Kinsman se sentó en la cama. Hacía años que no fumaba, pero ahora necesitaba imperiosamente un cigarrillo. Dejó vagar su mirada en la oscuridad del dormitorio de Ellen y se pasó la lengua por los dientes inferiores. Estaban ásperos.
Ella se dio vuelta a su lado.
—¿No duermes?
—No.
—¿Qué te ocurre? —su voz sonaba hueca, como si estuviera ahogando un bostezo.
—No puedo dormir —respondió simplemente.
—¿Estás muy preocupado por esta emergencia de guerra?
Asintió con la cabeza. Luego se dio cuenta de que probablemente ella no lo podía ver en la oscuridad.
—Sí.
—Ya ha habido otra crisis como ésta anteriormente. Pasará.
—No esta vez.
Ellen le puso la mano en la espalda.
—¿Realmente lo crees así?
—Esta vez es en serio.
Se volvió hacia ella y apenas si pudo distinguir su cara en las sombras. La única luz que había en el dormitorio provenía del reloj digital que había en la mesa de luz del lado de ella.
—Trataré de persuadir a Pierce para que no se vaya —dijo—. Tengo que hacerlo. Le diré que traiga a su familia. Aquí estarán a salvo.
Vio que los ojos de Ellen se abrían.
—¿Tan serio es?
—Vamos a declarar nuestra independencia de la Tierra. Leonov y yo. Quiero que la mayor cantidad posible de familiares de los de aquí estén en la Luna cuando llegue el momento. —Ellen no dijo nada—. Tengo la esperanza de que nuestra declaración de independencia, y la suspensión de los abastecimientos a las estaciones orbitales, desbaratará sus preparativos de guerra.
—Pero… ¿los rusos realmente…?
—Pete dice que no, lo cual quiere decir que sí. Ya encontraremos la solución.
La voz de Ellen era completamente tranquila.
—¿Y si no la encuentran?
Chet se encogió de hombros.
—Por lo menos, habremos traído todas las familias que podamos. Aquí sobreviviremos.
—¿Es por ese motivo que no has regresado a la Tierra durante tanto tiempo? ¿Estabas preocupado por este momento?
Su mirada se perdió en la oscuridad.
—Nunca lo pensé. Por lo menos, la intención nunca fue consciente. Es posible que tengas razón. Es posible que haya estado…
—Entonces… ¿tus antecedentes médicos son falsos?
Se volvió nuevamente hacia ella.
—¿Cómo sabías…?
—Te dije que traté de averiguar todo lo que pude acerca de ti —había un tono ligeramente divertido en la voz de Ellen—. Tengo acceso a la computadora del personal, de modo que pude ver la ficha.
—Hum.
—Tu ficha no es secreta, ¿verdad?
—No. —sintió que sus viejos temores lo invadían.
—Pero, tal como dijo el doctor Faraffa, tu ficha no está completa. Eso te vuelve un tipo misterioso… —Kinsman no respondió—. Y hay una anotación médica sobre una dolencia cardíaca.
—Oficialmente —dijo Chet, lentamente—, se supone que tengo una afección cardíaca que hace que la gravedad de la Tierra sea peligrosa para mí. Es sólo un poco de hipertensión, pero Jill Myers modificó el dato para que pudiera permanecer en Selene indefinidamente.
—Eso es oficialmente —murmuró Ellen.
—Extraoficialmente —explicó él—, hice eso porque no quiero que Murdock o ninguno de los de la Tierra pueda llamarme y retenerme allá. Hace mucho tiempo decidí que era aquí donde quería estar. Este es mi hogar.
Advirtió que Ellen estaba sacudiendo la cabeza.
—Esos son los motivos oficiales y extraoficiales. Pero ¿cuáles son los motivos reales?
Los temores aún permanecían en él, pero los sentía inexpresivos, distantes.
—Chet —dijo Ellen, trazándole una línea con el dedo a lo largo de su muslo—, no me has dicho nada distinto de lo que dirías a Pat Kelly, o a alguno de tus otros amigos. No me interesa la política; sólo quiero saber qué ocurre dentro de tu cabeza.
—¿Por qué?
—Ya te lo dije —respondió—. Quiero conocerte, saberlo todo acerca de ti. Todo.
La imagen de Sansón y Dalila pasó por su mente.
—Quieres saber por qué no he vuelto a la Tierra por más de cinco años.
La réplica de ella fue tan inmediata que lo sorprendió.
—Quiero saber de qué tienes miedo.
—Es demasiado hermoso —dijo Kinsman—. Y demasiado feo. Es demasiado grande y excitante, demasiado pequeño y superpoblado. Es…
—Es el hogar —completó ella.
Asintió con la cabeza.
—Así es. Todos aquí saben eso. Todos los luniks permanentes. Nos sentimos exiliados, a pesar de lo mucho que nos digamos mutuamente que Selene es mejor que Nueva York o Moscú o Londres o Tokio. Sin embargo, ¡esto es mejor! ¡Qué demonios! Tenemos más libertad, más espacio para vivir, más alimentos y energía, una sociedad mejor y más inteligente…
—Pero el hogar está en la Tierra.
—Es un cementerio de elefantes —dijo él—. Si pasara unos días en la Tierra , especialmente si fuera a lo que ha quedado de campo abierto, viera un cielo azul con nubes, o una colina cubierta de hierba y árboles…
—Casi todo está cubierto de edificios de viviendas.
—No todo. Puedo ver algunas cosas desde aquí, por el telescopio. El Colorado, las Rocosas canadienses, las praderas de Mongolia… ¡Todavía hay caballos salvajes por allá! ¡Y los océanos! Si pudiera estar en una playa y ver las rompientes…
Se detuvo. Su tono de voz se había elevado; estaba perdiendo el control. Algo más calmado, dijo:
—No tienes que preocuparte por Pierce. Lo conozco. Volverá a su familia a pesar de todo lo que yo diga. Irá ciegamente hacia el cementerio de elefantes.
—Y nosotros permaneceremos aquí.
—Así es.
—Y sobreviviremos.
—Sí.
Ellen suspiró.
—Nosotros somos los más fuertes, ¿verdad?
—Ojalá lo supiera —respondió Kinsman.
—¿Viviremos juntos, Chet?
Él miró hacia otro lado y nuevamente murmuró:
—Ojalá lo supiera.
—¿Cuál es el secreto, Chet?
Sabía que ella trataría de llegar al fondo. No te muestres sorprendido, se dijo a sí mismo. Durante un largo rato se quedó en silencio, tratando de comprender los sentimientos que bullían dentro de sí: ¿furia? ¿miedo? ¿dolor?
—Sea lo que fuere —dijo Ellen delicadamente—, no te dolerá tanto una vez que lo hayas compartido.
¡No!, se previno. ¿Cómo sabes si puedes confiar en ella? ¿Cómo sabes…?
Pero se oyó a sí mismo diciendo:
—Fue en una misión orbital, hace años. Antes de comenzar a cooperar con los rusos en el espacio. Estaba inspeccionando uno de los satélites…
Su mente tomó otro rumbo. Se vio a sí mismo recitando la antigua historia, sentado en la cama junto a esta bella mujer, abriéndole su corazón como no lo había hecho con nadie en el mundo.
—Era uno de los más grandes. Acababan de lanzarlo los rusos. Nuestros muchachos del servicio de inteligencia temían que fuera una bomba orbital. Mientras yo examinaba su satélite, el cosmonauta vino en una cápsula separada. Luchamos como dos leones marinos, lanzándonos el uno contra el otro. No teníamos armas. Simplemente tratábamos de golpearnos con las manos.
Estaba nuevamente flotando. Sin peso.
—Podría haberme retirado y regresado a mi propia nave, pero me quedé ahí y luché. Muy patriótico. Lleno de justa indignación. Luché. Le arranqué el tubo de aire. Y la maté.
—¿La mataste?
Asintió con la cabeza. Aún veía su cara dentro del bulboso casco, detrás del oscuro visor, gritando silenciosamente, poniéndose rígida.
—No sabía que se trataba de una muchacha. —Su voz había perdido toda expresión—. Lo supe después de arrancarle el tubo de aire. En ese momento estuve lo suficientemente cerca como para verle la cara… —se detuvo.
—Y has estado cargando con esta culpa desde entonces.
Ellen le tomó sus manos entre las de ella.
—Juré que nunca volvería a matar otra vez… No les permitiría que me obliguen a matar a nadie…
—Chet… no fue culpa tuya.
—¡Mentira! Yo luché con el astronauta. ¡Quería matarlo! ¡Quería arrancarle el tubo de aire a ese bastardo! No tenía que hacerlo. Pero quería hacerlo.
—Y no sabías que era una muchacha.
—No. —Ellen comenzó a decir algo, pero él continuó—: Ahora debo persuadir a Leonov que puede confiar en nosotros, en mí. Y tengo que mantener esto muy oculto… aunque probablemente ya lo sabe. ¿Cómo puede confiar en mí? ¿Cómo pueden confiar en ninguno de nosotros?
—Pero tú confías en él, ¿no es verdad?
—Él nunca mató a uno de los nuestros.
—¿Has matado a otra gente, anteriormente, cuando cumplías misiones de combate en aviones? —preguntó Ellen.
—Supongo que sí. Pero era diferente… remoto… No fue mano a mano. Yo… nunca lo supe con certeza.
—Si hubiera sido un hombre y no una mujer cosmonauta —continuó Ellen—, ¿te sentirías igualmente culpable?
Él la miró.
—No… Supongo que no.
—¿Por qué no?
—No lo sé —dijo vagamente—. Uno espera encontrar hombres en la lucha, supongo. Es diferente… más equilibrado.
—Puros cuentos, para usar una palabra masculina —Ellen se sentó—. Chet, ¿hace cuánto que llevas esta angustia contigo?
Se encogió de hombros.
—Unos quince años… diecisiete, precisamente.
—Es bastante tiempo —dijo ella con firmeza—. Ahora se terminó. Es un asunto acabado. No puedes revivirla. Además no fue culpa tuya, para com…
—Ya he oído todas las razones psicológicas —replicó Chet—. Fue mi culpa. De nadie más.
—De modo que ya tienes la excusa lista para protegerte y no correr el riesgo de que te hieran otra vez.
—¿Herirme? ¿A mí?
—¡Sí, a ti! No estás preocupado por una mujer rusa a quien nunca conociste… Estás preocupado por Chester Arthur Kinsman, preocupado de que la gente no te quiera si se enteran de que has matado a alguien. Preocupado porque Leonov ya no sería tu amiguito. Eso es lo que te tortura, no ella. Ella ha estado muerta por diecisiete años.
—¡No me digas a mí lo que me tortura!
—¿Por qué no? —atacó nuevamente Ellen—. Estás tan sumergido en la autocompasión que crees que debes salvar al mundo entero para compensar tu único error.
—No es autocompasión.
—Sea lo que fuere —y la voz de Ellen de pronto se había vuelto suave, calma y mesurada—, sea lo que fuere, Chet…, tienes que decírselo a Leonov.
Sintió un vacío adentro. Ya no era furia. Ni siquiera miedo. Vacío. No había nada, sólo un opaco y distante dolor.
—No sé si podré —dijo Kinsman.
—Puedes.
—No es tan fácil. Y decírselo no exorcizará completamente al demonio.
Ellen le puso la mano en la mejilla. La sintió suave y fría.
—Eso siempre lo tendrás contigo, Chet —dijo ella—. Nunca desaparecerá completamente. Pero no debes permitir que se interponga en tu camino.
Supo que ella tenía razón. Sin embargo, lo asustaba.
El pedido de Pierce para su traslado a la Tierra estaba sobre el escritorio de Kinsman cuando llegó a su oficina a la mañana siguiente. Llamó al jefe de comunicaciones y trató breve y superficialmente de persuadirlo para que retirara el pedido. Con delicadeza Pierce se negó y recomendó a Ellen Berger para que lo reemplazara.
Con los labios apretados Kinsman aceptó. Pierce le agradeció y sonrió.
Echado sobre el respaldo del sillón de su escritorio, Kinsman apretó un botón sobre el panel de controles, y un boletín informativo cubrió la pantalla mural más grande. La escena mostraba el podio de los oradores en la sala de la Asamblea General del edificio de las Naciones Unidas en Nueva York. El delegado ruso fulminaba con la mirada a los americanos que estaban sentados en primera fila. Gesticulaba ampliamente con los brazos, y tenía la frente arrugada en un gesto de enojo. La versión en inglés se expresaba con voz tranquila y sin emoción, semejante a la de la computadora de Selene:
—… los capitalistas imperialistas fueron obviamente culpables al invadir territorio que había sido claramente marcado por oficiales de la Unión Soviética , provocando el incidente deliberadamente. Esta agresión fue justamente repelida, tal como todos los pueblos amantes de la libertad han repelido la agresión americana en todo el orbe.
Se produjo una conmoción y las cámaras de la televisión enfocaron a los americanos. El jefe de la delegación estaba de pie y gritaba:
—Señor presidente, ¿hasta cuándo deberemos escuchar esta serie de mentiras y distorsiones? No se podrá llegar a una resolución sensata…
El orador ruso golpeó con los puños sobre el podio y gritó algo ininteligible. La delegación americana completa se puso de pie a los gritos.
Atontado, Kinsman observaba mientras las cámaras mostraban la inmensa sala. Parecía que estaba por desencadenarse un desorden mayor. Gritos, aullidos, brazos amenazadores. La única persona que permanecía en su asiento era el presidente, allá arriba y más atrás del podio. Era un latinoamericano delgado y moreno, con grandes ojos tristes. Estaba simplemente sentado allí, sacudiendo la cabeza.
La última y más grande esperanza para la humanidad. Kinsman interrumpió la transmisión. Por un momento se quedó sentado con la vista fija en la pantalla vacía. Luego se levantó.
Mejor comienzo las inspecciones, se dijo a sí mismo.
Sabía que comenzaría por la planta de agua. Pasó la mitad de la mañana allí, oyendo las quejas de Ernie Waterman sobre todas las dificultades que había. Tenían que alzar la voz para poder oírse sobre los ruidos de la construcción. Sin embargo, se estaban haciendo considerables progresos. El ingeniero de severo rostro era cauteloso hasta el punto de ser descortés, pero Kinsman sabía que Selene tendría abundante agua para satisfacer todas sus necesidades aun cuando la población se duplicara repentinamente.
La fábrica era en realidad una planta de procesamiento de minerales, y una instalación para purificar el agua. Los trituradores de rocas eran gigantescos, y recibían los cargamentos de minerales que venían en los carros mineros desde lugares tan distantes como la Muralla a Pico al sur y Fra Mauro al norte.
Kinsman trepó sobre los grandes trituradores y sintió las vibraciones de sus pesadas maquinarias en los huecos. Era éste el equipamiento más caro que había en Selene. Había sido traído desde la Tierra a lo largo de un período de diez años. Los técnicos de Selene podían repararlo y mantenerlo, pero pasaría otra década antes de que pudieran siquiera intentar construirlo independientemente.
Kinsman siguió las cintas sin fin que conducían las rocas trituradas y llegó así hasta los arcos eléctricos que murmuraban constantemente dentro de sus cubiertas de acero inoxidable. De aquí en adelante, la fábrica era una madeja de plomo: cañerías arriba y abajo, cubriendo kilómetros de túneles y transpirando gotitas de preciosa agua helada por más que los ingenieros intentaban aislarlas completamente.
Kinsman se agachó, saltó y pasó por entre las cañerías que llevaban la sangre vital de Selene. Waterman lo siguió todo el tiempo, machacando sus problemas reales y exagerados a través de la fábrica. Finalmente, mientras caminaban por los relativamente tranquilos corredores del área de oficinas y controles de la fábrica, Waterman dijo:
—No veo cuál es el apuro en todo esto. Me gustaría que me dejara trabajar con más tranquilidad. Algunos de los muchachos están casi exhaustos.
Kinsman se detuvo frente a la ventana que daba a la sección de control de computadoras. Mientras observaba las casi solitarias luces de las máquinas que se encendían y apagaban siguiendo un orden sólo comprensible internamente, respondió:
—Ernie, estamos en alerta amarilla. Tenemos que estar preparados para una emergencia. La Tierra puede necesitar repentinamente el doble o el triple del combustible para cohetes del que necesita ahora.
—Entonces tendríamos que estar reforzando las instalaciones para electrólisis, no la producción de agua.
—Paso a paso —dijo Kinsman—. El hidrógeno y oxígeno salen del agua. Si queremos mayor cantidad de combustible para cohetes necesitamos aumentar el abastecimiento básico de agua.
—Sí, es correcto, pero en una emergencia…
—Paso a paso —repitió Kinsman. Era el manual del tautólogo: cuando esté en duda use slogans.
—Pero… ¿por qué entonces las interconexiones con Lunagrad? —preguntó Waterman—. ¿Por qué demonios tenemos una cuadrilla completa trabajando para conectarlos a nuestras líneas de abastecimiento reforzadas, cuando habrá que desconectarlos cuando comience la lucha?
—No habrá lucha —dijo Kinsman con firmeza—. No aquí.
La mandíbula de Waterman se aflojó.
—¿Qué quiere decir?
—Precisamente lo que dije, Ernie.
—No entiendo.
—Ya entenderá —dijo Kinsman—. Ya entenderá.
Y se alejó de Waterman dejándolo ahí en el corredor, rascándose la cabeza y no demasiado contento.
Kinsman siguió su camino por las áreas de cultivo de subsuelo, los talleres y laboratorios, la sección de computadoras, el centro de comunicaciones. Hacía esto casi todos los días, pero nunca en un orden preestablecido. Saludaba, descubría problemas, escuchaba quejas y sugerencias. La idea era mantener una buena imagen y la atmósfera clara. Todos lo conocían. Más importante todavía: llegó a conocer a todos en Selene, incluidos los temporarios.
La sección del hospital era siempre la más tranquila, la más relajada y la más sana de las áreas que inspeccionaba. Tan pronto como atravesó las puertas dobles que daban al vestíbulo del hospital, Kinsman se sintió aliviado. Colores pastel en las paredes, voces suaves, hasta los sistemas de intercomunicación y los altoparlantes habían sido silenciados. Un agradable lugar para estar, pensó, siempre y cuando no les dejes ponerte las manos encima.
Pero hoy parecía diferente.
Dos enfermeras pasaron presurosas junto a él, empujando sendas consolas con ruedas. Se las veía preocupadas, y se movían con tal rapidez que Kinsman no pudo darse cuenta de qué clase de equipo llevaban. Desaparecieron por un corredor que salía del vestíbulo. Un joven médico con cara de afligido seguía con premura a las enfermeras.
El sistema de altoparlantes volvió a la vida. Una voz de hombre, aguda y extrañamente intensa llamó:
—Doctora Myers, doctora Myers… de inmediato a terapia intensiva.
La sala de terapia intensiva… ¡Dios mío, Baliagorev! Kinsman se lanzó por el mismo corredor por el que habían desaparecido las enfermeras.
Eso es lo que necesitábamos, que se nos muriera aquí. ¡Quién habla de incidentes internacionales!
Pasó como un rayo junto a la sala de monitores de la sala de terapia intensiva, donde un enfermero sobre su asiento frente a las pantallas visoras le gritó:
—¡Eh! No puede… —Al reconocer a Kinsman dijo débilmente—: ¿Señor?
Kinsman vio una confusión de uniformes blancos delante. Resbaló hasta detenerse y luego se abrió paso a través del círculo exterior de enfermeras.
—¡No quiero hablar con ninguno de ustedes, vampiros armados de enemas! ¡Quiero a la doctora Myers!
Era Baliagorev. Punzante como una avispa y débil como una pluma…, pero su voz era férrea. Estaba pálido, la cara marcada por la vejez. Había una docena de tubos y cables conectados a varias partes de su cuerpo. Alguien había elevado su cama flotante para que pudiera estar sentado.
Kinsman vio que una de las consolas que habían traído las enfermeras era un reproductor de videotapes. El ruso se inclinó para tocarlo.
—¡No lo haga! ¡Lo va a romper!
—¡Llévenselo! —gritó Baliagorev—. Cuando quiera entretenerme con aparatos sin cerebro se lo diré. ¿Dónde está la doctora Myers? ¿Dónde está ella?
Kinsman se abrió paso entre el grupo de enfermeras y el joven médico y dijo:
—La doctora estará aquí en un momento, señor. Yo soy Chet Kinsman, el comandante de este lugar. Me alegra ver que se siente fuerte ya.
—Me siento muy infeliz —replicó Baliagorev, en un inglés impecable—. ¿Cómo se sentiría usted si estuviera lleno de hilos como una marioneta?
—Bueno, yo…
El ruso sacudió la cabeza.
—Soy un hombre simple. Puedo aceptar el hecho de que mis compatriotas me consideren un loco revisionista. Puedo aceptar que mi propio corazón me haya traicionado. Y hasta puedo aceptar el hecho de que estoy rodeado de yanquis que tienen la sensibilidad cultural de un contrabandista letón. Todo lo que yo quiero es ver a la doctora Myers. ¿Por qué este simple pedido…?
—Aquí estoy, maestro.
Kinsman se volvió y pudo ver que los demás abrían paso a Jill. Detrás de ella venía el médico ruso, Landau. Ambos tenían extrañas expresiones en sus caras: felices, pero… ¿turbados?
—¡Aaah, Jilyushka, mi ángel guardián! ¿Dónde has estado? —el tono de Baliagorev había cambiado completamente. Pasó de la truculencia a la dulzura de un abuelo en un abrir y cerrar de ojos.
Jill le sonrió.
—Bueno, en este hospital hay otros pacientes, y…
—¡Tonterías! Estabas escondida en algún rincón, besando a ese tonto barbudo.
La cara de Landau se puso roja como un tomate. Jill se rió. Kinsman se volvió hacia las enfermeras y dijo con calma:
—Creo que la emergencia ha pasado.
Comenzaron a retirarse de la pequeña habitación murmurando entre ellos.
—No se vaya —dijo Baliagorev a Kinsman—. Tengo que hacerle un pedido.
Kinsman se detuvo al llegar a la puerta abierta y se volvió hacia el ruso.
—Me gustaría permanecer aquí, en el sector americano, en lugar de volver a Lunagrad, al menos por un tiempo.
Kinsman no supo si reírse o mostrarse preocupado.
—Creía que nosotros los yanquis teníamos la sensibilidad cultural de un contrabandista letón.
Sin la menor agitación, Baliagorev respondió:
—Cuando se ha pasado tanto tiempo como yo en las tiránicas manos de enfermeras y empleados de hospital, uno aprende que sólo hay un modo de tratarlos: con desprecio. Sin embargo… —su tono se suavizó—, sinceramente, quisiera permanecer aquí.
—Bueno… —este viejo es muy astuto, pensó Kinsman—. ¿Puedo preguntar por qué?
Baliagorev miró a Landau por un momento y luego volvió a mirar a Kinsman. Sus ojos eran de un azul frío.
—Digamos… que es un capricho de viejo. Las mujeres son mucho más lindas aquí. Las enfermeras de Lunagrad son espantosas, enormes bestias sin gracia… y no se las puede mejorar.
—Eso no es verdad —murmuró Landau.
—¡Bah! ¿Por qué esconderlo? Lo que busco es asilo político. Estaba buscando asilo en Francia cuando mis compatriotas me arrestaron y me enviaron a un hospital en Siberia. ¡Un hospital psiquiátrico! Ahí fue donde se enfermó mi corazón.
¡Cristo! Lo único que nos faltaba.
—Este es… un momento muy delicado para pedir asilo político, usted lo sabe.
Kinsman mantuvo sus ojos apartados de Landau mientras respondía. Baliagorev frunció sus delgados y azulinos labios.
—No habrá discusión política de ninguna clase mientras mi paciente esté en terapia intensiva —intervino Jill. Se volvió hacia Baliagorev y lo amenazó severamente con un dedo regordete—. ¡No lo hemos sacado de la muerte clínica para que se mate por la excitación de una discusión política!
Landau se echó a reír.
—Ella tiene razón, Nikolai Ivánovich. Este no es momento para discusiones.
El anciano enarcó sus hirsutas cejas.
—Muy bien. Ustedes han hecho su milagro, y no quieren que este Lázaro sufra una recaída, ¿no? Pero… ¿puedo saber si tú hablarás de política con alguno de nuestros compatriotas?
El médico ruso sacudió la cabeza con gravedad.
—No. Se lo prometo.
—Puede confiar en Alexei —dijo Jill.
—Seguro que tú sí puedes confiar en él —murmuró Baliagorev. Y agregó, con una sonrisa torcida que amenazaba convertirse en una mueca—: Admítelo, Jilyushka, te estabas abrazando con este barbudo bribón, ¿verdad?
—Efectivamente, es así —admitió Jill alegremente—. Y será mejor que deje de bromear con eso, o le pondré sólo enfermeros.
El ruso dudó apenas un instante.
—Hum. Pues… si son jóvenes y tiernos…
—¡No se puede tratar con usted!
Kinsman logró decir:
—Muy bien. Escúchenme, Jill, Alexei. ¿Cuántos días tendrá que estar aquí el paciente?
—Por lo menos una semana —respondió Landau.
—Puedo organizar una recaída… —aseguró Baliagorev.
Kinsman levantó una mano.
—Dejemos las cosas como están por una semana.
Y antes de que pudieran decir algo más, se escabulló por la puerta y se apresuró por el corredor…, pero alcanzó a oír al maestro de baile que con su suave voz decía:
—Veamos entonces, Jilyushka. No hay ninguna razón para que no te conviertas en una excelente bailarina aquí en la Luna. Con la poca gravedad y conmigo para enseñarte se pueden hacer milagros.
Kinsman sacudió la cabeza y deseó haberse sentido lo suficientemente bien como para sonreír.
Las luces de los corredores acababan de adquirir la luminosidad del atardecer cuando Kinsman se deslizó desde su oficina a sus habitaciones. Debo hablar nuevamente con Leonov, iba diciéndose a sí mismo. Quizás logre que sus niños vengan a visitarlo antes de…
—Chet, Chet, espérame, por favor…
Era Jill Myers, que corría detrás de él. Tenía una enorme e infantil sonrisa dibujada en la cara. Chet le sonrió mientras ella corría para alcanzarlo y decía, casi sin aliento:
—¡Me propuso matrimonio!
—¿Ese viejo cochino?
—No. No fue Baliagorev —respondió, radiante—. ¡Alexei! ¡Nos casaremos!
Algo se heló dentro de Kinsman.
—Estás invitado a la fiesta —estaba diciendo Jill—. Ya ha comenzado, es en mis habitaciones…
—Casarse… —repitió él.
—¡Sí! Tan-tan-tatán y todas esas cosas. ¿No te parece fantástico?
—¿Por qué?
La sonrisa de Jill se congeló.
—¿Porqué qué?
—¿Por qué quiere casarse contigo?
Ella puso los brazos en jarras.
—Supongo que es porque no puede vivir sin mí, y quiere pasar el resto de su vida conmigo. Un compromiso para toda la vida… Pero tú no entiendes de eso, ¿verdad? —sus ojos centelleaban.
—¡Maldición, Jill! Sabes bien que no es eso lo que quiero decir. Ustedes dos pueden vivir juntos sin necesidad de redactar un contrato. ¿Para qué hablar de matrimonio? ¿Qué hay detrás de todo esto?
—¡Oh! Chet Kinsman, eres un estúpido e insensible…
Chet estiró la mano y puso dos dedos sobre la boca de ella.
—Jill, nos conocemos desde hace mucho tiempo como para comenzar a insultarnos. Alexei te ama, eso está muy bien. Le creo. Tú también lo amas. Perfecto. Pero ¿qué tiene que ver el matrimonio con todo eso? ¿Acaso Alexei busca convertirse en ciudadano americano?
La muchacha le retiró la mano, pero su tono era más tranquilo, menos enojado.
—Yo… no hemos siquiera hablado de eso. Creí más bien que yo iría a vivir con él en Lunagrad.
—Ajá. Pero supongamos que él intenta pedir asilo, como Baliagorev… ¿O es que teme que los agentes de seguridad soviéticos lo acusen por la deserción del anciano?
—Chet, es una porquería que digas eso.
—Lo sé. Y yo soy un bastardo. Pero prefiero herir tus sentimientos antes de que él te destruya… Él, o cualquier otro.
—Lo amo, Chet. Y quiero estar con él adonde quiera que vaya.
Un compromiso para toda la vida. Aunque eso signifique sólo una semana más.
—Jill, puedes estar con él. Qué diablos, ¿acaso no han estado viviendo juntos estos últimos días?
—¿Días? —repitió ella con los ojos muy abiertos—. ¡Estamos hablando de dos vidas enteras!
—Pueden vivir juntos todo el tiempo que quieran —continuó Kinsman—, pero cuando se comienza a hablar de matrimonio… Bien, eso crea problemas políticos y legales.
—Chet, estás hablando como si fueras mi hermano mayor. Soy lo suficientemente grande como para tomar mis propias decisiones.
Esto lo hizo sacudir la cabeza.
—No te apresures, Jill, podría…
—No nos puedes detener —replicó.
—Sí que puedo detenerlos. O podría hacerlo Leonov. Tú lo sabes.
Jill apretó sus puños y dijo en un susurro apenas controlado:
—Chet, el hecho de que tú no puedas resolverte a adquirir un compromiso permanente con nada ni con nadie, no quiere decir que yo esté tan atemorizada o confundida como tú. Estoy enamorada de Alexei, y me casaré con él.
—Sólo porque has estado viviendo unos días con él…
—Nos conocemos desde hace tres años, entre una cosa y otra. ¿Por qué crees que vino a Lunagrad? —Kinsman literalmente dio un paso atrás al oír esto. Ella lo siguió. Era un furioso gorrioncillo persiguiendo a un gato confundido—. Seguramente crees que soy una niña tonta a la que tienes que cuidar y proteger. ¡Pues bien, si alguien aquí necesita un protector, coronel Kinsman, ése eres tú! No tienes la sensatez de siquiera darte cuenta cuando alguien te ama. ¡Pero yo sí! Y voy a disfrutar de este amor tanto como pueda. ¡Debes entender eso, hermano mayor!
Y repentinamente Kinsman se echó a reír.
—Muy bien, muy bien —dijo, levantando las manos como para defenderse de ella—. De modo que soy un viejo y desconfiado bastardo.
—Eres un idiota.
—Eso también.
—Y… y…
—Estoy tratando de protegerte —le explicó.
—Me protegeré sola, gracias. Y aun cuando lo que tú piensas sea verdad, prefiero enfrentar eso a pasar un minuto menos de lo que debo junto a Alexei.
—Muy bien —dijo Kinsman—. Mensaje recibido y comprendido.
—Bueno.
—Eh… ¿aún estoy invitado a tu fiesta?
—¿Te portarás bien? —comenzó a sonreír otra vez.
—Seré un modelo de conducta.
—¿Nada de política?
—Me quedaré sentado en un rincón sin abrir la boca…, excepto para tomar un poco de coñac medicinal.
—Entonces, puedes venir.
—Gracias, señora. Voy corriendo a ponerme mi mono para fiestas.
Jill hizo un gesto de desprecio…, pero luego súbitamente le arrojó los brazos al cuello y lo abrazó con fuerza. Tuvo que ponerse en puntas de pie.
—¡Oh, Chet, soy tan, tan feliz! No lo estropees…
—No lo haré —respondió él.
Pero ya se estaba preguntado si Pete Leonov estaría en la fiesta.
No estaba. Había unos pocos médicos rusos amontonados con el resto del gentío, que llenaba las dos habitaciones de Jill. Pero Leonov y todo el personal militar y administrativo ruso brillaba por su ausencia.
El lugar no daba ya ni para una persona más. La fiesta comenzaba a extenderse por el corredor cuando llegó Kinsman; traía una botella de whisky de la Tierra. Todo el mundo traía sus propias botellas a esas fiestas. Cuando sacó la botella de whisky del armario de su kitchenette vio que era la última que quedaba y se dijo: “Tengo que pedir a los muchachos que me traigan refuerzos en el próximo viaje con provisiones”. Luego se dio cuenta de que era muy posible que no hubiera otra misión de abastecimientos. Los viajes de la Tierra podían suspenderse en cualquier momento. ¡No!, se dijo con furia. Les tomará unas pocas semanas lograr lo que quieren. Diez días por lo menos.
Se deslizó por entre la gente llevando la botella en alto, pero se dio cuenta de que jamás encontraría a la pequeña Jill en medio de ese gentío, de modo que decidió buscar a Landau. Lo encontró en el dormitorio, junto a un grupo un poco más pequeño. Había gente de pie, sentada en la cama o en otros muebles, o por el suelo, con las piernas cruzadas.
Jill estaba junto a Landau, como descubrió Kinsman cuando se abrió camino entre las conversaciones y las risas. Ella estaba de espaldas a la puerta, y no pudo ver que se acercaba. La abrazó con su brazo libre, la atrajo y la besó con fuerza.
—Felicitaciones —le dijo, finalmente—. No llegué a decírtelo antes—. La soltó y extendió la mano a Landau—. Y también felicitaciones para usted. Se lleva a la mejor de las muchachas.
—Lo sé —respondió—. Gracias.
De algún modo su expresión era al mismo tiempo de alegría y seriedad.
A los pocos minutos Kinsman estaba sentado en el suelo con un vaso plástico lleno de whisky en la mano, su espalda apoyada en las piernas de alguien y escuchando una discusión que se hacía menos coherente a medida que los interlocutores se ponían más ebrios. A Ellen no se la veía por ninguna parte. Se preguntó si la habrían invitado a la fiesta. ¿O estará de guardia en el centro de comunicaciones?
Frank Colt entró en el dormitorio. Por un instante se detuvo en la puerta mostrándose indeciso. Por lo menos no vino de uniforme, pensó Kinsman. Landau comenzó a extender la mano hacia él. Jill se puso de puntillas y colocó una mano sobre su hombro.
—Déme un beso, yo soy la novia.
Colt lo hizo rápidamente, y dio la mano a Landau. Pero antes de que tomara asiento, un hombre moreno y de cara delgada que estaba sentado en el otro extremo de la cama dijo:
—Aquí llegó el gran hablador.
Kinsman comenzó a decir algo, pero Colt se le adelantó:
—Vamos, esto es una fiesta… guarde toda esa agresividad para más tarde.
El hombre estaba algo bebido. Kinsman lo conocía superficialmente: un ingeniero civil, uno del equipo de Ernie Waterman. Su nombre era… Kinsman forzó su memoria. Sí, Jerry Perotti.
—Ha hablado mucho todo el día, Colt. ¿Por qué sentirse tímido ahora? Regálenos con los beneficios de su oratoria militar.
—Reviente, y métase lo que dice en… —dijo Colt.
Todo el mundo en la habitación quedó en silencio. El cerebro de Kinsman parecía estar trabajando en cámara lenta. Inspeccionó las caras de todos los presentes: sorpresa, diversión, molestia. Perotti se veía enojado. Sólo Dios sabía lo que Colt habría hecho ese día. El mismo Frank estaba tenso pero totalmente sereno, casi sonriente. La pistola más veloz del Oeste enfrentándose otra vez a un estúpido desafiante.
Tengo que detener esto aquí y ahora.
—Pues no voy a reventar —estaba diciendo Perotti—. Usted y sus malditos galones dorados… ¿Quién demonios se cree que es?
Colt se volvió abruptamente y en tres pasos llego al baño. Antes de que nadie tuviera la oportunidad de hacer o decir algo, volvió a salir y le arrojó un rollo de papel higiénico a Perotti, quien involuntariamente lo atajó con una mano y lo apretó contra su pecho.
—Aquí tiene, eso es lo que usamos para la mierda —dijo Colt.
Hubo un brevísimo instante de sorprendido silencio, luego todo el mundo estalló en carcajadas. Todos reían… todos, menos Perotti. Se puso de pie en medio de toda esa gente que reía. Su tez se oscureció aún más. Arrojó el rollo de papel higiénico sobre la cama y abandonó el lugar hecho una fiera. Colt se apartó de la puerta y lo dejó pasar.
—Otra muesca en la culata de su pistola —murmuró Kinsman.
Se dio cuenta de que la combinación de falta de sueño, tensión y whisky lo había emborrachado. Colt lo vio y se le acercó para sentarse en el suelo junto a él.
—¿Qué es lo que pasa contigo, que hace que alguna gente se sienta inmediatamente tentada de hacerte pasar un mal rato? —pensó Kinsman en voz alta.
—Es el color de la piel, hombre —dijo Colt.
—Vamos, Frank… Hay por lo menos una docena de negros en Selene. Y el año pasado tuvimos una delegación entera del Chad. Nadie se sintió en la obligación de atacarlos.
—Sí, mi amo, pero ellos son gente buena —dijo Colt, imitando el acento de los campesinos del Mississippi—. Yo soy un hijo de puta. Si usted es blanco e hijo de puta nadie se da cuenta. Pero si uno es negro todo el mundo lo señala.
La fiesta continuó con normalidad. Kinsman bebía lenta y constantemente, manteniendo un suave calor que borroneaba lo suficiente las asperezas de la realidad como para que todo pareciera agradable.
En la sala principal de las habitaciones de Jill, las movedizas corrientes de humanidad habían empujado a Pat Kelly y Ernie Waterman hacia el mismo rincón. Formaban un par incongruente: el alto ingeniero con cara de sabueso triste y el rechoncho oficial con aspecto de conejito.
—¿Hasta qué punto es seria esta alerta amarilla? —preguntaba Waterman.
Kelly se frotó la nariz con una mano helada por haber estado sosteniendo un vaso con una bebida con hielo.
—Tan seria como parece. He estado trabajando todo el día en la programación logística.
—Quiero decir… ¿no deberíamos ser muchísimo más cautelosos con estos rusos? ¡Por el amor de Dios, si los tenemos sentados en las rodillas!
—Lo sé —dijo Kelly—. Se lo dije ya a Chet. Pero él los mete en nuestro hospital, y los deja casarse con nuestra gente.
Waterman sacudió la cabeza con tristeza.
—¿Sabes lo que me dijo? Que aquí no habría lucha.
—¿Dijo eso?
—Esas fueron sus palabras. Pero, ¿cómo puede evitar la lucha aquí? Si llega la orden, él tendrá que obedecerla, ¿verdad?
—Es claro —dijo Kelly—; o alguien lo hará en su lugar. Por eso es que mandaron a Colt… el súper patriota. Sólo se necesita un mensaje de una sola línea para sacar a Chet y poner a Frank al frente de este lugar.
—Esa no sería una mala idea —reflexionó Waterman.
—Yo no me preocuparía por el asunto —dijo Kelly, aunque parecía preocupado—. Chet es un gran tipo y muy bonachón. Es estupendo trabajar con él. Le gusta que todo el mundo sea amistoso y viva tranquilo. Pero cuando lleguen las órdenes, las obedecerá. No puede hacer otra cosa. Cuando llegue el momento, los americanos reaccionarán como americanos y los rusos como rusos. Las amistades se terminan cuando comienzan a volar los proyectiles.
—¿Te parece?
—¿A ti no?
Waterman se encogió de hombros.
—Parecía tan decidido a que la producción de la maldita fábrica de agua llegara al punto en que los rusos pudieran usarla… ¿Crees que es posible que esté planeando dejarlos venir y que se hagan cargo de todo?
—¿Cómo? —Kelly se sorprendió.
—Bueno, si insiste en decir que no habrá lucha de ninguna clase aquí, el único modo de lograrlo es darle todo a los rusos sin un solo disparo, ¿no crees?
—¡Bah! Eso es una locura…
—Es posible, pero ¿lo has visto acaso haciendo algún plan para apoderarse de Lunagrad?
—Existen planes de emergencia…
—¿Cuando fue la última vez que los miró? —preguntó Waterman.
Kelly dudó y luego dijo:
—¡No! Chet no haría una cosa semejante. Será un bonachón, pero no es un traidor.
—Es posible que él no lo considere traición. —El ingeniero hizo un gesto que abarcó a toda la gente que estaba ahí conversando—. Quizá piense que una lucha aquí mataría a todo el mundo, de modo que decide no pelear, pase lo que pase.
—¿Como esos locos pacifistas de cuando éramos niños?
—Ajá.
—Jesucristo —murmuró Kelly—. Por Dios, espero que no sea eso lo que tiene en mente.
Waterman daba la impresión de que estaba a punto de llorar.
—Podría ser. Podría estar dispuesto a entregarnos con tal de evitar la lucha.
—¡Demonios! ¿Sabes lo que eso significa? —Kelly estaba auténticamente angustiado ahora.
—¿Qué?
—Que hablaré con Frank Colt, y haré que él revise todos nuestros planes de emergencia… sin que Chet lo sepa.
—Si eso es lo que hay que hacer…
Kelly hizo una mueca.
—Detesto tener que hacerlo a escondidas. Chet es un buen tipo, y todo eso… —su frente se arrugó aún más—. Y detesto tener que trabajar con Colt.
—Si es tu deber, debes hacerlo —dijo Waterman.
Kelly asintió tristemente con la cabeza.
—Sí. Debo hacerlo.
Seguía llegando más gente a la fiesta. Otros la abandonaban. Durante un largo rato Kinsman no pudo ver ni a Jill ni a Landau en las revueltas y apretujadas habitaciones. Descubrió a Kelly y Waterman hablando solemnemente, aislados en un rincón y poniéndose más tristes con cada palabra. Entonces Jill y el ruso reaparecieron. El lugar comenzaba a estar menos lleno. La gente partía hacia sus propias habitaciones.
Kinsman se dirigió cuidadosamente a través de la sala hacia el dormitorio. Estaba maravillado ante lo bien y equilibradamente que caminaba. Colt estaba ahora echado en la cama, con una bien formada pelirroja sentada junto a él, apoyada sobre un par de almohadas. Llevaba un vestido de fiesta color borravino, gran escote y falda corta. Kinsman advirtió que era una de las temporarias.
Jill y Landau entraron al dormitorio. El ruso se detuvo protector junto a ella. Colt los miró largamente.
—Ustedes saben que no les será nada fácil… —comenzó.
Su vaso se apoyaba inestable sobre su estómago y tenía las manos detrás de la cabeza. Sólo alguien que lo conociera tan bien como lo conocía Kinsman se hubiera dado cuenta de lo ebrio que estaba.
—Yo estuve casado con una muchacha de piel bastante clara —continuó—. No era blanca, pero vaya uno a hacérselo entender a aquellos pelirrojos borrachos de la Florida.
La voz de Colt era absolutamente neutra, no se podía detectar ninguna emoción. Como hubiera hablado un patólogo al dar los detalles de una autopsia.
—Somos gente inteligente aquí —dijo Landau—. Jill y yo podemos vivir en Lunagrad sin ninguna dificultad.
—¿Quiere decir que los agentes de seguridad lo van a permitir? ¿Sin preocuparse de que ella pueda ser una espía? Simplemente no lo creo.
—Podemos vivir aquí —dijo Jill.
—Entonces, yo tendría que descubrir si él es un espía —replicó Colt inmediatamente.
—Vamos, Frank —dijo Kinsman, consciente de que su lengua no articulaba del todo bien—. No trates de orinar sobre la torta de bodas.
Colt miró hacia donde estaba Kinsman.
—¡Ah, hombre! ¿Todavía dando vueltas por aquí?
—Bueno, es mucho más fácil si me apoyo en una pared, o algo por el estilo.
—Un momento, esto es importante —dijo Landau—. Supongamos que mi gobierno impide que Jill viva en Lunagrad. ¿Podría yo venir a vivir a Moonbase?
—Yo no tendría ningún problema —dijo Kinsman—. Pero no creo que tu gente te dejara venir. Leonov tuvo que romper unas seiscientas normas para permitir que Baliagorev viniera y pudiera salvar su vida.
—Pero…
—No hay peros —dijo Colt—. Esto es muy grave. Ustedes han podido seguir siendo amigos hasta ahora, pero las cosas han cambiado mucho.
—Frank, mi viejo amigo —dijo Kinsman, manteniéndose derecho con esfuerzo—, no hago valer mi grado muy a menudo, pero no quiero que se sigan hablando estas estupideces. —Se volvió hacia Landau—. Alex, futuro marido de la mujer que es prácticamente mi hermana, si quieres venir a vivir aquí, serás bienvenido. No voy a permitir que estos mierdas de la Tierra vengan a estropearlo todo. De ninguna manera. Ni ahora, ni nunca. No por lo menos mientras yo sea el comandante de esta base.
Colt chasqueó la lengua perezosamente.
—Ése es el mejor camino para convertirme a mí en comandante de Moonbase, colega.
Kinsman se encontró vacilando a lo largo del corredor que llevaba a sus habitaciones, sin la menor idea de la hora que era y sin saber cómo la sinuosa pelirroja había llegado a estar colgada de su brazo.
En un esfuerzo de concentración que le hizo doler la cabeza pudo recordar la conversación con Colt, Jill y Landau. El tenso silencio en que había concluido. Él, dirigiéndose al bar de la sala para servirse más whisky. La pelirroja de pronto junto a él…
Con dificultad aclaró su visión. Fijó su mirada en ella. Se veía espléndida, aun con las poco favorecedoras luces del frío corredor. Joven, delicada, de grandes ojos y labios gruesos. Grandes pechos. El bretel de uno de sus hombros se le había caído y tenía el pelo desarreglado. Olía a memorias perdidas y prohibidas: jardines con flores y amables noches de verano.
—Te has puesto muy silencioso —sonrió ella.
—Soy lo suficientemente viejo como para ser tu padre —aseguró, sintiéndose estúpido.
—No seas tonto —dijo—. Eres muy mono.
¿Mono? Mierda. ¡Mono! La miró con mala cara pero ella sonrió todavía más. Ellen no aparece por la fiesta, y yo arrastro adolescentes a mi cama.
—Mono —murmuró dirigiéndose a ella.
Él sabía por qué. No le gustaba, pero lo sabía. Jamás debe uno ponerse en una situación en la que la supervivencia dependa de un individuo. No debes permitir que Ellen te hiera, que nadie lo haga. Armadura metálica, muchacho aéreo. Protégete. De otro modo será asquerosamente fácil derribarte. Demasiado fácil derribarte. Protégete, Chet.
—Mono —volvió a gruñir.
La muchacha rió, pasó el brazo por la cintura de Kinsman y se acercó más a él mientras seguían caminando.
Qué demonios, pensó. Quizá sea buena en la cama.