10 La Ciudadela resiste

A los pies de Rand yacían los cuerpos de los Aiel, enredados con los cadáveres de tres hombres de aspecto corriente vestidos con chaquetas y calzones anodinos. Hombres de aspecto corriente, excepto que seis Aiel, toda la guardia, habían sido asesinados, algunos evidentemente antes de que se dieran cuenta de lo que pasaba, y que cada uno de esos hombres corrientes tenía como mínimo dos lanzas Aiel ensartadas.

Pero eso no era todo, ni mucho menos. Nada más abrir la puerta lo asaltó el estruendo de la batalla: gritos, aullidos, el choque metálico de armas entre las columnas de piedra roja. Los Defensores de la antesala estaban luchando a vida o muerte bajo las lámparas doradas contra figuras corpulentas embutidas en cotas de malla negras, figuras mucho más altas que ellos, como hombres gigantescos pero con rostros deformes de los que crecían cuernos o plumas, con hocicos o picos en lugar de boca y nariz. Trollocs. Muchos caminaban sobre garras o pezuñas y otros sobre pies calzados con botas. Mataban a los hombres con extrañas hachas, lanzas con la punta retorcida y espadas semejantes a cimitarras con la parte curvada al lado contrario. Y con ellos estaba un Myrddraal, un ser de apariencia humana pero con la piel tan blanca como la de un cadáver, vestido con una armadura negra.

En alguna parte de la Ciudadela resonó el toque de alarma de un gong y al momento cesó con letal instantaneidad. Otro lo reemplazó, y lo secundó otro, y otro más, con tañidos estrepitosos.

Los Defensores luchaban y todavía superaban en número a los trollocs, pero había más hombres muertos que monstruos. Rand vio cómo el Myrddraal arrancaba la mitad del rostro al capitán teariano con la mano desnuda mientras que con la otra atravesaba con una mortífera hoja negra la garganta de un Defensor y esquivaba las arremetidas de las lanzas de los otros Defensores como una serpiente. Los soldados tearianos se enfrentaban a lo que creían que sólo eran historias de viajeros para asustar a los niños; estaban a punto de dejarse vencer por el pánico. Un hombre que había perdido su yelmo tiró la lanza e intentó huir, pero la enorme hacha de un trolloc le hendió la cabeza como un melón. Entonces otro de los soldados miró al Myrddraal y salió corriendo lanzando alaridos. El Myrddraal se movió, sinuoso y veloz como un relámpago, para interceptarlo. Dentro de un momento todos los hombres saldrían huyendo.

—¡Fado! —gritó Rand—. ¡Inténtalo conmigo, Fado!

El Myrddraal se paró como si no se hubiera movido del sitio y su rostro lívido, carente de ojos, se volvió hacia él. Una oleada de miedo acosó a Rand bajo aquella mirada y resbaló sobre la burbuja de fría calma que lo envolvía cuando estaba en contacto con el saidin; en las Tierras Fronterizas decían: «La mirada de los Seres de Cuencas Vacías es puro terror». Hubo un tiempo en que creyó que los Fados cabalgaban a lomos de las sombras como si éstas fueran caballos y que se esfumaban cuando cambiaban de dirección. Esas extrañas creencias no andaban muy desencaminadas.

El Myrddraal se deslizó hacia él, y Rand saltó por encima de los cadáveres apilados a la puerta para hacerle frente; sus botas resbalaron en la sangre al tocar el suelo de negro mármol.

—¡Todos por la Ciudadela! —gritó mientras saltaba—. ¡La Ciudadela resiste! —Eran los gritos de guerra que había oído la noche en que la Ciudadela no resistió.

Creyó escuchar un insultante grito, «¡Necio!», procedente del dormitorio, pero no tenía tiempo para preocuparse por Lanfear ni por lo que la mujer hiciera. El resbalón estuvo a punto de costarle la vida; la espada reluciente apenas si desvió la negra del Myrddraal cuando el joven todavía luchaba para recuperar el equilibrio.

—¡Por la Ciudadela! ¡La Ciudadela resiste! —Tenía que mantener unidos a los Defensores o en caso contrario se encontraría luchando solo contra el Fado y veinte trollocs—. ¡La Ciudadela resiste!

—¡La Ciudadela resiste! —oyó que alguien le hacía eco, y después llegaron otros—: ¡La Ciudadela resiste!

El Fado se movía con la rápida gracilidad de una serpiente, ilusión que reforzaban las láminas superpuestas en el peto de la armadura negra. Empero, ni siquiera una víbora atacaba tan rápido. Durante un tiempo Rand tuvo que emplearse a fondo para que la hoja negra no alcanzara su desprotegido cuerpo. Aquel metal oscuro ocasionaba heridas que se infestaban y que eran casi tan difíciles de curar como la que ahora martirizaba su costado. Cada vez que el negro metal forjado en Thakan’dar, en las entrañas de Shayol Ghul, chocaba con la hoja amarillo rojiza forjada con el Poder, saltaban destellos como relámpagos que iluminaban la antesala, un fogonazo blanco azulado que hacía daño a los ojos.

—Esta vez morirás —le dijo el Myrddraal con aquella voz rasposa que semejaba hojas secas quebrándose—. Entregaré tu cuerpo a los trollocs para que lo devoren y tomaré a tus mujeres para mí.

Rand luchaba con tanta frialdad como siempre, y con idéntica desesperación. El Fado sabía cómo utilizar una espada. Entonces surgió la ocasión de golpear directamente a la espada enemiga, no sólo desviarla. La hoja reluciente hendió la negra con un siseo semejante al del hielo al caer sobre metal al rojo vivo. Su siguiente arremetida separó aquella cabeza sin ojos de los hombros; el impacto del golpe al hender hueso repercutió en sus brazos. Del cuello decapitado brotó un surtidor de sangre negra. Aun así, el ser no se desplomó. La figura descabezada avanzó a trompicones asestando estocadas al azar.

En el momento en que la cabeza del Myrddraal rodó por el suelo, también cayeron los restantes trollocs, aullando, pateando y dándose tirones a la cabeza con sus peludas manos. Era el punto débil de los Myrddraal y los trollocs. Puesto que los Fados no se fiaban de estas criaturas, a menudo las vinculaban a ellos de algún modo que Rand no entendía y que aparentemente aseguraban la lealtad de los trollocs; pero los que estaban vinculados a un Myrddraal no sobrevivían mucho a la muerte de éste.

Los Defensores que seguían en pie, menos de dos docenas, no esperaron. De dos en dos o de tres en tres se lanzaron sobre los trollocs y los ensartaron repetidamente con las lanzas hasta que dejaron de moverse. Algunos de ellos derribaron al Myrddraal, pero el ser siguió agitándose por mucho que le hincaran las lanzas. Al cesar los aullidos de los trollocs se oyeron los gemidos y los sollozos de los hombres heridos. Seguía habiendo más soldados humanos que Engendros de la Sombra caídos en el suelo. El mármol negro estaba resbaladizo por la sangre, casi invisible sobre la oscura piedra.

—Dejadlo —les dijo Rand a los Defensores que intentaban rematar al Myrddraal—. Ya está muerto. Si se mueve es porque los Fados se resisten a admitir la derrota. —Lan se lo había explicado hacía… Le pareció que había sido mucho tiempo atrás. Ésta no era la primera vez que veía la reacción de un Myrddraal al morir—. Ocupaos de los heridos.

Los soldados contemplaron un momento más la figura decapitada que seguía retorciéndose a pesar de que el torso estaba cosido a lanzadas; estremecidos, se apartaron al tiempo que mascullaban algo sobre los Perseguidores. Así llamaban a los Fados en Tear, en los cuentos pensados para niños. Algunos empezaron a buscar supervivientes entre los hombres caídos; a los que no estaban en condiciones de sostenerse por su propio pie los apartaban a un lado, y ayudaban a levantarse a los que estaban en condiciones de hacerlo. Muchos, demasiados, quedaron tendidos donde estaban. Por el momento lo único que podía hacerse por los heridos era un rápido vendaje con tiras de sus propias camisas ensangrentadas.

Los tearianos habían perdido su apariencia gallarda; los petos y espaldares de sus armaduras ya no brillaban, y presentaban abolladuras y rasponazos; los bonitos uniformes negros y dorados parecían andrajos, desgarrados y manchados de sangre. Algunos habían perdido el yelmo, y no pocos se apoyaban en las lanzas como si fuera lo único que los sostenía de pie; y tal vez lo era. Respiraban entre jadeos, y la expresión de sus rostros era esa mezcla de puro miedo y ciega insensibilidad que afecta a los hombres en la batalla. Miraban a Rand con nerviosismo, ojeadas huidizas y temerosas, como si hubiera sido él el que había hecho aparecer a estas criaturas de la Llaga.

—Limpiad las puntas de las lanzas —les dijo—. La sangre de un Fado corroe el acero como si fuera ácido si se la deja actuar el tiempo suficiente.

Los soldados obedecieron lentamente, de mala gana, utilizando lo que tenían a mano: las mangas de las chaquetas de sus compañeros muertos.

El sonido de más combates llegaba por los pasillos; gritos distantes, el apagado choque metálico de las armas. Lo habían obedecido en dos ocasiones, y era el momento de comprobar si lo hacían otra vez. Les dio la espalda y miró a través de la antesala en la dirección de donde procedía el ruido de la batalla.

—Seguidme —ordenó. Levantó la espada de fuego para recordarles quién era, confiando en que ese recordatorio no indujera a alguno a clavarle la lanza en la espalda, pero tenía que correr el riesgo—. ¡La Ciudadela resiste! ¡Por la Ciudadela!

Durante unos segundos sus pasos resonantes fueron los únicos que se oyeron en la estancia de las columnas; después, más pisadas se sumaron a su espalda.

—¡Por la Ciudadela! —gritó un soldado.

—¡Por la Ciudadela y por el lord Dragón! —añadió otro.

—¡Por la Ciudadela y por el lord Dragón! —corearon más voces.

Rand apretó el paso hasta convertirlo en trote y condujo a su ensangrentada tropa de veintitrés hombres hacia la parte inferior de la Ciudadela.

El joven se preguntó dónde estaría Lanfear y qué papel había jugado en esto, pero no tuvo mucho tiempo para perderse en elucubraciones. Empezaron a encontrar cadáveres por los pasillos de la fortaleza tendidos en charcos de su propia sangre, uno aquí, dos o tres un poco más adelante; Defensores, sirvientes, Aiel. También había mujeres, nobles con camisones de lino y criadas con ropas de lana por igual, que habían encontrado la muerte mientras huían. A los trollocs les daba igual a quién mataban, y además disfrutaban con ello. Y los Myrddraal eran aun peores; los Semihombres se recreaban infligiendo dolor y muerte.

Más abajo de la fortaleza, la Ciudadela de Tear era un hervidero. Grupos de trollocs corrían desmandados por los pasillos, a veces dirigidos por un Myrddraal y a veces solos, luchando contra Aiel o Defensores, asesinando a los desarmados, persiguiendo a otros a los que matar. Rand condujo a su reducida tropa contra cualquier Engendro de la Sombra que se cruzaba en su camino; su espada hendía con igual facilidad carne y cotas de malla negras. Sólo los Aiel se enfrentaban a un Fado sin encogerse; los Aiel y Rand. El joven pasaba de largo a los trollocs para llegar a los Fados; en ocasiones el Myrddraal de turno arrastraba a una o dos docenas de trollocs a la muerte con él, y otras veces, ninguno.

Algunos Defensores de su tropa cayeron para ya no levantarse nunca, pero se les unieron Aiel y su número casi se duplicó. Grupos de hombres se dividían en feroces combates que se alejaban en la distancia levantando un estruendo de gritos y estrépito metálico que recordaba una forja en la que todos se hubieran vuelto locos. Otros hombres se sumaron al grupo de Rand, se separaron, fueron reemplazados, y así hasta que no quedó ninguno de los que habían empezado con él. De vez en cuando luchaba solo o corría por un pasillo que estaba vacío a excepción de él y los muertos, siguiendo el sonido de combates distantes.

En una ocasión en que estaba acompañado por dos Defensores en una galería de columnas que se asomaba a un amplio vestíbulo con muchas puertas vio a Moraine y a Lan rodeados de trollocs. La Aes Sedai aguantaba firme, con la cabeza erguida como una reina de fábula, y las criaturas bestiales estallaban en llamas a su alrededor, aunque enseguida las reemplazaban otras que entraban en tropel por una u otra puerta. La espada de Lan daba cuenta de los trollocs que escapaban al fuego de Moraine. El Guardián tenía sangre en ambos lados de la cara, pero se movía entre las bestias con tanta frialdad como si estuviera practicando delante de un espejo. Entonces uno de los trollocs de hocico lobuno arremetió con una lanza teariana contra la espalda de Moraine. Lan giró sobre sí mismo, como si tuviera ojos en la nuca, y seccionó por la rodilla la pierna del trolloc. El ser cayó, aullando de dolor, pero se las compuso para asestar un lanzazo al Guardián en el mismo momento en que otro trolloc descargaba torpemente un golpe con la parte plana del hacha en la cabeza de Lan, cuyas rodillas se doblaron por el impacto.

Rand no pudo hacer nada porque en ese instante cinco trollocs cayeron sobre él y sus dos compañeros como una pesadilla de hocicos, colmillos de jabalí y cuernos de carnero que los sacó de la galería por el simple empuje de su embestida. Cinco trollocs no habrían tenido mucha dificultad para acabar con tres hombres, excepto porque uno de ellos era Rand y blandía una espada que cortaba sus cotas de malla como si fueran de paño. Uno de los Defensores murió y el otro desapareció en pos de un trolloc herido, el único superviviente de los cinco. Cuando Rand regresó presuroso a la galería percibió un fuerte hedor a carne quemada procedente del piso inferior; en el suelo había muchos cadáveres calcinados, pero ni rastro de Moraine o de Lan.

Así se dirimía la contienda por la Ciudadela; o por la vida de Rand. Las luchas estallaban en un punto y se desplazaban hacia otro sitio o finalizaban cuando uno de los bandos era derrotado. Los hombres no combatían únicamente contra trollocs y Myrddraal; también lo hacían contra otros hombres. Había Amigos Siniestros entre las filas de los Engendros de la Sombra, unos tipos vestidos con ropas toscas que tenían pinta de antiguos soldados y de camorristas de taberna. Parecían tan atemorizados por los trollocs como los propios tearianos, pero mataban tan indiscriminadamente como ellos allí donde se les presentaba la oportunidad. De hecho, en dos ocasiones Rand vio trollocs luchando contra trollocs; la única explicación que se le ocurrió era que los Myrddraal habían perdido el control sobre ellos y su naturaleza sanguinaria había prevalecido sobre todo lo demás. Que se mataran si querían; él no iba a impedírselo.

Entonces, solo de nuevo, giró en una esquina y se dio de bruces con tres trollocs tan corpulentos como él pero mucho más altos. Uno de ellos, que tenía un pico de águila sobresaliendo de un rostro por lo demás humano, estaba cortando un brazo al cadáver de una noble teariana mientras que los otros dos lo observaban anhelantes, lamiéndose los hocicos. Los trollocs comían cualquier cosa mientras fuera carne. El encuentro sorprendió a Rand tanto como a ellos, pero el joven fue el primero en reaccionar.

El del pico de águila se desplomó con un corte transversal que abría cota de malla y músculos por igual. La maniobra de esgrima llamada El lagarto en el espino tendría que haber dado buena cuenta de los otros dos, pero Rand se tambaleó cuando el primer trolloc caído, en una de sus sacudidas, le dio un golpe en el pie que le hizo perder el equilibrio, y la espada sólo hendió la cota de malla de un adversario; el traspié lo puso justo en el camino del trolloc moribundo cuyo hocico lobuno chascó en el aire al lanzarle una dentellada. El monstruoso ser lo arrastró en su caída y lo aplastó contra las baldosas con el peso de su corpachón, inmovilizando la espada y el brazo con el que la manejaba. El que seguía de pie levantó el hacha al tiempo que una mueca maligna dejaba a la vista sus colmillos de jabalí. Rand bregó desesperadamente para moverse, para poder respirar.

Una espada curvada hendió el hocico del trolloc del hacha y se hundió hasta la garganta.

El trolloc que había aparecido tan de improviso forcejeó para sacar el arma y le gruñó enseñando los dientes de cabra y agitando las orejas bajo los cuernos. Entonces se marchó corriendo; las pezuñas repicaron sobre las baldosas.

Rand salió trabajosamente de debajo del peso muerto del trolloc, medio atontado. «Me ha salvado un trolloc. ¡Un trolloc!» La sangre de las bestias, densa y oscura, lo cubría. Al fondo del largo pasillo, en dirección contraria por la que había huido el trolloc cabruno, saltaron destellos blanco azulados al aparecer dos Fados que luchaban entre sí en un vertiginoso remolino de acometidas y paradas. Uno retrocedió hacia un corredor lateral obligado por el violento ataque del otro, y la relampagueante luz se perdió de vista. «Me he vuelto loco. Tiene que ser eso. Estoy loco y esto sólo es producto de mi mente delirante».

—Pusiste todo en peligro al lanzarte ciegamente a la batalla con esa… esa espada.

Rand se volvió hacia Lanfear. De nuevo su aspecto era el de una muchachita de la misma edad que él o incluso más joven. Se recogió el repulgo de la blanca falda para pasar por encima del cuerpo descuartizado de la noble teariana; por la impasibilidad de su semblante habríase dicho que saltaba sobre un tronco caído.

—Construyes un chozo pudiendo tener palacios de mármol con sólo chascar los dedos —continuó—. Estaba en tus manos apoderarte de las vidas y las almas de los trollocs sin apenas esfuerzo y, en cambio, ha faltado poco para que te maten. Tienes que aprender. Únete a mí.


—¿Esto fue obra tuya? —demandó—. Lo del trolloc que me salvó la vida, lo de los Myrddraal luchando entre sí, ¿has sido tú?

Lanfear lo observó un instante antes de sacudir ligeramente la cabeza, como lamentándolo.

—Si reconozco que te he ayudado esperarás que lo haga de nuevo, y tal cosa no sólo sería un error flagrante, sino mortífero. Ninguno de los otros sabe con certeza de qué lado estoy, y me gusta que sea así. No esperes que te preste ayuda abiertamente.

—¿Que no espere tu ayuda? —bramó—. Quieres que me entregue a la Sombra. No conseguirás que olvide lo que eres con palabras amables. —Encauzó el Poder y la mujer se estrelló contra una pared con bastante fuerza para hacerle soltar un gemido. La mantuvo allí, con los brazos en cruz contra un tapiz que representaba una escena de caza, a varios centímetros del suelo y con el vestido extendido y estirado. ¿Cómo había aislado a Egwene y a Elayne? Tenía que recordarlo.

De repente salió lanzado por el aire y fue a estrellarse contra la pared opuesta a la que estaba Lanfear, aplastado como un insecto por algo que casi le cortaba la respiración.

La mujer no parecía tener problemas en ese sentido.

—Cualquier cosa que hagas, Lews Therin, también la hago yo. Y mejor. —A pesar de estar atrapada contra la pared se mostraba impertérrita. La algarabía de un combate sonó en alguna parte, cerca, y después se perdió en la distancia—. Utilizas la mitad de la más pequeña fracción de tu capacidad real, y te apartas de lo que te permitiría aplastar a todos cuantos se te opusieran. ¿Dónde está Callandor, Lews Therin? ¿Sigue en tu dormitorio, como un adorno inútil? ¿Crees que tu mano es la única que puede blandirla ahora que has roto el escudo que la hacía inaccesible a los demás? Si es Sammael el que está aquí, la tomará y la utilizará contra ti. Hasta Moghedien la cogería para impedirte usarla; sería muy provechoso para ella negociar su entrega con cualquiera de los varones Elegidos.

Rand se debatía contra lo que quiera que lo tenía inmovilizado, pero sólo conseguía girar la cabeza a uno y otro lado. Imaginar a Callandor en manos de uno de los Renegados lo volvía medio loco de miedo y frustración. Encauzó de nuevo en un intento de romper las ataduras que lo sujetaban, pero fue en vano. Y entonces, de repente, desaparecieron; Rand salió lanzado hacia adelante, todavía forcejeando, antes de darse cuenta de que estaba libre. Y no como consecuencia de nada que hubiera hecho él.

Miró a Lanfear. Seguía colgada allí, tan tranquila y apacible como si estuviera tomando el aire en la orilla de un río. Obviamente su intención era engatusarlo, convencerlo, ablandarlo. Rand no estaba seguro de qué hacer con los flujos que la sujetaban. Si los ataba y la dejaba allí, era muy capaz de echar abajo media Ciudadela intentando liberarse; eso si algún trolloc no la mataba antes creyendo que era una mujer de la fortaleza. Tal posibilidad no tendría que desasosegarlo —al fin y al cabo, sería la muerte de uno de los Renegados—, pero la idea de abandonar a una mujer, o a cualquier persona, indefensa a la brutalidad de los trollocs le repugnaba. Una ojeada a su calma imperturbable acabó con sus dudas; nadie ni nada le haría daño mientras pudiera encauzar. Si encontrara a Moraine para que la aislara…

De nuevo fue Lanfear quien decidió por él. El impacto de los flujos al partirse lo sacudió brutalmente; la mujer descendió suavemente al suelo y se apartó de la pared al tiempo que se arreglaba los pliegues de la falda con absoluta tranquilidad. Rand no daba crédito a sus ojos.

—No puedes hacer eso —exclamó tontamente, y ella sonrió.

—No necesito ver un flujo para desenredarlo siempre y cuando sepa qué es y dónde está. ¿Te das cuenta? Tienes mucho que aprender. Pero me gustas así. Siempre fuiste demasiado porfiado y seguro de ti mismo para sentirme cómoda a tu lado. Era mejor cuando te mostrabas algo inseguro. Entonces ¿te olvidas de Callandor?

Rand seguía vacilando. Allí había un Renegado y no había nada que él pudiera hacer al respecto. Se volvió y corrió en busca de Callandor. La risa de Lanfear lo siguió pasillo adelante.

Esta vez no se desvió para combatir contra trollocs o Myrddraal ni aminoró la marcha mientras subía a los pisos altos de la Ciudadela a menos que le salieran al paso. En tales casos su espada de fuego despejaba su camino. Vio a Perrin y a Faile, él con el hacha y ella guardándole la espalda con sus cuchillos; los trollocs se mostraban igualmente reacios a enfrentarse a los ojos amarillos del joven como a la gran hoja del hacha que manejaba. Rand los dejó atrás sin dedicarles más de una mirada; si uno de los Renegados cogía a Callandor ninguno de ellos viviría para ver el siguiente amanecer.

Falto de respiración atravesó la antesala de columnas saltando por encima de los cadáveres de Defensores y trollocs que seguían tirados en el suelo en su afán por llegar hasta Callandor. Abrió de un empellón las puertas. La Espada que no es una Espada se encontraba en su soporte dorado e incrustado de joyas, reflectando los rayos del sol poniente. Esperándolo.

Ahora que la tenía a la vista, a salvo, era reacio a tocarla. La había utilizado una sola vez con el propósito para el que había sido creada. Sabía lo que le esperaba cuando volviera a cogerla, a usarla para absorber el Poder de la Fuente Verdadera hasta unos límites que ningún ser humano podría alcanzar por sí mismo. Le costó un esfuerzo ímprobo abandonar la espada de fuego; cuando desapareció estuvo a punto de hacerla materializarse otra vez.

Rodeó el cadáver del Hombre Gris arrastrando los pies, y puso las manos sobre la empuñadura de Callandor lentamente. Estaba fría, como un cristal que llevara mucho tiempo en la oscuridad, pero no tenía tan suave el tacto como para que los dedos resbalaran sobre ella.

Algo lo hizo levantar la vista. En la puerta había un Fado, indeciso, con las cuencas vacías prendidas en Callandor.

Rand absorbió el saidin a través de Callandor. La Espada que no es una Espada refulgió fieramente en sus manos como si éstas sostuvieran la luz de mediodía. El poder lo hinchió penetrando en él como un rayo demoledor. La infección recorrió su cuerpo como una negra oleada; por sus venas corría lava ardiente; el frío de su interior habría congelado el sol. Tenía que usarlo o reventaría como un melón podrido.

El Myrddraal dio media vuelta, dispuesto a huir, y súbitamente las ropas negras y la armadura cayeron al suelo; únicamente quedaron motitas flotando en el aire.

Rand ni siquiera fue consciente de haber encauzado hasta que todo hubo acabado; habría sido incapaz de decir lo que había hecho aunque en ello le fuera la vida. Pero nada lo amenazaría mientras sostuviera a Callandor en sus manos. El Poder palpitaba dentro de él como el latido del mundo. Con Callandor en sus manos cualquier cosa era posible. El Poder lo martilleaba con la fuerza de un mazo que demolería montañas. Un hilo de la energía encauzada barrió de un soplo los restos flotantes del Myrddraal así como las ropas y la armadura hacia el centro de la antesala; un hilillo de flujo incineró ambas cosas. Salió del dormitorio para dar caza a quienes habían venido a cazarlo a él.

Algunos habían llegado hasta la antesala. Otro Fado y un puñado de acobardados trollocs estaban plantados delante de las columnas al lado opuesto, contemplando fijamente las cenizas que flotaban en el aire, los últimos fragmentos del Myrddraal y su atuendo. Los trollocs aullaron como alimañas al ver a Rand con la relampagueante Callandor en sus manos. El Fado se quedó paralizado por la impresión. Rand no les dio ocasión de escapar; manteniendo deliberadamente el acompasado y lento ritmo de sus pasos hacia ellos, encauzó, y el fuego surgió del negro mármol bajo los Engendros de la Sombra tan abrasador que tuvo que levantar una mano para resguardarse la cara. Cuando llegó allí las llamas se habían consumido y en el mármol sólo quedaban unos círculos deslustrados.

Regresó a los pisos bajos de la Ciudadela, y todos los trollocs y Myrddraal que vio fueron consumidos por una llamarada. Los abrasó mientras luchaban con Aiel o tearianos y mataban sirvientes que intentaban defenderse con lanzas o espadas que habían cogido a los muertos. Los carbonizó mientras corrían, ya fuera en pos de más víctimas o huyendo de él. Empezó a avanzar más deprisa, primero trotando y finalmente corriendo, y dejó atrás a los heridos, que a menudo yacían desatendidos, y dejó atrás a los muertos. No era bastante; no se movía suficientemente deprisa. A pesar de que mataba trollocs a puñados, seguían quedando más que continuaban asesinando en su afán por escapar.

Se frenó en seco en un ancho pasillo, rodeado de muertos. Tenía que hacer algo; algo más efectivo. El Poder se deslizaba por sus huesos, la pura esencia del fuego. Algo más. El Poder lo heló hasta la médula. Algo que los matara a todos a la vez, de golpe. La mácula del saidin lo abrumó cual una montaña de restos putrefactos que amenazaba con enterrar su alma. Levantó a Callandor y bebió en la Fuente Verdadera, absorbió energía hasta que tuvo la impresión de que debería bramar gritos de fuego helado. Tenía que matarlos a todos.

Debajo del techo y justo por encima de su cabeza el aire empezó a girar más y más deprisa en un torbellino, arremolinándose en franjas rojas, negras y plateadas. Se espesó y se hundió hacia adentro, reduciéndose, comprimiéndose, aullando mientras giraba y se reducía más y más.

El sudor corría por el rostro de Rand, que lo miraba fijamente. No tenía ni idea de qué era, pero aquellos flujos incontables lo unían a la masa; era un peso que aumentaba a medida que esa cosa se retraía y comprimía sobre sí misma. El resplandor de Callandor seguía aumentando, demasiado brillante para mirarlo directamente; cerró los ojos, y la luz pareció abrasarle las pupilas a través de los párpados. El Poder fluía por él como un torrente inmensurable que amenazaba con arrastrarlo hacia el remolino. Tenía que soltarlo. Tenía que hacerlo. Se obligó a abrir los ojos, y fue como mirar todas las tormentas del mundo concentradas en una bola del tamaño de la cabeza de un trolloc. Tenía que…, tenía…

«Ahora». La idea flotó como una risa restallante en el límite de su conciencia. Cortó los flujos que salían de él y soltó el remolino, que todavía rotaba y aullaba como un taladro perforando hueso. «Ahora».

Y saltaron los rayos, relampagueando a lo largo del techo a izquierda y derecha cual riachuelos de plata. Un Myrddraal salió de un corredor lateral y, antes de que tuviera tiempo de dar otro paso, se precipitó sobre él una docena de llameantes descargas que lo hicieron saltar en pedazos. Los otros rayos continuaron desplazándose, desplegándose por cada bifurcación del corredor, reemplazados por más y más que brotaban del núcleo en fracciones de segundo.

Rand no tenía la más remota idea de lo que había hecho o cómo funcionaba. Sólo le quedaba aguantar allí, vibrando con el Poder que lo henchía, necesitando utilizarlo. Aunque lo destruyera. Percibía la muerte de trollocs y Myrddraal, sentía a los rayos descargarse y matar. Rand se sentía capaz de matarlos en todas partes, en cualquier rincón del mundo. Lo sabía. Con Callandor podía hacer cualquier cosa. Y supo con igual certeza que intentarlo acabaría con su vida.

Los rayos perdieron intensidad y se apagaron con el último Engendro de la Sombra; la masa giratoria implosionó con el seco estampido de una onda de aire invertida. Pero Callandor continuaba resplandeciendo como el sol, y él se sacudía con la fuerza del Poder.

Moraine estaba allí, a una docena de pasos, mirándolo intensamente. Sus ropas estaban limpias y arregladas, cada pliegue de la falda de seda azul en su sitio, pero tenía el cabello despeinado. Parecía cansada… e impresionada.

—¿Cómo…? De no haberlo visto no habría creído posible lo que has hecho, Rand. —Lan apareció por el pasillo casi trotando, con la espada en la mano, el rostro ensangrentado, la chaqueta desgarrada. Sin quitar los ojos de Rand, Moraine levantó una mano y detuvo al Guardián a corta distancia de ella. Y a cierta distancia de Rand. Como si fuera demasiado peligroso para que incluso Lan se acercara a él—. ¿Estás… bien, Rand?

El joven apartó los ojos de la Aes Sedai con esfuerzo. Su mirada se detuvo en el cuerpo de una chiquilla de cabello oscuro, casi una niña, que yacía despatarrada en el suelo, boca arriba, con los ojos muy abiertos y fijos en el techo; la sangre oscurecía la pechera de su vestido. Tristemente, se inclinó para apartar los mechones de pelo caídos sobre la cara. «¡Luz, es una niña! Actué demasiado tarde. ¿Por qué no lo hice antes? ¡Es sólo una niña!»

—Me encargaré de que alguien se ocupe de ella, Rand —dijo Moraine suavemente—. Tú no puedes ayudarla ahora.

La mano que sostenía Callandor tembló tan violentamente que casi dejó escapar la espada.

—Con esto puedo hacer cualquier cosa. —Su voz le sonaba áspera, dura—. ¡Cualquier cosa!

—¡Rand! —El tono de Moraine era apremiante.

No quiso escucharla. El Poder estaba dentro de él. Callandor resplandecía, y él era el Poder. Encauzó la energía y dirigió los flujos hacia el cuerpo de la chiquilla, buscando, tanteando; la pequeña se incorporó de golpe, con una rigidez antinatural en los brazos y las piernas.

—¡Rand, no puedes hacer esto! ¡No!

«Aire. Necesita respirar». El pecho de la niña empezó a subir y a bajar. «El corazón. Tiene que latir». La sangre, ya oscura y espesa, manó de la herida del pecho. «¡Vive! ¡Vive, maldita sea! ¡No fue mi intención llegar demasiado tarde!» Sus ojos lo miraban vidriosos, sin vida. Las lágrimas corrieron por las mejillas de Rand.

—¡Tiene que vivir! Cúrala, Moraine, yo no sé cómo hacerlo. ¡Cúrala!

—La muerte es irremediable, Rand. No eres el Creador.

Sin apartar la mirada de aquellos ojos muertos, Rand retiró lentamente los flujos. El cuerpo se derrumbó, rígido. Un cadáver. Rand echó la cabeza hacia atrás y soltó un alarido salvaje, como un trolloc. Llamas trenzadas chisporrotearon contra paredes y techo al descargar su frustración y su pena.

Lenta, muy lentamente, soltó el saidin, lo empujó lejos de sí; fue como retirar un peñasco, como renunciar a la vida. La fuerza abandonó su cuerpo junto con el Poder. Sin embargo, la infección permaneció cual una mácula que lo hundía con el peso de su oscuridad. Tuvo que plantar la punta de Callandor en las baldosas del suelo y apoyarse en ella para sostenerse en pie.

—¿Y los otros? —Le costaba trabajo hablar; le dolía la garganta—. Elayne, Perrin y los demás. ¿También actué demasiado tarde para ellos?

—No llegaste tarde —repuso Moraine, serena, pero no se acercó más. Lan parecía listo para plantarse de un salto ante ella—. No te culp…

—¿Están vivos? —preguntó a voz en grito Rand.

—Lo están —le aseguró la Aes Sedai.

Asintió con alivio. Procuraba no mirar el cadáver de la niña. Tres días retrasando una decisión para disfrutar de unos cuantos besos robados. Si hubiera actuado tres días antes… Pero había aprendido cosas en esos días que podría utilizar; si era capaz de hacerlas encajar. Todo parecía estar condicionado por ese «si». Al menos, no había sido demasiado tarde para sus amigos.

—¿Cómo entraron los trollocs? Dudo que escalaran las murallas como hicieron los Aiel, habiendo aún luz del sol. ¿Ha anochecido ya? —Sacudió la cabeza para despejar la bruma que lo embotaba—. Bah, no importa. Los trollocs. ¿Cómo entraron?

Fue Lan el que respondió.

—Ocho grandes barcazas de las que cargan grano amarraron en los muelles de la Ciudadela a última hora de la tarde. Por lo visto a nadie le llamó la atención que unas barcazas cargadas con trigo vinieran río abajo. —Su voz rebosaba cólera—. Ni por qué atracaban en la Ciudadela. Ni por qué las tripulaciones dejaron cerradas las escotillas hasta que el sol casi se había puesto. También llegó una caravana de treinta carretas, hará unas dos horas, que supuestamente traían cosas del campo pertenecientes a un noble u otro que regresa a la Ciudadela. Cuando las lonas se retiraron, las carretas también estaban llenas de Semihombres y de trollocs. Si entraron por algún otro sitio, no lo sé. Todavía.

Rand volvió a asentir, y el esfuerzo le dobló las rodillas. Al punto Lan estaba a su lado; pasó el brazo del joven por encima de sus hombros y lo sostuvo. Moraine tomó su rostro entre las manos. Una sensación de frío le recorrió todo el cuerpo; no el helor penetrante de una Curación completa, sino una especie de frescor que arrastraba el agotamiento a su paso. O casi todo el agotamiento. Algo quedó, como si hubiera estado el día entero trabajando con la azada en el campo de tabaco. Se retiró del apoyo que ya no precisaba. Lan lo observó atentamente para ver si realmente podía sostenerse por sí mismo; o quizá porque el Guardián no estaba seguro de hasta qué punto era peligroso o hasta dónde llegaba su cordura.

—No te libré de todo el cansancio a propósito —explicó Moraine—. Necesitas dormir esta noche.

Dormir. Había demasiado que hacer para echarse a dormir. Sin embargo, asintió una vez más. No quería tenerla pegada a él como una sombra.

—Lanfear estuvo aquí —le dijo—. Esto no ha sido obra de ella. Me lo aseguró, y la creo. No parecéis sorprendida, Moraine. —¿La sorprendería la oferta de Lanfear? ¿La sorprendería algo?—. Estuvimos hablando. No intentó matarme ni yo a ella. Y vos no estáis sorprendida.

—Dudo que pudieras matarla. Todavía. —Sus oscuros ojos lanzaron un fugaz vistazo, apenas perceptible, a Callandor—. Sin ayuda, no. Y también dudo que ella intente matarte. Todavía. No sabemos gran cosa sobre los Renegados, y de Lanfear la que menos, pero sí sabemos que amó a Lews Therin Telamon. Decir que no corres peligro por ella sería decir demasiado. Hay muchas cosas con las que podría hacerte tanto daño como quitándote la vida, pero no creo que intente matarte mientras crea que puede recobrar a Lews Therin.

Lanfear lo quería. La Hija de la Noche, a quien las madres que sólo creían a medias en ella utilizaban para amedrentar a sus hijos. A él sí lo asustaba, desde luego. La idea casi lo hizo reír. Siempre se había sentido culpable por mirar a otra mujer que no fuera Egwene, y Egwene no lo quería, pero la heredera del trono de Andor quería besarlo, por lo menos, y una Renegada afirmaba que lo amaba. Era casi hilarante. Pero sólo casi. Lanfear parecía estar celosa de Elayne, esa remilgada de cabello pálido, como la había llamado. Era una locura. Todo era una locura.

—Mañana. —Empezó a alejarse de ellos.

—¿Mañana, qué? —preguntó Moraine.

—Mañana os diré lo que voy a hacer. —Parte de ello, desde luego. Imaginar la cara que pondría Moraine si le contaba todo le dio ganas de echarse a reír. Aunque tampoco él lo sabía todo. Aún. Sin saberlo, Lanfear le había proporcionado casi la última pieza del rompecabezas. Le quedaba dar un paso más, esa misma noche. La mano con la que sostenía a Callandor junto al costado tembló. Con ella podría hacer cualquier cosa. «Aún no estoy loco. No lo bastante para hacer eso»—. Hasta mañana. Que tengáis buena noche, si la Luz quiere.

Al día siguiente empezaría a soltar otra clase de relámpagos. Otros rayos que podrían salvarlo. O matarlo. Todavía no estaba loco.

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