Era una reunión sombría.
El observatorio astronómico de Farside había sido alguna vez un floreciente centro de excitantes investigaciones. La amplia distribución de discos maniobrales de veinte metros de radio parecían llenar todo el Mar de Moscú, por lo menos todo lo que de éste era visible desde la cúpula principal de Farside. El telescopio óptico de diez metros y la serie de amplificadores electrónicos y telescopios satélites; los detectores de rayos ultravioletas e infrarrojos, rayos X y gamma; el constante ir y venir de hombres y mujeres jóvenes, intensos, ansiosos, equilibrados por los más viejos y más pacientes, pero no menos ansiosos, que formaban parte del equipo permanente… Las computadoras. La excitación de investigar el universo en pos de conocimiento, de vida, de inteligencia.
Ahora, Farside era como una ciudad fantasma.
Kinsman se echó hacia atrás en su silla metálica, dejando que su mente se alejara de las zumbonas voces de los hombres y mujeres que estaban alrededor de la mesa. Miró por la ventana de la sala de reuniones hacia la estructura del telescopio que estaba afuera. Era el mayor telescopio jamás construido, y estaba ahí afuera en la llanura lunar, solitario e inútil.
El cielo parecía vacío sin la Tierra que lo iluminara. A los astrónomos les encantaba eso, y hacía que Farside fuera un excelente lugar para sus investigaciones. Pero a Kinsman lo ponía nervioso: era un miedo que se asentaba en lo más profundo de su ser. Aquí, en el otro lado de la Luna , jamás se veía la Tierra en el cielo.
—El único asunto que queda por discutir —estaba diciendo el doctor Mishima con su suave voz, lenta y mesurada, haciendo un gran esfuerzo por no revelar la amargura que sentía—, es la cúpula protectora para el telescopio de diez metros.
—He examinado las cifras de los costos —dijo uno de los administradores rusos—. La cúpula que sugiere es demasiado costosa para nuestro presupuesto actual.
El doctor Mishima aspiró profundamente. Luego dijo:
—Si hay que cerrar este observatorio, el equipo debe ser transferido a Selene… o debe ser protegido de la erosión meteorítica, para de ese modo ser usado nuevamente… cuando los dioses de los presupuestos nos sean más favorables.
¿Qué demonios ocurre con Ellen?, se preguntó Kinsman mientras miraba el ciclo vacío. Hace cinco días ya, y ella no contesta a mis llamados. Desde que ocupa el lugar de Pierce. ¿Eso era todo lo que quería de mí?
Uno de los americanos estaba diciendo:
—No es que queramos abandonar Farside. El hecho es que no nos han dado el dinero necesario como para mantener el lugar en funcionamiento.
—Comprendo que usted lamenta esto más de lo que puede ser expresado —dijo el doctor Mishima con elaborada cortesía—. Pero aun así, es necesario pensar en el futuro. No puedo creer que la investigación astronómica cesará completamente y para siempre.
—Déjenlo abierto —se dijo Kinsman para sí.
Todos dieron un salto de sorpresa, y se volvieron hacia él: Mishima, los americanos y los rusos —sentados en lados opuestos de la mesa, según había observado Kinsman—, tres hombres y cuatro mujeres que representaban otras naciones que tenían inversiones, personal y equipos en Farside, y Piotr Leonov.
Fue Leonov, sentado enfrente de Kinsman al otro lado de la mesa, quien preguntó:
—¿Qué has dicho?
La expresión de su cara era difícil de interpretar: casi una sonrisa, los ojos curiosos, como si estuviera de acuerdo con Kinsman, pero no estuviera seguro de lo que había oído.
—Dije que deberíamos dejar abierto Farside. Sería una tragedia cerrar este lugar.
—De acuerdo —dijo Leonov—, pero no hay fondos. Esa es la única cosa en que nuestros dos gobiernos se han puesto de acuerdo.
Que revienten, se dijo Kinsman para sí. Y en voz alta:
—Doctor Mishima, ¿cuánto se necesita para que esto siga en funciones? Ya tiene los grandes equipos y también las computadoras, los equipos para aire y otras necesidades básicas, así como los sistemas de electricidad. ¿Qué otra cosa necesita?
El astrónomo japonés estaba como atontado.
—Eh… Nuestro mayor costo en los dos últimos años ha sido el mantenimiento, limpieza, suministros básicos y cosas por el estilo. Y, por supuesto, el gasto más grande ha sido hecho para traer nueva gente desde la Tierra.
—Pete, ¿por qué no podemos mantener abierto Farside? No necesitamos los reemplazos de la Tierra cada noventa días. Hay suficiente personal entre los luniks permanentes para hacer que se continúe la investigación en este lugar.
Finalmente Leonov sonrió.
—Verás…, tengo órdenes de cerrar.
—Si tus órdenes dicen lo mismo que las mías —replicó Kinsman—, ellas meramente informan que la Tierra no dispondrá de más fondos para Farside y que debemos tomar las medidas necesarias. Pero aún tenemos nuestros propios recursos.
La mitad de la gente alrededor de la mesa comenzó a hablar simultáneamente, y los que permanecieron en silencio exhibían grandes sonrisas y fijaban su mirada en Kinsman. Los que sonreían eran astrónomos, los que miraban eran administradores de Selene, la mayoría eran temporarios.
Leonov se puso de pie y extendió sus manos pidiendo silencio.
—¡Un momento! Un momento. Esto es algo que el coronel Kinsman y yo debemos discutir en privado antes de continuar.
—Muy bien. —Kinsman se levantó y comenzó a caminar alrededor de la mesa mientras decía—: ¿Por qué no interrumpimos para ir a almorzar? Pete y yo podemos hablar aquí mismo y ver si podemos encontrar puntos comunes.
Los demás —algunos intrigados, otros molestos— abandonaron la sala en grupos que conversaban y murmuraban. Cuando la puerta se cerró detrás del último, Leonov se volvió hacia Kinsman y sonrió irónicamente.
—Muy bien, desde hace tres días que quieres verme a solas. ¿Qué es lo que quieres?
Kinsman caminó hasta la ventana.
—Me estaba preguntando por qué no respondías a mis llamadas.
—Me vigilan cuidadosamente, lo mismo que a ti. —Hizo un gesto con la cabeza—. ¿Crees que esta sala esconde micrófonos?
—Lo dudo.
Leonov se acercó a la ventana y miró al inútil telescopio.
—Y si los escondiera —dijo, sacando de su bolsillo una pequeña caja de plástico negro, chata y cuadrada—, esto hará que nadie pueda oírnos.
Kinsman sintió que sus cejas se arrugaban.
—¿Un perturbador?
—No. Es un nuevo tipo de trasmisor, que irradia en las frecuencias de la mayoría de los aparatos para escuchas. Lo he programado con música hot-rock americana. Mi gente de seguridad pensará que llevas un perturbador.
Kinsman se rió.
—Me pregunto qué pensarán mis muchachos de seguridad.
—Ése es problema tuyo, amigo mío.
Más seriamente Kinsman dijo:
—Creo que tengo la solución para nuestro problema.
—¡Oh, que no sea nuevamente tu idea de independencia!
—Sí, pero…
Leonov cerró los ojos.
—Ya he recibido las órdenes. Después de todo, no me enviarán a casa. Estaré destinado en el complejo de lanzamientos de Turyatum por todo el tiempo que dure la emergencia. Todos los oficiales con calificaciones espaciales están bajo máxima alerta. No hay permisos.
—¿Alerta roja?
Leonov asintió con la cabeza.
—Sólo para los oficiales con calificaciones espaciales. Las otras unidades militares están en alerta de espera.
—¿Cuándo partes?
—Mi reemplazante llega dentro de cinco días.
—¡Maldición!
Leonov se volvió y miró por la ventana.
—Y bien, mi idealista camarada, ¿qué harás ahora?
—Esa no es la pregunta adecuada —dijo Kinsman—. La pregunta clave, Pete, es: ¿qué estás dispuesto a hacer tú?
Leonov se volvió y miró sombríamente a Kinsman, con ojos graves y cansados.
—Cualquier cosa —dijo, en lo que era casi un murmullo—. Cualquier cosa que evite la muerte de mis hijos.
—¿Van a hacerlo, realmente? ¿Van a lanzar los proyectiles?
—¡Por supuesto que lo van a hacer! —explotó el ruso—. No pueden llegar a este punto sin que alguien apriete el último botón. Ah, sí, van a hablar, van a discutir y a amenazarse mutuamente durante unos días más, quizá una semana o dos. Pondrán los nervios de todo el mundo en tensión hasta llegar a un punto en que estén convencidos de que no hay otro remedio que atacar. Uno de ellos apretará el botón… por la gloria de la Madre Patria , o para proteger la democracia en el mundo. Lo demás sucederá automáticamente.
—Entonces… somos nosotros quienes debemos detenerlos.
Leonov se rió.
—¿Cómo? ¿Declarando la independencia? Te dije que haría cualquier cosa, pero… ¡tiene que ser algo que sirva! No me sentaré aquí, bien a salvo, a observar como mi patria… mi pueblo… mis hijos…
—Está bien, está bien. —Kinsman le puso ambas manos sobre los hombros—. Tranquilízate. Tómalo con calma.
—¡No, no lo tomaré con calma! —gritó Leonov—. No soy un autómata. No soy una criatura de hielo como tú. ¡Yo tengo sangre en las venas! ¡Sangre rusa! El mundo está por explotar, y esperas que me quede aquí con toda calma para hablar de política contigo. ¿Cómo puedes…?
—¡Basta! —reaccionó Kinsman—. No van a necesitar micrófonos para oírnos.
La cara de Leonov brillaba por el sudor. Su pecho estaba agitado.
—Sólo quiero saber una cosa —dijo Kinsman—. ¿Estás dispuesto a desobedecer las órdenes y permanecer aquí?
—Quedarme en Lunagrad en lugar de… —la voz de Leonov se apagó por un momento. Luego, apretando los puños por el esfuerzo de la decisión, dijo—: Sí. No les haré ningún bien a los niños apretando botones en Turyatum.
—Muy bien. —Kinsman se pasó la lengua por los labios, y estos sabían a sal. Quizás no soy de hielo, después de todo, se dijo—. Esto es lo que debemos hacer… Las redes ABM están ambas sin terminar, pero juntas pueden efectivamente cubrir toda la Tierra e impedir cualquier ataque de proyectiles por parte de cualquiera de los dos.
—¿Juntas? —repitió Leonov.
—Así es. Declararemos la independencia de Selene, y al mismo tiempo nos apoderaremos de las estaciones espaciales. Si logramos adueñarnos de los centros de comando y control de los satélites ABM, podemos evitar la guerra. Y reforzar así nuestra propia independencia.
—Pero… enviarán tropas…
Kinsman sintió que la transpiración le corría por las costillas.
—Lo intentarán. Pero tendrán que enviarlas en cohetes. Si los satélites ABM pueden derribar proyectiles, también podrán derribar los transportes de tropa.
—¿Y tú… podrías hacer eso?
—Les avisaría primero. Pero es muy probable que no me escuchen.
—¿Y tu gente disparará contra los americanos?
—No lo sé. Pero tu gente sí lo haría, y nosotros nos encargaríamos de los rusos.
Leonov pareció hundirse contra la ventana.
—Es la única manera —insistió Kinsman—. Ninguna de las dos partes puede evitar la guerra, por lo menos no del modo en que se están comportando. Uno de ellos tendría que ceder, y tú sabes ninguno de los dos lo hará. Sólo una fuerza exterior podrá detenerlos. Debemos convertirnos en esa fuerza.
—Apenas un puñado de gente… ¿Cuántos somos? ¿Mil? Menos.
—Pero estamos en una posición especial. Podemos extraerles los colmillos. Podemos obligarlos a no pelear.
—Nos considerarán traidores. Nos matarán.
Kinsman asintió con la cabeza.
—Lo intentarán. Y es posible que tu gobierno se apodere de tus hijos.
—Sí.
—Podríamos tomar algunos de los oficiales de tus estaciones espaciales como rehenes.
—Eso podría funcionar…
Leonov parecía encandilado; su cara era inexpresiva y su voz sonaba distante y sin tono.
—¿Crees que… matarían a los niños? —preguntó Kinsman.
Con un lento movimiento de cabeza Leonov respondió:
—¿Quién sabe?
—Morirían de todos modos, si la guerra…
Había lágrimas en los ojos del ruso.
—De modo que mi elección… es dejar que los bombardeen los americanos, o que los fusile la policía de seguridad.
—Yo…
—No, no, no servirá de nada. No podríamos hacerlo jamás. Es una locura hasta pensar en ello.
Leonov se alejó de la ventana. Kinsman se quedó en su sitio y no dijo nada. Observaba las espaldas del ruso, la tensión de los músculos del cuello.
—Sí servirá, Pete —dijo—. Nosotros podemos hacer que sirva.
Leonov giró sobre sí mismo y quedaron frente a frente.
—¿Qué quieres que haga? ¿Que traicione a Rusia y le quite la única defensa que tiene contra un ataque americano? ¿Que abandone mi hogar, mis hijos, toda mi vida, para permanecer en exilio aquí en esta roca? ¿Que confíe en un puñado de hombres? ¿Lunáticos? ¿Americanos? ¿Cómo puedo saber que son leales? ¿Cómo puedo confiar en mis propios hombres? ¿Cómo puedo confiar en ti?
—Tienes miedo…
—¡Claro que tengo miedo!
Kinsman sintió el frío de ese cielo vacío metiéndosele en las entrañas.
—…porque maté a una de tus cosmonautas.
Leonov se balanceó hacia atrás medio paso.
—Entonces es verdad —su voz sonaba hueca.
—Es verdad.
—Nunca creí en los informes de inteligencia. A veces contienen exageraciones… mentiras, propaganda.
—Yo la maté —dijo Kinsman.
El ruso se acercó a Kinsman. Las lágrimas todavía brillaban en sus ojos. Sacudió la cabeza.
—No era mi intención forzarte a esa confesión.
Kinsman se sintió liberado, casi etéreo. Era como salir de la anestesia.
—Era algo que debía decirte; no podía permitir que se interpusiera entre nosotros. —Leonov no dijo nada—. No puedo volver a matar a nadie —dijo Kinsman—. Ni siquiera permitir que otros aprieten las teclas. Tengo que tratar de impedirlo. Tengo que hacerlo, Pete.
—Y no puedes hacerlo sin la ayuda de Lunagrad.
—Sin tu ayuda.
—Perdóname, viejo amigo…, pero nunca podría haber confiado en ti si no me lo hubieras dicho. Es ridículo, pero no podría haber confiado en ti.
Estaban de pie uno junto al otro, mirando por la ventana al paisaje yermo y al cielo vacío.
—Ya han muerto demasiados —le dijo Kinsman—. Es hora de detener la matanza.
Mientras miraba las rocas estériles, las antiguas montañas gastadas, las inmóviles estructuras de artefactos humanos, Leonov preguntó quedamente:
—¿Crees que hay suficiente gente en Selene que nos apoye para llevarlo a cabo? ¿Tendremos éxito… o simplemente iniciaremos una guerra aquí, en la Luna ? No deseo un glorioso fracaso. Sólo los vencedores escriben los libros de historia.
—Maldición, Pete… Si no lo intentamos, ya no habrá libros de historia.
—El salvador del mundo —dijo Leonov. Pero no había ninguna ironía en ello. Hizo un gesto con la cabeza señalando a través de la ventana hacia el telescopio, ahora inútil—. Quieres hacer que los ciegos vean. Ya le has devuelto la vida a un hombre. Y ahora quieres salvar al mundo de los fuegos del infierno. Sabes que nos crucificarán…
Kinsman se encogió de hombros. Luego, con una sonrisa que era más bien tristeza que otra cosa, Leonov levantó lentamente la mano y la tendió hacia Kinsman. Tomándola, Kinsman apretó la mano del ruso con firmeza.
—¿No fue uno de tus revolucionarios el que dijo: “Debemos luchar todos juntos, pues si no, seguramente nos lincharán por separado”?
Kinsman se rió.
—Ése fue Franklin.
—Debemos actuar con rapidez —dijo Leonov—. Y debemos comenzar ahora.
Ahora, repitió Kinsman para sí mientras se hundía en el asiento de espuma plástica del cohete balístico. El decolaje de Farside se sentía más que oírse. La presión lo aplastaba a uno contra el asiento. Se oía un lejano murmullo que era más una vibración en los huesos que una vibración audible.
El motor propulsor cesó de funcionar, y Kinsman sintió que la presión se reducía a cero. Caída libre. Flotar. Sus manos se separaron de los apoyos del asiento. Permaneció recostado en su lugar, desde donde no podía ver a la docena de pasajeros, sumergidos en sus propios sillones y en sus propios pensamientos.
Hizo mover el respaldo para sentarse y tocó las llaves de comunicaciones que estaban en el apoyabrazos de la derecha. La pantalla que había en la parte de atrás del asiento anterior cobró vida frente a él, y en pocos instantes apareció la cara de Pat Kelly, preocupada, de labios apretados.
—¿Qué sabes de tu mujer y tus hijos? —preguntó Kinsman.
Kelly se mostró intrigado de que su jefe lo llamara desde el cohete de Farside para hacerle una pregunta personal.
—Ayer estaban en Kennedy. No me he conectado con Alfa todavía, pero deberían estar trasbordando del cohete a la lanzadera esta tarde. Ése es el plan.
—Escucha, Pat. Comunícate con Alfa y averigua exactamente cuando zarpó la lanzadera y quién viene en ella. Quiero la información sobre mi escritorio para cuando descienda en Selene.
—Muy bien, señor.
—Otra cosa —dijo Kinsman. Acercó el micrófono del apoyabrazos y bajó la voz mientras hablaba—. Quiero que se preparen para alerta roja…
La boca de Kelly se abrió.
—No, no es una alerta roja auténtica, pero quiero que pongas a toda la base en esas condiciones. Los mejores hombres que tenemos deben ir a los lugares críticos: comunicaciones, energía, fábrica de agua, complejo de lanzamientos. Sólo luniks, ningún temporario. El programa está listo en la computadora de comando. Todo lo que tienes que hacer es distribuir las órdenes.
Kelly se rascó entre sus escasos cabellos.
—Bueno, ¿es una alerta o no? ¿Qué les diré…?
—¡Haz lo que te digo y hazlo ahora! Quiero que la base esté totalmente preparada antes de medianoche.
Kelly hizo un gesto con los hombros y dijo:
—La gente hará un montón de preguntas.
—Manténlos tranquilos tanto como puedas. Nada de problemas, alarmas o asustar a los civiles. Simplemente coloca a la gente necesaria en los lugares necesarios. ¡Ahora!
Kelly se sentía poco feliz cuando Kinsman entró como una ráfaga a su oficina, más de una hora después.
—¿Novedades? —preguntó, yendo directamente a su escritorio.
Kelly tenía un grueso manojo de informes de plástico en sus manos.
—Hemos interferido con el trabajo de todo el mundo, pero la base estará lista a tiempo. Muchas preguntas, muchos gruñidos.
Mientras se sentaba en el sillón de su escritorio, Kinsman dijo:
—Te dije que lo hicieras con tranquilidad.
—¡No se puede alistar a la mitad de la población militar con tranquilidad!
Kinsman lo miró.
—Muy bien, Pat, muy bien. Siéntate —señaló un sofá—. Dame un breve informe.
Cuando Kelly terminó, Kinsman estaba satisfecho pues todo se desarrollaba tan suavemente como era posible.
—¿Qué pasa con la lanzadera? —preguntó.
—Abandonó Alfa a horario.
—¿La lista de pasajeros?
—En la computadora.
Kinsman se reclinó en su silla.
—Muy bien. Comunícate con la lanzadera y diles que aumenten el impulso y que vengan en trayectoria de máxima energía. Prepara el centro de lanzamientos para ellos. Y habla con tu mujer mientras estén en comunicación.
Kelly sacudió la cabeza, como si intentara aclararla.
—¿Trayectoria de máxima energía? Chet, ¿qué demonios estás haciendo?
Kinsman sonrió.
—Tu mujer y tus niños están a bordo. ¿No estás ansioso por verlos?
—Sí, pero…
—¿Cuántos niños tienes?
—Eh… seis.
—No pareces estar muy seguro.
Esta vez fue el turno de Kelly para sonreír.
—Bueno, no la he visto durante un par de meses. Es posible que ella sepa algo que yo no sé.
—Maldito maníaco sexual.
—¿Yo?
—Vamos, muévete. Quiero saber exactamente cuando llegará esa lanzadera. Inspeccionaré la base a medianoche. Y que Dios te ayude si no estoy satisfecho con las medidas de seguridad.
Kelly se levantó y se retiró murmurando incoherentemente.
Sin pérdida de tiempo, Kinsman se volvió hacia la pantalla visora de la computadora y comenzó a revisar los antecedentes del personal militar que había en Moonbase, especialmente los temporarios. Conocía a la mayoría de ellos, los había seleccionado en estadías anteriores.
Me pregunto cuántos habré rechazado en todos estos años… Los cabeza hueca. Los torpes, que morirían en la Luna. Los estúpidos que matarían a otros con sus errores. Los idiotas que no podían vivir cerca de gente de otras razas, de otras nacionalidades. Los débiles, que nunca tendrían el coraje para… para…
—Para cometer una traición —dijo en voz alta.
Esa es la verdad. Traición. Igual que Washington y Jefferson. Como Benedict Arnold. Todo depende de quién es el vencedor. Esa es la diferencia entre traición y patriotismo. De más de cien militares entre los temporarios, Kinsman identificó a cuarenta que consideraba de confianza. Cuarenta hombres que estarían dispuestos a seguirlos, que podrían ver una Selene libre no era una amenaza para su país, sino el único modo de eliminar ese juego con resultados siempre negativos.
El hombre de mayor graduación en la lista, después de Pat Kelly, era un capitán.
—Christopher Perry —murmuró Kinsman, al mirar la ficha personal del capitán.
La fotografía mostraba a un hombre joven, rubio y de cara cuadrada, de expresión agradable, casi inocente. Kinsman recordó una larga conversación en uno de sus viajes anteriores. Habían hablado de lo harto que estaba de pilotear helicopteros en patrullas para prevenir desórdenes en los alrededores de Washington.
—Sí. Es uno de los nuestros.
El llamador de la puerta sonó. Apartando la vista de la pantalla, Kinsman dijo:
—Adelante.
La puerta se abrió y Frank Colt entró a la oficina.
—Estaba pensando en ti en este momento, Frank.
La cara del mayor negro no tenía expresión.
—¿Qué es lo que está ocurriendo aquí?
—Siéntate amigo. Relájate.
Colt ignoró el sillón y tomó una silla de respaldo rígido que estaba junto a la pared.
—Me dice Kelly que has organizado un falso estado de alerta. ¿De pronto te empiezas a preocupar por la seguridad?
—Así es. Precisamente eso. Me preocupa la seguridad.
Colt no se sentía de ningún modo convencido.
—¿Por qué no has incluido a los temporarios?
—Porque Murdock quiere que tengamos suficiente personal disponible para auxiliar en las estaciones tripuladas —respondió Kinsman con suavidad—. No puedo enviar a los luniks permanentes, ¿verdad?
—Podrías hacerlo en un segundo. Sólo una sección de las estaciones tiene la gravedad de la Tierra.
—Sí, pero es mejor que los temporarios estén en tareas orbitales, y no nosotros, débiles y decrépitos casos médicos. —Colt frunció el ceño—. ¿Qué te ocurre, Frank? Creí que estarías encantado de que me tomara tan en serio la histeria de Murdock…
—¿Por qué no se me notificó? Soy el segundo jefe y…
—El programa de comando no ha sido piçuesto al día cuando tú llegaste. Pero de todos modos te has enterado, ¿no?
—¡Porque me encontré con Pat Kelly en el maldito corredor y tenía una asquerosa cara de susto!
—De modo que no te enteraste por los canales oficiales —dijo Kinsman—. Pero el hecho es que te enteraste.
—¿Qué estás tramando, Chet?
—Cuando esté tramando algo —respondió Kinsman—, serás el primero en saberlo. Hasta lo haré por los canales oficiales.
Colt se puso de pie de un salto. Como aún estaba poco acostumbrado a la gravedad lunar, hizo que la silla cayera hacia atrás.
—¡Maldita sea, Chet, vas a lograr que te metan un disparo en el culo! Sé que estás tramando alguna locura, y también sé que no son órdenes de Murdock. Mira, escucha un consejo de amigo y…
—¡Frank! —lo interrumpió Kinsman—. No quiero ningún consejo, yo sé lo que tengo que hacer.
—No lo hagas, Chet. Te lo pido ahora. No lo hagas, sea lo que sea. Me forzarás a matarte.
—No habrá muertos, Frank.
—No sé qué demonios está pasando por tu perturbada cabeza —la voz de Colt temblaba casi incontrolablemente—, pero no me pongas a prueba. No quiero tener que elegir entre tu vida y la mía.
—No tendrás que elegir —dijo Kinsman con calma. Pero sentía que la tensión le apretaba el pecho.
—Si tratas de entregar esta base a los rusos…
—¿Qué? ¡No seas estúpido!
—O haces algo contra los Estados Unidos, Chet… tendré que detenerte. ¡Tendré que hacerlo!
—Tendrás que intentarlo cuando llegue el momento, si llega.
—¡Maldición!
Kinsman se levantó lentamente de su silla; luego dijo:
—Frank…, cuando llegue el momento, si llega, tendremos que hacer lo que consideremos que es mejor. Si consideras que tienes que matarme… Bueno, todos tenemos que morir alguna vez.
—¡Oh, Jesús! —Colt levantó los brazos y salió como un torbellino de la oficina.
Kinsman permaneció inmóvil durante un largo rato, apoyado sobre el escritorio, esperando que la tensión de su pecho aflojara.