MIÉRCOLES 15 DE DICIEMBRE DE 1999, 17:00 UT

Era justo el mediodía en Washington. Sin embargo, desde las ventanas de la Oficina Ovalada sólo se veían remolinos de nieve y viento: la primera tormenta de la temporada.

—Grandes copos húmedos —dijo el presidente, mirando ociosamente por la ventana mientras se echaba hacia atrás en el sillón de su escritorio. Sus ojos estaban hinchados por la falta de sueño y estaba despeinado—. Es el tipo de nieve más difícil de despejar. Recuerdo cuando yo era niño, allá en Roxbury, un año…

El secretario de Defensa se veía pálido, agotado.

—Señor presidente, no creo que sea éste el momento para reminiscencias de la infancia.

El presidente giró en su sillón para mirarlo a él y a otros dos hombres que había en la oficina: el general Hofstader y el corpulento consejero de cara enfurecida.

—¿Ah, no? —preguntó el presidente, sin mucho entusiasmo—. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Este, eh… coronel… ¿cómo se llama?

—Kinsman —gruñó Hofstader.

—Eso es, Kinsman. Nos tiene frenados, ¿verdad? No podemos lanzar nada al aire. No podemos atacar, y no podemos ser atacados. De modo que no podemos hacer nada salvo lo que hacíamos durante las tormentas cuando éramos niños: sentarnos y disfrutarlas.

—¿Qué es lo que lo hace estar tan seguro de que no podemos ser atacados? —se oyó el torturado murmullo de ese hombre corpulento.

El presidente pestañeó intrigado y con movimiento reflejo ante el miedo.

—¿Por qué? ¿Usted cree…? —dijo.

Eran las 20:00 en Moscú, y allí se hacían las mismas preguntas.

—¿Estamos seguros —preguntaba el Innombrable con su voz aguda como un estilete— de que no se trata de un astuto truco de los americanos? ¿Qué garantías tenemos de que esos rebeldes selenitas detendrán un ataque contra nosotros?

El Premier movió incómodamente su voluminoso cuerpo en el sillón. La larga mesa estaba casi vacía. Sólo el mariscal Prokoff, el ministro de Estado de Seguridad y el Innombrable estaban presentes.

—¿Acaso no derribaron media docena de proyectiles americanos? —preguntó el Premier.

—¿Qué son seis proyectiles? —interrogó el Innombrable—. Una trampa, un señuelo, diseñado para que nuestra guardia se relaje. Mañana podrían atacar, o la semana que viene, o el mes que viene, mientras nuestras defensas están en un estado de adormilada tranquilidad.

—Así es —estaba diciendo el general Hofstader—. Todo esto podría no ser más que un maldito truco para sorprendernos desprevenidos.

—E impedir así una respuesta inmediata para lanzar un contraataque —agregó el secretario de Defensa.

—O un ataque preventivo —dijo Hofstader.

El consejero murmuró ásperamente:

—Más que eso. Mientras nuestra atención está concentrada en este drama espacial, aún tenemos que enfrentarnos con crisis bastante reales aquí en la Tierra. Los yacimientos de carbón en la Antártida , las batallas entre nuestras flotas pesqueras el último verano…

—Además, hundieron a uno de nuestros submarinos —insistió el mariscal Prokoff, moviendo un dedo regordete en el aire—. ¡No permitamos que esta jugarreta con los satélites nos impida ver las realidades de la Tierra !

Cansadamente, el Premier preguntó:

—Entonces, ¿qué es lo que ustedes recomiendan? Evidentemente no podemos lanzar un ataque con proyectiles…, desgracia por la cual deberíamos estar agradecidos, me parece.

—Puede ser —dijo el innombrable. Y luego agregó con una sonrisa—: Pero creo que será necesario enviar tropas para recapturar las estaciones orbitales.

—¿Y eso se puede hacer?

—Ya encontraremos el modo de hacerlo.

—Recuerde que en las estaciones espaciales tienen las bombas orbitales —dijo el mariscal Prokoff—. No podemos permitir que mantengan esas armas sobre nuestras cabezas.

El Premier lo miró indignado.

—Las mismas bombas que usted insistió en poner en órbita.

E] ministro de Seguridad se aclaró la garganta.

—Deberíamos detener a la familia de este coronel Leonov —dijo—, y de todos los que estén en las estaciones espaciales o en la base lunar. Como precaución.

—¿Y para qué serviría eso? —murmuró el Premier.

—Podrían convertirse en útiles rehenes.

—¡Idiota! ¡Piense en los rehenes que ellos tienen a su merced!

—¿Rehenes?

El Premier comenzó a contar, dando un golpe con sus nudillos sobre la mesa con cada palabra:

—Moscú, Leningrado, Smolensko, Volgagrado, Kiev…

—Entonces… estamos de acuerdo en que la reconquista de las estaciones espaciales es nuestra primera tarea —dijo el secretario de Defensa.

—Sí —murmuró el consejero.

El general Hofstader asintió con la cabeza.

—No estoy tan seguro —dijo el presidente—. ¿Cómo podemos enviarles tropas si derriban todos nuestros cohetes?

—Tendremos que pensar en algún plan —dijo el general Hofstader.

—Hay muchas cosas que tenemos que resolver —asintió el secretario de Defensa.

—Sí —dijo el áspero murmullo—. Muchas cosas.

Era casi medianoche cuando el general Murdock leyó el TWX por primera vez. Todavía estaba en su oficina, sentado en su escritorio. Las luces de la Base Patrick de la Fuerza Aérea aún estaban amortiguadas: la alerta roja no había sido levantada.

Su mujer había llamado tres veces, y cada vez le había dicho que estaría en casa dentro de una hora. No le había dicho nada de lo que publicaba el TWX. Miró fijamente la delgada hoja de papel.

A la vista de todo el mundo. Ni siquiera una comunicación privada. Todos en la base lo deben saber ya. ¡Lo supieron antes de que yo lo supiera!

Ya había cesado de llorar. Había gimoteado durante una hora cuando llegó el TWX y lo leyó. Su secretaria había intentado calmarlo con café, luego con whisky. Le daba su consuelo femenino, que iba desde caricias maternales hasta el ofrecimiento de acostarse juntos esa noche.

El capellán de la base había venido y le habló brevemente:

—Es una investigación. Eso es todo lo que una corte marcial significa. No pueden encontrarlo culpable de traición o descuido de sus obligaciones…

Temblando, Murdock lo había echado de su oficina.

Un psicólogo, un amigo jugador de golf del general, había pasado a verlo mucho después de la hora de la cena.

—Pero… ¿por qué crees que tratarán de culparte, Bob? No has tenido nada que ver con el asunto.

—Soy el único que tienen a mano. Yo soy el comandante de los que se rebelaron. Es mi responsabilidad. ¿Has estudiado historia? ¿Recuerdas lo que ocurrió con el general Short después de Pearl Harbor? ¿Qué crees que harán conmigo? —estas últimas palabras las había gritado.

Las oraciones no lo ayudaban. Tampoco los tranquilizantes. Murdock sabía lo que le harían. Lo sabía muy claramente.

—Me estás asesinando, Kinsman —murmuró, mientras se descargaba contra su escritorio.

Sus gordos antebrazos se apoyaron pesadamente sobre el mueble. Tenía el uniforme húmedo por la transpiración, a pesar del violento acondicionador de aire que hacía volar los papeles por la oficina. Pero el TWX no volaba. Estaba magnéticamente sujeto a la mesa. Nada podría hacerlo volar.

Corte marcial. Investigación. Juicio.

El brigadier general Robert G. Murdock se alzó de su escritorio y caminó tambaleándose hacia el baño junto a su oficina. Ociosamente pensó que sería mucho mejor si tuviera un revolver. Pero no había usado ninguno durante años, y nunca lo había hecho estando disgustado.

—Nunca traté de hacer daño a nadie —se dijo a sí mismo, y su voz era casi un sollozo—. Ni siquiera a Kinsman. Todos estos años se ha reído de mí, me ha hecho pasar por tonto. Y ahora me mata.

Abrió el grifo del agua caliente y estiró su mano hacia el botiquín que había sobre el lavabo para tomar la navaja.

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