21 En el Corazón de la Ciudadela

La nobleza teariana abarrotaba la gran cámara abovedada con sus enormes columnas de piedra roja elevándose en las sombras, por encima de las lámparas doradas colgadas de cadenas. Los Grandes Señores y sus damas formaban un apretado anillo debajo de la bóveda central, con los nobles de menor grado alineados detrás en hileras e hileras que rebasaban el bosque de columnas, todos ellos ataviados con sus mejores terciopelos, sedas y encajes, amplias mangas, gorgueras y sombreros picudos, todos murmurando con inquietud de manera que el alto techo repetía el eco de un sonido que recordaba el de una bandada de nerviosos gansos. Sólo los Grandes Señores habían sido convocados aquí con anterioridad, al Corazón de la Ciudadela, y sólo lo habían hecho cuatro veces al año, conforme exigían por igual la ley y la costumbre. Ahora acudían todos, salvo los que estaban ausentes en alguna otra parte del país, a requerimiento de su nuevo señor, quien ahora hacía la ley y rompía la costumbre.

La apiñada multitud abrió paso a Moraine tan pronto como vio quién era, de modo que ella y Egwene avanzaron por el hueco abierto. La ausencia de Lan irritaba a la Aes Sedai. No era propio de él desaparecer cuando podría necesitarlo; su costumbre era velar por su seguridad como si ella fuera incapaz de defenderse sola, sin la ayuda de un Guardián. De no tener la facultad de percibir el vínculo que los unía, lo cual le permitía saber que no podía estar muy lejos de la Ciudadela, se habría preocupado.

Lan sostenía un combate tan reñido con los lazos que lo estaban atando a Nynaeve como el que sostenía siempre contra los trollocs en la Llaga; pero, por mucho que él se resistiera, esa joven lo había atado tan firmemente como en su momento lo hizo ella misma, aunque de otra manera. Empero, le iba a resultar tan imposible romper este vínculo como partir acero con las manos desnudas. No es que estuviera celosa, exactamente, pero Lan había sido su brazo armado, su escudo y su compañero durante tantos años que no estaba dispuesta a renunciar a él sin poner obstáculos. «En este asunto, he hecho lo que tenía que hacer. Ella lo tendrá si muero, pero no antes. ¿Dónde se ha metido ese hombre? ¿Qué estará haciendo?»

Una mujer con cara de caballo que llevaba un vestido rojo y gorguera de encaje, una Señora de la Tierra llamada Leitha, retiró sus faldas con demasiada insistencia, y Moraine la miró. Simplemente la miró, sin aminorar el paso, pero la mujer se estremeció y agachó los ojos. Moraine se felicitó para sus adentros. Aceptaba que esta gente odiara a las Aes Sedai, pero no aguantaría la descarada grosería encima de los desaires velados. Además, los otros se retiraron otro paso al ver que Leitha agachaba las orejas.

—¿Estás segura de que no hizo alguna alusión a lo que piensa anunciar? —preguntó en voz queda. En medio del runrún reinante nadie que estuviera a tres pasos escucharía sus palabras, y los tearianos se encontraban ahora a esa distancia. No le gustaba que oyeran lo que hablaba.

—Ninguna —respondió Egwene en voz igualmente comedida. Por su tono parecía tan irritada como se sentía la propia Moraine.

—Han corridos rumores.

—¿Qué clase de rumores?

La muchacha no era tan experta controlando el gesto y la voz; saltaba a la vista que no había oído los comentarios de lo que ocurría en Dos Ríos. Por el contrario, apostar a que tampoco Rand lo sabía haría de su caballo un perdedor.

—Deberías procurar que se sincerara contigo. Necesita que alguien lo escuche, y le haría bien hablar de sus problemas con alguien en quien confía.

Egwene le lanzó una mirada de soslayo. Había aprendido mucho para que esos sencillos manejos funcionaran ya con ella. Aun así, Moraine había dicho algo indiscutible: que Rand necesitaba a alguien que lo escuchara y con ello aliviar el peso de su carga; podría funcionar.

—No es de los que hacen confidencias, Moraine. Oculta sus ansiedades y preocupaciones, y confía en ser capaz de solucionarlas antes de que alguien lo note. —Una expresión de cólera asomó fugazmente a su rostro—. ¡Es más obstinado que una mula!

La Aes Sedai sintió una momentánea compasión. Era comprensible que la muchacha no aceptara el hecho de que Rand paseara con Elayne del brazo, besándose en los rincones cuando creían que nadie los veía. Y Egwene todavía no sabía ni la mitad. El sentimiento de conmiseración apenas duró. Había demasiado en juego para que la chica perdiera el tiempo pendiente de algo que nunca podría ser, de todos modos.

A esas horas Elayne y Nynaeve debían de estar a bordo del bergantín, fuera de escena. Tal vez ese viaje pudiera confirmarle sus sospechas respecto a las Detectoras de Vientos, pero eso carecía de verdadera importancia. En el peor de los casos, las dos llevaban oro suficiente para comprar un barco y contratar una tripulación —cosa tal vez necesaria dados los rumores sobre Tanchico— y aún les sobraría para los sobornos, tan frecuentemente necesarios con los oficiales taraboneses. El cuarto de Thom Merrilin estaba vacío, y sus informadores le habían dicho que iba rezongando algo sobre Tanchico cuando salía de la Ciudadela; él se encargaría de que consiguieran una buena tripulación y que encontraran a los oficiales adecuados. El supuesto plan de rescate de Mazrim Taim era el que tenía más visos de realidad de los dos, pero sus mensajes a la Amyrlin se encargarían de ello. Las dos jóvenes se ocuparían de la casi improbable eventualidad de un misterioso peligro oculto en Tanchico, y así se las había quitado de encima y las había alejado de Rand. Lo único que lamentaba era que Egwene se hubiera negado a acompañarlas. La mejor solución habría sido que las tres hubieran regresado a Tar Valon, pero tendría que conformarse con Tanchico.

—Y, hablando de obstinación, ¿sigues empeñada en seguir adelante con ese plan de viajar al Yermo?

—Sí —respondió firmemente la joven. Le hacía falta volver a la Torre, entrenar su fuerza. «¿Qué pensará de esto Siuan? Probablemente me soltará uno de sus refranes sobre barcos y peces cuando le pregunte».

Por lo menos también se libraría de Egwene, y la chica Aiel cuidaría de ella. Tal vez las Sabias le enseñarían algo sobre el Sueño. La carta recibida había sido sorprendente, a pesar de que no podía hacer caso de la mayoría de lo que se decía en ella. El viaje de Egwene al Yermo tal vez resultara provechoso a largo plazo.

La última fila de tearianos se abrió, dejando un pequeño hueco, y Egwene y ella se encontraron ante el espacio vacío, debajo del centro de la inmensa bóveda. La inquietud de los nobles era aún más evidente allí; muchos tenían la vista clavada en los pies, como niños enfurruñados, y otros miraban al vacío sin ver nada. Era allí donde había estado guardada Callandor hasta que Rand la había cogido. Allí debajo de esa cúpula, sin que mano alguna la tocara durante más de tres mil años; sin que la tocara nadie hasta la llegada del Dragón Renacido. A los tearianos no les gustaba admitir la existencia del Corazón de la Ciudadela.

—Pobre mujer —musitó Egwene.

Moraine siguió la mirada de la joven. La Gran Señora Alteima, vestida y cubierta con el brillante blanco que llevaban las viudas aunque su esposo todavía respiraba, era quizá la que guardaba mejor la compostura de todos los nobles presentes. Era una mujer esbelta y poseedora de un gran encanto que incrementaba la leve sonrisa entristecida; tenía grandes ojos castaños, y el negro cabello le llegaba a mitad de la espalda; sus senos eran grandes, tal vez demasiado. Era alta, aunque Moraine admitió que tendía a juzgar ese detalle en relación con su propia talla; los cairhieninos no eran altos, y a ella se la consideraba baja incluso entre ellos.

—Sí, pobre mujer —dijo, pero sin el menor atisbo de simpatía. Era agradable comprobar que Egwene aún no era lo bastante sofisticada para percibir siempre lo que se ocultaba bajo la superficie. Con todo, la chica ya era menos maleable de lo que tendría que haber sido durante varios años más. Habría que darse prisa en moldearla, antes de que se endureciera del todo.

Thom se había equivocado con Alteima. O quizá no quiso verlo; parecía tener una extraña renuencia a actuar contra mujeres. La Gran Señora Alteima era mucho más peligrosa que su marido o que su amante, a quienes había manipulado sin que ninguno de los dos se diera cuenta. Tal vez mucho más peligrosa que cualquier otro en Tear, hombre o mujer. No tardaría en encontrar a otros a los que manipular. El estilo de Alteima era permanecer en la sombra y desde allí mover los hilos. Habría que hacer algo respecto a esta mujer.

Moraine recorrió con la mirada las filas de Grandes Señores y Señoras hasta que encontró a Estanda, ataviada con sedas amarillas y una enorme gorguera de encaje color marfil, a juego con el diminuto tocado. Una cierta severidad estropeaba la belleza de su rostro, y las esporádicas ojeadas que asestaba a Alteima eran durísimas. Entre las dos había algo más que una mera rivalidad; de haber sido hombres, haría años que una de ellas habría derramado la sangre de la otra en un duelo. Si ese antagonismo pudiera agudizarse, entonces Alteima estaría demasiado ocupada para crearle problemas a Rand.

Por un instante lamentó haber enviado lejos a Thom, ya que no le gustaba perder el tiempo en esos asuntos mezquinos. Pero el hombre ejercía demasiada influencia en Rand; el chico tenía que depender sólo de su consejo. Del suyo, y de nadie más. La Luz sabía que era un muchacho difícil sin las injerencias de otros. Thom había influido en él para que se pusiera a gobernar Tear cuando lo que necesitaba era lanzarse a empresas mayores. Pero ese asunto estaba resuelto de momento. El problema de meter en cintura a Thom podía esperar. Rand era el dilema inmediato. ¿Qué querría anunciar?

—¿Dónde está? Al parecer ha aprendido la habilidad principal de los reyes: hacer esperar a la gente.

No se dio cuenta de que había hablado en voz alta hasta que Egwene le lanzó una mirada sobresaltada. Controló la irritación, borrándola inmediatamente de su rostro. Rand acabaría apareciendo, y entonces se enteraría de lo que pensaba hacer. Junto con todos los demás. Faltó poco para que rechinara los dientes. Ese necio y ciego muchacho, corriendo precipitadamente en la noche sin pensar en los precipicios, sin pensar que podía arrastrar al mundo en su caída. Ojalá pudiera impedirle al menos que regresara a todo correr a su pueblo para salvarlo. Rand quería hacerlo, pero no podía permitirse ese lujo en este momento. Tal vez no lo supiera; cabía en lo posible.

Mat estaba enfrente de ellas, despeinado y con las manos metidas, desgarbadamente, en los bolsillos de su chaqueta verde de cuello alto. La llevaba a medio abotonar, como de costumbre, y sus botas estaban sucias, en marcado contraste con la exquisita elegancia que lo rodeaba. Rebulló con nerviosismo al reparar en que lo estaba mirando, y a continuación le dedicó una de sus groseras y desafiantes sonrisas. Por lo menos estaba allí, donde podía vigilarlo. Mat Cauthon era un joven agotador para quien quisiera tenerlo controlado, y esquivaba a sus espías con una facilidad pasmosa; nunca daba señal de que supiera que estaban tras él, pero sus informadores le habían contado que parecía desvanecerse de repente cada vez que se acercaban demasiado.

—Creo que ha dormido vestido —comentó Egwene con desaprobación—. A propósito. Me pregunto dónde estará Perrin. —Se puso de puntillas para buscar por encima de las cabezas de los reunidos—. No lo veo.

Con el ceño fruncido, Moraine escudriñó la muchedumbre, pero no veía mucho más allá de la primera fila. Quizá Lan estaba de vuelta entre las columnas; sin embargo, no pensaba estirar el cuello ni ponerse a dar saltos sobre las puntas de los pies como una chiquilla nerviosa. Cuando le echara la vista encima, Lan iba a escuchar unas cuantas cosas que no olvidaría fácilmente. Con Nynaeve tirando del Guardián por un lado, y los ta’veren —Rand, al menos— tirando por otro, a veces se preguntaba hasta qué punto seguía siendo firme su vínculo. Por lo menos con Rand servía de algo; le daba a ella otro lazo con el que atar al joven.

—A lo mejor está con Faile —dijo Egwene—. Él nunca huiría, Moraine. Perrin tiene un gran sentido del deber.

Casi como el de un Guardián, en opinión de Moraine, motivo por el que no lo mantenía tan estrechamente vigilado como a Mat.

—Faile ha estado intentando convencerlo para que se marche, muchacha. —Sí, lo más probable es que estuviera con ella; casi siempre lo estaba—. No pongas esa cara de sorpresa. A menudo hablan, y discuten, donde los puede oír alguien.

—No me sorprende que vos lo sepáis —replicó secamente Egwene—, sólo que Perrin nunca se dejaría convencer por Faile ni por nadie de que diera la espalda a su deber.

—Tal vez ella no lo sabe con la certeza que él. —Tampoco Moraine lo habría creído al principio si no lo hubiera visto. Tres ta’veren, todos de la misma edad, del mismo pueblo; tenía que haber estado ciega para no darse cuenta que había una conexión entre ellos. Todo se había vuelto mucho más complicado con ese conocimiento; como querer hacer juegos malabares con las bolas de colores de Thom utilizando sólo una mano y llevando los ojos vendados. Había visto a Thom hacerlo, pero ella no quería intentarlo. No había nada que indicara cómo o en qué estaban conectados o lo que se suponía que tenían que hacer; las Profecías no mencionaban compañeros en ningún momento.

—Me cae bien —dijo Egwene—. Faile es ideal para él, justo lo que necesita. Y ella lo quiere mucho.

—Supongo que sí. —Si Faile se convertía en una molestia, tendría que mantener una conversación con ella respecto a los secretos que no le había contado a Perrin. O encargar a uno de sus espías que lo hiciera en su lugar. Eso la pondría en su sitio.

—Lo decís como si no lo creyerais. Se aman, Moraine, ¿Es que no os dais cuenta? ¿Es que sois incapaz de reconocer un sentimiento humano cuando lo veis?

La Aes Sedai le asestó una dura mirada que la puso más recta que una vela, como era debido. La chica apenas sabía nada y creía que sabía mucho. Iba a decírselo así con tono desdeñoso cuando entre los tearianos se alzaron exclamaciones ahogadas de sobresalto e incluso de miedo.

La multitud se apartó precipitadamente, más que ansiosa, de manera que los de la primera fila obligaron sin miramientos a que los que estaban detrás retrocedieran más. Se abrió así un amplio paso al hueco central vacío, bajo la cúpula. Rand caminó por aquel corredor, la mirada fija al frente, majestuoso en su atuendo rojo con bordados dorados en las mangas de la chaqueta, y Callandor sujeta sobre su brazo izquierdo, como un cetro. No era sólo su presencia la que hizo que los tearianos se apartaran, sin embargo. Tras él venía alrededor de un centenar de Aiel, con lanzas y arcos aprestados; llevaban las cabezas cubiertas con los shoufa, y los negros velos ocultaban sus rostros a excepción de los ojos. Moraine creyó reconocer a Rhuarc en primera línea, justo detrás de Rand, pero sólo por la forma de moverse. Todos ellos formaban una masa anónima, preparada para matar. Fuera lo que fuera lo que Rand pensaba anunciar, era obvio que tenía intención de sofocar cualquier brote de resistencia antes de que tuviera la menor ocasión de consolidarse.

Los Aiel se pararon, pero Rand continuó hasta llegar al punto central, bajo la cúpula, y después recorrió con la mirada a la asamblea. Pareció sorprendido, e incluso disgustado, al ver a Egwene, pero lanzó a Moraine una exasperante sonrisa, y a Mat otra que, al ser respondida por su amigo, hizo que parecieran de nuevo los dos muchachos de antaño. Los tearianos estaban desencajados, sin saber si mirar a Rand y a Callandor o a los velados Aiel; tanto los unos como los otros eran como tener a la muerte en medio de ellos.

—El Gran Señor Sunamon —empezó de repente Rand en voz alta, provocando en el gordo individuo tal sobresalto que dio un brinco— me ha garantizado un tratado con Mayene que siga estrictamente las pautas marcadas de antemano por mí. Lo ha garantizado con su vida. —Se echó a reír como si hubiera hecho un chiste, y la mayoría de los nobles se sumó a su alborozo. Sunamon no, por supuesto, ya que se sentía claramente indispuesto—. Si fracasa —anunció Rand—, ha aceptado que se lo cuelgue, y se lo obligará a cumplir ese compromiso.

Las risas cesaron de golpe. El semblante de Sunamon había adquirido un enfermizo tinte verdoso. Egwene lanzó una mirada preocupada a Moraine; los dedos de la joven aferraban, crispados, la falda. La Aes Sedai aguardaba con aparente calma; Rand no había convocado a toda la nobleza de un radio de quince kilómetros para anunciar un tratado o para amenazar a un necio gordinflón. Hizo que sus propias manos soltaran los pliegues del vestido. Rand giró sobre sí mismo, en círculo, sopesando las expresiones de los rostros que veía.

—Mediante este tratado —continuó—, muy pronto dispondremos de barcos para transportar el grano teariano hacia el oeste y encontrar nuevos mercados. —Aquello levantó murmullos aprobadores que enseguida fueron acallados—. Pero hay más. Los ejércitos de Tear van a marchar.

Estalló un gran clamor, y el tumulto de los vítores retumbó en el techo. Los hombres brincaron entusiasmados, incluso los Grandes Señores, sacudieron los puños en alto y lanzaron al aire los picudos sombreros de terciopelo. Las mujeres, sonriendo tan entusiasmadas como los hombres, besaban las mejillas de quienes marcharían a la guerra, y olisqueaban delicadamente los diminutos frasquitos de porcelana con sales aromáticas que no podían faltarle a ninguna noble teariana que se preciara de tal, fingiendo estar indispuestas por la noticia.

—¡Illian caerá! —gritó alguien.

—¡Illian caerá! —corearon cientos de voces haciéndose eco. El grito se repitió una y otra vez, convirtiéndose en un retumbo atronador—: ¡Illian caerá! ¡Illian caerá! ¡Illian caerá!

Moraine reparó en que Egwene movía los labios, y, aunque el tumulto ahogaba el sonido de sus palabras, la Aes Sedai pudo descifrarlas:

—No, Rand. Por favor, no. No lo hagas, por favor.

Al otro lado del círculo, Mat observaba con el entrecejo fruncido desaprobadoramente. Los dos jóvenes y Moraine eran los únicos que no se habían unido a la celebración, aparte de los siempre alertas Aiel y del propio Rand. La sonrisa de éste era un gesto despectivo que no se reflejaba en sus ojos. El sudor brillaba en su rostro. Moraine sostuvo la sarcástica mirada del joven y esperó. Había algo más y sospechaba que no iba a ser de su agrado.

Rand levantó la mano izquierda. El clamor se apagó poco a poco; aquellos que estaban delante chistaron ansiosamente a los que había detrás. Rand aguardó a que reinara un absoluto silencio.

—Los ejércitos partirán hacia el norte y entrarán en Cairhien. El Gran Señor Meilan estará al mando, y a sus órdenes tendrá a los Grandes Señores Gueyam, Aracome, Hearne, Maraconn y Simaan. Los ejércitos serán generosamente financiados por el Gran Señor Torean, el más acaudalado de todos, y acompañará la marcha de las tropas para vigilar que se dé un buen empleo a su dinero.

Un profundo silencio acogió su anuncio. Nadie se movía, aunque Torean parecía tener dificultades para mantenerse de pie.

Moraine no pudo menos de felicitar para sus adentros a Rand por la elección hecha. Enviando lejos de Tear a esos siete cortaba de raíz las conspiraciones más peligrosas contra él, y ninguno de estos hombres se fiaban entre sí lo suficiente para intrigar juntos. Thom Merrilin lo había aconsejado bien; obviamente, sus espías habían pasado por alto algunas de las notas que el juglar había metido en los bolsillos de Rand. Pero lo demás… Era una locura. Esto no podía ser el resultado de una respuesta recibida al otro lado del ter’angreal. Imposible, de todo punto.

Saltaba a la vista que Meilan coincidía con su opinión, aunque por distintas razones. Se adelantó vacilante; era un hombre duro, difícil, pero estaba tan asustado que los ojos desorbitados mostraban blanco todo alrededor.

—Mi señor Dragón… —Enmudeció, tragó saliva, y comenzó de nuevo con un timbre algo más firme—. Mi señor Dragón, intervenir en una guerra civil es meterse en terreno pantanoso. Hay una docena de facciones compitiendo por el Trono del Sol, y otras tantas alianzas circunstanciales que se incumplen a diario. Además, los bandidos infestan Cairhien como las pulgas a un jabalí. El campesinado, esos palurdos toscos y hambrientos, han dejado arrasado todo el país. Sé por fuentes fidedignas que están comiendo hojas y también corteza de árboles. Mi señor Dragón, la metáfora de «terreno pantanoso» dista mucho de describir aquello que…

—¿No queréis extender el dominio de Tear hasta la misma Daga del Verdugo de la Humanidad, Meilan? —lo interrumpió Rand—. Eso está bien. Sé a quién quiero sentar en el Trono del Sol. No vais como conquistador, Meilan, sino como pacificador, para restaurar el orden. Y para alimentar al hambriento. Hay más grano en los depósitos actualmente de lo que Tear podría vender, y los labradores recogerán otra cosecha igualmente abundante este año, a menos que desobedezcáis mis órdenes. Las carretas lo transportarán hacia el norte, siguiendo a los ejércitos, y ese «campesinado»… esos «palurdos» ya no tendrán que seguir comiendo cortezas de árboles, milord Meilan. —El alto Gran Señor volvió a abrir la boca, y Rand inclinó a Callandor de manera que la cristalina punta rozó el suelo ante él—. ¿Alguna pregunta, Meilan?

El Gran Señor sacudió la cabeza al tiempo que retrocedía hacia la multitud, como si intentara esconderse.

—Sabía que no iniciaría una guerra —manifestó fieramente Egwene—. Lo sabía.

—¿Acaso crees que habrá menos muertes con esto? —murmuró la Aes Sedai. ¿Qué se traía entre manos el chico? Por lo menos no salía corriendo en ayuda de su pueblo mientras los Renegados hacían su voluntad en el resto del mundo—. Los cadáveres se apilarán igualmente, muchacha. No verás ninguna diferencia entre esto y una guerra.

Atacar Illian, y a Sammael, le habría proporcionado algo de tiempo aunque se hubiera llegado a un punto muerto. Un tiempo que necesitaba para aprender a manejar su poder y tal vez para derribar a uno de sus más feroces enemigos y para intimidar al resto. ¿Qué ganaba con esto? Paz para la tierra natal de la Aes Sedai; erradicar la hambruna de Cairhien. En otro momento lo habría aplaudido por ello. Esta decisión humanitaria era loable, pero totalmente absurda en las circunstancias presentes. Un derramamiento de sangre inútil, en lugar de hacer frente a un enemigo que lo destruiría si veía abierto el menor resquicio. ¿Por qué? Lanfear. ¿Qué le había dicho la Renegada? ¿Qué le había hecho? Las posibilidades atenazaban con un frío mortal el corazón de Moraine. La vigilancia sobre Rand habría de ser ahora más estricta que nunca. No le permitiría que se volviera hacia la Sombra.

—Ah, sí —dijo Rand, como si acabara de recordar algo—. Los soldados no saben gran cosa sobre alimentar a la gente hambrienta, ¿verdad? Para hacer eso, estoy convencido de que es necesario el corazón tierno y compasivo de una mujer. Mi señora Alteima, lamento tener que molestaros en unos momentos tan angustiosos para vos, pero ¿querréis encargaros de supervisar la distribución de los víveres? Tendréis que alimentar a toda una nación.

«Y acumular mucho poder», pensó Moraine. Era el primer error que cometía. Aparte de dar prioridad a Cairhien en lugar de a Illian, por supuesto. Alteima regresaría a Tear en igualdad con Meilan o Gueyam, lista para iniciar nuevas conspiraciones. Haría asesinar a Rand antes, si el chico no se andaba con cuidado. Cabía la posibilidad de que se arreglara un accidente desde Cairhien.

Alteima hizo una elegante reverencia, extendiendo todo el vuelo de las blancas faldas, con tan sólo un leve atisbo de sorpresa.

—Como ordene mi señor Dragón. Será un gran placer serviros.

—Estaba seguro de ello —repuso, irónico, Rand—. Imagino que el gran amor que profesáis a vuestro esposo os aconseja no llevarlo a Cairhien con vos. Serían unas condiciones muy duras para un hombre enfermo, así que me he tomado la libertad de trasladarlo a los aposentos de la Gran Señora Estanda. Ella lo cuidará en vuestra ausencia y os lo mandará para que se reúna con vos cuando se haya recuperado.

Estanda esbozó una mueca, una tirante sonrisa de triunfo. Alteima puso los ojos en blanco y se desplomó como un fardo en el suelo. Moraine sacudió levemente la cabeza. En verdad el chico se había endurecido. Y se había vuelto más peligroso. Egwene hizo intención de dirigirse hacia la desvanecida mujer, pero la Aes Sedai la sujetó por el brazo.

—Es un simple desmayo a causa de la emoción. Reconozco los síntomas, ¿comprendes? Además, ya la están atendiendo otras señoras.

Varias damas se arremolinaban alrededor de la mujer y le daban palmaditas en las muñecas mientras otra le ponía las sales aromáticas bajo la nariz. Alteima tosió y abrió los ojos; pareció a punto de volver a desmayarse cuando vio a Estanda de pie junto a ella.

—Rand ha hecho un movimiento muy astuto —comentó Egwene con un timbre impasible—. Y muy cruel. Hace bien en estar avergonzado.

Era cierto que el joven parecía sentirse incómodo, con la vista clavada en las baldosas que había bajo sus pies. Quizá no era tan duro como pretendía.

—Pero no inmerecido, no obstante —observó Moraine. La muchacha prometía; era despierta, y enseguida cogía lo que no entendía. Sin embargo, todavía tenía que aprender a controlar sus emociones, a ver lo que era preciso hacer igual que veía lo que quería que se hiciera—. Esperemos que por hoy haya terminado de ser listo.

Muy pocos de los presentes en la gran cámara comprendían lo que había pasado, aparte de que el desmayo de Alteima había incomodado al lord Dragón. Unas pocas voces en las últimas filas lanzaron el grito de «¡Cairhien caerá!» pero nadie lo coreó.

—¡Con vuestro liderato, mi señor Dragón, conquistaremos el mundo! —clamó un joven de rasgos toscos que sujetaba a Torean. Era Estean, el hijo mayor del Gran Señor. El parecido entre ambos era obvio; el padre seguía mascullando entre dientes, aturdido.

Rand, que levantó bruscamente la cabeza, pareció sobresaltado. O tal vez furioso.

—No estaré con vosotros. Voy… Estaré ausente un tiempo.

Ni que decir tiene que tal declaración suscitó otra vez un absoluto silencio. Todos los ojos estaban pendientes de Rand, pero la atención del joven estaba totalmente centrada en Callandor. La multitud se encogió cuando Rand al’Thor levantó la hoja cristalina ante su rostro. El sudor le resbalaba por la cara, más copioso que antes.

—La Ciudadela guardaba a Callandor antes de mi llegada. Y tendrá que volver a guardarla hasta mi regreso.

De manera repentina, la espada transparente resplandeció con cegadora intensidad en sus manos. Levantándola verticalmente hasta donde le alcanzaban los brazos, la impulsó hacia abajo, y la hincó en el suelo. Unos rayos de energía azulada saltaron hacia la cúpula. La piedra retumbó atronadoramente, y entonces la Ciudadela se sacudió con violencia y lanzó al suelo a la gente, que gritaba enloquecida de terror.

Moraine apartó a Egwene de un empellón cuando los temblores resonaban todavía en la cámara y se puso de pie con esfuerzo. ¿Qué había hecho? ¿Y por qué? ¿Cómo que se iba? Esto era una pesadilla, la más horrible que podría tener.

Los Aiel ya se habían incorporado; todos los demás yacían aturdidos o hechos un ovillo en el suelo. Excepto Rand. El joven había clavado una rodilla en el suelo y sus manos todavía ceñían la empuñadura de Callandor, cuya hoja estaba hundida hasta la mitad en las baldosas. De nuevo volvía a ser de cristal. El sudor brillaba en el rostro de Rand, que separó lentamente las manos, dedo a dedo, rodeando todavía la empuñadura, pero sin tocarla. Por un instante Moraine pensó que iba a agarrarla otra vez, pero en lugar de ello el joven se obligó a ponerse de pie, con denuedo. La Aes Sedai estaba segura de que había tenido que hacer un gran esfuerzo de voluntad para vencer el deseo de tomar de nuevo la espada.

—Miradla mientras yo esté ausente. —Su voz sonaba más ligera, más como era cuando lo había encontrado en el pueblo, pero no menos segura o firme que hacía unos instantes—. Miradla y recordadme. Recordad que volveré por ella. Si alguien desea ocupar mi lugar, sólo tiene que sacarla. —Agitó el dedo hacia la muchedumbre, sonriendo casi con malicia—. Pero no olvidéis el precio del fracaso.

Giró sobre sus talones y salió de la cámara, seguido por los Aiel. Con la mirada prendida en la espada clavada en el suelo del Corazón de la Ciudadela, los tearianos se pusieron en pie lentamente. La mayoría parecía a punto de salir corriendo, pero estaban demasiado asustados para hacerlo.

—¡Ese hombre! —rezongó Egwene mientras se sacudía el polvo prendido en su vestido—. ¿Es que se ha vuelto loco? —De pronto se llevó la mano a la boca—. Oh, Moraine, no es eso, ¿verdad? No está loco. Aún no.

—Quiera la Luz que no —murmuró la Aes Sedai, que tampoco era capaz de apartar la vista de la espada. Así la Luz se llevara al muchacho. ¿Por qué no había seguido siendo el dócil jovencito que había encontrado en Campo de Emond? Se obligó a ir en pos de él—. Pero pienso descubrirlo.

Casi a la carrera, las dos los alcanzaron enseguida en un amplio corredor engalanado con tapices. Los Aiel, que llevaban el velo suelto ahora pero de manera que podían levantarlo fácilmente si era preciso, se apartaron para abrirles camino sin aminorar el paso. Las observaron a ella y a Egwene sin alterar la habitual expresión impasible, pero con un asomo de cautela en los ojos, siempre presente cuando había cerca una Aes Sedai.

Moraine no entendía que su presencia los inquietara y sin embargo fueran capaces de seguir tranquilamente a Rand. No resultaba fácil profundizar en su conocimiento porque lo único que se sabía de ellos eran cosas superficiales, fragmentadas, sin importancia. No ponían ningún reparo en responder a las preguntas que se les hacía; sobre cualquier tema que carecía de todo interés para ella. Ni sus informadores ni tampoco sus espías habían conseguido escuchar a escondidas nada interesante, y ya habían renunciado por completo a ello. Sobre todo después de que una mujer apareciera atada y amordazada, colgada por los tobillos de las almenas y contemplando con ojos desorbitados la caída de ciento veinte metros que se abría bajo ella, y de que un hombre desapareciera, simplemente. El hombre en cuestión se había esfumado, pero la mujer, que rehusaba subir un escalón más arriba de la planta baja, había sido un recordatorio constante hasta que Moraine la mandó al campo.

Rand tampoco aminoró el paso cuando las dos se pusieron a su altura, una a cada lado. Del mismo modo, su mirada era cautelosa, pero de otro modo, y con un asomo de exasperada rabia.

—Creí que te habías marchado —le dijo a Egwene—. Pensaba que ibas con Elayne y Nynaeve. Y es lo que deberías haber hecho. Hasta Tanchico es menos… ¿Por qué te has quedado?

—No será por mucho tiempo. Me marcho al Yermo con Aviendha, a Rhuidean, para estudiar con las Sabias.

El joven tuvo una ligera vacilación que le hizo perder el paso cuando la muchacha mencionó el Yermo; le dirigió una mirada de incertidumbre y luego recuperó el ritmo. Ahora parecía mantener la compostura; tanto como un puchero de agua hirviendo y con la tapa bien ajustada.

—¿Te acuerdas cuando nadábamos en el Bosque de las Aguas? —musitó—. Solía quedarme flotando boca arriba en una charca, pensando que el trabajo más duro que me esperaba era arar un campo, quitando el esquilado de ovejas. Esquilar desde el alba hasta la noche, sin apenas un descanso para comer hasta que se daba la última tijerada.

—Hilar —dijo Egwene—. Lo odiaba más que fregar los suelos. Retorcer los hilos dejaba doloridos los dedos.

—¿Por qué lo hiciste? —demandó Moraine antes de que siguieran evocando recuerdos de la infancia.

Rand le lanzó una mirada de soslayo y una sonrisa lo bastante burlona para que pareciera de Mat.

—¿Habría sido mejor que la ahorcara por intentar matar a un hombre que planeaba asesinarme? ¿Habría sido más justo eso que lo que hice? —La mueca se borró de su cara—. ¿Hay justicia en algo de lo que hago? Sunamon morirá si fracasa. Porque así lo he dicho yo. Se lo merecería por el modo en que se ha enriquecido sin importarle en absoluto si su propio pueblo se muere de hambre. Pero no irá a la horca por eso, sino porque yo dije que iría. Porque lo dije.

Egwene le puso una mano en el brazo, pero Moraine no estaba dispuesta a que se saliera por la tangente.

—Sabes que no me refería a eso.

Él asintió; en esta ocasión su sonrisa tenía la escalofriante cualidad de un rictus.

Callandor. Con ella en mis manos soy capaz de cualquier cosa. De cualquier cosa. Sé que puedo hacer lo que sea. Pero ahora es una carga en mis hombros. No lo entendéis, ¿verdad? —No, no lo entendía, pero le escocía que él se diera cuenta. Guardó silencio y Rand continuó—. Quizá os ayude saber qué se dice en las Profecías:

En el corazón hinca su espada,

en el corazón, para retener sus corazones.

Quien la extraiga continuará después.

¿Qué mano puede aferrar esa temible arma?

»¿Lo veis? En conformidad con las Profecías.

—Te olvidas de algo —replicó, cortante—. Asiste Callandor cumpliendo lo profetizado. Las salvaguardas que la mantuvieron esperándote durante tres mil años o más han desaparecido. Ya no es La Espada que no Puede Tocarse. Yo misma podría soltarla encauzando. Y, lo que todavía es peor, cualquiera de los Renegados podría. ¿Y si regresa Lanfear? Como yo, tampoco está capacitada para utilizarla, pero sí podría llevársela. —Rand no reaccionó al oír aquel nombre. ¿Porque no la temía, en cuyo caso era un necio, o por otra razón?—. Si Sammael o Rahvin o cualquiera de los Renegados varones le pone la mano encima, será capaz de blandirla tan bien como tú. Imagina lo que supondría enfrentarte al poder al que has renunciado tan a la ligera. Imagina ese poder en manos de la Sombra.

—Casi espero que lo intenten. —Un brillo amenazador chispeó en sus ojos; parecían grises nubarrones de tormenta—. Le aguarda una sorpresa a cualquiera que trate de sacar de la Ciudadela a Callandor encauzando, Moraine. No penséis llevárosla a la Torre para su salvaguarda; no pude hacer la trampa selectiva. Sólo necesita el Poder para saltar y volver a colocarse, lista para funcionar otra vez. No renuncio a Callandor para siempre, sino sólo hasta que… —Inhaló hondo—. Callandor permanecerá aquí hasta que regrese por ella. El que permanezca aquí, recordándoles quién y qué soy, me garantiza que puedo volver sin contar con el respaldo de un ejército. Una especie de refugio, con gente como Alteima y Sunamon para darme la bienvenida. Eso en caso de que Alteima sobreviva a la justicia impartida entre su esposo y Estanda, y Sunamon a la mía. Luz, qué despreciable enredo.

¿No pudo hacerla selectiva o no quiso? Moraine no tenía intención de subestimar lo que era capaz de llevar a cabo Rand. Pero Callandor debería estar en la Torre si no la blandía como era su obligación; en la Torre, hasta que la empuñara de nuevo. ¿«Sólo hasta» qué? ¿Había querido decir hasta que volviera o era otra cosa?

—¿Y adónde vas? ¿O piensas mantenerlo en secreto? —Estaba jurando para sus adentros que no volvería a dejarlo escapar, que de algún modo se lo impediría si su intención era correr en ayuda de Dos Ríos, cuando la sorprendió con su respuesta.

—No es ningún misterio, Moraine. Es decir, ni para vos ni para Egwene. —Miró a la joven y pronunció una palabra—: Rhuidean.

Con los ojos muy abiertos, la muchacha parecía tan estupefacta como si no hubiera oído ese nombre en su vida. A decir verdad, Moraine estaba igualmente pasmada. Se alzó un murmullo entre los Aiel, pero cuando la Aes Sedai miró hacia atrás todos ellos marcaban el paso completamente impasibles. Le habría gustado ordenarles que se retiraran, pero a ella no la obedecerían, y no estaba dispuesta a pedirle a Rand que lo hiciera. No la beneficiaba pedirle favores, sobre todo cuando cabía la posibilidad de que se negara.

—No eres un jefe de clan Aiel, Rand —manifestó firmemente—, y no tienes necesidad de serlo. Tu lucha está a este lado de la Pared del Dragón. A menos ¿Se debe esto a una respuesta en el ter’angreal? ¿Lo de Cairhien, y Callandor y Rhuidean? Ya te dije que esas respuestas podían ser enigmáticas, como jeroglíficos en clave. Quizás estés interpretándolas mal, y ello podría ser fatal. Y no sólo para ti.

—Debéis confiar en mí, Moraine. Como yo he confiado tan a menudo en vos. —Su rostro, tan impasible como los de los Aiel, era indescifrable.

—Confiaré en ti por ahora. Sólo te pido que no esperes a buscar mi guía cuando ya sea demasiado tarde. —«No te dejaré que te pases a la Sombra. He dedicado demasiado tiempo a esto para permitir algo así. Cueste lo que cueste»

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