La hora casi se había cumplido.
Kinsman estaba junto al antepecho del balcón que daba sobre el centro de comunicaciones. ¡Todo parecía ser tan condenadamente normal!
Abajo, en el nivel principal del centro, los técnicos estaban inclinados sobre sus consolas y sus pantallas. Todo en Moonbase parecía sereno y seguro. Todo, excepto la planta de agua. Y desde hacía más de seis horas no había habido comunicaciones con Lunagrad.
Chris Perry se acercó a Chet. Era más alto y más corpulento que Kinsman, con su amplio rostro de vikingo, de grandes huesos. Sus ojos eran del color de un cielo de verano.
—Hemos controlado tres veces a cada persona en la base —informó, con su voz de joven tenor—. Sólo faltan treinta y dos, la mayoría temporarios de la Fuerza Aérea. Deben ser los que están en la fábrica de agua.
—¿Treinta y dos? —repitió Kinsman.
De modo que los disidentes más recalcitrantes son pocos. Pero más que suficiente para detenernos.
Ellen estaba sentada en un escritorio, no lejos de él. También ella había trabajado sin cesar. Pero ahora se levantó y caminó lentamente hacia Kinsman, con una tarjeta plástica para mensajes en sus manos.
—Mensaje prioritario del general Murdock —dijo, mirando directamente a los ojos de Kinsman—. Acabamos de descifrarlo. Has sido destituido del comando. Frank Colt es el nuevo comandante de Moonbase. Se te ordena que te presentes en Washington inmediatamente.
Kinsman estiró la mano y tomó la tarjeta plástica de sus dedos. Había sido usada tantas veces, que las letras formadas por electrostática se veían borroneadas y confusas. ¿O eran sus ojos, que estaban comenzando a fallar? Kinsman sentía que la nuca se le había anudado; su pecho le dolía y le molestaba.
Se volvió a Perry y le dijo:
—El Gran Padre Blanco me ha quitado el mando. ¿Cómo crees que reaccionarán los indios?
El joven capitán encogió sus rudos hombros.
—Ya no aceptamos órdenes de Washington. Seguimos tus órdenes ahora.
Kinsman miró fijo al rubio joven.
—¿Estás seguro de que te das cuenta de lo que dices? Puedes evitarte muchos problemas. Si fracasamos…
—No fracasaremos —dijo Perry, con una rápida sonrisa.
¡Será mejor que así sea!
—Muy bien, Chris. Esto es lo que quiero que hagas…
Faltaban cinco minutos para que se cumpliera el plazo impuesto por Colt cuando Kinsman llegó a la entrada de la fábrica de agua.
Saltó de la escalera mecánica y vio que la entrada —un espacio abierto que había sido una caverna natural— estaba ahora custodiada por dos hombres desarmados. Las armas estaban cuidadosamente guardadas en Selene. Sólo había unas pocas disponibles al mismo tiempo, y Kinsman tenía la mayoría bajo su control.
Reconoció a uno de los hombres: un contador de mediana edad que trabajaba en el grupo administrativo. Era asmático, y toda esta excitación no lo ayudaba a respirar bien. El otro hombre era más joven, un recién llegado, probablemente uno de los temporarios. Kinsman sabía que lo había visto antes, pero no recordaba dónde. Llevaba uniforme de fajina gris sin insignias ni colores que lo identificaran.
Sin hablar, lo condujeron a través de la cámara de ásperas paredes. Las luces fluorescentes brillaban en el techo, y el suelo rocoso era frío para los pies ligeramente calzados de Kinsman. Kinsman forzó una sonrisa y les dijo:
—Tranquilícense. Nadie sufrirá daño alguno.
No le respondieron. Al final de la cámara estaba, muy tensa, la pelirroja de la fiesta de Jill. Detrás de ella estaban las puertas que conducían al sector de oficinas de la fábrica. Tenía aspecto de estar enojada.
—No esperaba verte aquí —le dijo Kinsman.
Ahora no llevaba un vestido de fiesta, sino simplemente un traje de fajina color verde que la identificaba como miembro del grupo que atendía los suministros vitales.
—Sígueme.
Abrió la puerta y lo condujo en silencio por el corredor curvo. Kinsman no pudo evitar advertir el movimiento de sus nalgas dentro de los pantalones. Atravesaron el área de computadoras y miró con intensidad a través de la larga ventana mientras pasaban junto a ella. Las luces de la computadora se encendían y apagaban normalmente, si bien no había nadie sentado en los escritorios de control. Aún no han cerrado nada, todavía no.
—No pude oír bien tu nombre en la fiesta —le dijo a la pelirroja.
—No importa.
Se adelantó para caminar junto a ella.
—Oh, vamos… La política es una cosa, pero no hay que ser inhumano, no es necesario.
En un tono frío y preciso la pelirroja dijo:
—Lo que ocurrió en la fiesta fue estrictamente profesional.
—¿Profesional? —Mientras lo decía se dio cuenta—. ¡Cristo! ¡Agencia de Seguridad Interna!
Pronto salieron del corredor y entraron al área de la fábrica propiamente dicha. La pelirroja lo condujo a través de una madeja de cañerías, y subieron hacia los altos pasajes metálicos que se abrían paso a través de los arcos eléctricos y las bombas principales. Podía sentir las pulsaciones de la maquinaria, que hacía vibrar el metal por donde iban caminando. A la distancia se oía el apagado trueno de las trituradoras de rocas, que trabajaban sin cesar.
Pat Kelly estaba de pie en una plataforma, en un nivel más alto. Bajo las duras luces Kinsman pudo observar que Kelly se movía nerviosamente. Su cara de conejo era la imagen de la preocupación. Y llevaba una pistola en un estuche ajustado a la cadera.
La pelirroja se detuvo al pie de la escalera que conducía a la plataforma.
—El mayor Kelly se hará cargo de usted —dijo la muchacha.
—Dime una cosa —le dijo Kinsman.
Ella se puso en guardia.
—¿Qué?
—¿Todavía piensas que soy mono?
Roja de furia, ella se dio vuelta y se alejó tan rápidamente que su pelo largo hasta el hombro revoloteó sobre su cara por un momento. Kinsman la vio trotar de vuelta por el pasaje metálico durante unos segundos y luego, de mala gana, se volvió hacia la escalera y comenzó a subir.
Kelly estaba auténticamente asustado. No podía mirar a Kinsman de frente.
—Vamos —dijo, haciendo un gesto hacia otro pasaje metálico—. No tenemos mucho tiempo.
—No esperaba que estuvieras con ellos —dijo Kinsman, caminando detrás del oficial más joven. El pasaje era demasiado estrecho como para caminar uno junto al otro.
—No esperaba que entregaras Moonbase a los rusos —respondió Kelly, manteniendo su mirada fija hacia adelante—. O que le entregaras nuestros satélites.
—Te equivocas, Pat. Estamos creando una nueva nación.
Kelly sacudió la cabeza.
—Sabes que si vuelan la fábrica de agua matarán a todo el mundo aquí.
—Nos pueden enviar agua desde la Tierra.
—¿Cuándo? ¿Dos días? ¿Tres? ¿Una semana? ¿Un mes? Y además, ¿cuánta? ¿Suficiente para un millar de personas todos los días? No seas estúpido. Y no esperes que los de abajo hagan algo…, especialmente si comienzan los disparos.
Kelly no respondió.
—Tu mujer y tus niños, Pat. Los matarás a ellos también.
—¡Tú fuiste quien me hizo traerlos! ¿Qué pensabas hacer, retenerlos como rehenes?
—Estoy tratando de salvar sus vidas.
Por primera vez, Kelly se dio vuelta para mirar de frente a Kinsman.
—¿Entregándolos a los rusos? ¿Para que ellos los maten? —Kelly golpeó con un puño el antepecho del pasaje metálico, haciendo que resonara huecamente—. Si entramos en guerra es lo mismo que si todos estuviéramos muertos, de todos modos. No voy a permitir que ayudes a los rusos a derrotar a América.
—Entonces, ¿por qué no me ayudas a impedir la guerra? —Kinsman elevó su voz lo suficiente como para que el eco resonara por entre la maquinaria metálica que los rodeaba.
—No se puede elegir el camino más fácil para salir de esto —dijo Kelly, caminando nuevamente—. No puedes evitar la guerra dándole al enemigo todo lo que quiere.
—Leonov y su gente no son nuestros enemigos.
—¡Son rusos! ¡Y ése es el enemigo! ¡Yo hice un juramento para preservar y defender a los Estados Unidos de América! —gritó Kelly, con voz que comenzaba a quebrarse—. Y tú también. Es posible que no haya significado nada para ti, pero eso es lo más importante de mi vida.
—No resultará, Pat.
—¡Yo sé cuál es mi deber!
—¿Y tu familia?
—¡Yo sé cuál es mi deber! —Kelly casi estaba gritando.
Muy quedamente, ignorando la creciente tensión en su pecho, Kinsman dijo:
—Joseph Goebbels.
Kelly lo miró extrañado.
—¿Quién?
—Goebbels. El ministro de Propaganda del partido nazi, en la época de Hitler. Durante los últimos días de la Segunda Guerra , cuando los rusos estaban convirtiendo a Berlín en ruinas, le dio cianuro a su mujer y a sus hijos. Eran seis o siete, creo. Y luego tomó un poco él mismo.
Con un resoplido de asco, Kelly continuó caminando por el pasaje metálico. Corría casi.
—Nunca pude entender cómo un hombre pudo hacer eso —continuó Kinsman—. Nunca, desde que lo leí por primera vez en el colegio. Ahora lo sé.
No podía ver la cara de Kelly. Pero el color rojo de su nuca era bastante elocuente.
—¡Deténganse ahí!
Era la voz de Frank Colt, que venía de algún lugar por debajo de ellos. Kinsman miró por sobre el antepecho del pasaje y lo vio allá abajo en el suelo; tres niveles los separaban. El mayor negro llevaba su uniforme de fajina reglamentario de la Fuerza Aérea , azul, con las doradas hojas de roble en las solapas y una enorme automática sujeta a la cintura.
—Revíselo —ordenó Colt.
Kinsman sacó una radio a transistores del tamaño de la palma de la mano del bolsillo de su traje enterizo.
—Esto es todo lo que tengo —dijo.
Además del emisor de señales en mi zapatilla izquierda.
Igualmente Kelly lo revisó, aunque sin descubrir el diminuto transmisor mientras pasaba sus manos por los brazos, el tronco y las piernas de Kinsman.
Descendieron entonces por la larga escalera que los condujo hacia Colt. Kinsman lo hacía lentamente. Se dio cuenta de que estaba agitado, le faltaba el aliento. Kelly bajó después de él.
Cuando Kinsman tocó el suelo de piedra, le dijo a Colt:
—Felicitaciones, Frank. Murdock te ha hecho comandante de Moonbase.
Las cejas de Colt se arquearon.
—¿Sí? Eso está bien. Ahora todo es legal y oficial.
—Salvo por el hecho de que ya no existe Moonbase. Ésta es la nación de Selene. Las órdenes de Washington ya no nos afectan. Ni tampoco las de Moscú.
Al menos, ¡eso espero!
Colt miró su reloj pulsera.
—Dentro de un minuto y medio desaparecerá la fábrica de agua, compañero. Siempre que no termines con toda esa porquería.
—Frank, hemos sido amigos por mucho tiempo…
—Esto ya no es amistad, Chet. Es traición.
Kinsman miró a su alrededor, hacia las formas metálicas que los rodeaban.
—¿Dónde está Waterman? —preguntó.
—Está ocupado —Colt hizo un gesto señalando hacia el nivel principal de la fábrica.
—¿Colocando los explosivos?
—Correcto.
—Frank, si sigues con esto no sólo matarás a todos en Selene, sino también a todos en la Tierra.
—Basta. Nadie va a morir si le dices a tu gente que se olvide de toda esta mierda de la independencia. Yo mismo me encargaré de que el asunto sea silenciado. Nada de arrestos ni violencias. Tú puedes volver a la Tierra …
—Y ser bombardeado.
Los músculos de las mandíbulas de Colt se pusieron tensos. Miró nuevamente su reloj.
—Los explosivos están programados para dentro de un minuto. Es mejor que tomes tu decisión.
A pesar del zumbido de sus oídos, a pesar del dolor creciente en el pecho, Kinsman se esforzó por decir con calma:
—Cuando ocurra tu explosión, estarás matando a la raza humana entera.
—¡Maldito estúpido! —La voz de Colt era como acero derretido—. No eres más que un instrumento de Leonov. ¡Te han tendido una trampa, hombre! ¿No puedes darte cuenta de eso? ¡Es una trampa! Paz, amor y amistad… y tú le entregas el sistema ABM. ¡Mierda!
—Estás equivocado, Frank. Podemos confiar en Leonov. Está con nosotros.
Colt se volvió a Kelly y le dijo:
—Dame la radio que trajo. —La tomó y le alcanzó la pequeña caja de plástico a Kinsman—. Dalo por terminado, Chet. Diles que todo terminó. Tienes quince segundos.
Kinsman se quedó inmóvil, con las manos colgando a los costados.
—¡Por el amor de Dios! —gritó Kelly—. ¡Hazlo! No nos hagas…
Las luces se apagaron. El rumor de la maquinaria cesó. Antes de que nadie pudiera decir nada se encendieron las pequeñas luces de emergencia, desparramando manchas de luz grisácea en medio de las oscuras y pulidas máquinas.
Kinsman habló primero. Con calma, se dijo. Mantén la frialdad.
—¿Tus explosivos tienen fusibles eléctricos?
—Hijo de puta…
Aun en la penumbra, pudo ver que Colt acariciaba la pistola que llevaba en la cintura.
—Pronto llegarán las tropas —les dijo Kinsman—. Tienen pistola de dardos y granadas de gas. ¿Recuerdas, Frank? El material que tú insististe en tener para poder luchar con los rusos sin estropear los valiosos equipos…
—¡No has ganado, Chet! —Colt desenfundó su pistola—. ¡No todavía!
Hizo un gesto con el arma, ordenando a Kinsman y Kelly que caminaran por el pasaje que corría por entre grandes cúpulas y maquinarias de acero. No era fácil hacerlo en la semioscuridad, pero a los pocos minutos se encontraron con Ernie Waterman.
—¡Cortaron la maldita electricidad! —gritó Waterman—. ¿Cómo demonios podré…?
En ese momento reconoció a Kinsman y se interrumpió. Colt hizo un movimiento con su pistola.
—¡Encuentra algo! ¿Acaso no puedes usar baterías?
—Sí. Sí. Eso era lo que precisamente iba a buscar. Baterías.
—Bueno, ¡consíguelas!
La voz de Colt tenía un tono de urgencia. Kinsman preguntó:
—Ernie, ¿puede realmente hacer volar todo esto, después de lo que ha trabajado para construirlo?
Una sorda y opaca explosión hizo temblar el suelo.
—Ahí tiene la respuesta —replicó el ingeniero—. Alguno de los otros equipos ha encontrado baterías. Es sólo maquinaria, coronel. Se la puede reconstruir. Las máquinas hacen lo que uno espera de ellas. No son como la gente. La gente puede volverse en contra de uno.
—También la gente puede comportarse como máquinas —replicó rápidamente Kinsman—, y obedecer un programa que ya es obsoleto.
—El patriotismo no es obsoleto.
—Lo es, cuando conduce a la destrucción del país al que uno es leal.
—¡Basta de hablar tonteras! —dijo Colt—. Ve y encuentra esas malditas baterías.
Waterman corrió por el pasaje. Sus zapatos repiqueteaban sobre el suelo metálico.
¿Qué es lo que habrán volado?, se preguntó Kinsman. ¿Cuánto daño habrán hecho? Sintió como si una parte de su pecho le raspara por dentro.
Otra explosión, más próxima. Los tres se estremecieron. Kelly se puso las manos sobre sus oídos.
—Parece que todos están encontrando baterías —sonrió Colt, sombríamente.
Caminaron hacia una fila de arcos eléctricos. Era una línea de electrodos de acero inoxidable que parecían proyectiles, con la sola diferencia de que eran tan grandes como una persona. Estaban erigidos sobre pedestales aislantes. Las cintas sin fin llevaban polvo de rocas trituradas a un extremo de cada uno de los electrodos y una madeja de cañerías en la base retiraba el agua y los minerales. Esos arcos alineados prolijamente le hicieron pensar a Kinsman en proyectiles de largo alcance a la espera de que alguien apretara finalmente el botón rojo.
Las cintas sin fin estaban ahora inmóviles; los arcos eléctricos permanecían silenciosos y sin energía. En algún lugar en la oscuridad pudo oír el ruido del polvo que se escapaba por una de las juntas de la cinta sin fin. Luego sus ojos descubrieron un feo montón de bultos rojos fijado bajo uno de los arcos: explosivo plástico, detonador eléctrico, rollos de cable.
Colt guardó su pistola y se apoyó contra uno de los electrodos de acero inoxidable. Kinsman estaba frente a él.
—Matarás a todos aquí —le dijo simplemente.
—No —replicó Colt—. Tú lo harás. Y a todos en la Tierra.
¿Dónde está Perry y su caballería? ¿Dónde diablos estarán todos? ¡Calma, Chet!
Colt dijo cansadamente:
—Chet, tú puedes permitirte nobles pensamientos. Corres tus propios riesgos. Sólo se trata de estropear tu blanco culo si llegas a fracasar. Pero ¿qué ocurrirá con los negros en la Tierra , si yo me convierto en un traidor? ¿Qué valor tendrán sus vidas si Washington cree que yo te estoy ayudando?
—¿Qué es lo que estás tratando de decirme? ¿Qué valor tienen sus vidas ahora? —preguntó Kinsman, lentamente—. ¿Qué pasará con ellos cuando los proyectiles entren en la atmósfera? Viven principalmente en las ciudades, ¿no? No viven en el campo, que es donde se han construido refugios y reservas de alimentos.
—¡Pero eres tú quién va a permitir a los rojos arrojar sus proyectiles!
—No, Frank…
—¡Sí! ¡Maldita sea, hombre, abre los ojos! Si dejas que los rusos se apoderen de los satélites ABM podrán bombardearnos indefinidamente, y a la vez podrán detener cualquier contraataque que organicemos.
—Nadie usará los satélites ABM, excepto nosotros —dijo Kinsman, elevando el tono de su voz—. El pueblo de Selene. Y los usaremos contra toda clase de proyectiles, sean rusos o americanos. ¡O chinos, franceses, o afganos!
—¡Mentiras! —gritó Colt—. ¡Te han engañado, hombre! Una vez que los rusos se apoderen de nuestros satélites bien sabes que no van a cooperar contigo. Te has dejado convencer por sus dulces palabras.
—Podemos confiar en Leonov.
—¡Como si confiaras en el diablo! No puedes tener confianza en los rusos. En ningún ruso.
Kinsman se sentía como si hubiera corrido mil metros… no, mil kilómetros.
—Frank, tienes miedo de confiar en alguien. Tienes miedo de correr riesgos. Y te digo que si no confiamos en Leonov y su gente, si no comenzamos a confiar los unos en los otros, el mundo inevitablemente se consumirá en el fuego atómico. —Colt meramente sacudió la cabeza—. Eres un cobarde, Frank. Tienes miedo de intentar algo nuevo. Por eso te apoyas en los reglamentos. Cuando tienes alguna duda, sigues los reglamentos. ¿Verdad?
—¡Correcto!
—Haz entonces el juego de Murdock. Obedece sus órdenes ciegamente. Haz exactamente lo que te digan. Empuja aquel lanchón, levanta aquel fardo…
Colt le dio un puñetazo. Fue una breve y salvaje derecha que vino desde la cadera y le dio directamente a Kinsman en la mandíbula. Kinsman sintió que sus pies no tocaban ya el suelo y se sintió planear ridículamente en la poca gravedad lunar hasta caer hecho un montón: trasero, columna vertebral, hombros, piernas, cabeza…, todo terminó sobre el suelo de piedra.
Durante un momento se quedó inmóvil, con el sabor de sangre en su boca.
—Ese es el modo, Frank. Matar y ser muerto.
Una enredada madeja de expresiones cruzó la cara de Colt. No dijo nada.
—Frank —dijo Kinsman, todavía tirado en el suelo, apoyándose en un codo—, los negros de América, de Africa, de todas partes van a morir. Antes de que pase un mes. ¿Es eso lo que quieres?
—¿Y tú los vas a salvar entregándolos a los rojos?
—Los voy a salvar liberándolos.
—¡Oh, vamos! —La expresión de Colt se tornó agria—. Hablas como un maldito estúpido revolucionario. Conozco el lenguaje. Da asco.
—¿Por qué no regresa Ernie? —preguntó Kelly en voz alta, mirando nerviosamente a través del pasaje.
Quizá los hombres de Perry lo encontraran, pensó Kinsman. Una lejana explosión se oyó débilmente. ¿Sería una granada? Lo más probable era que otra parte de la fábrica hubiera sido destruida.
Kinsman se puso lentamente de pie.
—Frank, Pat, ¿alguno de ustedes ha pensado qué es lo que están tratando de defender? Los Estados Unidos de América. ¿Es ése realmente el país que quieren? ¿Funciona del modo que ustedes quieren?
—No empieces otra vez con eso —murmuró Kelly.
—Piénsenlo —dijo Kinsman—. Vean lo que está pasando allá. Escasez de combustible. Escasez de alimentos. Desórdenes. Más gente en las prisiones que en las calles. Patrullas del ejército en todas las ciudades. Toque de queda. Vigilancia. ¿Qué maldita clase de país es ése?
—¿Y por eso lo quieres hacer desaparecer?
—¡No! Quiero cambiarlo. Pero así no lo van a cambiar. Ahora están condenándonos a la guerra.
—Los Estados Unidos nunca comenzarán la guerra —dijo Kelly.
—¿Qué importa quién la comience? —replicó Kinsman—. Lo importante es quién va a impedirla. Y nosotros somos los únicos que podemos.
—Los Estados Unidos…
—¡Pat, deja de repetir las lecciones del colegio! ¡Allá hay gente que quiere la guerra! Creen que podrán sobrevivirla, mientras el resto se consume en las llamas.
—¡Eso es propaganda comunista!
Kinsman sacudió la cabeza.
—A los dos les digo: abran los ojos. Esa maravillosa tierra de libertad y cuna de héroes ya no existe. —Kinsman sintió que el corazón se le helaba. Se dio cuenta que había sabido eso siempre, pero lo había negado, lo había enterrado, lo había escondido lejos de su mente—. Esa bella nación murió en 1963, cuando aún éramos niños. Quizás algún día será nuevamente libre y hermosa, pero no como está ahora. Y menos si se la somete a un ataque nuclear.
Durante un momento los tres hombres permanecieron en silencio, frente a frente, en un silencioso triángulo sin resolver.
Súbitamente, un ruido sordo los sorprendió. Se volvieron y vieron a Waterman, que avanzaba por el pasaje arrastrando penosamente un carro de mano cargado de voluminosas y pesadas formas. Se movía muy lentamente.
¿Dónde está Perry?, se preguntó Kinsman, desesperado.
—¡Ayúdalo, por Dios! —le gritó Colt a Kelly.
—¡Tengo las baterías, los conectores, los detonadores… todo lo que necesitamos! —dijo Waterman, cansadamente—. Tuve que dar un rodeo. Soldados por todas partes, por los pasajes, en todos los niveles, en todas partes. Van desactivando los explosivos a medida que los encuentran.
Es sólo cuestión de tiempo, pensó Kinsman. Quizá la fábrica no esté demasiado dañada. Es posible que aún lo logremos.
Sin decir palabra observó cómo Waterman y Colt trabajaban febrilmente para conectar las baterías a los explosivos. Pero si vuelan estos arcos, no habrá nada que hacer, se dijo Kinsman. Jamás podremos reemplazarlos sin ayuda de la Tierra.
—Es cuestión de tiempo —dijo en voz alta.
Waterman levantó la vista.
—Vamos —apuró Colt al ingeniero—. Tenemos que terminar antes de que aparezca la tropa. —Miró a Pat Kelly—. Ve por el pasaje hasta el final de esta fila de arcos. Avísame cuando los veas.
En el momento en que Kelly comenzó a caminar por el penumbroso pasaje, Kinsman dio dos rápidos pasos, pasó rozando a Colt que estaba arrodillado y tomó a Waterman por la parte de atrás del cuello de su ropa. Apartó violentamente al ingeniero de los explosivos y lo envió trastabillando hacia atrás.
Colt se puso de pie de un salto y desenfundó la pistola. Waterman cayó sentado y se oyó un ruido metálico. Por un instante, nadie se movió. Kelly estaba como paralizado a unos pocos pasos en el pasaje. Waterman estaba extrañamente sentado en el suelo. Colt apuntaba con su arma a Kinsman desde la cintura.
—No lo harás —dijo Kinsman—. Aun si estoy totalmente equivocado, ésta es la única oportunidad que tenemos de evitar la guerra.
La voz de Colt resonó fría como metal.
—No sólo que estás totalmente equivocado, sino que vas a estar totalmente muerto.
—¡Maldito sea el infierno! —gruñó Waterman—. Estos condenados soportes se han torcido. ¡Eh, deja tranquilos esos cables! Si toca el rojo que va a la batería…
Kinsman se agachó y tomó un manojo de cables.
—¡Chet!
Colt levantó la pistola, su brazo extendido. El arma estaba a diez centímetros de la cara de Kinsman, como un negro bostezo a la eternidad.
—Ese es el único modo en que podrás detenerme, Frank.
Kinsman oyó su propia voz como si ésta viniera de muy lejos: extrañamente inexpresiva y calma, como si estuviera repitiendo algo que había sido ensayado muchas veces, hacía muchísimo tiempo.
—¡Chet, te mataré!
—Entonces hazlo. Si lo haces, todo el mundo morirá igualmente.
Kelly recuperó su voz.
—¡Dispara! ¿Qué estás esperando?
—Chet —dijo nuevamente Colt—, quita tus manos de los cables y aléjate. Si no lo haces, tendré que disparar.
—No lo haré, Frank.
Colt retiró lentamente la pistola y con su mano izquierda la cargó, con un pesado y metálico ruido.
—No estoy bromeando, Chet.
—Lo sé. Finalmente todo se reduce a nosotros dos, ¿verdad? Tú y yo, Frank. Vida o muerte.
—Si estás equivocado —dijo Colt, con su cara brillante por el sudor—, si acso estás equivocado…
—Leonov está con nosotros. Está haciendo en Lunagrad lo mismo que nosotros aquí.
—Eso es sólo lo que él te ha dicho.
—Ésa es la verdad.
—No…
—¡Sí! El único modo de evitar el fin del mundo es teniendo confianza en él. Y si no puedes tener confianza en él, Frank, entonces confía en mí. Es el único modo, Frank. El único modo.
La pistola se movió una mínima fracción de centímetro.
—¡No lo escuches! —gritó Kelly—. ¡Dispara! ¡Dispara!
Colt dejó caer su brazo. Se volvió a Kelly.
—Dispara tú, héroe. Termina con el trabajo.
Kelly pestañeó unas cuantas veces en un segundo.
—¿Yo?
—Cobarde de mierda —dijo Colt—. Está muy bien que el muchacho negro te haga el trabajo sucio, pero no tienes las pelotas necesarias para hacerlo tú mismo.
Waterman, todavía en el suelo, dijo:
—Se han vuelto locos. Los tres… ¡locos!
—Nadie disparará un solo tiro —dijo Kinsman.
De un tirón arrancó los cables de los explosivos. Luego, mientras Colt guardaba su arma, se puso de pie.
A la distancia se pudo oír el ruido de hombres que corrían. Lejanas voces. Unas luces se movían alrededor de la silenciosa maquinaria, proyectando fugaces y fantasmales sombras.
Waterman comenzó a sollozar.
—Van a permitir que destruyan a los Estados Unidos. Van a permitir que maten a mis hijas, estúpido hijo de puta…
—No —dijo Kinsman con firmeza—. Vamos a impedir que se destruyan entre ellos.
Si ha quedado lo suficiente de esta fábrica como para mantenemos con vida, pensó.
—Eso es lo que esperas —dijo Colt.
—Es la única esperanza que tenemos —replicó Kinsman.
—Será mejor que tengas razón… —dijo Waterman, con voz temblorosa—. Será mejor que tengas razón. Si matan a mis hijas, te mataré. Te lo juro por la tumba de mi mujer. Te mataré con mis propias manos, Kinsman.
Su oficina estaba llena de gente.
Kinsman se sorprendió. Sentía los huesos cansados, se sentía inundado por el miedo, mojado por la transpiración, exhausto… mientras caminaba la última parte del corredor que conducía a su oficina. Estaba totalmente solo, y lo invadía la inseguridad. ¿Qué estará ocurriendo en Lunagrad? ¿Por qué no habría llamado Pete?
Entonces abrió la puerta de su oficina, y vio allí amontonada a más de una docena de personas. Todas las pantallas visoras estaban funcionando. Ellen estaba sentada en el escritorio de Kinsman con los auriculares del teléfono en sus oídos, para poder oír por sobre la conversación general. Casi todas las luces del panel del teléfono estaban encendidas. Hugh Harriman estaba operando en el otro teléfono, junto al sofá, a los gritos y con grandes ademanes.
Fue directamente al escritorio. Ellen lo miró. Simultáneamente le preguntaron:
—¿Estás bien? ¿Está muy dañada la fábrica?
Ellen se pasó una mano por la frente.
—Tú no estás muy bien.
—Una copa me vendría de perlas… ¿Qué noticias hay de los daños? No me quedé a esperar los resultados.
—Hugh está recibiendo los informes de los grupos de mantenimiento.
Súbitamente apareció Chris Perry junto a él.
—¡Lo logramos señor! Todo está seguro. Toda la base es nuestra. La única resistencia real fue en la fábrica de agua, y esa ha sido sofocada.
—Bien. ¿Informes sobre los daños?
La gente rodeaba a Kinsman sonriendo, excitados por la victoria. Pero Harriman seguía todavía escupiendo una corriente continua de palabras a una de las pantallas del teléfono en un extremo del sofá.
Kinsman se abrió paso hacia él.
—Hugh, ¿malas noticias?
Harriman hizo revolotear una mano regordeta hacia él.
—¡Estoy tratando de averiguar, maldición! ¡Dame un minuto o dos!
—¿Qué hacemos con los, eh… prisioneros de la fábrica de agua? —preguntó Perry.
—Que vuelvan a sus habitaciones. Pónles un guardia armado al final de cada corredor. Simplemente hay que controlar que no hagan más daños. —A Kinsman le zumbaba la cabeza—. ¿Alguna novedad de Leonov?
—Recibimos una llamada de Lunagrad hace más o menos una hora —respondió Ellen—. No del coronel Leonov, sino de uno de sus científicos. Era una llamada personal para Landau.
¿Landau?
—¿Ninguna otra comunicación?
—No.
Intrigado, Kinsman se abrió camino hasta su escritorio. En una de las pantallas murales vio que todas las secciones de Selene estaban completamente normales, excepto la plaza principal, llena de gente con aire de fiesta. Se paseaban de un lado a otro con caras alegres, excitadas.
Una pantalla mostraba una parte de la fábrica de agua: una explosión había reventado media docena de caños y la preciosa y sagrada agua salía a borbotones inundando el área hasta la altura de las rodillas, mientras un equipo de reparaciones se movía tratando de detener la pérdida. Kinsman sentía como si una de sus propias arterias se hubiera abierto: era como si la sangre vital se estuviera desperdiciando.
Se dejó caer en una silla junto al escritorio y encontró una línea de teléfono libre. Apretó un botón y miró hacia arriba. Ellen le alcanzó los auriculares.
—Lunagrad —le dijo a la computadora—. El coronel Leonov.
Pero una de las operadoras apareció en la pantalla sacudiendo su cabeza:
—Lo siento, señor, pero las comunicaciones con Lunagrad no son continuas. En este momento no tenemos ninguna respuesta.
¡Jesucristo!
—Usen el sistema de comunicación láser de superficie. Sáquenlo de su orientación hacia las estaciones espaciales y diríjanlo hacia el espejo receptor de Lunagrad.
—Señor, necesitaré una autorización y…
—Habla Kinsman. Voy a poner al capitán Perry al teléfono, y será mejor que cuando él llegue aquí, ese láser esté apuntando al receptor de Lunagrad. ¡Quiero una comunicación, y la quiero ahora!
—¡Sí, señor! —La muchacha tenía los ojos asombrados.
Kinsman llamó a Perry a su escritorio y le explicó lo que quería que hiciera. Se dirigió luego al sofá donde Harriman estaba conversando, aún muy animado.
¿Qué hace toda esta gente aquí?, se preguntó. Al recorrer la habitación con los ojos vio al jefe de la sección ingenieros, a dos de los científicos más antiguos, a un par de jóvenes no comisionados de la Fuerza Aérea que trabajaban en las instalaciones de la catapulta, y a varias otras personas de diferentes secciones administrativas, e incluso a unos pocos que no pudo ubicar. Y Ellen. Ésta se levantó del escritorio y se le acercó.
—¿Cómo va todo?
Chet sacudió la cabeza.
—No lo sé todavía. Ni una palabra de Leonov.
—¿Estás bien?
—Sí. Bien. ¿Y tú?
—Quiero ayudar. ¿Qué puedo hacer?
Se encogió de hombros.
—Siéntate y sufre, como el resto de nosotros.
En ese momento comprendió por qué todos estaban ahí, por qué la gente se estaba reuniendo en la plaza principal. Esperaban. Esperaban a ver si todo funcionaría o no. Esperaban, para saber si vivirían o morirían.
Y yo soy el responsable.
Harriman bufó y golpeó sus manos contra los muslos.
—¡Muy bien, muy bien, impriman los detalles —gritó a una de las pantallas— y manden una copia aquí para que estos enloquecidos lo vean!
Kinsman estaba de pie frente a él.
—¿Y bien?
Harriman se volvió a mirarlo y movió bruscamente una mano.
—Ni muy bueno, ni muy malo. He hecho que todos los equipos de inspección de daños informen directamente a la computadora, y luego la estúpida máquina mezclará todo en unos pocos minutos.
—¿Y?
—Análisis preliminar: la producción de agua se ha reducido en un cuarenta por ciento. Los minerales y otras materias primas se han reducido un poco menos, posiblemente un veinticinco o treinta por ciento. Destrozaron muchas cañerías, pero las grandes maquinarias, las trituradoras…
—Bueno, en realidad no tenían suficientes explosivos como para hacer realmente daño alguno a esos monstruos.
—Cuarenta por ciento. ¿Por cuánto tiempo, quieres saber?
—Sí, ¿cuánto estima la computadora que demorarán las reparaciones?
—Dos semanas —dijo Harriman—. Pero aún es demasiado pronto como para saber… ¡Maldición! Digamos un mes, por lo menos.
Kinsman hizo un rápido cálculo mental.
—Podemos vivir con eso. Habrá escasez de agua durante un mes, más o menos.
Harriman se levantó de un salto.
—Así que tendremos que beber nuestro alcohol puro, ¿no?
Y súbitamente todos se pusieron a reír, casi gritando por el alivio. La enérgica voz de tenor de Perry se oyó por sobre los otros ruidos.
—¡Tengo a Lunagrad en línea! ¡Están buscando a Leonov para que hable!
La oficina quedó en absoluto silencio.
Todo depende de Pete ahora, se dijo Kinsman, dirigiéndose al escritorio. Perry abandonó la silla y Kinsman la ocupó sintiéndose un tanto débil y pequeño junto a ese hombre más joven.
La pantalla del teléfono era un confuso arco iris de rayas y colores, producido por la estática. De pronto se aclaró, y la cara de Piotr Leonov tomó forma. Estaba serio, y su pelo gris acero se veía despeinado.
—Discúlpame, mi amigo. —El corazón de Kinsman se detuvo—. Tendría que haber pensado en la comunicación láser más temprano. Los de la línea dura trataron de apoderarse de los principales centros de comunicaciones y de energía.
—¿Trataron? —Kinsman sintió que su sangre comenzaba a circular nuevamente.
—Sí. Hubo disparos. Lamentablemente, tuvimos que matar a algunos. Pero todo ha terminado ahora. Todo está controlado.
Un suspiro de alivio se escapó de todos los que estaban en la oficina.
—Bien, Pete. Bien… —dijo sobriamente Kinsman—. Tambien nosotros tenemos esta parte de Selene bajo control.
Por primera vez Leonov sonrió.
—Felicitaciones, entonces. Podemos ya brindar por el nacimiento de Selene, la nación más joven de la humanidad…
—No todavía —dijo Kinsman—. Antes hay que apoderarse de las estaciones espaciales. Sin ellas, todo lo que hemos hecho no tiene sentido.
Leonov asintió vigorosamente con la cabeza.
—Tengo listo un grupo de lanzaderas que están siendo abordadas por hombres de confianza. Y las mismas estaciones espaciales están tripuladas por gran variedad de gente: ucranianos, uzbekos, y hasta algunos polacos y checos.
—¿En serio? —Kinsman pudo percibir que la tensión entre la gente que lo rodeaba comenzaba a desaparecer—. ¿Y cómo es eso?
Leonov respondió con una amplia sonrisa.
—Hace unos años tuve una misión como director de personal para operaciones orbitales. Y logré poner énfasis en la preparación, la educación y la habilidad técnica más que en la afiliación y el celo partidario. El entusiasmo y los ideales leninistas, si bien son básicamente correctos, como comprenderás, no son un substituto del conocimiento de la mecánica orbital cuando uno está en una estación espacial.
—De acuerdo —Kinsman sintió que se relajaba un poco.
—Otra cosa. —Leonov se puso serio nuevamente—. Esas dos muchachas que lleve a tu fiesta de cumpleaños eran agentes de seguridad. Una de ellas me disparó.
—¡Dios bendito! ¿Dónde? ¿Es serio?
El ruso frunció el ceño.
—En la parte de atrás… abajo. Creo que lo que intentaba era humillarme. De todos modos, los medicos me dicen que sobreviviré y disfrutaré de la vida… pero por un tiempo no voy a poder sentarme cómodamente.
Hubo una explosión de carcajadas. Pero aun cuando Kinsman también reía, su mente le estaba advirtiendo: las estaciones espaciales. Tenemos que apoderarnos de ellas rápidamente, o fracasaremos.