38 Rostros ocultos

El Jardín de las Brisas Plateadas no era en absoluto un jardín sino una gran vinatería, demasiado grande para llamarla así, realmente; estaba en la cumbre de la colina que había en Calpen, la más occidental de las tres penínsulas de Tanchico, más abajo del Gran Anfiteatro. Parte del nombre, al menos, se debía a las brisas que entraban allí donde unas columnas de mármol veteado en verde y unas balaustradas reemplazaban una pared, excepto en el piso superior. En caso de que lloviera, podían bajarse unas cortinas doradas de seda, tratadas con aceite para hacerlas impermeables. A ese lado la ladera de la colina se precipitaba bruscamente, y las mesas colocadas a lo largo de las balaustradas ofrecían una vista excelente, por encima de blancas cúpulas y agujas, de la gran bahía, que estaba abarrotada con más barcos que nunca. Tanchico necesitaba de todo, desesperadamente, y había oro que ganar… hasta que el oro y el tiempo se acabaran.

Con sus lámparas doradas y techos taraceados con bronce trabajado con cincel y pulido hasta darle un brillo dorado, sus camareras y camareros, escogidos por su gracia, belleza y discreción, el Jardín de las Brisas Plateadas había sido la vinatería más cara de la ciudad incluso antes de que surgieran los problemas. Ahora los precios eran exorbitantes. Empero, todavía acudían aquellos que manejaban grandes sumas de dinero, quienes manejaban poder e influencia o creían que lo hacían. En algunos aspectos había menos donde hacer tratos; en otros, más.

Unos muros bajos rodeaban cada mesa, creando islas esparcidas sobre las baldosas verdes y doradas. Cada muro, trabajado con la delicadeza de un encaje para que ningún curioso pudiera escuchar a escondidas, tenía justo la altura adecuada para ocultar quién se encontraba con quién a las miradas de los que pasaran por allí. A pesar de ello, los parroquianos solían acudir con máscaras, sobre todo últimamente, y algunos tenían un guardia personal pegado a su mesa, también enmascarado para evitar ser reconocidos, si el patrón era prudente. Y, según los rumores, sin lengua, para los más prudentes. Ninguno de los guardias parecía ir armado a primera vista; la propietaria del Jardín de las Brisas Plateadas, una mujer esbelta de edad indeterminada que se llamaba Selindra, ahora no permitía que se entrara con armas. Su norma no se quebrantaba, al menos abiertamente.

Desde su mesa habitual pegada a la balaustrada, Egeanin contemplaba los barcos en la bahía, sobre todo los que zarpaban. La hacían desear encontrarse de nuevo sobre la cubierta de un velero dando órdenes. Jamás imaginó que el deber la llevaría a esto.

De manera inconsciente se arregló la máscara de terciopelo que ocultaba la mitad superior de su cara; se sentía ridícula llevando esta cosa absurda, pero era necesario para pasar inadvertida hasta cierto punto. La máscara —azul para ir a juego con el vestido de seda con alto cuello de encaje—, el propio vestido y el oscuro cabello que había dejado crecer hasta los hombros era todo lo que se sentía capaz de hacer. Pasar por tarabonesa no era preciso —Tanchico rebosaba de refugiados, muchos de ellos forasteros afectados por los conflictos— y, en cualquier caso, estaba fuera de su alcance. Estas gentes eran animales; no tenían disciplina ni orden.

Renuentemente, dio la espalda a la bahía para volverse hacia su compañero de mesa, un tipo de rostro estrecho con la sonrisa de una voraz comadreja. El raído cuello de la camisa de Floran Gelb estaba fuera de lugar en el Jardín de las Brisas Plateadas; el hombre se limpiaba las manos en la chaqueta constantemente. Egeanin siempre se encontraba aquí con los untuosos hombrecillos con los que se veía obligada a tratar. Era una especie de recompensa para ellos y un modo de mantenerlos desazonados.

—¿Qué me traéis, maese Gelb?

El hombre se limpió las manos otra vez antes de dejar sobre la mesa una burda bolsa de yute, y la miró con ansiedad. Egeanin la puso sobre el regazo antes de abrirla. Dentro había un a’dam de metal plateado, un collar y un brazalete unidos por una correa diestramente trabajada. Cerró la bolsa y la soltó en el suelo. Con éste eran tres los que Gelb había recuperado; más que ninguno de los otros.

—Muy bien, maese Gelb. —Una bolsita cambió de manos por encima de la mesa, y Gelb la hizo desaparecer debajo de la chaqueta como si en su interior estuviera la corona de la emperatriz en lugar de un puñado de monedas de plata—. ¿Tenéis algo más?

—Sí. Es respecto a esas mujeres, las que queríais que buscara.

Se había acostumbrado a la forma tan rápida de hablar de esta gente, pero habría querido que el tipo dejara de lamerse los labios de ese modo y no porque con ello hiciera más difícil de entender lo que decía, sino porque resultaba desagradable.

Estuvo en un tris de decirle que ya no estaba interesada, pero, después todo, este asunto era parte de la razón de que estuviera en Tanchico. Puede que ahora fuera la única razón.

—¿Qué pasa con ellas? —El hecho de que se le hubiera pasado por la cabeza la idea de zafarse de su deber provocó que empleara un tono más cortante de lo que era su intención, y Gelb se encogió.

—Creo… Creo que he encontrado a otra.

—¿Estáis seguro? Anteriormente ya ha habido… equivocaciones.

Equivocaciones era una manera suave de decirlo. Casi una docena de mujeres que guardaban un vago parecido con las descripciones no pasaron de ser una pequeña molestia que no tardó en olvidar una vez que las vio. Pero aquella noble, una refugiada de los estados arrasados por la guerra… Gelb la había raptado en la calle pensando que obtendría más beneficios si se la entregaba que si se limitaba a informar de su paradero. En su defensa, tenía que admitir que lady Leilwin guardaba un gran parecido con una de las mujeres que Egeanin buscaba, pero le había dicho a Gelb que ninguna de ellas hablaba con un acento que le resultara familiar, entre ellos el tarabonés de la noble. Egeanin no quería asesinar a la mujer, pero en Tanchico podía haber alguien que prestara oídos a su historia, de modo que Leilwin acabó, amordazada y maniatada, en uno de los botes mensajeros en plena noche; era joven y hermosa, y alguien encontraría una utilidad mejor para ella que degollarla. Sin embargo, Egeanin no estaba en Tanchico para encontrar jóvenes servidoras para la Sangre.

—Nada de equivocaciones, señora Elidar —aseguró con premura Gelb a la par que esbozaba una mueca que dejaba ver sus dientes—. Esta vez, no. Pero… necesito un poco de oro. Para asegurarme. Para acercarme lo bastante. ¿Os parece bien cuatro o cinco coronas?

—Pago por resultados —repuso firmemente Egeanin—. Después de vuestros errores, tenéis suerte de que siga haciendo tratos con vos.

Gelb se lamió los labios con nerviosismo.

—Volviendo al principio, dijisteis que tendríais algunas monedas para aquellos que realizaron ciertos trabajos especiales. —Un tic nervioso agitó un músculo de su mejilla; sus ojos escudriñaron fugazmente en derredor, como si temiera que alguien estuviera escuchando tras el adornado muro que rodeaba la mesa por tres lados, y su voz se redujo a un ronco susurro—. ¿Provocar problemas, por ejemplo? Me ha llegado un rumor, a través de un tipo que es guardia personal de lord Brys, respecto a la Asamblea y a la elección de una nueva Panarch. Creo que podría ser verdad. El hombre estaba borracho y, cuando se dio cuenta de lo que había dicho, casi se ensució encima. Aun en el caso de que no sea cierto, algo así desgarraría Tanchico.

—¿Creéis que es necesario pagar dinero para generar problemas en esta ciudad? —Tanchico era como una fruta podrida que caería con el primer soplo de aire. Todo estaba podrido en esta condenada tierra. Estuvo tentada de comprar su «rumor». Al fin y a la postre, se suponía que era una comerciante que adquiría todo tipo de información y que a su vez la vendía, pero tratar con Gelb la ponía enferma. Además, sus propias dudas la asustaban—. Eso es todo, maese Gelb. Sabéis cómo poneros en contacto conmigo si encontráis otro objeto como éste. —Tocó la bolsa burdamente tejida.

En lugar de levantarse de la silla, el hombre continuó sentado, mirándola intensamente como si quisiera ver a través de la máscara.

—¿De dónde sois, señora Elidar? Esa pronunciación vuestra tan suave, uniendo las palabras… Os pido disculpas. No es mi intención ofenderos, pero no acabo de ubicaros.

—Eso es todo, Gelb. —Quizá se debió al tono imperativo que solía utilizar en el barco o puede que la máscara no ocultara su fría mirada, pero Gelb se incorporó de un brinco y se dirigió hacia la abertura del muro haciendo reverencias y mascullando disculpas.

Egeanin permaneció sentada después de que el hombrecillo se hubo marchado para darle tiempo a salir del Jardín de las Brisas Plateadas. Alguien lo seguiría fuera para comprobar que no se quedaba esperando para ir en pos de ella. Todo este acechar y ocultarse la asqueaba; casi deseó que ocurriera cualquier cosa que echara a perder su disfraz y le proporcionara la ocasión de afrontar una lucha cara a cara.

Allá abajo, en la bahía, entraba un nuevo velero, un bergantín de los Marinos con sus imponentes mástiles y sus numerosas velas. Había examinado un bergantín capturado, pero habría dado cualquier cosa por que pusieran a su mando una de estas naves; no obstante, sospechaba que se necesitaría una tripulación de Marinos para encargarse de los aparejos y sacar el mejor partido al velero. Los Atha’an Miere no se mostraban muy dispuestos a coger los remos; el resultado no sería tan bueno si tenía que comprar una tripulación. ¡Una tripulación al completo! La cantidad de oro que le llegaba a través de los botes mensajeros para que gastara a manos llenas se le estaba subiendo a la cabeza.

Cogió la bolsa de yute y empezó a incorporarse, pero volvió a tomar asiento precipitadamente cuando vio a un hombre de anchos hombros que abandonaba otra de las mesas. El cabello oscuro, largo hasta los hombros, y la barba que dejaba al descubierto el labio superior enmarcaban el redondo rostro de Bayle Domon. No llevaba máscara, por supuesto; el hombre tenía a su mando una docena de barcos costeros que entraban y salían de Tanchico y, aparentemente, le importaba poco que cualquiera supiera su paradero. Máscaras. Qué reacción más absurda la suya. Con la máscara no podía reconocerla. A pesar de todo, esperó hasta que se hubo marchado antes de abandonar la mesa. Cabía la posibilidad de que tuviera que ocuparse de él si se convertía en un peligro.

Selindra cogió el oro que le tendió con una melosa sonrisa al tiempo que hacía votos por que Egeanin siguiera otorgándole el favor de sus visitas. La propietaria del Jardín de las Brisas Plateadas llevaba el oscuro cabello tejido en docenas de trencillas y vestía ropas de seda ajustadas y casi lo bastante transparentes para emular a una joven servidora, así como uno de aquellos velos que a Egeanin le hacían desear preguntar a las tarabonesas qué danzas sabían ejecutar. Las danzarinas de Shea llevaban unos velos muy semejantes y poco más. Empero, pensó Egeanin mientras se dirigía hacia la salida, esta mujer tenía una mente muy despierta o, en caso contrario, no habría sabido sortear los escollos de Tanchico atendiendo a todas las facciones de la ciudad sin enemistarse con ninguna de ellas.

Como para confirmar su razonamiento, un hombre alto, que llevaba una blanca capa y peinaba canas en las sienes, de rostro y ojos duros, se cruzó con Egeanin y recibió la bienvenida de Selindra. La capa de Jaichim Carridin lucía un sol radiante en el pecho con cuatro nudos dorados debajo y un cayado de pastor de color carmesí detrás. Un Inquisidor de la Mano de la Luz, un alto oficial de los Hijos de la Luz. La mera idea de la Orden escandalizaba a Egeanin; era una atrocidad que existiera un cuerpo militar que no tenía que responder de sus actos ante nadie. Sin embargo, Carridin y los pocos cientos de soldados a su mando tenían cierto poder en Tanchico, donde la mayoría del tiempo no parecía existir ningún tipo de autoridad. La Fuerza Civil ya no patrullaba las calles, y el ejército —o la parte que todavía se mantenía leal al rey— estaba demasiado ocupado en defender las fortalezas que rodeaban la ciudad. A Egeanin no le pasó inadvertido el hecho de que Selindra ni siquiera dirigiera una mirada de soslayo a la espada que colgaba en la cadera de Carridin. Definitivamente, este hombre tenía poder.

Tan pronto como pisó la calle, sus porteadores se adelantaron con el palanquín de entre los grupos que esperaban a sus señores; los guardias personales se situaron a su alrededor con las lanzas. Formaban un grupo desigual, algunos con cascos de acero y tres de ellos con coseletes reforzados con láminas imbricadas; eran hombres malcarados, posiblemente desertores del ejército, pero conscientes de que seguir con el estómago lleno y con plata en el bolsillo para gastar dependía de velar por su seguridad. Incluso los porteadores llevaban grandes cuchillos y garrotes sujetos debajo de los fajines. Nadie cuyo aspecto denotara que tenía dinero se atrevía a salir a la calle sin la protección de una guardia personal. De todos modos, aunque Egeanin hubiera decidido correr ese riesgo, su proceder habría llamado la atención.

Los guardias abrieron paso entre la multitud sin dificultad. Los tropeles de gentes se arremolinaban por los estrechos callejones que serpenteaban a través de las colinas de la ciudad y dejaban espacios despejados en torno a los palanquines rodeados de guardias. Apenas se veían carruajes; los caballos se estaban convirtiendo en un lujo.

La descripción más adecuada de la apariencia de la apiñada multitud era «agotada y frenética». Rostros cansados, ropas ajadas, expresiones desesperadas en las que todavía alentaba la esperanza a pesar de saber que no la había. Muchos se habían rendido y se acurrucaban contra las paredes o en los umbrales de las puertas aferrando a esposas, maridos, hijos; el aspecto de éstos no sólo era de cansancio, sino que sus semblantes pálidos carecían de expresión. A veces parecían salir de su estupor lo suficiente para pedir a algún transeúnte una moneda, un mendrugo, cualquier cosa.

Egeanin mantuvo la vista al frente, confiando en que sus guardias detectaran cualquier peligro. Mirar a uno de esos mendigos significaba encontrarse rodeado por veinte desheredados más, y arrojar una moneda tenía por consecuencia que se abalanzaran otros cien clamando compasión y sollozando. De hecho, ya estaba dedicando una parte del dinero de los botes mensajeros para pagar una olla común, como si perteneciera a la Sangre. Se estremeció al pensar qué consecuencias le acarrearía si se descubría lo que era excederse a su posición. Ya puesta, podía vestirse con brocados y afeitarse la cabeza.

Se pondría fin a esta penosa situación cuando Tanchico cayera; todo el mundo tendría alimentos y cada cual ocuparía el lugar que le correspondía. Y ella podría olvidarse de vestidos y otras cosas que no le eran familiares ni por las que sentía inclinación, y de nuevo ocuparía su puesto en un barco. Al menos Tarabon, y puede que también Arad Doman, estaban listas para desmoronarse con el más leve toque, como seda quemada. ¿Por qué no actuaba la Augusta Señora Suroth? ¿Qué la detenía?


Jaichim Carridin estaba arrellanado en la silla, con la capa extendida sobre los brazos tallados, estudiando a los nobles taraboneses vestidos con chaquetas bordadas con oro, que ocupaban las otras sillas del reservado. Estaban tiesos en sus asientos, con un gesto tenso en los labios debajo de las máscaras realizadas a semejanza de halcones, leones y leopardos. De todos, él era quien más motivos tenía para estar preocupado, pero se las ingeniaba para mantener una actitud tranquila. Hacía dos meses que había recibido la noticia de que un primo había sido encontrado desollado vivo en su propio dormitorio, tres desde que su hermana menor, Dealda, había sido secuestrada en el banquete nupcial por un Myrddraal. El mayordomo de la familia era quien le había escrito, estupefacto, frenético, por la tragedia sobrevenida a la casa Carridin. Dos meses. Confiaba en que Dealda hubiera muerto rápidamente. Se decía que las mujeres perdían enseguida la razón en manos de un Myrddraal. Dos meses completos. Cualquier otro que no fuera Jaichim Carridin estaría sudando sangre.

Todos los hombres sostenían una copa de oro en la mano, pero no había sirvientes. La propia Selindra había escanciado el vino antes de marcharse asegurándoles que nadie los molestaría. De hecho, no había nadie más que ellos en esta planta, la última del Jardín de las Brisas Plateadas. Dos hombres que habían venido acompañando a los nobles —miembros de la guardia del rey, a menos que Carridin estuviera equivocado en sus apreciaciones— se encontraban apostados al pie de la escalera para garantizar que la reunión fuera privada.

Carridin sorbió un poco de vino. Ninguno de los taraboneses había catado el suyo.

—Bien —empezó con tono ligero—, así que el rey Andric desea que los Hijos de la Luz restablezcan el orden en la ciudad. Nosotros no solemos involucrarnos en los asuntos internos de las naciones. —No lo hacían abiertamente—. En realidad, no recuerdo que se nos haya hecho una petición así nunca e ignoro lo que dirá el capitán general. —Pedron Niall diría que se hiciera lo que fuera necesario, que los taraboneses tuvieran muy claro que tenían una deuda con los Hijos y que se asegurara de que pagaran esa deuda con creces.

—No disponemos de tiempo para que pidáis instrucciones a Amador —intervino un hombre que llevaba la máscara moteada de un leopardo. Nadie había dicho su nombre, pero a Carridin no le hacía falta.

—Lo que pedimos es necesario —intervino otro, cuyo grueso bigote debajo de la máscara de un halcón le otorgaba la apariencia de un raro búho—. Debéis entender que no haríamos una petición semejante si no fuera una necesidad extrema. Debemos estar unidos, sin más divisiones, ¿verdad? Existen muchos elementos sediciosos, incluso dentro de Tanchico. Hay que suprimirlos para albergar la esperanza de imponer el orden en el campo.

—La muerte de la Panarch ha empeorado las cosas —añadió el primer individuo.

Carridin enarcó una ceja con gesto interrogante.

—¿Habéis descubierto ya quién la asesinó?

Su suposición era que el propio Andric había sido el responsable de ello porque sospechaba que la Panarch apoyaba a uno de los rebeldes que reclamaban el trono. Puede que el rey estuviera en lo cierto, pero, después de convocar a cuantos miembros le fue posible de la Asamblea de los Lores —muchos de los cuales habían salido al campo con uno u otro de los grupos rebeldes—, descubrió que se mostraban extremadamente reacios a ratificar su elección de la nueva Panarch. Incluso en el caso de que lady Amathera no hubiera estado compartiendo la cama de Andric, la elección del rey y de la Panarch era el único poder real que tenía la Asamblea, cosa a la que no parecían muy dispuestos a renunciar. Se suponía que las disensiones respecto al nombramiento de lady Amathera no debían hacerse públicas. Hasta la Asamblea se daba cuenta de que esa noticia podría provocar tumultos.

—Sin duda, alguno de esos locos seguidores del Dragón —apuntó el hombre con aspecto de búho al tiempo que se daba un fuerte tirón del bigote—. Ningún tarabonés de verdad haría daño a la Panarch, ¿verdad? —Lo dijo casi como si realmente lo creyera.

—Por supuesto —convino suavemente Carridin. Dio otro sorbo de vino—. Si he de ocuparme de la seguridad del Palacio de la Panarch para la ascensión de lady Amathera, tendrá que confirmármelo el monarca en persona. De otro modo, podría dar la impresión de que los Hijos de la Luz buscamos una posición de poder en Tarabon cuando nuestra única intención es, como habéis dicho, poner fin a una división y alcanzar la paz bajo la Luz.

Un tipo mayor, de mandíbula cuadrada bajo la máscara de un leopardo, y mechones canosos veteando su cabello rubio, dio su opinión con voz fría:

—Me han contado que Pedron Niall busca la unidad contra los seguidores del Dragón. Una unidad bajo su mando, ¿no es así?

—El capitán general no va tras el dominio —replicó Carridin con idéntico timbre gélido—. Los Hijos servimos a la Luz, como cualquier hombre de buena voluntad.

—No debe plantearse siquiera el que Tarabon quede supeditado a Amador de uno u otro modo —intervino el primer leopardo—. ¡Ni la más remota posibilidad!

Las muestras de conformidad iracundas se extendieron por casi todas las sillas.

—Por supuesto que no —exclamó Carridin como si en ningún momento se le hubiera pasado por la cabeza semejante idea—. Si deseáis mi ayuda, la tendréis con las condiciones que os expuse al principio. Si no las aceptáis, siempre hay trabajo para los Hijos. El servicio a la Luz jamás termina, ya que la Sombra acecha en cualquier parte.

—Tendréis la confirmación que pedís firmada y sellada por el rey —dijo un hombre canoso con máscara de león; eran las primeras palabras que pronunciaba. Naturalmente, era el propio Andric, aunque se suponía que Carridin no debía darse cuenta. El rey no podía reunirse con el Inquisidor de la Mano de la Luz sin levantar tantos comentarios como el hecho de que visitara una vinatería, aunque fuera de la categoría del Jardín de las Brisas Plateadas.

—Cuando la tenga en mis manos, me ocuparé de la seguridad del Palacio de la Panarch y los Hijos suprimirán cualquier… elemento sedicioso que intente interferir en la investidura. Lo juro por la Luz —prometió Carridin.

La tensión entre los taraboneses bajó de manera notable; todos, incluido Andric, vaciaron de un trago las copas.

Así pues, en lo referente al pueblo de Tarabon serían los Hijos los responsables de las inevitables muertes, no el rey ni el ejército. Una vez que Amathera hubiera sido investida con la Corona y el Bastón del Árbol, varios miembros más de la Asamblea se unirían con los rebeldes, pero si el resto hacía público que no la habían elegido, la noticia desataría tumultos en Tanchico. En cuanto a los cuentos que propagaran los que huyeran… Bah, los rebeldes eran capaces de inventar cualquier embuste propio de unos traidores. Y el rey y la Panarch de Tarabon estarían sujetos como marionetas a unas cuerdas que él entregaría a Pedron Niall para que las moviera como le placiera.

No era un trofeo tan importante como si el rey de Tarabon hubiera controlado todavía varios miles de hectáreas alrededor de Tanchico, pero quedaban abiertas otras posibilidades. Con la ayuda de los Hijos —harían falta una o dos legiones por lo menos, no sólo los pocos centenares de hombres que Carridin tenía ahora a su mando— aún se podía aplastar a los seguidores del Dragón, derrotar a las diversas facciones rebeldes e incluso llevar adelante con éxito la guerra con Arad Doman. Si uno y otro país todavía comprendían que luchaban entre sí. Por lo que Carridin había oído, Arad Doman estaba en peores condiciones que Tarabon.

A decir verdad, le importaba poco si Tarabon o Tanchico o el resto caían bajo el dominio de los Hijos. Había que guardar las apariencias, mantener el tipo, pero le resultaba difícil pensar en nada salvo en cuándo le llegaría el turno de que le cortaran el cuello. Ojalá fuera sólo eso. Dos meses, desde el último informe.

No se quedó a beber con los taraboneses, sino que se despidió todo lo brevemente que permitía la cortesía. Si se ofendieron, su ayuda les era demasiado necesaria para demostrar enojo. Selindra lo vio bajar la escalera, y un mozo de cuadra llegó a la puerta principal llevando su caballo al trote cuando Carridin salió a la calle. Lanzó al muchacho una moneda de cobre y espoleó el negro corcel para ponerlo a un trote vivo.

La harapienta muchedumbre que abarrotaba los sinuosos callejones se apartó precipitadamente para dejarle paso; mejor para esa chusma, ya que no estaba seguro de que se hubiera dado cuenta si arrollaba a alguien. Tampoco se perdería mucho. La ciudad estaba saturada de mendigos; apenas se podía respirar con el hedor a sudor rancio y suciedad. Tamrin tendría que expulsarlos y que así los rebeldes del campo se las entendieran con ellos.

Lo que le interesaba era el campo, no los rebeldes. De ellos era fácil ocuparse; sólo hacía falta correr la voz de que éste o aquél era un Amigo Siniestro. Y, una vez que consiguiera que algunos fueran denunciados y entregados a la Mano de la Luz, admitirían cualquier cosa y confesarían que adoraban al Oscuro, que devoraban niños, o cualquier cosa que les dijeran. Los rebeldes no durarían mucho tiempo después de eso; los pretendientes que siguieran en el campo despertarían y se encontrarían solos. Pero a los seguidores del Dragón, los hombres y mujeres que se llamaban vasallos del Dragón Renacido, no se los reprimiría con el cargo de ser Amigos Oscuros. La mayoría de la gente ya los consideraba como tal por seguir a un hombre capaz de encauzar.

El problema era el hombre al que habían jurado seguir, el hombre cuyo nombre ni siquiera conocían: Rand al’Thor. ¿Quién era? Ahí fuera había cientos de bandas de seguidores del Dragón, entre las cuales al menos dos eran lo bastante numerosas para catalogarlas como ejército, y que luchaban contra el ejército del rey —con lo que quedaba que le fuera leal al monarca—, y contra los rebeldes, que a su vez se afanaban luchando entre sí tan a menudo como contra Andric o los seguidores del Dragón; sin embargo, Carridin no tenía la menor pista de en cuál de ellas se encontraba Rand al’Thor. Podría estar en el llano de Almoth o en Arad Doman, donde la situación era idéntica. Si ese hombre se encontraba allí, Jaichim Carridin podía considerarse hombre muerto.

En el palacio de Verana que había requisado para cuartel general de los Hijos, entregó las riendas de su montura a uno de los guardias de blanca capa y entró sin responder a sus saludos. El propietario de este abigarrado montón de pálidas cúpulas, pináculos perforados cual finos encajes y umbríos jardines era uno de los que reclamaban el Trono de la Luz, de modo que nadie había protestado por la ocupación. Y el que menos, su dueño; lo que quedaba de su cabeza todavía adornaba una pica en lo alto de la Escalera de los Traidores, en Maseta.

Por una vez, Carridin apenas dedicó una ojeada a las finas alfombras tarabonesas, a los muebles trabajados con oro y marfil ni a los patios con fuentes donde los cantarines chorros de agua recreaban un fresco sonido. Los amplios pasillos con doradas lámparas y altos techos cubiertos con delicadas volutas trazadas en pan de oro no le interesaban lo más mínimo. Este palacio no tenía nada que envidiar al más exquisito de Amadicia, aunque no era tan grande como otros; sin embargo, en este momento sólo pensaba en la botella de fuerte brandy que tenía en el cuarto que utilizaba como estudio.

Había recorrido la mitad de una lujosa alfombra realizada con motivos azules, escarlatas y dorados, con los ojos prendidos en un mueble tallado que guardaba una botella plateada con brandy, cuando de repente se dio cuenta de que no estaba solo. Cerca de los altos y estrechos ventanales que daban a uno de los jardines había una mujer ataviada con un ajustado vestido de color rojo pálido; llevaba el dorado cabello tejido en numerosas trenzas que le caían sobre los hombros. Un pequeño y tenue velo apenas si ocultaba sus rasgos. Era joven y bonita, con una boca llena y roja, y grandes ojos castaños. Por las ropas, saltaba a la vista que no era una sirvienta.

—¿Quién sois? —demandó, irritado—. ¿Cómo entrasteis aquí? Marchaos de inmediato o haré que os arrojen a la calle.

—¿Amenazas, Bors? Deberíais dar una acogida más amable a un huésped, ¿verdad?

El nombre pronunciado por la mujer le causó un gran sobresalto. Sin pensar lo que hacía, desenvainó la espada y asestó una estocada contra el cuello de la mujer.

Algo lo inmovilizó, como si el aire se hubiera tornado espeso como gelatina; algo que lo envolvía del cuello para abajo y que lo obligó a arrodillarse. Le oprimió la muñeca hasta que sonaron los huesos; su mano se abrió y la espada cayó al suelo. El Poder. La mujer estaba utilizado el Poder con él. Una bruja de Tar Valon. Y si conocía ese nombre…

—¿Recordáis una reunión en la que Ba’alzemon apareció y nos mostró los rostros de Matrim Cauthon, Perrin Aybara y Rand al’Thor? —preguntó ella mientras se acercaba. Pronunció los nombres como si los escupiera, en especial el último; sus ojos habrían podido perforar una lámina de acero—. ¿Veis? Sé quién sois. Entregasteis vuestra alma al Gran Señor de la Oscuridad, Bors. —Su repentina risa sonó como el tintineo de campanillas.

El sudor le corría por la cara. No era sólo una despreciable bruja de Tar Valon, sino que pertenecía al Ajah Negro. El Ajah Negro. Había pensado que sería un Myrddraal el que vendría por él. Había confiado en que aún quedaba tiempo. Un poco más. Todavía no.

—He intentado matarlo —barbotó—. A Rand al’Thor. ¡Lo he intentado! Pero no consigo encontrarlo. ¡No hay manera! Me advirtieron que matarían a mi familia, uno a uno, si fracasaba, y se me prometió que sería el último. Todavía tengo primos, sobrinos, sobrinas. ¡Y me queda otra hermana! ¡Debéis darme más tiempo!

La mujer permaneció en silencio, observándolo con aquellos penetrantes ojos castaños, sonriendo con aquella boquita de rosa, escuchándole dónde podían encontrar a Vanora, dónde estaba su dormitorio, cómo le gustaba cabalgar sola por el bosque que había detrás de Carmera.

A lo mejor si gritaba acudirían algunos guardias. Quizá pudiera matarla. Abrió más la boca, y entonces aquella espesa gelatina le entró y lo obligó a separar las mandíbulas hasta que las oyó crujir. Dilató las aletas de la nariz, y el aire entró en sus pulmones; todavía podía respirar, pero no gritar. Lo único que conseguía articular eran gruñidos apagados, como cuando se oye el llanto de una mujer detrás de una pared. Cómo deseaba chillar.

—Qué divertido sois —dijo por último la mujer rubia—. Jaichim. Es un buen nombre para un perro, creo. ¿Os gustaría ser mi perro, Jaichim? Si sois un perrito bueno a lo mejor os dejo que veáis morir a Rand al’Thor un día, ¿vale?

Le costó un instante comprender el sentido de lo que acababa de decir. Si le permitía ver morir a Rand al’Thor, entonces ella no iba a… No iba a matarlo, a desollarlo vivo, a hacer las cosas horribles que había imaginado y que hacían parecer el degüello un consuelo. Las lágrimas rodaron por sus mejillas mientras los sollozos de alivio le sacudían el cuerpo, hasta donde se lo permitía aquello que lo tenía inmovilizado. De repente la trampa desapareció y cayó a gatas, todavía sollozando. No podía parar.

La mujer se arrodilló a su lado, lo agarró por el pelo y lo obligó a levantar la cabeza.

—Ahora me prestaréis atención, ¿verdad? La muerte de Rand al’Thor es para el futuro y sólo lo veréis si sois un perrito bueno. Vais a trasladar a vuestros Capas Blancas al Palacio de la Panarch.

—¿C… cómo lo s… sabéis?

La mujer le sacudió la cabeza de lado a lado y no con delicadeza.

—Un perrito bueno no hace preguntas a su ama. Yo tiro el palo y vos vais a recogerlo. Yo digo que matéis, y vos matáis, ¿sí? Sí. —Su sonrisa fue un simple destello de dientes—. ¿Será difícil tomar el Palacio de la Panarch? La Legión de la Panarch está allí, un millar de hombres que duermen en los pasillos, en las salas de exposición, en los patios. Vos no contáis con tantos Capas Blancas.

—Ellos no… —Tuvo que hacer un alto para tragar saliva—. No crearán problemas. Creerán que Amathera ha sido elegida por la Asamblea. Es la Asamblea la que…

—No me aburráis con vuestras historias, Jaichim. Me importa poco si matáis a toda la Asamblea mientras que el Palacio de la Panarch esté en vuestro poder. ¿Cuándo actuaréis?

—H… harán falta tres o cuatro días para que Andric despache el compromiso por escrito.

—Tres o cuatro días —musitó para sí misma—. Muy bien. Un poco más de retraso no importa. —Carridin se estaba preguntando a qué retraso se referiría cuando sus siguientes palabras lo desestabilizaron por completo—. Mantendréis el control del palacio y despacharéis a los buenos soldados de la Panarch.

—Eso es imposible —jadeó, y la mujer le tiró de la cabeza hacia atrás con tanta fuerza que no supo qué ocurriría antes, si el cuello se le rompería o si le arrancaría el cuero cabelludo. No osó presentar resistencia. Un millar de agujas se clavaban en su rostro, su tórax, su espalda, sus brazos, sus piernas. Por todas partes. Serían invisibles, pero ello no implicaba que no fueran reales.

—¿Imposible, Jaichim? —repitió ella suavemente—. Imposible es una palabra que no me gusta escuchar.

Las agujas se hincaron más profundamente; Carridin gimió. Tenía que explicárselo; lo que le pedía era realmente imposible.

—Una vez que Amathera sea investida como Panarch —jadeó con precipitación—, será ella quien controle la Legión. Si intento apoderarme del palacio los lanzará contra mí y Andric la ayudará. No podemos resistir contra la Legión de la Panarch y contra las fuerzas que Andric consiga traer de los fuertes del Anillo.

La mujer lo observó durante tanto tiempo que Carridin empezó a sudar. No osó pestañear siquiera y aun menos encogerse; aquel millar de aguijonazos se lo impedía.

—Habré de ocuparme de la Panarch —dijo ella finalmente. Los pinchazos desaparecieron, y la mujer se incorporó.

También lo hizo Carridin, esforzándose para mantener el equilibrio. A lo mejor podía llegar a un trato ahora que la mujer parecía dispuesta a escuchar razones. Las piernas le temblaban, pero procuró que su voz sonara lo más firme posible:

—Aun en el caso de que podáis influir en Amathera…

—Dije que nada de cuestionar mis palabras, Jaichim —lo cortó—. Un buen perro obedece a su ama, ¿sí? Os prometo que, si no lo hacéis, me suplicaréis que busque un Myrddraal para que se divierta con vos. ¿Me habéis entendido?

—Os he entendido —respondió pesadamente. La mujer seguía mirándolo, en silencio, y entonces comprendió lo que esperaba—. Haré lo que ordenéis…, ama. —La fugaz sonrisa aprobadora de la mujer lo hizo enrojecer. Luego se dirigió hacia la puerta dándole la espalda, como si realmente fuera un perro; un perro sin dientes—. ¿Cómo…? ¿Cómo os llamáis?

Esta vez su sonrisa fue dulce y burlona.

—Sí, claro. Un perro debe conocer el nombre de su ama. Me llamo Liandrin. Pero ese nombre jamás deben pronunciarlo los labios de un perro. De hacerlo, me mostraré muy disgustada con vos.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Carridin se dirigió con pasos vacilantes hacia una silla de respaldo alto, taraceada con marfil, y se dejó caer en ella. No sacó el brandy; con lo revuelto que tenía el estómago, lo haría vomitar si lo bebía. ¿Qué interés podría tener la mujer en el Palacio de la Panarch? Quizá su pregunta llevaba un rumbo peligroso. Sin embargo, a pesar de que ambos servían al mismo señor, lo único que sentía hacia una bruja de Tar Valon era repulsión.

La tal Liandrin no sabía tanto como creía. Con las condiciones firmadas por el rey en su mano, podía mantener a Tamrin y al ejército lejos de su cuello merced a la amenaza de revelar el secreto, y también a Amathera. Empero, todavía cabía la posibilidad de que levantaran a la chusma. Y al capitán general no le gustaría en absoluto todo este asunto; a lo mejor pensaba que iba buscando poder personal. Carridin hundió la cara en las manos e imaginó a Niall firmando la orden para darle muerte. Sus propios hombres lo arrestarían y lo colgarían. Si pudiera arreglar la muerte de la bruja… Pero ella le había prometido protegerlo de los Myrddraal. Deseó ponerse a llorar otra vez. Ni siquiera estaba aquí y esa bruja lo tenía tan atrapado como si llevara grilletes en los tobillos y un lazo corredizo en el cuello.

Tenía que haber alguna salida, pero mirara hacia donde mirara siempre encontraba otra trampa.


Liandrin recorrió los pasillos como un fantasma, eludiendo fácilmente a sirvientes y Capas Blancas. Cuando salió por la pequeña puerta trasera que daba a un angosto callejón a espaldas del palacio, el alto y joven guardia que estaba allí la observó con una mezcla de alivio e intranquilidad. Su pequeño truco de hacer receptivo a sus sugerencias a alguien con una débil descarga de Poder no había sido preciso con Carridin, pero sí convenció a este necio de que debía permitirle entrar. Sonriente, le hizo una seña para que se inclinara un poco más; el larguirucho patán sonrió como si esperara un beso; una mueca que se crispó en su alargado rostro cuando la fina hoja del cuchillo penetró a través de su ojo.

La hermana Negra saltó hacia atrás ágilmente mientras el guardia se desplomaba como si fuera un saco. Ahora no hablaría de ella ni siquiera por casualidad. En la mano sólo le había quedado una pequeña mancha de sangre. Deseó tener la habilidad de Chesmal para matar con el Poder o incluso el menor talento de Rianna. Qué curioso que la habilidad de utilizar el Poder para acabar con una vida parando un corazón o haciendo arder la sangre en las venas estuviera tan estrechamente ligada con la Curación. Ella sólo era capaz de curar arañazos y contusiones, aunque la traía sin cuidado estar limitada en ese terreno.

Su palanquín, lacado en rojo y con incrustaciones de marfil y oro, la esperaba al final del callejón, así como sus guardias personales, una docena de hombretones cuyos rostros recordaban el de unos lobos hambrientos. De vuelta ya en las calles, abrieron paso entre la muchedumbre con facilidad, azuzando con las lanzas a cualquiera que no se apartara con suficiente premura. Todos ellos estaban al servicio del Gran Señor de la Oscuridad, por supuesto, y si no sabían exactamente quién era ella, sí sabían que habían desaparecido otros hombres que no la habían servido adecuadamente.

La casa que las otras hermanas Negras y ella habían ocupado —un edificio de dos plantas con el tejado plano y las paredes enlucidas— se levantaba en la ladera de una colina de Verana, la península más oriental de Tanchico, y pertenecía a un mercader que también era vasallo del Gran Señor. Liandrin habría preferido un palacio, y quizás algún día ocuparía el palacio del rey, en Maseta; había crecido mirando con envidia los palacios de los lores, pero ¿por qué conformarse con uno de ellos? No obstante, a despecho de sus preferencias, lo sensato era permanecer ocultas todavía durante un tiempo. Era imposible que las necias de Tar Valon sospecharan que se encontraban en Tanchico, pero desde luego la Torre no habría renunciado a darles caza, y las perritas falderas de Siuan Sanche podían estar husmeando por cualquier parte.

Los portones se abrieron a un pequeño patio; las únicas ventanas que daban a él eran las del piso superior. Liandrin dejó allí a los guardias y los porteadores y entró a buen paso. El mercader les había proporcionado unos pocos sirvientes, todos ellos vasallos del Gran Señor, según les aseguró, pero apenas suficientes para atender a once mujeres que casi nunca salían de la casa. Una sirvienta, una mujer robusta y atractiva que llevaba el oscuro cabello peinado con trenzas, llamada Gyldin, estaba fregando las baldosas rojas y blancas del vestíbulo cuando entró Liandrin.

—¿Dónde están las demás? —preguntó.

—En la sala principal. —Gyldin señaló las dobles puertas en arco que había a la derecha, como si Liandrin no supiera dónde estaba la estancia.

Liandrin apretó los labios. La mujer no había hecho una reverencia ni había utilizado un título respetuoso. Cierto, no sabía quién era Liandrin, pero sí sabía que era alguien lo bastante poderoso para dar órdenes y para hacer salir de la casa a ese gordo mercader inclinando la cabeza y llevando a su familia a cualquier cuchitril.

—Se supone que deberías estar limpiando y no ahí plantada sin hacer nada, ¿verdad? ¡Bien, pues, ponte a limpiar! Hay polvo por todas partes. ¡Si encuentro una sola mota esta tarde, estúpida, haré que te zurren a modo con un cinto! —Cerró la boca bruscamente. Llevaba tanto tiempo copiando la forma de hablar de los nobles y poderosos que a veces olvidaba que su padre había vendido fruta en una carretilla; empero, cuando la dominaba la ira le salía el lenguaje de cualquier plebeyo. Demasiada tensión. Demasiada espera—. ¡A trabajar! —espetó una vez más antes de dirigirse a la sala, donde irrumpió bruscamente y cerró de un portazo a su espalda.

No estaban todas allí, cosa que incrementó su irritación, pero eran suficientes. Eldrith Johndar se hallaba sentada a una mesa adornada con incrustaciones de piedras, debajo de un tapiz, y tomaba notas de un deteriorado manuscrito; de vez en cuando limpiaba la punta de la pluma en la manga de su oscuro vestido de lana, con gesto abstraído. Marillin Gemalphin estaba sentada junto a uno de los estrechos ventanales, con los azules ojos contemplando perezosamente la cantarina fuentecilla que había en el pequeño patio mientras rascaba las orejas de un gato amarillo, sin que al parecer se diera cuenta de los pelos que el animal estaba soltando en su vestido de seda verde. Ella y Eldrith eran hermanas Marrones, pero, si Marillin descubría alguna vez que Eldrith era la razón de que desaparecieran continuamente los gatos callejeros que recogía, habría problemas.

Habían sido hermanas Marrones. A veces resultaba difícil recordar que ya no lo eran o que ella misma hubiera dejado de ser una Roja. Mucho de lo que las había señalado claramente como miembros de sus antiguos Ajahs seguía estando presente en cada una de ellas a pesar de que pertenecían al Negro. Por ejemplo, las antiguas Verdes: Jeane Caide, de piel bronceada y cuello de cisne, se ponía los vestidos de seda más finos y ajustados que podía encontrar —el de hoy era blanco— y comentaba, riendo, que tendría que conformarse con estos atuendos puesto que no había nada disponible en Tarabon con lo que atraer las miradas de los hombres. Jeane era oriunda de Arad Doman; las domani tenían mala fama por sus escandalosos vestidos. Asne Zeramene, con sus oscuros y rasgados ojos y prominente nariz, tenía un aspecto casi pacato con el vestido de color gris pálido, de corte sencillo y cuello alto, pero en más de una ocasión Liandrin la había oído lamentarse de haber dejado atrás a sus Guardianes. Y en cuanto a Rianna Andomeran… El oscuro cabello con el llamativo mechón blanco en la sien izquierda enmarcaba un semblante que reflejaba la fría y arrogante certidumbre que era el sello personal de una Blanca.

—Ya está hecho —anunció Liandrin—. Jaichim Carridin trasladará a sus Capas Blancas al Palacio de la Panarch y lo mantendrá para nosotras. Todavía no sabe que tendremos invitados, por supuesto. —Hubo unas cuantas sonrisas torcidas; el hecho de cambiar de Ajah no había cambiado los sentimientos de estas mujeres hacia los hombres que odiaban a las mujeres capaces de encauzar—. Ocurrió algo interesante. Creía que había ido a matarlo por no haber asesinado todavía a Rand al’Thor.

—Eso no tiene sentido —dijo Asne, ceñuda—. Tenemos que dominarlo, controlarlo, no matarlo. —De pronto soltó una risa suave, baja, y se recostó en la silla—. Si hay algún modo de controlarlo, no me importaría vincularlo a mí. Es un joven bien parecido, por lo poco que vi.

Liandrin resopló con desdén; no sentía el menor aprecio por los hombres. Rianna sacudió la cabeza, preocupada.

—Sí que tiene sentido, pero la conclusión es inquietante. Las órdenes que recibimos de la Torre eran muy claras y es evidente que Carridin tiene otras. La única explicación que se me ocurre es que existen disensiones entre los Renegados.

—Los Renegados —rezongó Jeane al tiempo que se cruzaba de brazos, de manera que la fina seda blanca se ciñó sobre sus senos de un modo aun más revelador—. ¿De qué valen las promesas de que dominaremos el mundo cuando el Gran Señor regrese si antes acabamos aplastadas en las contiendas entre Renegados? ¿Alguna de vosotras cree que tenemos la menor posibilidad de vencer a cualquiera de ellos?

—Con el fuego compacto. —Asne miró en derredor; en sus oscuros y rasgados ojos había una expresión desafiante—. El fuego compacto destruiría incluso a un Renegado. Y tenemos los medios para producirlo. —Uno de los ter’angreal que habían sacado de la Torre, una vara ahusada, negra, de unos tres palmos de largo, tenía esa utilidad. Ninguna de ellas sabía la razón de que les hubieran ordenado cogerla, ni siquiera la propia Liandrin. Y ocurría lo mismo con la mayoría de los ter’angreal, que se habían llevado porque así se lo habían ordenado, sin explicar las razones; claro que algunos mandatos había que cumplirlos, sin más. Liandrin habría deseado poder apoderarse al menos de un angreal.

Jeane soltó un bufido.

—Eso si alguna de nosotras supiera cómo utilizarlo. ¿O es que has olvidado que en la prueba que hicimos estuve a punto de morir y que abrí un agujero en los dos costados del barco antes de poder pararlo? Valiente servicio nos habría hecho si nos hubiéramos ahogado antes de llegar a Tanchico.

—¿Y para qué necesitamos el fuego compacto? —dijo Liandrin—. Si podemos controlar al Dragón Renacido, entonces serán los Renegados quienes tendrán que plantearse cómo enfrentarse a nosotras. —De repente reparó en la presencia de otra persona en la habitación. Era Gyldin, que frotaba una silla de respaldo bajo que había en un rincón—. ¿Qué haces aquí, mujer?

—Limpiando. —La sirvienta de oscuras trenzas se irguió con despreocupación—. Me dijisteis que limpiara.

Faltó poco para que Liandrin la atacara con el Poder. Recordó a tiempo que Gyldin no sabía que eran Aes Sedai. ¿Qué habría oído la mujer? Nada de importancia, seguramente.

—Ve al cocinero —ordenó con una fría cólera—, y dile que tiene que atizarte unos vergajazos. ¡Con ganas! Y no probarás bocado hasta que no quede pizca de polvo. —Otra vez le había pasado. La mujer la había hecho hablar de nuevo como una plebeya.

Marillin se puso de pie y frotó la trufa del gato con su nariz antes de entregarle el animal a Gyldin.

—Ocúpate de que se coma un plato de crema después de que el cocinero te haya azotado. Y también un poco de cordero. Córtaselo en trocitos pequeños. Al pobrecito ya no le quedan dientes. —Gyldin la miró fijamente, sin pestañear, y Marillin preguntó—: ¿Hay algo que no hayas entendido?

—Lo he entendido todo. —Gyldin tenía los labios apretados. A lo mejor había comprendido por fin que era una criada y no su igual.

Liandrin esperó un momento después de que la mujer se hubo marchado, con el gato en los brazos, y entonces abrió bruscamente las puertas. El vestíbulo estaba vacío; Gyldin no se había quedado para escuchar a escondidas. No confiaba en ella; claro que, pensándolo bien, no recordaba que hubiera nadie en quien confiara.

—Lo que tenemos que hacer es ocuparnos de lo que nos concierne —dijo, cortante, mientras cerraba las puertas—. Eldrith, ¿has encontrado alguna pista en esas páginas? ¡Eldrith!

La rolliza mujer dio un brinco de sobresalto y miró en derredor, parpadeando. Era la primera vez que había levantado la cabeza de aquel amarillento y ajado manuscrito; pareció sorprenderla ver a Liandrin.

—¿Qué? ¿Pista? Oh, no. Ya es bastante difícil conseguir entrar en la biblioteca real, así que, si saco aunque sólo sea una página, los bibliotecarios se darán cuenta de inmediato. Sin embargo, si me deshago de ellos jamás encontraré nada. Ese lugar es un laberinto. No, encontré esto en una librería, cerca del palacio del rey. Es un interesante tratado sobre…

Haciendo uso del saidar, Liandrin desparramó las páginas sobre el suelo.

—A menos que sea un tratado sobre cómo controlar a Rand al’Thor, puede convertirse en cenizas. ¿Qué has descubierto respecto a lo que buscamos?

Eldrith parpadeó al mirar las hojas esparcidas.

—Bueno, está en el Palacio de la Panarch.

—Eso ya lo descubriste hace dos días.

—Y tiene que ser un ter’angreal. Para controlar a alguien que puede encauzar hace falta el Poder, y, puesto que se trata de un uso específico, significa que ha de ser un ter’angreal. Lo encontraremos en la sala de exhibición o quizás entre la colección de la Panarch.

—Algo nuevo, Eldrith. —Liandrin tuvo que esforzarse para que el tono de su voz no fuera tan estridente—. ¿Has descubierto algo que sea nuevo? Cualquier cosa.

La mujer de rostro redondo parpadeó con incertidumbre.

—En realidad… no.

—Da igual —intervino Marillin—. Dentro de pocos días, una vez que hayan investido a su preciosa Panarch, podremos empezar a buscar y, aunque tengamos que examinar hasta el último candelabro, lo encontraremos. Estamos a punto de conseguirlo, Liandrin. Le pondremos a Rand al’Thor una correa al cuello y luego le enseñaremos a rodar por el suelo y también a sentarse sobre las patitas traseras.

—Oh, sí —exclamó Eldrith, sonriendo con agrado—. Con una correa.

Liandrin confió en que fuera así. Estaba harta de esperar, de estar escondida. Que el mundo supiera quién era. Que hincara la rodilla en el suelo ante ella, como se le había prometido cuando había roto unos juramentos previos para prestar otros nuevos.


Egeanin supo que no se encontraba sola en el momento en que entró en su pequeña casa por la puerta de la cocina, pero soltó despreocupadamente la máscara y la bolsa de yute sobre la mesa y se dirigió hacia el cubo de agua que había junto a la chimenea de ladrillos. Al tiempo que se inclinaba para coger el cucharón de cobre, metió rápidamente la mano derecha en el hueco dejado al quitar dos ladrillos, detrás del cubo; se giró a la par que se erguía, sosteniendo una pequeña ballesta. Medía poco más de treinta centímetros, así que apenas tenía alcance ni fuerza de impacto, pero siempre estaba cargada y la afilada punta de la saeta de acero, impregnada con algo oscuro, causaba una muerte instantánea.

Si el hombre que estaba recostado despreocupadamente en el rincón vio la ballesta, no dio señales de ello. Era un tipo de cabello claro y ojos azules, de mediana edad y bien parecido, aunque demasiado delgado para su gusto. Era evidente que la había visto cruzar el estrecho patio a través de la ventana enrejada junto a la que estaba apostado.

—¿Creéis que soy una amenaza para vos? —dijo él, al cabo de un momento.

Egeanin reconoció el acento de su tierra, pero no bajó la ballesta.

—¿Quién sois?

Por toda respuesta, el hombre metió dos dedos con mucho cuidado en la bolsita del cinturón y sacó algo pequeño y plano. Egeanin le indicó con un gesto que lo dejara sobre la mesa y retrocediera.

Hasta que el hombre no estuvo de nuevo en el rincón, no se acercó a coger lo que había dejado. Sin quitarle ojo ni dejar de apuntarle con la ballesta, levantó el objeto para poder mirarlo. Era una pequeña placa de marfil bordeada de oro que llevaba grabado un cuervo y una torre. Los ojos del ave eran cuentas de obsidiana negra. Un cuervo, emblema de la familia imperial; la Torre de los Cuervos, símbolo de la justicia imperial.

—Normalmente esto sería suficiente —le dijo—, pero nos encontramos lejos de seanchan, en una tierra donde lo raro está a la orden del día. ¿Qué otra prueba podéis darme?

Con una sonrisa divertida, el hombre se quitó la chaqueta, desanudó la cinta de la camisa y se la sacó por la cabeza. En ambos hombros tenía el tatuaje de un cuervo y una torre.

Casi todos los Buscadores de la Verdad llevaban los cuervos además de la torre, pero ni siquiera alguien que hubiera osado robar la insignia de un Buscador tendría esa marca. Se suponía que el dibujo de los cuervos era exclusivo de la familia imperial. Existía una vieja historia referente a dos necios jóvenes nobles, un hombre y una mujer, que se hicieron tatuar estando ebrios, hacía unos trescientos años. Cuando la emperatriz se enteró, ordenó llevarlos ante la Corte de las Nueve Lunas y los puso a fregar suelos. Este hombre podría ser uno de sus descendientes, ya que la marca del cuervo era permanente.

—Os pido disculpas, Buscador —dijo al tiempo que bajaba la ballesta—. ¿Por qué estáis aquí?

No le preguntó cómo se llamaba; cualquier nombre que él le diera podría o no ser el suyo.

El hombre dejó que le sostuviera la insignia mientras volvía a ponerse la camisa y la chaqueta sin prisa. Un sutil recordatorio. Egeanin era una capitana de barco y él una propiedad, pero también un Buscador y, por ende, merced a la autoridad que le otorgaba la ley, podía interrogarla. También tenía la prerrogativa de mandarla a comprar la cuerda con la que atarla mientras la interrogaba y estar seguro de que volvería con ella. Huir de un Buscador era un delito. Rehusar cooperar con un Buscador, también. A Egeanin no se le había pasado por la cabeza en toda su vida cometer un acto delictivo, del mismo modo que jamás había pensado cometer traición contra el Trono de Cristal. Empero, si le hacía las preguntas equivocadas, si exigía las respuestas equivocadas… La ballesta continuaba sobre la mesa, a su alcance, y Cantorin estaba muy lejos. Unas ideas descabelladas. Peligrosas.

—Estoy al servicio de la Augusta Señora Suroth y del Corenne, por encargo de la emperatriz —dijo el hombre—. Compruebo los progresos de los espías que la Augusta Señora ha situado en estas tierras.

¿Comprobando? ¿Qué era lo que había que comprobar, y precisamente por un Buscador?

—No me ha llegado información respecto a esto con los botes mensajeros.

La sonrisa del hombre se hizo más amplia. Los tripulantes de esas embarcaciones no hablarían con un Buscador, por supuesto. Sin embargo, el hombre respondió mientras anudaba la cinta de la camisa.

—No hay que poner en riesgo a los botes mensajeros con mis idas y venidas. He cogido pasaje en los barcos de un contrabandista local, un tipo llamado Bayle Domon. Su flota hace escala en todos los puertos de Tarabon y de Arad Doman.

—He oído hablar de él —respondió sosegadamente—. ¿Va todo bien?

—Ahora sí. Me alegro de que vos, al menos, comprendieseis las instrucciones correctamente. Entre los demás, sólo lo hicieron los Buscadores. Es lamentable que no haya más Buscadores con los Hailene. —Se echó la chaqueta sobre los hombros y cogió la insignia que sostenía Egeanin—. El hecho deplorable de que algunas sul’dam hayan desertado ha ocasionado una situación embarazosa. Esas deserciones no deben hacerse del dominio público. Es mucho mejor que se crea que han desaparecido, simplemente.

Egeanin mantuvo el gesto impasible sólo porque apenas dispuso de tiempo para pensar. Por lo que le habían contado, en el desastre de Falme habían dejado abandonadas a muchas sul’dam, así que era posible que algunas hubieran desertado. Las instrucciones que tenía de la propia Augusta Señora Suroth eran que mandara de vuelta a cualquiera que encontrara, lo quisiera o no; y, si tal cosa no era posible, entonces había que deshacerse de esa persona. Esta última le había parecido la alternativa en caso extremo. Hasta ahora.

—Lamento que en estas tierras no conozcan el cultivo del kaf —dijo el hombre—. Incluso en Cantorin sólo la Sangre tiene todavía kaf . O así era al menos cuando me marché. A lo mejor han llegado barcos de aprovisionamiento desde seanchan tras mi partida. En fin, habrá que conformarse con el té. Preparadme uno —ordenó mientras tomaba asiento a la mesa.

Egeanin tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para no tirarlo de la silla. Este hombre era propiedad. Pero también un Buscador, no debía olvidarlo. Preparó té, se lo sirvió y se quedó de pie junto a su silla, con la tetera en la mano para mantener llena la taza. La sorprendió que no le pidiera ponerse un velo y danzar encima de la mesa.

Finalmente tuvo permiso para sentarse después de traer pluma, tinta y papel, aunque tuvo que ponerse a dibujar mapas de Tanchico y sus defensas, así como de cualquier otra ciudad y villa sobre la que supiera el menor detalle. Enumeró las diferentes fuerzas enfrentadas en el campo, todo cuanto sabía acerca de su número y a quién apoyaban, y lo que había deducido acerca de sus tendencias.

Cuando hubo terminado, el Buscador lo guardó todo en un bolsillo, le indicó que enviara el contenido de la bolsa de yute con el próximo barco mensajero, y se marchó, sonriendo divertido de nuevo, tras anunciarle que a lo mejor regresaba dentro de unas semanas para comprobar sus progresos otra vez.

Egeanin se quedó sentada largo rato después de que el hombre se hubo ido. Todos los mapas que había dibujado, hasta la última lista que había hecho, eran duplicados de papeles enviados ya con los botes mensajeros hacía mucho tiempo. Hacer que lo repitiera todo mientras la miraba podría haber sido un castigo por obligarlo a que le enseñara sus tatuajes. Los Guardias de la Muerte hacían ostentación de sus cuervos; por el contrario, los Buscadores rara vez los mostraban. Tenía que haber sido por eso. Al menos no había bajado al sótano antes de que ella llegara. ¿O sí?

Aparentemente, nadie había tocado la resistente cerradura de hierro de la puerta que había en el pasillo detrás de la cocina, pero se decía que los Buscadores sabían cómo abrir cerraduras sin usar llaves. Sacó la llave de la bolsita del cinturón, abrió y bajó los estrechos peldaños.

Encima de una repisa había una lámpara que alumbraba el sótano. Un suelo de tierra y cuatro paredes de ladrillos, un hueco vacío de cualquier cosa que pudiera servir para escapar. Flotaba un tenue olor del cubo de aguas sucias. Al otro lado de la lámpara había una mujer sentada sobre unas burdas mantas de lana, con aire abatido; su vestido estaba sucio. Levantó la cabeza al oír los pasos de Egeanin y en sus oscuros ojos asomó una expresión temerosa y suplicante. Era la primera sul’dam que Egeanin había encontrado. La primera y la única. Después de hallar a Bethamin, Egeanin había dejado de buscar. Y, desde entonces, la sul’dam había estado en este sótano mientras los botes mensajeros iban y venían.

—¿Ha bajado alguien aquí? —preguntó Egeanin.

—No. Oí pasos arriba, pero… No. —Bethamin tendió las manos hacia ella—. Por favor, Egeanin, todo esto es una equivocación. Me conoces desde hace diez años. Quítame esto.

Un collar plateado le rodeaba el cuello; iba unido por una gruesa cadena, también plateada, a un brazalete del mismo metal que colgaba de una clavija, encima de su cabeza. Ponérselo había sido casi por casualidad, simplemente un medio de tenerla segura durante unos instantes. Y entonces se las había arreglado para derribar a Egeanin y había echado a correr para huir.

—Si me lo traes, lo haré —replicó, enfadada, Egeanin. Estaba furiosa con muchas cosas, no con Bethamin—. Trae aquí el a’dam y te lo quitaré.

Bethamin se estremeció y dejó caer las manos.

—Es una equivocación —musitó—. Un terrible error. —Pero no hizo intención de coger el brazalete. Su primer intento de escapar la había dejado postrada en el suelo de la planta de arriba, retorciéndose, sacudida por las arcadas; y Egeanin se había quedado estupefacta.

Las sul’dam controlaban a las damane, las mujeres que podían encauzar, mediante un a’dam. Eran las damane las que encauzaban, no las sul’dam. Sin embargo, un a’dam sólo controlaba a una mujer capaz de encauzar; a ninguna otra persona, mujer u hombre —los muchachos jóvenes con tal habilidad eran ejecutados, naturalmente—: sólo a una mujer que podía encauzar. Las mujeres que tenían esta habilidad y llevaban puesto el collar no podían alejarse más que unos cuantos pasos del brazalete, que iba en la muñeca de una sul’dam para completar el vínculo.

Egeanin se sintió muy cansada mientras subía los peldaños y volvía a cerrar aquella puerta. Le apetecía tomarse un té, pero lo poco que había dejado el Buscador se había quedado frío y no tenía ganas de preparar más. Se sentó y sacó el a’dam de la bolsa de yute. Para ella no era más que un objeto de plata; no podía utilizarlo ni el a’dam podía hacerle daño a ella a no ser que alguien la golpeara con él.

Incluso vincularse con un a’dam hasta ese punto, rechazando la capacidad de éste para controlarla, bastaba para provocarle un escalofrío en la espina dorsal. Las mujeres capaces de encauzar eran animales peligrosos más que personas. Eran quienes habían provocado la Devastación del Mundo. Había que controlarlas o convertirían a todos en su propiedad. Eso era lo que le habían enseñado, lo que se había enseñado en seanchan durante un millar de años. Qué extraño que algo así no ocurriera aquí, en estas tierras. No. Era una idea que seguía un curso estúpido, peligroso.

Volvió a guardar el a’dam en la bolsa y limpió los cacharros del té para tranquilizar su mente. Le gustaba el orden y sentía una pequeña satisfacción dejando la cocina arreglada. Sin darse cuenta de lo que hacía, preparó otra tetera para ella. Volvió a la mesa y echó miel en la taza de té, que estaba oscuro y tan fuerte como podía prepararlo. No era kaf , pero tendría que conformarse.

A pesar de sus protestas, a pesar de sus súplicas, Bethamin podía encauzar. ¿Les ocurriría igual a otras sul’dam? ¿Sería ésa la razón de que la Augusta Señora quisiera que mataran a todas las que habían dejado en Falme? Eso era inconcebible. Imposible. Las pruebas anuales que se llevaban a cabo en todo seanchan encontraban hasta la última chiquilla con la habilidad innata de encauzar: se las quitaba de todos los registros de ciudadanos y familiares, y se las llevaba para ponerles el collar y convertirlas en damane. Las mismas pruebas encontraban a las chicas que podían aprender a llevar el brazalete de sul’dam. Ninguna mujer escapaba de las pruebas anuales hasta que era lo bastante mayor para que hubiera empezado a encauzar si poseía la chispa. Entonces ¿cómo iba a confundirse por sul’dam a una chica que era damane? Empero, aquí estaba Bethamin, en el sótano, retenida por el a’dam como si estuviera sujeta a un ancla.

Una cosa era segura: las posibilidades que apuntaba esto eran potencialmente mortíferas. Involucraba a la Sangre y a los Buscadores. Puede que incluso al Trono de Cristal. ¿Osaría la Augusta Señora Suroth ocultar semejante conocimiento a la emperatriz? Una simple capitana de barco podía morir aullando de dolor por dirigir una mirada ceñuda a quien no debía, o pasar a ser una propiedad por el capricho de alguien. Tenía que descubrir algo más si quería escapar a la Muerte de las Diez Mil Lágrimas. Para empezar, ello significaba repartir más dinero entre Gelb y otros hurones furtivos como él, encontrar más sul’dam y comprobar si un a’dam las retenía. Más allá de eso… Era como si navegara por escollos que no aparecían en las cartas y sin tener un marinero lanzando la sonda desde la proa.

Pasó los dedos sobre la ballesta, que seguía sobre la mesa, con la letal saeta encajada; entonces supo que había otra cosa que era segura: no permitiría que el Buscador la matara. No por el mero hecho de ayudar a la Augusta Señora Suroth a guardar un secreto. Y puede que tampoco por ninguna otra razón. Ésa era una idea rayana en la traición, pero no se le fue de la cabeza.

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