VIERNES 3 DE DICIEMBRE DE 1999, 11:20 HUT

Era aún de noche en el Mar de las Nubes, y continuaría siéndolo por otra semana más. Pero la creciente forma de la Tierra , más de la mitad llena ahora, arrojaba una suave luz sobre el paisaje lunar.

Kinsman estaba de pie en una pequeña elevación que dominaba la amplia y ondulada planicie, oyendo el ruido de su propia respiración y del ventilador de su traje. Un par de los vehículos llamados “escarabajos” marcaban un camino por la planicie. No lejos de donde él estaba, un grupo de rusos y americanos en trajes presurizados estaban inmersos en una conversación. A su lado, el coronel Leonov vestía un traje rojo brillante, casi idéntico al de Kinsman excepto por pequeñas diferencias de formato en el casco y en la mochila trasera.

—Será una buena carrera —dijo Leonov. Kinsman oyó la voz en los auriculares de su casco.

—Sí —respondió—. Y tendríamos que ganar este año, para variar un poco.

—¡Ja! Espera a ver el escarabajo especial que hemos armado…

—No será otra vez un aparato con cohetes, ¿no?

—Ya verás.

Mientras hablaban, Kinsman saco un bloc de su cinturón. Torpemente, a causa de sus manos enguantadas, escribió: ¿Hay micrófonos ocultos en tu traje? Sostuvo la nota frente al visor de Leonov.

—Controlé personalmente el traje antes de ponérmelo —respondió Leonov—. Es perfectamente seguro.

—Tendríamos que examinar aquel cráter —dijo Kinsman, dirigiéndose pesadamente hacia el borde de una depresión de unos treinta metros de diámetro—. Está lo suficientemente cerca de la ruta de la carrera como para marcarlo, ¿no te parece?

—Eso depende de la profundidad que tenga.

Leonov lo siguió. Descendieron lentamente por la pendiente interior, eligiendo su camino a través de las rocas y la gravilla suelta usando los fanales de sus cascos. Continuaron hasta que estuvieron fuera de la vista de la comisión de carreras y de los orugas y escarabajos detenidos. Fuera de la vista significaría fuera de contacto radial. Ahora podrían hablar sin temor a que alguien escuchara.

—¿Qué ocurrió ayer? —preguntó Kinsman—. Tu mensaje no fue muy claro.

—Demasiado trabajo. No pude zafarme. No hubiera dado una buena impresión abandonar trabajos importantes a causa de la comisión de carreras.

Kinsman asintió, y cambió de tema.

—Recibí una llamada de uno de nuestros médicos. Ella quiere transferir un paciente cardíaco de ustedes a nuestra parte del hospital.

—Sí, lo sé. Baliagorev, el ex bailarín.

—Me dice que tus reglamentos impiden que nosotros lo recibamos.

—Por supuesto —respondió Leonov—. Y tus reglamentos no te permiten aceptarlo sin la autorización de tus superiores allá en la Tierra.

—Demonios, Pete… Lo haré, y haré que lo aprueben estando el hecho consumado. Hay una vida humana en juego.

—Sí…, pero es más fácil manejar a tus superiores que a los míos. Mis superiores van a prohibir absolutamente que transfiramos uno de nuestros ciudadanos a tu parte del hospital. Absolutamente.

—¿Morirá, entonces?

—No. Ya está en camino. Di las órdenes esta mañana, antes de salir a encontrarme contigo.

Kinsman se detuvo bruscamente en la pedregosa pendiente. Unas pocas piedras sueltas rodaron silenciosamente hacia abajo, hacia el oscuro fondo del cráter.

—Tú… Pete, a veces me sorprendes.

—¿Crees que es imposible para un buen comunista ser flexible? ¿Desafiar a las autoridades? ¿Crees acaso que sólo los americanos tienen sentimientos?

—¡Oh, demonios!

Leonov puso una mano sobre el hombro de Kinsman.

—Viejo amigo…, me relevan. Me envían nuevamente a la Madre Patria , junto a mi mujer y mis niños. No nos volveremos a ver nunca más.

—¿Que te vas? ¿Cuándo?

—Dentro de dos semanas. Tal vez menos. No sé con certeza todavía quién me reemplazará, pero… tengo sospechas de que será uno de la línea dura. Un buen marxista y un buen soldado, no un blando como yo. No un colaboracionista que asiste a fiestas capitalistas y gasta el tiempo y el dinero del pueblo en frivolidades.

—¿Tienes algún problema?

—Yo siempre tengo problemas —dijo Leonov, tratando de parecer jovial—. Por eso es que me destinaron a Lunagrad, en primer lugar. Esto es mejor que Siberia. Un exilio que parece ser un ascenso. La mayoría de la gente en Lunagrad está exiliada.

—Si se parecen en algo a los de mi mitad de Selene —dijo Kinsman—, seguro que no quieren volver a la Tierra. Hay demasiada gente allá abajo, Pete. Como ratas, así es como están viviendo.

—Lo sé. Pero nuestros superiores no se dan cuenta de eso. Aún viven en el pasado. Todavía creen que Lunagrad es una especie de exilio para oficiales que crean problemas.

—Sin embargo, te vuelven a llamar…

—Sí. El juego se está haciendo peligroso. Finalmente se han dado cuenta de que nosotros proveemos la mayor parte del oxígeno, de los alimentos y del combustible para las estaciones espaciales. Lunagrad… perdón, Selene es un centro logístico vital para los trabajos de las redes dc satélites ABM. De modo que nosotros, aquí en la Luna , tenemos la clave para todas las operaciones militares que se desarrollan en órbita alrededor de la Tierra. Ésa es la razón por la que me reemplazan: quieren un hombre de confianza aquí arriba.

Kinsman volvió la cabeza dentro dc su casco presurizado. Su nariz se arrugó por el olor a plástico y grasa aislante. El borde del cráter impedía ver nada; era un muro continuo de roca sólida. Tanto él como Leonov no podían ver a los otros hombres, a los escarabajos, a los orugas. Tampoco la planicie lunar, y ni siquiera la siempre vigilante Tierra. No había nada para ver excepto la pendiente rocosa del cráter, las solemnes e inmóviles estrellas arriba y a Leonov, ese otro ser humano. Los ojos de Kinsman sólo veían el exterior de un voluminoso e impersonal traje; hasta el visor era impersonal. Pero podía sentir el hombre dentro, el alma que animaba a todo ese plástico y metales.

—Pete, se supone que yo no debería decirte esto —dijo Kinsman—, pero algo importante está ocurriendo. No hablo solamente de los jugueteos con los satélites ABM; eso ha estado ocurriendo durante mucho tiempo. Creo que están por dar el próximo paso.

Pudo sentir que Leonov asentía con la cabeza lentamente.

—Sí. Por eso es que quieren retirar a un oficial de poca confianza del comando de Lunagrad.

—Han enviado a un “buen soldado” para que sea mi segundo también —dijo Kinsman—. Envían a Pat Kelly de vuelta a la Tierra , y Frank Colt viene aquí para controlarme.

—¿Colt? El negro… sí, lo recuerdo.

—¡Maldito sea todo! —Kinsman blandió sus puños—. Van a terminar haciendo lo que quieren. Comenzarán matando la gente que está en órbita, y terminarán destruyéndolo todo.

—La historia es inexorable.

—¡Deja de hablarme como si fueras un maldito robot! —replicó Kinsman—. Esto no es abstracto. ¡Se trata de ti y de mí, Pete! Van a tratar de hacer que nos matemos mutuamente. Esa gente con la cabeza llena de mierda no va a sentirse satisfecha con destrozar la Tierra. Van a enviarnos órdenes para que nosotros también nos hagamos la guerra aquí arriba.

—Yo no estaré aquí —dijo Leonov, suavemente—. Estaré en casa, en Kiev, con mi mujer y mis niños, esperando que tus proyectiles caigan sobre nosotros.

—¿Y vas a permitir simplemente que hagan lo que quieran contigo? ¿No vas a hacer nada para tratar de evitarlo?

—¿Y qué es lo que podemos hacer? —La voz de Leonov se hizo profunda hasta convertirse en un gruñido—. Hemos hablado de esto muchas veces, Chet, pero ¿de que sirve hablar? Llegado el momento, ¿qué puedo yo hacer? ¿Qué puedes tú hacer?

—Puedo negarme a luchar —se oyó Kinsman a sí mismo—. Y tú también puedes negarte a hacerlo, mientras sigas al mando. Podemos evitar que ellos hagan la guerra aquí arriba, en la Luna.

—Bravo. ¿Y qué pasa con los ocho mil millones de seres humanos allá en la tierra?

Kinsman miró fijamente a su amigo. No tenía ninguna respuesta para eso.

Armored.

Estaba casi totalmente oscuro en Washington. Las luces de las calles estaban encendidas y las ventanas de los depósitos iluminadas, porque el peligro de las calles oscuras era mucho peor que el gasto de energía producido por las luces. La gente que vivía en los protegidos suburbios se precipitaba hacia los ómnibus blindados que la llevaría rápidamente fuera de la ciudad, a la relativa seguridad de sus hogares, dejando la ciudad en manos de los pobres, los negros y los hambrientos.

El presidente estaba de pie junto a la ventana de su oficina, mirando hacia el Parque Lafayette, donde estaba el Árbol Nacional de Navidad. Se erguía con sus más de doce metros de altura, un triunfo de plástico y fluorescencias químicas. Una guardia de honor de infantes de Marina caminaba alrededor, con las carabinas armadas de bayonetas.

—Ya nadie viene a verlo —murmuró el presidente—. Cuando yo era niño veíamos todos los años el encendido del árbol por televisión. La primera vez que vine a Washington con mi familia fue para ver el Árbol de Navidad. Y ahora nadie le presta la menor atención.

El secretario de Defensa tosió delicadamente.

—Estos papeles, señor presidente… requieren su firma.

Renuente, casi molesto, el presidente se retiró de la ventana.

—Deberíamos hacer algo. Debe haber millones de niños que quieren ver el árbol.

—Lo ven por televisión —dijo el secretario de Defensa—. No es fácil para ellos llegar a la ciudad.

Estaba frente del amplio escritorio de madera auténtica del presidente, golpeando inconscientemente con los dedos el grueso montón de papeles que estaban sobre el mueble.

—Hum. Bueno, supongo que es así.

El presidente sacudió la cabeza y luego dejó caer su cuerpo regordete en el sillón giratorio de alto respaldo y tapizado en felpa, al otro lado del escritorio. Se lo veía demasiado pequeño para esa silla, para el amplio escritorio.

—Bueno, ¿qué es lo que se supone que debo firmar? —preguntó.

—Estos son los planes de emergencia, parte de nuestros proyectos acerca de los problemas de los satélites ABM.

—Ah. ¿Y cuál es la diferencia en estos planes, que necesita mi firma?

La cara estrecha y aguda del secretario de Defensa se ensombreció momentáneamente.

—Los planes de emergencia cubren la posibilidad de un ataque rojo a nuestras estaciones espaciales tripuladas. Se provee así todo el material logístico y humano necesario para que un ataque semejante fracase.

—¿Fortaleciendo las defensas de las estaciones?

—Exactamente.

—¿Cuánto costará? ¿Está usted seguro de que lo necesitamos?

—Señor, es obvio que los rusos están preparando algo grande. Ha habido un incidente armado en la Antártida. Uno de nuestros oficiales de Marina fue muerto.

—¿Qué?

El de Defensa levantó una mano para calmarlo.

—Sólo hemos recibido un confuso informe de la Estación McMurdo. Están ahora investigando el incidente. Nuestros monitores interceptaron también informes similares de la base rusa en Mirnyy. Todo lo que sabemos con seguridad por ahora es que un equipo de americanos y otro de rusos han abierto el fuego uno contra el otro. Un oficial americano ha muerto.

Las manos del presidente estaban temblando.

—¿Mataron a uno de nuestros hombres?

—Aparentemente, sí. Sabremos más en poco tiempo.

—Quiero un informe completo tan pronto como haya información disponible.

—Por supuesto.

—A cualquier hora del día o de la noche, ¿me oye? Un informe completo.

—Sí, señor. Ciertamente.

Con su voz todavía alterada por la impresión, el presidente continuó:

—¿Y qué tiene que ver esto con las estaciones espaciales?

—Pues… forma parte de un esquema —dijo el de Defensa—. Se están poniendo violentos en la Antártida. Están aumentando sus concentraciones de tropas en Siria. Los informes del Servicio de Inteligencia muestran que tienen intención de reemplazar al actual comandante de Lunagrad, un abogado de la coexistencia, por un general de máxima graduación y de línea dura, que viene directo del Kremlin. Están preparando algo realmente grande.

Sin decir una palabra, el presidente tomó una estilográfica que había en un soporte en su escritorio y garabateó su firma en la última página.

—Gracias, señor presidente.

El de Defensa tomó los papeles del escritorio y salió caminando rápidamente de la oficina.

Afuera, en la antesala, el corpulento hombre con cara de enojo se paseaba de un lado a otro sobre las alfombras afelpadas. Rengueaba un poco, como si sus pies no estuvieran cómodos en los zapatos que estaba obligado a usar.

Miró al secretario de Defensa.

—¿Firmó?

El murmullo áspero y torturado hizo temblar al de Defensa.

—Sí, por supuesto.

—¿Se dio cuenta de que el plan incluye preparaciones para un ataque a las estaciones espaciales rusas?

—No. —El de Defensa sacudió la cabeza—. No tocamos ese tema en nuestra conversación.

El hombre con cara de enojado casi sonrió.

—Pues así será. Le podremos explicar el valor del golpe preventivo más adelante. Gradualmente…, y si el tiempo lo permite.

La reunión de la Comisión de Seguridad Interna había sido larga, amarga y por momentos ruidosa. El Kremlin había escuchado demasiado a menudo la voz de los más furiosos y muchas veces esos rencores habían conducido a la violencia.

El Primer Ministro Bercznik estaba decidido a restaurar la armonía.

—¡Camaradas! —dijo bruscamente, golpeando con su pesada mano abierta sobre la mesa que estaba delante de él. Los demás dirigieron su atención hacia él, abandonando sus densos argumentos por un momento—. Camaradas, debemos concentrar nuestras energías en la solución de este problema. Disputar entre nosotros no dará ningún resultado positivo.

—Pero… ¡sus disparos contra nuestra expedición científica han sido una provocación inexcusable! —gritó el general Komenev.

—Pero nosotros matamos a uno de sus hombres —dijo el ministro de Relaciones Exteriores, con su cara redonda enardecida por la pasión—. Hubo disparos por parte de los dos bandos.

—Ellos están aumentando sus misiones orbitales —repitió el ministro de Inteligencia—. Más satélites, y más ataques sobre nuestros satélites.

El primer ministro los miró con desesperada frustración. A veces le habría gustado tener el empuje de Kruschev. Era el viejo y astuto Nikita quien a menudo llevaba una pistola a esas reuniones.

—Mi padre dio su vida por la Unión en Stalingrado —estaba diciendo acaloradamente el general—. Y no voy a permitir que ningún transgresor extranjero destruya aquello por lo que él luchó y murió.

—Pero, ¿y los chinos? —preguntó con voz temblorosa alguien, en medio del estrépito general alrededor de la mesa.

—¿Qué harán ellos?

En el otro extremo de la mesa, el innombrable se puso de pie. Todas las discusiones cesaron bruscamente. No es que no tuviera nombre, por supuesto, pero como él insistía en usar su impronunciable nombre de la tribu tadzhik, los rusos, en broma, lo llamaban el innombrable. Nunca nadie supo qué pensaba él de esa broma. No la festejaba ni se quejaba.

Por fin, pensó el primer ministro, un poco de claridad mental iluminará la discusión. Me preguntaba cuánto tiempo más se quedaría en silencio. Sin embargo tuvo que reprimir un escalofrío cuando asintió con la cabeza al innombrable. Era un hombre misterioso, aterrador en el sentido en que es aterradora una serpiente: inspira un terror que va mucho más allá de la comprensión racional.

—Es claro para mí —dijo con su voz fría, tranquila, ligeramente sibilante— que estamos frente a una crisis de voluntades. —El innombrable no era alto, ni tampoco impresionante desde el punto de vista físico. Su cara era delgada, con un ligero aire oriental en sus brillantes e hipnóticos ojos. Sus orejas eran levemente puntudas y sus manos eran largas, delgadas y se movían con gracia—. Nuestro pueblo necesita urgentemente el carbón que nuestros científicos han descubierto en la Antártida. Los americanos también quieren el carbón. Nuestra estrategia disuasiva es comparable a sus proyectiles. Nuestra red de satélites ABM está incompleta, al igual que la de ellos. Estamos en un punto muerto, salvo…

Dejó la palabra en suspenso mientras los distintos ministros y oficiales se inclinaban hacia adelante en sus sillas.

—Salvo —continuó— que estemos dispuestos a fortalecernos para el próximo paso.

El general asintió firmemente con la cabeza.

—Poner las bombas en órbita.

—Exactamente —confirmó el innombrable.

—Pero… eso sería una violación al tratado que nosotros solemnemente…

El primer ministro golpeó sus nudillos sobre el brazo de su sillón.

—Ese tratado fue firmado hace más de dos décadas. El mundo hoy es muy diferente.

—Sí, pero…

—No tenemos otra elección —dijo el innombrable, con calma infinita—. Si no estamos dispuestos a evitar que los americanos nos ataquen, lo perderemos todo. Las bombas en órbita serán una amenaza que los americanos, y también los chinos, no podrán ignorar.

La discusión continuó hasta bien entrada la noche. Por lo menos, pensó el primer ministro con agradecimiento, es una discusión y no una pelea.

El innombrable fue quien más habló.

En Selene era casi medianoche antes de que Kinsman llegara al hospital. Miró hacia adentro, a Baliagorev, que estaba en la sala de terapia intensiva. Jill Myers estaba allí, y terminaron tomando café juntos en la pequeña cafetería automática del hospital.

El lugar estaba vacío. Obtuvieron sus bebidas calientes del sistema automático y se sentaron en la mesa más cercana. Ésta se balanceaba sobre sus patas desparejas.

—Este maldito lugar siempre huele a antisépticos —murmuró Kinsman—. Y los paneles luminosos son demasiado brillantes, casi enceguecedores.

Jill se rió cansadamente.

—Así es, jefe, ¿qué le parece? Me vería mucho mejor a la luz de las velas.

—Te ves muy bien, muchacha. Cansada, pero contenta.

Era verdad. Había marcas de fatiga alrededor de sus ojos, pero Jill sonreía. Se echó hacia atrás en su silla de plástico.

—En fin…, ha sido un día muy largo, pero bueno. Creo que Baliagorev saldrá adelante.

—Y tú tienes a Landau en órbita a tu alrededor.

—¿Alex? Oh, somos viejos amigos. Nos conocimos hace años…

Kinsman bebió tranquilamente su café hirviendo y dijo:

—Te estuve observando en la sala de terapia intensiva. ¿Te dabas cuenta de que le estabas coqueteando con las pestañas?

La cara de Jill se puso intensamente roja.

—¡Eso no es verdad!

—¿Ah, no? Él ha solicitado autorización para pasar la noche aquí.

—Quiere estar con su paciente.

—Sí; y si lo entiendes bien, quiere estar contigo, mi querida niña.

Ella sonrió, pero sus manos parecían nerviosas. Se movían alrededor de la taza de café y luego volvían hacia su cara.

—Estás bromeando… ¿Te parece que es así?

—A mí me parece obvio. No me sorprendería que hiciera correr al anciano hasta el centro del Mar de las Tormentas, ida y vuelta, si pensara que eso lo mejoraría.

—¡Eres terrible!

Kinsman le devolvió la sonrisa.

—Sí, supongo que tienes razón. Pero no soy el único que se ha dado cuenta del modo en que ustedes dos se miran. La mitad del hospital suspira románticamente por ustedes. La mitad femenina, al menos.

Jill trató de fruncir las cejas pero su cara de duende no estaba hecha para eso.

—¿Y qué me dices de ti y de esa muchacha nueva del departamento de comunicaciones?

Kinsman se rascó el barbudo mentón.

—Quiere llegar a ser jefa del departamento. Por lo menos es honesta, y lo dice. Me recuerda a otra muchacha… Tú la conociste, aquella fotógrafa del laboratorio orbital.

—Pero eso fue hace mucho tiempo.

—Nunca me olvido de una cara —dijo Kinsman—. Sin embargo, no puedo recordar su nombre. Pero era igual que Ellen, llena de ambiciones.

—De modo que no hay nada serio, entonces.

—¿Cuándo lo ha habido?

Jill pasó el dedo sobre el borde de su taza de café.

—¿No crees que ya es hora de que hubiera algo serio? Te estás poniendo un poco viejo para hacer vida de playboy.

—Sí. Quizás. Y soy muy joven para ser un libertino.

Ella sonrió.

—¿Qué piensas hacer entonces?

¿Qué puedo hacer?, quiso gritar. Pero en lugar de ello murmuró:

—Es un mal momento para complicarme la vida.

—¿Por qué? —preguntó Jill—. ¿Qué tiene de malo este momento en particular?

Dudó un instante.

—Algo… algo se está preparando. Los problemas se acercan. Grandes problemas. —Estiró su mano sobre la mesa y la tomó por la muñeca—. Escucha, niña: es mejor que tú y tu amigo ruso se diviertan todo lo que puedan, aquí y ahora. Porque dentro de una o dos semanas puede acabarse todo. Las puertas del infierno se abrirán. Y pronto.

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