¡Rand al’Thor es… es… —masculló Moraine en un susurro tenso—, un necio voluntarioso más terco que una mula!
Elayne levantó la cabeza, iracunda. Su nodriza, Lini, solía decir que antes se hilaría seda de las cerdas de los puercos que conseguir que un hombre dejara de actuar como tal. Pero eso no disculpaba a Rand.
—En Dos Ríos los criamos así. —De repente, Nynaeve era todo sonrisas contenidas a medias y satisfacción. Rara vez disimulaba su desagrado por la Aes Sedai ni la mitad de bien de lo que ella pensaba—. Las mujeres de Dos Ríos nunca tenemos problemas con ellos. —A juzgar por la mirada sorprendida que le lanzó Egwene, tal afirmación era una mentira lo bastante grande para lavarle la boca con jabón.
Moraine arqueó las cejas en un gesto que apuntaba su intención de replicarle duramente. Elayne rebulló intranquila, pero no se le ocurrió nada que decir para cortar el enfrentamiento. Rand no se le iba de la cabeza. ¡No tenía derecho! Mas, ¿qué derecho tenía ella?
—¿Qué ha hecho ahora, Moraine? —preguntó Egwene.
Los ojos de la Aes Sedai se volvieron hacia la muchacha; la mirada era tan dura que Egwene dio un respingo, abrió el abanico de golpe y lo agitó con nerviosismo dándose aire en la cara. Empero, la mirada de Moraine se quedó clavada en Joiya y en Amico; la primera la observaba cautelosamente, y la segunda, aislada y atada, estaba ajena a todo salvo la pared del fondo.
Elayne se llevó un pequeño sobresalto al reparar en que Joiya no estaba atada, e hizo una rápida revisión del escudo que obstaculizaba el contacto con la Fuente Verdadera. Confiaba en que las demás no hubieran advertido su respingo; Joiya despertaba en ella un miedo cerval, pero Egwene y Nynaeve le tenían tan poco temor como Moraine. A veces resultaba muy difícil ser tan valerosa como tendría que ser una heredera del trono de Andor; con frecuencia deseaba componérselas tan bien como sus dos compañeras.
—Vi que la guardia seguía en el pasillo —murmuró la Aes Sedai como hablando consigo misma—, y ni siquiera se me pasó por la cabeza. —Se alisó los pliegues del vestido y recobró la compostura merced a un gran esfuerzo de voluntad. Elayne no había visto nunca a Moraine tan fuera de sí como aquella noche. Claro que la Aes Sedai tenía motivos de sobra. «Los mismos que yo. ¿O tengo más?» Se sorprendió al darse cuenta de que evitaba mirar a Egwene.
De haber sido Egwene o Nynaeve o Elayne quienes estuvieran alteradas, Joiya habría dicho algo sutil y con doble sentido, calculado para irritarlas un poco más. O, al menos, si hubieran estado solas. Pero, encontrándose presente Moraine, se limitó a observar en silencio, desasosegada.
Recobrada ya la calma, Moraine se encaminó al extremo de la mesa. Joiya era la más alta de las dos, unos treinta centímetros; pero, aun en el caso de que hubiera estado vestida con sedas, no habría cabido duda de cuál de ellas era la que dominaba la situación. Joiya no se amilanó exactamente, pero sus manos aferraron, crispadas, la falda del sayón un instante antes de que consiguiera controlarlas.
—He arreglado las cosas para enviaros dentro de cuatro días río arriba, a Tar Valon y a la Torre —anunció Moraine, sosegada—. Allí no os darán un trato tan benévolo como nosotras. Si hasta entonces no habéis dilucidado la verdad, hacedlo antes de llegar al Puerto del Sur o tened por seguro que acabaréis en la horca del Patio de los Traidores. No volveré a hablar con vos a menos que mandéis aviso de que tenéis algo que decir. Y no quiero saber nada de vos, ni una palabra, a menos que sea algo nuevo. Creedme, os ahorrará sufrimientos en Tar Valon. Aviendha, ¿querrás decir al capitán que traiga a dos de sus hombres?
Elayne parpadeó cuando la Aiel se incorporó y desapareció por la puerta; a veces Aviendha se quedaba tan quieta y callada que uno olvidaba que estaba allí.
Dio la impresión de que Joiya se disponía a decir algo, pero Moraine la miró de hito en hito y, finalmente, la Amiga Siniestra volvió los ojos a otro lado; relucían como los de un cuervo, rebosantes de negra ansia asesina, pero la mujer contuvo la lengua.
Elayne percibió el resplandor dorado que envolvía a Moraine de forma repentina; era el halo de una mujer abrazando el saidar. Sólo otra mujer entrenada para encauzar podía percibirlo. Era más fuerte que Moraine, al menos potencialmente. En la Torre, las mujeres encargadas de su enseñanza casi no habían dado crédito a su potencial, así como al de Nynaeve y al de Egwene. La más fuerte de las tres era Nynaeve; cuando fuera capaz de encauzar a voluntad, se entendía. Sin embargo, Moraine poseía la experiencia. Lo que ellas todavía estaban aprendiendo a hacer, Moraine podía llevarlo a cabo medio dormida. A pesar de ello, había ciertas cosas que las tres jóvenes eran capaces de hacer que estaban fuera del alcance de Moraine. Significaba una pequeña satisfacción a la vista de la facilidad con que la Aes Sedai acobardaba a Joiya.
Liberada, y por tanto recuperada su capacidad auditiva, Amico se volvió y advirtió la presencia de Moraine por primera vez. Soltó un chillido de sobresalto y a continuación hizo una reverencia tan pronunciada como la de cualquier novicia reciente. Joiya tenía fija la mirada en la puerta, evitando los ojos de cualquiera. Nynaeve, cruzada de brazos y con los nudillos blancos de apretar tanto la punta de la trenza, asestaba a Moraine una mirada tan funesta como la de Joiya. Egwene jugueteó con los pliegues de la falda y observó, ceñuda, a la Amiga Siniestra. Por su parte, Elayne frunció el entrecejo, deseando ser tan valiente como Egwene, y deseando también no tener la sensación de que estaba traicionando a su amiga. En ese momento entró el capitán, seguido de cerca por dos Defensores vestidos de negro y oro. Aviendha no venía con ellos; por lo visto había aprovechado la oportunidad para dar esquinazo a las Aes Sedai.
El canoso oficial, con el distintivo de dos cortas plumas blancas en el yelmo, hurtó los ojos cuando se encontraron con los de Joiya, a pesar de que la mujer ni siquiera parecía verlo. La mirada del capitán fue de una mujer a otra, con incertidumbre. El ambiente de la habitación era tenso, y cualquier hombre listo evitaría verse envuelto en un problema entre esta clase de mujeres. Los dos soldados sujetaban las largas picas al costado casi como si temieran que tendrían que usarlas para defenderse. Puede que realmente lo pensaran.
—Llevaos a las dos prisioneras a las celdas —ordenó Moraine al oficial secamente—. Repetid vuestras instrucciones. No quiero errores.
—Sí, Ae… —El temor constriñó la garganta del capitán. Tragó saliva y entonces pudo respirar—. Sí, mi señora —dijo, observándola ansiosamente para ver si ese tratamiento era el adecuado. Puesto que la mujer siguió callada, esperando a que continuara, soltó un sonoro suspiro de alivio—. Las prisioneras no hablarán con nadie salvo conmigo, ni siquiera entre ellas. Habrá veinte hombres en la sala de guardia y otros dos en la puerta de cada celda en todo momento, que serán cuatro si la puerta de una de las celdas tiene que abrirse por alguna razón. Yo personalmente vigilaré la preparación de su comida y se la llevaré. Todo como habéis ordenado, mi señora. —En su voz se advertía un leve timbre intrigado. Por la Ciudadela corrían cientos de rumores respecto a las prisioneras y el motivo de que las dos mujeres hubieran de estar tan fuertemente vigiladas. Y se contaban en voz baja historias sobre las Aes Sedai, cada cual más tenebrosa que la anterior.
—Muy bien —dijo Moraine—. Lleváoslas.
No se sabía quiénes estaban más ansiosos por salir de la sala, si las prisioneras o los guardias. Hasta Joiya caminó deprisa, como si no soportara seguir callada un momento más ante Moraine.
Elayne estaba convencida de que había mantenido el gesto impasible desde que había entrado en la estancia, pero Egwene se acercó a ella y le echó el brazo por los hombros.
—¿Qué ocurre, Elayne? Parece que estás a punto de llorar.
La preocupación que revelaba su voz hizo que Elayne sintiera unas ganas horribles de dar rienda suelta a las lágrimas. «¡Luz! No seré tan necia. ¡De eso nada!» «Una mujer llorosa es un balde sin fondo», era otro de los numerosos refranes de Lini.
—¡Tres veces! —espetó Nynaeve a Moraine—. ¡Sólo tres veces habéis consentido en ayudarnos con el interrogatorio, y esta última os habéis marchado antes de empezar! ¿Y ahora venís y anunciáis tranquilamente que las enviáis a Tar Valon? ¡Si no estáis dispuesta a ayudarnos, al menos no interfiráis!
—No abuséis demasiado de la autoridad conferida por la Amyrlin —replicó la Aes Sedai fríamente—. Os habrá encomendado la persecución de Liandrin, pero seguís siendo una Aceptada, nada más, y lamentablemente ignorante, por mucha carta de autorización que llevéis. ¿O acaso pensabais prolongar los interrogatorios indefinidamente sin acabar de tomar una decisión? Las gentes de Dos Ríos parecéis muy propensas a eludir decisiones que han de tomarse. —Nynaeve, con los ojos desorbitados, abría y cerraba la boca como preguntándose a qué acusación responder primero, pero Moraine se volvió hacia Egwene y Elayne—. Tranquilízate, Elayne. No sé cómo piensas llevar a cabo las órdenes de la Amyrlin si piensas que todos los países tienen las mismas costumbres que en tu tierra natal. Y no entiendo por qué estas tan disgustada. No permitas que tus sentimientos hieran a otros.
—¿A qué os referís? —preguntó Egwene—. ¿De qué costumbres habláis?
—Berelain estaba en los aposentos de Rand —dijo Elayne con un hilo de voz, sin poder contenerse. Sus ojos lanzaron una fugaz ojeada a Egwene, con expresión culpable. Esperaba no haber dejado entrever sus sentimientos.
Moraine le asestó una mirada de reproche y suspiró.
—Te habría ahorrado esto si hubiera podido, Egwene. Si Elayne no hubiera dejado que su repulsión contra Berelain le obnubilara la razón. Las costumbres de Mayene tampoco son como las de tu tierra. Egwene, sé lo que sientes por Rand, pero a estas alturas tienes que haberte dado cuenta que vuestra relación no devendrá en nada. Él pertenece al Entramado, y a la historia.
En apariencia sin hacer caso de la Aes Sedai, Egwene miró a Elayne a los ojos. La heredera del trono de Andor quería eludir los suyos, pero le era imposible. De repente, Egwene se le acercó, se tapó la boca con la mano y le susurró al oído:
—Lo quiero como a un hermano. Y a ti como a una hermana. Te deseo lo mejor con él.
Los ojos de Elayne se abrieron de par en par, y una sonrisa iluminó su semblante. Respondió al abrazo de Egwene estrechándola con todas sus fuerzas.
—Gracias —musitó quedamente—. También yo te quiero, hermana. Oh, gracias.
—Lo interpretó erróneamente —comentó Egwene más para sí misma que para el resto; su sonrisa era radiante—. ¿Alguna vez os habéis enamorado, Moraine?
Qué pregunta tan chocante. Elayne era incapaz de imaginar a la Aes Sedai enamorada. Moraine era del Ajah Azul, y se decía que las hermanas Azules volcaban toda su pasión en las causas.
Pero la esbelta mujer no estaba en absoluto desconcertada. Durante unos instantes interminables observó impasible a las dos muchachas, la una rodeando con el brazo a la otra.
—Apostaría a que conozco el rostro del hombre con el que me casaré mejor que cualquiera de vosotras conoce el de su futuro esposo —dijo finalmente.
Egwene dio un respingo de sorpresa.
—¿Quién? —preguntó Elayne, boquiabierta.
La Aes Sedai parecía pesarosa de haber hablado.
—Quizá sólo me refería a una ignorancia compartida. No saquéis demasiadas conclusiones de unas cuantas palabras. —Miró a Nynaeve, pensativa—. Si en alguna ocasión elijo a un hombre, y sólo he dicho si elijo, no será Lan. Eso sí puedo asegurarlo.
Esto último era un claro soborno para aplacar a Nynaeve, pero no pareció que a la antigua Zahorí le gustara oírlo. Nynaeve tenía lo que Lini habría llamado «un pedazo de tierra duro para cavar» por amar no sólo a un Guardián, sino a un hombre que intentaba negar que la correspondía. Era un completo necio, con sus argumentos sobre la guerra contra la Sombra en la que tenía que combatir y que jamás podría ganar, y que rehusaba condenar a Nynaeve a vestir el traje de viuda en la fiesta de los esponsales. Cosas tontas como ésas. Elayne no entendía cómo lo aguantaba Nynaeve, que no era de las que tenían mucha paciencia.
—Si habéis terminado la cháchara sobre hombres —dijo Nynaeve con acritud, como para demostrar que esto último era verdad—, ¿nos ocupamos de nuevo de cosas importantes? —Apretó los dedos sobre la punta de la trenza, y fue cobrando impulso y fuerza a medida que hablaba, como la rueda de un molino de agua con los engranajes destrabados—. ¿Cómo vamos a decidir cuál de ellas miente si las enviáis a Tar Valon? ¿O si mienten las dos? ¿O no miente ninguna? Si albergamos dudas y nos cuesta tomar una resolución no es por mi gusto, Moraine, penséis lo que penséis, pero me he metido en demasiadas trampas para que me apetezca caer en otra. Y tampoco quiero ir corriendo tras un fuego fatuo. Fue a mí… a nosotras, a las que la Amyrlin envió tras Liandrin y sus arpías. Puesto que vos no parecéis considerarlas lo bastante importantes para dedicar unos minutos a ayudarnos a interrogarlas, lo menos que podéis hacer es no ponernos zancadillas.
Parecía a punto de arrancarse la trenza de cuajo y estrangular con ella a la Aes Sedai; por su parte, Moraine hacía gala de una calma peligrosamente fría que sugería la posibilidad de que estuviera presta a enseñarle de nuevo la lección de contener la lengua como había hecho con Joiya. Elayne decidió que había llegado el momento de intervenir. Ignoraba cómo había acabado convirtiéndose en la mediadora de estas mujeres —a veces le entraban ganas de cogerlas a todas por el cuello y sacudirlas— pero su madre decía siempre que en un estado de ira jamás se tomaba una buena decisión.
—Deberías añadir a la lista de lo que quieres saber por qué se nos hizo ir a los aposentos de Rand, ya que fue allí donde nos llevó Careen. Afortunadamente ya está bien. Moraine lo curó. —No pudo evitar un escalofrío al evocar la fugaz ojeada que había echado al dormitorio, pero su táctica de diversión funcionó a las mil maravillas.
—¿Que ya está bien? —Nynaeve dio un respingo—. ¿Qué le pasó?
—Estuvo a punto de morir —respondió la Aes Sedai con tanta calma como si hubiera dicho que Rand tenía un resfriado.
Elayne notó que Egwene temblaba al escuchar el desapasionado informe de Moraine, pero quizá los temblores eran en gran parte suyos. Burbujas malignas colándose entre el Entramado. Reflejos saltando de espejos. Rand al’Thor cubierto de sangre y heridas. Casi como si se le hubiera ocurrido en el último momento, la Aes Sedai añadió que estaba segura de que Perrin y Mat también habían tenido alguna experiencia parecida, aunque hubieran salido ilesos. Esta mujer debía de tener hielo en las venas en vez de sangre. «No, estaba demasiado furiosa por la tozudez de Rand. Y no hablaba con frialdad cuando se refirió al matrimonio por mucho que pretendiera lo contrario». Empero, a juzgar por su actitud, ahora podría estar discutiendo si una pieza de seda era del color más apropiado para un vestido.
—¿Y esas… cosas continuarán? —inquirió Egwene cuando Moraine terminó—. ¿No podéis hacer nada para impedirlo? ¿O Rand?
La pequeña gema azul que colgaba sobre la frente de la Aes Sedai se meció cuando la mujer sacudió la cabeza.
—Él no podrá hacer nada hasta que aprenda a controlar sus habilidades. Puede que ni siquiera entonces. Ignoro incluso si será lo bastante fuerte para rechazar el miasma que lo afecte a él. Sin embargo, al menos estará mejor preparado para defenderse.
—¿No podéis hacer algo para ayudarlo? —demandó Nynaeve—. Sois la única de nosotras que se supone lo sabe todo o que pretende saberlo. ¿No podéis enseñarle? Si no todo, por lo menos una parte. Y no citéis proverbios sobre pájaros enseñando a volar a peces.
—Tendríais que saber la respuesta a eso si hubierais aprovechado mejor vuestros estudios de lo que lo habéis hecho. Tendríais que saberlo. Queréis aprender a utilizar el Poder, pero no os interesa conocer el Poder. El saidin no es el saidar. Los flujos son distintos, la forma de tejer es diferente. El pájaro tiene más posibilidades.
Esta vez fue Egwene quien se encargó de aliviar la tensión.
—¿Y cuál ha sido la cabezonada de Rand esta vez? —Nynaeve abrió la boca para decir algo, pero Egwene se adelantó—: En ocasiones puede ser más terco que una mula.
Nynaeve cerró la boca con un chasquido; todas sabían cuán cierto era eso. Moraine las miró pensativa. En ciertos momentos Elayne no sabía a ciencia cierta hasta qué punto confiaba en ellas la Aes Sedai. O en cualquier otra persona.
—Tiene que moverse —dijo al cabo Moraine—. En lugar de ello, se queda aquí sentado, y los tearianos ya empiezan a perderle el miedo. Se queda sentado, y cuanto más tiempo pase sin hacer nada más audaces se volverán los Renegados, que interpretarán su pasividad como una señal de debilidad. El Entramado cambia y fluye; sólo los muertos están inmóviles. Tiene que actuar o, de lo contrario, morirá. Con la saeta de una ballesta clavada en la espalda, o con veneno en su comida, o porque los Renegados aúnen fuerzas para desgarrarle cuerpo y alma. Tiene que actuar o morirá.
Elayne se encogió con todas y cada una de las amenazas reseñadas por Moraine; y lo peor es que eran reales.
—Y vos sabéis lo que tiene que hacer, ¿verdad? —inquirió Nynaeve, tirante—. Tenéis planeada esa acción.
—Así es. ¿Acaso preferís que vuelva a marcharse solo y tengamos que seguirle la pista de nuevo? Esta vez podría morir, o algo peor, antes de que diera con él.
Eso era cierto. Rand apenas sabía lo que hacía. Y Elayne estaba segura de que Moraine no deseaba que perdiera la poca guía que todavía le daba. La poca que él permitía que le diera.
—¿Queréis compartir con nosotras ese plan que tenéis para él? —pidió Egwene. A la joven no le cabía duda de que en ese momento no estaba ayudando nada a suavizar la tensión del ambiente.
—Sí, hacedlo —abundó Elayne, que se sorprendió a sí misma por el tono empleado, fiel reflejo del timbre frío de su amiga. El enfrentamiento no era su estilo si podía evitarse; su madre decía siempre que era mejor guiar a la gente que intentar enderezarla a golpes.
Pero si la actitud de las dos jóvenes molestó a Moraine, ésta no lo acusó.
—Lo haré, siempre y cuando comprendáis que debéis mantenerlo en secreto. Un plan revelado está destinado a fracasar. Sí, veo que lo entendéis.
Elayne sí, desde luego; era un plan peligroso y Moraine no tenía la certeza de que funcionara.
—Sammael está en Illian —continuó la Aes Sedai—. Los tearianos están dispuestos siempre a entrar en guerra con los illianos, y viceversa. Llevan mil años matándose unos a otros, y hablan de ello como otros hombres lo hacen del próximo día festivo. Dudo que ni siquiera la presencia de Sammael cambie las cosas, sobre todo teniendo al Dragón Renacido para conducirlos a la batalla. Tear seguirá a Rand con entusiasmo en esa empresa, y si consigue derrotar a Sammael, él…
—¡Luz! —exclamó Nynaeve—. ¡No sólo queréis que inicie una guerra, queréis que luche con un Renegado! No me extraña que se muestre reticente. No es tan necio, aunque sea hombre.
—Al final tendrá que enfrentarse al Oscuro —apuntó Moraine con voz sosegada—. ¿Creéis de verdad que puede esquivar a los Renegados? En cuanto a la guerra, ya hay conflictos sin que intervenga él, y todos ellos inútiles.
—Cualquier guerra es inútil —empezó Elayne, entonces enmudeció al caer de repente en la cuenta. La tristeza y el pesar debían reflejarse en su semblante, pero también la comprensión. Su madre le había hablado a menudo sobre cómo dirigir una nación con tan buen tino como se la gobernaba, dos cosas muy distintas pero ambas necesarias. Y en ocasiones había que hacer cosas muy desagradables para llevar a cabo tanto lo uno como lo otro, aunque el precio por no hacerlas era aun peor.
Moraine le dirigió una mirada compasiva.
—No siempre resulta agradable, ¿verdad? Supongo que tu madre empezó a enseñarte, tan pronto como fuiste lo bastante mayor para comprender, lo que necesitabas saber para gobernar después de ella. —Moraine se había criado en el Palacio Real de Cairhien, no destinada a reinar pero emparentada con la familia regente, y sin duda había oído ese tipo de lecciones—. A veces se tiene la impresión de que sería mejor vivir en la ignorancia, ser una campesina que desconoce todo lo que está más allá de los límites de sus campos.
—¿Más acertijos? —intervino Nynaeve, despectiva—. La guerra solía ser algo de lo que oía hablar a los buhoneros, algo lejano que en realidad no comprendía. Ahora sé lo que es. Hombres que se matan entre sí. Hombres que se comportan como animales, perdida su condición humana. Pueblos quemados, granjas y campos arrasados. Hambre, enfermedad y muerte, tanto para los inocentes como para los culpables. ¿Qué hace que esta guerra vuestra sea mejor, Moraine? ¿Qué la hace ser más limpia?
—Elayne… —invitó quedamente la Aes Sedai.
La joven sacudió la cabeza —no quería ser la que lo explicara— pero dudaba que ni su propia madre, sentada en el Trono del León, hubiera guardado silencio teniendo los oscuros y apremiantes ojos de Moraine clavados en ella.
—La guerra tendrá lugar tanto si la inicia Rand como si no —dijo de mala gana. Egwene retrocedió un paso, mirándola con tanta incredulidad como la plasmada en el semblante de Nynaeve; tal expresión se borró en los rostros de las dos jóvenes cuando prosiguió—: Los Renegados no se quedarán ociosos, esperando. Sammael no puede ser el único de ellos que haya tomado las riendas de una nación en sus manos, aunque sea el único del que tenemos noticia. Al final vendrán por Rand, tal vez en persona, pero desde luego apoyados por todos los ejércitos que tengan a su mando. ¿Y las naciones libres de los Renegados? ¿Cuántas de ellas se pondrán bajo el estandarte del Dragón y lo seguirán al Tarmon Gai’don, y cuántas de ellas se convencerán de que la caída de la Ciudadela es mentira y que Rand no es más que otro falso Dragón al que hay que derrotar, un falso Dragón tal vez lo bastante poderoso para amenazarlas si no lo atacan antes? De un modo u otro, habrá guerra. —Calló de manera brusca. Había más, pero no podía, no quería hablarles de esa parte.
Moraine no era tan reticente.
—Muy bien —dijo, asintiendo—, pero incompleto. —La mirada que le dirigió a la joven dejaba bien claro que sabía que Elayne había callado lo que ella tenía en mente. Enlazó las manos sobre la cintura con sosiego, y se dirigió a Nynaeve y a Egwene—. No hay nada que haga a esta guerra mejor ni más limpia. Salvo que aglutinará a los tearianos con él, y los illianos acabarán siguiéndolo como ahora lo hacen los tearianos. ¿Cómo no lo van a hacer, una vez que el estandarte del Dragón ondee sobre Illian? Simplemente la noticia de su victoria podría decidir el resultado de las guerras en Tarabon y en Arad Doman a su favor; habrá guerras que terminarán por él.
»De un golpe, será tan fuerte en cuanto a hombres y espadas que sólo una coalición de todas las restantes naciones desde aquí a la Llaga podría derrotarlo, y al mismo tiempo demostrará a los Renegados que no es un pichón cebado al que echar la red. Tiene que hacer el primer movimiento, ser el martillo, no el clavo. —La Aes Sedai hizo una ligera mueca, y un atisbo de su anterior cólera estropeó la calma de la que hacía gala—. Tiene que moverse primero. ¿Y qué hace? Lee. Lee y se enreda en mayores conflictos.
Nynaeve estaba conmocionada, como si estuviera contemplando todas las batallas y las muertes anunciadas; los oscuros ojos de Egwene estaban desorbitados por el horror de la comprensión. Elayne se estremeció al mirarlas. Una de ellas había visto crecer a Rand; la otra había crecido a su lado. Y ahora lo veían a punto de iniciar guerras. No al Dragón Renacido, sino a Rand al’Thor.
La lucha interna de Egwene era patente, y se aferró a la parte más insignificante, lo más inconsecuente de lo dicho por Moraine.
—¿Por qué leer puede ocasionarle conflictos? —preguntó.
—Ha decidido averiguar por sí mismo lo que anuncian las Profecías del Dragón. —Moraine mantenía el gesto frío y tranquilo, pero de repente pareció tan cansada como se sentía la propia Elayne—. Estaban prohibidas en Tear, pero el bibliotecario mayor tenía nueve traducciones distintas guardadas bajo llave en un arcón. Ahora Rand las tiene todas. Hice referencia al verso que venía al caso en esta situación, y él lo citó, tomado de una antigua traducción del kandorés:
El poder de la Sombra dio forma a la carne humana,
despierta el desorden, los conflictos y la perdición.
El Renacido, marcado y sangrante,
blande la espada en sueños y brumas,
encadena al esbirro de la Sombra a su voluntad,
desde la ciudad, perdida y abandonada,
conduce las lanzas a la guerra una vez más,
rompe las lanzas y les abre los ojos,
la verdad largo tiempo oculta en el antiguo sueño.
—Es aplicable a esta situación como a cualquier otra. —La Aes Sedai hizo una mueca—. Illian en poder de Sammael es indudablemente una ciudad perdida. Dirigir las lanzas tearianas a la guerra, encadenar a Sammael, y habrá cumplido el verso. El antiguo sueño del Dragón Renacido. Pero él no lo verá. Tiene incluso una copia en la Antigua Lengua, como si entendiera más de dos palabras. Persigue sombras, y Sammael o Rahvin o Lanfear podrían cogerlo por el cuello antes de que me dé tiempo a convencerlo de su error.
—Está desesperado. —El tono afable de Nynaeve no iba dirigido a Moraine, de eso no le cabía duda a Elayne, sino a Rand—. Desesperado e intentando hallar su camino.
—También yo estoy desesperada —repuso firmemente la Aes Sedai—. He dedicado mi vida a encontrarlo, y no permitiré que fracase si puedo evitarlo. Estoy casi tan desesperada como para… —Calló de repente y frunció los labios—. Baste decir que para hacer lo que debo.
—Pero a mí no me basta —intervino Egwene, cortante—. ¿Qué haríais?
—Tienes otras cosas de las que preocuparte. El Ajah Negro…
—¡No! —La voz de Elayne sonó imperativa y tan cortante como la hoja de un cuchillo; sus manos crispadas apretaban con tanta fuerza la falda azul que los nudillos estaban blancos—. Guardáis muchos secretos, Moraine, pero éste debéis decírnoslo. ¿Qué pensáis hacerle? —Sintió el fugaz impulso de coger a la Aes Sedai y sacudirla hasta arrancarle la verdad si ello era necesario.
—¿Hacerle? Nada. Oh, está bien. No hay razón para que no lo sepáis. ¿Habéis visto lo que los tearianos llaman la Gran Reserva?
Cosa rara, tratándose de gente que temía tanto al Poder, los tearianos conservaban en la Ciudadela una colección de objetos conectados con el Poder a la que sólo superaba la de la Torre Blanca. Elayne era de la opinión de que la tenían por la única razón de haberse visto obligados a guardar Callandor durante tanto tiempo, lo quisieran o no. Hasta La Espada que no es una Espada podía parecer menos imponente si se encontraba entre muchos otros objetos de su misma condición. Pero los tearianos jamás tuvieron el coraje de exhibir sus trofeos. La Gran Reserva se guardaba en una serie de sucias habitaciones abarrotadas que estaban ubicadas a mayor profundidad que las mazmorras. Cuando Elayne las vio por primera vez, la herrumbre había sellado los cerrojos de aquellas puertas que aguantaban todavía a los estragos de la podredumbre.
—Pasamos un día entero allí abajo —dijo Nynaeve—, para comprobar si Liandrin y sus amigas habían cogido algo. No creo que lo hicieran. Todo estaba enterrado bajo una gruesa capa de polvo y moho. Harán falta diez barcos fluviales para transportarlo todo a la Torre. Tal vez allí sepan descubrir su utilidad, cosa imposible para mí. —Por lo visto, la tentación de pinchar a Moraine era demasiado grande para resistirse a ella, ya que añadió—: Sabríais todo esto si nos hubieseis dedicado un poco más de tiempo.
La Aes Sedai no se dio por aludida. Parecía estar sumida en hondas reflexiones, analizando sus propios pensamientos, y cuando habló lo hizo más para sí misma que para las otras.
—Hay un ter’angreal en particular en la Reserva, una especie de marco de puerta de piedra roja que da la sensación de estar torcido cuando se lo mira. Si no consigo que Rand tome alguna decisión, puede que tenga que cruzar a través de él. —La pequeña gema azul que reposaba sobre su frente titiló, emitiendo destellos. Por lo visto la Aes Sedai no estaba ansiosa por dar aquel paso.
La mención del ter’angreal hizo que Egwene se llevara instintivamente la mano al corpiño del vestido. Ella misma había cosido un pequeño bolsillo allí para guardar el anillo de piedra. Ese anillo era un ter’angreal, poderoso a su manera aunque pequeño, y Elayne era una de las tres únicas mujeres que sabían que lo tenía. Moraine no se encontraba entre esas tres mujeres.
Los ter’angreal eran objetos extraños, reliquias de la Era de Leyenda, como los angreal y los sa’angreal, aunque más numerosos. Los ter’angreal utilizaban el Poder en lugar de magnificarlo, y aparentemente cada uno de ellos se había hecho para una única utilidad; pero, aunque se usaban algunos hoy en día, nadie tenía la certeza de si el uso que se les daba era el mismo para el que se los había creado. La Vara Juratoria, sobre la que una mujer pronunciaba los Tres Juramentos al alcanzar la categoría de Aes Sedai, era un ter’angreal que hacía de tales juramentos parte de su carne y su sangre. La última prueba que pasaba una novicia al ascender a la categoría de Aceptada se encontraba dentro de otro ter’angreal que desentrañaba sus más profundos temores y los hacía parecer realidad, o quizá la trasladaba a un lugar donde en verdad eran reales. Con los ter’angreal podían suceder cosas muy raras. Se habían dado casos de Aes Sedai que se habían consumido o habían muerto o simplemente habían desaparecido mientras los estudiaban. Y mientras los utilizaban.
—Vi ese umbral —dijo Elayne—. En la última habitación al final del pasillo. Mi lámpara se apagó, y me caí tres veces antes de llegar a la puerta. —Un ligero rubor le tiñó las mejillas—. Me dio miedo encauzar allí, ni siquiera para volver a encender la lámpara. La mayoría de los objetos parecían desechos, desde mi punto de vista, y creo que los tearianos se limitaron a recoger cualquier cosa que alguien apuntara que podría estar conectada con el Poder, pero pensé que si encauzaba podía canalizar accidentalmente la energía en algo que no fuera simple basura, y quién sabe lo que hubiera ocurrido.
—¿Y si al tropezar en la oscuridad hubieras caído a través del umbral torcido? —replicó secamente Moraine—. Ahí no es necesario encauzar, sólo cruzarlo.
—¿Con qué propósito? —quiso saber Nynaeve.
—Para obtener respuestas. Tres respuestas, todas verídicas, acerca del pasado, del presente y del futuro.
Lo primero que le vino a la cabeza a Elayne fue el cuento infantil Bili debajo de la colina, pero sólo por lo de las tres respuestas. De inmediato otra idea le vino a la mente, y no sólo a ella. Se adelantó por poco a Nynaeve y a Egwene, que ya abrían la boca para hablar.
—Moraine, eso resolvería nuestro problema. Podríamos preguntar si es Joiya o es Amico quien dice la verdad, y dónde están Liandrin y las otras. Y los nombres de las del Ajah Negro que todavía quedan en la Torre…
—Podemos preguntar qué es eso que significa un peligro para Rand —intervino Egwene.
—¿Por qué no nos lo dijisteis antes? —añadió Nynaeve—. ¿Por qué habéis dejado que siguiéramos escuchando las mismas historias día tras día cuando podríamos tenerlo resuelto a estas alturas?
La Aes Sedai se encogió y levantó las manos.
—Vosotras tres os lanzáis ciegamente hacia algo en lo que Lan y un centenar de Guardianes irían con pies de plomo. ¿Por qué creéis que no lo he cruzado ya? Hace días podría haber preguntado qué tenía que hacer Rand para sobrevivir y triunfar, cómo podía derrotar a los Renegados y al Oscuro, cómo podía aprender a controlar el Poder y mantener a raya la locura el tiempo suficiente para llevar a cabo lo que ha de hacer. —Esperó, con los brazos en jarras, a que las jóvenes comprendieran el significado de lo que acababa de decir. Ninguna de ellas habló—. Existen reglas —prosiguió—, y peligros. Nadie puede cruzarlo más de una vez. Sólo una. Se pueden hacer tres preguntas, pero hay que hacerlas y oír las respuestas antes de poder marcharse. Las preguntas frívolas se castigan, al parecer, pero también parece ser que lo que es serio para una persona podría ser frívolo viniendo de otra. Y, lo más importante, las preguntas conectadas con la Sombra tienen terribles consecuencias.
»Si preguntas sobre el Ajah Negro, cabe la posibilidad de que regreses muerta o salgas farfullando como una demente, si es que sales. En cuanto a Rand… No estoy segura de que sea posible plantear una pregunta sobre el Dragón Renacido que no esté conectada con la Sombra de un modo u otro. ¿Os dais cuenta? A veces hay motivos para ser cautelosa.
—¿Cómo sabéis todo eso? —demandó Nynaeve, plantada delante de Moraine con los brazos en jarras—. Los Grandes Señores no habrán permitido nunca que las Aes Sedai estudien ninguna de las cosas que hay en la Reserva. A juzgar por la suciedad que los cubre, ninguno de esos objetos debe de haber visto la luz del día en un siglo.
—Yo diría que más —contestó Moraine sin alterarse—. Dejaron de hacer colección de objetos hace casi trescientos años. Adquirieron este ter’angreal justo antes de interrumpir por completo dicha actividad. Hasta entonces había sido propiedad de los Principales de Mayene, que utilizaban sus respuestas para evitar que Mayene cayera en poder de Tear. Y permitieron que las Aes Sedai lo estudiaran. En secreto, por supuesto; Mayene nunca osó enfrentarse de manera tan abierta a Tear.
—Si tan importante era para Mayene —planteó Nynaeve con desconfianza—, ¿por qué está aquí, en la Ciudadela?
—Porque los Principales han tomado decisiones tanto malas como buenas en su intento de mantener a Mayene independiente de Tear. Hace trescientos años, los Grandes Señores planeaban construir una flota a fin de seguir a los barcos mayenienses y encontrar los caladeros de los cardúmenes de peces clavo. Halvar, por aquel entonces Principal, subió el precio del aceite mayeniense para lámparas muy por encima del establecido para el aceite procedente de las aceitunas de Tear, y para convencer más si cabe a los Grandes Señores de que Mayene antepondría los intereses de Tear a los suyos, les entregó como presente el ter’angreal. Él ya lo había utilizado, de manera que no le servía para nada, y era casi tan joven como lo es ahora Berelain, con un largo reinado por delante, aparentemente, y muchos años de necesitar la buena voluntad teariana.
—Era un necio —masculló Elayne—. Mi madre jamás cometería semejante error.
—Tal vez no. Claro que Andor no es una nación pequeña acorralada por otra mucho más grande y poderosa. En cualquier caso, Halvar era un necio, como se demostró, ya que los Grandes Señores lo mandaron asesinar al año siguiente, pero su necedad me proporciona una oportunidad, si necesito recurrir a ella. Es peligrosa, pero siempre es mejor que nada.
Nynaeve murmuró entre dientes, quizá desilusionada porque la Aes Sedai no hubiera dado un paso en falso.
—Eso nos deja a nosotras como estábamos antes —suspiró Egwene—. Sin saber quién de ellas miente o si lo hacen las dos.
—Interrogadlas otra vez, si queréis —dijo Moraine—. Tenéis tiempo hasta que se las suba al barco, aunque dudo mucho que ninguna de ellas cambie ahora su historia. Mi consejo es que os concentréis en Tanchico. Si Joiya dice la verdad, entonces harán falta Aes Sedai y Guardianes para custodiar a Mazrim Taim, no sólo vosotras tres. Envié una paloma con un mensaje para la Amyrlin nada más oír la versión de Joiya la primera vez que la contó. De hecho, envié tres palomas para asegurarme que una de ellas llega a la Torre.
—Muy amable de vuestra parte mantenernos informadas —murmuró fríamente Elayne. La Aes Sedai seguía haciendo las cosas a su modo, sin contar con nadie. El que ellas tres no fueran realmente Aes Sedai no era motivo suficiente para dejarlas al margen. La Amyrlin les había encomendado a ellas, no a Moraine, ir tras la pista del Ajah Negro.
Moraine hizo una leve inclinación, como si pensara que le daba las gracias de verdad.
—No hay de qué. Recordad que sois las rastreadoras que la Amyrlin ha enviado tras el Ajah Negro. —Su sonrisa apenas insinuada ante el gesto sorprendido de Elayne puso de manifiesto que sabía perfectamente lo que la joven estaba pensando—. La decisión de cuál ha de ser el siguiente paso os corresponde a vosotras. Y eso también me lo habéis hecho notar a mí —añadió, cortante—. Confío en que sea una decisión más fácil que la mía. Y asimismo confío en que durmáis bien en las pocas horas que quedan para que apunte el día. Buenas noches.
—Oh, esa mujer… —rezongó Elayne cuando se hubo cerrado la puerta tras la Aes Sedai—. A veces la estrangularía. —Se dejó caer pesadamente en una de las sillas colocadas a la mesa, con la mirada fija en las manos enlazadas sobre el regazo.
Nynaeve respondió con un gruñido, quizá corroborando sus palabras, y se dirigió a una mesa estrecha que estaba contra la pared y en la que había copas de plata, tarros con especias y dos jarros. Uno de ellos, lleno de vino, descansaba dentro de un brillante cuenco que contenía hielo ahora casi derretido y que se había traído desde la Columna Vertebral del Mundo metido en arcones, entre serrín. Hielo en verano para enfriar la bebida de un Gran Señor; algo así era casi inimaginable para Elayne.
—Un refresco antes de acostarnos nos vendrá bien —dijo Nynaeve mientras mezclaba vino, agua y especias.
Elayne levantó la cabeza cuando Egwene se sentó a su lado.
—¿Lo que dijiste sobre Rand era en serio, Egwene? —La otra joven asintió, y Elayne soltó un suspiro—. ¿Recuerdas las bromas de Min, respecto a tener que compartirlo? A veces me pregunto si no tendría una visión de la que no nos habló. Creía que se refería a que nosotras dos lo amábamos y que ella lo sabía. Pero tú tenías derecho a su amor, y yo no sabía qué hacer. Y sigo sin saberlo. Egwene, él te quiere a ti.
—Pues tendré que ser franca y dejarle las cosas claras —respondió firmemente la joven—. Cuando me case, lo haré porque quiero, no sólo porque un hombre crea que lo amo. Se lo diré con delicadeza, Elayne, pero cuando haya acabado de hablar, sabrá que es libre, lo quiera o no. Mi madre dice que los hombres son diferentes de nosotras. Dice que las mujeres queremos estar enamoradas, pero sólo del elegido, mientras que un hombre necesita estar enamorado, pero que amará a la primera mujer que le llegue al corazón.
—Todo eso está muy bien —adujo Elayne con voz tensa—, pero Berelain estuvo en su habitación.
Egwene resopló con desdén.
—Fueran cuales fueran sus intenciones, Berelain no estará interesada por un hombre el tiempo suficiente para conseguir que la ame. Hace dos días no le quitaba los ojos de encima a Rhuarc. Y, dentro de dos, estará sonriendo a algún otro. Es como Elsa Grinwell, ¿la recuerdas? Esa novicia que se pasaba todo el día en los patios de entrenamiento coqueteando con los Guardianes.
—Pues no creo que coquetear fuera lo único que hacía Berelain a esas horas en su dormitorio. ¡Llevaba aun menos ropa de lo que es habitual en ella, si tal cosa es posible!
—Entonces ¿vas a dejar que le eche el lazo?
—¡No! —Elayne lo dijo fieramente, y muy en serio, pero un instante después la desesperación se había adueñado de ella—. Oh, Egwene, no sé qué hacer. Lo amo. Quiero casarme con él. ¡Luz! ¿Qué dirá mi madre? Preferiría pasar toda una noche en la celda de Joiya que oír los sermones que me echará mi madre.
Los nobles andorianos, incluso los de la familia real, contraían matrimonio con plebeyos lo bastante a menudo para que apenas se levantaran comentarios —al menos en el propio Andor—, pero Rand no era exactamente lo que se consideraba un plebeyo. Morgase era muy capaz de mandar a Lini a buscar a su hija para que la llevara a casa de una oreja.
—Tu madre difícilmente puede decir nada al respecto si se da crédito a lo que cuenta Mat —la animó Egwene—. Aun cuando sólo sea cierto la mitad. El tal lord Gaebril por el que tu madre bebe los vientos no parece precisamente la mejor elección de una mujer que piensa con la cabeza.
—Estoy segura de que Mat exagera —repuso Elayne con remilgo. Su madre era demasiado sagaz para hacer el tonto por ningún hombre. Si lord Gaebril, del que nunca había oído hablar hasta que Mat lo nombró, si ese individuo pensaba que obtendría poder a través de Morgase, la reina lo sacaría de su error sin contemplaciones.
Nynaeve trajo a la mesa tres copas —por las que resbalaban gotitas de condensación— llenas de vino aromatizado con especias, y pequeños tapetes de paja tejida en colores verdes y dorados para poner las copas y que la humedad no estropeara el pulimento de la mesa.
—Bien —dijo al tiempo que cogía una silla—, así que has descubierto que estás enamorada de Rand, Elayne, y Egwene que no lo está.
Las dos jóvenes la miraron boquiabiertas, una morena y la otra rubia, pero casi una imagen duplicada de perplejidad.
—Tengo ojos en la cara —continuó Nynaeve con expresión complacida—. Y oídos, cuando no os molestáis en cuchichear. —Tomó un sorbo de su copa—. ¿Qué piensas hacer al respecto? Si esa Berelain le echa la zarpa, no será fácil que lo suelte. ¿Estás segura, Elayne, de que quieres meterte en esto? Sabes lo que es él. Sabes lo que le espera, incluso dejando las Profecías a un lado. La locura. La muerte. ¿Cuánto tiempo le queda? ¿Un año? ¿Dos? ¿O empezará antes de que acabe el verano? Es un hombre que puede encauzar. —Pronunció cada palabra con total crudeza—. Recuerda lo que te enseñaron. Recuerda lo que es.
Elayne levantó la cabeza en un gesto resuelto y sostuvo fijamente la mirada de Nynaeve.
—No me importa. Tal vez debería importarme, pero no es así. Quizá sea una estúpida, pero me da igual. No puedo cambiar mis sentimientos por imposición, Nynaeve.
De improviso, la antigua Zahorí sonrió.
—Tenía que estar segura —dijo cariñosamente—. Tú tenías que estar segura. No es fácil amar a un hombre, pero amar a éste será aún más duro. —Su sonrisa se borró a medida que hablaba—. Todavía no has contestado a mi primera pregunta. ¿Qué piensas hacer? Puede que Berelain parezca frágil, y desde luego se las compone para que los hombres la vean así, pero ten por seguro que no lo es. Luchará por lo que quiere. Y es de las que agarran con fuerza hasta lo que no les interesa, especialmente sólo porque hay otra que quiere lo mismo.
—Me gustaría meterla dentro de un barril —dijo Egwene, que apretó su copa como si fuera el cuello de la Principal—, y mandarla en un barco de vuelta a Mayene. En lo más profundo de la bodega.
La trenza de Nynaeve se meció cuando la mujer sacudió la cabeza.
—Todo eso está muy bien, pero procura discurrir algo que sirva de ayuda. Si no se te ocurre nada, guarda silencio y deja que ella decida lo que tiene que hacer. —Como Egwene le clavó una mirada irritada, añadió—: Ahora es Elayne la que tiene que entendérselas con Rand, no tú. Te has echado a un lado, ¿recuerdas?
El comentario tendría que haber suscitado la sonrisa de Elayne, pero no ocurrió así.
—Se suponía que todo esto tenía que ser diferente. —Suspiró—. Creí que encontraría a un hombre, que aprendería a conocerlo con el transcurso de los meses o los años, y que poco a poco me daría cuenta de que lo amaba. Así es como siempre pensé que pasaría. Apenas conozco a Rand. No he hablado con él más de una docena de veces a lo largo de todo un año. Pero supe que lo amaba cinco minutos después de verlo. —Eso sí que era una tontería. Pero era verdad, y no le importaba que fuera una estupidez. Así se lo diría a su madre a la cara, y a Lini. Bueno, a Lini tal vez no. Lini tenía unos métodos muy drásticos para ocuparse de las tonterías, y creía que Elayne seguía teniendo diez años—. Sin embargo, tal y como están las cosas, ni siquiera tengo derecho a estar enfadada con él. O con Berelain. —Pero lo estaba. «¡Me gustaría darle de bofetadas hasta que los oídos le estuvieran pitando durante un año! ¡Me gustaría ir azotándola todo el camino hasta el barco que la llevara de vuelta a Mayene!» Sólo que no tenía derecho a hacerlo, y eso era lo peor. Estaba fuera de sí, y su tono sonó entre desesperado y suplicante—: ¿Qué puedo hacer? Nunca se ha fijado en mí.
—En Dos Ríos —dijo lentamente Egwene—, si una mujer quiere que un hombre sepa que le interesa, le pone flores en el cabello en Bel Tine o en el Día Solar. O le borda una camisa de fiesta en cualquier otra fecha. O pone empeño en pedirle que baile con ella, y no lo hace con nadie más. —Elayne la miraba con incredulidad, y se apresuró a añadir—: No estoy sugiriendo que le bordes una camisa, pero hay formas de darle a entender lo que sientes por él.
—Pues las mayenienses prefieren ir al grano. —La voz de Elayne sonaba quebrada—. Quizá sea el mejor sistema. Decírselo a las claras. Al menos sabría lo que siento. Al menos, tendría cierto derecho a…
Cogió la copa de vino aromatizado y se lo echó al coleto. ¿Ir al grano? ¿Como cualquier pelandusca mayeniense? Soltó la copa vacía sobre el pequeño tapete y respiró hondo.
—¿Qué dirá mi madre? —musitó.
—Lo que importa es qué vas a hacer cuando tengamos que marcharnos de aquí —intervino Nynaeve, afectuosa—. Ya sea a Tanchico o a la Torre o a cualquier otra parte, tendremos que irnos. ¿Qué harás cuando acabas de decirle que lo amas y tienes que marcharte y dejarlo? ¿Y si te pide que te quedes con él? ¿Y si es eso lo que quieres?
—Me marcharé. —No hubo vacilación en la respuesta de Elayne, aunque sí un timbre de aspereza. Nynaeve no tendría que habérselo preguntado—. Si he de aceptar que es el Dragón Renacido, él tendrá que aceptar lo que soy yo, que tengo mis obligaciones. Deseo ser Aes Sedai, Nynaeve. No es una simple diversión para mí. Y tampoco lo es el trabajo que nosotras tres hemos de realizar. ¿De verdad pensaste que iba a abandonaros a Egwene y a ti?
Egwene se apresuró de asegurarle que tal idea no se le había pasado por la cabeza en ningún momento; y lo mismo hizo Nynaeve, pero lo bastante despacio para preparar la mentira.
Elayne miró a la una y a la otra.
—Para ser sincera, os diré que temía que me dijeseis que era una estúpida por preocuparme por una cosa así cuando tenemos el problema del Ajah Negro.
Un leve parpadeo de Egwene reveló que tal idea se le había ocurrido a la joven.
—Rand no es el único que puede morir el año próximo o al mes que viene —dijo Nynaeve—. También puede pasarnos a nosotras. Los tiempos han cambiado, y nosotras también. Si nos quedamos sentadas pensando en lo que deseamos, puede que no lo veamos cumplido a este lado de la tumba.
Era un planteamiento que tenía poco o nada de tranquilizador, pero Elayne asintió. No era ninguna estúpida. Ojalá el tema del Ajah Negro pudiera solucionarse tan fácilmente. Apretó la copa vacía de plata contra su frente, buscando la frescura del metal. ¿Qué iban a hacer?