Ben Bova Milenio

MIÉRCOLES 1º DE DICIEMBRE DE 1999, 09:00 H

El reloj digital que estaba sobre el escritorio de Kinsman indicaba las nueve. Esta artificial división del tiempo no hacía ninguna diferencia física para la comunidad del subsuelo. Arriba, en la superficie de la Luna , el sol se estaba poniendo. Era el comienzo de una noche que duraría trescientas sesenta y seis horas. Pero allí, en la protección del subsuelo, estaba naciendo un día hecho por el hombre en la ciudad llamada Selene.

Por ser el americano de más alta graduación en la Luna , el coronel Kinsman tenía derecho a una oficina privada. Era pequeña y funcional. Tenía un escritorio adosado a un rincón, pero él rara vez lo usaba. Prefería acomodarse en el sillón de espuma plástica que estaba contra una pared. Había sido uno de los primeros productos de las facilidades que tuvo Selene. El plástico provenía originalmente de los embalajes que enviaban desde la Tierra. La espuma era un protector contra incendios que había ya sobrepasado los límites de vida útil y había sido reemplazado por un nuevo material. Un químico belga que había visitado Selene hacía varios años, había descubierto un método para convertir la espuma en confortable relleno para tapizar los muebles.

No había ningún archivo en la oficina. Ni un papel a la vista. Kinsman detestaba el papeleo y prefería discutir los problemas cara a cara. Sobre el escritorio había un teclado conectado con la memoria de la computadora principal de Selene. Junto a ella el teléfono visual, con una pequeña pantalla de video. Había otro teléfono sobre un soporte junto al sillón. Dos sillas giratorias completaban el mobiliario de la habitación. El piso estaba cubierto de césped, lo que tenía un sentido práctico más que estético: las plantas verdes proveían el vital oxígeno en este puesto de avanzada en el subsuelo de un mundo sin aire.

Tres de las paredes de la oficina estaban cubiertas por pantallas. Una de ellas mostraba la Tierra tal como se la veía desde la cúpula principal de Selene, allá en la superficie. Las otras dos no mostraban nada en ese momento.

Kinsman estaba recostado en el sillón de espuma con un brazo estirado perezosamente por sobre los almohadones del respaldo. En una época había sido flaco, pero ahora comenzaba a engordar. Su pelo oscuro estaba poniéndose gris y lo llevaba mucho más largo de lo que permitían los reglamentos de la Fuerza Aérea. No había insignias de grado en su traje azul enterizo; no eran necesarias. Todo el mundo en esa comunidad del subsuelo lo conocía de vista, hasta los rusos.

Su cara era larga, ligeramente caballuna, sus ojos gris azulados y un poco juntos, una nariz que nunca le había gustado y una sonrisa que aprendió a usar hacía muchos años.

Frente a él, tensamente sentado en los cuatro centímetros de adelante de una de las sillas giratorias, estaba uno de los residentes permanentes de Selene, Ernie Waterman, un ingeniero civil. Alto, anguloso, sombrío. Se parece a Ichabod Crane, pensó Kinsman. Pero le sonrió mientras decía:

—Ernie, no me gusta perseguirlo, pero Selene no puede ser autosuficiente hasta que la planta de agua sea llevada a su total capacidad.

La voz de Waterman sonaba nerviosa, pronta para una discusión:

—¿De modo que es mi culpa? Si pudiéramos hacer traer más equipos de la Tierra …

—Ojalá pudiéramos.

Kinsman fijó la mirada en el creciente azul que brillaba en la pantalla mural detrás del ingeniero.

—Nuestro querido y viejo General Murdock y sus amigos en Washington dicen que no —continuó—. Es demasiado pesado y demasiado caro. En esto estamos solos. Pero no hay ninguna razón para que no podamos construir nuestro propio equipo aquí mismo en los talleres, ¿verdad?

Waterman mostró una sonrisa torcida que más bien parecía una mueca.

—Todavía quedan optimistas. Muy bien. Tenemos algunas materias primas y alguna gente especializada, pero ¿dónde están los seis millones de otras cosas que necesitamos? No tenemos herramientas. No tenemos suministros. A nosotros nos toma cuatro veces más tiempo hacer cualquier cosa porque siempre tenemos que comenzar de cero. No puedo tomar el teléfono y pedir que me envíen el acero inoxidable que necesito. O los cables. O el cobre y el tungsteno. Tenemos que extraerlo y procesarlo nosotros mismos.

—Lo sé —dijo Kinsman.

—De modo que eso toma tiempo. —Waterman subió un poco el tono de su voz—. ¡Entonces no empiece a echarme las culpas a mí! He estado aquí por un año, y en este trabajo sólo seis meses. Se supone que debería estar ya jubilado…

—Vamos, vamos. Cálmese —suavizó Kinsman—. No me refería a usted personalmente. Y sabe bien que usted se sentía menos feliz que una piedra con su jubilación, Ernie. Usted no es hombre para estar sin hacer nada.

Eso lo hizo sonreír. Nada de peleas con la ayuda voluntaria. La larga cara del ingeniero se aflojó ligeramente con una pequeña sonrisa.

—Bueno, ¡bah! quizás estoy un poco nervioso. Pero lo que más me molestó fueron sus muchachos voladores de uniforme azul. Tratando de hacerse los ingenieros con esos estúpidos hornos solares…

—Muy bien, muy bien. Tiene razón. —Kinsman levantó sus manos en un simulacro de rendición—. Yo sé que usted está haciendo lo que corresponde. No debería presionarlo. Pero la planta de agua es nuestra clave para la supervivencia. Necesitamos un excedente de capacidad. Si llegara a ocurrir un accidente y perdemos la que tenemos ahora…, será un largo viaje hasta la Tierra. Demasiado tiempo para esperar un trago de agua.

—¿Y usted cree que no lo sé? Yo hago todos los esfuerzos que puedo, Chet. Sin embargo, sería una gran ayuda si consiguiéramos más equipos de la Tierra.

—Eso es imposible.

Con un deliberado encogimiento de hombros, Waterman dijo:

—Muy bien, lo seguiremos haciendo del modo más difícil. —Hizo una pausa y luego agregó—: Pero no veo por qué tanto apuro. La fábrica ya está produciendo más agua de la que usamos. Hasta se podría cambiar el agua de esa preciosa piscina suya todas las semanas en lugar de reprocesarla.

Kinsman forzó una sonrisa.

—La piscina es el único lujo en Selene. Además, la planta fue originalmente diseñada con exceso, para asegurarse de que pudiéramos recibir gente extra aquí. Como por ejemplo a los ingenieros jubilados.

—Con las piernas enfermas. Sí, lo sé. —Waterman quedó en silencio durante un momento. Luego agregó—: Pero… allá en la Tierra , ¿saben algo de la expansión de la fábrica?

—¿Qué? —una sacudida recorrió el cuerpo de Kinsman—. Por supuesto que lo saben.

—Quiero decir…, si saben que estamos tratando de duplicar su capacidad.

Kinsman permaneció silencioso durante un momento. Luego respondió con suavidad.

—La autosuficiencia ha sido siempre nuestro objetivo, Ernie. El agua es clave para la supervivencia. Sin agua ni siquiera podríamos mantener vivo el césped que pisamos.

—Sí, pero…

—¿Pero qué?

Waterman extendió sus manos.

—Usted tiene ya una capacidad suficientemente grande como para atender las necesidades de más gente de la que hay en el lado americano de Selene. Duplicarla significa que podríamos proveer de agua a los rusos también.

—¿Y eso es tan terrible? —preguntó Kinsman. Waterman no dijo nada, pero su cara se ensombreció—. Yo no proyecté este lugar —dijo Kinsman—. Selene fue organizada cuando los rusos cooperaban con nosotros en el programa espacial. Tenemos que vivir con ellos como vecinos, muy bien. Hasta ahora nos llevamos bastante bien, mucho mejor que allá en la Tierra. Pero si los zapatos nos comienzan a ajustar, ¿no cree usted que sería mejor si nosotros tuviéramos control sobre suficiente cantidad de agua como para abastecer a ambos lados? Entonces, si algo ocurriera que estropeara su abastecimiento de agua, los rusos tendrían que venir a pedírnosla por favor, ¿no le parece?

El ceño fruncido del ingeniero se desvaneció. Sonrió.

—Entiendo. Usted quiere que dupliquemos la capacidad de la planta. Muy bien, tendrá el doble. Lo único que le pido es que deje de estar encima de mi nariz todos los días, ¿de acuerdo?

Con una risa de tranquilidad Kinsman dijo:

—¿Qué le parece si lo hago día por medio? Sabe Ernie, cuando descubrí que usted era ingeniero y además estaba interesado en plantas de agua, casi me hago religioso. Waterman: precisamente el presagio que necesitábamos para la fábrica.

—Religión —dijo el ingeniero con voz repentinamente baja y en tono serio—. Eso es lo que uno encuentra cuando descubre que puede caminar otra vez y puede hacer cosas útiles, en lugar de estar sentado en una silla de ruedas el resto de la vida—. Golpeó los soportes metálicos debajo del pantalón.

—La menor gravedad es una de nuestras atracciones turísticas —dijo Kinsman, mientras acompañaba lentamente a Waterman hacia la puerta.

El ingeniero hizo un gesto con la mano.

—No es sólo la gravedad. Es toda la actitud que reina aquí… el modo en que la gente hace las cosas. Nada de impedimentos, ni de toda esa porquería como allá en la Tierra. Nada de estar haciendo colas o pasarse el día llenando formularios. La gente aquí tiene fe en los otros.

Y esa fe los ha hecho más íntegros, se dijo Kinsman para sí. A Waterman le respondió:

—Son libres, Ernie. Tenemos suficiente espacio aquí como para ser libres.

Waterman se encogió de hombros.

—Sea lo que fuere, es como un milagro.

—¿No extraña la Tierra para nada? —preguntó Kinsman, deteniéndose en la puerta.

—¿Extrañar Pittsburgh, Pennsylvania? ¡Demonios, no! A mis dos hijas, sí. A ellas sí las extraño. Pero todo el resto… el resto es sólo hacinamiento, desde un mar contaminado hasta otro mar contaminado. Todo se está yendo al infierno con tanta rapidez, que no hay modo de detenerlo.

Kinsman pensó en sus últimos días en la Tierra , hacía ya más de cinco años. Su súbito deseo de ver San Francisco una vez más. La enloquecida batalla con las aerolíneas para conseguir un lugar en un avión que fuera al oeste. El golpe de ver una ciudad que él había amado convertida en una inmensa red de calles y casas sucias: las torres otrora brillantes, pudriéndose en el abandono con sus ascensores inútiles sin electricidad; los puentes herrumbrándose por falta de cuidado; la bahía sucia de casas flotantes y negra de escoria.

—¿Y usted? —preguntó Waterman—. ¿No la extraña? Usted ha estado aquí más tiempo que ninguna persona.

Kinsman evitó la pregunta.

—Yo puedo volver cuando quiera, realmente. No estoy restringido físicamente.

—Ah, sí… claro. ¿Y eso hace alguna diferencia?

El teléfono sonó.

—El deber me llama —dijo Kinsman.

Mientras el ingeniero cerraba la puerta detras de sí, Kinsman volvió al sillón. Inclinándose por sobre éste tocó el botón que decía ON junto a la red del parlante.

Una de las pantallas murales brilló, pero no apareció ninguna imagen en ella. En lugar de eso la femenina, melosa y tibia voz de la cinta de la computadora dijo:

—Coronel Kinsman, usted pidió que se le recordara que la lanzadora que trae la gente nueva es esperada a las 0930 horas. El control de tráfico confirma que la nave viaja a horario.

—Bien —dijo, y desconectó el teléfono.

Abandonó la oficina y se dirigió por el corredor hacia la escalera mecánica. Me pregunto qué haría Ernie si le dijera que deberíamos compartir nuestra agua con los rusos en caso de emergencia… ¿Renunciaría a su trabajo? ¿Avisaría inmediatamente a Washington?

Oficialmente, la base americana en la Luna se llamaba Moonbase. Los rusos llamaban a la de ellos Lunagrad. Oficialmente las dos bases estaban separadas y funcionaban independientemente una de la otra. Los expertos militares tanto en Washington como en Moscú, fruncían el ceño cuando pensaban en el breve entusiasmo de amistad internacional que había resultado en la construcción de las dos bases una junto a otra.

Técnicamente, Moonbase y Lunagrad eran ambas autosuficientes, cada una capaz de sobrevivir sin el auxilio de la otra. En realidad, los americanos y los rusos que vivían unos junto a otros como vecinos se llamaban a sí mismos luniks y a toda la comunidad Selene.

Ahora Kinsman caminaba a través de la gran caverna que unía las dos mitades de Selene. Era una vasta cámara subterránea con un alto y blanco techo de yeso y ásperas paredes de piedra gris. Los rusos y los americanos la habían convertido en una plaza, con prados de hierba y senderos bordeados de árboles. Pequeños negocios y cantinas de refrescos establecidos por comerciantes individuales de diferentes países competían con los almacenes gubernamentales que proveían una limitada cantidad de utensilios personales de la Tierra. La plaza estaba siempre llena de gente que había terminado sus tareas. A Kinsman le recordaba un bazar oriental, pero contenido, silencioso, en la suave y leve gravedad del controlado estilo lunar.

Kinsman saludó con la cabeza y sonrió a casi todo el mundo mientras atravesaba la plaza. Conocía a todos los residentes permanentes por su nombre. Eran solamente unos mil. Pero mientras viajaba en la escalera mecánica que conducía a la cúpula principal en la superficie, sus pensamientos volvieron a Waterman. ¿Cuánta de nuestra gente aun piensa como si estuviera ligada a la Tierra ?, se preguntó. Cuando abandonó la escalera y pisó el suelo rocoso de la enorme cúpula tenía la frente arrugada.

Siga el camino de ladrillos amarillos. La cúpula se mantenía a oscuras. Flechas levemente luminosas marcaban el suelo de roca fundida, señalando el camino hacia distintos lugares. Kinsman caminó como entre algodones siguiendo las flechas amarillas. Se dirigía hacia la esclusa neumática principal.

La cúpula era tan grande como una catedral moderna, e igualmente vacía. Era la estructura más grande que había en la superficie de la Luna , un símbolo del eterno espíritu de hermandad y cooperación entre los pueblos de los Estados Unidos y la Unión Soviética. Ese espíritu había muerto un poco antes de que la cúpula estuviera terminada, envenenado por un mundo ahogado por el exceso de población y la escasez de recursos.

El ruido del liviano calzado de Kinsman arrastrándose por sobre el suelo de roca fundida, era absorbido por la oscura y sepulcral cúpula. Se podía sentir el frío de la nueva noche lunar filtrándose por la roca. El techo de la cúpula también estaba hecho de rocas lunares, apoyado sobre una estructura geodésica hecha del aluminio recuperado de las agotadas etapas de los cohetes. Las paredes principales de la cúpula eran de plastiglás transparente, traído hacía años de la Tierra , valioso kilo por kilo.

Filas de tractores, orugas y otro equipo pesado estaban mudas, quietas y cada una en su lugar. Mirando a la esclusa neumática principal, el lado derecho era para el equipo americano, el izquierdo para el ruso.

Eso es sutileza política, se dijo Kinsman.

Al cruzar la cúpula Kinsman no solamente caminaba, sino que se deslizaba. Sus años en la Luna lo habían llevado a un acuerdo inconsciente entre sus piernas con músculos terrestres y la poca gravedad lunar. El resultado eran unos pasos en cámara lenta que lo hacían deslizarse casi flotando. Nada se le parecía más que el silencioso y decidido avance de un gato al acecho. En las sombras que emanaban de las débiles y muy altas luces, su cara huesuda y de mandíbula alargada, junto con las sombras de su ceño fruncido, aumentaban esa sensación de felino cazador.

Se acercó a la pesada estructura de metal de la esclusa neumática principal, y caminó alrededor de sus paredes —que habían sido brillantes— hasta llegar al área de observación. A pesar de la poca iluminación pudo ver la débil refracción de su imagen en la pared de plastiglás. Su traje enterizo se veía un poco abultado alrededor de la cintura. Te estás poniendo gordo, pensó. Demasiado trabajo de oficina y poco ejercicio. Es la desgracia de los ejecutivos de mediana edad. Mirando a través de su propia imagen observó la desolada llanura lunar afuera.

El Mar de las Nubes.

Era una llanura desolada como marcada de viruelas, ondulada de roca desnuda, golpeada durante eones por una constante lluvia de meteoros y más recientemente, cerca de la cúpula, barrida por los cohetes de descenso de las naves espaciales. Era un mar helado de piedra, desnudo y completamente sin vida, con rocas desparramadas sin orden en cualquier parte, como un trabajo de construcción a medio terminar que los albañiles hubieran abandonado, dejándola meditar gris y fantasmal a la luz de la brillante Tierra creciente.

Si fuera realmente un mar, o siquiera nubes, no necesitaríamos esa maldita planta de agua. Las arrugas de su ceño se hicieron más profundas mientras pensaba en eso. Odiaba tener que discutir con la gente, detestaba la necesidad de aguijonearlos y presionarlos. Quizás no necesitáramos el agua excedente. Pero el agua es vida, y no quiero tener que negársela a nadie, ni siquiera a los rusos. Miró el atractivo, encantador azul y blanco de la Tierra creciente. Especialmente a los rusos, agregó silenciosamente.

Se volvió levemente. Miró a través del amplio y silencioso ámbito de la silenciosa cúpula hacia la pared transparente del otro lado. Los desolados y redondos grupos de montañas agrupados allí, guardianes de la circular muralla de Alphonsus, un cráter lo suficientemente amplio como para contener cualquier ciudad de la Tierra , incluyendo sus suburbios. El solo pensamiento de una creciente, fétida y descompuesta ciudad aquí en la Luna lo asqueó.

Volvió su atención hacia el Mar de las Nubes y miró hacia arriba para tratar de distinguir la nave que se acercaba. No había resplandor de cohetes, ni reflejos de luz de la Tierra sobre el pulido metal. Vio el horizonte, tan cercano que casi se podía tocar. Y más allá la negrura de lo infinito. Sin importarle la cantidad de veces que se había enfrentado a eso, era una visión que todavía lo conmovía. Algunas estrellas brillantes podían distinguirse a través de las gruesas paredes de plástico. Los ojos de Dios, se dijo a sí mismo. Y luego agregó: ¡Idiota supersticioso!

Los tractores presurizados de la tripulación de superficie comenzaron a salir por la enorme esclusa para vehículos y a distribuirse en el área de descenso. Las luces estaban encendidas afuera, de modo que la lanzadera ya debía haber comenzado el descenso. Ahora sí, Kinsman vio una explosión de color brillante que desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Luego otra, y el pesado y aplastado artefacto comenzó a tomar forma mientras caía como una piedra en una pesadilla, lenta pero inexorablemente, cayendo, siempre cayendo… Otra explosión de cohete, y luego otra más…

La desnuda roca de la zona de descenso bulló en una pequeña tormenta de arena, en el mismo lugar donde hacía un momento parecía imposible que hubiera algo semejante al polvo. La lanzadera descendió como un hombre gordo y viejo sentándose en su sillón favorito: lentamente, cuidadosamente y luego… ¡plop!, las patas de apoyo tocaron el suelo y se arquearon bajo el peso de la nave espacial. Se desconectaron los motores y la tormenta de polvo y guijarros se calmó.

Los tractores de la tripulación de superficie se unieron alrededor del cohete aún caliente, fieles cachorros mecánicos saludando el regreso del amo. Un tubo flexible comenzó a serpentear desde la portezuela del personal de la esclusa neumática hacia la escotilla principal de la nave.

Kinsman hizo un gesto para sí mismo, satisfecho por el descenso. Un nuevo grupo para una estada de noventa días, casi todos en su primer turno de obligaciones en la Luna. Al llegar llamarían a este lugar Moonbase, la designación oficial impuesta por superiores del coronel Kinsman allá en la Tierra. Al igual que los nuevos rusos llamarían a su base Lunagrad.

Pero aquellos que permanecieran en la Luna , aquellos que harían su hogar en la comunidad del subsuelo, a pesar de las protestas iniciales, llegarían a llamar a este lugar Selene. Kinsman le había dado ese nombre hacía varios años, y había quedado también entre los rusos. Los novatos que pudieran ver la diferencia entre Moonbase y Selene volverían a cumplir otros turnos de obligaciones; Kinsman se encargaría de que fuera así. Los otros no regresarían nunca más. También se encargaría de eso.

Acercándose a la portezuela interior de la esclusa neumática para uso del personal, Kinsman observó la entrada de los recién llegados. Eran ocho muchachas, hablando todas al mismo tiempo, y cuatro hombres silenciosos. Muchachos, realmente. Todos excepto el que iba delante rebotaban torpemente al tratar de caminar en la baja gravedad lunar; ése era el más seguro síntoma de recién llegados. Las muchachas tenían los ojos muy abiertos y conversaban excitadas. Era su primera vez.

Kinsman reconoció al muchacho que venía a la cabeza. Llevaba insignias de capitán en las solapas de su traje enterizo: Perry, Christopher S. El joven vio a Kinsman y lo saludó enérgica y rápidamente. Kinsman movió la cabeza en respuesta mientras el capitán Perry conducía a su fila de recién llegados a la escalera mecánica que conducía hacia abajo, hacia las áreas de vivienda y trabajo de Selene. Las muchachas lo ignoraron, siempre conversando y mirando intensamente el grave paisaje lunar.

Todos tan tremendamente jóvenes, pensó. Casi niños.

Pero cerrando el pequeño grupo venía una mujer, no una muchacha. Alta, delgada, de pelo corto y oscuro y con una buena figura debajo de su traje enterizo gris verdoso.

—¡Un adulto! —se oyó decir Kinsman a sí mismo.

Ella abrió sus oscuros ojos como un relámpago. Eran marrones, grandes y sobrecogedores. Sonrió y respondió:

—Yo soy la madre de los cachorros.

Kinsman se quedó inmóvil mientras ella pasó junto a él, dando saltos. Admiró el modo en que ella llevaba su traje mientras trataba de caminar con dignidad. Pasarían unos cuantos días antes de que se habituara a la escasa gravedad.

Más de seis horas después, precisamente a las 1100 a .m., hora estándar del Este, el Presidente entró lentamente, casi resistiéndose, a la Sala del Gabinete. Los miembros del Consejo de Seguridad, cada uno en su sitio alrededor de la lustrada mesa ovalada, estaban de pie.

—Siéntense, por favor.

El Presidente forzó una sonrisa y movió sus manos hacia ellos. Se sentó a la cabecera de la mesa mientras los demás murmuraban unas dos docenas de versiones de “Buenos días”.

El Secretario de Defensa no sonreía cuando se sentó.

—Señor Presidente, me veo en la obligación de hablar de un asunto que despertó mi atención esta mañana, y por lo tanto no está en la agenda.

El Presidente era negro, aunque no demasiado negro. Su complexión y su estructura facial ósea mostraban una decidida influencia caucasiana, algo que le había costado algunos votos. Su pelo, muy corto, estaba moteado de gris, pero su cuerpo tenía ese aspecto firme y a la vez flexible de la persona que juega al tenis para ejercitarse. Su sonrisa era simpática y tenía el don de hacer sentir cómoda a la gente que estaba con él. Algunos decían que éste era su don, pero quienes así lo hacían eran generalmente considerados intolerantes, sin importar el color que tuvieran.

El Secretario de Defensa era frío y enjuto, con un cuerpo filoso como la hoja de un sable. De facciones agudas, sus ojos eran penetrantes y metálicos. Cuando no estaba presente lo llamaban El Halcón. Este sobrenombre se refería tanto a su aspecto como a sus actitudes. Secretamente, se sentía complacido por la comparación.

El Presidente lo miró con sorpresa.

—¿No está en la agenda? ¿Y por qué no?

—La información llegó hace escasamente una media hora. No hubo tiempo…

El Presidente, mirando a los demás alrededor de la mesa, golpeteó la única hoja de papel que estaba delante de él.

—Media hora debería ser tiempo suficiente para revisar la agenda. Después de todo, para eso son las agendas.

El Secretario de Defensa asintió brevemente con la cabeza y luego dijo:

—Sí, lo sé. Pero no hubo tiempo. Los rusos han inutilizado tres de nuestros satélites ABM, en lo que va del día de hoy, es decir desde medianoche, hora universal, o sea las siete p.m., hora estándar…

—No nos confunda con las diferentes horas. —El Presidente alzó su agradable voz de barítono—. ¿Cuál ha sido el resultado de la semana pasada?

—Durante los últimos siete días —respondió el Secretario de Defensa, buscando entre los papeles que tenía delante—, los rojos han eliminado,… sí, aquí está, han inutilizado siete de nuestros satélites ABM, y nosotros hemos acabado con cuatro de ellos.

El Presidente se encogió de hombros.

—No está mal. ¿Hay heridos?

—No. No hubo muertos ni heridos desde que aquel capitán estrelló su nave espacial contra uno de sus satélites. Y, aparentemente, aquello fue accidente.

Un general de cuatro estrellas que vestía el uniforme azul de la Fuerza Aérea asintió.

—Hemos hecho una detallada investigación. No hubo posibilidad de acción enemiga en ese caso, salvo que el satélite fuera algún tipo de trampa.

—No quiero que haya heridos —dijo el Presidente.

El Secretario de Defensa frunció el ceño.

—Señor Presidente, en este caso estamos haciendo un juego de apuestas muy altas. Será necesario correr algunos…

—No quiero que haya heridos.

Con una mirada al general y a los otros que estaban sentados alrededor de la mesa, el Secretario de Defensa dijo:

—Hemos estado tratando de completar nuestra red ABM por los dos últimos años. Los rusos han estado inutilizando nuestros satélites para impedirnos terminarla. Si observan estos gráficos —deslizó tres hojas de papel hacia el Presidente—, verán que están dejando fuera de combate a nuestros satélites casi en un número que iguala nuestros lanzamientos.

—¿Y qué pasa con los satélites de ellos? —preguntó el Presidente, sin mirar los gráficos.

El general respondió severamente.

—Estamos restringidos en el número de misiones antisatélites que podemos enviar. El número de astronautas con experiencia es limitado, y los fondos para hacer el trabajo son exiguos. Mientras tanto, el enemigo aumenta la frecuencia de sus lanzamientos y cada vez colocan más y más satélites ABM en órbita. Además, los últimos que están lanzando están camuflados y fortalecidos. Son mucho más difíciles de encontrar y de eliminar.

El Secretario de Estado se aclaró la garganta y dijo:

—Usted insiste en llamarlos “el enemigo”. No estamos en guerra.

—¡Eso es absurdo! —gruñó un voluminoso hombre de pesada mandíbula que estaba al otro extremo de la mesa. Su voz era un trabajoso y elaborado murmullo; su cara era un perpetuo y rojo resplandor de furia—. Con el debido respeto, estamos en guerra y lo hemos estado desde hace dos años. Desde que nosotros y los rojos comenzamos a lanzar los satélites ABM, nos hemos estado atacando mutuamente. Ambos bandos sabemos que el primero que termine de instalar la red ABM tendrá una enorme ventaja: esos satélites pueden destruir la totalidad de las fuerzas estratégicas de choque del otro bando. El equilibrio nuclear se habrá roto.

Se detuvo un momento y con dificultad respiró hondo. Nadie hablaba. Apoyándose pesadamente sobre sus antebrazos y con los ojos brillantes por el dolor o la furia —o quizás por las dos cosas—, retomó su áspero murmullo.

—Cuando uno de los dos lados complete su red ABM podrá dictar con impunidad sus términos a la otra parte. No podemos permitir que los rusos terminen antes que nosotros. ¡No podemos!

El Presidente se movió incómodo en su sillón y apartó la vista del corpulento y furioso hombre que había hablado. El Secretario de Defensa dijo nerviosamente:

—Totalmente correcto. Si los rojos completan su red antes que nosotros, podrán derribar nuestros cohetes tan pronto como los lancemos. Y ya no tendremos ninguna fuerza que oponerles. Estaremos a su merced.

—Esto es una guerra —reafirmó el general Hofstader—. El hecho de que no haya lucha en la superficie y hasta ahora no se hayan producido víctimas, no debe engañarnos y hacernos creer que sea un juego.

—Y tarde o temprano habrá víctimas —dijo el Secretario de Defensa.

—¿Qué? ¿Qué quiere decir? —Por primera vez el Presidente se mostró sobresaltado.

—Si usted observa los gráficos que le di —dijo el de Defensa con cansina paciencia— verá que no podremos continuar así por mucho tiempo. Necesitamos por lo menos ciento cincuenta satélites en órbitas bajas para cubrir a todo el mundo y protegerlo de cualquier ataque de cohetes rusos o chinos.

—Pero… los chinos están arruinados —murmuró el Presidente con la cabeza baja, mientras colocaba los gráficos uno junto al otro sobre la mesa.

—Pero aun así pueden lanzar su puñado de proyectiles sobre nosotros, o sobre los rusos —se oyó decir al forzado murmullo del otro extremo de la mesa—. Ellos pueden hacer que todo entré en ebullición. Y están lo suficientemente desesperados como para hacerlo.

El de Defensa retomó la palabra.

—Necesitamos ciento cincuenta satélites en órbita y funcionando. Hasta ahora logramos mantener unos ochenta. Pero en las últimas semanas los rojos han estado inutilizándolos a la misma velocidad que los lanzamos.

—¿Y por qué no reparamos los que están dañados?

—Por razones económicas, señor —respondió el general Hofstader—. Es más barato lanzar un satélite automático producido en masa que enviar una tripulación para repararlos.

El Presidente pestañeo intrigado.

—Pero yo creía que esos láseres eran terriblemente caros…

El general sonrió con los labios apretados.

—Sí, señor, lo son. Pero mantener a un hombre en órbita cuesta aún más. Ya es bastante costoso mantener nuestros centros tripulados de control y comando en órbita, y funcionan en las estaciones espaciales, que ya estaban construidas cuando comenzamos este programa.

—Ya veo…

Pero el Presidente movió la cabeza como si realmente no entendiera, o no creyera necesariamente en todo lo que se le estaba diciendo.

—Por otra parte —continuó el de Defensa inexorablemente—, el número de lanzamientos rusos va en aumento. Eso aparece en el gráfico central, ahí. En este momento ellos tienen treinta y cinco satélites ABM funcionando y en órbita. Hace cuatro semanas sólo tenían treinta, aun cuando nosotros encontramos y destruimos once satélites de ellos en el mismo período de tiempo. Salvo que tomemos algunas medidas al respecto, los rusos completarán su red en un año más, un año y medio como máximo. Y nosotros aún estaremos lejos de haber alcanzado nuestro objetivo.

—En ese caso, ellos habrán triunfado —dijo el general.

—Y estarán aquí, dictándonos los términos —murmuró el hombre voluminoso al otro extremo de la mesa.

El Presidente se pasó la mano por la nariz.

—Bien, ¿qué recomiendan ustedes, entonces?

El de Defensa casi sonrió. Se enderezó en su silla y se inclinó levemente hacia adelante. Comenzó a marcar los puntos con sus dedos.

—Primero, debemos incrementar nuestros propios lanzamientos de satélites por lo menos en un cincuenta por ciento. Lo ideal sería duplicar el número actual de lanzamientos. Segundo, debemos aumentar el número de satélites rusos destruidos, de otro modo nos sobrepasarán en cuestión de meses.

»Tercero, debemos prepararnos para la posibilidad de atacar sus centros de comando orbitales. Un golpe exitoso a un solo centro de comando podría inutilizar su entera red durante meses.

—¡Muy bien! —intervino el general.

Al Presidente sólo le tomó un momento darse cuenta de lo que se estaba sugiriendo. Luego su boca se abrió en un gesto de repentina comprensión.

—¿Quiere usted decir que atacaremos sus estaciones tripuladas? Eso… ¡eso implica asesinar gente!

—No necesariamente —replicó el de Defensa—. Aun si algunos técnicos rusos y cosmonautas resultaran muertos, seguramente no declararán la guerra por eso. Los pronósticos de nuestras computadoras indican menos de un cuarenta por ciento de posibilidades de que eso ocurra. Recuerden que ninguno de los dos lados ha admitido públicamente que se estén llevando a cabo operaciones militares en órbita. Además, ellos ciertamente no atacarán mientras nosotros tengamos más satélites ABM funcionando que los que ellos tienen.

—No. Es precisamente en ese momento que ellos atacarían —insistió el de Estado, con su voz normalmente plácida en un tono alto y nasal—. Lo harán cuando se den cuenta claramente de que nosotros podemos completar nuestra red ABM antes que ellos. Atacarán antes de que podamos terminarla, antes de que los tengamos a nuestra merced. Eso es lo que nosotros haríamos. Eso es lo que ustedes los del Pentágono llaman un ataque preventivo, ¿no es verdad?

El general Hofstader asintió con la cabeza. El Secretario de Defensa miró con el ceño fruncido al de Estado, al otro lado de la mesa. El Presidente dijo:

—No quiero correr el riesgo de iniciar una guerra nuclear, y no quiero que nadie salga lastimado… innecesariamente.

—Señor, yo no hago esta recomendación a la ligera —dijo el de Defensa—. La seguridad de nuestra nación está en juego y…

—Lo entiendo —interrumpió el Presidente—. Pero así y todo, no quiero mancharme las manos con sangre. Pueden aumentar nuestros lanzamientos de satélites y derribar más de los de ellos, o sea sus dos primeras recomendaciones. ¡Pero no habrá ningún ataque donde se jueguen vidas humanas!

—En algún momento nos veremos forzados a hacerlo —murmuró el de Defensa.

El general agregó:

—¿Qué haremos cuando ellos ataquen nuestras estaciones tripuladas?

El Secretario de Estado se echó hacia atrás y miró el techo. El Presidente, con su voz ligeramente temblorosa, repitió:

—No habrá ataques contra vidas humanas. No por ahora, al menos.

El Secretario de Defensa asintió con la cabeza.

—Muy bien, Señor Presidente. Veamos ahora el primer asunto de la agenda, los desórdenes por alimentos en Detroit y en Cleveland…

Eran las últimas horas de la tarde en Selene. El reloj de Kinsman sobre el escritorio indicaba las 1650. Acababa de regresar a su oficina después de pasar la mayor parte del día rondando por la comunidad del subsuelo, observando a la gente mientras trabajaba, escuchando problemas y quejas antes de que se convirtieran en protestas, asegurándose de que cada uno supiera que había comunicación directa con el comandante, y que no era necesario sufrir las demoras de los canales oficiales para conseguir que se hicieran las cosas.

Su teléfono estaba sonando cuando corrió la puerta y entro a su oficina. Se dejó caer en el sofá y apretó el botón que decía ON.

Una de las pantallas murales se iluminó y mostró la cara de una joven técnica en comunicaciones. Era una de las nuevas muchachas, y era bonita.

—Estamos recibiendo un mensaje importante de Patrick AFB, señor —dijo gravemente la muchacha, impresionada por la seriedad de su trabajo—. El capitán Maddern pensó que usted querría verlo tan pronto como la computadora haya terminado de descifrarlo.

—Bien —dijo Kinsman—. Voy inmediatamente.

Los mensajes con prioridad siempre se entregaban en mano, según el reglamento. Teniendo a los rusos tan cerca era prácticamente imposible prevenir la intercepción de las comunicaciones de radio y teléfono.

Le llevó unos cinco minutos a Kinsman llegar al centro de comunicaciones. El corredor era angosto y de techo bajo, y no demasiado recto. Las paredes eran de áspera roca cortada y recubiertas de una fina película de plástico para hacerlas absolutamente herméticas.

Tengo que hacer terminar o recubrir estas paredes algún día, se dijo. Las luces de arriba eran largos tubos de gas fluorescente, débiles en cuanto a la luz que emanaban, pero tibios por los rayos infrarrojos necesarios para el césped que cubría el suelo.

El centro de comunicaciones era un panel de escritorios, consolas electrónicas y pantallas visoras que ligaban a Selene con las tres grandes estaciones espaciales tripuladas en órbita sincrónica alrededor de la Tierra. A través de las estaciones espaciales, la base lunar podía comunicarse con cualquier lugar del planeta. Los rusos tenían sus propias estaciones espaciales tripuladas, así como un sistema propio de comunicaciones completamente autosuficiente.

Un amplio balcón bordeaba el activo foso de trabajo del centro. Kinsman se acercó al antepecho y miró hacia abajo, al murmullo y las voces que provenían de la gente y las máquinas en el nivel inferior. Pensó: el Inferno del Dante… o quizás el de Marconi.

El balcón estaba también atestado de escritorios con gente trabajando, pero no tanto como el foso. Kinsman caminó siguiendo el círculo del antepecho con una mano en la barra, mientras saludaba a aquellos que reconocía, hasta que llegó al lugar donde se descifraban los mensajes. Éste estaba separado del resto por mamparas de delgado plástico traslúcido.

Dentro del cubículo había cuatro escritorios agrupados alrededor de una minicomputadora cuyas luces de panel se encendían y apagaban enloquecidamente. Sólo dos de los escritorios estaban ocupados en ese momento. En uno de ellos, Kinsman reconoció a la mujer que había visto allá en la cúpula cuando descendió el cohete. Observaba un mensaje que estaban descifrando, una palabra por vez, en la pantalla visora que había sobre su escritorio.

—No perdieron tiempo para ponerla a trabajar —dijo, mientras se deslizaba en un sillón del escritorio que estaba junto a ella.

La mujer lo miró.

—¡Ah, hola!

No hubo ninguna sonrisa. Se volvió hacia la botonera en su escritorio y apretó un botón que apagó la pantalla visora.

—¿Es el mensaje para el comandante de la base que está siendo descifrado?

La mujer vaciló un instante.

—Es un mensaje secreto —dijo ella, cuidadosamente—. Sólo el personal autorizado puede leerlo.

Kinsman asintió con la cabeza.

—¿Quiere usted decir que sería prudente que el comandante leyera sus propios mensajes antes de mostrárselo a otra gente? —Qué ojos más hermosos tiene, pensó.

Ella sonrió, pero se mantuvo firme.

—Está dirigido al comandante de la base.

—Puede mostrármelo.

Ella comenzó a mover la cabeza en signo negativo, pero se detuvo y dijo:

—Salvo que usted sea al comandante de la base. ¿Es usted…?

Él le sonrió.

—Me pescó. Yo soy Chet Kinsman. ¿Quiere ver mi identificación?

—Creo que sí. ¿Por qué no lleva insignias?

Kinsman metió la mano en uno de los bolsillos superiores de su traje enterizo y sacó una arrugada y gastada tarjeta de plástico.

—Mi retrato sagrado.

—¿Sagrado?

—Cuando la gente la ve dice: “¡Dios mío! ¿Ese es usted?”

Ella se rió muy gentilmente.

—Se ha dejado crecer el pelo. Siento no haberlo reconocido; soy nueva aquí.

—Lo sé —asintió él, mientras guardaba su tarjeta—. ¿Cómo se llama?

—Ellen. Ellen Berger.

—Bienvenida a Selene, Ellen.

—¿Usted conoce a todo el mundo en la base? —preguntó ella.

—A casi todos. Hay alrededor de mil personas, incluyendo a los rusos. ¿Por qué?

—Me preguntaba cómo se habría dado usted cuenta de que soy una de las nuevas.

—Bueno, allá arriba en la cúpula usted iba caminando como una primeriza en la Luna. Además , si usted hubiera estado aquí antes yo lo hubiera sabido. Es demasiado bonita para pasar inadvertida.

Los ojos de ella se iluminaron.

—De modo que lo que las otras muchachas me dijeron es verdad.

—¿Ah,sí?

—Dicen que usted no pierde el tiempo.

—¿Eso es lo que dicen? —Ella asintió con la cabeza—. Muy bien. Ya que tengo fama de tomar decisiones rápidas… ¿A qué hora terminas tus tareas?

—Este turno termina a las dieciocho horas.

—Bien. ¿Te gustaría ir a una fiesta de cumpleaños sorpresa? Será allá en la cúpula de descanso, junto a la piscina.

Ella no dudó un instante.

—Me parece estupendo.

—Bueno. Te paso a buscar a las veinte.

—De acuerdo. ¿De quién es el cumpleaños?

—Mío.

—¿Cómo tuyo? ¿Y tú…? ¿Una fiesta sorpresa para ti?

Kinsman replicó:

—Sería un pésimo comandante de base si no supiera todo lo que pasa, ¿verdad? ¿Qué tal eres para simular que estás sorprendida?

—¡No lo sé! —dijo ella riéndose.

—Bueno, no importa, lo intentaremos. Y ahora ¿qué te parece si me das una copia de mi mensaje?

—¿Una copia en papel? —su mano se extendió hacia el teclado del escritorio—. Se supone que no debemos hacer copias en papel al menos que esté especialmente autorizado. El papel es muy escaso.

—Lo sé. Yo mismo planté cuatro árboles aquí con mis propias manos. Pero ahí tiene plástico reutilizable, en esa bandeja junto a la consola de la computadora.

La mujer se inclinó sobre el escritorio y tomó una de las tarjetas reutilizables de la bandeja. La miró por un instante con curiosidad, la flexionó y luego la puso en la máquina de escribir. En lugar de escribir ella misma, sin embargo, se volvió hacia el teclado de la computadora y muy cuidadosamente, un dedo por vez, tocó una serie de botones.

—Debo tener mucho cuidado —explicó ella—. Operar con el teclado es extraño en esta gravedad. Y además yo nunca fui demasiado hábil para eso.

La máquina que estaba sobre su escritorio comenzó de repente a funcionar automáticamente y con furia. Martillaba línea tras línea con un repiqueteo veloz e inhumano. Del mismo modo que comenzó, cesó el martilleo. Ellen sacó el plástico de la máquina y se lo alcanzó a Kinsman.

—Tienes que firmar un recibo —le dijo al comandante.

Kinsman asintió con la cabeza, firmó el libro que ella le alcanzó y luego se lo devolvió. Al ponerse de pie nuevamente le dijo:

—Nos vemos a las veinte horas.

—No sabes la ubicación de mi habitación…

—Ya la encontraré —respondió él.

Cuando salió y entró al silencio y soledad de ese corredor con aspecto de tumba examinó el mensaje descifrado:

PARA: COR. C.A. KINSMAN CMDTE, MNBS1 DIC 99

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