónica.

La pantalla mostró conos coloreados que emanaban de las tres estaciones hacia la Tierra. El cono de influencia de Alfa, de color azul pastel en la pantalla, cubría el hemisferio occidental casi por completo: casi todo el territorio de los Estados Unidos estaba ahora coloreado de azul pálido.

—Alfa es la clave de toda la situación —dijo Colt—. El área de Beta se superpone un poco, por supuesto, pero hay suficientes lugares aquí en los Estados Unidos desde donde lanzar un escuadrón completo de aviones cohete, una vez que tengamos bajo control Alfa y la estación rusa sobre el Atlántico central. Luego podemos llenar Alfa con tropas suficientes como para reconquistar las otras estaciones, y apoderarnos de las estaciones rusas. —Hizo desaparecer la imagen de la pantalla—. Si podemos ponernos en acción con suficiente velocidad y lo hacemos todo exactamente como se debe, podremos tener la red ABM completa… ¡Totalmente!

—¡Y tendremos a los rojos mirando dentro de nuestros cañones! —exclamó Sullivan.

—Y podremos dirigirnos a Moonbase en cualquier momento —dijo Cianelli—. Estarán indefensos. Caerán como una pera madura.

—Y Lunagrad también —agregó Colt.

El otro hombre no dijo nada. Todos se volvieron hacia él. Respiró profundamente y con dificultad. Luego dijo:

—Considérese coronel, señor Colt. El general hará procesar sus órdenes inmediatamente. Llevará a cabo el plan que acaba de describir. Si tiene éxito, será ascendido a brigadier general.

La boca de Cianelli se apretó hasta convertirse en una descolorida línea. Los ojos de Sullivan se mostraron evasivos.

Colt dijo:

—Una sola cosa más.

La irritada cara del otro hombre pareció hincharse y ponerse aún más roja.

—Quiero conocer al presidente de los Estados Unidos —dijo Colt—. Es una cosa puramente personal. Quiero ver a la máxima autoridad aunque sólo sea por un minuto. Quiero darle la mano.

El malhumor cedió ligeramente. El hombre casi sonrió.

—Por supuesto. Se hará.

—¿Cuándo podemos atacar? —preguntó súbitamente el general Cianelli—. Parece que toda esta estrategia depende de que los rebeldes nos autoricen el envío de un avión cohete a Alfa… —Y la boca del general volvió a apretarse.

El hombre malhumorado dijo con calma:

—El Servicio de Inteligencia informa que muchas naciones han enviado pedidos de inmigración a los rebeldes de la Luna. Hasta ha habido algunos pedidos por parte de americanos.

—¿Americanos? —Sullivan se mostró sorprendido.

—Serán reeducados —dijo el civil—. Siempre hemos tenido locos y traidores entre nosotros; éste es un buen modo de desenmascararlos.

—Nochebuena —dijo Colt.

—¿Qué?

—O Navidad. Haga que Kinsman acepte el primer vuelo de inmigrantes el día de Navidad.

—¡Imposible! —Cianelli sacudió la cabeza—. No podemos seleccionar tropas de asalto y prepararlos para esta misión y además modificar el avión cohete para mañana o pasado.

Colt arrugó la frente.

—Kinsman es un sentimental, un romántico. Se tragará este asunto de la Navidad.

—¿Y en Año Nuevo? —preguntó Sullivan.

Los tres hombres miraban a Colt esperando su reacción.

—Año Nuevo no, mejor la Noche Vieja —dijo—. De ese modo podrán pasar el primer día del nuevo siglo, del nuevo milenio, a bordo de la estación espacial de su nuevo país.

—Creo haber leído en alguna parte que el nuevo milenio realmente no comienza hasta el siguiente año, el 2001. Es así, ¿no? —comentó Sullivan.

—No importa —replicó Colt—. Kinsman se tragará también lo de la Noche Vieja. Y todo el mundo considera el cambio de 1999 a 2000 como el milenio. A nadie le importa un bledo de los puristas.

Colt usó esta expresión levemente impropia deliberadamente. Nadie reaccionó ante ella. Los tienes contigo, muchacho, se dijo a sí mismo.

—Será en la Noche Vieja entonces —gruñó el civil.

Antes de que el sol se pusiera ese día, los guardias de Colt desaparecieron. Fue conducido hacia alfombradas habitaciones y una enorme oficina donde encontró un par de águilas de plata —insignias de coronel— sobre su nuevo escritorio junto con los papeles del ascenso.

—Trabajan rápido —murmuró, mientras jugueteaba con las águilas—. Sólo dos piezas de plata… Judas obtuvo treinta. —Miró a través de la ventana de su nueva oficina y vio el pálido contorno de la Luna que se alzaba en el cielo todavía brillante—. Pero yo no me voy a ahorcar.

Sin embargo, su voz sonó amarga aun a sus propios oídos.

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