Hubo tres días de bochorno en los que el calor y la humedad dejaron aplanados incluso a los tearianos. La ciudad se sumió en una especie de letargo que aún era más acusado en la Ciudadela. Las criadas parecían a punto de dormirse mientras trabajaban, y la gobernanta les tiraba de las trenzas con frustración, pero ni siquiera ella tenía fuerza suficiente para darles en los nudillos o tirarles de la oreja. Los Defensores de la Ciudadela dormitaban en sus puestos como velas medio derretidas, y los oficiales mostraban mucho más interés en una copa de vino frío que en hacer las rondas. Los Grandes Señores pasaban la mayor parte del tiempo en sus aposentos y dormían durante las horas más calurosas del día; unos cuantos se marcharon de la Ciudadela buscando la relativa frescura de las haciendas que poseían en el lejano este, en las estribaciones de la Columna Vertebral del Mundo. Cosa curiosa, los forasteros, a los que afectaba el calor más que a nadie, eran los únicos cuya actividad no había bajado de ritmo por no decir que era aun más febril. El terrible calor no los agobiaba tanto como el imparable transcurrir de las horas.
Mat no tardó en descubrir que no se había equivocado respecto a la reacción de los jóvenes nobles que estaban presentes cuando los naipes trataron de matarlo. No sólo lo esquivaban sino que divulgaron lo ocurrido, a menudo tergiversándolo, entre sus amigos; cualquiera de la Ciudadela que dispusiera de dos monedas lo esquivaba cuando se encontraba con él tras mascullar unas palabras de disculpa. Los rumores habían trascendido fuera del círculo de nobles, y más de una criada que había aceptado gustosa sus abrazos ahora también lo rechazaba; incluso dos de ellas, muy nerviosas, llegaron a decirle que habían oído comentar que era peligroso quedarse a solas con él. Perrin estaba absorto en sus propios problemas, y Thom solía desaparecer como por arte de magia; Mat no tenía la menor idea de qué era lo que tenía tan ocupado al juglar, pero no había forma de localizarlo, ni de noche ni de día. Por el contrario, a Moraine, la persona que Mat habría querido que se olvidara de él, se la encontraba cada vez que se daba la vuelta; o se cruzaba con él o pasaba a lo lejos por un pasillo, pero sus ojos se clavaban en los del joven cada vez que se veían, y por su expresión habríase dicho que sabía lo que Mat estaba pensando y lo que quería, pero que conocía el modo de conseguir en cambio que hiciera lo que quería ella. Aun así, nada de esto influyó en cierto aspecto de su conducta: siguió encontrando excusas para retrasar la partida un día más. A su modo de ver, no le había prometido a Egwene que se quedaría. Pero lo hizo.
En una ocasión bajó con una lámpara a las entrañas de la Ciudadela, a lo que llamaban la Gran Reserva, y llegó a la puerta carcomida que había al final del estrecho corredor. Sin traspasar el umbral del oscuro cuarto escudriñó las borrosas formas cubiertas con fundas polvorientas, las cajas y los barriles amontonados sin orden cuyas tapas servían de repisas para infinidad de estatuillas y tallas y extraños objetos de cristal y de metal; fueron suficientes unos minutos para que saliera presuroso de allí.
—¡Tendría que ser un redomado majadero para intentar algo así! —rezongó.
No obstante, nada le impedía deambular por la ciudad; y no había la menor posibilidad de encontrarse con Moraine en las tabernas del Maule, el barrio portuario, ni en las posadas de Chalm, donde las trastiendas y almacenes eran a menudo unos lugares sucios, escasamente iluminados y abarrotados de gente, donde se consumía vino barato y mala cerveza, había alguna que otra pelea, y se jugaban interminables partidas de dados. Las apuestas eran pequeñas comparadas con las que acostumbraba hacer, pero ése no era el motivo de que acabara regresando siempre a la Ciudadela al cabo de unas horas. Procuraba no pensar qué era lo que lo impelía a volver allí, cerca de Rand.
Perrin veía a Mat de vez en cuando en las tabernas del puerto, bebiendo vino barato en exceso y jugando a los dados como si no le importara gran cosa perder o ganar; en una ocasión sacó un cuchillo con presteza cuando un fornido marinero comentó con insistencia la frecuencia con que ganaba. No era propio de Mat ser tan irascible, pero Perrin lo eludió en lugar de preguntarle por qué estaba de tan mal humor; no había ido allí para beber ni jugar a los dados, y los que pensaron provocarlo para iniciar una pelea cambiaron de idea al fijarse bien en sus anchos y fornidos hombros, y en sus ojos. En cambio invitaba a cerveza barata a los marineros vestidos con amplios pantalones de cuero y a los marchantes que lucían finas cadenas de plata sobre las pecheras de sus chaquetas y a cualquier hombre que tuviera aspecto de proceder de un país lejano. Iba a la caza de rumores, algo que pudiera alejar a Faile de Tear. De él.
Estaba seguro de que, si le encontraba alguna aventura, algo que apuntara la posibilidad de que su nombre entrara en la historia, la muchacha se marcharía. Hacía como si entendiera la razón de que él tuviera que quedarse, pero de vez en cuando todavía insinuaba que quería marcharse y que esperaba que él quisiera acompañarla. Perrin estaba convencido de que el cebo apropiado la atraería con bastante fuerza para hacerla partir; sin él.
Como le ocurría a él, Faile identificaría la mayoría de los rumores como versiones tergiversadas de la verdad que se habían quedado anticuadas. Se decía que la guerra que se extendía por el Océano Aricio era obra de unas gentes de las que nadie había oído hablar hasta entonces y que se llamaban sanchin o senchan o algo parecido —había oído distintas variantes de los numerosos informadores—, un pueblo extraño que podría ser el ejército de Artur Hawkwing que regresaba al cabo de miles de años. Un tipo, un tarabonés tocado con un gran sombrero rojo y que lucía un bigote espeso como un cepillo, le aseguró solemnemente que el propio Hawkwing en persona dirigía a estas gentes, con la legendaria espada Justicia enarbolada en su mano. Corrían rumores de que se había encontrado el Cuerno de Valere, cuya llamada sacaría a los héroes legendarios de sus tumbas para luchar en la Última Batalla. En Ghealdan habían estallado revueltas por todo el país; Illian padecía una epidemia de locura colectiva; en Cairhien la hambruna estaba aminorando el ritmo de las matanzas; en alguna parte de las Tierras Fronterizas se habían incrementado las incursiones de los trollocs. Perrin no podía enviar a Faile a ninguno de estos conflictos ni siquiera para sacarla de Tear.
La información respecto a unos disturbios en Saldaea parecía prometedora —su propia tierra tenía que resultarle atractiva, y Perrin se había enterado de que Mazrim Taim, el falso Dragón, estaba a buen recaudo en manos de las Aes Sedai—, pero nadie conocía el alcance ni el motivo de dichos disturbios. Inventarse algo no daría resultado; antes de ir tras cualquier información que le diera él, Faile llevaría a cabo sus propias pesquisas para asegurarse. Además, cualquier disturbio en Saldaea podía ser tan peligroso como los otros conflictos de los que se hablaba.
Y tampoco podía decirle a la joven adónde iba cuando se ausentaba porque entonces le preguntaría la razón. Sabía que no era como Mat, que a él no le gustaba pasarse las horas muertas en tabernas. Nunca se le había dado bien mentir, así que eludía sus preguntas con evasivas, de modo que Faile empezó a asestarle largas miradas de soslayo sin decir una palabra. En esta situación, sólo le restaba redoblar sus esfuerzos para encontrar una historia lo bastante tentadora para alejarla de la Ciudadela. Tenía que apartarla de él antes de que la mataran por su culpa. No había más remedio.
Egwene y Nynaeve pasaron más horas con Joiya y Amico, aunque sin el menor resultado. Las historias de las dos mujeres no sufrieron ninguna variación. A pesar de las protestas de Nynaeve, Egwene probó incluso a contarle a cada una de ellas lo que había dicho la otra para ver si así soltaban la lengua. Amico la miró de hito en hito y gimoteó que no había oído ni una palabra de semejante plan para añadir de inmediato que cabía la posibilidad de que fuera verdad. Tal vez. La ansiedad por complacerlas la hacía sudar. Por su parte, Joiya le respondió que fueran a Tanchico si querían.
—He oído comentar que se ha convertido en una ciudad muy peligrosa —dijo sosegadamente, con los negros ojos reluciendo—. El rey conserva en su poder poco más que la urbe propiamente dicha, y tengo entendido que ya no se vela por el orden público. Ahora son la fuerza bruta y las armas las que mandan en Tanchico. Pero, si os apetece, id.
No se había recibido ninguna noticia de Tar Valon e ignoraban si la Amyrlin estaba ocupándose de la posible amenaza de liberar a Mazrim Taim. Desde que Moraine había enviado las palomas había transcurrido tiempo de sobra para que llegara un mensaje, ya fuera en un barco fluvial o a través de un jinete que cabalgara de continuo cambiando de caballo; suponiendo que la Aes Sedai las hubiera enviado realmente. Egwene y Nynaeve discutieron respecto a esto; la antigua Zahorí admitía que la Aes Sedai no podía mentir, pero intentaba encontrar algún doble sentido a sus palabras. Moraine no parecía preocupada por la falta de noticias de la Amyrlin, aunque era difícil adivinar qué había bajo la fría calma tras la que se escudaba.
Egwene sí estaba preocupada por eso y por si la historia de Tanchico era una pista falsa o real o una trampa. En la biblioteca de la Ciudadela había libros sobre Tarabon y Tanchico; pero, aunque leyó hasta que le dolieron los ojos, no encontró ninguna clave respecto a algo peligroso para Rand. El calor y la zozobra la condujeron a un estado de irritación tal que a veces estaba tan irascible como Nynaeve.
Algunas cosas iban bien, por supuesto. Mat continuaba en la Ciudadela; obviamente estaba madurando y aprendiendo a ser responsable. Lamentaba no haber podido ayudarlo, pero dudaba que ninguna otra mujer de la Torre hubiera podido hacer más por él. Comprendía su ansiedad de saber porque a ella le ocurría igual, aunque en su caso era otro tipo de conocimiento, el que sólo podía aprender en la Torre, las cosas que quizá descifraría y que nadie había descubierto cómo llevar a cabo, la sabiduría perdida que tal vez sacaría de nuevo a la luz.
Aviendha empezó a visitarla, aparentemente por propia iniciativa. Si al principio la mujer se mostró cautelosa, era comprensible ya que al fin y a la postre era Aiel y creía a Egwene una Aes Sedai. Con todo, su compañía resultaba muy agradable aunque en ocasiones Egwene tenía la sensación de que vislumbraba en sus ojos preguntas no planteadas. A pesar de que Aviendha mantenía cierta reserva, enseguida se hizo evidente que poseía mucho ingenio y un sentido del humor muy semejante al de Egwene; a veces acababan riendo tontamente como dos chiquillas. Empero, las costumbres Aiel eran por completo desconocidas para Egwene, como el rechazo de Aviendha a sentarse en una silla y su sobresalto al encontrar a la joven de Dos Ríos metida en una bañera plateada que la gobernanta había hecho traer a su cuarto. La reacción no se debía a que la otra mujer estuviera desnuda —de hecho, al advertir el desasosiego de Egwene se despojó de sus ropas y se sentó en el suelo para hablar— sino porque estaba metida en agua hasta el pecho. Lo que hizo que sus ojos parecieran a punto de salirse de las órbitas fue el hecho de que estuviera ensuciando tanta cantidad de agua. Por otro lado, Aviendha no comprendía por qué Elayne y ella no habían tomado medidas drásticas con Berelain ya que ambas deseaban quitársela de en medio. A una guerrera le estaba totalmente prohibido matar a una mujer que no se hubiera desposado con la lanza; pero, puesto que ni Elayne ni Berelain eran Doncellas Lanceras, en opinión de Aviendha era totalmente aceptable que Elayne retara a la Principal de Mayene a un duelo con cuchillos o zanjar el asunto con un combate a puñetazos y patadas. Desde su punto de vista, lo de los cuchillos era lo mejor. Berelain parecía el tipo de mujer que no renunciaría a su propósito aunque la derrotaran varias veces y, por lo tanto, el camino más directo y seguro era retarla y matarla. O Egwene podía hacerlo en su nombre, como amiga y casi hermana.
A pesar de estas diferencias, era muy agradable tener alguien con quien hablar y reír. Elayne estaba ocupada casi todo el tiempo, por supuesto; y Nynaeve, a quien afectaba tanto como a Egwene ver que se les acababa el tiempo, dedicaba sus ratos libres a dar paseos a la luz de la luna por las almenas, con Lan, y a preparar platos que eran del agrado del Guardián; sin mencionar las invectivas y maldiciones que hacían salir corriendo a las cocineras de la cocina. Nynaeve no era una experta en la preparación de viandas. De no ser por Aviendha, Egwene no sabía lo que habría hecho durante las bochornosas horas entre interrogatorio e interrogatorio a las Amigas Siniestras; las habría pasado sudando, indudablemente, y preocupada por si podría hacer algo para no tener pesadillas.
Habían acordado entre las tres que Elayne no estuviera presente durante los interrogatorios, ya que al fin y a la postre otro par de oídos no habría servido de mucho. En lugar de ello, cada vez que Rand disponía de un momento libre daba la casualidad de que la heredera del trono se encontraba cerca para hablar con él un rato o simplemente para pasear agarrada de su brazo, aunque sólo fuera desde la estancia donde había sostenido una entrevista con algún Gran Señor hasta otra sala donde lo aguardaban otros, o para hacer una rápida inspección a las dependencias de los Defensores. Se hizo una experta en encontrar rincones apartados donde los dos podían hacer un alto y quedarse solos. Por supuesto, Rand llevaba siempre una escolta Aiel siguiéndole los pasos, pero Elayne enseguida dejó de dar importancia a lo que pudieran pensar, lo mismo que no le importaba lo que pensara su madre. Incluso llegó a existir una especie de conspiración entre ella y las Doncellas Lanceras, que parecían conocer hasta el último rincón oscuro de la Ciudadela y que le avisaban en cuanto Rand se quedaba solo. Por lo visto les resultaba divertido aquel juego.
La sorpresa fue que Rand le hizo preguntas sobre cómo gobernar una nación y escuchó todas sus explicaciones. Eso sí que le habría gustado que lo viera su madre. Más de una vez Morgase se había echado a reír, aunque en su risa había un componente de desesperación, y le había dicho que tenía que aprender a concentrarse. Qué oficios proteger y cómo, y cuáles no y por qué, podían ser tareas pesadas y aburridas pero tan importantes como atender a los enfermos. Llevar a un testarudo lord o mercader a hacer lo que no quería de manera que creyera que había sido idea suya podía ser divertido; alimentar al hambriento podía ser reconfortante; pero si había que dar de comer a los menesterosos era preciso decidir cuántos funcionarios, conductores y carretas hacían falta. Otros podían encargarse de esas cosas, pero en tal caso nunca se sabría que habían cometido un error hasta que ya fuera demasiado tarde. Rand la escuchaba y a menudo seguía su consejo. Elayne pensó que sólo por eso podría amarlo. Berelain no salía de sus aposentos, y Rand había empezado a sonreír tan pronto como la veía; no podía haber nada mejor en el mundo. Salvo que los días dejaran de pasar.
Tres cortos días que se les escapaban entre los dedos como si fueran agua. Se enviaría a Joiya y Amico hacia el norte y ya no habría razón para seguir en la Ciudadela; habría llegado la hora de que Egwene, Nynaeve y ella se pusieran también en camino. Partiría cuando llegara ese momento; nunca se había planteado lo contrario. Saberlo la hacía sentirse orgullosa de ser toda una mujer, no una niña; saberlo hacía que se le saltaran las lágrimas.
¿Y Rand? Se reunía con los Grandes Señores en sus aposentos e impartía órdenes. Los sorprendía haciendo acto de presencia en reuniones secretas entre tres o cuatro de ellos, de las que le informaba Thom, con el único propósito de reiterar algún punto de sus últimas órdenes. Los nobles sonreían y se inclinaban y sudaban y se preguntaban qué sabía exactamente. Había que dar salida a la energía de los Grandes Señores antes de que alguno de ellos decidiera que si era imposible manipular a Rand entonces había que asesinarlo. Pero, costara lo que costara distraerlos, no estaba dispuesto a empezar una guerra. Si tenía que enfrentarse a Sammael, que así fuera; pero no iniciaría un conflicto.
Establecer su plan de acción, no dar tregua a los Grandes Señores, lo ocupaba la mayor parte del tiempo. Algunas ideas las tomaba de los libros que los bibliotecarios le traían a montones a sus aposentos, y también de las charlas con Elayne. Los consejos de la joven le resultaban muy útiles con los Grandes Señores; se daba cuenta de que hacían una nueva evaluación sobre él cuando hacía gala de conocimientos sobre ciertas cosas que ellos sólo sabían a medias. Elayne lo hizo cambiar de idea cuando quiso dejar claro que el mérito era suyo.
—Un mandatario inteligente se deja aconsejar —le dijo sonriente—, pero nunca tiene que dejar ver que sigue esas recomendaciones. Que crean que sabes más de lo que realmente sabes. Eso no los perjudicará y a ti te favorece.
De todos modos, la joven parecía complacida de que Rand lo hubiera pensado. Por su parte, él no tenía la certeza de que estuviera aplazando tomar una decisión por causa de Elayne. Tres días de hacer planes, de intentar descifrar qué era lo que todavía pasaba por alto; porque había algo. No debía reaccionar contra los Renegados, sino que tenía que empujarlos a que tomaran la iniciativa ellos. Tres días, y al cuarto Elayne se marcharía —de vuelta a Tar Valon, esperaba—, pero en el momento en que él actuara tenía la sospecha de que sus breves encuentros acabarían. Tres días de besos robados, cuando conseguía olvidar todo aparte de que era un hombre abrazando a una mujer. Comprendía que el motivo era absurdo, aunque cierto. Era un alivio que aparentemente Elayne sólo deseara su compañía, pero en esos ratos que estaban a solas podía olvidarse de las decisiones pendientes, de la suerte que aguardaba al Dragón Renacido. Más de una vez acarició la idea de pedirle que se quedara, pero no sería justo alentar sus esperanzas cuando él ignoraba si quería algo más de ella aparte de tenerla cerca. Eso, en el caso de que Elayne albergara esperanzas respecto a él, naturalmente. Mejor imaginar que simplemente eran un hombre y una mujer jóvenes que salían juntos un día festivo por la tarde. De ese modo todo resultaba más sencillo; en ocasiones olvidaba que ella era la heredera del trono y él un pastor. Pero ojalá no tuviera que irse. Tres días. Tenía que tomar una decisión; en una dirección que nadie esperaba.
El sol descendió lentamente hacia el horizonte la tarde del tercer día. Las cortinas a medio echar del dormitorio de Rand amortiguaban el resplandor rojizo del ocaso. Callandor brillaba en su ornamentado soporte con la luminosidad del más puro cristal.
Rand contempló intensamente a Meilan y a Sunamon y después lanzó en su dirección un rollo de pergaminos atados. Era un tratado, cuidadosamente caligrafiado y redactado, al que sólo le faltaban firmas y sellos. Golpeó a Meilan en el pecho, y el noble lo cogió en un movimiento reflejo; se inclinó como si lo considerara un honor, pero su sonrisa tirante dejó a la vista los dientes apretados.
Sunamon cargaba el peso ora en un pie ora en otro mientras se secaba el sudor de las manos.
—Todo se ha hecho como ordenasteis, mi señor Dragón —manifestó con ansiedad—. El grano para cargar en barcos…
—Y dos mil tearianos alistados —lo interrumpió Rand—, para «asegurarse de que se haga una distribución correcta del grano y velar por los intereses tearianos». —Su voz era fría como el hielo, pero por dentro estaba a punto de reventar; casi temblaba por el esfuerzo de contenerse para no dar de puñetazos a estos necios—. Dos mil hombres. ¡Al mando de Torean!
—El Gran Señor Torean tiene interés en los asuntos relacionados con Mayene, mi señor Dragón —apuntó Meilan sosegadamente.
—¡Oh, sí! ¡El interés de imponer la aceptación de sus atenciones a una mujer que no desea ni verlo! —bramó Rand—. Grano cargado en barcos, dije. Nada de soldados. ¡Y desde luego nada del maldito Torean! ¿Habéis hablado siquiera con Berelain?
Lo miraron desconcertados, como si no entendieran sus palabras. Esto era demasiado. Aferró el saidin, y los pergaminos que Meilan sostenía entre los brazos se prendieron fuego. El noble chilló y arrojó el rollo llameante al hogar y se sacudió precipitadamente las chispas y las marcas chamuscadas de su chaqueta de seda roja. Sunamon contemplaba boquiabierto el rollo de pergaminos, que crepitaba y se volvía negro.
—Iréis a hablar con Berelain —les dijo, sorprendido de hablar con tanta calma—. Para mañana a mediodía le habréis ofrecido el trato que quiero o a la puesta de sol haré que os cuelguen a los dos. Si es preciso que ahorque Grandes Señores cada día, de dos en dos, lo haré. Enviaré hasta el último de vosotros a la horca si no me obedecéis. Y, ahora, quitaos de mi vista.
El tono tranquilo de su voz pareció afectarlos más que sus gritos. Hasta Meilan denotaba inquietud cuando retrocedieron hacia la puerta, inclinándose a cada paso y farfullando afirmaciones de eterna lealtad. Le daban asco.
—¡Fuera! —bramó, y los nobles abandonaron toda dignidad y casi se empujaron para abrir la puerta. Salieron corriendo. Uno de los guardias Aiel se asomó un momento al dormitorio para comprobar si Rand se encontraba bien antes de cerrar la hoja de madera.
Rand temblaba sin poder contenerse. Le daban casi tanto asco como el que sentía por sí mismo. Amenazar con ahorcar hombres si no hacían lo que les ordenaba. Y lo peor era que lo había dicho en serio. Todavía recordaba cuando no tenía un genio tan irascible o, al menos, cuando esos accesos de ira surgían en contadas ocasiones y se las componía para refrenarlos.
Cruzó la habitación hacia donde Callandor brillaba con la luz que entraba por las cortinas entreabiertas. La hoja parecía hecha del más puro cristal, absolutamente transparente; tenía el tacto del acero en las puntas de sus dedos, y afilado como una cuchilla. Había faltado poco para cogerla y ocuparse de Meilan y Sunamon, aunque ignoraba si la habría usado como una espada o le habría dado su verdadera utilidad. Las dos posibilidades lo horrorizaban. «Aún no me he vuelto loco. Sólo estoy furioso. ¡Luz, y de qué modo!»
Mañana. Mañana embarcarían a las Amigas Siniestras, y Elayne partiría. Y Egwene y Nynaeve, por supuesto. De regreso a Tar Valon, deseó fervientemente; con Ajah Negro o sin él, la Torre debía de ser el lugar más seguro que había en la actualidad. Mañana. Se acabaron las excusas para seguir retrasando lo que tenía que hacer. Hasta pasado mañana, como mucho.
Volvió las manos hacia arriba para contemplar la garza grabada en cada una de las palmas. Las había examinado tan a menudo que sería capaz de dibujar de memoria todas y cada una de aquellas líneas a la perfección. Las Profecías las anunciaban:
Dos veces será marcado,
dos veces para vivir y dos veces para morir.
Una vez la garza, para señalar su camino.
Dos veces la garza, para darle su verdadero nombre.
Una vez el Dragón, para el recuerdo perdido.
Dos veces el Dragón, por el precio que ha de pagar.
Pero, si las garzas le daban «su verdadero nombre», ¿para qué entonces los Dragones? Ya puestos, ¿qué era un Dragón? El único del que había oído hablar era Lews Therin Telamon. El Verdugo de la Humanidad había sido el Dragón, el Dragón era el Verdugo de la Humanidad. Excepto que ahora era él, y no podía ser marcado consigo mismo. Quizá la imagen del pendón era un Dragón; ni siquiera las Aes Sedai sabían con certeza qué clase de criatura era.
—Has cambiado desde la última vez que te vi. Te has hecho más fuerte. Más duro.
Giró rápidamente sobre sus talones y se quedó mirando atónito a la joven que estaba junto a la puerta; era alta, de tez clara y tenía los ojos y el cabello negros. Iba vestida de blanco y plata. Enarcó una ceja al reparar en los bultos informes de metal dorado y plateado que había sobre la repisa del hogar. Rand los había dejado allí a propósito, para que le recordaran lo que podía pasar cuando actuaba sin reflexionar, cuando perdía el control. Aunque, para lo que había servido…
—Selene —exclamó mientras iba presuroso hacia ella—. ¿De dónde sales? ¿Cómo has entrado? Creía que todavía estabas en Cairhien o… —Se calló, reacio a confesar su temor de que estuviera muerta o pasando calamidades como otros refugiados.
Un cinturón de plata le ceñía la esbelta cintura, y unos peinecillos plateados con incrustaciones de estrellas y medias lunas brillaban en su cabello, que le caía sobre los hombros en negras cascadas. Seguía siendo la mujer más hermosa que había visto en su vida. Elayne y Egwene sólo eran bonitas comparadas con ella. Sin embargo, por alguna razón, no lo impresionaba tanto como antes; tal vez se debía a los largos meses transcurridos desde que se habían visto por última vez en un Cairhien todavía ajeno a los estragos de la guerra civil.
—Voy donde quiero estar. —Frunció el entrecejo al mirar su rostro—. Te han marcado, pero no importa. Fuiste mío y lo sigues siendo. Cualquier otra no es más que un pasatiempo circunstancial cuyo tiempo ha quedado atrás. Reclamaré lo que es mío públicamente, ahora.
La miró de hito en hito. ¿Marcado? ¿Se refería a sus manos? ¿Y qué quería decir con lo de que era suyo?
—Selene —empezó suavemente—, vivimos juntos días placenteros y también otros muy duros. Jamás olvidaré tu valor ni tu ayuda, pero en ningún momento hubo entre nosotros algo más que camaradería. Fuimos compañeros de viaje, punto. Te quedarás en la Ciudadela, en los mejores aposentos, y cuando la paz vuelva a Cairhien me ocuparé de que tus propiedades de allí te sean devueltas, si está en mi mano.
—Vaya si te han marcado. —Sonrió irónicamente—. ¿Mis propiedades de Cairhien, dices? Puede que en un tiempo las tuviera en esas tierras. El mundo ha cambiado tanto que ya nada es como antes. Selene sólo es un nombre que a veces utilizo, Lews Therin. El que he hecho verdaderamente mío es Lanfear.
Rand soltó una risa forzada.
—Esa broma no tiene gracia, Selene. Casi tan poca como decir que el Oscuro es uno de los Renegados. Y me llamo Rand.
—Nosotros nos autodenominamos los Elegidos —repuso la mujer reposadamente—. Elegidos para gobernar el mundo para siempre. Viviremos eternamente. Y tú también puedes.
Rand la miró preocupado, con el ceño fruncido. De verdad creía que era… Las fatigas para llegar a Tear debían de haberla trastornado. Empero, no actuaba como alguien que ha perdido la razón; se mostraba tranquila, fría, segura. Sin darse cuenta de lo que hacía, buscó el contacto con el saidin, tendió la mano y… topó con un muro que no veía ni percibía salvo porque le impedía llegar a la Fuente Verdadera.
—No puede ser —musitó. Ella sonrió—. Luz, realmente eres uno de ellos.
Retrocedió lentamente. Si conseguía coger a Callandor por lo menos dispondría de un arma. Tal vez no funcionara como un angreal, pero sí como una espada. Aun así, ¿sería capaz de utilizarla contra una mujer, contra Selene? No, contra Selene no. Contra Lanfear, contra uno de los Renegados.
Se dio un fuerte encontronazo con algo; miró hacia atrás para ver qué era. No había nada. Un muro de nada contra el que apretaba la espalda. Callandor brillaba a menos de tres pasos de distancia, al otro lado de la barrera invisible. Frustrado, descargó contra ella un puñetazo; era tan dura como una roca.
—Todavía no puedo fiarme completamente de ti, Lews Therin. —Se acercó más, y Rand consideró saltar sobre ella y agarrarla. Era, con mucho, más corpulento y fuerte… Pero, aislado de la Fuente como estaba, la mujer lo envolvería con el Poder como un gatito enredado en un ovillo de cuerda—. Y, desde luego, no con eso en tus manos —añadió, señalando con una mueca a Callandor—. Solamente hay dos más poderosos que un hombre puede utilizar. Que yo sepa, al menos uno existe todavía. No, Lews Therin, todavía no me fío de ti para permitir que cojas eso.
—Deja de llamarme así —gruñó—. Mi nombre es Rand. Rand al’Thor.
—Eres Lews Therin Telamon. Oh, en el aspecto físico el único parecido es la altura, pero reconocería quién está tras esos ojos aunque te hubiera encontrado cuando aún dormías en tu cuna. —Se echó a reír inesperadamente—. Todo habría sido mucho más fácil si te hubiera encontrado entonces. Si hubiera sido libre para… —Su jovialidad dio paso a la ira—. ¿Quieres ver mi verdadero aspecto? Tampoco lo recuerdas, ¿verdad?
Rand intentó responder que no, pero la lengua no le obedecía. Una vez había visto a dos Renegados juntos, Aginor y Balthamel, los primeros que habían escapado después de pasar tres mil años encerrados tras los sellos en la prisión del Oscuro. Uno de ellos estaba tan consumido que era inexplicable cómo podía seguir vivo, y el otro ocultaba el rostro tras una máscara para tapar hasta la última brizna de su carne como si no soportara verla o que la vieran.
El aire rieló alrededor de Lanfear y la mujer cambió. Era mayor que él desde luego, aunque mayor no era el término adecuado. Más madura. Más en sazón. Y más hermosa que antes, si ello era posible. Una flor en su esplendor comparada con un capullo. Aun sabiendo lo que era, a Rand se le quedó la boca seca y la garganta constreñida.
Los oscuros ojos de la mujer lo observaron intensamente, rebosantes de seguridad y, no obstante, con un atisbo de interrogación, como si se preguntara qué vería él. Lo que quiera que percibiera pareció satisfacerla, y volvió a sonreír.
—Estuve enterrada profundamente, en un letargo sin sueños donde el tiempo no fluye. Las vueltas de la Rueda me pasaron de largo. Ahora me ves como realmente soy, y te tengo en mis manos. —Recorrió el contorno de su mandíbula con la uña de un dedo, lo bastante fuerte para que Rand diera un respingo—. El tiempo de juegos y subterfugios ha quedado atrás, Lews Therin. Muy atrás.
—Entonces, ¿tienes intención de matarme? —El estómago se le encogió—. Así te consuma la Luz, yo…
—¿Matarte? —repitió con incredulidad—. Lo que quiero es tenerte. Para siempre. Eras mío mucho antes de que esa remilgada de cabello pálido te echara el lazo. Antes de que te conociera. ¡Tú me amabas!
—¡Y tú amabas el poder! —Sintió un fugaz vértigo. Las palabras sonaban a verdad, sabía que eran verdad, pero ¿de dónde habían salido?
Selene —Lanfear— parecía tan sorprendida como él, pero se recuperó enseguida.
—Has aprendido mucho, y has hecho mucho más de lo que te habría creído capaz, pero todavía sigues caminando a tientas a través de un laberinto en tinieblas, y tu ignorancia podría acarrearte la muerte. Algunos de los otros te temen demasiado para esperar. Sammael, Rahvin, Moghedien. Puede que haya más, pero esos tres es seguro. Vendrán por ti y no para intentar cambiar tu corazón. Llegarán a escondidas, para destruirte mientras duermes, empujados por el miedo. Pero hay otros que podrían enseñarte, mostrarte lo que supiste una vez. Entonces ninguno osaría oponerse a ti.
—¿Enseñarme? ¿Quieres que deje que me enseñe uno de ellos? —Uno de los Renegados. Un varón que había sido Aes Sedai en la Era de Leyenda, que conocía las directrices para encauzar, que sabía cómo eludir las trampas, que… Lo mismo ya le había sido ofrecido antes—. ¡No! Aunque me lo ofrecieran, lo rechazo, y no tienen motivos para hacerlo. Estoy en contra de ellos… ¡y de ti! Detesto todo lo que habéis hecho, todo lo que representáis. —«¡Estúpido! Estás atrapado, y te muestras desafiante como el héroe idiota de un cuento a quien ni se le pasa por la imaginación que está encolerizando tanto a su carcelero que se lo va a hacer pagar». A pesar de este razonamiento se sentía incapaz de retirar lo dicho. Obstinado, adelantó un paso y lo empeoró aún más—. Os destruiré, si está en mis manos. ¡A ti, al Oscuro y hasta el último Renegado!
Un brillo colérico pasó fugaz por los negros ojos de la mujer.
—¿Sabes por qué algunos de los nuestros te temen? ¿Tienes la más mínima idea? Porque les da miedo que el Gran Señor de la Oscuridad te ponga por encima de ellos.
Rand se sorprendió a sí mismo consiguiendo soltar una risa.
—¿El Gran Señor de la Oscuridad? ¿Tampoco vosotros podéis pronunciar su verdadero nombre? No es posible que temáis atraer su atención, como le ocurre a la gente decente. ¿O sí?
—Sería una blasfemia —respondió simplemente—. Sammael y los demás tienen razón de estar asustados. El Gran Señor te quiere. Desea elevarte a una posición eminente, sobre el resto de la humanidad. Me lo dijo.
—¡Eso es ridículo! El Oscuro continúa en Shayol Ghul o en caso contrario ahora mismo estaríamos dirimiendo el Tarmon Gai’don. Y, si sabe de mi existencia, lo que querría es verme muerto. Mi intención es combatirlo.
—Oh, lo sabe. El Gran Señor sabe más de lo que imaginas. Y hablar con él es posible. Si vas a Shayol Ghul, a la Fosa de la Perdición, puedes… oírlo. Puedes… impregnarte de su presencia. —Otra luz iluminaba ahora su semblante. El éxtasis. Respiraba con los labios entreabiertos, casi jadeante, y por un momento pareció que contemplaba algo lejano y maravilloso—. No hay palabras para describirlo. Tienes que experimentarlo para entenderlo. Tienes que hacerlo. —De nuevo sus grandes ojos estaban enfocados en él, oscuros, insistentes—. Arrodíllate ante el Gran Señor y te pondrá por encima de todos. Te dará libertad para que reines como desees siempre y cuando hinques la rodilla ante él una sola vez. Para agradecérselo, nada más. Me lo dijo así. Asmodean te enseñará a dominar el Poder sin que te mate y lo que puedes hacer con él. Déjame ayudarte. Podemos destruir a los otros. Al Gran Señor no le importará. Podemos destruirlos a todos, incluso a Asmodean una vez que te haya enseñado todo lo que necesitas saber. Tú y yo podemos gobernar el mundo juntos, bajo el Gran Señor, para siempre. —Su voz se redujo a un susurro de ansiedad y miedo a partes iguales—. Se crearon dos poderosos sa’angreal justo antes del final, uno que puedes usar tú, y otro que puedo usar yo. Mucho más poderosos que esa espada. Su poder es inimaginable. Con ellos podríamos desafiar hasta… al Gran Señor mismo. ¡Incluso al Creador!
—Estás loca —espetó con voz ronca—. Así que el Padre de las Mentiras dice que me dará libertad de acción ¿no? Nací para combatirlo, por eso estoy aquí, para cumplir las Profecías. ¡Y lo combatiré a él y a todos vosotros, hasta la Última Batalla! ¡Hasta mi último aliento!
—No tienes que hacerlo. Una profecía no es más que la manifestación de la esperanza de la gente. Cumplir las Profecías te obligará a seguir un curso que conduce al Tarmon Gai’don y a tu muerte. Moghedien o Sammael pueden destruir tu cuerpo. El Gran Señor de la Oscuridad puede destruir tu alma. Un fin total y definitivo. ¡Jamás volverás a nacer por muchas vueltas que dé la Rueda del Tiempo!
—¡No!
Lo observó durante lo que pareció un largo rato; Rand casi podía ver los platillos de la balanza sopesando alternativas.
—Podría llevarte conmigo —dijo finalmente la mujer—. Podría entregarte al Gran Señor en contra de lo que quieras o de lo que creas. Hay modos.
Hizo una pausa, tal vez para ver si sus palabras surtían efecto. El sudor le corría a Rand por la espalda, pero mantuvo el gesto inflexible. Tenía que hacer algo, aunque no tuviera posibilidades de éxito. Un nuevo intento de alcanzar el saidin se frustró al topar con la barrera invisible. Desvió los ojos como si estuviera reflexionando. Callandor estaba detrás, tan lejos de su alcance como si se encontrara al otro extremo del Océano Aricio. Su daga estaba sobre una mesilla, junto a la cama, al lado de la figura a medio tallar de un zorro en la que había estado trabajando. Los bultos informes de metal encima de la repisa de la chimenea parecían mofarse de él; un hombre vestido con ropas anodinas entraba a hurtadillas por la puerta con un cuchillo en la mano; los libros tirados por doquier. Se volvió hacia Lanfear, en tensión.
—Siempre fuiste obstinado —murmuró ella—. Esta vez no te llevaré. Quiero que vengas conmigo por tu propia voluntad. Y lo conseguiré. ¿Qué ocurre? ¿Por qué frunces el ceño?
Un hombre entrando a hurtadillas por la puerta con un cuchillo en la mano; sus ojos habían pasado sobre el individuo casi sin verlo. Instintivamente apartó a Lanfear de un empellón y buscó el contacto con la Fuente Verdadera; la barrera que lo aislaba desapareció al tocarla, y al momento tenía su espada en la mano como una llama dorada rojiza. El hombre se abalanzó sobre él con el cuchillo bajo y apuntando hacia arriba para asestar un golpe mortal. Incluso entonces resultaba difícil no perder de vista al individuo, pero Rand giró suavemente y El viento sopla sobre la pared cercenó la mano que empuñaba el cuchillo y terminó atravesando el corazón del agresor. Rand permaneció un instante mirando aquellos ojos apagados —sin vida aun cuando el corazón seguía latiendo— y después sacó la espada de un tirón.
—Un Hombre Gris. —Rand inhaló como si hiciera horas que no respiraba. El hombre muerto a sus pies estaba sucio, desangrándose sobre la alfombra, pero ya no resultaba difícil mantener los ojos en él. Siempre ocurría lo mismo con los asesinos de la Sombra; cuando se reparaba en ellos, casi siempre era demasiado tarde—. Esto no tiene sentido. Podrías haberme matado sin dificultad. ¿Por qué distraerme para que un Hombre Gris cayera sobre mí a hurtadillas?
Lanfear lo miraba con cautela.
—No utilizo los servicios de los Sin Alma. Te dije que existen… diferencias entre los Elegidos. Por lo visto me equivoqué en un día en mis cálculos, pero todavía hay tiempo para que vengas conmigo. A aprender. A vivir. Esa espada… —resopló casi con sorna—. No sabes ni la décima parte de lo que puedes hacer. Ven conmigo, y aprende. ¿O es que tienes intención de intentar matarme ahora? Te liberé para que te defendieras.
El timbre de su voz, su actitud, ponían de manifiesto que esperaba un ataque o, al menos, que estaba preparada para responder a él, pero no fue eso lo que detuvo a Rand, como tampoco el que ella hubiera roto las ataduras. Era uno de los Renegados; había servido al mal durante tanto tiempo que a su lado una hermana Negra parecía un recién nacido. No obstante, era una mujer. Rand se llamó a sí mismo estúpido de doce maneras diferentes, pero era incapaz de hacerlo. Tal vez si ella intentara matarlo, aunque sólo tal vez. Pero Lanfear se limitaba a estar allí plantada, observando, esperando. Sin duda lista para hacer cosas con el Poder que él ni siquiera sabía que fueran posibles, en caso de que intentara sorprenderla. Rand había conseguido aislar a Elayne y a Egwene, pero aquello había sido una de esas cosas que realizaba sin pensar, como si fuera algo que tuviera olvidado en algún rincón de su mente. Y sólo recordaba lo que había hecho, no cómo. Por lo menos estaba conectado con el saidin; Lanfear no volvería a sorprenderlo de ese modo. La náusea en el estómago por la contaminación no importaba; el saidin era vida, tal vez en más de un sentido.
Una repentina idea afloró a su mente, abrasadora como una fuente termal. Los Aiel. Hasta para un Hombre Gris habría sido de todo punto imposible escabullirse a través de unas puertas guardadas por media docena de Aiel.
—¿Qué les hiciste? —demandó con voz rechinante mientras retrocedía hacia la puerta sin quitar ojo a la mujer. Si utilizaba el Poder a lo mejor captaba algo que lo pusiera sobre aviso—. ¿Qué les hiciste a los Aiel que estaban de guardia?
—Nada —replicó fríamente—. No salgas ahí fuera. Esto podría ser una prueba para ver hasta qué punto eres vulnerable, pero hasta una prueba te mataría si actúas como un necio.
Rand abrió de golpe la hoja izquierda de la puerta y se encontró con una escena dantesca.