VIERNES 31 DE DICIEMBRE DE 1999, 17:00 HT

En el Pacífico y en gran parte de Asia ya era el Año Nuevo. Multitudes de gente en vacaciones lo estaban celebrando en las cálidas calles veraniegas de Melbourne y Sidney. En Tokio, donde las costumbres occidentales eran vistas con desagrado, las calles estaban silenciosas. Una Luna menguante atravesaba los cielos de China, las vastas extensiones con altas rocas e hielos del Himalaya, y el cálido subcontinente de la India. Si acaso el nuevo milenio era festejado en esos lugares, las celebraciones eran silenciosas, en las casas particulares o en los palacios de gobierno. O en los santuarios.

En Florida era mediodía. Cincuenta hombres, mujeres y niños que habían viajado de todas partes del mundo hasta el Centro Espacial Kennedy eran alejados del brillante y plateado avión cohete que ellos creían los esperaba.

Se veían cansados y más que nada sorprendidos mientras marchaban en dentada fila bajo el sol de la Florida , sobre el cemento que reverberaba con el ligero velo de niebla producido por el calor, custodiados por los ojos de los guardias uniformados, protegidos con cristales oscuros. Estaban mejor vestidos que la mayoría de los grupos de refugiados, pero aun así daban una impresión de oscura desesperación a los técnicos y agentes de seguridad que los observaban. En una docena de lenguas diferentes se preguntaban los unos a los otros:

—¿Por qué? ¿Qué es lo que causa la demora? ¿Cuándo podremos partir?

Con el inexpresivo acento del medio oeste, un mayor del ejército con el pelo muy corto les dijo:

—Hemos sufrido algunas dificultades técnicas en el avión cohete que los llevará a la Estación Espacial Alfa. Les daremos más información tan pronto como sea posible.

Los refugiados fueron conducidos a instalaciones muy confortables equipadas con aire acondicionado, dormitorios separados, televisión en colores y una cafetería gratuita.

—Son huéspedes del gobierno de los Estados Unidos de América —les dijo alegremente el mayor.

Los cien soldados que estaban controlando sus pistolas automáticas, sus granadas de gas y sus pequeñas lanzas eléctricas, estaban acuartelados a sólo medio kilómetro de distancia, en un edificio de cemento gris que no gozaba de ninguna comodidad excepto por una fila de máquinas expendedoras de bebidas gaseosas. Estas máquinas funcionaban con monedas de medio dólar.

El sol se movía hacia la otra parte del mundo, y la línea de la medianoche se deslizaba en dirección a occidente llevando consigo al nuevo año y al nuevo milenio. En Nueva York, a las cinco de la tarde ya estaba oscuro. Un frío viento había barrido la ciudad durante todo el día y ahora, mientras Kinsman estaba de pie junto a las altas ventanas de su habitación en el edificio de la Secretaría General de las Naciones Unidas, pudo ver una aislada estrella allá en lo alto del cielo oscuro.

¿Júpiter? O tal vez Saturno.

—Debería mantenerse sentado.

La pesada voz de Alexei Landau se oyó desde el otro extremo de la habitación. Kinsman se volvió lentamente, con el acompañamiento de una sinfonía de ruidos de motores eléctricos.

—Alex, tengo que moverme un poco. No puedo estar en esa maldita silla todo el tiempo.

Pero me resulta difícil estar de pie, admitió para sí mismo. Me duele la espalda, la cabeza me pesa. Estoy decayendo como un caso geriátrico.

—Ese fue el último de los visitantes —dijo de mal humor Harriman, desde el escritorio.

También él está cansado. Y siente la tensión de estar encerrado en esta habitación, se dio cuenta Kinsman.

—Ted —llamó—, ¿qué te parece si nos preparan una visita guiada por el edificio?

—¿Eh? —el meteorólogo se mostró sorprendido.

—Absolutamente imposible —dijo Landau—. Lo prohibo.

—¡Alex, nos estamos volviendo locos aquí encerrados!

Landau sacudió la cabeza.

—El aire allá afuera está lleno de virus y bacterias, polvo, suciedad, contaminantes… No, es imposible.

Kinsman arrugó la frente y dijo:

—¡Me pondré la máscara de oxígeno, por el amor de Dios!

—Y lo podemos llevar en la silla —agregó Harriman.

Marrett estuvo de acuerdo.

—Podemos llevarlo al subsuelo y cruzar hasta la sala de la Asamblea general. Es un lugar impresionante. No habrá nadie.

Landau puso mala cara, pero dijo:

—Necesito unos instantes para preparar mi maletín. Si llegara a ocurrir algo quiero estar preparado.

—¡Estupendo!

Kinsman movió sus manos para aplaudir, pero los movimientos automáticos de los motores estaban levemente mal sincronizados, y sus palmas se golpearon ligeramente descentradas produciendo un ruido seco en lugar del habitual aplauso. Se ubicó en su silla y dijo:

—Y mientras esperamos, controla los horarios del avión cohete. ¿La hora de partida sigue siendo las diez?

Harriman dijo:

—Llamé a Kennedy hace quince minutos. Estarán listos para llevarnos a las diez.

—Se perderá las celebraciones de fin de año —dijo Marrett.

—¿Aquí? Mirar la fiesta por televisión no coincide con mi idea de lo que es divertirse, aun cuando sea en un equipo tridimensional —dijo Kinsman—. Prefiero estar en viaje a casa.

—Llegaremos a Alfa más o menos una hora después que los inmigrantes —dijo Harriman—. Ya tendremos bastante fiesta con ellos.

Constituían un extraño cuarteto: Marrett abría la marcha, una figura alta, con el vientre liso de un atleta envejecido, los ojos duros y masticando un cigarro apagado; Harriman caminaba junto a la silla de ruedas de Kinsman, regordete y redondo como un querubín de edad madura; el mismo Kinsman con su esqueleto de otro mundo —todo metal y motores—, y la cara cubierta por una verde máscara de oxígeno; y por fin Landau, alto y taciturno: una triste y barbada imagen que caminaba detrás de la silla esperando una tragedia.

No había habido un embotellamiento del tráfico en la ciudad de Nueva York desde hacía años. La mayor parte de la gente que entraba y salía de Manhattan todos los días era transportada en autobuses y trenes del gobierno, y los coches privados habían desaparecido casi completamente. Pero en esta noche en particular, todo el mundo se lanzaba hacia Manhattan.

Los autobuses estaban totalmente llenos, como así también los trenes. Se veían extravagantes coches a gasolina, había gente pedaleando bicicletas. Se apiñaban en los puentes y en los túneles, donde las barreras para pagar el peaje habían sido levantadas por un gobierno extrañamente generoso. La ciudad se iba llenando, esa ciudad que normalmente quedaba vacía y silenciosa después de la caída del sol. Times Square ya estaba llena de gente y por primera vez en una década el sistema de computadoras para el tráfico de Manhattan se descompuso.

Cesó el viento, y las nubes ya no pasaban delante de la Luna. Esa noche sería fría, pero ninguno de los que habían venido a divertirse festejando el Año Muevo se daría cuenta de ello.

La sala de reuniones de la Asamblea general estaba vacía. Casi vacía, en realidad: un grupito de escolares estaban reunidos alrededor del atril de los oradores con los ojos muy grandes ante el esplendor de la madera auténtica, de los tapizados de felpa, de los cuadros y esculturas encargadas a través de los años por las Naciones Unidas. La sala estaba profusamente decorada por los trabajos de los mejores artistas del mundo.

Todo eso para nada, pensó Kinsman desde el extremo donde estaba sentado, cerca de las últimas filas de asientos para visitantes. Sentía el sabor del oxígeno en su boca, el frío del gas y el leve gusto a plástico, mientras contemplaba la espléndida e inútil sala. Cuántas esperanzas han sido traídas aquí de todas partes del mundo… y se las ha dejado morir. Sepultadas con palabras.

Advirtió que había un enorme cuadro de una escena submarina, muy abstracto pero muy reconocible: el pez grande se come al pequeño.

Los niños salían ya por uno de los pasillos, tal vez para retirarse. La maestra entró en conversación con Marrett, por alguna razón. Era una mujer regordeta y de pelo gris, con una sonrisa brillante y manos expresivas.

Marrett volvió unos pasos hacia Kinsman.

—Chet, esos niños son hijos de los empleados de las Naciones Unidas. La mayoría son gente del lugar; los padres trabajan como oficinistas, porteros y cosas por el estilo. Algunos de los niños quisieran hablar con usted.

Con su máscara de oxígeno, Kinsman no podía sostener una conversación. Alzó una mano y señaló hacia el ciclo.

—Arriba… —tradujo Marrett—. ¿Hablará con ellos en sus habitaciones?

Kinsman hizo un gesto afirmativo con las manos y guiñó un ojo. Por lo menos eso lo puedo hacer sin ayuda, pensó.

Landau dijo:

—Lo podrán visitar sólo por unos minutos.

—Muy bien —dijo Marrett—. Usted lo lleva arriba y yo mantendré a los niños ocupados con una rápida visita al centro meteorológico. Estaré con ustedes en unos quince o veinte minutos. ¿Les parece bien?

Kinsman asintió con la cabeza y Landau estuvo de acuerdo.

El nuevo milenio ya había llegado a Moscú, Teherán y Tel Aviv. Berlín, Roma y las otras capitales de Europa se preparaban a recibirlo. Los titulos de las noticias proclamaban LA AMENAZA DE GUERRA DISMINUYE en cuarenta lenguas diferentes. Una multitud feliz y expectante se movía por las calles de Londres, y en Nueva York los clubes y restaurantes que normalmente cerraban a la caída del sol comenzaban a llenarse. Las calles estaban atestadas de gente. Los carteristas y las prostitutas tenían más trabajo del que podían aceptar.

En la Florida , a las cinco y media hora estándar del este, las tropas comenzaron a embarcarse en el avión cohete. La totalidad del Centro Espacial Kennedy había sido aislado de miradas indiscretas. Los periodistas estaban encerrados en la misma elegante prisión de los refugiados.

En Washington, el corpulento hombre de ojos irritados se deslizaba penosamente en su silla mientras observaba el embarque de las tropas por un circuito cerrado de televisión.

—¿Despegarán a las seis? —preguntó por centésima vez.

—Si no hay imprevistos —respondió un coronel de la Fuerza Aérea—. Deberán apoderarse de Alfa poco antes de la medianoche, según los planes. Kinsman y su comitiva llegarán después de la una de la mañana.

El hombre asintió con la cabeza.

—¿Puedo preguntar algo? —dijo el coronel—. ¿Porqué le permitimos partir a Kinsman? ¿Por qué no dejarlo aquí, en nuestro poder?

—Un mártir muerto es peor enemigo que un traidor vivo.

—Oh, entiendo. Ah; el coronel Colt debe haber llegado ya a Nueva York…

El hombre expresó lo más que pudo una sonrisa.

—Sí, lo sé.

Colt estaba allí cuando Kinsman regresó a sus habitaciones. Harriman mantuvo la puerta abierta mientras él entraba en su silla de ruedas; Landau venía detrás. Colt estaba de pie junto a las ventanas, mirando la noche afuera y el insólito brillo de las luces de la ciudad.

Después de maniobrar con su silla y quitarse la máscara de oxígeno, Kinsman dijo:

—Esta sí que es una agradable sorpresa. ¿Qué te trae por aquí? Creí que estabas en la Florida.

Hizo un gesto con los hombros y respondió:

—No podía permitir que estuvieras tan cerca sin venir a saludarte y desearte un feliz Año Nuevo.

Harriman dijo:

—El viejo y sentimental Frank.

—Ajá —replicó Colt—. Sentimental. Eso es exactamente lo que soy.

—Me alegra verte —continuó Kinsman—. Coronel del aire, ¿no? —Colt no dijo nada. Kinsman hizo un gesto señalando una silla mientras maniobraba la suya hasta las ventanas—. No se puede ver la Luna … demasiado cerrado el cielo.

Landau comenzó a organizar sus instrumentos sobre el escritorio.

—Pensé que estarías ocupado con la cuenta regresiva en Kennedy —le dijo Kinsman a Colt.

—Todo está en orden; no necesitan que les esté encima. Si hay algún problema, siempre me pueden encontrar aquí.

Kinsman le sonrió.

—Ya no te pareces en nada al bastardo y fastidioso Frank Colt que yo conocía y quería.

Colt se volvió hacia otra parte, lentamente.

—Ahora soy un estúpido coronel. Tengo que mostrar cierta dignidad. Además, prefiero estar aquí contigo.

—¿Cómo es que el primer envío de inmigrantes parte desde la Florida ? —quiso saber Harriman—. ¿Por qué no desde aquí, el aeropuerto civil?

Colt no respondió. Se pasó la lengua por el borde de los dientes inferiores y frunció la frente.

Por Dios, qué tenso está, pensó Kinsman.

—Escucha —dijo por fin Colt—. Yo…

La chicharra de la puerta los sorprendió a todos. Kinsman hizo girar su silla mientras Harriman corría hasta la puerta y la abría.

Cuatro niños con rostros solemnes hicieron su aparición. Eran tres muchachos y una chica. El mayor tendría como máximo diez años. La niña y uno de los muchachos eran de piel oscura, tipo latino. Portorriqueños, probablemente. Había un muchacho negro. El cuarto era un pelirrojo con pecas, un astuto y callejero Huckleberry Finn.

Y además, la maestra.

—¡Oh, es muy amable de su parte permitirnos esta visita! Me imagino que debe estar sumamente ocupado…

La mujer continuaba hablando con Harriman mientras hacía entrar a los niños a la habitación, como una gallina empuja sus polluelos. Los niños miraban y permanecían en silencio, pero la maestra no cesaba de hablar. Kinsman se dio cuenta inmediatamente que hablaba sólo para calmar su nerviosismo. Usaba el mismo tono que seguramente empleaba en clase para dirigirse a los niños.

—¡Oh! Y usted debe ser el señor Kinsman. Chester Arthur Kinsman. ¿Le pusieron ese nombre por el presidente Arthur? ¡Y vive en la Luna ! Qué interesante, ¿verdad, niños? ¿Les gustaría vivir en la Luna alguna vez?

La niña extendió una mano hacia el esqueleto exterior de Kinsman.

—¿Por qué lleva eso?

Kinsman le sonrió. La antigua fascinación por la Luna.

—Lo necesito para poder moverme. ¿Ves? —Levantó un brazo, y los niños dieron un paso hacia atrás al oír el ruido de los motores—. Mis músculos están acostumbrados a la gravedad de la Luna , que es mucho menor que la gravedad de aquí. Estoy muy débil como para moverme solo. Ustedes son mucho más fuertes que yo, estoy seguro.

Eso le dio coraje a uno de ellos, el niño negro.

—Mi padre dice que usted es un traidor. Que se ha portado mal con los Estados Unidos —dijo.

—Lamento que piense de ese modo —respondió Kinsman—. El pueblo de la Luna quiere ser libre. No queremos dañar a los Estados Unidos, ni a nadie. Queremos simplemente ser libres.

—Cando sea grande —preguntó el muchacho portorriqueño—, ¿podré ir a la Luna ?

—Seguro. Y podrás vivir allá si quieres.

—¿Tendré que usar esas cosas? —señaló el esqueleto.

—No —dijo Kinsman, riendo—. Esto es sólo para los ancianos débiles como yo. Y en la Luna …, ni siquiera yo lo necesito.

Le hicieron otras preguntas, y luego la maestra comenzó a empujarlos hacia afuera.

—¿Y las niñas también podemos ir a la Luna ? —preguntó la muchacha.

—Sí, por supuesto.

—Ahora debemos irnos, niños. El Señor Kinsman está muy cansado. Es muy difícil para un hombre de la Luna vivir aquí en la Tierra. ¿Huelen el aire? ¡Hasta el aire es diferente!

—Yo no huelo nada.

—Eso es precisamente lo que quiero decir —explicó la maestra.

Ya estaban todos en el vestíbulo y la puerta se estaba cerrando cuando uno de los niños gritó:

—¡Maldito traidor! ¡Ya te pescaremos!

—¡George! —lo riñó la maestra—. Qué lenguaje es ése. ¡Y gritando en el vestíbulo!

Grítalo desde los techos, muchacho, pensó Kinsman. Sé un auténtico patriota.

Harriman cerró la puerta de un puntapié.

—George debe estar por ascender a mayor.

Landau se levantó de su silla y volvió al escritorio.

—Chet, debo examinarlo…

—¿Más sangre? Hugh, ordena algo para la cena, ¿quieres? Frank, te quedarás con nosotros, ¿verdad?

—Tendría que irme…

—Vamos —insistió Kinsman—. Te dejaremos en libertad más tarde. Tenemos que estar en el aeropuerto para partir a las diez. Y puedes mirar el lanzamiento de los inmigrantes por televisión.

De modo vacilante Colt se levantó, y fue hasta los controles de la televisión. Con el mismo desgano Kinsman dirigió su silla hacia Landau, quien sostenía una hipodérmica.

Todo el trafico había sido organizado alrededor de la plaza del Times. Los policías en servicio —a caballo, en carros blindados, en helicópteros— llevaban equipo antimotines: cascos reforzados, visores plásticos, máscaras antigás, el armamento de combate de un infante. Miles de personas llegaban a la plaza, y más aún se iban congregando en diversas partes de Manhattan. En unos cuarteles ubicados estratégicamente alrededor de la isla, el Ejército tenía varias compañías de hombres a bordo de transportes militares y tanques de combate ligeros.

Washington Square, Columbus Circle, la Amsterdam Avenue Mall se iban llenando de millares de personas. Las botellas, porrones y píldoras circulaban libremente, a pesar de que la policía patrullaba los bordes del gentío y volaba por sobre éste con poderosos reflectores que se movían de un lado a otro. Pero la gente estaba contenta, riéndose y celebrando. Enormes pantallas de televisión habían sido instaladas en las calles para mostrar el lanzamiento desde el Centro Espacial Kennedy.

Frank Colt fumaba un cigarrillo sentado en el sofá, y observaba los momentos finales de la cuenta regresiva. El avión cohete estaba apoyado sobre la cola, bañado por el brillo de una docena de enormes reflectores. La torre de servicios había sido ya retirada, y sólo un hilo de vapor del tanque de oxígeno líquido indicaba que el aparato estaba ocupado y listo para ser lanzado.

El comentarista de la televisión decía:

—En uno de los más generosos actos de buena voluntad internacional que se hayan visto en esta década, los Estados Unidos permiten que cincuenta personas de distintas nacionalidades se embarquen en este histórico viaje a la Luna , a pesar del hecho de que las instalaciones lunares continúan siendo legalmente territorio americano…

Landau estaba muy serio cuando guardó su equipo médico. Harriman estaba hablando por teléfono, controlando nuevamente la preparación de su propio avión cohete en el aeropuerto Kennedy.

Kinsman estaba sentado cansadamente en su silla especial. Los exámenes médicos no sólo lo deprimían: lo dejaban físicamente exhausto.

La chicharra de la puerta sonó. Era la cena que llegaba.

—¡No otra vez!

El general Maksutov escuchó durante cuatro minutos sin interrupción junto al reloj digital que tenía sobre el escritorio metálico. Su cara se mostraba cada vez más incrédula y ceñuda al mismo tiempo. Finalmente puso el teléfono sobre la mesa. Sus últimas palabras habían sido: “Sí, señor. ¡Inmediatamente!”

—Dimitri —dijo a su ayudante, que estaba sentado frente a él con una copa de champaña en la mano—, era un llamado del cuartel general. Debemos prepararnos para tres lanzamientos tripulados inmediatamente. —Dimitri dejó caer la copa de champaña—. El Servicio de Inteligencia asegura que los americanos están en camino de recapturar sus estaciones espaciales. Si no recuperamos las nuestras de manos de los contrarrevolucionarios, los americanos se las quedarán en cuestión de horas.

—Pero… ¿tres lanzamientos tripulados? ¿Ahora mismo?

El general Maksutov asintió amargamente con la cabeza.

—Despierta a los hombres. Tripulación completa, con equipo completo. Llamare a Andrei y le daré las buenas noticias. Hay que alertar también a los equipos de tierra; encárguese de eso.

El ayudante asintió sin decir palabra y se levantó con esfuerzo de la silla. Distraídamente advirtió que la copa no se había roto. La recogió del suelo alfombrado y la colocó sobre el escritorio.

—Haga que la enfermería distribuya pildoras para no dormir. Y será mejor que usted se tome algunas.

—Sí, señor…

—Feliz Año Nuevo, camarada —dijo amargamente el general—. Y feliz nuevo milenio.

Dimitri sacudió la cabeza.

—Se parece demasiado al viejo.

—Así es, ¿verdad? Excepto que allá en el siglo veinte no teníamos la obligación de matar a nuestros propios compatriotas. Ni usted ni yo.

El lanzamiento pudo verse en las gigantescas pantallas de televisión instaladas en Times Square y otros lugares donde se había ido reuniendo la muchedumbre; todos observaban. Era un mar humano que murmuraba, mientras se sucedían los últimos segundos de la cuenta regresiva y el brillante avión cohete, bañado por la luz de los reflectores, esperaba dibujando su silueta contra el apacible cielo de la noche de la Florida. Esperaba , esperaba…

—Tres… dos… uno… ¡Ignición!

Por un instante nada ocurrió. Luego una chispa color naranja apareció debajo de la cola del avión cohete, y se convirtió en un enorme brillo amarillo fuerte que hizo empalidecer los poderosos reflectores.

La multitud lanzó murmullos de admiración.

El avión cohete se separó del suelo, y el candente brillo se extendió cada vez más. Fue reflejado por las brumas bajas que surgían del cercano mar, y todo el cielo tomó el color del cobre recalentado. Las estrellas desaparecieron. Una luz cobriza anaranjada que parecía la del día se extendió sobre el llano cabo de la Florida. Los edificios, las palmeras y los vehículos que habían estado perdidos en la oscuridad de la noche eran ahora perfectamente visibles, y el ruido, el trueno que corría resonando como si fuera el aullido de un millón de demonios impresionó a la muchedumbre con fuerza palpable.

La gente balbuceaba su temor respetuoso. Y el comentarista de la televisión continuaba hablando:

—El despegue ha sido perfecto, perfecto… La nave toma con decisión y precisión su rumbo, con el primer cargamento de inmigrantes interplanetarios en la historia de la raza humana…

La cena había sido silenciosa, tensa. Kinsman y los tres hombres que lo acompañaban habían comido casi sin hablar, observando la pantalla de la televisión que alternaba tomas de la cuenta regresiva del avión cohete con las del gentío que para festejar la llegada del Año Nuevo se había reunido en Manhattan, y largos y aburridos períodos de espectáculos.

—Bien, Frank —dijo Kinsman, mientras la gran pantalla mural mostraba una imagen telescópica del avión cohete—. Ya puedes estar tranquilo. Partieron sin ti.

—Ajá —respondió Colt.

Está deprimido… ¿Qué es lo que lo molesta? Kinsman sabía que algo no estaba bien, pero le dolía demasiado el cuerpo como para pensar. Ahora sé cómo debe haberse sentido Atlas, sosteniendo el mundo…

—Chet —dijo Landau—, debemos comenzar a prepararnos para el viaje al aeropuerto. Tendrá que llevar la máscara de oxígeno. Además, debo revisarlo nuevamente.

Kinsman quiso hacer un gesto con la cabeza, pero ni siquiera lo intentó.

—De Paolo nos enviará dos coches además de la escolta —dijo Harriman—. Nada de policía federal ni local esta vez. Nos escabulliremos silenciosamente.

Súbitamente Kinsman se volvió hacia Colt.

—Frank… ¡ven con nosotros!

—¿Al aeropuerto?

—No. ¡A Selene! Vamos… Sabes lo que estamos tratando de hacer allá, y sabes que la vida aquí puede ser una porquería. Únete a nosotros.

Colt reaccionó apartando su silla de la mesa.

—¿Yo? ¿Hablas en serio? ¿Quieres que yo…?

—¿Por qué no?

—¿Después de lo que hice?

—Eso es pasado. Y ahora estamos construyendo para el futuro. Tú puedes ayudarnos. Estarás mucho más feliz en Selene que haciendo el soldadito aquí en la Tierra.

Colt se puso de pie.

—¡Estás loco! No puedo…

—Por supuesto que puedes —insistió Kinsman.

Colt arrojó la servilleta sobre la mesa y gritó:

—¡Maldito estúpido! Selene ya no existirá cuando llegues allá.

—¿Qué…? No entiendo lo… —pero la expresión torturada en la cara de Colt lo hizo detenerse—. ¿Qué quieres decir, Frank?

—¡Mierda! ¿Creías realmente que te dejarían hacerlo tranquilamente? ¿Realmente lo creías?

Kinsman sintió que un fuego recorría sus nervios.

—Frank, ¿qué estás diciendo?

La cara de Colt era un paisaje de color.

—Chet, tonto bastardo… ese avión cohete no lleva a tus malditos refugiados. ¡ Lleva cien soldados! En un par de horas habremos recuperado Alfa. En veinticuatro horas tendremos todas las estaciones espaciales tripuladas. Luego nos apoderaremos de Selene.

Kinsman cerró los ojos. El Caballo de Troya.

—¡Hijo de puta! —dijo Harriman, enfurecido—. ¡Así es como conseguiste esas malditas águilas!

—Sí. —La voz de Colt sonó débil, miserable.

Landau murmuró sólo una palabra:

—Jill…

Kinsman miró a los tres. Harriman y Landau estaban aún sentados a la mesa, con el vino y la comida a medio terminar. Colt de pie, con las piernas ligeramente abiertas como si esperara que lo atacaran.

—El teléfono —dijo Kinsman, más para sí mismo que para los otros. Maniobró hasta el escritorio—. Conexión telefónica… En el Kennedy hay una conexión con Alfa.

Colt sacudió la cabeza.

—No te comunicarán. La Fuerza Aérea se hizo cargo de las comunicaciones en Kennedy una hora antes de que yo viniera aquí.

Kinsman detuvo la silla al llegar junto al escritorio. Enfrentó a Colt y le dijo:

—Entonces, les dirás que restablezcan el contacto.

—¿Yo?

—Eres la única persona que puede hacerlo, Frank.

Colt tenía ahora los ojos muy abiertos.

—Estás loco, hombre. Demente.

La escena en la pantalla de televisión mostraba Times Square y la creciente multitud. Harriman se acercó a la pared y tocó los controles para bajar el volumen.

—Frank —dijo Kinsman—, tú estás de nuestra parte. Siempre has estado con nosotros. Y eres el único que aún no quiere reconocerlo.

Colt caminó hacia él con las piernas tensas y vacilantes, y respondió:

—Yo sólo estoy de mi parte, Chet. Es el único partido que existe. Número uno.

—¡Tonterías! No puedes vivir así, y ambos lo sabemos. Aunque te hagan general. Es un mundo moribundo, Frank. ¡Moribundo! Salvo que hagamos algo para salvarlo.

—¿Traicionando a los Estados Unidos?

—¡Elevándonos sobre ellos! —gritó Kinsman, y sintió dolor en el pecho.

Colt estaba ahora de pie frente a la silla, encima de Kinsman.

—Sabemos lo que tú y De Paolo están haciendo, con todos esos visitantes que han pasado por aquí en los últimos dos días. No servirá de nada, Chet. No lo permitiremos.

Kinsman respiró hondo, temblando, y el dolor remitió.

—Eso no me interesa. No me interesa nada, excepto la independencia de Selene. Porque sin nuestra independencia estaréis metidos en una guerra nuclear que matará a toda la gente de los Estados Unidos. No hay otra salida, Frank. O controlamos esos satélites… o habrá guerra. ¿Cuál de las dos cosas prefieres?

—¡No quiero ninguna de ellas, maldición!

Kinsman replicó:

—Tiene que ser una o la otra, Frank. Y eres tú quien lo va a decidir. Es tu decisión. Elige. —Su voz se hizo tan dura como su esqueleto metálico.

Colt lo miró violentamente. Luego se volvió hacia el escritorio y marcó salvajemente un número en el teclado del teléfono.

—Conmutador Central Kennedy —dijo en el micrófono.

La pequeña pantalla del teléfono brilló con un color gris perla, pero no apareció ninguna imagen. Una voz masculina dijo en tono aburrido y sin expresión:

—Espaciopuerto J. F. Kennedy.

—Habla el coronel Colt. Comúníqueme con el mayor Stodt en comunicaciones.

Súbitamente la voz se volvió más alerta.

—Señor… ¿Podría repetir la orden, para que nuestro equipo de verificación auditiva controle su voz?

Colt lo hizo, y en un relámpago la pantalla mostró la cara contraída de un hombre de ancha frente. Su chaquetilla azul exhibía las hojas de roble doradas de un mayor de la Fuerza Aérea.

—Habla Stodt.

Colt miró de reojo a Kinsman. Luego dijo:

—Quiero una comunicación láser con Alfa. Todas las líneas, y sin grabaciones. Inmediatamente. Conéctela a esta línea telefónica.

La cara de huesos pequeños del mayor pareció contraerse aún más.

—Señor, eso no está dentro de nuestros planes de operación…

—¿Yo se lo pregunté, acaso? —replicó Colt—. ¡Obedezca!

—Pero… Pero señor, no tenemos manera de dirigir una comunicación láser, salvo que tengamos tiempo suficiente…

—Stodt, tiene diez minutos para hacer la conexión. Al décimo primer minuto puede comenzar a escribir un informe explicándome por qué un estúpido técnico en comunicaciones ha sido ascendido sin tener ningún talento. Ahora muévase, capitán… ¿O prefiere que lo llame teniente?

El mayor temblaba visiblemente.

—Inmediatamente, señor —murmuró.

La pantalla quedó en blanco. Colt se volvió hacia Kinsman.

—No sé cuánto tiempo les tomará darse cuenta de lo que estás haciendo y cortar la comunicación. Es mejor que hables rápido…, si es que tienes la posibilidad de hablar.

El dolor era un torpe e hinchado latido, como una brasa: carbón negro por fuera, pero rojo y brillante en lo más profundo. Kinsman simplemente dijo:

—Gracias, Frank.

Colt movió la cabeza, pero no dijo nada. Volvió al sofá junto a la silenciosa pantalla mural y se dejó caer. La pantalla estaba mostrando un simulacro de Guy Lombardo, que sonreía y movía su batuta en perfecto ritmo de tres por cuatro frente a una orquesta de robots. Gente de carne y hueso bailaba en la pista del Starlight Roof.

—Tendríamos que partir hacia Kennedy —sugirió Landau.

—Esos bastardos no nos dejarán pasar —dijo Harriman, irritado—. Nos tienen atrapados aquí.

—No —dijo Colt—. Yo les dije que era mejor que ustedes volvieran a Alfa y después a Selene. Íbamos a tener a Alfa bajo nuestro control cuando llegaran allá. Ése era el plan.

Kinsman oía sólo con la mitad de su mente; la otra mitad estaba considerando las posibilidades. No podemos permitirles que atraquen en Alfa…, pero es probable que lo intenten por la fuerza. O tal vez llevan suficientes trajes presurizados como para saltar y atacar las escotillas de emergencia. Dios mío, si la lucha es intensa destruirán la estación. Ellen…

La pantalla del teléfono brilló con una abigarrada chispa. Una voz, que no era la del mayor Stodt, dijo:

—Comunicación directa con Alfa, señor.

La pantalla se aclaró, y una operadora que se mostraba ligeramente sorprendida dijo:

—Adelante, Kennedy.

—Habla Kinsman —dijo, colocando la silla delante del teléfono—. ¿Quién está al mando allí?

La muchacha pestañeó una vez.

—El Señor Perry.

—¿Dónde está Leonov?

—Regresó ayer a Selene, señor. Puedo comunicarlo con él si…

—No. Consiga a Perry. Inmediatamente.

—Muy bien.

Pasaron varios minutos. Los otros tres hombres se agruparon tensamente alrededor de la silla de Kinsman. Finalmente la cara joven y fuerte de Perry apareció en la pantalla.

El típico aventurero héroe de mandíbula cuadrada, pensó Kinsman. Espero que este a la altura de sus apariencias.

Perry sonreía ampliamente. Había otra gente a su alrededor, y un murmullo general en segundo plano.

—Creíamos que estaba ya en viaje de regreso en este momento —dijo alegremente—. Hicimos una estupenda fiesta a medianoche…, según nuestra hora, por supuesto. Pero todo el mundo sigue despierto para dar la bienvenida a los inmigrantes. Además, Ellen Berger quiere…

—¡No hay tiempo! —interrumpió Kinsman—. La nave que partió de la Florida está llena de soldados, no de inmigrantes.

—¿Qué?

—Es una trampa. Un caballo de Troya. Nosotros estamos todavía en el cuartel general de las Naciones Unidas. Ese avión cohete no debe atracar, ¿está claro? En ninguna circunstancia.

—Sí, señor.

Perry estaba completamente sobrio ahora. Las risas y murmullos del segundo plano se habían convertido en un absoluto silencio.

—Comuníquese por radio con ellos. Ordéneles regresar a la Tierra inmediatamente.

—Muy bien, pero… ¿si no obedecen? Podrían tratar de entrar por la fuerza. Si llegara a haber una lucha con armas pesadas aquí…

—Lo sé. —Kinsman se dio cuenta de que sus manos estaban aferradas a las abrazaderas metálicas de los muslos—. Por eso sería mejor hacerlos volver. Si no obedecen, emplee los láseres ABM contra ellos. Hay suficiente cantidad de satélites cubriendo el área como para alcanzarlos antes de que se acerquen. —Perry no vaciló: asintió con la cabeza. Tenía los labios apretados—. Pero prevéngalos. Dígales exactamente lo que va a hacer —ordenó Kinsman—. Sin embargo, no deje que se acerquen a la estación, para que no la dañen. Tal vez lleven proyectiles a bordo, y los pueden usar si no les permiten atracar…

—Llevan proyectiles —se oyó la voz de Colt detrás de Kinsman.

Perry tenía una expresión de desagrado.

—Sí, señor. Mejor me comunico inmediatamente con ellos. —Se apartó de la pantalla por un momento.

—¿Lo podrá hacer? —murmuró Landau.

Kinsman se volvió hacia él y lo miró. La estructura metálica hizo que eso fuera una dolorosa operación.

—¿Quiere decir si será capaz de matar americanos? Lo sabremos muy pronto.

—Comenzaste esto como una medida para evitar la guerra, y ahora se está convirtiendo en una guerra civil…

—Será mejor que lo haga —dijo Colt.

Perry volvió a la pantalla.

—Debo ir al centro de comunicaciones, señor. Ya tienen al avión cohete en la frecuencia ordinaria, pero no puedo hacerlo todo desde aquí.

—Muy bien. Dejare esta línea abierta —dijo Kinsman. Y agregó en silencio: Mientras me lo permitan.

Súbitamente, la pantalla se cubrió de chispas de colores. El único ruido que venía del altoparlante era un enfurecido y áspero murmullo.

—Se dieron cuenta —dijo Colt—. Cortaron el láser.

Kinsman hizo girar su silla.

—Hugh, busca algún teléfono y avisa a nuestro avión cohete que espere. No podemos saber cuándo llegaremos… si llegamos. Luego trata de encontrar a alguna autoridad de las Naciones Unidas.

—¡Cielos! ¿La noche de Año Nuevo?

—¡Ya lo sé! Pero tenemos que conseguir a alguien que nos pueda hacer llegar al avión cohete. Es nuestra única comunicación con Selene. Además… —un súbito dolor lo hizo interrumpirse y doblarse en dos.

—¡Chet!

Landau se precipitó sobre él. Kinsman detuvo al ruso.

—No… estoy bien. Hugh, por el amor de Dios…, necesitamos a De Paolo. Encuéntralo. Encuentra a algunos diplomáticos extranjeros. Marrett…, busca periodistas, cualquiera. Tenemos que informar acerca de esto. No… —el dolor volvió nuevamente, como una violenta llamarada—. No hay que permitir que esto quede en secreto…

Harriman se mordió el labio inferior. Sin embargo, asintió con un gesto y corrió hacia la puerta. Landau hizo que la silla tomara posición horizontal.

El techo parecía dar vueltas. Kinsman oyó que el teléfono hacía ruidos extraños, y luego una voz que llamaba metálicamente:

—¡Coronel Colt! ¡Coronel Franklin Colt!

La cara de Landau estaba sobre la suya. La veía borrosa, pero vio que estaba muy serio. Atento. Tan malditamente sombrío. Me pregunto si será así en la cama con Jill. Alguna vez debe sonreír.

—Habla Colt.

—Un momento, coronel. Un llamado urgente de Washington.

—Fantástico. Justo lo que necesitaba.

Al volver ligeramente la cabeza, Kinsman pudo ver la pantalla mural. La pista de baile estaba llena de gente alegre, personas mayores casi todos. La escena cambió. La Amsterdam Mall estaba también llena de gente que bailaba. Pero ahí eran jóvenes, negros, portorriqueños y otros latinos. Sin embargo, sus danzas no eran elegantes y mesuradas. Su música provenía de la minuciosa reproducción de una orquesta desaparecida hacía mucho tiempo. Kinsman pudo ver tambores de acero, guitarras y tal cantidad de altoparlantes que hizo que se preguntara, somnoliento: ¿De dónde sacan tanta electricidad?

Se esforzó por permanecer despierto.

—Basta de meterme agujas, maldición…

Landau puso una pesada mano sobre su hombro.

—Quédese tranquilo. No hable.

—Coronel Colt…

Kinsman no podía ver el escritorio, pero la voz llegaba claramente hasta él. Era un murmullo furioso y ardiente.

—Aquí estoy. —La voz de Colt estaba tranquila.

Ha tomado su decisión, se dijo Kinsman.

—Felicitaciones, coronel. Se ha ganado el pelotón de fusilamiento.

—Se equivoca, querido. Estoy en territorio de las Naciones Unidas, y he pedido asilo a Selene.

—Usted es un traidor —continuó el áspero murmullo—. Un tránsfuga, aún pero que el mismo Kinsman. Usted sabía lo que estábamos haciendo…, incluso lo planeó para nosotros. Y luego nos traiciona. No habrá merced para usted, maldito negro. No habrá lugar para esconderse. Considérese ya muerto.

—Todo el mundo muere —dijo Colt, en su más rudo acento de los bajos fondos.

—Correcto. Y usted morirá más pronto que otros. Nuestras tropas no serán detenidas. Se apoderarán de la Estación Alfa , o la destruirán.

—Será mejor que cambie las órdenes. Los van a cocinar si no regresan ya mismo.

—No regresarán. Y si sus nuevos amigos matan tropas americanas, ni siquiera el edificio de las Naciones Unidas será seguro para usted.

—En su lugar —oyó que Colt decía con toda claridad—, ya estaría corriendo hacia algún refugio atómico en lugar de estar haciendo amenazas por teléfono. —Luego oyó el ligero golpe de la llave del teléfono.

—Alex —pidió Kinsman—, no me ponga ninguna droga. Tengo que estar despierto… Tengo…

—Su electrocardiograma es aterrador —respondió Landau—. Hará reposo y dormirá.

—No —dijo Colt, con firmeza.

Kinsman buscó los controles en el apoyabrazos de su silla y la enderezó hasta una posición en la que podía ver a Colt. No trates de sentarte, no te hagas el valiente. El dolor había disminuido ahora, pero sabía que eso se debía a lo que Landau le había inyectado. El dolor seguía ahí, gritando dentro de él. La droga sólo lo había aliviado momentáneamente.

—Manténgalo despierto y alerta —dijo Colt, enfrentando a Landau—. Sólo a él lo escucharán… los de allá y los de aquí. Si él no puede hablar, nadie nos escuchará a nosotros.

—Está Harriman —dijo Landau, con los labios apenas separados.

—Manténgalo despierto —repitió Colt.

—Lo matará usted…

Colt no dijo nada. Kinsman le sonrió, y dijo:

—Todo el mundo muere. —Ambos se volvieron hacia él—. Frank, trata de reestablecer el contacto con Alfa. Perry no es ningún tonto; probablemente está tratando de hacer contacto directo con los receptores de onda corta de este edificio en este mismo momento.

—Sí… Muy bien. —Colt volvió al teléfono.

Kinsman respiraba con mucho cuidado para no molestar a la bestia que estaba adormecida dentro de él.

—Haga lo que tenga que hacer, Alex, pero… no me haga dormir. Frank tiene razón. Tengo que estar despierto hasta que termine todo. Sólo me escucharán a mí. Quizá cuando Hugh regrese…

—Si es que regresa. Si ha tenido que salir del edificio, tal vez lo hayan detenido —dijo Colt.

—Podría intentar un bloqueo eléctrico para el dolor… —murmuró Landau, y fue hasta su equipo médico.

Colt estaba gruñendo y diciendo palabrotas en el teléfono.

—¿Ninguno de esos cretinos habla inglés? Maldita mierda.

Kinsman sonrió. Frank hizo su elección. Está con nosotros.

La pantalla mural mostraba un enorme reloj instalado en la fachada de una de las torres de Times Square. Indicaba las nueve cuarenta y ocho. La multitud era como una masa uniforme de gente ahora, balanceándose, cantando, hipnotizada.

—Ajá… ¿Quién habla? ¡Perry! Colt aquí.

Kinsman giró la cabeza demasiado rápido. El dolor lo atravesó como una lanza.

¡Dios mío, ni siquiera me puedo mover!

Colt se precipitó sobre él.

—Perry en el teléfono. Sin imagen, sólo la voz.

Empujó la silla de Kinsman hasta el escritorio.

—Chris, habla Kinsman…

¿Podrá oírme?, pensó. Mi voz se oye tan débil…

—Sí, señor, hemos estado tratando de comunicarnos con usted.

—¿Qué… ocurrió?

—La nave se negó a regresar. Hasta nos dispararon un proyectil.

¡Proyectil!

—¿Dónde? ¿Hizo mucho daño?

—Ningún daño. Lo interceptamos con un láser y luego le disparamos a la misma nave.

—¿A la nave?

Una larga pausa.

—Sí, señor. El radar confirmó el blanco. Estalló en pedazos; sólo quedan restos ahora.

Cien hombres. Sólo restos, en órbita… flotando igual que ella

—¿Señor?

—Sí. —Su voz era un gruñido. Un quejido.

—No podíamos hacer otra cosa. Se negaron a volver.

—Comprendo. Hizo lo que debía. Es mi responsabilidad, yo di las órdenes.

—Sí, señor.

El teléfono enmudeció.

—Ahora debe dormir —dijo Landau.

—No hay…

Pero Colt interrumpió.

—Miren eso…

Aumentó el volumen de la pantalla mural. Un comentarista de aspecto grave y sorprendido llenaba la pantalla. Estaba diciendo:

—…destruido por los rebeldes. El gobierno no ha hecho ninguna aclaración de por qué había tropas a bordo del avión cohete, ni se ha dicho nada acerca del grupo de emigrantes internacionales que debía haber llegado a la estación espacial a las 22 horas, hora del este. Repito: la Casa Blanca anunció hace pocos minutos que un avión cohete que llevaba cien hombres de la Policía Aeroespacial Americana, fue destruido por un rayo láser mientras se acercaba a la Estación Espacial Alfa esta noche. Cien americanos, además de la tripulación del avión cohete, también americana, han muerto. El avión cohete fue deliberadamente destruido por los rebeldes que se han apoderado temporariamente de la estación espacial. Fuentes de la Casa Blanca aseguran que habrá más información en pocos momentos.

La pantalla de televisión volvió a mostrar a la multitud de Times Square. Estaban como congelados en sus lugares, atontados, inmóviles. Las gigantescas pantallas de televisión alrededor de la plaza habían mostrado la misma información, y ahora una de ellas, la del canal de educación pública, estaba mostrando un dibujo del avión cohete acercándose a la estación espacial. El avión desapareció en un relámpago de luz enceguecedora.

—Trabajan con rapidez, los bastardos…

La escena cambió a un comentarista de televisión que estaba en la calle, tibiamente envuelto en un traje calefaccionado eléctricamente. Tres policías bien armados estaban detrás de él.

—La multitud aquí parece atontada, bombardeada, totalmente incapaz de creer en esta súbita y trágica noticia —dijo por el micrófono que tenía en los labios.

Luego se produjo un griterío y un movimiento de la multitud. La imagen se interrumpió y volvió a la cámara mas alta, sobre uno de los edificios alrededor de la plaza, pero la voz del comentarista continuó diciendo:

—Se ha producido un gran griterío. No sé si ustedes pueden entender lo que están diciendo. Es más bien grosero la mayor parte de lo que gritan. El espíritu de lo que dicen es más o menos: “Los rebeldes selenitas han matado a cien americanos”. Hay furia aquí. Auténtica furia.

Kinsman oyó claramente el agudo y penetrante grito de una mujer:

—¡Los bastardos están en el edificio de las Naciones Unidas!

—La muchedumbre comienza a moverse —estaba diciendo el comentarista.

—Pronto estarán aquí —dijo Kinsman.

Colt asintió con la cabeza.

—Están comenzando a salir de la plaza. Y la policía militar no les impide hacerlo.

La policía no hizo nada cuando la muchedumbre comenzó a abandonar Times Square. Las imágenes de la televisión cambiaron, mostrando escenas similares en todo Manhattan.

Kinsman intentó sentarse.

—Frank… tenemos que llegar al avión cohete. Ahora.

El dolor aumentó dentro de él. Era como si rieles de acero ardiendo le cruzaran el pecho, los brazos, y luego por todo el cuerpo. ¡No!, gritó dentro de sí. ¡Todavía no! Pero no podía ver nada. Todo se volvió negro.

A la distancia oyó la voz alarmada de Landau:

—Es demasiado… demasiado…

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