SÁBADO 4 DE DICIEMBRE DE 1999; 18.30 HT

Kinsman estaba junto a la portezuela de la esclusa neumática de la cúpula principal, esperando a que se abriera. Afuera, el cohete estaba detenido, ancho y sin gracia, conectado al tubo por medio de túneles flexibles para el acceso. La portezuela se abrió de par en par con un suspiro, luego se cerró suavemente. Kinsman sintió un leve movimiento del aire mientras se equilibraba la presión de la cúpula.

Frank Colt cruzó la portezuela y entró al recinto. Llevaba una pequeña maleta y vestía el uniforme azul reglamentario de la Fuerza Aérea —como lo usaban los oficiales en la Tierra , con el pecho cubierto de condecoraciones— en lugar del habitual traje enterizo que todos usaban en la Luna.

Kinsman siempre se sorprendía ante la pequeñez física de Colt. El astronauta negro tenía una personalidad de gigante, pero físicamente era diminuto. Un Alexander Hamilton negro, pensó Kinsman. Tenaz, irascible. Luego recordó que Hamilton murió en un duelo, a manos de un hombre que más tarde se descubrió era un traidor a los Estados Unidos.

Al ver a Kinsman, Colt golpeó sus talones en posición de atención y saludó con energía. Kinsman, conteniendo una sonrisa, devolvió el saludo y le tendió la mano.

—Frank, querido amigo… qué gusto verte. Bienvenido.

La sonrisa de Colt era amplia.

—¿Cómo estás? Siempre con el pelo largo, ¿no?

Con una mirada al pelo del negro, cortado casi al ras, Kinsman replicó:

—¿Celoso?

—Imposible, querido. Si me dejara crecer el pelo naturalmente no podría ponerme el casco.

Continuaban riéndose cuando se dirigieron hacia la escalera mecánica.

—Deja el equipaje en tus habitaciones, y luego ven a comer con nosotros —dijo Kinsman, mientras subían a los peldaños móviles.

—Por supuesto, pero… ¿no tendría que presentar mis órdenes y ser admitido oficialmente?

—Podemos hacer eso mañana. Debes estar hambriento. Estoy seguro que la comida de las naves no ha mejorado nada.

—¡Nada! —se rió Colt, mientras tomaba la manija que estaba frente a él.

Bajaron cuatro pisos en silencio. Lo único que se oía era el lejano quejido de los motores eléctricos de la escalera. Luego Colt dijo:

—Tal vez, si se puede esperar un par de días más, me haga cargo oficialmente de mi puesto para el aniversario de Pearl Harbor. Sería un detalle delicado.

—¿Pearl qué? —preguntó Kinsman.

—Pearl Harbor, el 7 de diciembre. La Segunda Guerra Mundial. Salió en todos los diarios.

Al salir de la escalera, Kinsman comentó:

—Tienes un extraño sentido del humor, Frank.

—No, hombre. La historia. Ése es mi tema favorito: la historia.

Media hora más tarde estaban en la cafetería. Era un lugar pequeño, con sólo un par de docenas de mesas. La mayoría estaban ocupadas, pero el aislamiento acústico hacía que los ruidos fueran apenas un silencioso murmullo.

Cuando se sentaron, la cara de Colt estaba seria.

—¿No son rusos aquellos que están allá?

Movió la cabeza en dirección a la mesa donde Jill Myers estaba con Landau y otro técnico ruso. Kinsman asintió.

—Tenemos a uno de sus pacientes en nuestra sala de terapia intensiva. Un cardíaco.

—Chet, se supone que esto es una instalación militar. Ya es bastante malo tener que vivir con el enemigo al lado…

—Vamos, hombre, cálmate —reaccionó Kinsman—. Esas personas no son nuestros enemigos. —Colt sacudió la cabeza cautamente. Kinsman continuó—: No hay aquí actividad militar suficiente como para preocuparse. Tú lo sabes, Frank.

—Suponte que dejaras de proveer alimentos y oxígeno a las estaciones espaciales. ¿Qué pasaría entonces?

—¡Oh, vamos!

—No. Hablo en serio, Chet. —Colt pinchó el tenedor en su biftec. Era el primero que comía en muchos meses—. Supongamos que ellos destruyeran Moonbase, o que la tomaran. ¿De qué vivirían los muchachos de las estaciones espaciales?

— La Tierra se encargaría de eso, por supuesto.

—¿Ah, sí? ¿Sabes el tiempo que demoraría organizarlo? ¿Y los costos? Si destruyen Moonbase, arruinan también nuestras estaciones espaciales. Y ellos ganan la batalla. Serían los dueños de todo lo que está por encima de la superficie de la Tierra. ¡Y eso significa ser dueños del planeta!

—Eso no ocurrirá, Frank.

—Pero podría ocurrir. —Colt atacó su biftec con vigor—. Por esa razón me han dado este destino. Murdock está preocupado por el asunto.

De pronto Kinsman sintió que ya no estaba enojado.

—Me parece que tendría que haber mirado tus órdenes, después de todo.

—No te hubieras enterado de nada. Murdock me habló personalmente. Cree que tú eres demasiado blando, y espera que yo evite cualquier desastre. Esa es la razón por la que estoy aquí.

—Fantástico —replicó Kinsman. Alejó de sí la bandeja—. Y el próximo paso será prepararse para apoderarnos de Lunagrad.

—Es posible.

—Eso es estúpido —reaccionó Kinsman.

—¿Te parece?

Cuidado, se dijo Kinsman a sí mismo. No debe haber una pelea entre nosotros aquí. Con un esfuerzo trató de calmarse.

—Frank, ¿te acuerdas de Cy Calder?

—¿Quién?

—Hace mucho tiempo. En la época en que estudiábamos juntos. Cyril Calder. Era un periodista de…

Una expresión de reconocimiento apareció en la cara de Colt.

—Ah, sí, el viejo petimetre. Tendría unos noventa años.

—No tanto —dijo Kinsman—. Una vez me contó una anécdota… de cuando pilotaba un bombardero en la Primera Guerra.

—No sabía que era piloto.

—Fue uno de los primeros. Al principio de la guerra salía en misiones de bombardeo en una cabina abierta, con la bufanda al viento, en fin, ya conoces eso.

—Sí, sin tantas asquerosas complicaciones.

Kinsman sonrió al recordar el relato de Colder.

—Volaba un bombardero de dos plazas. Tenía que hacerlo crujir para obtener la máxima altitud cuando sobrevolaba las trincheras, unos mil quinientos metros. Los soldados de las trincheras disparaban a cualquier aeroplano. Detestaban a los que volaban.

Colt se rió.

—Cy volaba principalmente de noche. Nunca veía otro avión en el cielo. Entonces, una noche, cuando regresaban de una misión, se cruzaron con un enorme Gotha alemán que regresaba de una incursión sobre la zona de los aliados.

—¿Y entonces?

—Cy saludó con la mano al piloto alemán, y éste le devolvió el saludo. Ambos estaban emocionados de encontrarse con alguien allá arriba.

—Qué días aquellos —murmuró Colt.

—Pues bien, pocos segundos después de haberse cruzado, el artillero de Cy se volvió hacia él y gritó, para poder ser oído entre el ruido de los motores: “Ese era un alemán. ¿Por qué demonios lo has saludado? ¡Volvamos, hay que derribar al bastardo!”

Colt asintió con la cabeza.

—Cy alejó al artillero con la mano y le dijo: “¡Estúpido cretino, ya es bastante peligroso estar volando aquí arriba como para que ahora comencemos a disparar sobre la gente!”

Colt comenzó a reír, pero nunca llegó a ser más que una risita ahogada.

—Está bien. Ya veo. Esto es bastante peligroso sin tener que comenzar a disparar sobre la gente. Pero… yo tengo mis órdenes. Y es bastante posible que tus amigos rusos no hayan oído ese relato.

—Cualquiera que haya estado algún tiempo en la Luna conoce ese relato —dijo Kinsman, lentamente—. Han ayudado a nuestros muchachos mil veces, y nosotros hemos hecho lo mismo con ellos. La mayor parte de ellos habla inglés, y muchos de los nuestros hablan ruso. Aquí vivimos juntos, Frank. En paz.

—Y una mierda —Colt exageró su acento deliberadamente—. Si fuera por ti, pronto comenzarían a entonar cánticos religiosos en coro. Así que viven en paz, ¿eh? ¿Por cuánto tiempo, compañero? ¿Lo sabes? ¿Qué ocurrirá cuando reciban órdenes desde la Tierra y tengan que hacer otra cosa?

Lentamente, Colt apoyó el pulgar contra la mesa como si estuviera aplastando un insecto. O apretando el botón de FUEGO. Kinsman no dijo nada. Y Colt continuó:

—El gran momento se acerca, mi amigo. Todas estas operaciones con los satélites. Además, un imbécil de la Marina consiguió que le dispararan cerca del Polo Sur…

—¿Cómo? —Kinsman sintió como si un rayo de miedo y sorpresa atravesara sus tripas.

Colt movió su cabeza afirmativamente.

—Así es. Hace un par de días. La presión está subiendo.

—¿En la Antártida ? ¿Se están disparando unos a otros en una zona internacional?

—¿Y por qué no? Los yacimientos de carbón más grandes del mundo se encuentran allí. La lucha comenzará por ese motivo…, o por cualquier otro. Posiblemente sea otra vez el Medio Oriente; todavía queda algo de petróleo por ahí. El momento se acerca, mi amigo. Mucha gente hambrienta, y recursos insuficientes para alimentarlos a todos. Eso provocará la lucha, tarde o temprano. No hay nada que podamos hacer para impedirlo.

Kinsman abrió la boca, pero no encontró palabras para expresarse. Se quedó ahí sentado, derrotado. Luego vio a Pat Kelly que se acercaba, con su cena en una bandeja.

—¿Molesto si me siento con ustedes? —preguntó Kelly. No esperó una respuesta: colocó su bandeja junto a la de Colt y movió la silla.

—Frank, ya conoces a Pat, ¿verdad? —dijo Kinsman.

Mientras Kelly se sentaba, Colt hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Acabas de ascender a mayor, ¿no?

—Ahá —respondió Kelly—. Y pronto mi grado será más alto que el tuyo, Relámpago.

Su habitual cara de conejo estaba tensa, casi enojada, cargada de ansiedad. Colt le lanzó una mirada perezosa.

—No tengo pensado retirarme tan pronto. ¿Y qué es esa tontera de “Relámpago”?

Kelly se encogió de hombros y dijo:

—Tienes fama de ser un intrépido piloto, ¿sabías?

—No. No lo sabía. Cuéntamelo ahora.

Sentado ahí, Kinsman observó lo que ocurría. Se sentía impotente y fascinado al mismo tiempo. Kelly era un buen hombre, inteligente y dedicado. Frank Colt era igualmente inteligente, posiblemente más. Y sea lo que fuere lo que ardía en su interior, era mucho más caliente que la débil llama de Kelly. Kinsman lo sabía por experiencia. Había algo en Colt que provocaba la inquietud. La gente lo quería como a un hermano… o lo odiaba.

Kelly tenía los labios apretados.

—Mírate, con ese uniforme. Como si estuvieras en una ceremonia de la Academia. Sabes perfectamente bien que aquí no hacemos esas cosas, pero tú… tienes que ser el superhéroe. El eterno e intrépido campeón.

—Y tú guardas tu uniforme en un armario, para que todo el mundo crea que eres el Señor Buen Tipo, ¿no? ¿Alguna vez te han disparado?

—Eso no tiene nada que ver con…

—¡Al demonio que no! ¿Sabes por qué estás aquí, Señor Buen Tipo? ¿Sabes por qué puedes pasearte por la Luna y coleccionar rocas y ascender cada tres años?

—Vamos, un momento…

Colt lo hizo callar con su largo índice apuntándole a la cara.

—Tú estás aquí en la Luna , mayor Kelly, porque es más barato abastecer las estaciones orbitales desde la Luna que desde la Tierra. Esa es la razón. Me importa un bledo que haya científicos aquí, o que se salven lisiados. La única razón por la que los contribuyentes de los Estados Unidos mantienen este palacio de hadas, es que es más barato que poner en órbita los abastecimientos desde la Tierra. ¿Está claro eso?

Kelly estaba pálido ahora.

—No se podía esperar otra cosa de ti. ¿Trajiste también algunas bombas?

Colt se echó hacia atrás y rió.

—Vamos, amigo, sabes muy bien que las bombas están prohibidas en el espacio. Firmamos un tratado con los rusos hace unos treinta años. Nada de armas de destrucción masiva. Seguro que si se hiciera una inspección en Lunagrad no se encontrarían más de tres o cuatro granadas.

—Señores, se supone que son ustedes oficiales y caballeros —intervino Kinsman—. ¿Por qué no tratan de actuar de acuerdo a eso? Están dando un gran espectáculo.

Kelly miró por sobre su hombro. La gente en casi todas las mesas estaba observándolos. Los rusos también. Colt simplemente se echó hacia atrás y jugueteó con el tenedor. Con mucha suavidad, Kelly le dijo a Kinsman:

—Chet, casi me habías convencido de que trajera a mi familia. Pero veo que es inútil. Sólo hace falta un puñado de hombres de Neanderthal para arruinarlo todo, tanto en la Tierra como en la Luna.

Se levantó y salió rápidamente de la cafetería, dejando su cena intacta sobre la mesa. Colt hizo un gesto con los labios y miró a Kinsman.

—Es demasiado blando para ser un oficial.

—Es un buen hombre, Frank.

—Sí, pero los buenos tipos llegan últimos. Y en una carrera entre dos, sólo sobrevive quien llega primero.

Terminaron de comer en silencio. La cena de Kelly se enfriaba junto a ellos, como mudo recuerdo de sus diferencias.

Kinsman llevó a Colt a sus propias habitaciones después de la cena.

—Tengo una botella de licor casero —dijo, mientras Colt se hundía en el sillón de la salita—. A ver qué te parece.

Kinsman abrió la puerta corrediza que separaba la kitchenette y buscó en un armario que estaba sobre la cocina de microondas. Sacó una botella con un líquido incoloro.

—Es algo así como una cruza entre vodka y tequila. Lo hicieron los muchachos del laboratorio de química.

Colt estaba estirado cómodamente en el sillón.

—¿Sabes? —dijo, mientras aceptaba el vaso plástico que Kinsman le alcanzó—. Me había olvidado de los lujos que tienen ustedes aquí. Una sala, un dormitorio, cocina, toda la energía eléctrica que quieran, toda clase de pantallas visoras y aparatos… ¡Fantástico!

Kinsman acercó la única silla que había en la sala. Era un artefacto tejido que había sido rescatado de un escarabajo destrozado en un accidente.

—Bueno, sí… me imagino que esto es bastante cómodo, comparado con las estaciones orbitales.

—¡Comparado con la Tierra , hombre! —dijo Colt, efusivamente—. Comparado con la misma Tierra.

Levantó su vaso y Kinsman devolvió el saludo. El coronel bebió cuidadosamente, dejando que el ardiente líquido se deslizara por la lengua. Colt lo hizo de un golpe.

—¡Aaajjj! —Colt apretó los ojos y sacudió la cabeza—. ¡Fiuu! Estupendo laboratorio tienes, hombre.

—Hacen buenas cosas —admitió Kinsman sonriendo.

—En su tiempo libre, por supuesto. No estarán gastando dinero de los contribuyentes en frivolidades…

—En su tiempo libre —confirmó Kinsman—. Y bajo cuidadoso control de la gerencia. No me interesan las operaciones de destilación clandestina aquí arriba.

Colt bebió un poco más. Levantó el vaso y lo admiró.

—Puro y auténtico combustible para cohetes —dijo, y se bebió el resto.

Kinsman apoyó su vaso sobre la consola de teléfonos que estaba junto al sillón. Colt hizo lo mismo.

—Frank… Realmente, no deberías ensañarte con un muchacho como Kelly del modo en que lo hiciste.

—Oh, vamos… Él me atacó.

—Lo sé. Está asustado. Su mujer y sus niños viven cerca de una base militar.

—¿Y qué quieres que haga yo? ¿Que ponga la otra mejilla?

—Me encantaría ver eso —sonrió Kinsman.

Colt extendió sus manos.

—Mira, Chet…, trataré de llevarme bien con estos pacifistas que tienes aquí. Pero yo debo hacer mi trabajo, y lo haré. Si para eso es necesario golpear algunas cabezas o herir egos delicados, no es culpa mía. Hay que preparar esta base para un ataque.

—Lo sé —admitió Kinsman—. Pero… evita herir a los demás, si puedes. La mayoría no está de acuerdo contigo. No está bien presionarlos tanto.

—Sí, mi amo —bromeó Colt, o quizás sólo bromeaba a medias. Abandonó el sillón y comenzó a arrastrar los pies hacia la puerta—. La gente de color sabemos cuál es nuestro lugar, mi amo. No queremos crear problemas.

—Vete al infierno —dijo Kinsman, riéndose.

—Hasta mañana —dijo Colt, ya en la puerta.

—¿Sabes cómo llegar a tus habitaciones?

—Llegaría aún con los ojos vendados.

—Buenas noches, Frank.

Tan pronto como Colt cerró la puerta, Kinsman se inclinó y apretó el botón de la consola telefónica. La pantalla se iluminó, aunque no apareció ninguna imagen.

—Pat Kelly, por favor.

Durante un momento el teléfono murmuró, y luego la voz grabada de la computadora respondió:

No está en sus habitaciones.

—Encuéntrelo.

Pasaron unos cuantos minutos antes de que la cara de Kelly apareciera en la pantalla. Todavía se lo veía tenso, con los labios apretados.

—¿Dónde estás? —preguntó Kinsman.

—Corredor C, área veinte. Estaba caminando… calmándome. Pensando.

—Muy bien. Ahora escucha. Quiero que te metas esto en la cabeza: Colt será el segundo jefe…, pero he creado el cargo de ayudante mío. Y quiero que ocupes ese lugar. No tienes que volver a la Tierra , y puedes traer a tu familia.

La voz de Kelly no tenía ninguna expresión.

—No mientras él este aquí. No serviría de nada.

—Va a servir si quieres —replicó Kinsman—. Conozco a Frank desde la época de la escuela de vuelo. Hay muchas cosas en las que no estamos de acuerdo, pero somos amigos. Casi hermanos. Me salvó una vez la vida, y yo lo he ayudado en momentos difíciles, como cuando perdió a su mujer.

—Yo… no sabía…

—Pero por muy amigos que seamos —continuó Kinsman—, nunca sabré qué significa ser negro. Tampoco tú lo sabrás. Ha luchado mucho para llegar al lugar que ocupa. Ha tenido que superar obstáculos que nosotros ni siquiera podemos imaginar.

—Vamos, Chet —dijo Kelly—. El pobre chico desvalido del gueto… He oído ese cuento toda mi vida. Es mentira.

—Hay gente que todavía quema sinagogas, Pat. Y hay quienes aún golpean a los negros. Las cosas están peor, no mejor. Frank tiene sus propias heridas para probarlo.

—¿Y se supone que yo…?

Se supone que debes actuar como un adulto —interrumpió Kinsman—. Haces lo que debes hacer, y traes a tu familia. Aquí estarán a salvo.

—¿Aunque él siga en Moonbase?

—Aunque él siga en Moonbase —dijo Kinsman.

La expresión de Kelly era de duda, pero algo de su enojo se había suavizado en su cara.

—Comienza con el papelerío mañana a primera hora —dijo Kinsman—. Y eso es una orden. Ahora eres mi ayudante. Y tu familia vendrá en el primer vuelo disponible.

—Bueno…

—Y ya que estamos en eso, investiga en los archivos de personal quiénes en Selene tienen parientes directos en la Tierra.

—¡Dios mío! ¿Vas a comenzar un servicio de rescate?

—Será más bien un servicio de inmigración —replicó Kinsman.

Interrumpió la comunicación, y la cara de Kelly desapareció de la pantalla. Kinsman se quedó mirando la mural que tenía enfrente. En ella se veía la Tierra.

Sabes perfectamente bien que no puedes acomodar a todos, murmuró para sí mismo. No puedes salvarlos a todos. ¡Dios mío, hay ocho mil millones!

Esa noche no durmió. Se acostó, apagó todas las luces y las pantallas murales, pero permaneció despierto.

Ocho mil millones.

“Y oirás que se desencadenan guerras, y los ruidos mismos de la guerra… Pues las naciones se levantarán contra las naciones, y los reinos contra los reinos: y habrá hambre y enfermedades y terremotos… ¡Y pobres de aquellas que lleven un hijo en las entrañas, o estén criando uno durante esos días! Pero ruega que tu fuga no sea en invierno ni en el día del Señor: porque entonces habrá gran tribulación, como no la ha habido desde el comienzo del mundo hasta ahora, ni la habrá jamás”.

—Un holocausto —murmuró.

Sentado en la cama, entre las transpiradas y arrugadas sábanas, recordó la imagen de la pantalla mural. La Tierra flotando en el negro vacío.

“Hambre y enfermedades y terremotos… las naciones se levantarán contra las naciones…”

Cerró los ojos y vio nuevamente al cosmonauta muerto. Suspendido en el espacio. Con los tubos de oxígeno rotos. Por mis propias manos, se dijo.

Kinsman puso sus manos delante de sí en las sombras de la oscura habitación. De modo que tú sobrevivirás, mientras el resto muere. Eres más culpable que los otros. Has matado. No apretaste ningún botón, no. Lo hiciste a la antigua. Con tus propias manos.

—“Y si la mano derecha te ofende, córtala”.

El sonido de su propia voz en la oscuridad lo sobresaltó. Sabía que no había citado correctamente, pero era igualmente adecuado. Era adecuado.

Las reuniones dominicales. Un domingo encontraron que una ardilla había entrado en la Casa de Reuniones y se había comido la mitad de los tapizados de cuero de los bancos.

—Lo tenemos merecido —había dicho su padre—. Los bancos tapizados son una debilidad.

Eso había sido dicho por el cuáquero más rico de Pennsylvania. Era un hombre lleno de contradicciones. Ojalá lo hubiera conocido mejor.

Los otros niños en la escuela se burlaban de él porque era cuáquero. Lo llamaban William Penn. Los más violentos, los más grandes lo provocaban.

—Muéstranos cómo tiemblas, cuáquero. Cómo te rompieron la nariz. Cómo aprendiste a evitar una pelea por medio de las palabras.

Pero ahora no se la puede evitar con palabras. ¡Jamás volveré a pilotar un avión! Si se destruyen totalmente no habrá aeroplanos. Ni pistas de aterrizajes.

—¿A quién tratas de engañar? —se preguntó—. No podrías pilotar ahora, de todos modos. No después de años viviendo en esta gravedad. Eres débil como una esponja. Y además ya no eres un muchacho, cincuentón. No podrías pilotar nada que fuera más complejo que un planeador.

¿Por qué tienen que hacerse la guerra? ¿No han aprendido nada en medio siglo de Guerra Fría? ¿Por qué deben hacer desaparecer todo?

Pero él sabía por qué. Por la misma razón que él había matado al astronauta. Exactamente por la misma razón. No era necesario; realmente no lo era… Pero la furia se apodera de uno, y no se la puede detener. No, hasta que ya es demasiado tarde.

Sonó el timbre del despertador. Las luces del dormitorio se fueron encendiendo lentamente hasta alcanzar su mayor intensidad. Hora de levantarse.

Con un esfuerzo, Kinsman se sentó en el lecho. Al demonio con todo y con todos, se dijo a sí mismo. Asi es como están las cosas, y así es como tengo que hacerlo.

Todo se ve diferente con la luz del día. Aun cuando la luz es artificial. Ni más fácil ni mejor…, pero más racional. A la luz del día uno puede manejarlo todo más racionalmente. En la oscuridad, extrañas formas invaden las sombras.

Kinsman pidió una comunicación con Leonov. Luego se dio una ducha seca y se vistió mientras esperaba. Finalmente sonó el teléfono, y el técnico de comunicaciones le dijo que el comandante ruso estaba en línea. La pantalla se puso gris, no había ninguna imagen…, pero la voz de Leonov era fuerte y clara.

—No sabía que los capitalistas se levantaban tan temprano por la mañana.

Kinsman devolvió el golpe.

—Así es como aventajamos a los burócratas centralizados.

—¡Ajá! Una provocación.

Kinsman se puso serio y preguntó.

—¿Te has enterado del asunto de la Antártida ?

—Sí.

Esperó a que Leonov dijera algo más. Pero no había nada que decir.

—¿Algo más acerca de tu reemplazante?

—No. No todavía.

La voz de Leonov sonaba tensa. Están controlando su línea, pensó. Luego se dijo: Y la mía también, probablemente.

—Tenemos que encontrarnos, Pete, y hablar de algunas cosas. La carrera de escarabajos y todo eso.

—No puedo —replicó Leonov inmediatamente—. Hoy no. Tengo que ocuparme de muchos otros problemas. Quizás en un día o dos.

Haciendo un gesto afirmativo para sí mismo, Kinsman dijo:

—Ajá. Muy bien. Llámame.

Desconectó el teléfono y se quedó desnudo junto a la cama durante unos cuantos minutos inciertos; luego apretó nuevamente el teclado del teléfono.

—Consígame un volador —dijo a la centelleante pantalla—. Para un vuelo de larga distancia. Le daré el plan de vuelos en la oficina de operaciones. Estaré ahí en media hora.

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