Estando la noche tan próxima no tuvieron más remedio que acampar en la montaña, cerca de la puerta a los Atajos. En dos campamentos distintos, cosa en la que insistió Faile.
—Esto es el colmo —le dijo Loial en un retumbo disgustado—. Hemos salido de los Atajos y con ello queda cumplida mi promesa. Se acabó.
Faile adoptó aquella característica actitud de tozudez tan propia de ella, con la barbilla levantada y puesta en jarras.
—Déjalo estar, Loial —intervino Perrin—. Acamparé un poco más adelante, allí.
Loial miró de reojo a Faile, quien tan pronto como oyó que Perrin accedía a sus condiciones se había vuelto hacia las dos Aiel, y sacudió la enorme cabeza al tiempo que hacía intención de reunirse con Perrin y con Gaul. El joven le indicó que volviera atrás con una seña, confiando en que las mujeres no lo vieran.
Se retiró un corto trecho, menos de veinte pasos. La puerta a los Atajos estaría clausurada, pero quedaba el asunto de los cuervos y lo que quiera que presagiaran, así que quería encontrarse cerca por si lo necesitaban. Si Faile protestaba, allá ella. Estaba tan acostumbrado a sus protestas que le fastidiaba cuando no lo hacía.
Haciendo caso omiso de las punzadas en el costado y en la pierna, desensilló a Brioso y descargó los bultos del otro caballo, ató las patas de los dos animales y les ajustó al hocico el morral con unos puñados de cebada y un poco de avena. A esta altitud no crecía hierba para pacer. En cuanto a lo que sí podía haber… Por si acaso puso su arco con la aljaba cerca de la lumbre, a mano, y soltó el hacha de la correílla que la sujetaba al cinturón.
Gaul se reunió con él junto al fuego; cenaron pan, queso y tasajo, que comieron en silencio y pasándolo con agua. El sol se ocultó tras las montañas, perfilando los picos y pintando de rojo la parte inferior de las nubes. Las sombras cubrieron el valle, y el aire empezó a volverse cortante.
Perrin se sacudió las migas de las manos y sacó su gruesa capa de lana verde de las alforjas. Por lo visto se había habituado al calor más de lo que creía. Ni que decir tiene que las mujeres no estaban cenando en silencio alrededor de su lumbre de campamento; Perrin las oía reír, y algunos retazos de la conversación que alcanzó a escuchar consiguieron que le ardieran las orejas. Las mujeres hablaban de cualquier tema, sin cohibirse. Loial se había apartado de ellas cuanto le era posible sin salirse del círculo de luz e intentaba enfrascarse en un libro. Probablemente ni siquiera se daban cuenta de que estaban azorando al Ogier; sin duda pensaban que hablaban en voz lo bastante baja para que Loial no las pudiera oír.
Rezongando entre dientes, Perrin se sentó enfrente de Gaul, al otro lado de la lumbre. Al Aiel no parecía afectarlo el frío de la noche.
—¿Sabes alguna historia divertida? —le preguntó el joven.
—¿Historias divertidas? Así, de improviso, no se me ocurre ninguna. —Los ojos de Gaul se volvieron hacia el fuego del otro campamento y hacia las risas—. Lo haría si pudiera. Entender al sol, ¿recuerdas?
Perrin soltó una risotada y cuando habló lo hizo en un tono lo suficientemente alto para que llegara hasta el otro campamento.
—Oh, sí, lo recuerdo. ¡Mujeres!
La hilaridad alrededor del otro fuego cesó unos instantes para reanudarse de inmediato. Eso les enseñaría. También los demás podían mofarse y reírse. Perrin contempló melancólicamente las llamas. Le dolían las heridas.
—Este sitio se parece más a la Tierra de los Tres Pliegues que cualquier otra zona de las tierras húmedas —comentó Gaul al cabo de un momento—. No obstante, sigue habiendo demasiada agua y los árboles son demasiado grandes y demasiado numerosos, pero no resulta tan extraño como los lugares que llamáis bosques.
La tierra era pobre aquí, donde Manetheren había perecido en el fuego, y los escasos árboles, muy desperdigados, eran achaparrados, con gruesos troncos y formas raras moldeadas por el viento, sin que ninguno de ellos llegara a los ocho metros de altura. Para Perrin aquél era el lugar más desolado que había visto.
—Ojalá conociera algún día esa Tierra de los Tres Pliegues vuestra, Gaul.
—Tal vez lo hagas, después de que hayamos acabado aquí.
—Tal vez. —No había muchas probabilidades, desde luego. En realidad, ninguna. Podría decírselo al Aiel, pero ahora no deseaba hablar de ello, ni siquiera pensarlo.
—¿Es aquí donde se alzaba Manetheren? ¿Tú perteneces a ese linaje? —preguntó Gaul.
—Sí, aquí estaba Manetheren. Y supongo que tengo esa ascendencia. —Resultaba difícil imaginar que las aldeas y las solitarias granjas de Dos Ríos eran la cuna de los últimos descendientes de Manetheren, pero así lo había asegurado Moraine. La antigua estirpe corría pujante por las venas de las gentes de Dos Ríos, había dicho la Aes Sedai—. Eso ocurrió hace mucho tiempo, Gaul. Ahora somos granjeros, pastores, no una gran nación ni unos grandes guerreros.
—Si tú lo dices. —El Aiel sonrió levemente—. Te he visto bailando la danza de las lanzas, y también a Rand al’Thor y al que llamáis Mat. Pero si tú lo dices…
Perrin rebulló, incómodo. ¿Cuánto habría cambiado desde que se había marchado de casa? ¿Y Rand y Mat? No se refería a lo de sus ojos y a los lobos ni a la capacidad de encauzar de Rand. ¿Hasta qué punto habían cambiado en su interior? Mat era el único que parecía seguir siendo el mismo, con su forma de ser aun más reafirmada.
—¿Conoces la historia de Manetheren?
—Sabemos más de vuestro mundo de lo que pensáis —respondió el Aiel—. Y menos de lo que creemos nosotros. Mucho antes de que cruzara la Pared del Dragón había leído libros que traían los buhoneros y conocía lo que eran «barcos», «ríos» y «bosques». O eso pensaba. —La forma de pronunciar Gaul esas palabras hacía que parecieran términos de un raro idioma—. Así es como imaginaba un «bosque». —Señaló con un gesto los escasos árboles, mucho más bajos de lo que deberían ser—. Creer algo no lo convierte en realidad. ¿Qué me dices del Jinete de la Noche y de las otras criaturas del Marchitador de las Hojas? ¿Te parece una simple coincidencia que estuvieran tan cerca de esta puerta a los Atajos?
—No. —Perrin suspiró—. Divisé cuervos al fondo del valle. Quizá sólo eran eso, cuervos, pero prefiero no correr ningún riesgo, sobre todo después de lo de los trollocs.
—Sí —se mostró de acuerdo Gaul—, podrían ser Ojos de la Sombra. Cuando te preparas para lo peor cualquier sorpresa es agradable.
—No sería mala cosa recibir una grata sorpresa, para variar. —Perrin buscó mentalmente a los lobos de nuevo y tampoco ahora encontró nada—. Quizá descubra algo esta noche, quién sabe. Es posible que si ocurre algo aquí tengas que despertarme de una patada. —Se dio cuenta de que su comentario sonaba extraño, pero el otro hombre se limitó a asentir con la cabeza—. Gaul, nunca has dicho nada acerca de mis ojos ni parece que le hayas dado importancia al asunto. En realidad, no lo ha hecho ningún Aiel. —Sabía que en este momento, con el reflejo de las llamas, brillaban como oro bruñido.
—El mundo está cambiando —repuso Gaul quedamente—. Rhuarc, y también Jheran, el jefe de mi clan, así como las Sabias han procurado ocultarlo, pero estaban intranquilos cuando nos enviaron al otro lado de la Pared del Dragón para buscar a El que Viene con el Alba. Pienso que quizás ese cambio no será como siempre habíamos imaginado. No sé en qué será diferente, pero lo será. El Creador nos puso en la Tierra de los Tres Pliegues para moldearnos así como en castigo a nuestro pecado, pero ¿con qué fin? —Sacudió la cabeza bruscamente, con tristeza—. Colinda, la Sabia del dominio Aguas Termales, me dice que pienso demasiado para ser un Soldado de Piedra, y Bair, la Sabia mayor de los Shaarad, me amenaza con enviarme a Rhuidean cuando Jheran muera, tanto si quiero como si no. Comparado con eso, Perrin, ¿qué importa el color de los ojos de un hombre?
—Ojalá todo el mundo pensara así. —Finalmente había cesado el jolgorio en el otro campamento. Una de las Aiel, Perrin no sabría decir cuál de los dos, hacía la primera guardia de espaldas a la luz, y los demás se habían tumbado a dormir. Había sido un día agotador y no le costaría quedarse dormido y entrar en el sueño que necesitaba. Se tendió junto al fuego y se tapó con la capa—. Recuerda, dame una patada para despertarme si es preciso.
El sopor lo envolvió cuando Gaul todavía asentía con la cabeza, y el sueño surgió de inmediato.
Era de día y estaba solo cerca de la puerta a los Atajos, que semejaba un tramo de muro primorosamente esculpido, algo incongruente en una ladera de montaña habida cuenta de que no había señal de que los pies de ningún ser humano hubieran hollado jamás esa ladera. El cielo estaba despejado y luminoso y una suave brisa que llegaba del valle le llevó el olor a venados y conejos, codornices y palomas, agua y tierra y también árboles. Estaba en un sueño de lobos.
Por un instante la sensación de ser un lobo lo asaltó con abrumadora intensidad. Tenía patas y… ¡No! Se pasó las manos por el cuerpo, y lo alivió encontrar el suyo propio, el de un hombre, con la chaqueta y la capa. Y con el ancho cinturón del que normalmente colgaba el hacha, pero que en cambio sujetaba el mango del martillo.
Lo miró con el entrecejo fruncido y, sorprendentemente, durante un fugaz instante la imagen del hacha apareció en su lugar, insustancial y borrosa. De repente volvió a ser un martillo. El joven se humedeció los labios mientras deseaba que siguiera tal cual. El hacha podría ser una mejor arma, pero él prefería el martillo. No recordaba que hubiera ocurrido algo semejante con anterioridad, algo que cambiara, pero sabía muy poco acerca de este lugar. Si es que podía llamárselo así. Era un sueño de lobos y en tales sueños ocurrían cosas muy extrañas, sin duda tan raras como en cualquier sueño corriente.
Como si pensar en lo extraordinario hubiera servido de llamada a tales rarezas, un trozo de cielo, cerca de las montañas, se oscureció repentinamente y se convirtió en una ventana a otro lugar. Rand se encontraba en medio de un vendaval, riendo a mandíbula batiente, como un demente, con los brazos alzados, y en el viento cabalgaban pequeñas formas de colores dorados y escarlatas, como la peculiar figura del estandarte del Dragón; unos ojos ocultos observaban a Rand, quien tal vez lo sabía o tal vez no. La rara «ventana» desapareció repentinamente y fue sustituida por otra más lejana en la que Nynaeve y Elayne avanzaban con cautela por un aberrante paisaje de edificios retorcidos y sombríos, a la caza de una bestia peligrosa. Perrin no habría sabido decir por qué sabía que era peligrosa, pero no le cupo duda alguna al respecto. La visión desapareció, y otro parche oscuro se abrió en el cielo. Mat estaba parado en la bifurcación de una calzada que se extendía ante él. Lanzó una moneda al aire, miró hacia uno de los ramales y, de repente, estaba tocado con un sombrero de ala ancha y sostenía una especie de cayado rematado por una cuchilla corta. Otra «ventana» se abrió, y en ella Egwene y otra mujer de largo cabello blanco lo miraron con sorpresa mientras a su espalda la Torre Blanca se desmoronaba piedra tras piedra. También esta imagen se desvaneció.
Perrin respiró profundamente. Había visto cosas parecidas con anterioridad aquí, en el sueño de lobos, y consideraba que tales visiones eran reales en cierto modo o guardaban algún significado. En cualquier caso, los lobos no las veían. Moraine había sugerido que el sueño de lobos era lo mismo que algo llamado Tel’aran’rhiod y no quiso añadir nada más. El joven escuchó en una ocasión a Egwene y a Elayne hablando sobre sueños, pero la muchacha de Dos Ríos ya sabía demasiado sobre él y sobre lobos, quizá tanto como Moraine. No era un tema del que Perrin pudiera hablar, ni siquiera con ella.
Había alguien con quien sí podría hacerlo. Ojalá encontrara a Elyas Machera, el hombre que le había presentado a los lobos. Elyas sabía sobre estas cosas. Cuando pensó en el hombre, Perrin tuvo la sensación de escuchar su propio nombre susurrado quedamente en el viento, pero al prestar atención sólo oyó el aire. Era un sonido solitario. Estaba aquí él solo.
—¡Saltador! —llamó. El lobo estaba muerto y, sin embargo, aquí no lo estaba. El sueño de lobos era el lugar al que venían los lobos al morir mientras esperaban volver a nacer. Para ellos era algo más que eso; parecían ser conscientes del sueño de algún modo incluso cuando estaban despiertos. Era casi tan real como lo otro—. ¡Saltador! —volvió a llamar, pero el lobo no acudió.
Esto era inútil. Se encontraba aquí por una razón, así que más valía que siguiera adelante. Como poco le llevaría varias horas llegar al punto donde había visto a los cuervos.
Dio un paso, el entorno se tornó borroso a su alrededor, y plantó el pie cerca de un pequeño arroyo a cuyas márgenes crecían cicutas achaparradas y sauces de montaña; en lo alto las nubes cubrían los picos del macizo. Miró, perplejo, a su alrededor. Se encontraba en el extremo opuesto del valle donde estaba la puerta a los Atajos. De hecho, estaba exactamente en el punto donde tenía intención de ir, el sitio de donde habían salido los cuervos y la flecha que había matado al halcón. Hasta ahora no le había ocurrido nada igual. ¿Estaba aprendiendo más cosas sobre el sueño de lobos —Saltador le decía siempre que era un ignorante— o era diferente en esta ocasión?
Fue más cauteloso en dar otro paso, pero no ocurrió nada fuera de lo normal. No había evidencia de arqueros ni de cuervos, ninguna huella, ninguna pluma, ningún olor. No sabía muy bien lo que había esperado encontrar, pero, indudablemente, no habría señales a menos que también hubieran estado en el sueño. No obstante, sí podría encontrar lobos y ellos le dirían si había Engendros de la Sombra en las montañas. Quizá si estuviera más arriba oirían su llamada.
Fijó la mirada en el pico más alto de los que bordeaban el valle, justo rozando las nubes, y adelantó un paso. El mundo se tornó borroso y, un momento después, Perrin estaba en la ladera de la montaña, con las hinchadas nubes blancas a poco más de quince metros sobre su cabeza. Sin poder remediarlo, se echó a reír. Esto era divertido. Desde su posición alcanzaba a divisar todo el valle que se extendía allá abajo.
—¡Saltador!
No hubo respuesta. Se trasladó a la siguiente montaña y llamó; pasó a la siguiente, hacia el este, en dirección a Dos Ríos. Pero Saltador siguió sin contestar. Y, lo que era más inquietante, Perrin tampoco percibió la presencia de otros lobos. En el sueño de lobos siempre los había. Siempre.
Saltó de pico en pico a gran velocidad, llamando, buscando. Las montañas se encontraban vacías bajo él a excepción de los venados y otros animales de caza. Empero, de tanto en tanto surgían señales de la presencia de hombres, pero eran muy antiguas. Unas estatuas talladas, al doble del tamaño natural, ocupaban la casi totalidad de una ladera; en otro sitio, unas extrañas letras angulosas de unos tres metros de alto habían sido esculpidas en la cara de un risco un poco demasiado liso y escarpado. La lluvia y el viento habían erosionado los rostros de las estatuas, y unos ojos menos penetrantes que los suyos habrían tomado las letras como obra de los fenómenos atmosféricos. Las montañas y los riscos dieron paso a las Colinas de Arena, unos ondulados montículos apenas cubiertos por hierba dura y arbustos resistentes, que en tiempos eran el litoral de un gran mar, antes del Desmembramiento. Inopinadamente, Perrin vio a otro hombre en lo alto de una arenosa colina.
Estaba demasiado lejos para verlo con detalle, sólo que era un hombre alto de cabello oscuro, pero, evidentemente, no se trataba de un trolloc ni nada por el estilo. Vestía una chaqueta azul y llevaba un arco colgado a la espalda; estaba inclinado sobre algo que quedaba oculto detrás de un arbusto. Sin embargo, había algo familiar en él.
Se levantó el viento, y Perrin captó levemente su olor. Un olor frío, era la única descripción que se le ocurría. Frío y, realmente, inhumano. De repente, el joven tuvo en la mano su propio arco, con una flecha encajada, y notó el peso de la aljaba llena colgada del cinturón.
El otro hombre levantó la cabeza y lo vio. Vaciló un instante antes de darse media vuelta y convertirse en una especie de rayo que se desplazó por las colinas, alejándose.
Perrin saltó al punto donde había estado el hombre y echó una ojeada a lo que lo había tenido ocupado; sin pensarlo, fue en su persecución dejando tras de sí el cadáver de un lobo a medio despellejar. Un lobo muerto en el sueño de lobos. Inconcebible. ¿Qué podía causar su muerte aquí? Algo maligno.
Su presa corría delante de él con zancadas que cubrían kilómetros, manteniéndose a una distancia en la que apenas resultaba visible. Dejaron atrás las colinas, cruzaron el enmarañado Bosque del Oeste con sus dispersas granjas, pasaron sobre labrantíos, por un tapiz de campos y pequeños sotos, y pasaron el pueblo Colina del Vigía. Era raro ver las casas de techos de paja que cubrían la colina sin que hubiera gente en las calles, y las granjas como si estuvieran abandonadas. Pero el joven no perdió de vista al hombre que huía delante de él. Se había acostumbrado de tal modo a esta persecución que no se sorprendió cuando en una de las zancadas llegó a la orilla meridional del río Taren y, en la siguiente, se encontró en medio de unas áridas colinas desprovistas de árboles y hierba. Siguió corriendo hacia el nordeste, por encima de arroyos y calzadas y pueblos y ríos, concentrado únicamente en el hombre que iba delante. Entonces algo centelleó al frente, reflejando el sol: una torre de metal. Su presa se dirigió velozmente hacia ella y desapareció. Dos saltos lo llevaron también a Perrin allí.
La mole medía sesenta metros de alto por doce de ancho y resplandecía como acero bruñido, semejando una sólida columna de metal. Perrin la rodeó dos veces sin encontrar abertura alguna, ni siquiera una grieta, ni la más leve marca en aquella tersa y perpendicular pared. Empero, el olor se había quedado impregnado allí, un hedor frío, inhumano. El rastro terminaba en este lugar. El hombre —si es que lo era— había entrado de algún modo, y él sólo tenía que descubrir cómo para seguirlo.
¡Detente! Fue un puro fluido emocional al que la mente de Perrin puso una palabra: detente.
Giró sobre sus talones al mismo tiempo que un lobo gris, tan alto que le llegaba a la cintura, de pelo entrecano y marcado de cicatrices, descendía del cielo de un salto. O así parecía. Saltador había envidiado siempre a las águilas su capacidad de volar y en este lugar podía hacerlo. Los dos pares de ojos amarillos se encontraron.
—¿Por qué he de detenerme, Saltador? Mató a un lobo.
Los hombres siempre matan lobos y viceversa. ¿Por qué entonces la ira te abrasa la garganta como un incendio?
—Lo ignoro —respondió lentamente Perrin—. Tal vez porque ocurrió aquí. No sabía que fuera posible matar a un lobo en este lugar. Creía que los lobos estaban a salvo en el sueño.
Perseguías a Verdugo, Joven Toro. Está aquí en su cuerpo y puede matar.
—¿En su cuerpo? ¿Quieres decir que no está soñando simplemente? ¿Cómo puede estar aquí en persona?
No lo sé. Es un recuerdo borroso de mucho tiempo atrás que regresa de nuevo, como tantas otras cosas. Cosas oscuras que caminan ahora en el sueño. Criaturas del Colmillo del Corazón. No hay seguridad.
—Bueno, pues ahora está ahí dentro. —Perrin examinó la lisa torre de metal—. Si consigo encontrar el modo de entrar, puedo acabar con él.
Estúpido cachorro que intenta escarbar un nido de avispas de tierra. Este lugar es maligno. Todos lo saben. Y tú pretendes perseguir al mal dentro del mal. Verdugo puede matar.
Perrin se quedó pensativo. En su mente la palabra «matar» iba unida a una sensación de final absoluto, definitivo.
—Saltador, ¿qué le ocurre a un lobo cuando muere en el sueño?
El lobo permaneció callado un momento.
Si morimos aquí, morimos para siempre, Joven Toro. Ignoro si es igual para vosotros, pero creo que sí.
—Un lugar peligroso, arquero. La Torre de Ghenjei es un mal sitio para el ser humano.
Perrin giró velozmente sobre sus talones y levantó a medias el arco antes de ver a la mujer que se encontraba a pocos pasos; el dorado cabello trenzado le llegaba casi a la cintura, semejante al estilo de las mujeres de Dos Ríos, pero tejido de un modo más complicado. Sus ropas tenían algo extraño: una chaqueta corta de color blanco y unos pantalones amplios de algún tipo de tela fina, en un tono amarillo pálido, que iban recogidos en los tobillos, por encima de las botas cortas. La oscura capa parecía ocultar algo brillante como plata que llevaba al costado.
Al moverse la mujer, el brillo metálico desapareció.
—Tienes una vista penetrante, arquero. Ya lo pensé la primera vez que te vi.
¿Cuánto tiempo llevaría observándolo? Era vergonzoso que se hubiera aproximado a él sin que la oyera. Al menos Saltador podría haberle avisado. Pero el lobo estaba tendido sobre la alta hierba, con el hocico entre las patas delanteras, y lo miraba con interés.
La mujer le resultaba vagamente familiar, aunque Perrin estaba seguro de que la recordaría si la hubiera visto antes. ¿Quién era para encontrarse en un sueño de lobos? ¿O es que, como decía Moraine, este lugar era también el Tel’aran’rhiod?
—¿Sois una Aes Sedai?
—No, arquero. —Se echó a reír—. Sólo he venido a advertirte, contraviniendo los preceptos. Una vez que se entra en ella, no es tarea fácil salir de la Torre de Ghenjei incluso en el mundo de los hombres, y aquí es de todo punto imposible. Posees el valor de un abanderado, lo que para algunos es lo mismo que decir temeridad.
¿Imposible salir? El tipo —ese tal Verdugo— había entrado sin lugar a dudas. ¿Por qué iba a hacer algo así si luego no podía salir?
—También Saltador dice que es peligroso. ¿Qué es la Torre de Ghenjei?
La mujer abrió mucho los ojos y miró a Saltador, que seguía tumbado en la hierba sin hacer caso de la mujer y con la vista fija en Perrin.
—¿Puedes hablar con los lobos? Vaya, eso es algo perdido en leyendas hace mucho tiempo. De modo que así es como has llegado aquí. Debí suponerlo. ¿Quieres saber lo que es la torre? Es un umbral, arquero, hacia los reinos de los alfinios y los elfinios. —Dijo aquellos nombres como si Perrin tuviera que conocerlos, y, cuando el joven se quedó mirándola sin comprender, añadió—: ¿Alguna vez has jugado a «serpientes y zorros»?
—Como todos los niños. Por lo menos, en Dos Ríos se juega. Aunque dejan de hacerlo cuando son lo bastante mayores para darse cuenta de que no hay manera de ganar.
—Excepto si se rompen las reglas —dijo ella—. «Valor para fortalecer, fuego para cegar, música para aturdir, hierro para encadenar».
—Ése es un verso del juego. No comprendo. ¿Qué tiene que ver con esta torre?
—Son los métodos para vencer a serpientes y zorros. El juego es una evocación de antiguos lances. No tiene importancia siempre y cuando te mantengas alejado de los alfinios y los elfinios. No son malignos como lo es la Sombra, pero son tan distintos de los seres humanos que podrían considerarse así. No son de fiar, arquero. Mantente alejado de la Torre de Ghenjei. Evita el Mundo de los Sueños si puedes. Cosas oscuras caminan por él.
—¿Como el hombre al que perseguía, ese tal Verdugo?
—Un nombre muy apropiado para él. Verdugo no es antiguo, arquero, pero su maldad sí. —Daba la sensación de estar apoyada en algo invisible, quizás aquella cosa plateada que sólo había entrevisto—. Me parece que te estoy contando demasiadas cosas. Para empezar, no sé por qué te he hablado. Ah, sí, claro. ¿Eres ta’veren, arquero?
—¿Quién sois? —Parecía saber mucho sobre la torre y el sueño de lobos. «Sin embargo le sorprendió que pudiera hablar con Saltador»—. Me parece que os he visto antes, en otra parte.
—Ya he quebrantado demasiados preceptos, arquero.
—¿Preceptos? ¿Qué preceptos? —Una sombra se proyectó en el suelo detrás de Saltador y Perrin se giró rápidamente, furioso de que los hubieran vuelto a sorprender. No había nadie allí y, no obstante, lo había visto. Era la sombra de un hombre con las empuñaduras de dos espadas asomando por encima de los hombros. Aquella imagen evocaba un esquivo recuerdo en su memoria.
—Él tiene razón —dijo la mujer, a su espalda—. No debería estar hablando contigo.
Cuando Perrin se dio la vuelta, la mujer había desaparecido. Hasta donde le alcanzaba la vista no había más que pradera y sotos desperdigados. Y la brillante torre plateada.
Miró, ceñudo, a Saltador, que por fin había levantado la cabeza de las patas.
—Me extraña que no te ataquen unas ardillas —rezongó el joven—. ¿Qué piensas de ella?
¿De ella? ¿Una hembra? —Saltador se levantó y luego miró en derredor—. ¿Dónde está?
—He hablado con ella, justo aquí, ahora mismo.
Hacías ruidos al viento, Joven Toro. Aquí no había ninguna ella. Nadie aparte de ti y de mí.
Perrin se rascó la barba con gesto irritado. La mujer había estado allí, no había estado hablando solo.
—Qué cosas más raras pasan en este sitio —se dijo—. Estaba de acuerdo contigo, Saltador. Me dijo que me alejara de esta torre.
Es lista. Había un atisbo de duda en la idea; Saltador seguía sin creer que hubiera habido ninguna «ella».
—He llegado mucho más lejos de lo que era mi intención —musitó Perrin. Le explicó a Saltador su necesidad de encontrar lobos en Dos Ríos o en las montañas cercanas, y lo de los cuervos y lo de los trollocs en los Atajos.
Cuando hubo acabado, Saltador permaneció callado un buen rato, con la peluda cola agachada y tiesa. Finalmente…
Evita tu antiguo hogar, Joven Toro. La imagen que evocó en la mente de Perrin la palabra «hogar» era la de una tierra marcada por una manada de lobos. Ya no quedan lobos allí. Los que había y no huyeron ahora están muertos. Verdugo camina en el sueño allí.
—He de ir a casa, Saltador. Es preciso.
Ten mucho cuidado, Joven Toro. El día de la Última Cacería se aproxima. Correremos juntos en ella.
—Lo haremos —respondió tristemente Perrin. Sería bonito que pudiera venir aquí cuando muriera; a veces, parecía que ya era medio lobo—. He de irme ahora, Saltador.
Que tengas muchas y buenas cacerías, Joven Toro, y hembras que te den muchos cachorros.
—Adiós, Saltador.
Abrió los ojos a las mortecinas brasas de la lumbre en la falda de la montaña. Gaul estaba sentado en cuclillas justo al borde de la luz, vigilando la noche. En el otro campamento Faile estaba despierta, haciendo su turno de guardia. La luna se asomaba sobre las montañas y convertía las nubes en sombras nacaradas. Perrin calculó que había dormido dos horas.
—Haré guardia un rato —dijo mientras retiraba la capa. Gaul asintió y se tumbó en el suelo, en el mismo sitio donde estaba—. Gaul… —El Aiel levantó la cabeza—. Puede que las cosas en Dos Ríos estén peor de lo que pensaba.
—Suele ocurrir —contestó Gaul en voz queda—. Así es la vida. —El Aiel recostó la cabeza tranquilamente, dispuesto a dormir.
Verdugo. ¿Quién sería? ¿Qué sería? Engendros de la Sombra en los Atajos, cuervos en las Montañas de la Niebla, y ese hombre llamado Verdugo en Dos Ríos. No podía ser una coincidencia por mucho que él quisiera.