—¿Han disparado los proyectiles?
La voz de Kinsman era un agudo chillido de miedo, como el de un niño. Tenía sus entrañas congeladas, eran un bloque de hielo lunar. Pero su mente trabajaba a toda prisa.
Tengo que decirles inmediatamente lo que hemos hecho. ¡Inmediatamente! Hay que controlar los depósitos de proyectiles: Idaho, Montana, Texas, Siberia, China… ¡Jesucristo! Los océanos. Los submarinos… Necesitaremos todos los sensores de cada satélite. Tengo que ponerme en contacto con Perry y los otros, asegurarme de que podemos disparar los láseres, hacer que los radares lo cubran todo, todos los sensores… tener todo listo para disparar a cualquier cosa que se mueva. ¡Y rápido!
—No —estaba respondiendo Leonov—. Nada ha sido lanzado todavía. Pero las órdenes de alerta han desaparecido. Es sólo cuestión de horas, posiblemente minutos.
Imposible hacerlo desde aquí, se dio cuenta Kinsman, mientras observaba la angustiada cara del ruso en la diminuta pantalla visora. Tengo que ir al centro de comunicaciones…
Un estrépito hizo apartar su atención de la pantalla. Uno de los jóvenes oficiales había dejado caer de sus manos una bandeja plástica con comida. Temblaba visiblemente cuando se arrodilló para recoger lo que estaba en el suelo. Los demás estaban pendientes de Kinsman: de pie, sentados —uno de ellos tenía los puños apoyados sobre la terminal de la computadora, su cara era una tensa máscara mortuoria, blanca, inmóvil, sin pestañear—, todos miraban fijamente a Kinsman, a la espera de que él actuara.
—Pete, consigue todas las frecuencias de transmisión posibles y dile a tu gente lo que hemos hecho. Yo voy al centro de comunicaciones y haré lo mismo.
—¡Si gritamos con suficiente fuerza podremos detenerlos!
—¡Eso espero!
—Pero tenemos que decírselo ahora.
—Sí, sí. Por supuesto, pero ¿crees…?
—Diles que estamos dispuestos a derribar cualquier proyectil que sea lanzado de cualquier parte de la Tierra. ¡Tienes que convencerlos!
—Pero ¿podremos realmente hacerlo?
—Tú debes responder a eso.
Leonov se pasó una mano por la frente.
—No lo sé. Tenemos a los equipos de especialistas trabajando, pero ¿cómo podemos estar seguros de que todos esos satélites responderán correctamente?
Kinsman forzó una sonrisa y respondió:
—A las máquinas no les interesa la política, Pete. Si las luces se ponen verdes, entonces todo funciona bien.
—Puro materialismo.
—Asi es. Y tú pensabas que yo era un romántico. Vamos, de prisa; no hay tiempo que perder.
—Da… Buena suerte, tovarich.
—Buena velocidad, amigo.
Se levantó de su silla y comenzó a atravesar el acolchado suelo del gimnasio en dirección a la portezuela que conducía a la escalera espiral.
—Hable con el centro de comunicaciones —ordenó a uno de los jóvenes que lo rodeaban—. Asegúrese de que entiendan lo que está ocurriendo. Dígales que voy para allá, y que será mejor que las operadoras estén en condiciones de usar cada uno de los malditos láseres de cada uno de los malditos satélites que tenemos.
—¡Sí, señor! —gruñó el oficial, mientras Kinsman abría la portezuela de un tirón.
En el Nivel Tres era como caminar entre olas oceánicas. La mitad de la gravedad normal de la Tierra , y Kinsman tardó muy poco en quedar sin aliento. Cuando los muchachos del centro de comunicaciones le acercaron una silla le dolían las piernas, y su corazón golpeaba pesadamente. Hasta el aire parecía espeso, húmedo y pesado, difícil de respirar.
El centro de comunicaciones le hizo pensar a Kinsman en un sexteto de cuerdas tocando un allegro de Mozart: actividad salvajemente ordenada, acción mesurada pero frenética. Los técnicos de comunicaciones estaban difundiendo órdenes por sus micrófonos. El gigantesco ojo de insecto que componían las pantallas —una junto a otra— mostraban escenas extrañamente incongruentes.
La brillante y conmovedora belleza del ancho Pacífico: una extensión azul que cubría todo el globo, decorada con intrincados dibujos de deslumbrantes nubes blancas, remolinos de tormentas gigantescas, hileras de cúmulos que marchaban ordenadamente en respuesta a la luz del sol y a la rotación de la Tierra. ¿Cuántos submarinos habría bajo tanta belleza? ¿Cuántos proyectiles?
La cara tensa y surcada por la transpiración de un técnico gritaba con urgencia en los auriculares del operador, que estaba sentado asintiendo con la cabeza frente a esa pantalla en particular.
El capitán Perry, de pie frente a un complicado panel de control de disparo a bordo de la Estación Espacial Beta, hablaba con alguien en lo que parecía un tono tranquilo, profesional, competente. Kinsman, por supuesto, no podía oírlo, a menos que el sonido de esa pantalla fuera conectado a los auriculares que estaban apoyados en sus rodillas. Las luces del panel estaban casi todas verdes, advirtió. Los satélites ABM estaban en condiciones de funcionar.
Algunas pantallas visoras mostraban deliciosos paisajes rurales de la Tierra , donde estaban escondidos los proyectiles intercontinentales. Media docena de ciudades importantes. Un técnico en comunicaciones ruso arrugando la frente mientras hablaba con su colega americano…
No. Ni rusos ni americanos ahora. Luniks. Selenitas.
Kinsman abarcó todo eso con una sola mirada mientras se dejaba caer pesadamente en un asiento junto a la portezuela del centro de comunicaciones.
—Los informes son buenos —dijo el oficial que estaba sentado junto a él—. Además tenemos una docena de voluntarios entre la tripulación de la estación espacial, que nos están ayudando. Han decidido quedarse con nosotros.
Kinsman asintió con la cabeza y hasta eso le resultó un esfuerzo. Por primera vez advirtió conscientemente que tres de los seis técnicos que trabajaban en las pantallas visoras eran mujeres.
—Tienen que ponerme con la red de urgencia inmediatamente —dijo, con voz cansada—. La Casa Blanca , el Pentágono, el cuartel general de la Fuerza Aérea , los comandantes de las fuerzas de ataque en el Atlántico y en el Pacífico… los talleres…
—El circuito dorado. Sí, señor, lo haremos —dijo un joven gesticulando con facilidad, sonriendo. Comenzó a mover sus dedos sobre el teclado principal de su escritorio.
Sería un buen pianista. Kinsman se dio cuenta de que no podría tocar bien el piano en esta gravedad. Y no podría hacerlo de ningún modo en la gravedad normal de la Tierra. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Momentáneamente se sintió molesto de que la silla que le dieron no tuviera un respaldo más alto.
Hasta ahora no se había lanzado ningún proyectil. Hasta ahora los informes que venían de todas las estaciones espaciales y de los satélites ABM no tripulados eran buenos. Era el momento de darle a conocer a Washington la nueva situación. Debía persuadirlos de que podían derribar cualquier cosa que ellos lanzaran y que efectivamente lo harían.
Se friccionó la nuca, que le dolía pesadamente. ¡Es injusto, maldición! Jefferson tuvo meses para escribir su Declaración. Yo sólo tengo unos pocos minutos.
Las pantallas visoras, que cubrían la pared principal del atestado compartimiento del centro, comenzaban a mostrar imágenes de militares en la Tierra. En un primer momento eran técnicos en comunicaciones, pero rápidamente fueron reemplazados por un oficial. Coroneles y generales y hasta un par de almirantes fruncían las cejas o miraban ferozmente o se pasaban la lengua por los labios nerviosamente mientras esperaban el mensaje de la Estación Espacial Alfa. No estaban habituados a esperar.
—¿Qué pasa con la Casa Blanca ? —preguntó Kinsman.
El joven apartó su mirada de el teclado de su escritorio. Tenía una mano sobre su auricular.
—Están siguiendo la vía jerárquica entre montones de lacayos. Dicen que el general Hofstader hablará con usted. ¿Está bien?
Kinsman hizo un gesto de asentimiento.
—Está bien.
—Tienen que encontrarlo y conectarlo al circuito. A esta hora están todos durmiendo allá.
—Difícil. Dudo que alguno de ellos esté durmiendo.
Súbitamente, la pantalla central mostró la hermosa imagen de cabellos plateados del general Hofstader. Los paneles de las paredes de la oficina detrás de él parecían más bien los del Pentágono que los de la Casa Blanca. Había una bandera plegada un poco más atrás, y él daba la impresión de estar mirando a otra gente, que estuviera en la oficina pero fuera del alcance de las cámaras.
—General…
—¿Qué es esto, coronel? —La voz de Hofstader era áspera y profunda, el tono decidido de un comandante—. ¿Por qué se han quitado del aire las estaciones espaciales y han estado incomunicadas? ¿Qué es lo que ocurre?
—Nos hemos apoderado de las estaciones. Y de la red ABM.
—¿Apoderarse? ¿Quiénes? ¿De qué está hablando?
Todas las caras en las pantallas más pequeñas alrededor de la imagen del general se mostraron adecuadamente alarmadas, sorprendidas, preocupadas. Kinsman casi se echó a reír. Era como estar observando un test de Rorschach viviente.
—El pueblo de la Luna —dijo Kinsman, lenta y cuidadosamente— ha decidido formar la nación independiente de Selene. Nos hemos apoderado de las estaciones espaciales, tanto de las americanas como de las rusas.
Por un momento pensó que no lo habían escuchado. Estaban todos sentados en sus sitios, sin mostrar ninguna reacción. Luego se produjo la erupción. Las pantallas más pequeñas mostraban hombres que se ponían rojos de furia, blancos por el shock, azules de indignación. Los ojos del general Hofstader se abrieron hasta quedar absolutamente redondos, la mandíbula se le aflojó dejando su boca abierta; pareció hundirse dentro de su impecable uniforme.
—¡Eso es imposible! No puede…
—Ya lo hemos hecho. Y tenemos la intención de imponer una absoluta prohibición a todos los lanzamientos de cohetes. Cualquier cosa lanzada por cualquier nación, desde cualquier parte de la Tierra , será destruida inmediatamente.
—¡Eso es traición!
Un civil apareció en la pantalla poniéndose junto al general, y forzando a éste a echarse hacia atrás en su sillón de cuero de alto respaldo. Kinsman reconoció esa cara con facciones de halcón: el secretario de Defensa.
—¿Se da cuenta de que los rusos están a punto de lanzar un ataque nuclear en gran escala? —rugió ante las cámaras—. ¿Está loco, hombre? ¡Está destruyendo su nación, su patria!
—No ha sido lanzado ningún proyectil —replicó Kinsman con tranquilidad—. Y si lo hacen, nosotros lo destruiremos mucho antes de que alcance su objetivo.
El general Hofstader apartó el codo del secretario de Defensa para gritar:
—¡Le doy cinco minutos para rendirse y entregarse! Si no lo hace, recibirá todo el peso del poder que…
—¡Tonterías, general!
Hofstader se hundió. El secretario de Defensa lo tomó de un brazo como para impedir que se cayera de su asiento.
—Ahora, escúchenme todos ustedes —dijo Kinsman a las caras en las pantallas—. Esto no es una broma, ni una vacía amenaza. Detendremos cualquier lanzamiento de cohetes, sin importar de qué parte del mundo sea lanzado. No permitiremos la destrucción de americanos, rusos o cualquiera que sea. No habrá guerra. ¿Está claro? ¡Nada de guerra! —Kinsman sintió su corazón latiendo salvajemente y aturdiendo sus oídos. Aspiró dolorosa y profundamente y continuó—: De ningún modo podemos nosotros hacerles daño alguno. Nuestros armamentos fueron específicamente diseñados para defendernos contra lanzamientos y proyectiles. La nación de Selene no representa una amenaza para ninguna nación de la Tierra. ¡Pero no permitiremos que se lancen proyectiles!
»Y si intentan enviar tropas a estas estaciones espaciales para recuperarlas nos veremos forzados a destruir las naves de transporte de ustedes. Consulten con sus técnicos, señores. Podemos hacerlo…, y lo haremos. Buenas noches, caballeros. Hemos tenido aquí un largo y difícil día.
Se volvió e hizo un gesto al oficial que estaba junto a él. Todas las pantallas visoras quedaron vacías.
—Continúen en contacto con ellos —ordenó—. Respondan a sus preguntas. Díganles que sólo exigimos una cosa: que no lancen ningún cohete. Díganles que destruiremos cualquier cosa que se mueva.
—Sí, señor.
Lentamente, Kinsman se puso de pie. Como un anciano de noventa años, pensó, mientras se dirigía hacia el gimnasio y a la bendita facilidad de una menor gravedad.
Cuando llegó a su cama era ya bien pasada la medianoche. Sus hombres lo instalaron en una de las suites VIP para turistas en el Nivel Cinco. La tripulación de la estación —aquellos que habían decidido quedarse a bordo y unirse a los luniks— se referían bromeando a esas habitaciones como la suite de la luna de miel. La poca gravedad, aun menor que la lunar, se consideraba mejor que una cama de agua de la Tierra.
Kinsman les devolvió la sonrisa mientras le mostraban la suite de dos cuartos. Recordó el viejo Club Gravedad Cero de otros tiempos. Hacía ya tantos años de ello, que le parecía casi otro siglo. Y condenadamente cerca está otro siglo, se dijo, mientras se estiraba aliviado en su cama. El milenio ya está casi con nosotros.
Sabía que debía llamar a Selene. Sabía que debía controlar a Ellen y Colt, y debía hablar con Harriman. Sabía que debía decirles que todo estaba en orden, y que había resultado mejor de lo que tenían derecho a esperar…, pero estaba demasiado cansado. Demasiado cansado para hablar, para pensar y hasta para dormir. No me dormiré nunca, se dijo a sí mismo volviéndose boca abajo. Estaba demasiado tenso.
Se despertó con una sensación de miedo en el estómago. El teléfono estaba llamando. Las únicas luces en el compartimiento eran los números amarillos del reloj digital —03:51— y el ojo rojo del teléfono que pestañeaba. Se sentó, instantáneamente despierto y lúcido, y apretó el botón del aparato.
—¿Sí?
—La estación Gamma informa sobre un lanzamiento desde la China continental —dijo una operadora.
Saltó de la cama olvidando tanto su desnudez como el hecho de que la oscuridad la protegía.
—¿Cuándo?
La muchacha miró algo que no aparecía en la pantalla.
—T más ciento catorce segundos.
—Déjeme ver.
La pequeña pantalla del teléfono se transformó y mostró una visión telescópica. El pardo, nuboso y montañoso país de la China occidental. Una sola estela luminosa de un cohete en vuelo.
Se oyó una voz masculina.
—La extrapolación de la trayectoria indica un impacto en medio del océano. No parece lo suficientemente grande como para tratarse de un proyectil intercontinental. Las características de la estela sugieren un cohete científico para exploración de gran altura más que cualquier otra cosa.
—Derríbenlo —dijo Kinsman.
—Ya lo estamos siguiendo, y hemos programado el disparo para cuando abandone la línea de la costa —respondió la voz del hombre, casi sin dar importancia a lo que decía—. Tenemos tres satélites diferentes apuntándole. Si el primero falla…
—Buen trabajo —dijo Kinsman.
Gente muy práctica estos chinos, pensó. Los únicos con el suficiente sentido común de usar un cohete científico de bajo costo para ver si realmente hablábamos en serio.
El cohete era demasiado pequeño como para ser visto aun con la mejor ampliación telescópica. En lugar de eso, se habían superpuesto varios sensores de satélites para ofrecer una imagen óptica de la Tierra como fondo y una imagen de radar e infrarrojos combinados del cohete que en la pantalla se veía como una burbuja rojiza, un poco más larga que ancha. Súbitamente, se abrió en un brillo blanco.
¡Le dimos! La bola de fuego era demasiado pequeña para una explosión nuclear, pero era lo suficientemente brillante como para ser percibida visualmente.
—Bien hecho —gruñó Kinsman—. Ahora, déjenme dormir un poco. Llámenme sólo si hay alguna crisis.
La operadora reapareció en la pantalla.
—Señor, ¿quién debe decidir si es una crisis o no? —preguntó, con voz agradable.
—El oficial de día, mi querida. Él es quien está a cargo.
Pero Kinsman ya no pudo dormir. Se revolvió en su cama por lo que pareció ser una semana. Por fin se levantó, y paseó por el oscuro compartimiento. Varias veces chocó contra el vestidor que estaba construido en la pared, junto a la cama.
Finalmente, cuando los brillantes dígitos indicaron 07:00, pidió una comunicación con Ellen. La pantalla del teléfono permaneció gris mientras la computadora de Selene trataba de ubicarla. No estaba en sus habitaciones ni en el centro de comunicaciones. Por fin su cara apareció en la pequeña pantalla. Kinsman reconoció el lugar inmediatamente: era su propia oficina.
—Te levantas temprano —dijo él.
—También tú. ¿Está todo bien?
—Te estaba por preguntar lo mismo.
Completamente seria ella dijo:
—Todo se desarrolla normalmente aquí. Ni Colt ni ninguno de los otros disidentes ha causado problemas.
—Bien.
Frunció ligeramente las cejas al decir:
—Nos enteramos que allí al principio todo anduvo bien, pero luego comenzaron a llegar informes sobre la lucha. Nadie parecía saber lo que estaba ocurriendo. Finalmente nos dijeron que habías logrado controlar las tres estaciones y que Leonov había hecho lo mismo con las rusas. Tuvimos un lindo festejo aquí, los rusos y nosotros.
—Lamento habérmelo perdido.
—¿Cuándo regresarás?
—Espero poder partir hoy. Estaré de regreso el jueves. La hora exacta la sabré más tarde.
—Muy bien.
¡Cristo, podríamos estar hablando del tiempo! ¿Cómo puede ella…?
—Vimos la intercepción del cohete chino —dijo Ellen—. Fue en mitad de la fiesta. Todo el mundo estaba en la plaza principal. Y después, cuando dispararon los proyectiles Orea…
—¿Orea?
Ellen alisó un mechón de pelo que le había caído sobre los ojos. Kinsman comenzó a darse cuenta de que ella probablemente no había dormido en toda la noche.
—Sí. Lo vimos todo en la pantalla grande de la plaza. Todos aplaudieron cuando los derribaron.
—Ajá —dijo Kinsman, débilmente.
La mujer acercó su rostro a la cámara.
—¿Te sientes bien?
—Sólo necesito un poco de descanso.
—Lo peor ya ha pasado, ¿verdad? —dijo ella.
—Sí. Lo peor ha pasado —replicó el, tratando de creer que lo que decía era verdad.
Tan pronto como Ellen desapareció, Kinsman marcó el código para el centro de comunicaciones. Preguntó por el oficial de día.
—¿Por que no se me informó sobre los proyectiles de los submarinos?
El muchacho tenía insignias de teniente y unos bigotes pequeños y rubios.
—Señor, usted dio órdenes de que no se lo molestara salvo que ocurriera alguna crisis. El submarino lanzó seis proyectiles desde el medio del Pacífico. Supusimos que era americano, ya que la trayectoria conducía a Asia. Nuestro equipo de control de fuego en Gamma siguió a los proyectiles y los derribó a los ocho minutos del lanzamiento. Todo se desarrolló sin inconvenientes. Sin ningún esfuerzo, señor.
Kinsman se hundió en su asiento y sonrió.
—Ya veo.
—Tenemos cintas de video grabadas, señor, si usted quiere ver la acción.
El teniente parecía muy seguro de sí mismo, como sólo un joven oficial puede estarlo cuando tiene todo a su favor. Y cuando sus decisiones han sido aceptadas.
—No. Las veré más tarde. ¿Algún mensaje de Washington, o de otra parte?
—Oh, sí, señor. Una montaña de mensajes.
Recién dos horas más tarde Kinsman se dio cuenta de que tenía hambre. Se dirigió al Nivel Cuatro, donde se hallaba el salón de oficiales. Tomó una bandeja de comida caliente de la cocina y se sentó en una gran mesa que estaba llena de sus jóvenes oficiales y tropa y unos pocos civiles. El más elaborado restaurante automático, en el Nivel Uno, había sido clausurado por la tripulación evacuada, de modo que los civiles se veían obligados a comer con los oficiales.
La mayor parte de los civiles se mostraban bastante tranquilos y hasta amistosos. Pero un par de ellos —americanos, por su modo de vestir y su acento— abandonaron la mesa cuando Kinsman se sentó y se trasladaron a una más pequeña, en el otro extremo de la sala. Algunos de los europeos parecían incómodos, inseguros. Los orientales se comportaban con corrección y se mostraban profesionalmente inexcrutables.
Nadie sabe cómo terminará todo esto, advirtió Kinsman mientras observaba al grupo de comensales que conversaba, pero todos quieren evitar al paria.
Ted Marrett entró, con unas grandes ojeras de cansancio debajo de sus ojos. Movía su gran cuerpo con cierta torpeza, como si hubiera estado en la misma posición durante mucho tiempo.
Kinsman siguió con la mirada al meteorólogo de anchos hombros mientras éste se servía dos tazas de café humeante en la cocina y las traía cansadamente hacia el salón. Uno de los científicos en la mesa de Kinsman, un marroquí delgado y de agudas facciones, lo llamó:
—Ted, aquí. Siéntate con nosotros.
Marrett se acercó pesadamente a ellos y se sentó junto al marroquí, a dos asientos de distancia de Kinsman.
—¿Cómo estuvo el experimento?
—Muy bien. —Marrett tomó un gran trago de café caliente y lanzó un respingo. Luego tomó otro—. Perdimos dos de los factores de correlación que estamos buscando, pero parece que todos los factores importantes coinciden. Dentro de un mes sabremos más, y más aún cuando termine el invierno.
—Si pudieran detener el avance del Sahara… —murmuró el marroquí meditativamente.
Marrett hizo una mueca.
—Podríamos hacer algo mejor que eso si nos autorizaran a operar en el Mediterráneo; es ahí donde está la maldita clave del problema. Pero no nos permiten hacerlo. Temen que arruinemos su lindo cielo.
El marroquí se encogió de hombros.
—No debemos esperar más de lo que se puede hacer. Como te decía antes, si tan sólo un aumento del diez por ciento…
—¡Diez por ciento! ¡Maldito sea, podríamos detener al condenado Sahara totalmente si nos dejaran hacer las cosas correctamente!
Terminó de beber su café, golpeó la taza sobre la mesa y estiró su mano hacia la otra. Fue entonces cuando advirtió la presencia de Kinsman. Levantó la taza a modo de brindis y preguntó:
—¿Cómo va esa revolución?
Kinsman alzó las cejas en un gesto que quería decir “estamos a la espera”.
—Hasta ahora todo va bien. Tuvimos algunos problemas anoche, pero ahora todo parece estar normalizado.
—Ah, sí. Me enteré. Mis colegas de la Tierra tenían interesantes preguntas que hacer. Recibí varias llamadas urgentes, hasta de Washington y París.
—¿París?
Marrett llevó su mano hacia un bolsillo.
—¡Maldición! Se me acabaron los cigarros. Sí, París. La Federación Europea está interesada en lo que ustedes están haciendo. Y la UNESCO , por supuesto.
Kinsman lo pensó un momento.
—Leonov y yo tendríamos que hacer una transmisión para todo el mundo.
—Eso ayudaría a serenar muchos estómagos, le aseguro.
Kinsman asintió con la cabeza pensativamente; luego dirigió su atención al desayuno que se le enfriaba. Marrett siguió hablando sin detenerse con el marroquí y otros dos jóvenes que se habían unido a ellos.
Al poco rato, Kinsman se dio cuenta de que estaban hablando de vuelos: pequeños aviones, jets, planeadores y hasta cohetes planeadores. Se unió a la conversación diciendo, simplemente:
—Nunca tuve posibilidad de volar en un cohete planeador. Aparecieron después de que me convertí en un lunik permanente.
Uno de los más jóvenes prorrumpió inmediatamente en exclamaciones:
—¡Cristo, no hay nada como eso! Uno se lanza hasta los cincuenta kilómetros y se detienen los motores…
Y todos se sintieron hermanados. Todos volaban. No importaba la nacionalidad, ni la raza, ni la religión. Lo importante era que todos compartían la emoción de volar.
—Puedes quedarte con esas cosas con cohetes —dijo Marrett, con un gesto de su carnosa mano—. Yo prefiero los planeadores: eso sí que es volar. Lo que yo quiero es acariciar los gorditos cúmulos, meterme dentro de esas estaciones termales. Quiero sentir las condenadas nubes. Sentirlas.
Kinsman decidió que ese hombre le gustaba. Le tenía confianza. ¿Sólo porque le gustaba volar? Sorprendido, se dio cuenta de que efectivamente era así. Nada más que por eso. Y era suficiente.
Con desgano se levantó y se retiró. Todavía falta mucho por hacer, ¡maldición!
Mientras se dirigía por el corredor hacia el tubo que conducía a su cuartel general oyó la voz de Marrett detrás de él.
—¿Tiene un minuto, coronel?
Se volvió.
—Mejor llámeme Chet. Creo que mi grado en la Fuerza Aeroespacial no tiene mucho valor en este momento.
Marrett se rió. Era una risa fuerte, saludable, alegre. Era un hombre demasiado corpulento para ese corredor tan estrecho. Se necesitaba un escenario más grande para acomodarlo.
—Muy bien, Chet. Verá, tengo una pregunta que hacerle. Es posible que sea un torpe, pero ya hace mucho tiempo que descubrí que no existen preguntas estúpidas sino sólo respuestas estúpidas.
Kinsman le devolvió una sonrisa.
—¿Cuál es la pregunta?
—¿Puede usted decirme, por el amor de los siete cielos, qué es lo que trata de conseguir con esta revolución?
—¿Quiere la respuesta en veinticinco palabras, o en menos?
—En menos.
Estaban de pie, uno frente al otro. El meteorólogo tenía sus pesadas manos apoyadas en las caderas; Kinsman lo miraba desde su menor estatura. El resto del corredor estaba vacío, y tenía el aspecto de haber sido esterilizado. Era una fila de puertas de plástico instaladas entre paredes de plástico enmarcadas en aluminio.
—Bien, doctor Marrett…
—Ted.
—Muy bien. Ted. Lo que tratamos de conseguir es la paz. Nada de guerra. Nada de ataques con proyectiles intercontinentales. Nada de luchas entre rusos y americanos en la Tierra , por lo menos nada de guerra atómica. De ese modo no habrá necesidad de luchas en la Luna.
—Eso es lo que pensé. —Marrett señaló la portezuela del tubo—. ¿Va arriba?
—Sí. Al Nivel Tres.
—Bien. Yo me vuelvo al observatorio.
Comenzó a caminar hacia la portezuela. Kinsman lo siguió. Mientras trepaban por los escalones metálicos, dando vueltas por entre las delgadas paredes que los separaba del helado vacío, Marrett dijo:
—Tengo otra pregunta para usted.
En la penumbra del tubo, Kinsman no podía ver la cara de Marrett demasiado bien. Pero su voz era baja, seria, mientras resonaba a lo largo del tubo metálico.
—¿Cuál es? —preguntó Kinsman a su vez.
—¿Su nueva nación solicitará admisión en las Naciones Unidas?
—Supongo que sí. ¿Por qué?
—Escúcheme, yo he trabajado para las Naciones Unidas durante más de veinte años y he visto cómo el mejor trabajo de modificación del clima del mundo ha sido tirado al cesto de los papeles, simplemente porque una nación u otra se opone.
—No parece ser usted tan viejo —dijo Kinsman.
Marrett le echó una triste mirada.
—¿Cómo cree que me quedé calvo? ¿Por un tratamiento de rayos X?
—Está bien —dijo Kinsman, mientras continuaban trepando por la escalera metálica en espiral—. De modo que su trabajo ha sido detenido por naciones individuales.
—Y por los bloques. EuroFed, Paraguay… todos. Cada uno de ellos piensa que son lo único importante en el planeta, que los demás no cuentan. Y UNESCO, y toda la tambaleante organización de las Naciones Unidas se ve impotente, pues nada se puede hacer cuando alguna nación se opone.
—¿Y entonces?
Marrett se detuvo. Parecía suspendido en la penumbra, como una amenaza en un antiguo cuento gótico, dos escalones más arriba de donde estaba Kinsman.
—Entonces aparece usted, con su revolución —dijo tranquila y racionalmente—. Usted impide que los Estados Unidos y Rusia usen sus proyectiles, pero aun tienen otros métodos para hacer la guerra. Guerra bacteriológica, gases, los antiguos bombarderos tripulados…
—Es posible —admitió Kinsman—. Con el tiempo será así.
—¡Escúcheme! Mientras tanto, ustedes quieren ser reconocidos como una nación independiente… ¿Cómo diablos se van a llamar?
—Selene.
—¡Ah! Bueno, Selene, si así lo quieren. Ahora dígame: ¿cree que Estados Unidos y Rusia los van a reconocer?
—No. Supongo que no.
—¡Por supuesto que no! ¿Y qué es lo que le hace pensar que cualquiera de las otras naciones va a correr el riesgo de enemistarse con alguna de las grandes potencias, sólo para que ustedes se sientan bien? —Marrett se inclinó sobre Kinsman y apoyó un dedo contra su pecho—. No lo harán. No lo harán, a menos que haya alguna ventaja para ellos.
—Podemos actuar como policía internacional —dijo Kinsman— mientras sigamos controlando los satélites ABM.
—Esa es una ventaja negativa.
—¿Cómo?
—Quiero decir, que es la clase de beneficio que no es obvio —dijo Marrett—. Se impide una guerra atómica, y la lluvia ácida y todas esas cosas. Pero eso no pone un poco más de arroz en las mesas de Burma.
—No… no entiendo. —Kinsman tuvo la sensación de que Marrett estaba deliberadamente hablando non sequitur.
Con un suspiro, Marrett se agachó y se sentó en la escalera. Sus largas piernas cubrían cuatro escalones. Kinsman se apoyó contra la pared del tubo. El metal se sentía frío contra su espalda.
—Vea usted —dijo Marrett, con mucha paciencia—. Supongamos que va a las naciones más pequeñas del mundo, especialmente algunas del hemisferio sur…, aunque los de la EuroFed pueden interesarse también, si uno lo piensa un poco… Bueno, de todos modos, supongamos que usted se dirige a ellas y les promete no sólo un policía en órbita sino también el control del clima.
—¿Control del clima?
—Así es. No una modificación, sino el control. Podemos controlar el maldito clima en cualquier parte del planeta. Mejorar los rendimientos de las cosechas, aumentar el nivel sanitario, hacer ganar fortunas en los lugares de vacaciones, desviar tormentas, mejorar la población ictícola… Hasta es posible que podamos salvar a los delfines antes de que sigan el mismo camino que las ballenas. En una palabra, lo que se quiera. Pero necesitamos dos cosas: las estaciones espaciales para operar, y el poder político para eliminar las objeciones de las naciones individuales y sus bloques… y especialmente de las grandes potencias.
—¿Qué? ¿Están en contra del control del clima?
Marrett frunció el entrecejo.
—Es una larga y sangrienta historia. Básicamente, las grandes naciones están en contra de permitir que las Naciones Unidas tengan poder real alguno. El único modo en que el control de clima puede ser efectivo es en escala mundial. No se puede tomar un pedazo de atmósfera y separarla de la del resto del mundo. Ninguna nación puede lograr el control del clima individualmente. Y las grandes potencias no permitirán que las Naciones Unidas lo intente tampoco.
—Policía orbital y control del clima… —La mente de Kinsman trabajaba con toda energía.
—Eso le daría a las Naciones Unidas un poder extraordinario, mi amigo —dijo Marrett—. Si una nación se porta mal, nosotros le cortamos el agua.
—¿Se puede hacer eso?
—Es más o menos como le digo.
—Pero… eso significaría un cataclismo en las Naciones Unidas. No están preparados para algo de tanta importancia. Habría que reestructurarla integramente.
—Absolutamente correcto.
Marrett tenía una gran sonrisa en la cara ahora. En aquellas lúgubres sombras, con los escalones metálicos enroscándose hacia la oscuridad arriba y debajo de ellos, Kinsman se sintió suspendido entre… ¿qué? ¿El éxito y el fracaso? ¿La vida y la muerte? ¿El cielo y el infierno?
—¿Habrá gente en las Naciones Unidas que deseen considerar este asunto?
—Yo conozco a uno —dijo Marrett.
—¿Quién?
—Emanuel De Paolo.
—¿El secretario general?
—El mismo.