—Ha sido un día de mucho trabajo —dijo Kinsman.
—¿No son todos iguales? —replicó Ellen.
Estaban sentados en la sala de las habitaciones de Chet mirando el comienzo de la carrera de escarabajos en la pantalla mural que estaba frente al sofá.
—Supongo que tienes razón —admitió.
No había visto a Ellen desde la noche de su regreso de Alfa, excepto por dos breves conversaciones oficiales en su oficina. En la segunda de esas reuniones la había nombrado subdirectora de personal de Selene, bajo la autoridad de un ex psicólogo ruso.
La primera Navidad de la Selene independiente había sido celebrada con una gran cena en la plaza central, a la que todo el mundo llevó su propia comida y algo más para la mesa colectiva. Más de mil personas se sentaron sobre la hierba y comieron al estilo campestre celebrando la fiesta, dejando de lado consideraciones de nacionalidad, religión o política. Rieron, bebieron mucho, bailaron y cantaron.
Después de tres horas y media de festejos, la carrera de vehículos lunares había comenzado. Kinsman y Leonov efectuaron la cuenta regresiva allá en la cúpula principal. Luego Kinsman invitó a Ellen a tomar una copa con él.
Ahora estaban observando los tan poco elegantes vehículos lunares, que se movían sobre la desigual superficie a velocidades de hasta diez kilómetros por hora en dirección al cráter Opelt. Necesitarían dos días para completar el circuito de novecientos kilómetros.
Los vehículos de carrera eran vehículos normales de superficie, pero ahora eran difícilmente reconocibles. Todos tenían un techo en forma de burbuja al frente donde iba la tripulación, y cabinas salientes que parecían ojos de insecto y daba al término “escarabajo” un doble sentido. Ahí terminaban las similitudes, y se hacía evidente la expresión personal. Algunos de los vehículos tenían ruedas, otros tenían orugas. Uno caminaba tiesamente sobre patas en agudos ángulos que terminaban en cascos de aspecto esponjoso. Varios tenían extrañas y abigarradas alas que emergían de ellos: eran paneles solares diseñados para recibir la luz y convertirla en electricidad, que alimentaba los motores. Algunos tenían colecciones de cajas de cápsulas de combustible a todo lo largo y uno de ellos un generador a vapor y un espejo solar sobre él. Los colores eran llamativos, y no sólo por razones estéticas. Cada una de las tripulaciones quería poder ser fácilmente descubierta por los exploradores en caso de que su escarabajo se descompusiera en la desolada llanura lunar.
Kinsman estaba sentado en el sofá con una copa en la mano; Ellen se hallaba junto a él, y ambos observaban esa carrera en cámara lenta. Sin una nube de polvo, sin ningún ruido, los vehículos se movían hacia el cercano horizonte trepando lentamente las elevaciones de la desnuda llanura lunar y deslizándose por los lugares sin profundidad, como tortugas que buscan el mar.
En su memoria surgió el recuerdo de un rugiente F- 18, a treinta metros sobre la meseta Mojave: las válvulas, el ruido después del encendido, cactus y rocas y arena confundiéndose en una continua mancha gris-parda mientras trataba de fijar sus ojos sobre la mesa que se elevaba delante de él. Luego un leve toque en la barra del timón, y el aparato quedó vertical y se lanzó hacia el cielo mientras su equipo de seguridad crujía y se le pegaba al cuerpo. Por fin lanzó el aparato en una picada simplemente por el placer que sentía al hacerlo.
Ya nunca más. Sacudió la cabeza.
—Chet. —Ellen interrumpió su ensoñación.
—¿Eh? ¿Qué pasa?
—Me acabo de dar cuenta… No me has comprado nada para Navidad, ¿verdad?
—¡Oh! No…, no te compré nada. —Se sintió alarmado y estúpido—. Me olvidé completamente. Lo siento.
Pero ella le sonreía.
—No, no, no te preocupes por eso. Yo tampoco tengo nada para ti.
Chet gruñó.
—Dos de los más grandes románticos de todos los tiempos, eso es lo que somos.
—Es una costumbre tonta, de todos modos.
El teléfono llamó antes de que Kinsman pudiera replicar. Apretó el botón. La cara de Hugh Harriman apareció en la pantalla, ubicada a un extremo del sofá. Tenía una candida expresión de picaro duende.
—¿Interrumpo algo importante? —preguntó, mirando de reojo.
—Sí. Estamos plantando muérdagos. ¿Qué quieres, Hugh?
—Mientras ustedes dos se han pasado el día jugando a sus juegos infantiles —respondió Harriman—, yo he estado varias horas en directas y fructíferas conversaciones con mis colegas diplomáticos en la Tierra.
Kinsman se enderezó en su asiento.
—¿El día de Navidad?
—Pareces un predicador. Sí, el día de Navidad. No ha sido fácil armar el rompecabezas, ya que nadie quiere hablar oficialmente del asunto. Todo ha sido dicho en secreto, muy extraoficialmente, y todas esas cosas…
—¡Por el amor de Dios, Hugh, cada vez te pareces más a un burócrata! ¿De qué demonios estás hablando?
—¡Bueno! —Harriman adoptó un aire ofendido, pero lo dejó pasar inmediatamente—. Mira, las cosas son así. Primero: Marrett llamó esta mañana temprano y me dijo que puedes esperar una invitación personal del secretario general de las Naciones Unidas para hablar ante la Asamblea general en una sesión especial. Irás como individuo, por supuesto, no como jefe de estado. Pero te invitará oficialmente sólo si sabe de antemano que aceptarás. No puede arriesgarse a un desaire, y todas esas cosas.
Kinsman sintió que su respiración se aceleraba.
—¿Cuándo?
—Antes de que termine esta semana.
Ellen se acercó a Kinsman.
—¿Permitirá el gobierno americano que alguien de Selene aterrice allá?
—Hijo mío, ¿qué crees que he estado tratando de arreglar durante todo el día? ¿Crees que me perdí la comida y el jugueteo con las muchachas en esta ocasión festiva por pura falta de espíritu de compañerismo?
—Deja de bromear, Hugh. ¿Qué conseguiste?
—Mucho, si puedo decirlo yo mismo. —Vaciló sólo un momento—. Le expliqué a Marrett que nuestra posición con los federales yanquis es más bien delicada. Lo comprendió, y dijo que las Naciones Unidas ya han solicitado un salvoconducto para ti y tu comitiva.
—¿Y entonces?
—Entonces, mientras me preguntaba si debía tratar de comunicarme con el Departamento de Estado, sabiendo que nadie de jerarquía suficiente como para tener autoridad estaría disponible el día de Navidad, recibí una llamada de un viejo amigo tuyo: el coronel Franklin Delano Roosevelt Colt.
—¿Coronel?
—Parece que Frank está ascendiendo rápidamente en las jerarquías de la Tierra. Llevaba puestas las águilas de coronel.
—¿Está en Patrick?
—Sí. Aparentemente le han dado el lugar de Murdock.
¡Hijo de puta!
—Además —continuó Harriman—, este pedido de las Naciones Unidas para recibir a un grupo de visitantes de Selene ha llegado ya a su nivel. Ha sido aprobado por nada menos que el presidente de los Estados Unidos de América personalmente.
—¿Quieres decir que todo está ya organizado?
Harriman asintió con la cabeza y se rascó la barbilla.
—No sólo se han movido con una rapidez tal como nadie la ha visto en Washington desde la época de los desórdenes del ochenta y cinco, sino que también parecen estar desesperados por tratarnos bien…
—¿Qué quieres decir?
—Piden permiso para enviarnos un vuelo con gente de todas partes del mundo que han solicitado inmigrar a Selene. Los niños de Leonov tal vez estén en ese grupo.
Kinsman se reclinó sobre el tapizado de espuma del sofá.
—No lo comprendo. ¿Por qué están ahora tan complacientes, súbitamente?
—Yo me hecho las mismas preguntas —replicó Harriman—. Hay varias respuestas posibles.
—¿Por ejemplo?
—Bien, por una parte, es probable que Colt está ejerciendo alguna influencia. Seguramente les ha dicho que realmente no deseamos hacer ningún daño a los Estados Unidos, y que una Selene independiente amiga de los Estados Unidos es mejor que una Selene hostil. —Kinsman asintió con un gesto—. Luego, también es posible que los especialistas hayan pensado que podemos fácilmente convertirnos en aliados de la Unión Soviética , lo cual sería desastroso para los americanos. Ésa es otra razón para tratarnos con cautela.
—Continúa.
Harriman se encogió de hombros.
—También está la opinión pública mundial: la grandota y malvada nación americana ensañándose con una nueva, pequeña e indefensa nación. No es que crea que eso es demasiado importante, pero podría explicar el pedido de aceptación de este grupo simbólico de inmigrantes.
¿Un caballo de Troya? Fue como un chispazo en la mente de Kinsman.
—Quiero saber exactamente quiénes son esos inmigrantes. Quiero información completa sobre cada uno de ellos.
—Muy bien.
—Has tenido un día muy ajetreado.
Harriman sonrió con todos sus dientes.
—Sí. Pero ha sido muy provechoso. Hablé incluso con el embajador soviético ante las Naciones Unidas. Marrett me dijo dónde podría encontrarlo; había cancelado unas vacaciones en su casa. Parece que los rusos no se opondrían a reconocer nuestra independencia, siempre y cuando les permitamos inspeccionar nuestras estaciones espaciales y los satélites ABM para asegurarse de que realmente somos independientes.
—Habla con Leonov acerca de esto. Y pregúntale cómo podemos asegurarnos de que sus hijos estén a bordo de la lanzadera de inmigrantes.
—Muy bien.
—Todo esto me parece estupendo, Hugh.
—Sí, da la sensación de que han decidido dulcificar su actitud hacia nosotros. Tal vez es el espíritu de la Navidad.
—Puede ser, pero espero que sea algo más profundo y permanente.
—Amén.
—¿Algo más? —preguntó Kinsman.
—Dos cosas. En cuanto a la invitación para dirigirte a la Asamblea general, el punto es que quieren que lo hagas “tan pronto como resulte conveniente”. Pero no debe ser después del jueves próximo.
—¿El jueves? —repitió Ellen—. Es demasiado pronto.
—No podemos permitirnos dilaciones —dijo Harriman, completamente serio—. Todo está a nuestro favor. Tenemos que aprovechar la marea antes de que ocurra algo que los haga cambiar de idea.
—De acuerdo —dijo Kinsman—. El jueves. ¿Cuál éra la otra cosa?
—¿La otra? ¡Ah! —los ojos de Harriman brillaron—. Pasé toda una hora, mi hora de descanso, tratando de comunicarme con el chacal que se llama a sí mismo Máximo Líder Temporario de mi país de origen. Finalmente lo conseguí.
—¿Para decirle que volvías a la Tierra con un salvoconducto de las Naciones Unidas?
—No. —Harriman sonrió con deleite beatífico—. Sólo quería ver una vez más su cara marcada de viruela y observar su expresión cuando le di mis saludos de Navidad.
—¿Lo llamaste para desearle Feliz Navidad? —preguntó Ellen.
—No precisamente. Le dije que se fuera a la mierda.