VIERNES 31 DE DICIEMBRE DE 1999, 23:58 HT

Había algo que lo hacía sacudirse. Un murmullo como un quejido le hacía vibrar los huesos. No podía moverse. Sentía que su cuerpo estaba adherido a alguna cosa.

Una voz… ¿La de Marrett? La voz gritaba por sobre el ruido de un motor.

—Les dije que les daríamos la más seca de las malditas primaveras que jamás se haya visto en el continente. Y lo haremos. De Paolo está hablando por teléfono con el presidente en este momento.

Kinsman se esforzó por abrir los ojos. Fue todo un esfuerzo de voluntad. Su cabeza estaba vuelta hacia una pequeña ventana. Comenzó a comprender lentamente en su nebuloso cerebro: helicóptero. Los recogieron con un helicóptero en el techo.

—…De modo que comenzaron a buscarme. Hugh apareció en medio de la fiesta con un escuadrón entero de la policía de seguridad de las Naciones Unidas. ¡La mitad de la gente creyó que era un allanamiento por drogas!

Kinsman trató de ver la escena afuera. Aún era de noche. Las luces de la ciudad pasaban por debajo de ellos. A la distancia se veía el río, los rascacielos…

¡Oh, Dios mío!

Fuego. Las llamas subían, reflejándose doblemente en el río y en los cristales del edificio de la Secretaría General de la ONU. Lo están quemando, están quemando el edificio de las Naciones Unidas…

—El fuego es cada vez peor —dijo alguien.

La voz de Marrett respondió:

—Por supuesto. Los malditos bomberos no pueden acercarse a causa del gentío.

—Qué tontos somos los mortales… —Era la voz de Harriman. Se la oía muy cansada, muy deprimida.

—¡Eh, ya es medianoche!

—Fantástico.

—Feliz maldito Año Nuevo.

El murmullo de voces continuó, pero Kinsman no podía prestar atención. Estaba observando el edificio de las Naciones Unidas, que era devorado por las llamas.

El dolor vino, se fue, y volvió nuevamente. Podía sentir cómo serpenteaba dentro de su cuerpo. Eran tentáculos de hierro caliente que se deslizaban a través de sus venas y sus arterias, recorriéndolo todo, explorando, buscando. Al llegar a las finas redes de los vasos capilares el dolor se desparramaba. Lo sentía, sabía que estaba ahí, aun cuando el cerebro insistía en que las drogas estaban suprimiendo el dolor. Sí, pero igualmente puedo sentirlo, extendiéndose cada vez más.

La voz de Harriman surgió en medio del silencio total.

—Es De Paolo. Se reunirán mañana. El presidente vendrá a Nueva York para observar los daños. De Paolo pide que le digamos a Chet que los edificios pueden ser reconstruidos. Al igual que las instituciones. Más fuerte de lo que eran antes.

Pero tendremos que ser tan cuidadosos, respondió Kinsman silenciosamente para sí. Será muy fácil convertirlo en una dictadura. Tenernos que preservar las libertades humanas; de otro modo no servirá de nada.

Lo estaban moviendo. Sintió que lo levantaban, que lo reubicaban. Cuidadosamente. Tan cuidadosamente como un frágil tesoro. Como un fósil.

Presión, y el apagado trueno de los motores de los cohetes. El dolor se encendió ahora en todo el cuerpo, despertándolo.

Frank Colt estaba sentado junto a su litera, meditabundo. Kinsman le tomó el brazo.

—Hay tanto para hacer, Frank… —su voz era la de un anciano que agoniza.

—Vamos, Chet, tranquilízate, hombre. —Hasta la voz de Frank sonaba extraña.

—Tengo que… Escucha, Frank, tenemos que hacer todo lo que podamos. Tenemos que dejar las puertas abiertas para la raza humana…

—Seguro, muchacho. No te excites.

Ahora había otros que lo rodeaban. Sombras.

—Frank, podemos extraer materias primas de la Luna. Podemos desarrollarla… Hay un sistema solar entero de fuentes naturales… Nadie tiene que sufrir hambre, o ser pobre. ¡Podemos hacerlo! Podemos hacer que funcione bien…

—Sí, por supuesto.

—Tú lo comprendes, Frank. Sabes lo que quiero decir. Puedo dejártelo a ti, ¿verdad?

Asintió con la cabeza, mientras alguien apartaba la mano de Kinsman.

—Lo sé —dijo Colt—. Ya he estado pensando en eso. Me ocuparé de que todo sea hecho. No te preocupes. Descansa ahora.

—Bien —dijo Kinsman—. Bien. Sabes cómo lograrlo. Extraer los minerales de la Luna. Hay un universo de riquezas ahí. Y también los asteroides. Abundante energía … todo lo que necesitemos… para todo el mundo…

Alguien, Landau probablemente, puso una aguja en su brazo.

Flotando. Estaba flotando. Las voces resonaban levemente alrededor de él. Nuevamente lo estaban moviendo, pero ahora era como si estuviera en el mar.

No te alejes demasiado, Chester. La marea está alta.

Sí, mamá… Esta alta como el demonio.

—Está todo bien ahora, Chet. Estás a salvo. Estás en casa otra vez. Aquí estoy.

Era la voz de Ellen. Su perfume.

Trató de abrir los ojos. Trató de hablar. Con todas las fuerzas de su ser trató de levantar una mano para tocarla.

Nada.

Sintió que el pelo de ella le pasaba por la cara.

—Te pondrás bien, Chet. No morirás. Por favor, no puedes morir…

Se humedeció los labios. Tenía la sensación de que sus ojos estaban abiertos, pero no podía ver nada. Tal vez una mancha, un gris desteñido contra la oscuridad que lo envolvía todo. Frío. Frío y oscuro como el espacio mismo.

—Chet…, soy yo, Ellen. Por favor, no te mueras. Tenemos tantas cosas por las que vivir… Podría amarte, Chet. Podría haberte amado…

Y yo podría haberte amado a ti. Podría. Podría.

Se preguntó si ella le escucharía decir eso.

Y entonces la mancha gris en la oscuridad tomó forma, y la vio a ella que lo esperaba flotando sin peso, con sus brazos extendidos para abrazarlo por fin. El último pensamiento de Kinsman lo abandonó como un suspiro de alivio.

La deuda estaba pagada. Del único modo que podía ser pagada.

Se unió a ella completamente. Definitivamente.


FIN
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