1 La semilla de las sombras

La Rueda del Tiempo gira y las eras llegan y pasan y dejan tras de sí recuerdos que se convierten en leyenda. La leyenda se difumina, deviene mito, e incluso el mito se ha olvidado mucho antes de que la era que lo vio nacer retorne de nuevo. En una era llamada la tercera por algunos, una era que ha de venir, una era transcurrida hace mucho, comenzó a soplar un viento en los pastos de Caralain. El viento no fue el inicio, pues no existen comienzos ni finales en el eterno girar de la Rueda del Tiempo. Pero aquél fue un principio.

El viento sopló hacia el noroeste bajo las primeras luces del día, a través de infinitas extensiones de ondulada hierba y desperdigados sotos, y pasó ante el colmillo mellado del Monte del Dragón, el risco legendario que surge sobre las suaves ondulaciones de la llanura, tan alto que las nubes se enroscan en sus laderas a mitad de camino de la humeante cima. Es la montaña donde murió el Dragón y con él, según algunos, la Era de Leyenda, y donde la profecía dice que renacerá. O que ha renacido. El viento sopló hacia el noroeste, a través de los pueblos de Jualdhe, Dairein y Alindaer, donde unos puentes de piedra labrados de manera tan exquisita que semejaban encajes se elevaban en arco hacia las Murallas Resplandecientes, los enormes muros blancos de la que muchos decían era la urbe más grandiosa del mundo: Tar Valon. La ciudad a la que rozaba apenas la sombra alargada del Monte del Dragón cada anochecer.

Dentro de esas murallas, los edificios construidos por los Ogier hace más de dos mil años daban la impresión de ser algo vivo que brotaba del suelo en lugar de obras de albañilería, o ser el resultado del trabajo de erosión del viento y del agua en vez de haber salido de las manos de los fabulosos albañiles Ogier. Algunos semejaban aves remontando el vuelo; otros, conchas enormes procedentes de mares lejanos. Altas torres ahusadas, estriadas o en espiral se comunicaban entre sí con puentes que a menudo no tenían barandilla, a decenas de metros del suelo. Sólo quienes llevaban mucho tiempo en Tar Valon no se quedaban mirando boquiabiertos como palurdos que jamás han salido de sus granjas.

La mayor de esas torres, la Torre Blanca, que relucía al sol como marfil pulido, dominaba la ciudad, «La Rueda del Tiempo gira en torno a Tar Valon, y Tar Valon gira en torno a la Torre» decían sus habitantes. La primera visión de la ciudad que captaban los viajeros antes de que sus caballos tuvieran a la vista los puentes, antes de que los capitanes de los barcos fluviales avistaran la isla, era la Torre reflejando el sol como un faro. No es pues de extrañar que, a la sombra de la imponente construcción, la gran plaza que rodeaba sus jardines amurallados pareciera más pequeña de lo que realmente era, y que las personas que pasaban por ella semejaran meros insectos. Empero, aunque la Torre Blanca hubiera sido la más pequeña de Tar Valon, habría seguido inspirando un temeroso respeto en la ciudad de la isla por el hecho de ser el núcleo del poder de las Aes Sedai.

A pesar de ser muchos los que deambulaban por la plaza, la gente no se acercaba a la zona central y se limitaba a caminar por el perímetro empujándose entre sí para abrirse paso camino de sus quehaceres cotidianos; en los aledaños de los jardines había aún menos personas, y su número se reducía progresivamente hasta quedar una franja de casi diez metros de suelo pavimentado completamente vacía. Las Aes Sedai imponían un gran respeto, y más en Tar Valon, por supuesto. La Sede Amyrlin dirigía la ciudad al igual que dirigía a las Aes Sedai, pero casi nadie quería estar más cerca de su poder de lo que fuera necesario. Había una diferencia entre sentirse orgulloso de tener una gran chimenea en el salón de casa y meterse de cabeza en el fuego.

Eran muy pocos los que se acercaban más a la amplia escalinata que conducía a la Torre propiamente dicha y a sus puertas profusamente talladas, lo bastante anchas para permitir el paso de doce personas a la vez. Esas puertas estaban abiertas, como dando la bienvenida. Siempre había gente que necesitaba ayuda o una respuesta que creía que sólo las Aes Sedai podían dar; estas personas venían de lugares próximos y lejanos por igual: de Arafel y Ghealdan, de Saldaea e Illian. Muchos encontraban ayuda o guía en el interior de la Torre, aunque, a menudo, no del modo que pensaban o esperaban.

Min no se quitó la amplia capucha de la capa que mantenía oculto su rostro. Pese a que hacía una temperatura agradable, la prenda era de un tejido lo bastante ligero para no llamar la atención sobre una mujer cuya timidez saltaba a la vista; lo cierto es que eran muchos los que se sentían tímidos cuando iban a la Torre. En su aspecto no había nada que llamara la atención. Su oscuro cabello era más largo de como lo tenía la última vez que había estado allí, aunque todavía no le llegaba a los hombros, y su vestido de color azul, con finas puntillas de encaje de Jaerecuz rematando los bordes del cuello y las mangas, sería el apropiado para la hija de un acomodado granjero que se había puesto sus mejores galas para ir a la Torre, como ocurría con las otras mujeres que se acercaban a la amplia escalinata. Min confiaba en que su aspecto fuera más o menos como el de ellas, y tuvo que contenerse para no mirarlas fijamente y comprobar si caminaban o actuaban de manera distinta de ella.

«Puedo hacerlo», se dijo para sus adentros.

No había llegado tan lejos para dar media vuelta ahora. El vestido era un buen disfraz. Los que la conocían por haberla visto en la Torre antes la recordarían como una joven con el pelo muy recortado y vestida siempre con ropas de chico, nunca de mujer. Ojalá fuera un buen disfraz; tenía que serlo, porque no le quedaba más remedio que llevar a cabo la tarea que le aguardaba, le gustara o no.

El hormigueo en el estómago aumentó a medida que se acercaba a la Torre, así que apretó con más fuerza el bulto que llevaba sujeto contra el pecho. Era su ropa habitual, y sus estupendas botas, y todas sus posesiones a excepción del caballo, al que había dejado en una posada cercana a la plaza. Con suerte, estaría de nuevo a lomos del castrado dentro de unas horas, camino del puente de Osenrein y la calzada hacia el sur.

A decir verdad no tenía muchas ganas de volver a montar a caballo tan pronto, después de varias semanas subida a la silla sin un solo día de descanso, pero estaba deseando marcharse de aquel sitio. Nunca había considerado hospitalaria la Torre Blanca, y ahora mismo le parecía casi tan espantosa como la prisión del Oscuro en Shayol Ghul. Sufrió un escalofrío y deseó no haber pensado en el Oscuro.

«¿Creerá Moraine que he venido sólo porque ella me lo pidió? ¡La Luz me valga, estoy comportándome como una chiquilla estúpida, haciendo estupideces por un estúpido hombre!»

Subió los peldaños no sin dificultad, ya que eran tan anchos que tenía que dar dos pasos para acceder al siguiente. A diferencia de los demás, Min no hizo un alto para mirar pasmada la pálida e imponente silueta de la Torre. Quería acabar cuanto antes con esto.

En el interior, el amplio y redondo vestíbulo estaba rodeado casi por completo de accesos abovedados, pero los peticionarios se apiñaban en el centro de la estancia y rebullían con nerviosismo debajo de la plana cúpula del techo. La blanca piedra del suelo estaba desgastada y pulida por el roce de incontables pies nerviosos a lo largo de siglos. Nadie pensaba en otra cosa que no fuera el lugar donde se encontraba y el motivo que lo había llevado allí. Un granjero y su esposa, vestidos con burdas ropas de lana, se aferraban las callosas manos y rozaban con el hombro a una mercader engalanada de terciopelo y sedas, a la que acompañaba una doncella que estaba pegada a sus talones y que sostenía entre las manos crispadas un cofrecillo repujado en plata que debía de ser el regalo de su señora para la Torre. En cualquier otro sitio, la mercader habría mirado con altanería a la pareja de granjeros por acercarse tanto, y probablemente ellos habrían agachado la cabeza y se habrían retirado mientras pedían disculpas. Pero no en aquel momento. No allí.

Había pocos hombres entre los peticionarios, cosa que no sorprendió a Min. La mayoría se ponían muy nerviosos cuando estaban cerca de las Aes Sedai. Todo el mundo sabía que había sido un varón Aes Sedai, cuando todavía los había, el responsable del Desmembramiento del Mundo. Los tres mil años transcurridos no habían borrado ese recuerdo, aunque el tiempo sí había cambiado muchos de los detalles. A los niños todavía los asustaban los cuentos sobre hombres que podían encauzar el Poder Único; hombres abocados a la locura por causa del saidin, la mitad masculina de la Fuente Verdadera y que el Oscuro había corrompido. Peores eran las historias sobre Lews Therin Telamon, el Dragón, el Verdugo de la Humanidad, que había provocado el Desmembramiento. A decir verdad, tales historias asustaban incluso a los adultos. Según las profecías, el Dragón volvería a nacer en la hora de mayor necesidad de la humanidad para luchar contra el Oscuro en el Tarmon Gai’don, la Última Batalla, pero tal cosa no hacía cambiar de parecer a la mayoría respecto a la conexión entre los hombres y el Poder. En la actualidad, cualquier Aes Sedai daría caza a un hombre capaz de encauzar; de los siete Ajahs, el Rojo se dedicaba a ello casi de manera exclusiva.

Ni que decir tiene que todo eso no tenía nada que ver con buscar ayuda de las Aes Sedai; empero, pocos hombres se sentían cómodos con la idea de estar relacionados de un modo u otro con las Aes Sedai y con el Poder. La excepción eran los Guardianes, pero cada cual estaba vinculado a una Aes Sedai concreta; además, los Guardianes tenían muy poco que ver con los hombres corrientes. Según el dicho: «Para quitarse una espina clavada, un hombre se cortará la mano antes que pedir ayuda a una Aes Sedai». Las mujeres lo decían para comentar la obstinada necedad de los hombres, pero Min había oído manifestar a algunos varones que la pérdida de la mano sería la mejor elección.

Se preguntó qué harían esas personas si supieran lo que sabía ella. Quizás echar a correr mientras gritaban. Y si supieran la razón por la que estaba allí, tal vez no sobreviviría hasta que los guardias de la Torre la prendieran y la metieran en una celda. Contaba con amigas en la Torre, pero no tenían poder ni influencia. Si su propósito se descubría, era más fácil que las arrastrara con ella a la horca o al tajo en vez de que ellas pudieran ayudarla. Y eso, siempre y cuando viviera para que la juzgaran, por supuesto; probablemente, su boca quedaría cerrada para siempre mucho antes de que hubiera un juicio.

Min se exhortó a alejar esos pensamientos de su cabeza.

«He conseguido entrar, y conseguiré salir. ¡Que la Luz fulmine a Rand al’Thor por meterme en esto!»

Tres o cuatro Aceptadas de la edad de Min o quizás un poco mayores deambulaban por la estancia redonda y hablaban en voz queda a los peticionarios. Sus vestidos eran blancos, sin adornos, salvo por las siete bandas de color en el repulgo, una por cada Ajah. De vez en cuando, una novicia, una muchacha aun más joven o incluso una niña, vestida completamente de blanco, se presentaba para conducir a alguien al interior de la Torre. Los peticionarios seguían siempre a las novicias con una sensación mezcla de ansiedad y renuencia.

Los dedos de Min se crisparon con fuerza sobre el paquete cuando una de las Aceptadas se paró delante de ella.

—Que la Luz te ilumine —dijo la mujer de cabello rizoso de manera rutinaria, por encima—. Me llamo Faolain. ¿En qué puede ayudarte la Torre?

El rostro moreno y redondo de Faolain denotaba la paciencia de quien lleva a cabo un trabajo tedioso cuando le apetecería estar haciendo otra cosa; estudiar, por ejemplo, por lo que Min sabía de las Aceptadas. Aprendiendo a ser Aes Sedai. Sin embargo, lo importante era que en sus ojos no había atisbo de haberla reconocido. Aunque de manera breve, Min y la Aceptada se habían conocido en la Torre antes.

Aun así, Min agachó la cabeza con fingida timidez. Hacer tal cosa no era extraño, ya que mucha gente del campo no entendía la gran diferencia entre ser una Aceptada y una Aes Sedai. Ocultando los rasgos bajo el embozo de la capucha, Min esquivó la mirada de Faolain.

—Hay una pregunta que he de hacer a la Sede Amyrlin —empezó, pero enmudeció de repente cuando tres Aes Sedai se pararon para echar una ojeada al interior del vestíbulo, dos desde uno de los accesos en arco y la tercera desde otro.

Las Aceptadas y las novicias hacían una reverencia si en su recorrido pasaban cerca de una de las Aes Sedai, pero por lo demás proseguían con su tarea, puede que con un poco más de entusiasmo. Nada más. Pero no ocurrió lo mismo con los peticionarios, que parecieron quedarse sin respiración. Lejos de la Torre Blanca, lejos de Tar Valon, tal vez hubieran pensado que las Aes Sedai eran tres mujeres cuya edad no sabían calcular, tres mujeres en la flor de la vida y, sin embargo, con un aire de madurez que no concordaba con sus tersas mejillas. Dentro de la Torre, empero, no había lugar a duda. El tiempo no dejaba huella en una mujer que había trabajado durante mucho tiempo con el Poder Único, como ocurría con las demás. En la Torre, nadie tenía que ver un anillo dorado de la Gran Serpiente para reconocer a una Aes Sedai.

Una oleada de reverencias se extendió entre el grupo arracimado, en tanto que los escasos hombres inclinaban la cabeza con gesto torpe, vacilante. Incluso hubo dos o tres personas que se hincaron de rodillas en el suelo. La rica mercader parecía asustada; la pareja de granjeros que estaba a su lado miraba embobada a las leyendas hechas realidad. El trato con las Aes Sedai era cosa de oídas para la mayoría; no parecía probable que ninguno de los presentes, a excepción de los que vivían en Tar Valon, hubiera visto una Aes Sedai hasta ahora, y seguramente los vecinos de la ciudad nunca habían estado tan cerca de una de ellas.

Pero no fueron las Aes Sedai quienes hicieron enmudecer a Min. A veces, no muy a menudo, veía cosas cuando miraba a la gente, imágenes y aureolas que por lo general rutilaban un instante para después desaparecer. De tanto en tanto sabía lo que significaban, pero ello era poco frecuente, mucho menos frecuente que la percepción de imágenes. Sin embargo, cuando comprendía el significado, nunca se equivocaba.

A diferencia de la mayoría de la gente, las Aes Sedai, así como sus Guardianes, siempre tenían aureolas e imágenes, y en ocasiones eran tan numerosas y cambiantes que mareaban a Min. Empero, el hecho de que fueran numerosas no influía en la interpretación; sabía lo que significaban para las Aes Sedai tan raramente como para el resto de la gente. Pero esta vez supo más de lo que hubiera querido, y ello la hizo estremecerse.

Una mujer esbelta, con el negro cabello colgando hasta la cintura, la única de las tres que reconoció —se llamaba Ananda y pertenecía al Ajah Amarillo— tenía un halo de un enfermizo color marrón, arrugado y partido por fisuras putrefactas que se ensanchaban y alargaban a medida que se descomponían. La otra Aes Sedai que estaba al lado de Ananda, una mujer baja con el cabello rubio, era del Ajah Verde a juzgar por el color de los flecos del chal que llevaba. Cuando la mujer se giró, en su espalda apareció un instante la Llama Blanca de Tar Valon; y en el hombro, como cobijada entre las hojas de parra y las ramas de manzanos en flor bordados en el chal, había una calavera humana, una calavera de mujer, limpia y blanquecina. La tercera Aes Sedai, una mujer bonita y regordeta que se encontraba al otro lado de la estancia redonda, no llevaba chal; la mayoría de las Aes Sedai sólo lo llevaban en las ceremonias. La barbilla alzada y la postura erguida de los hombros denotaban un carácter fuerte y orgulloso. Parecía estar contemplando a los peticionarios con los fríos ojos azules ocultos por un velo de sangre hecho jirones y flámulas carmesí que le corrían cara abajo.

Sangre, calavera y halo desaparecieron entre las danzantes imágenes que ondeaban en torno a las tres mujeres, aparecieron y volvieron a desvanecerse. Los peticionarios las miraban con sobrecogido respeto, viendo sólo a tres mujeres que tenían acceso a la Fuente Verdadera y podían encauzar el Poder Único. Nadie salvo Min vio el resto. Nadie salvo Min supo que esas tres mujeres iban a morir, y todas en el mismo día.

—La Amyrlin no puede ver a todo el mundo —dijo Faolain con un tono de impaciencia apenas disimulado—. Su próxima audiencia pública no tendrá lugar hasta dentro de diez días. Dime qué quieres y haré los arreglos oportunos para que veas a la hermana que mejor te pueda atender.

Min bajó los ojos hacia el bulto que llevaba en los brazos y no los movió de allí, en parte para no volver a ver lo que ya había visto. ¡Las tres! ¡Oh, Luz! ¿Qué probabilidades había de que tres Aes Sedai murieran el mismo día? Pero lo sabía. Lo sabía.

—Tengo derecho a hablar con la Sede Amyrlin. En persona. —Era un derecho rara vez exigido porque ¿quién iba a atreverse?, pero existía—. Cualquier mujer tiene ese derecho, y yo lo pido.

—¿Es que crees que la propia Sede Amyrlin puede ver a todo el mundo que viene a la Torre Blanca? Sin duda otra Aes Sedai podrá ayudarte. —Faolain daba énfasis a los títulos como si con ello intentara apabullar a Min—. Y ahora, dime qué te ha traído aquí. Y cómo te llamas, para que la novicia sepa a quién ha de conducirte.

—Me llamo… Elmindreda. —Min se encogió sin poder remediarlo. Siempre había odiado su nombre completo, pero la Amyrlin era una de las pocas personas vivas que lo habían oído. Ojalá lo recordara—. Tengo derecho a hablar con la Sede Amyrlin. Y mi petición sólo la oirá ella. Estoy en mi derecho.

—¿Elmindreda? —La Aceptada enarcó una ceja, y sus labios se curvaron en un atisbo de sonrisa divertida—. Y reclamas tu derecho. De acuerdo. Avisaré a la Guardiana de las Crónicas que quieres ver a la Sede Amyrlin en persona, Elmindreda.

Min deseó abofetear a la mujer por el modo en que recalcó «Elmindreda», pero en lugar de ello se obligó a musitar:

—Gracias.

—No me las des. Sin duda pasarán horas antes de que la Guardiana tenga tiempo para responder, y seguramente será para decir que tendrás que hacer tu petición en la próxima audiencia de la madre. Espera con paciencia, Elmindreda. —Le dedicó a Min una sonrisa tirante, casi una mueca burlona, mientras se alejaba.

Prietos los dientes, Min cogió el bulto y se dirigió hacia una pared entre dos de los arcos, donde procuró pasar lo más inadvertida posible.

«No confíes en nadie, y evita llamar la atención hasta que estés ante la Amyrlin», le había dicho Moraine, y ella era una Aes Sedai de la que se fiaba. Casi siempre. En cualquier caso, era un buen consejo. Lo único que tenía que hacer era llegar ante la Amyrlin, y todo habría terminado. Podría volver a ponerse sus ropas, ver a sus amigos, y marcharse. Ya no haría falta que se escondiera.

Sintió alivio al ver que las Aes Sedai se habían marchado. Tres Aes Sedai muertas en un mismo día. Imposible; era la única palabra que podía definirlo. Y, sin embargo, iba a ocurrir. Ella no podía hacer ni decir nada para cambiarlo, ya que cuando sabía el significado de una imagen, ocurría, pero tenía que contárselo a la Amyrlin. Podía ser incluso tan importante como la información que traía de Moraine, aunque tal cosa era difícil de creer.

Otra Aceptada vino a reemplazar a una que estaba allí, y en esta ocasión Min vio unas barras flotando delante de su lozano rostro, como los barrotes de una jaula. Sheriam, la Maestra de las Novicias, se asomó al vestíbulo y echó una ojeada; Min agachó la cabeza y clavó los ojos en el suelo, no sólo porque Sheriam la conocía muy bien, sino porque había visto el rostro de la pelirroja Aes Sedai contusionado y magullado. No era una imagen real, desde luego, pero aun así Min tuvo que morderse los labios para contener una exclamación. Sheriam, con su tranquila autoridad y su aire de seguridad, era tan indestructible como la Torre. Nada podía hacer daño a Sheriam, sin duda. Pero algo se lo iba a hacer.

Una Aes Sedai que llevaba el chal del Ajah Marrón y a la que Min no conocía acompañó a la puerta a una fornida mujer que vestía ropas de fina lana roja. La mujer caminaba con la ligereza de una niña, el rostro resplandeciente y casi riendo de contento. La hermana del Ajah Marrón también sonreía, pero su halo se disipó como la llama de una vela consumida.

Muerte. Heridas, cautividad y muerte. Para Min estaba tan claro como si lo viera escrito en una hoja de papel.

Bajó los ojos al suelo otra vez; no quería ver nada más.

«Haz que lo recuerde. ¡Oh, Luz, haz que recuerde ese estúpido nombre!» pensó. No se había sentido desesperada en ningún momento durante el largo viaje desde las Montañas de la Niebla, ni siquiera en las dos ocasiones en que alguien intentó robarle el caballo. Pero ahora sí.

—¿Señora Elmindreda?

Min se sobresaltó. La novicia de cabello negro que estaba delante de ella apenas era lo bastante mayor para haber abandonado su casa, unos quince o dieciséis años, aunque se esforzaba mucho por aparentar un aire de dignidad.

—Sí. Ése es mi… Así me llamo.

—Soy Sahra. Si tenéis la bondad de acompañarme, la Sede Amyrlin os recibirá ahora en su estudio. —En la aflautada voz de Sahra había un timbre de asombro.

Min soltó un suspiro de alivio y siguió a la novicia.

La amplia capucha de la capa todavía le cubría el rostro, pero no le impedía ver, y cuanto más veía, más ansiosa se sentía por llegar ante la Amyrlin. Había pocas personas por los amplios corredores que ascendían en espiral, con sus baldosas de brillantes colores, sus tapices y sus candelabros dorados —la Torre se había construido para albergar muchas más personas de las que acogía ahora—, pero casi todas con las que se cruzó mientras subía tenían alguna imagen o halo que le hablaba de violencia y peligro.

Algunos Guardianes pasaron junto a ellas sin apenas dirigirles una rápida ojeada; eran hombres que se movían como los lobos en una partida de caza, la espada una simple extensión de su naturaleza mortífera, pero a los ojos de Min sus rostros estaban ensangrentados y tenían horribles heridas. Espadas y lanzas se agitaban alrededor de sus cabezas, amenazadoras, y sus halos destellaban violentamente, titilando al aguzado filo de la muerte. Min veía hombres muertos caminando, y supo que perecerían el mismo día que las Aes Sedai del vestíbulo o como mucho al día siguiente. Hasta algunos sirvientes, hombres y mujeres con la Llama de Tar Valon en el pecho y que se movían diligentes en sus tareas, mostraban signos de violencia. Una Aes Sedai a la que atisbó de refilón en un pasillo lateral tenía cadenas a su alrededor, flotando en el aire; y otra, que avanzaba delante de Min y su guía por el corredor, parecía llevar una collar plateado alrededor del cuello. Min se quedó sin respiración al ver eso y sintió ganas de gritar.

—Puede resultar algo abrumador para quien lo ve por primera vez —dijo Sahra, que intentaba, sin éxito, dar la impresión de que para ella la Torre era una cosa tan corriente como su pueblo natal—. Pero aquí estáis a salvo. La Sede Amyrlin lo arreglará todo, ya veréis. —Su voz se quebró un poco al mencionar a la Amyrlin.

—La Luz lo quiera —masculló Min.

La novicia le dedicó una sonrisa destinada a tranquilizarla. Cuando entraron en el vestíbulo que daba al estudio de la Amyrlin, Min tenía el estómago hecho un nudo y caminaba tan deprisa que casi pisaba los talones de Sahra. Si no fuera porque tenía que fingir que era nueva aquí, hacía rato que habría echado a correr, adelantándola.

Una de las puertas de los aposentos de la Amyrlin se abrió, y un hombre joven y con el cabello de un tono rubio rojizo salió por ella y estuvo a punto de tropezar con Min y su acompañante. Era alto y fuerte, de buen porte, y vestía una chaqueta azul con profusos bordados en oro en las mangas y en el cuello; era Gawyn, de la casa Trakand, el hijo mayor de la reina Morgase de Andor, y todo en él denotaba el orgulloso joven noble que era. Un joven noble enfurecido. Min no tuvo tiempo de agachar la cabeza.

Gawyn la miraba fijamente a la cara, y sus ojos se abrieron mucho en un gesto de sorpresa, aunque enseguida se estrecharon, reduciéndose a meras rendijas azules, frías como el hielo.

—Así que has vuelto. ¿Sabes adónde han ido mi hermana y Egwene?

—¿No están aquí? —Un pánico repentino hizo que Min olvidara toda precaución. Sin darse cuenta de lo que hacía, lo agarró por las mangas y lo obligó a retroceder un paso mientras lo miraba con apremio—. Gawyn, ¡salieron para la Torre hace meses! Elayne y Egwene, y también Nynaeve. Iban con Verin Sedai y… Oh, Gawyn, yo…, yo…

—Tranquilízate —dijo él, que le soltó las manos crispadas de su chaqueta con suavidad—. ¡Luz, no era mi intención asustarte así! Llegaron sanas y salvas, aunque no quisieron decir una palabra de dónde habían estado o por qué. Al menos, a mí no. ¿Por casualidad lo sabes tú? —Min creyó mantener el gesto impasible, pero Gawyn la miró y dijo—: Lo suponía. En este lugar hay más secretos que… Han desaparecido otra vez. Y también Nynaeve. —Añadió el último nombre como de improviso; tal vez era amiga de Min, pero para él no significaba nada—. Y de nuevo sin avisar. ¡Sin avisar! Supuestamente están en una granja, en alguna parte, como castigo por escapar, pero no he conseguido descubrir dónde. La Amyrlin no me ha dado una respuesta concreta.

Min se encogió; por un momento, unos regueros de sangre reseca habían convertido el rostro de Gawyn en una sombría máscara. Fue como un doble mazazo: sus amigas se habían marchado —la idea de que estaban allí había hecho más fácil su viaje a la Torre—, y Gawyn iba a resultar herido el mismo día en que las Aes Sedai morirían.

A pesar de todo cuanto había visto desde que había entrado en la Torre, a pesar de su temor, nada de ello la había afectado personalmente hasta ahora. El desastre que se abatiría sobre la Torre se extendería más allá de Tar Valon, pero ella no pertenecía a este lugar y nunca lo haría. Sin embargo, Gawyn era alguien a quien conocía, a quien apreciaba, e iba a salir mucho más herido de lo que indicaba la sangre que había visto, más profundamente que con cualquier herida física. Tuvo la revelación de que, si la catástrofe alcanzaba a la Torre, no sólo saldrían heridas unas Aes Sedai con las que nada tenía que ver, mujeres con las que nunca estaría unida, sino también sus amigas. Ellas sí pertenecían a la Torre.

En cierto modo, se alegró de que Egwene y las otras no estuvieran allí; se alegró de no poder mirarlas y tal vez ver indicios de sus muertes. Y, sin embargo, quería mirarlas para estar segura, para no ver nada en ellas o ver que vivirían. En nombre de la Luz, ¿dónde estaban? ¿Por qué se habían marchado? Conociendo a las tres, creyó posible que, si Gawyn no sabía adónde habían ido, era porque no querían que lo supiera. Podía ser eso.

De repente recordó dónde estaba y por qué, y que no se encontraba sola con Gawyn. Sahra parecía haber olvidado que conducía a Min a presencia de la Amyrlin; parecía haber olvidado todo excepto al joven noble, a quien miraba con ojos tiernos, bien que él no lo notaba. Con todo, ya era inútil fingir que no conocía la Torre. Estaba ante la puerta de la Amyrlin, y ya no había nada que la pudiera detener.

—Gawyn, no sé dónde se encuentran, pero si están cumpliendo penitencia en una granja, sin duda estarán sudando a mares y con barro hasta la cintura, así que tú serías la última persona que querrían que las viera. —En realidad, estaba tan intranquila como Gawyn por la ausencia de sus amigas. Habían pasado muchas cosas, y estaban ocurriendo muchas más, y la mayoría tenía relación con ellas y consigo misma. Pero cabía en lo posible que las hubieran enviado a un lugar apartado como castigo—. No las ayudarás irritando a la Amyrlin.

—Ignoro si es cierto que están en una granja. Ni siquiera sé si están vivas. ¿A qué viene tanto secreto y tanta evasiva si sólo están arrancando malas hierbas? Como le ocurra algo a mi hermana… O a Egwene… —Bajó la vista al suelo con gesto ceñudo—. Se supone que he de cuidar de Elayne, pero ¿cómo voy a protegerla si ni siquiera sé dónde está?

—¿Crees que necesita que la cuiden? ¿Cualquiera de ellas? —Min suspiró. Claro que, si la Amyrlin las había enviado a alguna parte, quizá sí lo necesitaban. La Amyrlin era capaz de enviar a una mujer a la guarida de un oso sin mudar siquiera el gesto si ello convenía a sus propósitos. Y esperaría que la mujer regresara con la piel del oso o tirando del animal por una traílla, dependiendo de sus instrucciones. Pero decirle eso a Gawyn sólo conseguiría avivar su mal humor y aumentar su preocupación—. Gawyn, se han comprometido con la Torre, y no te agradecerán que te inmiscuyas.

—Sé que Elayne ya no es una niña —dijo el joven noble con paciencia—, a pesar de que a veces actúe como tal y otras juegue a ser una Aes Sedai. Pero es mi hermana, y, ante todo, es la heredera del trono de Andor. Será mi reina, después de mi madre. El reino la necesita sana y salva para que ocupe el trono y que no ocurra otra Sucesión de Andor.

¿Jugar a ser una Aes Sedai? Por lo visto, Gawyn no se daba cuenta del alcance del talento de su hermana. Desde que existía el reino, todas las herederas del trono de Andor habían sido enviadas a la Torre para ser entrenadas, pero Elayne era la primera con suficiente talento para alcanzar el título y ser una poderosa Aes Sedai. Probablemente, Gawyn tampoco sabía que el poder de Egwene era igualmente fuerte.

—¿Así que la protegerás lo quiera o no? —dijo con voz inexpresiva a fin de hacerle comprender que estaba cometiendo un error, pero él no se dio cuenta de su insinuación y asintió con la cabeza.

—Tal ha sido mi misión desde el día en que nació. Derramar mi sangre antes que se derrame la suya. Dar mi vida para salvar la de ella. Hice ese juramento cuando todavía casi no alcanzaba a verla por el borde de la cuna. Gareth Bryne tuvo que explicarme lo que significaba. Y no pienso romperlo ahora. Andor la necesita a ella más que a mí.

Lo dijo con tranquila certeza, un reconocimiento pleno de algo natural y justo que hizo estremecer a Min. Siempre había pensado en él como un muchacho risueño y bromista, pero ahora lo veía como alguien extraño. Pensó que el Creador debía de estar cansado cuando llegó el momento de hacer a los hombres; a veces casi no parecían seres humanos.

—¿Y Egwene? ¿Qué juramento hiciste con ella?

Su semblante permaneció impávido, pero movió los pies con nerviosismo.

—Estoy preocupado por Egwene, desde luego. Y por Nynaeve. Lo que les ocurra a las compañeras de Elayne también puede ocurrirle a ella. Doy por hecho que siguen juntas, ya que cuando se encontraban aquí rara vez veía a una sin la compañía de las otras.

—Mi madre me dijo siempre que me casara con un pobre mentiroso, y tú cumples todos los requisitos, salvo porque otro se te adelantó.

—Hay cosas que están predestinadas —repuso él en voz queda—, y otras que jamás ocurrirán. Galad está deshecho por la ausencia de Egwene. —Galad era su hermanastro, y ambos habían ido a Tar Valon para entrenarse con los Guardianes, siguiendo otra tradición andoriana. Galadedrid Damodred era la clase de hombre que llevaba al extremo el hacer siempre lo correcto, según el punto de vista de Min, pero Gawyn no le veía ninguna falta. Y jamás revelaría sus sentimientos por una mujer en la que Galad había puesto su corazón.

Min habría querido sacudirlo, hacerlo entrar en razón, pero ahora no había tiempo para eso, con la Amyrlin esperando y con todo lo que tenía que contarle. Y menos aún estando Sahra presente, mirara o no con ojos de cordero al joven.

—Gawyn, la Amyrlin me está esperando. ¿Dónde podemos encontrarnos cuando haya acabado de hablar con ella?

—Estaré en el patio de entrenamiento. El único momento en que olvido mi preocupación es mientras practico esgrima con Hammar. —Hammar era el Maestro de Armas y el Guardián que enseñaba esgrima—. Casi todos los días estoy allí hasta que el sol se pone.

—Entonces, de acuerdo. Iré tan pronto como me sea posible. Y procura tener cuidado con lo que dices. Si has hecho que la Amyrlin se enfade contigo, puede que repercuta en perjuicio de Elayne y Egwene.

—Eso no puedo prometerlo —dijo firmemente—. Algo va mal en el mundo. Cairhien se desangra en una guerra civil. Lo mismo, y aun peor, ocurre en Tarabon y en Arad Doman. Surgen falsos Dragones. Hay problemas y rumores por todas partes. No digo que la Torre esté tras ello, pero incluso aquí las cosas no son como deberían ser. O como parecen. La desaparición de Elayne y de Egwene no es el meollo de todo, pero sí una parte que me concierne. Descubriré dónde están, y si han sufrido algún daño… Si han muerto…

Su gesto se tornó ceñudo y por un instante su rostro volvió a ser aquella máscara sangrienta. Ahora, además, una espada flotaba encima de su cabeza, y detrás ondeaba una bandera. El arma, de empuñadura larga para asirla con las dos manos, muy semejante a las que utilizaban los Guardianes, tenía una garza grabada en su hoja ligeramente curvada, el símbolo de un maestro de la esgrima, y Min no estaba segura de si le pertenecía a Gawyn o lo amenazaba. El estandarte lucía el sello de Gawyn, el Jabalí Blanco, pero sobre campo verde, en lugar del rojo de Andor. Tanto la espada como la bandera desaparecieron con la sangre.

—Ten cuidado, Gawyn. —Lo dijo con doble sentido: cuidado con lo que decía y cuidado por algo que no podía explicar, ni siquiera a sí misma—. Debes ser muy prudente.

Los ojos del joven escudriñaron su rostro con atención, como si hubiera captado un significado más profundo en su advertencia.

—Lo intentaré —dijo finalmente. Esbozó una sonrisa, casi igual a la que ella recordaba, pero saltaba a la vista que era forzada—. Supongo que será mejor que regrese al patio de entrenamiento si no quiero quedarme retrasado con Galad. Conseguí alzarme con dos victorias de cinco contra Hammar esta mañana, pero Galad tuvo tres la última vez que se molestó en ir a los entrenamientos. —De repente dio la impresión de que la veía por primera vez, y su sonrisa se tornó sincera—. Deberías llevar vestido más a menudo. Te sienta bien. Y recuerda, estaré allí hasta la puesta de sol.

Mientras se alejaba caminando con un estilo muy parecido a la peligrosa gracia de un Guardián, Min reparó en que estaba alisándose el vestido sobre las caderas, y de inmediato dejó de hacerlo.

«¡Que la Luz fulmine a todos los hombres!», rezongó para sus adentros.

Sahra soltó el aire como si hubiera estado conteniendo la respiración.

—Es muy apuesto, ¿verdad? —dijo soñadoramente—. No tan atractivo como lord Galad, desde luego. Y lo conocéis, ¿no? —Era casi una pregunta, pero sólo casi.

Min hizo eco del suspiro de la novicia. La muchacha hablaría con sus amigas en los aposentos de las novicias, y el hijo de la reina era un tema habitual, sobre todo siendo apuesto y teniendo ese aire de héroe de una historia de juglar. El que conociera a una extraña mujer serviría de acicate para dar un nuevo interés a las especulaciones, pero no podía hacerse nada para remediarlo. En cualquier caso, ya no podía perjudicarlo.

—La Sede Amyrlin estará preguntándose por qué no hemos entrado —dijo.

Sahra volvió a la realidad con un respingo; tragó saliva con esfuerzo. Agarró a Min por una manga, se apresuró a abrir una de las puertas, y tiró de Min hacia el interior. En el momento en que estuvieron dentro, la novicia hizo una precipitada reverencia y el pánico la hizo hablar atropelladamente:

—La he traído, Leane Sedai. Es la señora Elmindreda. ¿Desea la Sede Amyrlin recibirla?

La mujer alta, de tez cobriza, que había en la antesala llevaba la estola de un palmo de ancho propia de la Guardiana de las Crónicas, de color azul para mostrar que procedía del Ajah de ese color. Con los puños en las caderas, esperó a que la jovencita terminara de hablar.

—Mucho has tardado en hacerlo, muchacha. Regresa a tus quehaceres —la despidió.

Sahra hizo una última reverencia y se escabulló con tanta rapidez como había entrado.

Min permaneció con la mirada gacha, la capucha todavía echada sobre la cabeza. Meter la pata delante de Sahra ya había sido bastante malo, aunque por lo menos la novicia no sabía su nombre, pero Leane la conocía mejor que cualquier otra persona de la Torre a excepción de la Amyrlin. Min estaba segura de que a estas alturas poco importaba ya, pero, después de lo ocurrido en el pasillo, tenía intención de atenerse a las instrucciones de Moraine hasta que se encontrara a solas con la Amyrlin.

Esta vez sus precauciones no sirvieron de nada. Leane adelantó dos pasos, le retiró la capucha, y gimió como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago. Min levantó la cabeza y le sostuvo la mirada con actitud desafiante, intentando fingir que su intención no era pasar inadvertida. El cabello liso y oscuro, sólo un poco más largo que el suyo propio, enmarcaba el rostro de la Guardiana; la expresión de la Aes Sedai era una mezcla de sorpresa y desagrado por haberse dejado sorprender.

—Así que eres Elmindreda —dijo Leane enérgicamente—. He de decir que te sienta mejor ese vestido que tu ropa… habitual.

—Llamadme Min, Leane Sedai, por favor. —Min se las arregló para guardar la compostura, aunque le costaba evitar mirar duramente a la Guardiana, en cuya voz había un timbre zumbón. Si su madre había querido ponerle el nombre de un personaje de un relato ¿por qué tuvo que ser el de una mujer que estaba todo el tiempo dedicando suspiros a los hombres o despertando su inspiración para componer canciones referentes a sus ojos o a su sonrisa?

—De acuerdo, Min. No preguntaré dónde has estado ni por qué has vuelto ataviada con un vestido y con la aparente intención de hacer una pregunta a la Amyrlin. Al menos, de momento no. —Su expresión dejaba muy claro que pensaba hacerlo más adelante y que no se conformaría con cualquier respuesta—. Supongo que la madre sabe quién es Elmindreda, ¿verdad? Sí, por supuesto. Debí suponerlo cuando ordenó que se te hiciera pasar de inmediato, y sola. Sólo la Luz sabe por qué te soporta. —Hizo una pausa y frunció el entrecejo—. ¿Qué pasa, muchacha? ¿Estás enferma?

Min se esforzó por mantener un gesto inexpresivo.

—No. No, estoy bien. —Durante un instante la Guardiana la había mirado a través de una máscara transparente de su propio semblante, una máscara crispada en un grito—. ¿Puedo entrar ya, Leane Sedai?

Leane la observó intensamente un momento más y después señaló la puerta de la cámara con un gesto brusco de la cabeza.

—Pasa —dijo.

La premura con que Min obedeció la orden habría satisfecho a la persona más exigente.

El estudio de la Sede Amyrlin había estado ocupado por muchas mujeres importantes y poderosas a lo largo de los siglos y la estancia estaba llena de recordatorios al respecto, desde una alta chimenea totalmente construida con mármol dorado de Kandor, ahora apagada, hasta el revestimiento de las paredes con entrepaños de una madera pálida y de extraño veteado, dura como el hierro y, aun así, trabajada con tallas que representaban bestias fabulosas y aves de singular plumaje. Dichos paneles se habían traído de las tierras misteriosas que había más allá del Yermo de Aiel, hacía más de un milenio, y la chimenea era el doble de antigua. Las baldosas de piedra roja pulida procedían de las Montañas de la Niebla. Los altos ventanales de medio punto se abrían a una balconada; la piedra tornasolada que enmarcaba los ventanales brillaba como perlas, y había sido rescatada de las ruinas de una ciudad que se hundió en el Mar de las Tormentas durante el Desmembramiento del Mundo; nunca se había visto cosa parecida.

La actual ocupante, sin embargo, Siuan Sanche, era hija de un pescador de Tear, y los muebles que había elegido eran austeros aunque bien construidos y pulidos por el tiempo y la cera. Estaba sentada en una sólida silla, detrás de una mesa grande y tan simple que no habría desentonado en una granja. La única otra silla que había en el estudio era igualmente sencilla, y por lo general estaba colocada a un lado, pero ahora se encontraba delante de la mesa, encima de una pequeña alfombra teariana con un simple diseño en colores azul, marrón y dorado. Media docena de libros descansaban, abiertos, sobre atriles repartidos por la estancia. Eso era todo. Encima de la chimenea colgaba una pintura que representaba pequeños botes de pesca faenando en los cañaverales de los Dedos del Dragón, como lo había hecho el bote de su padre.

A primera vista y a despecho de sus suaves rasgos, Siuan Sanche tenía la misma apariencia sencilla que sus muebles. También era recia, más atractiva que hermosa, y el único adorno de su atuendo era la ancha estola de la Sede Amyrlin que llevaba, con una franja de cada color de los siete Ajahs. Como ocurría con cualquier Aes Sedai, era imposible determinar su edad; en su oscuro cabello no había el menor atisbo de canas. Pero sus penetrantes ojos azules no admitían tonterías, y su firme mandíbula denotaba la férrea determinación de la mujer más joven que había sido elegida Sede Amyrlin. Durante más de diez años, Siuan Sanche había convocado a dirigentes y a poderosos, y ellos habían acudido a su llamada aun en el caso de que odiaran y temieran a la Torre Blanca y las Aes Sedai.

Mientras la Amyrlin rodeaba la mesa hacia la parte delantera, Min soltó el bulto en el suelo e inició una torpe reverencia, mascullando para sus adentros por tener que hacerlo. No es que quisiera ser irrespetuosa —tal cosa ni siquiera se le pasaba por la cabeza a cualquiera que estuviera frente a una mujer como Siuan Sanche— pero la inclinación que habría hecho normalmente con su atuendo habitual resultaría absurda llevando vestido, y sólo tenía una ligera idea de cómo se hacía una reverencia.

Con la rodilla medio doblada y las faldas extendidas, se quedó paralizada como una rana a punto de saltar. Siuan estaba en pie ante ella tan regia como cualquier soberana, pero durante un instante Min la vio tendida en el suelo, desnuda. Aparte de no llevar nada puesto, había algo chocante en la imagen, pero se desvaneció antes de que Min pudiera captar qué era. Era la visión más fuerte que jamás había experimentado y, sin embargo, no tenía la menor idea de su significado.

—Otra vez vuelves a ver cosas, ¿no es cierto? —dijo la Amyrlin—. Bien, no te quepa duda de que sacaré partido de esa habilidad tuya, como podría haberlo hecho durante todos los meses que has estado ausente. Pero no hablemos de ello. Lo hecho, hecho está. La Rueda teje los hilos a su voluntad. —Esbozó una sonrisa tirante—. Mas, si vuelves a marcharte, me haré unos guantes con tu piel. Levántate, muchacha. Leane me atosiga con tanta ceremonia en un solo mes que cualquier mujer sensata tendría de sobra para un año. Además, no tengo tiempo para eso, y menos en la actualidad. Bien ¿qué es lo que acabas de ver?

Min se levantó lentamente. Era un alivio encontrarse de nuevo con alguien que sabía lo de su talento, aunque ese alguien fuera la propia Sede Amyrlin. Con ella no tenía que ocultar lo que había visto. Todo lo contrario.

—Estabais… No llevabais nada de ropa. Yo no… no sé lo que significa, madre.

Siuan soltó una risa corta, seca.

—Sin duda voy a tener un amante. Pero tampoco tengo tiempo para eso. No lo hay para guiñar el ojo a los hombres cuando se está ocupada achicando agua para que no se hunda la nave.

—Tal vez —repuso Min lentamente. Podría significar eso, pero lo dudaba—. Simplemente, lo ignoro. Pero, madre, he estado viendo cosas desde el primer momento en que entré en la Torre. Va a ocurrir algo malo, algo terrible.

Empezó relatando lo de las Aes Sedai del vestíbulo y siguió con todo cuanto había visto, así como su significado cuando estaba segura de ello. No obstante, omitió gran parte de lo que Gawyn le había dicho; no tendría sentido su recomendación de que no enfureciera a la Sede Amyrlin si lo hacía ella al contarle ciertas cosas. Todo lo demás lo expuso tal como lo había visto, con total rigor. Dejó entrever parte de su temor al sacarlo a la luz, como si volviera a verlo; la voz le temblaba cuando acabó de hablar.

La expresión de la Amyrlin no se alteró en ningún momento.

—Así que has hablado con el joven Gawyn —dijo cuando Min terminó—. Bien, creo que podré convencerlo para que guarde silencio. Y en cuanto a Sahra, si lo que recuerdo de ella es correcto, convendrá que pase algún tiempo trabajando en el campo. No podrá propagar chismes mientras cava un huerto con la azada.

—No comprendo —dijo Min—. ¿Por qué tiene Gawyn que guardar silencio? ¿Acerca de qué? Yo no le conté nada. ¿Y Sahra? Madre, quizá no he sabido explicarme bien. Van a morir Aes Sedai y Guardianes, y eso tiene que significar una batalla. Y, a menos que mandéis lejos a un montón de Aes Sedai y de Guardianes, así como sirvientes, porque también vi sirvientes muertos y heridos… A menos que toméis esa medida, la batalla tendrá lugar aquí. ¡En Tar Valon!

—¿Es eso lo que viste? —demandó la Amyrlin—. ¿Una batalla? ¿Lo sabes por tu… tu talento o sólo es una suposición?

—¿Y qué otra cosa podía ser? Al menos cuatro Aes Sedai pueden darse por muertas. Madre, sólo he puesto los ojos en nueve personas, incluida vos, desde que entré, ¡y cuatro de ellas van a morir! Eso sin contar a los Guardianes… ¿Qué más podría significar?

—Muchas cosas. Más de las que quisiera imaginar —repuso Siuan con aire sombrío—. ¿Cuándo? ¿Cuánto falta para que ocurra… eso?

—No lo sé. —Min sacudió la cabeza—. Gran parte de ello ocurrirá en el transcurso de un día, puede que dos, pero igual podría ser mañana que dentro de un año. O diez.

—Recemos para que sean diez. Si fuera mañana, poco podría hacer para evitarlo.

Min se encogió. Sólo otras dos Aes Sedai aparte de Siuan Sanche sabían lo de su talento: Moraine y Verin Mathwin, que había intentado estudiar su talento. Una y otra sabían tanto como ella de cómo funcionaba, es decir, nada, aparte de que no tenía nada que ver con el Poder. Quizá fuera sólo por ese motivo por lo que Moraine parecía capaz de aceptar el hecho de que, cuando sabía el significado de una visión, ocurría.

—Tal vez sean los Capas Blancas, madre. Estaban por todas partes en Alindaer cuando crucé el puente. —No creía que los Hijos de la Luz tuvieran algo que ver con lo que se avecinaba, pero era reacia a decir lo que pensaba. Lo que pensaba, no lo que sabía; empero, ya era bastante malo.

Pero la Amyrlin estaba sacudiendo la cabeza antes de que terminara de hablar.

—Intentarían algo si estuvieran en disposición de hacerlo, no me cabe la menor duda. Les encantaría atacar la Torre, pero Elmon Valda no actuará abiertamente sin órdenes directas del capitán general, y Pedron Niall no atacará a menos que crea que estamos debilitados. Conoce muy bien nuestra fuerza para cometer una necedad. Durante mil años los Capas Blancas han actuado así: cazones en las redes, que aguardan un atisbo de sangre Aes Sedai en el agua. Pero hasta ahora no nos han visto heridas ni lo harán si yo puedo evitarlo.

—Sin embargo, si Valda intentara algo por su cuenta…

—Sólo cuenta con quinientos hombres en las inmediaciones de Tar Valon, muchacha —la interrumpió Siuan—. Despachó al resto hace semanas, a ocasionar problemas en otra parte. Las Murallas Resplandecientes rechazaron a los Aiel, y también a Artur Hawkwing. Valda jamás entrará en Tar Valon a menos que la ciudad se desmorone desde dentro. —El timbre de su voz no cambió al proseguir—: Pones mucho interés en convencerme de que los problemas vendrán por parte de los Capas Blancas. ¿Por qué? —En sus ojos no había rastro de dulzura.

—Porque es lo que quiero creer —farfulló Min. Se humedeció los labios y articuló las palabras que no deseaba pronunciar—: El collar de plata que vi en una de las Aes Sedai, madre, parecía… Parecía uno de los que… de esos que los seanchan utilizan para… para controlar a las mujeres capaces de encauzar. —Su voz se fue apagando a medida que la boca de Siuan se torcía en un gesto de asco.

—Unos objetos repugnantes —gruñó la Amyrlin—. Claro que mucha gente no cree ni una cuarta parte de lo que se cuenta de los seanchan. Es distinto tratándose de los Capas Blancas. Si los seanchan vuelven a desembarcar en cualquier parte, lo sabré en cuestión de días mediante palomas mensajeras, y hay un largo trecho desde el mar hasta Tar Valon. Si reaparecen, se me avisará con tiempo suficiente. No, me temo que lo que has visto sea algo aun peor que los seanchan. Me temo que sólo puede tratarse del Ajah Negro. Únicamente un puñado de nosotras estamos enteradas de su existencia, y no quiero pensar lo que ocurrirá cuando la noticia sea de dominio público, pero ellas son la mayor y más inmediata amenaza para la Torre.

Min se dio cuenta de que estaba aferrando la falda con tanta fuerza que las manos le dolían; tenía la boca seca como estropajo. La Torre Blanca siempre había negado la existencia de un Ajah secreto, dedicado al Oscuro. El modo infalible para encolerizar a una Aes Sedai era hacer una simple mención al respecto; en consecuencia, el que la Sede Amyrlin admitiera con tanta naturalidad que el Ajah Negro era algo real, hizo que un escalofrío recorriera la espina dorsal de Min.

Como si no hubiera dicho nada fuera de lo normal, la Amyrlin prosiguió:

—Pero no has venido desde tan lejos sólo para tener tus visiones. ¿Qué noticias traes de Moraine? Sé que el caos reina desde Arad Doman hasta Tarabon, por no hablar de cosas peores. —Sí, aquello no era lo peor, desde luego; los hombres que apoyaban al Dragón Renacido luchaban contra los que se oponían a él, y los dos países se debatían en una guerra civil mientras ellos todavía combatían por el dominio del llano de Almoth. El tono de Siuan desestimó todo eso como un pormenor—. Pero hace meses que no sé nada de Rand al’Thor, y él es foco de todo. ¿Dónde está? ¿En qué lo tiene ocupado Moraine? Siéntate, muchacha. Siéntate. —Señaló la silla que había frente a la mesa.

Min se acercó sosteniéndose apenas en las temblorosas piernas y se dejó caer en ella pesadamente. «El Ajah Negro. ¡Oh, Luz!» Se suponía que las Aes Sedai eran representantes de la Luz. Aunque nunca hubiera confiado realmente en ellas, tal premisa era algo que siempre había dado por hecho. Las Aes Sedai, y su poder, representaban la Luz contra la Sombra. Sólo que ahora tal cosa había dejado de ser verdad.

—Va camino de Tear —respondió, aunque apenas si se oyó a sí misma.

—¡A Tear! Entonces, su objetivo es Callandor. Lo que intenta Moraine es que saque la Espada que no Puede Tocarse de la Ciudadela de Tear. ¡Juro que la colgaré a secar al sol! ¡Haré que desee volver a ser una simple novicia! ¡Rand no puede estar preparado todavía para dar ese paso!

—No fue… —Min tuvo que aclararse la garganta—. No fue idea de Moraine. Rand se marchó en mitad de la noche, solo. Los otros lo siguieron, y Moraine me envió para que os lo dijera. A estas alturas es posible que hayan llegado a Tear. Por lo que sé, Callandor podría estar en su poder en este momento.

—¡Condenado sea! —bramó Siuan—. ¡En este momento podría estar muerto! Ojalá no hubiera oído una palabra de las Profecías del Dragón. Si estuviera en mi mano evitar que se enterara de algo más, lo haría.

—Pero ¿es que no tiene que cumplir las Profecías? No lo entiendo.

La Amyrlin se recostó en la mesa con aire cansado.

—¡Como si alguien entendiera la mayoría de ellas! No son las Profecías lo que lo hacen ser el Dragón Renacido; lo único que hace falta es que él lo admita, y tiene que haberlo hecho cuando va por Callandor. El propósito de las Profecías es anunciar al mundo quién es él para prepararlos, tanto al uno como al otro, para lo que se avecina. Si Moraine es capaz de ejercer algún control sobre Rand, lo guiará hacia las Profecías de las que tenemos certeza cuando esté preparado para hacerles frente. En cuanto a lo demás, tendremos que confiar en que lo que haga sea suficiente. Esperemos. La Luz lo quiera. Por lo que sé, ya ha hecho realidad algunas Profecías que ninguna de nosotras comprendemos.

—Así que tenéis intención de controlarlo. Dijo que intentaríais utilizarlo, pero ésta es la primera vez que os he oído admitirlo. —Min sintió un gran frío en su interior. Furiosa, añadió—: No lo habéis hecho muy bien hasta ahora, vos y Moraine.

El cansancio pareció resbalar por los hombros de Siuan, que se puso de pie y miró fijamente a Min.

—Harías bien en esperar que lo consiguiéramos. ¿Acaso piensas que podemos dejarlo a su libre albedrío? Terco y obstinado, indisciplinado, falto de preparación. Puede que esté volviéndose loco ya. ¿Crees que podemos confiar al Entramado, a su destino, el que conserve la vida como en un bonito cuento? Esto no es un relato y él no es un héroe invencible. Si su hilo se rompe en el Entramado, la Rueda del Tiempo no notará su ausencia, y el Creador no realizará milagros para salvarnos. Si Moraine es incapaz de tomar rizos a sus velas, es muy probable que Rand consiga que lo maten, y entonces ¿dónde estaremos? ¿En qué situación se encontrará el mundo? La prisión del Oscuro está debilitándose. Volverá a tocar el mundo; sólo es cuestión de tiempo. Si Rand al’Thor no está para hacerle frente en la Última Batalla, si ese testarudo y necio joven consigue que lo maten antes, el mundo está condenado. La Guerra del Poder se repetirá, y esta vez sin Lews Therin y sus Cien Compañeros. Y sólo habrá fuego y oscuridad para siempre. —Enmudeció de repente y observó a Min de hito en hito—. Vaya, así que por ahí sopla el viento, ¿no? Rand y tú. No esperaba esto.

Min sacudió la cabeza enérgicamente; sintió arderle las mejillas.

—¡Por supuesto que no! Sólo estaba… Es por lo de la Última Batalla y lo del Oscuro. ¡Luz! Sólo pensar que el Oscuro pueda quedar libre debe bastar para helarle la médula a un Guardián. Y lo del Ajah Negro…

—No intentes disimular —instó la Amyrlin bruscamente—. ¿Crees que es la primera vez que veo a una mujer asustada por la vida de su hombre? ¿Por qué no lo admites?

—De acuerdo —masculló finalmente Min, que rebulló en la silla. Los ojos de Siuan la taladraban, astutos e impacientes—. Os lo diré todo, aunque no sé de qué puede servirnos a ninguna de las dos. La primera vez que encontré a Rand, vi tres rostros de mujer, y uno de ellos era el mío. Nunca había visto nada sobre mí misma antes ni he vuelto a verlo después, pero supe lo que significaba: iba a enamorarme de él. Las tres lo amábamos.

—Tres. ¿Y quiénes son las otras dos?

—Los rostros estaban borrosos. —Min esbozó una sonrisa amarga—. No sé quiénes son.

—¿Y hay algo respecto a que él corresponda a tu amor?

—¡Nada! Ni siquiera me ha mirado dos veces. Creo que me considera como… como una hermana. ¡Así que no penséis en utilizarme para atarlo corto, porque no funcionará!

—Sin embargo, lo amas.

—No tengo elección en eso. —Min procuró hablar con un tono menos tétrico—. He intentado enfocarlo con humor, pero se me han terminado las risas. Puede que no me creáis, pero cuando sé lo que algo significa, ocurre.

La Amyrlin se dio golpecitos con el dedo en los labios mientras miraba a Min pensativamente.

Aquella mirada preocupó a Min. No había querido pasar a ocupar un primer plano en esta entrevista ni revelar tantas cosas; nada más lejos de su intención. No lo había contado todo, pero a estas alturas debería saber que no se debía dar una palanca a una Aes Sedai aun cuando ésta no supiera cómo utilizarla. Eran muy expertas en descubrir el modo de hacerlo.

—Madre, os he transmitido el mensaje de Moraine y os he dicho todo cuanto sé sobre el significado de mis visiones. No hay razón para que no pueda ponerme mis ropas y marcharme.

—¿Marcharte adónde?

—A Tear. —Después de hablar con Gawyn y asegurarse de que no hiciera una tontería. Hubiera querido preguntarle dónde estaban Egwene y las otras dos; pero, si la Amyrlin no se lo había dicho al hermano de Elayne, menos aún se lo diría a ella. Y Siuan Sanche todavía tenía aquella mirada penetrante en los ojos—. O dondequiera que esté Rand. Puede que sea una estúpida, pero no soy la primera mujer que hace el tonto por un hombre.

—Pero sí la primera que hace el tonto por el Dragón Renacido. Será peligroso estar junto a Rand al’Thor cuando el mundo descubra quién es y lo que es. Y si ahora empuña Callandor, el mundo lo sabrá muy pronto. La mitad querrá matarlo a toda costa, como si acabando con él pudiera impedir la Última Batalla o que el Oscuro quedara en libertad. Muchos cercanos a él morirán. Más te valdría quedarte aquí.

La Amyrlin se mostraba compasiva, pero Min no la creyó. No la creía capaz de tener ese sentimiento.

—Correré el riesgo. Tal vez pueda ayudarlo con mis visiones. Y la Torre tampoco ofrece mucha más seguridad, no mientras esté en ella una hermana Roja. Verán un hombre capaz de encauzar y olvidarán la Última Batalla y las Profecías del Dragón.

—Igual que harán muchos otros —comentó Siuan, calmosa—. Es difícil desarraigar las viejas ideas, tanto para las Aes Sedai como para los demás.

Min la miró perpleja. Siuan parecía estar de su parte en esto ahora.

—No es un secreto que soy amiga de Egwene y Nynaeve, y tampoco que ellas son del mismo pueblo que Rand. Para el Ajah Rojo, será conexión suficiente. Cuando la Torre descubra quién es él, probablemente me arrestarán antes de que acabe el día. Y lo mismo ocurrirá con Egwene y Nynaeve si no las ocultáis en alguna parte.

—En tal caso, nadie debe reconocerte. No se capturan peces si éstos ven la red. Sugiero que te olvides de tu chaqueta y tus pantalones de hombre durante un tiempo. —La Amyrlin sonreía como un gato sonríe a un ratón.

—¿Y qué pez esperáis pescar conmigo? —preguntó Min con un hilo de voz. Creía saberlo, y esperaba de todo corazón estar equivocada.

Pero su esperanza no impidió que la Amyrlin respondiera:

—Al Ajah Negro. Huyeron trece, pero temo que queden algunas más. No estoy segura de en quién puedo confiar; durante un tiempo tuve miedo de fiarme de alguien. No eres una Amiga Siniestra, lo sé, y tu peculiar talento podría sernos de ayuda. Al menos, serás otro par de ojos de confianza.

—Lo habéis planeado desde el momento en que entré, ¿verdad? Por eso es por lo que queríais que Gawyn y Sahra no lo comentaran. —La ira creció en su interior como el vapor de una tetera. Esta mujer decía «rana» y esperaba que la gente saltara. Y el que tal cosa ocurriera casi siempre sólo empeoraba las cosas. Pero ella no era ninguna rana ni la marioneta de nadie—. ¿Es eso lo que hicisteis con Egwene, Elayne y Nynaeve? ¿Enviarlas en busca del Ajah Negro? ¡Sois capaz de cualquier cosa!

—Tú lanza tus redes, muchacha, y deja que esas chicas lancen las suyas. En lo que a ti concierne, se encuentran en una granja de trabajo como castigo. ¿Me he explicado con claridad?

Aquella firme mirada hizo que Min rebullera en la silla. Era fácil desafiar a la Amyrlin… hasta que empezaba a mirarte con aquellos penetrantes y fríos ojos azules.

—Sí, madre. —La mansedumbre de esta respuesta la sacaba de quicio, pero una simple ojeada a la Amyrlin la convenció de que era mejor dejarlo estar. Pellizcó la fina lana de su vestido, como quitando motitas de polvo—. Supongo que no me moriré si llevo esto un poco más de tiempo. —De repente, Siuan parecía divertida, y Min sintió que se le ponía de punta el pelo de la nuca.

—Me temo que eso no será suficiente. Min con vestido sigue siendo Min para cualquiera que te mire de cerca. No puedes llevar puesta una capa con el embozo echado a todas horas. No, tienes que cambiar todo lo que sea factible. Para empezar, seguirás siendo Elmindreda. Después de todo, es tu nombre. —Min dio un respingo—. Tu cabello es casi tan largo como el de Leane, lo bastante para que lleves rizos. En cuanto al resto… Nunca me han gustado el colorete, los polvos y las pinturas, pero Leane recuerda cómo utilizarlos.

A Min se le habían abierto unos ojos como platos desde que sonó la palabra «rizos».

—Oh, no —exclamó.

—Nadie te identificará como la Min que viste pantalones una vez que Leane te haya convertido en una perfecta Elmindreda.

—¡Oh, no!

—En cuanto al motivo por el que te quedas en la Torre… ya encontraremos una razón adecuada para una vanidosa jovencita cuyo aspecto y forma de ser no tienen nada que ver con Min. —La Amyrlin frunció el entrecejo, sin hacer caso de los intentos que hacía Min para hablar—. Sí. Haré correr el rumor de que la dama Elmindreda alentó a dos pretendientes hasta el punto de que ha tenido que buscar refugio en la Torre hasta que decida a cuál de ellos elige. Todavía hay algunas mujeres que piden asilo cada año, y en ocasiones por motivos igualmente absurdos. —Su rostro se endureció, y la mirada de sus ojos se volvió más penetrante—. Si todavía estás pensando en ir a Tear, reflexiona. Ten en cuenta dónde podrás ser de más ayuda para Rand, si allí o aquí. Si el Ajah Negro echa abajo la Torre o, lo que es peor, se hace con el control, Rand perderá hasta el pequeño apoyo que puedo darle. Bien. ¿Qué eres? ¿Una mujer o una chiquilla ciegamente enamorada?

Estaba atrapada. Min lo veía tan claro como si llevara una argolla en el tobillo.

—¿Siempre conseguís saliros con la vuestra, madre?

—Casi siempre, muchacha. Casi siempre. —La sonrisa de la Amyrlin era aun más fría esta vez.


Elaida se acomodó el chal de flecos rojos mientras contemplaba pensativamente la puerta del estudio de la Amyrlin por la que las dos jóvenes acababan de entrar. La novicia salió casi de inmediato, echó un vistazo al rostro de Elaida y soltó un gemido que recordaba el balido de una oveja asustada. Elaida creyó reconocerla, aunque no conseguía acordarse de su nombre. Su tiempo estaba ocupado con asuntos más importantes que enseñar a unas miserables muchachas.

—¿Cómo te llamas?

—¡Sahra, Elaida Sedai! —La respuesta de la chiquilla fue un graznido entrecortado. Elaida no estaba interesada en las novicias, pero ellas la conocían, y también su reputación.

Ahora recordó a la chica. Una novelera con moderada habilidad que jamás llegaría a ser verdadero poder. No parecía probable que supiera algo más de lo que Elaida ya había oído y visto, o que recordara otra cosa que no fuera la sonrisa de Gawyn. Una estúpida. Elaida hizo un gesto con la mano, despidiéndola.

La chica saludó con una reverencia tan pronunciada que casi tocó las baldosas y luego se alejó a todo correr.

Elaida ni siquiera la vio marcharse. La hermana Roja se había dado media vuelta, la novicia olvidada ya. Echó a andar a paso vivo por el corredor sin que sus suaves rasgos denotaran la menor alteración, bien que su mente era un hervidero de ideas. Ni siquiera reparó en los sirvientes, las novicias y las Aceptadas que se apartaban precipitadamente de su camino y hacían una reverencia a su paso. Una vez estuvo a punto de chocar con una hermana Marrón que caminaba absorta, con la nariz metida en un fajo de notas. La regordeta Marrón reculó de un brinco al tiempo que soltaba un chillido sobresaltado que Elaida no oyó.

Con vestido o sin él, había reconocido a la joven que entró a ver a la Amyrlin. Era Min, la que había pasado tanto tiempo con Siuan Sanche en su primera visita a la Torre, aunque nadie sabía el motivo; la que era amiga íntima de Elayne, Egwene y Nynaeve. La Amyrlin estaba ocultando el paradero de esas tres. Elaida estaba segura de ello. Todos los informes respecto a que estaban haciendo penitencia trabajando en una granja le habían llegado de tercera o cuarta mano, procedentes de Siuan Sanche; aquello era suficiente para solapar cualquier juego de palabras destinado a eludir una mentira rotunda. Eso, por no mencionar el hecho de que todos los esfuerzos de Elaida para localizar esa granja habían sido infructuosos.

—¡Así la fulmine la Luz! —La ira se reflejó en su rostro un breve instante. No estaba segura de si su exabrupto iba dirigido a Siuan Sanche o a la heredera del trono, aunque vendría al caso a cualquiera de las dos. Una esbelta Aceptada la oyó, la miró de hito en hito y se quedó tan blanca como su vestido; Elaida siguió caminando sin reparar en ella.

Aparte de todo lo demás, la encolerizaba no poder localizar a Elayne. De vez en cuando, Elaida realizaba predicciones; aunque vaga y ocasionalmente, tenía la habilidad de ver acontecimientos futuros, cosa que no hacía ninguna otra Aes Sedai desde Gitara Moroso, muerta hacía ahora veinte años. Lo primero que Elaida predijo, cuando todavía era una Aceptada —y entonces ya estaba lo bastante advertida para no revelarle su habilidad a nadie— fue que el linaje real de Andor sería la clave para derrotar al Oscuro en la Última Batalla. Se había vinculado con Morgase tan pronto como se hizo patente que ella sería la sucesora en el trono, y había cimentado su influencia año tras año, pacientemente. Y ahora todos sus esfuerzos, todos sus desvelos y sacrificios —quizás habría sido Amyrlin de no haber dedicado todas sus energías a Andor— podían frustrarse por la desaparición de Elayne.

Hizo un gran esfuerzo para concentrarse de nuevo en lo que era importante ahora. Egwene y Nynaeve procedían del mismo pueblo que aquel extraño joven, Rand al’Thor; y Min lo conocía también, aunque había intentado ocultarlo por todos los medios. Rand al’Thor era el centro de todo.

Elaida sólo lo había visto una vez; se suponía que era un pastor de Dos Ríos, en Andor, pero tenía toda la apariencia de un Aiel. La predicción le llegó al verlo. Era un ta’veren, una de las contadas personas que, en lugar de ser tejidas en el Entramado a voluntad de la Rueda del Tiempo, obligaban al Entramado a tejer los hilos vitales a su alrededor, al menos durante un tiempo. Y Elaida había visto caos en torno a él, división y contiendas en Andor, y quizás en más partes del mundo. Pero Andor debía mantenerse incólume, ocurriera lo que ocurriera; aquella primera predicción la convenció de ello.

Había más hilos, suficientes para atrapar a Siuan en su propia red. Si se daba crédito a los rumores, había tres ta’veren, no sólo uno, todos ellos del mismo pueblo, Campo de Emond, y todos más o menos de la misma edad, hecho lo bastante extraño para levantar un montón de chismes en la Torre. Y en el viaje de Siuan a Shienar, hacía casi un año, los había visto e incluso había hablado con ellos: Rand al’Thor, Perrin Aybara y Matrim Cauthon. Se decía que era mera coincidencia, un hecho fortuito. Eso era lo que se comentaba. Quienes lo decían, ignoraban lo que Elaida sabía.

Cuando Elaida vio al joven al’Thor, fue Moraine quien se lo había llevado de manera clandestina y quien lo había acompañado a él y a los otros dos ta’veren a Shienar. Moraine Damodred, que había sido la mejor amiga de Siuan Sanche cuando eran novicias. Si Elaida fuera de las que hacían apuestas, habría apostado que nadie más en la Torre recordaba esa amistad. El día que adquirieron el rango de Aes Sedai, al final de la Guerra de Aiel, Siuan y Moraine se habían separado y después se comportaron casi como si fueran desconocidas. Pero Elaida había sido una de las Aceptadas encargadas de aquellas dos novicias, les había impartido las enseñanzas y las había reprendido por su pereza en las tareas, según recordaba. Casi no daba crédito al hecho de que su confabulación viniera desde tan lejos —al’Thor debía de haber nacido poco antes de eso—, pero aquél era el único eslabón que los conectaba a todos. Y para ella bastaba.

Lo que quiera que fuera que Siuan se traía entre manos, había que impedirlo. El tumulto y el caos se multiplicaban por doquier. El Oscuro acabaría escapando de su prisión —la sola idea hizo que Elaida sintiera un escalofrío y tuvo que ajustarse el chal— y la Torre tenía que mantenerse apartada de las disputas mundanales para hacer frente a aquello. La Torre había de tener libertad para tirar de los hilos a fin de que las naciones permanecieran unidas, libres de los problemas que Rand al’Thor causaría. Fuera como fuera, había que impedirle que destruyera Andor.

No le había contado a nadie lo que sabía de al’Thor, ya que tenía intención de encargarse de él discretamente, si ello era posible. El consejo de la Antecámara de la Torre ya había hablado de vigilar e incluso guiar a estos ta’veren; jamás acordarían deshacerse de ellos, de uno de ellos en particular, del único modo que debía hacerse. Por el bien de la Torre. Por el bien del mundo.

Hizo un sonido gutural, casi un gruñido. Siuan había sido siempre testaruda, hasta en sus tiempos de novicia; siempre se había dado mucha importancia para ser la hija de un pobre pescador, pero ¿cómo podía ser tan necia para mezclar a la Torre en esto sin informar a la Antecámara? Ella sabía tan bien como cualquiera lo que se avecinaba. Sólo había una cosa que podía ser peor…

Elaida se paró en seco y se quedó mirando al vacío. ¿Sería posible que ese tal al’Thor tuviera capacidad de encauzar? ¿O alguno de los otros dos? Ellos, no; en todo caso, al’Thor. No. Imposible. Ni siquiera Siuan tocaría a uno de ésos. No podía.

—¿Y quién sabe lo que esa mujer es capaz de hacer? —masculló—. Jamás fue la persona adecuada para el puesto de Sede Amyrlin.

—¿Hablando con vos misma, Elaida? Sé que vosotras, las Rojas, nunca tenéis amigas fuera de vuestro Ajah, pero dentro de él vos sí las tendréis, ¿verdad?

Elaida volvió la cabeza para mirar a Alviarin. La Aes Sedai de cuello de cisne sostuvo su mirada con la insufrible frialdad propia del Ajah Blanco. No había cariño entre las hermanas Rojas y las Blancas; habían mantenido posiciones enfrentadas en la Antecámara de la Torre desde hacía un millar de años. Las Blancas estaban de parte de las Azules, y Siuan había pertenecido al Ajah Azul. Pero el Ajah Blanco se preciaba de proceder por la desapasionada imparcialidad de la lógica.

—Acompañadme —dijo Elaida. Alviarin vaciló un instante antes de aceptar y echar a andar a su lado.

Al principio, la hermana Blanca enarcó una ceja con gesto despectivo al escuchar lo que Elaida tenía que decirle respecto a Siuan, pero antes de que acabara de hablar su frente estaba fruncida en una expresión concentrada.

—No tenéis prueba de nada… impropio —adujo cuando Elaida se calló finalmente.

—Aún no —respondió la Roja con firmeza. Se permitió esbozar una sonrisa tirante cuando Alviarin asintió en silencio. Era un comienzo. De un modo u otro, se pararía a Siuan antes de que destruyera la Torre.


Escondido entre los árboles caducos de un frondoso soto, en lo alto de la margen septentrional del río Taren, Dain Bornhald echó hacia atrás su blanca capa con el emblema de un ardiente sol dorado en el pecho, y atisbó por las lentes del tubo de cuero endurecido. Una nube de minúsculos bitemes zumbaba alrededor de su rostro, pero hizo caso omiso de ellos. En el pueblo de Embarcadero de Taren, al otro lado del río, las casas altas se alzaban sobre elevados cimientos como protección de las inundaciones que se repetían cada primavera. Los habitantes del pueblo se asomaban a las ventanas y salían a los pórticos para ver a los treinta jinetes de blancas capas montados en sus caballos y luciendo petos y cotas de malla. Una delegación de hombres y mujeres sostenía una entrevista con los jinetes o, por lo que Bornhald alcanzaba a ver, más bien escuchaba a Jaret Byar, lo que era mucho mejor.

Bornhald casi podía escuchar la voz de su padre: «Si les dejas que crean que hay una oportunidad, algún necio intentará aprovecharla. Entonces habrá que matar a ese necio, y otro intentará vengar al primero, así que habrá que volver a matar. Infunde en ellos el temor a la Luz desde el principio, hazles comprender que nadie sufrirá daño si hacen lo que se les dice, y no tendrás problemas».

Su mandíbula se puso tensa al pensar en su padre, ahora muerto. Iba a hacer algo al respecto, y pronto. Estaba seguro de que solamente Byar sabía por qué se había apresurado a aceptar esta misión en una comarca perdida en lo más remoto de Andor, y Byar no diría una palabra. El oficial había sido tan fiel al padre de Dain como un perro guardián, y había traspasado toda esa lealtad al hijo. Bornhald no había dudado un solo instante en nombrar a Byar su segundo cuando Elmon Valda le encargó esta misión.

Byar hizo volver grupas a su caballo y regresó cabalgando al transbordador. De inmediato, los hombres que manejaban la barcaza soltaron amarras y empezaron a tirar de los cabos para hacerla avanzar a través del caudaloso cauce. Byar observaba ceñudo a los hombres de los cabos, y ellos le echaron miradas nerviosas mientras hacían el recorrido completo hacia atrás y volvían a la parte delantera para coger los cables y empezar a tirar de nuevo. Todo parecía normal.

—Lord Bornhald…

Dain bajó el catalejo y volvió la cabeza. El hombre de rostro severo que había aparecido detrás de él estaba firme, mirando al frente bajo el yelmo cónico. A pesar del duro viaje desde Tar Valon, en el cual Bornhald había metido prisa kilómetro tras kilómetro, su armadura relucía tan impecable como su nívea capa con el rutilante sol dorado.

—¿Qué ocurre, Ivon?

—Me envía el centurio Farran, milord. Son los gitanos. Ordeith estaba hablando con tres de ellos, milord, y ahora han desaparecido los tres.

—¡Rayos y centellas! —Bornhald giró sobre sus talones y regresó precipitadamente hacia los árboles, seguido de cerca por Ivon.

Fuera de la vista del río, varios jinetes Capas Blancas cubrían los huecos entre los árboles, sosteniendo la lanza con despreocupada familiaridad o con el arco presto y apoyado sobre la perilla de la silla. Los caballos pateaban con impaciencia y sacudían las colas. Los jinetes aguantaban la espera con más estoicismo; ésta no sería la primera vez que cruzaban un río para entrar en territorio desconocido, y en esta ocasión nadie intentaría impedírselo. En el amplio claro que se abría detrás de los jinetes había una caravana de los Tuatha’an, el Pueblo Errante. Gitanos. Cerca de un centenar de carromatos tirados por caballos, semejantes a pequeñas casas cuadradas sobre ruedas, ofrecían un panorama de abigarrados colores que hacía daño a los ojos: rojo, verde, amarillo y cualquier tonalidad imaginable en combinaciones que sólo podían ser del agrado de un gitano. Ellos mismos vestían ropas que hacían palidecer el aspecto de los carros. Estaban sentados en el suelo, en un gran grupo arracimado, y contemplaban a los hombres a caballo con una extraña calma que irritaba; el débil llanto de un niño fue acallado enseguida por su madre. Cerca, los cadáveres de unos mastines formaban un montón sobre el que ya zumbaban las moscas. Los gitanos no levantarían una mano para defenderse, y los gruñidos de los perros habían sido más un alarde que agresividad, pero Bornhald no quiso correr riesgos.

Seis hombres era lo que consideró necesario para vigilar a los gitanos. A pesar del gesto rígido de sus semblantes, parecían azorados. Nadie miraba al séptimo jinete montado en un caballo cerca de los carros, un hombrecillo flaco con una gran nariz que llevaba una chaqueta gris que parecía demasiado grande para él a pesar de la calidad de su corte. Farran, un hombretón barbudo que a pesar de su gran tamaño era muy ágil, miraba ferozmente a los siete por igual. El centurio llevó la mano enguantada al pecho en un saludo, pero dejó que fuera Bornhald el que llevara toda la conversación.

—Quiero hablar con vos, maese Ordeith —dijo Dain en tono quedo. El hombrecillo flaco ladeó la cabeza y contempló largamente a Bornhald antes de desmontar. Farran gruñó, pero Dain mantuvo el tono de voz bajo—. Tres de los gitanos han desaparecido, maese Ordeith. ¿Acaso habéis puesto en práctica vuestra propia sugerencia?

Las primeras palabras que habían salido de la boca de Ordeith cuando vio a los gitanos fueron: «Matadlos. No son de utilidad». El propio Bornhald había matado a muchos hombres, pero jamás alcanzó esa indiferencia con que el hombrecillo había hablado.

Ordeith se frotó la larga nariz con un dedo.

—Vaya, ¿y por qué iba a matarlos? Sobre todo después de la reprimenda que me echasteis por sugerirlo. —Su acento lugareño era más acentuado hoy; aparecía y desaparecía sin que él pareciera advertirlo, otro detalle acerca de él que incomodaba a Bornhald.

—¿Los dejasteis pues escapar?

—Bueno, en cuanto a eso, me llevé a unos cuantos a un sitio donde pudiera descubrir lo que sabían. Sin que nadie me molestara, ¿comprendéis?

—¿Lo que sabían? En nombre de la Luz, ¿qué van a saber unos gitanos que nos interese?

—Eso nunca se sabe hasta que se pregunta, ¿no es cierto? No hice gran daño a ninguno de ellos, y les dije que regresaran a los carros. ¿Quién iba a imaginar que tendrían arrestos para huir habiendo tantos hombres vuestros por los alrededores?

Bornhald se dio cuenta de que estaba rechinando los dientes. Sus órdenes habían sido que se reuniera cuanto antes con este tipo extraño, el cual tendría más órdenes para él. A Bornhald no le gustaba ninguna de ellas, aunque tanto unas como otras llevaban el sello y la firma de Pedron Niall, capitán general de los Hijos de la Luz.

Eran muchas las cosas que no habían quedado claras, empezando por el rango exacto de Ordeith. El que el tal Ordeith estuviera bajo su mando también había sido algo impreciso, y no le gustaba la marcada implicación de que debería tomar en cuenta el consejo de este individuo. Hasta el motivo de enviar a tantos Hijos a este lugar atrasado había sido vago. Eliminar Amigos Siniestros, por supuesto, y difundir la Luz; eso se daba por entendido. Pero que casi media legión entrara en territorio andoriano sin permiso… La orden corría un gran riesgo si la noticia llegaba a oídos de la reina en Caemlyn; demasiado, tomando en cuenta las escasas explicaciones dadas a Bornhald.

Todo volvía a Ordeith. Bornhald no comprendía por qué el capitán general confiaba en este hombre, con sus astutas sonrisas, sus malos humores y sus miradas altivas; nunca se sabía con qué tipo de hombre se estaba hablando. Por no mencionar su acento cambiante a mitad de una frase. Los cincuenta Hijos que habían acompañado a Ordeith eran los tipos más hoscos y ceñudos que Bornhald había visto nunca. Estaba convencido de que Ordeith en persona los había elegido uno por uno para conseguir tantos gestos avinagrados, y ello decía mucho de la clase de hombre que escogería a gente así. No se salvaba ni su nombre, Ordeith, que en la Antigua Lengua significaba «ajenjo». Con todo, Bornhald tenía sus propias razones para estar allí. Cooperaría con el hombre, ya que tenía que hacerlo. Pero sólo hasta donde fuera su obligación.

Maese Ordeith —dijo, cuidando de dar a su voz un tono inexpresivo—, este transbordador es la única vía para entrar o salir de la comarca de Dos Ríos. —Eso no era del todo cierto. Según el mapa que tenía en su poder, no había ningún otro modo de cruzar el Taren excepto éste, y los tramos altos del Manetherendrelle, que bordeaban la región por el sur, no tenían vados, mientras que hacia el este se extendían ciénagas y pantanos. Aun así, tenía que haber una vía por el oeste, a través de las Montañas de la Niebla, aunque su mapa terminara al borde de la cordillera. Empero, en el mejor de los casos sería un cruce duro al que muchos de sus hombres no sobrevivirían, y no estaba dispuesto a permitir que Ordeith conociera esa pequeña posibilidad—. Cuando llegue el momento de regresar, si me encuentro con soldados andorianos defendiendo esta orilla del río, vos estaréis en primera fila para cruzar. Encontraréis muy interesante comprobar de cerca lo difícil que es abrirse camino a la fuerza a través de un río con la anchura de éste, ¿no creéis?

—Ésa es vuestra primera orden, ¿verdad? —En la voz de Ordeith había un timbre burlón—. Puede que esto figure como parte de Andor en un mapa, pero Caemlyn no ha enviado recaudadores de impuestos hasta tan lejos al oeste desde hace generaciones. Aunque estos árboles hablaran, ¿quién daría crédito a tres gitanos? Si pensáis que el riesgo es tan grande, recordad de quién es el sello plasmado en vuestras órdenes.

Farran dirigió una mirada a Bornhald e hizo intención de llevar la mano a la espada, pero Dain sacudió la cabeza levemente, y el oficial detuvo el gesto de la mano.

—Tengo intención de cruzar el río, maese Ordeith. Lo haré aunque la siguiente noticia que reciba sea que Gareth Bryne y los guardias de la reina estarán aquí al anochecer.

—Por supuesto —convino Ordeith, que de repente adoptó una actitud conciliatoria—. Habrá tanta gloria aquí como en Tar Valon, os lo aseguro. —Sus oscuros y profundos ojos adquirieron una mirada vidriosa, contemplando algo en la distancia—. Hay cosas en Tar Valon que yo también quiero.

Bornhald sacudió la cabeza. «He de cooperar con él».

Jaret Byar paró juntó a Farran y desmontó. Era tan alto como el centurio, su rostro era alargado, y tenía los ojos oscuros y muy hundidos. En su cuerpo no había ni un gramo de grasa.

—El pueblo está asegurado, milord, y Lucellin está atento para que nadie se escabulla. Faltó poco para se ensuciaran encima cuando mencioné a los Amigos Siniestros, y dijeron que no había ninguno en el pueblo. No obstante, entre la gente de más al sur sí que puede haberlos, según ellos.

—De más al sur ¿eh? —dijo Bornhald enérgicamente—. Veremos. Que trescientos crucen el río, Byar. Primero los hombres de Farran, y el resto cruzará después de que lo hayan hecho los gitanos. Y aseguraos de que no escapa ninguno más, ¿de acuerdo?

—Limpiaremos a fondo Dos Ríos —intervino Ordeith. Su estrecho rostro estaba crispado y la saliva le salía por la comisura de los labios—. ¡Los azotaremos, los desollaremos, les arrancaremos el alma! ¡Se lo prometí! ¡Ahora vendrá a mí! ¡Vendrá!

Bornhald indicó con un gesto a Byar y a Farran que cumplieran sus órdenes. «Es un demente. El capitán general me ha atado a un loco. Pero al menos encontraré el camino que me llevará hasta Perrin de Dos Ríos. ¡Cueste lo que cueste, vengaré a mi padre!»


Desde una terraza porticada en lo alto de una colina, la Augusta Señora Suroth contemplaba el ancho y torcido cuenco del puerto de Cantorin. Los lados afeitados de la cabeza le dejaban una ancha cresta de cabello negro que le colgaba por la espalda. Sus manos reposaban ligeramente sobre la suave balaustrada de piedra, tan blanca como su prístina vestidura con sus centenares de pliegues. Sus dedos producían un apagado y rítmico golpeteo al tamborilearlos de manera inconsciente con las larguísimas uñas, de las cuales las dos primeras de cada mano estaban pintadas de azul.

Una suave brisa soplaba del Océano Aricio y traía un penetrante olor a sal en su frescor. Las dos jóvenes arrodilladas contra la pared, detrás de la Augusta Señora, sostenían abanicos de plumas blancas, prestas para utilizarlos si la brisa dejaba de soplar. Otras dos mujeres y cuatro hombres jóvenes completaban la fila de figuras agachadas, esperando para servirla. Los ocho iban descalzos y vestían ropas finas y ligeras para complacer los gustos estéticos de la Augusta Señora con las límpidas líneas de sus miembros y la gracia de sus movimientos. En este momento, Suroth no reparaba en sus sirvientes, que bien podrían haber formado parte del mobiliario.

A los que sí veía era a los seis Guardias de la Muerte a cada extremo de la columnata, rígidos como estatuas, con sus lanzas adornadas con borlas negras y sus escudos lacados también en negro. Simbolizaban su triunfo; y su peligro. La Guardia de la Muerte sólo servía a la emperatriz y a sus representantes escogidos, y matarían o morirían con idéntico fervor si era preciso lo uno o lo otro. Había un dicho: «En las altas esferas, los caminos están pavimentados con dagas».

Las uñas de la Augusta Señora siguieron tamborileando sobre la balaustrada de piedra. ¡Qué estrecho era el filo de cuchilla por el que caminaba!

Los bajeles de los Atha’an Miere, los Marinos, abarrotaban el puerto interior, detrás del malecón; hasta los más grandes parecían demasiado estrechos para lo largos que eran. Los aparejos cortados hacían que las vergas y los botalones estuvieran ladeados en ángulos pronunciados. Las cubiertas aparecían vacías, ya que las tripulaciones estaban en tierra, bajo vigilancia, como todos los que en estas islas estuvieran capacitados para navegar por mar abierto. Fuera del puerto, montones de grandes navíos seanchan estaban anclados al otro lado de la bocana. Uno de ellos, con las listadas velas hinchadas por el viento, escoltaba a un gran número de pequeños pesqueros de vuelta al puerto. Si se hubieran dispersado, algunos de ellos habrían podido escapar, pero el navío seanchan llevaba a bordo a una damane, y una demostración de su poder había puesto freno a cualquier idea de huida. El casco quemado y destrozado de un bajel de los Marinos seguía encallado en un bajío legamoso, cerca de la bocana del puerto.

Suroth ignoraba hasta cuándo podría ocultar a los demás Marinos —y a los malditos del continente— que estas islas estaban en su poder. «El tiempo suficiente. Tiene que ser suficiente», pensó.

Podía decirse que había sido un milagro el que consiguiera reunir a la mayoría de las fuerzas seanchan después del desastre al que los había conducido el Augusto Señor Turak. A excepción de un puñado, todos los navíos que habían escapado de Falme estaban bajo su control, y nadie había cuestionado su derecho a ostentar el mando de los hailene, los Precursores. Si el milagro resistía, nadie en el continente sospecharía que estaban allí, a la espera de recobrar las tierras que debían reclamar por orden de la emperatriz, a la espera de llevar a cabo el Corenne, el Retorno. Sus espías ya exploraban el camino; no sería necesario volver a la Corte de las Nueve Lunas y pedir perdón a la emperatriz por un fracaso del que ni siquiera era responsable.

La idea de tener que disculparse ante la emperatriz la hizo estremecerse. Tal cosa era siempre humillante y, por lo general, dolorosa, pero lo que le daba escalofríos era la posibilidad de que le fuera negada la muerte al final, de que se la obligara a continuar como si nada hubiera ocurrido mientras que todos, plebeyos y aristócratas por igual, conocían su degradación. Un joven y apuesto sirviente apareció a su lado; llevaba un vestido de color verde pálido adornado con el brillante y exótico plumaje de los pájaros del sol. Alargó las manos hacia la prenda, prestando tan poca atención al sirviente como si sólo fuera un pegote de barro que hubiera junto a sus zapatillas de terciopelo.

Para evitar esa disculpa, debía recuperar lo que se había perdido hacía un milenio; y para conseguir tal cosa tenía que vérselas con ese hombre que, según las informaciones de sus espías, proclamaba ser el Dragón Renacido. «Si no hallo el modo de ocuparme de él, el enojo de la emperatriz será el menor de mis problemas».

Dio media vuelta suavemente y entró en la larga estancia que daba a la terraza; la pared exterior estaba totalmente ocupada por puertas y ventanales para dejar pasar la brisa. A Suroth le encantaba la pálida madera que revestía las paredes, suave y brillante como seda, pero había mandado retirar los muebles del antiguo propietario, el Atha’an Miere que había sido el último gobernador de Cantorin, y los había sustituido por unos cuantos biombos altos, casi todos ellos adornados con pinturas de pájaros y flores. Dos eran distintos. Uno de ellos representaba un gran felino moteado de Sen T’jore, grande como un poni, y el otro, un águila imperial negra con la cresta erizada a semejanza de una pálida corona y las alas, níveas las puntas, extendidas en su envergadura de más de dos metros. Estos biombos se consideraban vulgares, pero a Suroth le gustaban los animales. Puesto que no había sido posible llevarse consigo su colección de animales salvajes a través del Océano Aricio, había hecho que pintaran en los biombos a sus dos especies favoritas. Nunca le había hecho gracia que le negaran un capricho.

Tres mujeres la esperaban en el mismo sitio donde las había dejado, una postrada en el desnudo y pulido suelo, taraceado con dibujos de madera clara y oscura. Las que estaban arrodilladas llevaban los vestidos azul oscuro de las sul’dam, con apliques de paño rojo en la pechera y los laterales de la falda, en los que había bordados unos rayos plateados y zigzagueantes. Una de las dos, Alwhin, una mujer de cara afilada, ojos azules y permanente gesto ceñudo, tenía el lado izquierdo de la cabeza afeitado, mientras que el resto del pelo le colgaba hasta el hombro en una trenza de color castaño claro.

Suroth apretó los labios un momento al ver a Alwhin. Ninguna sul’dam había ascendido jamás a la categoría de so’jhin, la hereditaria alta servidumbre de la Sangre, y mucho menos a Voz de la Sangre. Empero, hubo razones para hacerlo en el caso de Alwhin. Sabía demasiado.

Aun así, fue a la mujer tendida boca abajo en el suelo, vestida completamente de gris, a quien Suroth dirigió su atención. Un ancho collar de metal plateado rodeaba la garganta de la mujer e iba unido por una brillante cadena a un brazalete del mismo material que llevaba puesto en la muñeca la otra sul’dam, Taisa. El conjunto del collar y el brazalete, conocido como a’dam, permitía a Taisa controlar a la mujer de gris. Y había que controlarla. Era una damane, una mujer capaz de encauzar la energía y, por ende, demasiado peligrosa para dejarla en libertad. El recuerdo de los Ejércitos de la Noche permanecía indeleble en la mente de los seanchan al cabo de mil años de su destrucción.

Los ojos de Suroth pasaron de una a otra sul’dam con inquietud; ya no confiaba en ninguna de las de su clase, pero no tenía más remedio que fiarse de ellas. No había nadie más capaz de controlar a las damane, pero sin las damane… La misma idea era inconcebible. El poder de los seanchan, el del propio Trono de Cristal, se basaba en las damane controladas. Había muchas cosas en las que Suroth no tenía elección; demasiadas para su gusto. Como por ejemplo, lo de Alwhin, que actuaba como si hubiera sido so’jhin toda su vida. No, más bien como si perteneciera a la aristocracia y estuviera arrodillada sólo porque quería.

—Pura. —La damane se llamaba de otra manera cuando era una de las odiadas Aes Sedai, antes de caer en manos de los seanchan, pero Suroth no sabía cuál era ese nombre ni le importaba. La mujer de gris se puso en tensión, pero no levantó la cabeza; su adiestramiento había sido particularmente duro—. Te lo preguntaré otra vez, Pura. ¿Cómo controla la Torre Blanca a ese hombre que se hace llamar el Dragón Renacido?

La damane movió ligeramente la cabeza, sólo lo suficiente para lanzar una atemorizada ojeada a Taisa. Si su respuesta no era satisfactoria, la sul’dam le infligiría dolor sin necesidad de mover un solo dedo, a través del a’dam.

—La Torre no intentaría controlar a un falso Dragón, Augusta Señora —contestó Pura, jadeante—. Lo capturaría y lo amansaría.

Taisa miró a la Augusta Señora con un gesto interrogante e indignado. La respuesta había eludido la pregunta de Suroth y quizás hasta implicaba que una aristócrata había dicho una mentira. Suroth sacudió ligeramente la cabeza, pues no deseaba tener que esperar a que la damane se recuperara del castigo, y Taisa hizo un gesto de conformidad.

—Una vez más, Pura, ¿qué sabes de las Aes Sedai…? —Los labios de Suroth se crisparon al mancharse con ese nombre, y Alwhin soltó un gruñido de asco—. ¿… las Aes Sedai que ayudan a ese hombre? Te lo advierto. Nuestros soldados lucharon contra mujeres de la Torre, mujeres que encauzaban el Poder, en Falme, así que no trates de negarlo.

—Pura…, Pura no lo sabe, Augusta Señora. —En la voz de la damane había un timbre de apremio, de irresolución; lanzó otra ojeada a Taisa. Era evidente que deseaba con toda su alma que la creyeran—. Tal vez… Tal vez la Amyrlin o la Antecámara de la Torre… No, no lo harían. Pura no lo sabe, Augusta Señora.

—Ese hombre es capaz de encauzar el Poder —dijo Suroth en tono cortante. La mujer tendida en el suelo gimió, aunque ya había oído antes las mismas palabras en boca de Suroth, a quien repetirlas hizo que se le revolviera el estómago, pero no lo dejó entrever. Muy poco de lo ocurrido en Falme había sido obra del encauzamiento de Poder por parte de mujeres; la damane podía percibirlo, y la sul’dam que portaba el brazalete siempre sabía lo que su damane sentía. Ello significaba que tenía que haber sido obra de un hombre. Y también que ese hombre era tremendamente poderoso. Tanto que Suroth se había sorprendido a sí misma preguntándose en un par de ocasiones, sintiéndose acosada por la náusea, si sería realmente el Dragón Renacido. «Eso es imposible», se dijo con firmeza. En cualquier caso, lo mismo daba para sus planes.

—No puedo creer que la Torre Blanca permita que un hombre así esté libre. ¿Cómo lo controlan?

La damane permaneció tendida de bruces, callada, los hombros sacudidos por los sollozos.

—¡Responde a la Augusta Señora! —instó Taisa duramente. No se movió pero Pura dio un respingo y se encogió como si le hubieran azotado las caderas. Era un golpe descargado a través del a’dam.

—P… Pura no lo sa… sabe. —La damane extendió una mano vacilante como queriendo tocar el pie de Suroth—. Por favor. Pura ha aprendido a obedecer. Pura sólo dice la verdad. Por favor, no castiguéis a Pura.

Suroth retrocedió un paso suavemente, sin demostrar la irritación que sentía porque una damane la hubiera obligado a moverse, por haber estado a punto de que la tocara una mujer que podía encauzar la energía. Sentía la necesidad de bañarse, como si el contacto se hubiera producido realmente.

Los oscuros ojos de Taisa se desorbitaron en un gesto ultrajado por el descaro que había mostrado la damane, la vergüenza tiñó de púrpura sus mejillas por haber permitido que tal cosa ocurriera mientras ella portaba el brazalete de la mujer. Estaba dividida entre el impulso de postrarse junto a la damane para pedir perdón a la Augusta Señora y el de castigar a la mujer en ese mismo instante. Alwhin observaba la escena con los labios apretados en un gesto de desdén; cada rasgo de su semblante ponía de manifiesto que cosas así no ocurrían cuando ella llevaba el brazalete.

Suroth levantó ligeramente un dedo en un pequeño gesto que todo so’jhin conocía desde la infancia, una simple orden de retirarse.

Alwhin tardó un poco en interpretarlo, y después intentó disimular su desliz volviéndose bruscamente hacia Taisa.

—Quita a esta… criatura de la vista de la Augusta Señora Suroth. Y, cuando la hayas castigado, ve a Surela y dile que controlas a tus damane como si nunca hubieras portado el brazalete. Dile que te debe…

Suroth puso una barrera entre la voz de Alwhin y su cerebro. Nada de aquello era orden suya a excepción de que se retiraran, pero ella estaba por encima de las disputas entre sul’dam. Pura se las estaba ingeniando para ocultar algo; sus espías le habían informado que las mujeres de la Torre Blanca no podían mentir. Había resultado de todo punto imposible conseguir que Pura dijera la más pequeña mentira, como que un pañuelo blanco era negro, pero aquello no bastaba como prueba concluyente. Habría quien aceptaría las lágrimas de la damane y sus protestas de incapacidad, le hiciera lo que le hiciera la sul’dam; pero ninguno de los que lo aceptaran habría sido designado para dirigir el Regreso. Tal vez a Pura le quedaba algo de voluntad, o era lo bastante lista para aprovechar la creencia de que era incapaz de mentir. Ninguna de las mujeres sujetas por el collar que procedían del continente era totalmente obediente ni de fiar, como lo eran las damane traídas de Seanchan. Ninguna de ellas aceptaba realmente lo que eran, como lo hacían las damane seanchan. ¿Quién sabía los secretos que podía ocultar una que se proclamaba Aes Sedai?

No por primera vez, la Augusta Señora Suroth deseó tener a la otra Aes Sedai capturada en Punta de Toman. Habiendo dos a las que interrogar habría resultado más fácil coger las mentiras y los subterfugios, pero era un deseo irrealizable. La otra podía estar muerta, ahogada en el mar, o exhibida en la Corte de las Nueve Lunas. Algunos de los barcos que Suroth no había conseguido agrupar se las habían arreglado para regresar a través del océano, y en uno de ellos podía ir la mujer.

La propia Suroth había enviado un navío con informes cuidadosamente redactados hacía seis meses, tan pronto como se aseguró su posición al mando de los Precursores. A bordo del navío viajaban un capitán y tripulantes cuyas familias habían estado al servicio de la suya desde que Luthair Paendrag se proclamó a sí mismo emperador, casi mil años antes. Enviar el barco había sido una jugada arriesgada, ya que la emperatriz podía mandar a alguien para que ocupara el puesto de Suroth. Sin embargo, no hacerlo habría sido mucho más arriesgado; en tal caso sólo una victoria absoluta y aplastante la habría salvado. Puede que ni siquiera eso. En consecuencia, la emperatriz estaba enterada de lo de Falme, del desastre provocado por Turak y de la intención de Suroth de proseguir con la misión. Pero ¿qué opinaría de todo ello y qué medidas estaría tomando al respecto? Eso era un tema mucho más preocupante que cualquier cosa que estuviera relacionada con una damane, fuera lo que fuera antes de que se la sometiera con el collar.

Pero la emperatriz no lo sabía todo. Lo peor no podía confiarse a ningún mensajero, por muy leal que éste fuera. Únicamente pasaría directamente de los labios de Suroth a los oídos de la emperatriz, y Suroth se había esmerado en mantenerlo en secreto. Sólo quedaban vivas cuatro personas que estaban enteradas de ello, y dos de ellas jamás se lo contarían a nadie por propia voluntad.

—Únicamente tres muertes asegurarían su impenetrabilidad.

Suroth no se dio cuenta de que había mascullado esto último en voz baja hasta que Alwhin dijo:

—Y, no obstante, necesitáis vivas a las tres. —La mujer había adoptado una actitud adecuadamente sumisa, e incluso la estratagema de mantener agachados los ojos de manera que podía atisbar el más mínimo gesto de Suroth. También el tono de su voz era humilde—. ¿Quién sabe, Augusta Señora, lo que la emperatriz, ¡larga vida tenga!, podría hacer si se enterara del intento de ocultarle semejante información?

En lugar de responder, Suroth volvió a hacer el leve gesto con el que despedía a la sul’dam. De nuevo Alwhin vaciló, y en esta ocasión sólo podía deberse a una mera renuencia a marcharse; la mujer se estaba creciendo cada vez más. Después hizo una profunda reverencia y se retiró.

Suroth tuvo que hacer un esfuerzo para calmarse. La sul’dam y las otras dos era un problema que no estaba en condiciones de resolver ahora, pero la paciencia era condición indispensable para los miembros de la Sangre. Aquellos que no la tenían estaban abocados a terminar en la Torre de los Cuervos.

En la terraza, los sirvientes arrodillados acentuaron un poco más su postura inclinada cuando la aristócrata reapareció en ella. Los soldados mantenían la vigilancia para asegurarse de que nadie la molestara. Suroth regresó al lugar que ocupaba antes en la balaustrada, y esta vez contempló el mar, en la dirección donde se encontraba el continente, cientos de kilómetros al este.

Ser la persona que tuviera éxito dirigiendo a los Precursores, los que iniciaban el Retorno, le procuraría muchos honores. Puede que incluso la adopción en la familia de la emperatriz, aunque tal honor no estaba exento de complicaciones. Ser también quien capturara al tal Dragón, ya fuera falso o real, junto con los recursos obtenidos con el control de su increíble poder…

«Pero cuando lo capture, si lo capturo, ¿se lo entregaré a la emperatriz? Ésa es la cuestión».

Sus largas uñas empezaron a tamborilear de nuevo sobre la balaustrada de piedra.

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