JUEVES 2 DE DICIEMBRE DE 1999, 15:50 HT

A unos 40.000 kilómetros de la Tierra , la Estación Espacial Alfa era un sistema de anillos concéntricos conectados por túneles a guisa de rayos de una rueda. Las naves espaciales arribaban al cubo central. Vista a la distancia parecía algo así como una docena de ruedas de bicicleta de diferentes medidas encajadas una dentro de otra, pero al acercarse uno podía darse cuenta de que las cosas no eran tan simples: antenas y cápsulas para equipos y otras estructuras de extrañas formas sobresalían de las ruedas cada pocos metros. Como todas las ciudades humanas, ésta también padecía de expansión urbana.

La sección militar de Alfa era comparativamente pequeña. De la población en constante cambio de la estación sólo unas cien personas eran personal de la Fuerza Aérea. Oficialmente pertenecían a la Fuerza Aeroespacial de los Estados Unidos, pero el viejo nombre se seguía usando y ellos se consideraban a sí mismos como Fuerza Aérea. Se ocupaban de las instalaciones de amarre, del radar principal, de los centros de comunicaciones y de los sistemas de generación y distribución de la energía eléctrica. De modo que si bien había cerca de un millar de científicos, técnicos, administradores y hasta turistas a bordo de Alfa, y éstos provenían de todos los países no comunistas del mundo, la Fuerza Aérea aún controlaba la estación satélite.

Frank Colt estaba supervisando los trabajos de reparaciones en su nave espacial monoplaza. La nave estaba en el medio de un gran hangar repleto de otras naves semejantes y de hombres y mujeres que trabajaban en ellas. El hangar estaba junto al cubo de la rueda de la estación, por lo tanto efectivamente no había peso.

Técnicos y equipos se deslizaban fácilmente en una gravedad casi inexistente, suspendidos sobre las naves, erizadas de aparatos diversos. Estos bólidos habían sido alguna vez pulidos y brillantes. Ahora se los veía gastados, con su terminación estropeada por las muchas horas de exposición al bombardeo de partículas solares, y ennegrecidos alrededor de las toberas de los cohetes. Cada nave estaba anclada en medio del aire por medio de tirantes rígidos, de modo que los equipos técnicos podían alcanzar cualquier parte de ellas. Algunos estaban orientados en una dirección y otros en otra. “Arriba” y “abajo” no tenían ningún sentido para los humanos ni para los equipos. Se usaba la totalidad del volumen del enorme hangar, y la gente entraba o salía del área a través de portezuelas abiertas en el “techo”, en el “suelo” y en los cuatro túneles.

Colt señaló con una mano y tomó el hombro de su técnico con la otra.

—Ése es —gritó sobre el ruido de las maquinarias que retumbaba en el hangar—. Ése es el cohete que se congela.

El técnico era un blanco pelirrojo, con pecas. Era nuevo en Alfa. Se colgó de unas manijas instaladas en el exterior de la nave y desde allí observó el pequeño pico de escape del cohete de maniobras.

—A mí me parece que está bien… —dijo, y luego agregó—: Señor.

Colt puso su cara junto a la del técnico.

—Escuche, sargento…, me importa un cuerno lo que a usted le parece. Ese cohete se congeló. Sáquelo y descubra qué es lo que anda mal.

—¿Sacar todo el sistema de empuje?

—Hágale una autopsia si quiere. Pero encuentre dónde está la falla y arréglela.

—Pero mi turno termina en diez min…

—Sargento, su turno terminará cuando yo esté convencido de que ese cohete anda bien, ¿entiende? Y el modo en que lo voy a probar es llevándomelo a usted en un vuelo de prueba. Así que puede elegir entre quedarse y trabajar… o matarse en vuelo.

La cara del sargento se puso roja, pero antes de que pudiera decir nada uno de los altoparlantes anunció:

—Mayor Colt, tiene una llamada urgente desde la Tierra. Responda inmediatamente.

Colt miró por sobre su hombro hacia el altoparlante ubicado en otro extremo. Luego volvió a mirar al técnico.

—Volveré enseguida, sargento. Ninguno de los dos dormirá hasta que este cohete funcione perfectamente.

Después que Colt se alejó deslizándose hacia la portezuela más próxima, el técnico murmuró:

—Negro bastardo.

El área de los oficiales en Alfa había sido diseñada siguiendo el modelo de las salas de guardia de los submarinos. Compacta y funcional. Eso significaba pantorrillas golpeadas y codos lastimados hasta que se aprendiera a vivir con gracia dentro de una cabina telefónica totalmente amueblada.

Colt se dejó caer en su cucheta, agachándose automáticamente para eludir los estantes que había arriba. Tocó el botón que decía ON en el panel de comunicaciones que estaba junto a su cama. La pantalla visora junto al panel se iluminó.

Apareció uno de los especialistas en comunicaciones, una joven rubia y bonita con la que había salido ocasionalmente cuando estuvieron en Florida. Mucha gente se sorprendía de que Colt pudiera seguir saliendo con ella.

—El mensaje es del general Murdock —dijo ella, con exagerada formalidad—. Es personal y la línea está confusa.

Colt se rascó la perilla.

—Muy bien, comunícame. Podrías sonreírme además, preciosa… —Ella sonrió—. Eso está mejor.

En la pantalla se produjo una confusión de colores mientras Colt se inclinaba a todo lo ancho de su compartimiento —que no era más que un brazo extendido— y tomó el libro de códigos que estaba sobre su escritorio.

—Malditas estupideces —murmuró, mientras buscaba la página exacta. Luego con un flaco dedo tipeó una secuencia en las teclas numeradas que había debajo de la pantalla visora.

La imagen continuaba confusa, pero oyó la voz de un hombre que decía:

—Por favor, identifíquese para verificar su voz.

¿La recepción era confusa en la Tierra también? Colt estaba impresionado. Aun tratándose de Murdock, eso era demasiado.

—Franklin D. R. Colt, 051779, Mayor, Fuerza Aeroespacial de los Estados Unidos.

Una brevísima demora, luego:

—Gracias, Mayor Colt. Continúe, por favor.

La imagen se aclaró, y vio al general Murdock sentado en su escritorio.

—Por fin —dijo el general.

—¿Sí, señor?

Murdock era rechoncho, calvo y nervioso. Colt jamás lo había visto contento o satisfecho. El general tenía un pequeño bigote gris, ojos saltones y una aparentemente inagotable provisión de temores. Sus manos nunca estaban quietas.

—Lo he hecho trasladar a Moonbase, Colt. El papelerío ya está en camino. Quiero que parta en el primer vuelo disponible.

Colt pensó inmediatamente en el técnico que había dejado trabajando en el cohete descompuesto de su nave.

—¿Puedo preguntarle por qué, señor?

—Es… —Murdock pareció mirar furtivamente a su alrededor, aun cuando estaba solo en su propia y muy segura oficina—. Es parte de las operaciones de refuerzo que estamos llevando a cabo… para proteger nuestra red ABM, y evitar que los rojos acaben la de ellos.

—¿Y por qué me envían a mí a Moonbase? Yo debería estar volando en doble turno, derribando tantos satélites rojos como sea posible. Usted necesitará disponer de cuatro astro…

—Hemos enviado un grupo de relevo. Se han cancelado las licencias, se enviará a los nuevos antes de lo previsto. Habrá mucho personal para las misiones orbitales.

Negando suavemente con la cabeza, Colt objetó:

—Pero… Vea señor, parecerá un alarde decirlo, pero… ¡demonios!, yo he derribado más satélites que cualquiera de los otros astronautas aquí. Si usted quiere…

—¡Maldición! No quiero ninguna discusión. —La voz de tenor del general se hizo más aguda, y en su cara comenzaron a aparecer manchas color púrpura—. Ustedes los pilotos convierten cada orden en un debate. Quiero que vaya a Moonbase.

—Pero… no entiendo por qué, señor.

—Usted sabe por qué. No necesita que yo se lo explique.

Colt dirigió sus ojos hacia el cielo.

—Señor, esto quizás lo sorprenda, pero no puedo leer lo que usted tiene en la mente.

—¡Maldición, Colt! —Murdock literalmente golpeó el escritorio con sus puños regordetes, como un niño al que le está por dar un berrinche—. ¿Tengo que decírselo todo? Usted sabe que Kinsman es el comandante de Moonbase. Se negó a rotar el año pasado, y los estúpidos de la oficina de personal decidieron darle el gusto.

Ahora todo comenzaba a ser más claro. Colt casi sonrió.

—Y usted quiere que yo esté allí para supervisar a Chet durante las operaciones de refuerzo…

—Correcto.

—…porque usted no le tiene confianza.

Los ojos de Murdock brillaron.

—He tenido que tratar con Kinsman por más de quince años. Es demasiado caprichoso. Demasiado débil. No se puede confiar en él.

No era correcto hacerle bromas al general, pero Colt no pudo resistirse.

—Y entonces, ¿por qué no lo releva? Trasládelo a otro lugar. Se supone que nadie tiene por qué estar destinado en la Luna por más de un año, de todos modos. Él ha estado allí… ¿por cuánto tiempo? ¿Tres años?

—Más bien cinco —respondió Murdock. Su calva brillaba por la transpiración—. Pero relevarlo no es tan simple. ¿Dónde podría encontrar otro hombre especializado, de rango lo suficientemente alto, que quisiera estar en esas rocas durante un año entero? ¿Usted aceptaría?

—¡Demonios, no!

—Ya lo ve. Y además, Kinsman tiene antecedentes médicos, un soplo al corazón o algo por el estilo. Probablemente sea falso, pero si se lo releva de sus funciones podría quedarse en la Luna por orden médica. Y en ese caso, ¿quién aceptaría ser comandante con él ahí?

Colt tenía ganas de reírse, pero decidió investigar un poco más.

—De acuerdo, pero… Chet cumple con sus tareas, ¿no? Moonbase se está portando muy bien. Todo está hecho a tiempo, o antes. Todo está en orden, general.

Murdock no mordió el anzuelo. En lugar de ello, se inclinó hacia adelante confidencialmente y bajó su voz.

—Óigame, Frank…, yo conozco a Kinsman. Sé muchas cosas de él que usted no sabe; cosas que nadie sabe. No quiero que esté allá arriba totalmente libre si llegara a ocurrir una crisis. Se desmoronaría, o saltaría para el lado equivocado. Se ha hecho muy amigo del comandante ruso, ese tal Leonov. Es demasiado blando en todo sentido. Quiero que usted esté allí para hacerse cargo cuando llegue el momento, si es que llega.

Colt se oyó a sí mismo diciendo:

—Chet y yo éramos compañeros. Hemos pasado muchas cosas juntos.

—Lo se —respondió Murdock—. Él confía en usted. Pero yo sé también que, llegado el momento, usted reaccionará como un americano y como un oficial. No como un neurótico de rodillas temblorosas.

¿Neurótico? La palabra hizo poner tenso el estómago de Colt.

—En una situación de emergencia —continuó Murdock con una sonrisa—, yo sé que usted pondrá sus órdenes y el bienestar de la Nación por sobre sus sentimientos personales.

Los ojos de Colt se abrían a medida que se daba cuenta de lo que Murdock estaba diciendo.

—¿Quiere decir con eso que cree que Chet nos traicionaría?

—No estoy acusando a nadie de nada —dijo Murdock, procurando hablar con calma—. Simplemente, estoy tomando precauciones.

—Gracias —dijo Colt.

Mientras preparaba su escaso equipaje, Colt comenzó a entender lo que Murdock estaba haciendo.

El muy hijo de puta me está usando. Me está usando porque soy amigo de Chet. Bonita figura. Como Bruto clavando su puñal.

Cerró la cremallera de su maleta violentamente y la cargó con una mano.

Y sabe también que yo lo haré. He llegado demasiado lejos, y he luchado contra demasiados hipócritas bastardos como para retroceder ahora. Nunca me negué a hacer un trabajo difícil. Nunca rechacé una posibilidad que me hiciera ascender. Ni pensar en darles la posibilidad de que me superen. Y si tengo que pasar por sobre el cadáver de Chet para subir otro escalón… Mierda, si no lo hago, alguien más lo hará.

Al abrir la puerta de su compartimiento, Colt se acordó del técnico que estaba trabajando en su nave. Que se embrome. Que se rompa su blanco trasero trabajando. Y salió al corredor para dirigirse hacia la lanzadera que partiría hacia la Luna.

—Cuando me dijiste que íbamos a dar un paseo no me di cuenta de que querías decir aquí arriba —dijo Ellen.

Ella y Kinsman llevaban trajes presurizados y caminaban lentamente y con cuidado por el lecho del Mare Nubium, que cubría Selene y se extendía hasta la base de la muralla de Alphonsus.

Kinsman detestaba los trajes presurizados. Era como estar dentro de la piel de otra persona. Eran pesados y difíciles de mover, aun en la leve gravedad lunar. Siempre olían a plástico y al sudor de otra persona. Estaba enojado consigo mismo por no haber encargado un traje especial a medida para sí.

—Todo el mundo debería ver la superficie —le dijo a Ellen—. Son demasiados los temporarios que vienen y se quedan abajo durante todo el período de su estadía. Podrían haber estado en el Pentágono, o en el subterráneo de Nueva York, y hubiera sido lo mismo.

—¿Qué es eso?

Ellen señaló hacia la esférica superficie de plástico que estaba a más de un kilómetro de distancia. Él no podía ver su cara a través del visor polarizado. El traje presurizado la transformaba en una pesada y anónima figura. Su voz era una aproximación electrónica en los auriculares de su casco.

—Esa es la cúpula original de Lunagrad —explicó Kinsman—. La gente de Leonov todavía hace descender sus naves allí.

¿Y por qué me habrá pedido Pete que me reuniera con él hoy? ¿Qué ocurrirá con él?

Ella se le acercó, braceando pesadamente.

—¿Cómo es que las dos bases fueron construidas una junto a la otra?

—Eso fue allá por los años ochenta, cuando la palabra clave era “cooperación”. Íbamos a compartir la mayoría de las instalaciones: energía eléctrica, planta de agua, las granjas… Más barato para ambas partes.

—No duró mucho, ¿no?

—Política terrestre —dijo Kinsman—. La escasez de alimentos, la crisis energética… y comenzamos a recibir órdenes para que Moonbase se hiciera autosuficiente. Que no dependiéramos para nada de los rusos. Ellos recibían las mismas órdenes. Pero habíamos estado viviendo juntos diez años ya.

—¿Has estado aquí arriba por diez años?

—Más bien quince, entre idas y vueltas. Y los últimos cinco años seguidos—. El extendió sus brazos y giró lentamente—. Bien… ¿qué te parece?

Quizás ella se encogió de hombros dentro del traje; era imposible decirlo.

—Se ve tan estéril… tan desolado. Y está tan vacío.

—Tenemos mucho espacio —confirmó Kinsman—. Y energía… energía solar casi gratis. Lo que no tenemos es agua. Hay que extraerla de las rocas. Qué curioso: la energía es barata aquí, y el agua carísima. En la Tierra es precisamente al revés.

—El agua no es barata en la Tierra —dijo Ellen—. Por lo menos, el agua potable.

Kinsman sacudió la cabeza, aun cuando Ellen no podía ver este gesto.

—Uno pensaría que eso sería la última cosa que echarían a perder en un planeta repleto de ese elemento.

La tomó de la mano enguantada y la guió por la leve pendiente del borde de un pequeño crater. El suelo estaba picado de minúsculos cráteres de apenas unos pocos centímetros de diámetro. El ventilador del traje de Kinsman funcionaba a su máxima velocidad; aun así se sentía calor.

—El horizonte está tan cercano… —dijo ella.

—Es el borde del mundo. Uno podría temer caerse.

—Creí que se verían mejor las estrellas.

—Los visores filtran mucho. Y el resplandor de la Tierra no ayuda casi nada.

—¡Es tan… triste! Nunca he visto desolación semejante.

¿Qué es lo que esperabas?, se dijo a sí mismo. En voz alta, preguntó:

—¿Que es lo que te hizo venir?

Ella se volvió pesadamente para mirarlo de frente.

—Estaba trabajando en el Pentágono, y me enteré de una vacante para jefe de la sección criptografía. Y me abalancé sobre ella. Después de eso me dijeron dónde era.

—Pero igualmente viniste.

—¿Por la posibilidad de ser jefe de sección? Iría aún más allá de la Luna por tal ascenso.

Kinsman sintió que sus cejas se arrugaban.

—¿Es tan difícil conseguir trabajos allá en Washington?

—En todas partes. Especialmente cuando uno comienza a trabajar tan tarde como yo lo hice. Un hombre puede casarse y tener un hijo, y nadie lo castiga por eso…, pero una mujer pierde por lo menos un año de su carrera, y no creo que la oficina de personal deje de marcar eso en rojo.

—¿Tienes un niño?

—Una niña. Tiene nueve años ahora. Está con mi ex marido. En Arizona, eso es lo último que sé.

—Y entonces te viniste aquí —dijo Kinsman—, al lugar de las oportunidades.

—Efectivamente. Quiero ser jefa de todo el departamento de comunicaciones.

Con una sonrisa torcida él dijo:

—Veré qué puedo hacer para que sea así. —Y luego agregó, más seriamente—: Sabrás que Pierce debe ser trasladado a la Tierra. Ha estado dirigiendo el Departamento de Comunicaciones por más de un año… —Dejó que su voz se perdiera.

Pero la voz de Ellen sonó ansiosa.

—¿Crees que yo podría ocupar su lugar? Quiero decir…, yo sé que puedo hacerlo. Allá en el Pentágono realmente era yo quien manejaba todo, excepto que mi jefe…

—¡Ya! —reaccionó Kinsman, levantando sus manos enguantadas—. Calma. Es Larry quien debe designar a su reemplazante. Y no creo que el poner a una recién llegada sea bien visto por el resto del equipo. Especialmente por aquellos que han estado aquí un tiempo.

—¿Larry? ¿Quieres decir el señor Pierce?

—Sí. Háblale a él de eso. Depende de él.

—Lo haré —dijo Ellen.

Estaban de pie uno junto al otro, en el solitario vacío de la rocosa, desgastada y desnuda llanura lunar. Kinsman se dio cuenta de que no tenían nada más que decirse.

—Vamos, deberíamos estar ya de regreso —le dijo.

Ella caminaba junto a él mientras se dirigían sobre el desnivelado suelo de vuelta hacia la cúpula principal de Selene.

—La gente te estima mucho aquí —dijo Ellen, después de un largo silencio.

—Privilegios del rango.

—Es más que eso. Tú fuiste uno de los primeros astronautas que permaneció en la Luna por largo tiempo…

—Un pionero normal. Allá a principios de la década del ochenta.

—Y también salvaste unas cuantas vidas cuando se instalaron las primeras bases temporarias.

—Todo el mundo salvó unas cuantas vidas en aquella época No había manera de sobrevivir sin la ayuda de los compañeros.

¿Cuántas otras cosas sabe ella?

—Eres una figura romántica y atractiva.

—Oh, por supuesto.

—Lo eres —insistió Ellen—. Las mujeres hablan. Y según lo que he oído, puedes elegir la mujer que quieras aquí, y a menudo lo haces.

—Bueno…

—Pero ninguna relación que dure. Nada permanente. Nada a largo plazo.

Él se dio cuenta de que lo estaba examinando, pero no dijo nada.

—Eso es actuar con inteligencia —continuó Ellen—. Nada de ligaduras, nada de compromisos. Muy inteligente.

—Maldición, Ellen. Esto se está poniendo ridículo.

—¿Te parece? —su voz sonaba divertida—. Yo creo que es fascinante. Estoy tratando de comprenderte… y de comprenderme. Yo no soy de las que van a una fiesta con un tipo la primera vez que lo ven y terminan en la cama de él. Y además tuve que perseguirte.

—Estoy viejo y cansado.

—Yo sé que no es verdad. Estás en excelentes condiciones.

—No era mi intención llevarte a la cama.

—¿Llevarme a la cama? Yo no tuve nada que ver con eso. Fue todo idea tuya. Tarzán encuentra una compañera y se la lleva a su árbol.

—Vamos… Tú sabes lo que quiero decir.

Ella se rió.

—Chet, eres inapreciable. Eres el último de los héroes. Realmente tendrías que andar con una espada y una brillante armadura.

—¿Y un sombrero con una pluma encima? —todo lo que podía ver en el visor de ella fue el reflejo de su propio e inexpresivo casco.

—Te quedaría muy bien.

—Después de todo, ¿por qué no?

Caminaron en silencio durante unos cuantos pasos, lentos y como en sueño.

—¿Cenamos juntos esta noche? —preguntó Kinsman.

Ella dudó el tiempo suficiente como para que él se diera cuenta de que lo estaba considerando cuidadosamente.

—Me temo que ya me he comprometido con el señor Pierce. Me invitó esta mañana.

Kinsman no dijo nada por un momento. Luego habló.

—Bueno, tengo que volver a mi oficina y jugar a ser comandante de la base por un rato.

Y ver qué quiere Leonov, pensó.

—Chet —dijo Ellen—, tampoco yo quiero asumir ningún compromiso.

—Seguro —replicó él—. Eso es muy inteligente.

Jill Myers estaba terminando su recorrida por el hospital de Selene. Al igual que casi todas las contrucciones de la comunidad del subsuelo, el hospital estaba construido en dos partes intercomunicadas, una americana y otra rusa. Casi todas las instalaciones estaban duplicadas.

En primera instancia, Jill no parecía un médico. Era baja —apenas un metro y medio— y tenía una carita de niña, con la nariz respingada. Pero también era fuerte y hábil, y tenía además una cualidad rara en los médicos: simpatía. El hospital era amplio y con mucho personal,desproporcionado para el tamaño total de Selene. Eso era así porque la mayoría de los residentes permanentes de Selene, tanto rusos como americanos, estaban en la Luna por razones de salud: corazón débil, pulmones enfermos, enfermedades musculares. La misma Jill había sufrido una intolerable serie de alergias que la habían incapacitado para trabajar en la Tierra. Aquí , en la atmósfera controlada de la comunidad lunar, estaba prácticamente perfecta.

Se la veía cansada ahora, cuando abandonó al último de sus pacientes y se dirigió al centro del hospital donde estaban las oficinas administrativas y las estaciones de monitores. Llegó a la primera estación monitora: era un grupo de escritorios en forma de herradura cubierto de pantallas visoras y sensores conectados con la computadora, que controlaban el ritmo cardíaco, la respiración, los ritmos alfa y otras cosas por el estilo de una docena de pacientes. La muchacha que estaba sentada en la curva de la herradura la llamó.

—Doctora Myers, teléfono para usted.

Jill se detuvo y recibió el auricular que le alcanzó la muchacha. Apoyada cansadamente sobre el borde del escritorio miró hacia la pantalla visora que tenía más cerca, la que chisporroteaba por las interferencias. Luego se aclaró para mostrar a un hombre barbudo y de ojos oscuros; Jill lo reconoció inmediatamente como uno de los médicos rusos. Tenía un aspecto muy serio.

—¿Qué pasa, Alexei? —dijo ella apresuradamente, mientras con su mano libre se alisaba inconscientemente su pelo marrón.

—Tenemos un difícil asunto entre manos —dijo, en un suave inglés—. Un infarto cardíaco. Nuestro equipo de emergencia está ocupado con otro paciente. Si ustedes no nos pueden prestar un sistema de bombeo aórtico, tendré que decidir cuál de los dos hombres debe morir. Es una decisión que preferiría no tener que tomar.

—Por supuesto. ¿Puedes traer el paciente hasta aquí?

—No sin una bomba. Está demasiado débil.

—Estaré allí en quince minutos —dijo Jill—. No, diez.

—Bien.

Se volvió a la encargada de los monitores y le dijo:

—Comuníqueme con el comandante de la base, y mientras hablo con él, haga que el equipo de emergencia vaya hasta donde está el doctor Landau con una bomba cardíaca.

La cara de Pat Kelly apareció en la pantalla visora.

—Kinsman ha salido —dijo, con una leve sonrisa para demostrar lo que pensaba de la ausencia de su comandante—. No debe ser molestado, salvo que haya un cataclismo.

Jill describió la situación en dos palabras. Y luego agregó:

—Llevaré la unidad de emergencia al sector de Lunagrad.

Kelly arqueó las cejas.

—Ya sabes que eso va en contra de los reglamentos.

—Entonces encuentra a Chet dentro de tres minutos, ¡o pasa por sobre las reglas tú mismo! Hay una vida en juego.

—No es uno de los nuestros.

—¡Cómo! ¿Tú no eres miembro de la raza humana? Tendré eso en cuenta la próxima vez que vengas aquí. Atiende bien, yo voy para allá. Lo que hagas con tus reglamentos es cosa tuya, pero puedo darte un consejo médico…

—Muy bien, muy bien —Kelly alzó los brazos—. Escribiré la orden y pediré a Chet que la firme cuando vuelva a la oficina.

—Muy bien —dijo Jill—. Gracias.

—No me agradezcas. Yo sólo estoy haciendo lo que Kinsman haría si estuviera aquí. Si fuera por mí…

Pero Jill había soltado ya el auricular, y corría por el corredor hacia la mitad rusa del hospital.

Cuatro horas más tarde yacía recostada en un sofá tapizado, bebiendo una taza de té caliente. Alexei Landau estaba sentado junto a ella. Era éste un hombre alto, de hombros anchos y manos de cirujano, fuertes y seguras. Sonreía detrás de su barba.

—Hay un viejo proverbio ruso que acabo de inventar: si uno tiene cinco emergencias cardíacas, en realidad tiene seis emergencias cardíacas.

Jill le devolvió la sonrisa.

—Por lo menos, pudimos atenderlo a tiempo.

—¡Oh, sí! Pero va a necesitar atención por varios días.

—Podemos llevarlo a…

Landau sacudió la cabeza.

—No. Los reglamentos nos prohíben enviar a nuestra gente a tu parte del hospital.

—¡Reglamentos! —replicó ella—. Si nos hubiéramos atenido a las reglas, tu paciente estaría muerto ahora.

El ruso se encogió de hombros lentamente.

—Haré que Kinsman hable con Leonov —resolvió Jill—. Ellos lo resolverán.

—Lo dudo. Y además Leonov se irá pronto, de todos modos. No sabemos todavía quién vendrá en su lugar.

—Chet Kinsman encontrará el modo —dijo Jill, obviando el problema—. ¿Quién es el paciente? Su cara me resultó vagamente conocida.

—Por supuesto. Es Nikolai Baliagorev.

—¿El maestro de danza?

—Sí.

—¡No sabía que estaba aquí!

—Acaba de llegar. Lo enviaron aquí para que descansara, por su problema del corazón. Pero el viaje espacial fue demasiado para él.

—¡Oh, Alex, tenemos que salvarlo! No podemos dejar que un hombre como él muera a causa de los reglamentos.

Landau sacudió la cabeza cansadamente.

—Los reglamentos han matado más gente que las mismas balas, mi querida muchacha. Mucho más.

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