Anochecía en Washington, estaba oscuro y llovía.
El general Murdock temblaba cuando dobló su pesado cuerpo en el asiento de su limusina. No era por la lluvia o por el frío, aunque Dios sabía bien que ensuciaban los adornos de Navidad de los negocios del centro y los hacía aparecer tristes y baratos. Nadie, absolutamente nadie caminaba por las calles. Un carro de combate del ejército hacía guardia en cada esquina, brillante a la débil luz de las calles a causa de la lenta lluvia, con sus torrecillas cerradas y los cañones apuntando a las aceras.
Hasta el general Hofstader parecía triste. Su uniforme estaba impecable y sus condecoraciones brillaban en la oscuridad de la limusina. Pero su cara era gris, arrugada, consumida por una vejez prematura.
Fue la voz del otro hombre lo que hizo temblar a Murdock. Ese murmullo áspero y meditado, como un demonio trepando desde el Infierno.
—Enemigos adentro y enemigos afuera —murmuró, señalando con su pesada mano hacia las calles vacías—. Con los rojos a punto de atacarnos, todos los locos y los simpatizantes comunistas del país se preparan para acuchillarnos por la espalda.
—No me había dado cuenta… —comenzó Murdock, e inmediatamente deseó no haberlo dicho. El general Hofstader lo paralizó con la mirada.
—No me di cuenta —se burló el otro hombre. Su cara llena de furia se ponía cada vez más roja—. ¿Cuántos americanos se dan cuenta de la seriedad de la amenaza? Pocos. Muy pocos. Excesivamente pocos.
Quedó en silencio por un momento. Ninguno de los dos generales se atrevía a hablar. La limusina aceleró en la lluvia. La turbina hacía un zumbido agudo. No había tráfico que los demorara. El único otro sonido era el clac-clac del limpiaparabrisas de la ventanilla trasera. La parte de adelante del coche estaba acústicamente aislada de la parte de atrás.
—Somos excesivamente pocos —jadeó. Hizo un ruido que pareció ser una risa—. Sobreviviremos al holocausto y luego comenzaremos un nuevo mundo… desde cero, por el camino correcto, el camino que hizo que ésta fuera una gran nación.
El general Hofstader se aclaró la garganta.
—Tendría que estar en Cheyenne Mountain si el ataque es inminente…
—Es importante que el Estado Mayor esté completo para esta reunión. Personalmente. Máxima seguridad. —Volvió sus ojos llameantes hacia Murdock—. Y usted. Quiero oír los últimos informes de sus genios en la Luna.
Murdock tragó con fuerza.
—Parece que están tomando la crisis mucho más en serio ahora. Aparentemente han pasado a un estado de máxima seguridad…
—¿Aparentemente?
—Según… según… los últimos informes, esta tarde.
—¿Y los rusos?
—No lo sé —Murdock se sintió desamparado—. No tengo acceso a esa clase de información.
—Supongo que tampoco sabe que los rusos están colocando armas atómicas en órbita.
—¡Oh, Dios mío!
—Así es. Ahora dígame, ¿cuál es su juicio personal sobre el comandante de Moonbase?
—¿Kinsman?
—Sí, ese es el nombre. Tengo entendido que es un factor dudoso.
—Bueno, es…
—¿Sí?
Sus ojos perforaban a Murdock. Sintiéndose espantosamente mal, Murdock respondió:
—Ha sido un buen administrador, pero no estoy seguro de que sea el hombre indicado para ese cargo en una situación de emergencia.
—Entonces deshágase de él. —Murdock se volvió hacia Hofstader—. Reemplácelo —dijo el general de cuatro estrellas—. ¿Tiene un segundo jefe de confianza?
—¡Oh, sí, señor! ¡De absoluta confianza!
—Póngalo a cargo. Y haga volver a ese Kinsman.
—No puede. Tiene problemas de salud.
El otro hombre se inclinó hacia adelante y puso una pesada mano sobre la rodilla de Murdock.
—Sáquelo de allí. Aun cuando tenga que arrestarlo o ponerlo en una cápsula de superviviencia por el resto de sus días, ¡sáquelo de allí!
—Sí, señor. Inmediatamente —chilló Murdock.
Era cerca de las dos de la mañana cuando Kinsman terminó sus giras de inspección en Moonbase. Todo estaba perfecto. La lanzadera llegó, y no se movería hasta que él lo decidiera. Estaba satisfecho. La base estaba tan segura como lo deseaba. Los hombres de confianza estaban de guardia. No había habido pedidos de auxilio por parte de Leonov.
Caminaba en ese momento por un corredor de la sección residencial de la base. La mayor parte de la gente estaba durmiendo, como si esa noche fuera igual a todas las noches. Giró en una intersección y se dirigió a las habitaciones de Ellen.
No puede ser que esté trabajando todo el tiempo, pensó.
Dejó de lado todas sus dudas y apuró el paso en el corredor, pasando de la misteriosa luz azulina de un grupo de lámparas fluorescentes a la penumbra entre luces y luego otra vez a la luz. En este nivel la temperatura era agradablemente tibia, pero Kinsman todavía sentía un pegajoso sudor frío que hacía adherir el traje enterizo a su pecho, sus brazos y su espalda.
Golpeó a la puerta de Ellen. No hubo respuesta. Golpeó otra vez, luego puso su oreja sobre la delgada puerta de plástico. Ruido de pasos en el interior. Murmullos.
La puerta se abrió con un crujido.
—Ah. Cómo estás… —dijo Ellen. Su voz era pastosa, estaba despeinada y tenía los ojos hinchados.
—¿Puedo entrar un momento?
Ellen abrió la puerta totalmente para que Chet pudiera pasar. Llevaba una camisa de dormir hasta los tobillos. Había sido rosada, pero se veía considerablemente desteñida. No tenía ningún adorno, sólo un cuello chino, alto.
—¿Algún inconveniente? —murmuró Ellen—. Estuve en el centro de comunicaciones hasta la una y media…
De pie sobre el suelo cubierto de hierba él inspeccionó la habitación. La puerta del dormitorio estaba cerrada.
—Sí, hay un inconveniente —respondió Kinsman.
—¿Cuál?
—No has respondido a mis llamadas. Me has estado evitando.
—No ahora, Chet. No puedo…
—Sí, ahora. Quiero saber por qué. —Ellen se restregó los ojos—. ¿Por qué? —Kinsman tomó la muñeca de ella con su mano—. Me haces contarte la maldita historia de mi vida, y luego me das la espalda. ¿Porqué?
—Porque me das miedo —respondió Ellen.
—¿Te doy… miedo?
La voz de ella temblaba y sus ojos trataban de evitar los de él.
—No me di cuenta… no aquella noche, no me di cuenta hasta que esta absurda alerta roja fue declarada… ¡Hablabas en serio! ¡Realmente lo vas a intentar!
—Por supuesto que sí. Te lo dije.
Retiró su mano de la de él.
—No quiero saber nada de eso. Lo único que vas a conseguir es que te maten. Te estás suicidando, Chet, por culpa de una mujer que murió hace diecisiete años.
—Eso es ridículo.
—Por supuesto que es ridículo. Y aterrador. —Ellen retrocedió un paso, alejándose de él—. No quiero verme envuelta. Harás que te maten.
—Por cierto que no.
—Sí, lo harás. Seguirás adelante hasta que te maten. Es lo mismo.
—Todo el mundo tiene que morir alguna vez —dijo Kinsman.
—Seguro. Conviértete en héroe. —Se pasó la mano por el pelo—. Salva al mundo si quieres. No puedo detenerte. Ni siquiera lo intentaré…, porque me arrastrarás contigo si me acerco. ¡No puedo aceptar eso, Chet! Yo no soy una heroína. No quiero morir. Tampoco quiero que tú mueras.
—Entonces, ¿te escaparás y te esconderás?
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
Estaba desesperada. Pero Kinsman apenas si oyó su respuesta.
—Va a haber muertos —dijo, pensando en voz alta—. Frank Colt no me permitirá quitarle Moonbase a los americanos sin luchar. Leonov tendrá que abrirse camino hacia la independencia a disparos. Luego tenemos que apoderarnos de los satélites tripulados: más muertes. Es inevitable. Tenemos que matar para evitar la matanza. Es una broma cósmica.
—No tiene nada de gracioso.
—Lo sé.
—No puedo acompañarte, Chet. Tendrás que hacerlo tú solo.
—Lo sé.
Lo había sabido todo el tiempo.
Pat Kelly se mostraba asustado. No hay otra palabra, decidió Kinsman. Está asustado.
Había pasado la mañana revisando todos los planes de emergencia para repeler un ataque a Moonbase y mantener segura la base. Junto con Kelly habían controlado por medio de los teléfonos visuales cada una de las áreas vitales. Habían llamado, una por una, a todas las personas claves, tanto militares como civiles: al jefe de comunicaciones, al jefe de ingenieros, al director del hospital, al oficial del día, a cada hombre o mujer a cargo de un departamento o de un grupo importante de gente o de algún equipo vital. A cada uno de ellos Kinsman le había dicho lo mismo.
—Estamos ante una situación de alerta máxima. La guerra es inminente. Mis intenciones son declarar nuestra independencia de la Tierra , y con ello tratar de impedir el comienzo de la guerra. Estamos actuando de común acuerdo con la gente de Lunagrad. Selene se convertirá en una nación independiente. Tanto los Estados Unidos como Rusia tratarán de detenernos, y puede que haya que luchar. Trataremos de evitarlo, pero tenemos que estar listos para enfrentarnos a esa eventualidad.
Los temores de la noche anterior habían desaparecido de su mente, o por lo menos habían sido sepultados tan hondamente que podían ser ignorados por el momento. Kinsman se sentía extrañamente tranquilo, en paz consigo mismo por primera vez desde que había estado en los controles de un avión jet de gran altura.
Aquellos a quienes había hablado se mostraron sorprendidos. Algunos habían sonreído, repentinamente aliviados. Otros estaban enojados y lo demostraban. A quienes estaban de acuerdo con él, les pidió sólo que explicaran la situación a la gente a su cargo. A quienes habían apretado los labios y los puños les ofreció una lanzadera para enviarlos a la Tierra , y luego llamó a los segundos jefes.
A medida que pasaba el largo día, la totalmente absurda idea comenzó a parecer casi natural, inevitable. Nos estamos enfrentando a las dos naciones más poderosas del mundo. ¿Por qué? Oh, porque una vez maté a una muchacha rusa. Y de paso se salvará el mundo. ¿Qué tiene eso de malo? Kinsman comenzó a sentirse aturdido.
Ellen fue una de las últimas en aparecer por su oficina.
—¿Quieres que el centro de comunicaciones sea clausurado? —dijo ella, con voz distante y profesional—. ¿Que todos los mensajes de la Tierra pasen directamente a tus manos?
—Correcto —dijo Kinsman, refugiándose en los detalles del trabajo—. Además ningún mensaje saldrá a la Tierra sin mi aprobación específica.
—¿Ningún mensaje? —preguntó Ellen—. ¿Y eso no los haría desconfiar?
Chet se encogió de hombros.
—No podemos correr el riesgo de que alguien haga llegar un mensaje.
—Yo me haré cargo de eso.
La miró.
—¿Estás segura?
—Sí.
—¿Quieres hacerlo? Te verás implicada…
—Podemos mantener la corriente de mensajes de rutina —dijo ella, ignorando la pregunta—. Y el intercambio de datos de computadora. Puedo revisar los mensajes personales, y asegurarme de que no contengan nada peligroso. Puedo pasarlos incluso por la computadora de criptografía para descubrir si alguien envía mensajes cifrados.
Por un momento, la mente de Kinsman se preguntó si realmente podía confiar en ella. Pero simplemente dijo:
—De acuerdo. Muy bien.
Ellen se levantó y se retiró sin decir otra palabra.
Era ya bien avanzada la tarde cuando Kinsman le preguntó al cariacontecido Pat Kelly:
—¿Quién queda?
Kelly hizo pasar la lista por la pantalla visora de la computadora.
—Parece que nadie. —Su voz temblaba.
—¿Y Ernie Waterman? —preguntó Kinsman.
Kelly lo miró.
—Ernie no es jefe de departamento.
—Lo sé, pero quería conocer su reacción. Es un hombre clave. ¿No te pedí más temprano que lo llamaras?
Kelly comenzó a sacudir la cabeza.
—¿Y Frank Colt? ¿Dónde está? Haz que la computadora lo ubique.
—Muy bien.
Kinsman observó a Pat que operaba el teclado de su escritorio. El muchacho estaba mortalmente asustado.
—Pat.
Kelly saltó de su escritorio.
—¿Sí? ¿Qué?
—Cálmate —le dijo Kinsman con suavidad—. Todo va a salir bien. No habrá ningún disparo.
Kelly se mordió el labio.
—Sí. Es posible.
—Trataré de comunicarme con Leonov por teléfono. Mientras tanto, dile a Chris Perry que venga.
—¿Perry? ¿Para qué?
Kinsman se había inclinado ya a un costado de su sillón y estaba marcando el número de Leonov en el teclado del teléfono.
—Chris encabezará una de nuestras misiones a las estaciones satélites. Su grupo tomará Beta; yo iré a Alfa, y tenemos que encontrar alguien de confianza para…
Kelly parecía como si lo hubieran golpeado. Se puso blanco, la boca abierta, las manos inmóviles sobre el escritorio.
—¡Pat! ¿Estás bien?
Con un esfuerzo, Kelly se las arregló para gruñir:
—No sabía que atacarías las estaciones. Nunca me lo dijiste…
—No vamos a atacarlas: vamos a apoderarnos de ellas. Rápido, limpio y sin problemas. Leonov hará lo mismo con las rusas.
—Vas a dejar indefensos a los Estados Unidos…
—No —respondió Kinsman—. Vamos a apoderarnos nosotros mismos de las defensas. Entonces podremos asegurarnos de que nadie atacará a nadie.
Kelly se levantó lentamente de su escritorio. Temblaba visiblemente.
—Chet, yo… tienes que dejarme ir. Nunca pensé…
—Un momento, Pat. No le haremos daño a nadie.
—No puedes… —Los ojos de Kelly se movían de un lado a otro buscando una salida—. Nunca me dijiste que ibas a tomar la red ABM. No… no quiero…
Kinsman lo miró fijo.
—Muy bien, Pat —dijo finalmente—. No deseo que hagas algo que no quieres hacer. Ni tú ni nadie.
Pero en su mente estaba diciendo: ¡No está con nosotros! Estaba tan seguro de él… Pero no puede pasarse al otro lado. ¿Con respecto a cuántos otros me habré equivocado?
Kelly escapó de la oficina. Kinsman vio cómo se cerraba la puerta detrás de él. Luego volvió al teléfono. La pantalla no mostraba nada, y la voz de un técnico dijo:
—Señor, todas las comunicaciones con Lunagrad han sido cortadas.
—¿Las líneas están cortadas?
—No señor. No hay daño físico. Simplemente han cerrado su centro de comunicaciones. No entran ni salen mensajes. Nuestros monitores tampoco indican comunicaciones con la Tierra.
Se dio cuenta de repente. ¡Están luchando! Debe haber una verdadera guerra civil allá. Y no hay absolutamente nada que yo pueda hacer para ayudar a Pete.
Justo lo que haría falta: un grupo de americanos armados asaltando Lunagrad.
Pero no pudo permanecer en su oficina por más tiempo. Kinsman marcó el número del centro de comunicaciones de Moonbase y le dijo al técnico que respondió:
—Busque al capitán Perry y dígale que me encuentre en la portezuela de acceso al túnel principal de Lunagrad.
Había varios puntos en los que Lunagrad y Moonbase se tocaban: la plaza principal, el hospital, la cúpula de descanso. El túnel principal era el más antiguo y estratégico punto de contacto. Había sido ahí donde las dos bases antes separadas habían sido unidas. Y en una demostración de amistad permanente, la mayor parte de las cañerías vitales y los cables eléctricos pasaban por ese túnel.
Nunca alcanzó a llegar.
Mientras corría por el corredor que llevaba al túnel principal, los altoparlantes instalados en el techo de roca áspera comenzaron a llamar:
—¡Chet… Chet Kinsman!
Resbaló hasta detenerse bajo uno de los altoparlantes. Mientras lo miraba fijamente —estaba instalado entre dos luces y algunos caños— reconoció la voz de Frank Colt.
—Chet, escúchame. Hemos tomado la fábrica de agua. Ernie Waterman está aquí, y también Pat Kelly y muchos otros oficiales leales. Cortaremos el suministro de agua de Moonbase exactamente en una hora, salvo que te entregues a nosotros. Si tratas de atacarnos, volaremos la fábrica entera.