34 El que Viene con el Alba

Las sombras del amanecer se acortaron y difuminaron mientras Rand y Mat trotaban a través del árido y todavía oscuro suelo del valle, dejando atrás Rhuidean y la eterna niebla que la envolvía. El aire seco apuntaba el calor que haría durante el día, pero la verdad era que la ligera brisa le resultaba fría a Rand, que no llevaba chaqueta. No duraría mucho, empero; el sol abrasador no tardaría en caer de lleno sobre ellos. Mantenían un trote vivo con la esperanza de adelantarse a la salida del astro, pero el joven dudaba que lo consiguieran. Por mucha prisa que se dieran, no sería suficiente.

Mat trotaba con paso inseguro, dolorido; un oscuro churrete se extendía sobre la mitad de su cara. Llevaba la chaqueta abierta de manera que se veía la camisa desatada y pegada al pecho por otro manchón de sangre medio seca. De vez en cuando se tocaba con sumo cuidado el grueso verdugón que le rodeaba la garganta y que ahora estaba casi negro. Gruñía entre dientes y tropezaba a menudo, viéndose obligado a apoyarse en la extraña lanza de mango negro al tiempo que se apretaba la cabeza. Sin embargo no se quejaba, lo que era mala señal. Mat era de los que protestaban por las pequeñas incomodidades, de modo que si ahora estaba callado era porque el dolor era fuerte de verdad.

Rand sentía como si algo le estuviera hurgando en la vieja herida del costado que nunca había acabado de curarse, y los cortes del rostro y la cabeza le ardían; trotaba pesadamente, medio doblado sobre el dolorido costado, pero apenas si prestó atención a sus molestias. Era plenamente consciente de que el sol estaba saliendo a su espalda y que los Aiel esperaban en la pelada montaña que había al frente. Allí arriba había agua y sombra, y la ayuda que precisaba Mat. El sol saliente detrás y los Aiel delante. El amanecer y los Aiel.

El que Viene con el Alba. Aquella Aes Sedai que había visto —o que soñó que había visto, antes de Rhuidean— había hablado como si tuviera el don de la Predicción. «Os unirá a todos con unos lazos imposibles de romper. Os llevará de regreso y os destruirá». Palabras pronunciadas como una profecía. Destruirlos. Las Profecías anunciaban que él desmembraría el mundo otra vez. La idea lo horrorizaba. Tal vez fuera capaz de evitar esa parte al menos, pero la guerra, la muerte y la destrucción ya brotaban a su paso. Tear era el primer sitio que no había dejado inmerso en el caos, con hombres muriendo y pueblos ardiendo, desde hacía… Lo que le parecía una eternidad.

De pronto deseó encontrarse a lomos de Jeade’en y alejarse galopando tan deprisa como pudiera llevarlo el caballo. No era la primera vez que sentía el imperioso deseo de escapar. «Pero no puedo huir. Tengo que hacerlo porque no hay nadie más. O lo hago o el Oscuro vence. —Una disyuntiva peliaguda, pero era la única que había—. Mas ¿por qué habría de destruir a los Aiel? ¿Y cómo?»

Esta última idea le heló el alma. Era casi tanto como aceptar que lo haría, que debía hacerlo, y él no quería hacer daño a los Aiel.

—Oh, Luz —masculló ásperamente—. Yo no quiero destruir a nadie. —De nuevo sentía la boca como si la tuviera llena de polvo.

Mat lo miró de soslayo, en silencio; con recelo.

«Aún no estoy loco», pensó sombríamente Rand.

En la parte alta de la ladera de la montaña, los Aiel empezaban a moverse por los tres campamentos. La realidad, contemplada con desapasionamiento, era que los necesitaba. Ésa era la razón de que empezara a plantearse todo esto cuando descubrió que el Dragón Renacido y El que Viene con el Alba podían ser la misma persona. Necesitaba gente en la que confiar, que lo siguiera por algo más que por el miedo que inspiraba o por codicia o por obtener poder. Gente que no planeara utilizarlo para sus propios fines. Por ello había cumplido los requisitos exigidos, y ahora se serviría de ellos. Porque no tenía más remedio. No, todavía no estaba loco —eso creía—, pero muchos estarían convencidos de lo contrario antes de que hubiera acabado.

El sol salió y el calor cayó sobre ellos con la fuerza aplastante de un mazazo cuando aún no habían empezado a ascender la ladera de Chaendaer. Rand trepó por la abrupta vertiente todo lo deprisa que le era posible, salvando depresiones y repechos, esquivando afloramientos rocosos; su garganta ya no recordaba cuándo había tragado agua por última vez, y el sol le secaba la camisa con igual rapidez con que el sudor la humedecía. Mat tampoco necesitaba que lo acuciara nadie. Había agua allí arriba.

Bair se encontraba delante de las tiendas bajas de las Sabias sosteniendo en las manos un odre que brillaba por la humedad condensada. Rand se lamió los labios cortados, convencido de que veía relucir las diminutas gotitas.

—¿Dónde está? ¿Qué le habéis hecho?

La increpación, manifestada en tono perentorio, hizo que Rand se parara en seco. El hombre pelirrojo, Couladin, estaba encaramado en lo alto de un macizo peñasco de granito que afloraba en la ladera. Más personas del clan Shaido se arracimaban alrededor de la base y sus ojos se clavaban en Rand y en Mat. Algunos iban velados.

—¿De qué hablas? —contestó Rand, cuya voz se quebró a causa de la sequedad de la garganta.

Couladin abrió desmesuradamente los ojos en un gesto de agravio.

—¡De Muradin, hombre de las tierras húmedas! Entró dos días antes que vosotros y sin embargo habéis salido primero. ¡Jamás fracasaría donde vosotros habéis sobrevivido! ¡Tenéis que haberlo matado!

A Rand le pareció oír un grito procedente de las tiendas de las Sabias; pero, antes de que tuviera tiempo siquiera de parpadear, Couladin se revolvió como una serpiente y le arrojó una lanza. La siguieron otras dos disparadas desde la base del peñasco.

En una reacción instintiva, Rand entró en contacto con el saidin y la llameante espada apareció en sus manos; la blandió como un remolino, ejecutando la maniobra Torbellino en la montaña —un nombre muy apropiado—, y partió los astiles de dos de las lanzas. Mat giró la lanza negra con el tiempo justo de desviar la tercera.

—¡Ahí tenéis la prueba! —aulló Couladin—. ¡Entraron armados en Rhuidean! ¡Está prohibido! ¡Mirad esas manchas de sangre! ¡Han matado a Muradin! —Todavía no había acabado de hablar cuando arrojó otra lanza, y esta vez fue una entre las doce que salieron disparadas.

Rand se zambulló de cabeza hacia un lado, apenas consciente de que Mat saltaba al lado contrario; antes de que tocara el suelo ninguno de los dos, las lanzas se precipitaron en el punto donde un instante antes estaba Rand de pie y chocaron unas contra otras. El joven rodó sobre sí mismo y se incorporó aprovechando el impulso; entonces vio las lanzas embebidas en el suelo rocoso, formando un círculo perfecto alrededor del punto de donde había saltado. Por un instante, hasta Couladin se quedó petrificado.

—¡Basta! —gritó Bair, que echó a correr cuesta abajo, rompiendo la extraña inmovilidad en que el tiempo parecía haberse detenido. Ni la larga falda ni su edad fueron impedimentos que estorbaran su descenso, ligero como el de una muchacha en contraste con la blancura de su cabello. Estaba furiosa—. ¡La paz de Rhuidean, Couladin! —Su fina voz sonaba como una vara de hierro—. Es la segunda vez que intentas romperla. ¡Hazlo una tercera y serás declarado proscrito! ¡Lo juro! ¡Tú y cualquiera que mueva una mano! —Se frenó delante de Rand, de cara a los Shaido, con el odre alzado como si tuviera intención de emprenderla a golpes—. ¡Y si alguien no me cree, que levante un arma! ¡Aquel que se atreva, será privado de sombra conforme al Acuerdo de Rhuidean, se le negará pertenencia a dominio, clan o tienda, y su propio septiar le dará caza como a una alimaña!

Algunos de los Shaido se apresuraron a bajarse el velo, no todos; las amenazas de la Sabia no habían disuadido a Couladin.

—¡Van armados, Bair! ¡Entraron armados en Rhuidean! ¡Eso está…!

—¡Silencio! —La Sabia agitó un puño en su dirección—. ¿Cómo te atreves a hablar de armas tú, que te disponías a romper la paz de Rhuidean y matar con el rostro sin velar? No llevaron armas con ellos, de eso doy testimonio. —De manera deliberada le dio la espalda, pero la mirada que asestó a Rand y a Mat no era menos dura que la que había dirigido a Couladin. Hizo una mueca de desagrado al ver la extraña lanza de Mat—. ¿Encontraste eso en Rhuidean, chico?

—Me la entregaron, anciana —gruñó ásperamente Mat—. Pagué por ella y pienso quedarme con ella.

La mujer soltó un bufido.

—Los dos tenéis un aspecto como si os hubieseis revolcado sobre cuchillas. ¿Qué…? No, ya me lo contaréis después. —Miró la espada forjada por el Poder que sostenía Rand en la mano y se estremeció—. Líbrate de eso, y muéstrales las marcas antes de que ese necio de Couladin trate de enardecerlos otra vez. Con ese genio suyo sería capaz de arrastrar a todo su clan al destierro sin pensarlo dos veces. ¡Deprisa!

El joven se quedó mirándola un momento, sin entender. ¿Marcas? Entonces recordó lo que Rhuarc le había enseñado en cierta ocasión, la marca de un hombre que había salido vivo de Rhuidean. Hizo desaparecer la espada, desató la lazada del puño izquierdo de su camisa y se remangó hasta el codo.

Alrededor del antebrazo se enroscaba una figura igual a la del estandarte del Dragón, una criatura sinuosa de rojiza melena y con el cuerpo cubierto de escamas doradas y escarlatas. Esperaba verla allí, por supuesto, pero a pesar de todo le causó una gran impresión. La criatura parecía formar parte de su piel, como si aquel ser inexistente se hubiera metido dentro de él. No sentía nada diferente en el brazo, pero las escamas resplandecían a la luz del sol como metal bruñido; daba la impresión de que si tocaba aquella melena dorada que se extendía sobre su muñeca percibiría el tacto de cada cabello.

Levantó el brazo en el aire nada más descubrirlo para que Couladin y los suyos pudieran verlo. Un sordo murmullo se alzó entre los Shaido, y Couladin torció la boca como si soltara un gruñido inaudible. El número de Shaido fue en aumento a medida que más miembros del clan bajaban corriendo de las tiendas hasta el peñasco. Rhuarc se encontraba un poco más arriba de la ladera, junto a Heirn y a sus Jindo; observaban cautelosamente a los Shaido, y a Rand con una expectación que no menguó su brazo levantado. Lan estaba a mitad de camino entre los dos grupos, con las manos apoyadas sobre la empuñadura de la espada y en el rostro una expresión borrascosa.

Justo en el momento en que Rand empezaba a caer en la cuenta de que los Aiel esperaban algo más, Egwene y las otras tres Sabias bajaron atropelladamente la ladera y llegaron ante él. Las Sabias parecían abochornadas por haber tenido que bajar corriendo y tan furiosas como Bair. Amys asestó a Couladin una mirada que levantaba ampollas, mientras que la rubia Melaine contemplaba a Rand como si lo culpara de lo ocurrido. Seana sólo parecía dispuesta a emprenderla a mordiscos con las rocas. Egwene, que llevaba un pañuelo alrededor de la cabeza y cayendo sobre los hombros, los miró a Mat y a él entre consternada y como si hubiera esperado que no volvería a verlos.

—Necio —rezongó Bair—. Todas las señales. —Echó el odre a Mat, cogió el brazo derecho de Rand y le retiró la manga dejando a la vista una réplica exacta de la criatura marcada en su brazo izquierdo. Soltó el aire que había estado conteniendo en un largo suspiro. Parecía guardar un difícil equilibrio sobre el filo de una cuchilla entre el alivio y la aprensión. No cabía duda; abrigaba la esperanza de que la segunda marca estuviera pero, a la vez, la asustaba. Amys y las otras dos Sabias hicieron eco de su suspiro. Era extraño ver asustadas a unas Aiel.

Rand estuvo a punto de echarse a reír, pero no porque le pareciera divertido. «Dos veces será marcado». Eso era lo que decían las Profecías del Dragón. En la palma de cada mano tenía grabada una garza, y ahora, éstas. Una de las peculiares criaturas —Dragones, los llamaban las Profecías— se suponía que era para recuperar «el recuerdo perdido», e indudablemente Rhuidean había cumplido de sobra esa premisa al mostrarle la historia perdida de los orígenes de los Aiel. La otra era «por el precio que había de pagar». Se preguntó si faltaría poco para saldar esa cuenta y cuántos más tendrían que pagarla también. Aunque había procurado ser el único, siempre había habido alguien más.

Atemorizada o no, Bair no vaciló en levantar el brazo del joven y mostrarlo a la par que proclamaba en voz alta:

—Contemplad lo que jamás ha visto nadie. Ha sido elegido un Car’a’carn, un jefe de jefes. ¡Nacido de una Doncella ha llegado de Rhuidean con el alba, de acuerdo con la profecía, para unir a los Aiel! ¡La profecía ha empezado a cumplirse!

La reacción de los Aiel no tuvo nada que ver con lo que Rand había imaginado. Couladin lo contempló fijamente, con más odio que antes si tal cosa era posible, y después bajó del peñasco de un salto y se encaminó hacia las tiendas Shaido, donde desapareció. Los demás Shaido empezaron a dispersarse después de mirar a Rand con expresión inescrutable, y también regresaron a sus tiendas. Heirn y los guerreros del septiar Jindo hicieron otro tanto sin apenas vacilar. En cuestión de minutos sólo quedaba Rhuarc, en cuyos ojos se reflejaba una gran preocupación. Lan se dirigió hacia el jefe de clan y se reunió con él; a juzgar por su semblante, el Guardián ni siquiera había visto a Rand. El joven no sabía con certeza qué había esperado que ocurriera pero, desde luego, no esto.

—¡Que me aspen! —murmuró Mat. Hasta ese momento no parecía haberse dado cuenta de que tenía el odre en las manos. Sacó el tapón y levantó el pellejo dejando que le cayera casi tanta agua sobre el rostro como dentro de la boca. Cuando finalmente lo bajó, volvió a mirar las marcas de los brazos de Rand y sacudió la cabeza a la par que repetía—: ¡Que me aspen! —Y tendió a su amigo el odre húmedo.

Rand estaba mirando a las Aiel, consternado, pero bebió de buena gana. Tenía la garganta tan seca que pasar los primeros tragos le hizo daño.

—¿Qué os ha ocurrido? —demandó Egwene—. ¿Os atacó Muradin?

—Está totalmente prohibido hablar de lo que sucede en Rhuidean —dijo, cortante, Bair.

—No fue Muradin —repuso Rand—. ¿Dónde está Moraine? Esperaba que fuera la primera en salir a recibirnos. —Se frotó la cara; la sangre reseca se quedó pegada a su mano en oscuras escamillas—. Por una vez no me importaría que me curara sin pedir antes permiso.

—A mí tampoco —convino Mat con voz enronquecida. Se tambaleó y tuvo que sujetarse en la lanza al tiempo que se apretaba la frente con la mano—. Siento como si tuviera una rueca dentro del cerebro, girando sin parar.

—Sigue en Rhuidean, supongo. —Egwene pareció encogerse—. Pero, si vosotros habéis salido finalmente, quizá también ella lo haga. Se marchó al poco de iros. Y Aviendha. Todos llevabais ausentes mucho tiempo.

—¿Que Moraine fue a Rhuidean? —repitió Rand con incredulidad—. ¿Y Aviendha también? ¿Por qué…? —De repente su cerebro registró lo otro que había dicho la muchacha—. ¿Qué es eso de «mucho tiempo»?

—Hoy es el séptimo día —respondió Egwene—. Hace una semana que todos bajasteis al valle.

El odre se le cayó de las manos. Seana lo recogió con presteza antes de que más del preciado líquido, tan escaso en el Yermo, se desperdiciara sobre la rocosa ladera. Rand casi ni lo advirtió. Siete días. Podía haber pasado cualquier cosa en ese período. «A lo mejor están a punto de localizarme si han imaginado lo que estoy planeando. He de actuar, y rápido. Tengo que ir por delante de ellos. No he llegado tan lejos para fracasar ahora».

Todos lo observaban fijamente, incluso Rhuarc y Mat, y la preocupación se manifestaba en sus rostros con mayor intensidad. Y también el recelo. No era de extrañar. ¿Quién podía saber lo que iba a hacer a continuación o hasta qué punto estaba aún en su sano juicio? Únicamente Lan mantuvo inalterable su gesto impasible.

—Te dije que era Aviendha, Rand. En cueros, como su madre la trajo al mundo. —La voz de Mat sonó como si tuviera la garganta en carne viva; sus piernas no parecían muy estables.

—¿De cuánto tiempo más dispone Moraine para regresar? —preguntó Rand. Si se había marchado al mismo tiempo que ellos, debería estar a punto de volver.

—Si no ha regresado al décimo día, ya no lo hará —repuso Bair—. Nadie ha vuelto después del décimo día.

Unos tres días más, quizá. Tres días más, cuando ya había perdido siete. «Pues que vengan. ¡No fracasaré!» Tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse y no gruñir enseñando los dientes como una alimaña.

—Podéis encauzar. O, al menos, una de vosotras puede. Vi cómo lanzabais por el aire a Couladin. ¿Querréis curar a Mat?

Amys y Melaine intercambiaron una mirada que sólo podía tildarse de pesarosa.

—Nuestros conocimientos han seguido otros caminos —dijo Amys, apesadumbrada—. Hay Sabias capaces de hacer lo que pides, hasta cierto punto, pero no nos contamos entre ellas.

—¿Qué queréis decir? —exclamó, iracundo—. Podéis encauzar como las Aes Sedai. ¿Por qué entonces no podéis curar como ellas? Para empezar, no queríais que Mat fuera a Rhuidean. ¿Es que queréis dejarlo morir por ello?

—Sobreviviré —dijo su amigo, pero sus ojos estaban transidos de dolor.

—No todas las Aes Sedai son capaces de curar bien —dijo Egwene suavemente mientras ponía la mano sobre el brazo de Rand, procurando que se tranquilizara—. Las mejores Curadoras pertenecen al Ajan Amarillo. Sheriam, la Maestra de las Novicias, no es capaz de sanar algo más serio que una contusión o un pequeño corte. No existen dos mujeres que tengan exactamente las mismas habilidades ni igual capacidad en los Talentos.

El tono de la joven lo irritó. No era un niño enrabietado al que tuviera que calmar. Miró, ceñudo, a las Sabias. Ya fuera porque no podían o porque no querían, Mat y él tendrían que esperar a Moraine. Eso si no habían acabado con ella aquellas criaturas de polvo que sin duda eran obra de otra burbuja del mal. Debería haberse disipado a estas alturas; la de Tear había desaparecido en un momento dado. «Esos seres de polvo no la habrían detenido. Encauzaría para librarse de ellos. Sabe lo que se hace, no tiene que imaginar qué hacer en cada momento, como me ocurre a mí». Entonces ¿por qué no había vuelto todavía? Y, en primer lugar, ¿por qué había tenido que ir y por qué no la había visto? Qué pregunta tan estúpida. En Rhuidean podrían haber estado cien personas sin que se vieran unas a otras. Demasiados interrogantes y ninguna respuesta hasta que Moraine regresara. Puede que ni siquiera entonces.

—Hay hierbas y ungüentos —dijo Seana—. Resguardaos del sol y nos ocuparemos de vuestras heridas.

—Lo haremos, sí —murmuró Rand. Estaba siendo grosero pero le daba igual. ¿Por qué había ido Moraine a Rhuidean? No se fiaba de ella; seguiría intentando empujarlo en la dirección que consideraba mejor, sin importarle un bledo lo que él opinara. Estando Moraine allí, ¿quién le aseguraba que no había influido en lo que había visto o que no lo había cambiado de algún modo? Si sospechaba lo que estaba planeando…

Echó a andar hacia las tiendas Jindo —seguramente la gente de Couladin no le ofrecería un lugar donde descansar—, pero Amys lo hizo cambiar de dirección hacia el pequeño terreno llano que había un poco más arriba, donde estaban las tiendas de las Sabias.

—Es posible que todavía no se sientan a gusto teniéndote entre ellos —dijo, a lo que Rhuarc, que caminaba al lado de la mujer, se mostró de acuerdo asintiendo con la cabeza.

—Esto no es asunto vuestro, Aan’allein —le dijo Melaine a Lan—. Vos y Rhuarc llevad a Matrim a…

—No —se opuso Rand—. Se quedan conmigo. —En parte lo hizo porque quería obtener algunas respuestas del jefe de clan y en parte por pura obstinación. Estas Sabias se mostraban dispuestas a guiarlo con una traílla, exactamente igual que Moraine, y no estaba dispuesto a consentirlo. Las mujeres se miraron entre sí y luego asintieron con la cabeza, como si accedieran a una petición. Pues si creían que iba a ser un niño bueno sólo porque le daban un caramelo, estaban muy equivocadas—. Me extraña que no hayáis acompañado a Moraine —le comentó a Lan, haciendo caso omiso de las Sabias y de sus gestos de asentimiento.

Una fugaz expresión de azoramiento asomó al rostro del Guardián.

—Las Sabias se las ingeniaron para ocultar su partida hasta casi el anochecer —respondió, muy estirado—. Después me… convencieron de que ir tras ella no tenía sentido. Afirmaron que aunque la siguiera no la encontraría hasta que estuviera ya de vuelta y para entonces no precisaría mi ayuda. Empero, ahora no estoy tan seguro de haber obrado bien haciéndoles caso.

—¡Hacernos caso! —resopló Melaine. Los brazaletes de oro y marfil tintinearon cuando se ajustó el chal con gesto irritado—. No puede esperarse de un hombre que actúe razonablemente. Lo más probable es que hubieseis muerto y que hubieseis provocado también su muerte.

—Melaine y yo tuvimos que sujetarlo a la fuerza gran parte de la noche hasta que empezó a atender a razones —añadió Amys. En su leve sonrisa había un atisbo de jovialidad y otro poco de ironía.

El semblante del Guardián parecía tallado en piedra. No era de extrañar si las Sabias habían tenido que utilizar el Poder con él. ¿Qué demonios estaba haciendo Moraine en Rhuidean?

—Rhuarc, ¿cómo se supone que he de unir a los Aiel? —le preguntó al jefe de clan—. No parece que quieran verme siquiera. —Levantó los brazos desnudos un momento, y las escamas de los Dragones relucieron bajo la cegadora luz del sol—. Éstos me señalan como El que Viene con el Alba, pero prácticamente todo el mundo desapareció tan pronto como los mostré.

—Una cosa es saber que la profecía se cumplirá en algún momento —respondió lentamente Rhuarc—, y otra es ver cómo empieza a cumplirse ante tus propios ojos. Se anuncia que harás de los clanes un solo pueblo otra vez, como lo éramos en el lejano pasado, pero hemos luchado unos contra otros durante casi tanto tiempo como contra el resto del mundo. Y, para algunos de nosotros, eso no será todo.

«Os unirá a todos y os destruirá». Rhuarc también debía de haber oído esas palabras; e igualmente los otros jefes de clan y las Sabias, si habían entrado en aquel bosque de brillantes columnas de cristal. O si Moraine no había preparado una visión especial para él.

—¿Todo el mundo ve lo mismo dentro de esas columnas, Rhuarc?

—¡No! —espetó Melaine; sus verdes ojos tenían un brillo acerado—. Guardad silencio o haced que se marchen Aan’allein y Matrim. Y tú también tendrías que irte, Egwene.

—No está permitido hablar de lo que ocurre dentro de Rhuidean excepto con quienes han estado allí —intervino Amys con un timbre ligeramente más suave—. Incluso en esos casos, pocos hablan de su experiencia. Y en raras ocasiones.

—Me propongo cambiar lo que está permitido y lo que no —les anunció Rand con un tono impávido—. Empezad a acostumbraros a ello. —Pilló a Egwene rezongando entre dientes que lo que le hacía falta era un buen cachete, y sonrió a la joven con sorna—. Puesto que lo ha pedido con tanta educación, Egwene puede quedarse también.

La muchacha le sacó la lengua; de repente se puso colorada al darse cuenta de lo que había hecho.

—Cambiar —repitió Rhuarc—. Sabes que trae cambios consigo, Amys. Lo que nos convierte en niños solos y asustados en la oscuridad es ignorar cuáles y cómo. Puesto que ha de ocurrir, que sea ya. No hay dos jefes de clan con los que he hablado que hayan visto exactamente las mismas cosas y a través de los mismos ojos, Rand, hasta el compartir el agua y participar en la asamblea donde se tomó el Acuerdo de Rhuidean. Si les pasa lo mismo a las Sabias, eso es algo que desconozco, pero sospecho que sí. Imagino que tiene que ver con el linaje. Creo que yo vi a través de los ojos de mis antepasados, y tú, de los de los tuyos.

Amys y las otras Sabias guardaron un sombrío silencio, iracundas. Mat y Egwene los miraban con una expresión igualmente desconcertada. Sólo Lan parecía no estar escuchando una palabra de lo que se hablaba; estaba concentrado en sí mismo, sin duda preocupado por la seguridad de Moraine.

Rand se sentía raro. Ver a través de los ojos de sus antepasados. Hacía unos meses que sabía que Tam al’Thor no era su verdadero padre, que lo habían encontrado, recién nacido, en las laderas del Monte del Dragón después de la última batalla de la Guerra de Aiel. Un recién nacido junto a su madre muerta, una Doncella Lancera. Había proclamado su ascendencia Aiel al demandar la entrada a Rhuidean, pero era ahora, en este momento, cuando su cerebro empezaba a asimilar la realidad de tal hecho. Sus antepasados. Aiel.

—Entonces, también viste Rhuidean al inicio de su construcción —musitó—. Y a las dos Aes Sedai. ¿Oíste lo que dijo una de ellas? —«Y os destruirá».

—Lo oí. —La actitud resignada de Rhuarc era la del hombre que se ha enterado de que no hay más remedio que cortarle una pierna—. Lo sé.

—¿Qué era lo de «compartir el agua»? —cambió de tema Rand.

Las cejas del jefe de clan se arquearon por la sorpresa.

—¿No lo reconociste? Claro que no veo por qué habrías de recordarlo. No has crecido oyendo los relatos. Según las historias más antiguas, desde el día en que empezó el Desmembramiento del Mundo hasta el que entramos por primera vez en la Tierra de los Tres Pliegues, sólo hubo un pueblo que no nos atacó, que nos permitió coger agua libremente cuando la necesitamos. Nos llevó tiempo descubrir quiénes fueron. En cualquier caso, eso ya acabó. El compromiso de paz se rompió; los Asesinos del Árbol nos escupieron a la cara.

—Cairhien —murmuró Rand—. Te refieres a Cairhien y a Avendoraldera y a Laman, que taló el Árbol.

—Con la muerte, Laman expió su castigo. —La voz de Rhuarc carecía de inflexiones—. Los quebrantadores del juramento acabaron con la tradición. —Miró a Rand de soslayo—. Algunos, como Couladin, lo entienden como prueba de que no podemos confiar en nadie que no sea Aiel. En parte es por lo que te odia. En parte. Tendrá por mentira tu ascendencia y tus rasgos. O al menos será lo que manifieste en voz alta.

Rand sacudió la cabeza. A veces Moraine hablaba sobre la complejidad del Entramado de una Era, de la Urdimbre tejida por la Rueda del Tiempo con los hilos de las vidas humanas. Si los antepasados de los cairhieninos no hubieran permitido a los Aiel coger agua tres mil años atrás, entonces Cairhien jamás habría obtenido el derecho a utilizar la Ruta de la Seda a través del Yermo, con un retoño de Avendesora como prenda del compromiso. Sin esta prenda, el rey Laman no habría tenido el Árbol para cortarlo; no habría habido Guerra de Aiel; y él no habría nacido en la ladera del Monte del Dragón para ser recogido y criado en Dos Ríos. ¿Cuántos pormenores más como ése había habido que, al llevar a una decisión en un sentido u otro, afectaron el tejido del Entramado durante miles de años? Un millón de pequeños detalles ramificándose, todos cambiando el Entramado hacia nuevos diseños. Él mismo era un punto ramificándose, y tal vez Mat y Perrin también. Lo que hicieran o dejaran de hacer crearía ondas que se expandirían a lo largos de años, a lo largo de Eras.

Miró a Mat, que subía la cuesta a trancas y barrancas, sosteniéndose en su lanza, con la cabeza gacha y los ojos entrecerrados en un gesto de dolor. «El Creador no debía de estar pensando lo que hacía cuando puso el futuro sobre los hombros de tres muchachos campesinos. No puedo desentenderme de esa responsabilidad. He de cargar con ella, cueste lo que cueste».

Llegaron a las tiendas bajas y sin laterales de las Sabias, y las mujeres se agacharon para entrar al tiempo que murmuraban algo sobre agua y sombra. Agarraron a Mat y lo metieron tirando de él; prueba de lo mucho que le dolían la cabeza y la garganta fue que el joven no sólo obedeció sino que lo hizo en silencio.

Rand se dispuso a entrar a continuación, pero Lan le puso la mano en el hombro y lo detuvo.

—¿La viste ahí dentro? —preguntó el Guardián.

—No, Lan, lo siento. Pero si hay alguien capaz de salir a salvo de ese lugar, es Moraine.

El Guardián asintió con un gruñido y retiró la mano.

—Ten cuidado con Couladin, Rand. Conozco a los de su clase. La ambición le corroe las entrañas y sacrificaría el mundo entero con tal de alcanzar su meta.

Aan’allein está en lo cierto —abundó Rhuarc—. Los dragones de tus brazos no significarán nada si mueres antes de que los demás jefes de clan conozcan su existencia. Tomaré medidas para que siempre haya algunos Jindo de Heirn cerca de ti hasta que lleguemos a Peñas Frías. E, incluso entonces, Couladin tratará de crear problemas y los Shaido al menos lo apoyarán. Puede que también lo hagan otros. La Profecía de Rhuidean dice que te criarían gentes que no pertenecen al linaje, pero cabe la posibilidad de que Couladin no sea el único que sólo vea en ti a un hombre de las tierras húmedas.

—Procuraré estar alerta y tener ojos en la espalda —contestó secamente Rand. En los relatos, cuando alguien cumplía una profecía, todo el mundo gritaba «¡Helo ahí!» o algo por el estilo y luego sólo quedaba ocuparse de los villanos. Por lo visto en la vida real no ocurría de ese modo.

Cuando entraron en la tienda Mat ya estaba sentado en un cojín rojo de borlones dorados y le habían quitado la chaqueta y la camisa. Una mujer vestida con una túnica blanca con capucha acababa de lavarle la sangre seca de la cara y empezaba a hacer lo mismo con la del pecho. Amys sujetaba un almirez de piedra entre las rodillas y mezclaba algún tipo de ungüento con el majador mientras que Bair y Seana vigilaban la cocción de unas hierbas en un puchero.

Melaine hizo una mueca de disgusto al ver a Lan y a Rhuarc entrar en la tienda, y después clavó sus verdes ojos en Rand.

—Descúbrete el torso —instó fríamente—. Los cortes de la cara no parecen importantes, pero quiero ver qué te hace ir doblado.

Golpeó un pequeño gong de bronce, y otra mujer vestida con túnica blanca entró agachándose por la parte posterior de la tienda; traía una palangana de plata con agua caliente y unos lienzos sobre el brazo.

Rand tomó asiento en un cojín y se obligó a adoptar una postura erguida.

—No es nada de lo que debáis preocuparos —le aseguró.

La mujer de blanco se arrodilló grácilmente a su lado y, rechazando la mano de Rand, que intentaba coger el paño retorcido que había mojado en la palangana, empezó a lavarle la cara con suavidad. El joven se preguntó quién sería; parecía una Aiel, pero no actuaba como tal. Sus ojos grises manifestaban una resuelta mansedumbre.

—Es una vieja herida —informó Egwene a la Sabia de cabello rubio—. Todos los intentos de Moraine para sanarla por completo han resultado infructuosos. —La mirada que asestó a Rand manifestaba que, por pura cortesía, debería haber aclarado este punto.

No obstante, por las miradas que intercambiaron las Sabias Rand sacó la conclusión de que Egwene había sido muy explícita. Una herida que una Aes Sedai había sido incapaz de curar; aquello las desconcertaba. Moraine siempre había aprovechado la ventaja de saber, aparentemente, más que él sobre sí mismo, y la relación entre ambos había sido difícil y compleja. A lo mejor no tenía tantos problemas con las Sabias si éstas no sabían a qué atenerse.

Mat hizo un gesto de dolor cuando Amys empezó a frotar los cortes del pecho con el ungüento. Si el escozor que producía era tan fuerte y desagradable como el olor que soltaba, no era de extrañar que su amigo se encogiera. Bair le tendió una copa de plata a Mat.

—Bebe, joven. Una infusión de ortiga y convalaria te aliviará esos dolores de cabeza.

Mat no vaciló en tomárselo de un solo trago; luego se estremeció y puso gesto de asco.

—Sabe como si lo hubieseis preparado con el cuero de mis botas. —Sin embargo, y a pesar de estar sentado, se las ingenió para hacerles una reverencia que no tenía nada que envidiar a las de los tearianos excepto por el hecho de estar desnudo de cintura para arriba, y que sólo estropeó su repentina mueca de guasa—. Os lo agradezco, Sabias. No os preguntaré si agregasteis algo más para darle ese sabor… memorable.

Las quedas risas de Bair y Seana podían estar motivadas porque, en efecto, hubieran añadido algo o por todo lo contrario, pero, al parecer, Mat había hallado como siempre el modo de ganarse el favor de las mujeres. Incluso Melaine le dedicó una fugaz sonrisa.

—Rhuarc —dijo Rand—, si Couladin tiene intención de ocasionar problemas necesito adelantarme a él. ¿Cómo he de informarles a los jefes de clan? Me refiero a mí, a esto. —Levantó los brazos con las marcas de los dragones. La mujer de blanco que estaba a su lado limpiando un largo corte que tenía en el cuero cabelludo eludió mirarlos de manera deliberada.

—No hay ningún requisito formal establecido. ¿Para qué iba a haberlo tratándose de algo que sólo ocurre una vez? Aun así, cuando es necesario tener una reunión entre jefes de clan hay lugares en los que impera algo parecido a la paz de Rhuidean. El más próximo a Peñas Frías y a Rhuidean es Alcair Dal. Allí podrías mostrar las pruebas a los jefes de clan y de septiares.

¿Al’cair Dal? —intervino Mat, que lo pronunció dándole un tono sutilmente distinto—. ¿La Cuenca Dorada?

—Sí —asintió Rhuarc—. Un cañón circular, aunque no tiene nada de dorado. A un extremo hay una cornisa, y si un hombre se sube a ella a hablar lo oyen todos los que estén en el cañón sin que levante la voz.

Rand contempló con el entrecejo fruncido los dragones de sus antebrazos. Él no era el único que había sido marcado en Rhuidean. Mat ya no sólo pronunciaba unas cuantas palabras en la Vieja Lengua de vez en cuando sin saber lo que decía; ahora, a partir de Rhuidean, las entendía aunque, aparentemente, no se daba cuenta de ello. Egwene lo miraba pensativamente. Había pasado demasiado tiempo con Aes Sedai.

—Rhuarc, ¿podrías enviar mensajeros a los jefes de clan? ¿Cuánto tiempo llevará avisarles a todos para que vayan a Alcair Dal y asegurarnos que acuden todos?

—Los mensajeros tardarían semanas, y pasaría otro tanto antes de que se reuniera todo el mundo. —Rhuarc señaló a las Sabias—. Ellas pueden hablar con los jefes de clan en sus sueños en una sola noche, y también a los jefes de septiares. Y cada Sabia se ocuparía de que nadie lo considerara un simple sueño.

—Agradezco la confianza que tienes en nosotras de que podríamos mover montañas, sombra de mi corazón —dijo Amys irónicamente mientras se acercaba a Rand con el ungüento—, pero no funciona como crees. Nos llevaría varias noches hacer lo que sugieres sin apenas descansar.

Rand le cogió la mano cuando la mujer empezó a untarle la mixtura en la mejilla.

—¿Querréis hacerlo? —preguntó.

—¿Tantas ganas tienes de destruirnos? —demandó ella, y se mordió los labios, desazonada, cuando la mujer de blanco que estaba al otro lado de Rand dio un respingo.

Melaine dio dos palmadas.

—Dejadnos solos —ordenó bruscamente, y las mujeres de blanco se marcharon haciendo reverencias, llevándose los lienzos y las jofainas.

—Me pinchas y me haces saltar como si fueras un higo chumbo —lo increpó amargamente Amys—. Ahora, por mucho que se les diga, esas mujeres hablarán de lo que no deberían saber.

Se soltó la mano de un tirón y empezó a frotar el ungüento quizá con más energía de lo que era necesario. Escocía más de lo que Rand había supuesto por el olor que despedía.

—No era mi intención pincharos —dijo el joven—, pero apenas disponemos de tiempo. Los Renegados andan libres, Amys, y si descubren dónde estoy o lo que me propongo hacer… —Las Aiel no parecieron sorprendidas. ¿Lo sabrían ya?—. Todavía viven nueve. Demasiados, y los que no quieren matarme piensan que pueden utilizarme. No tengo tiempo. Si supiera un modo de traer ahora mismo aquí a los jefes de clan y conseguir que me aceptaran, lo haría.

—¿Y qué plan tienes? —El timbre de Amys era tan duro como su expresión.

—¿Querréis pedir…? No, pedir, no. ¿Querréis decir a los jefes que vayan a Alcair Dal?

Rand sostuvo la mirada de la Sabia durante unos segundos interminables; finalmente la mujer hizo un gesto de asentimiento, aunque a regañadientes.

Fuera o no de mala gana, su aceptación descargó parte de la tensión de Rand. Era imposible recuperar los siete días perdidos, pero tal vez sí podía evitar perder más. Empero, el hecho de que Moraine continuara en Rhuidean lo retenía aquí. No podía abandonarla, sencillamente.

—Conocisteis a mi madre —dijo. Egwene se inclinó hacia adelante, tan atenta como él, y Mat sacudió la cabeza.

—Sí, la conocí. —Amys dejó de frotarle la cara.

—Habladme de ella, por favor.

La Sabia se puso a untar el corte que tenía por encima de la oreja; si un gesto ceñudo hubiera podido sanarlo, no habría sido menester su ungüento.

—La historia de Shaiel —empezó finalmente—, tal como la conozco, empezó cuando yo era aún una Far Dareis Mai, más de un año antes de que renunciara definitivamente a la lanza. Varias de nosotras habíamos llegado casi a la Pared del Dragón explorando el territorio. Un día, vimos a una mujer, una joven de las tierras húmedas de cabello dorado, vestida con ropas de seda, que montaba una buena yegua y llevaba animales de carga. Si hubiera sido un hombre lo habríamos matado, por supuesto, pero ella iba desarmada aparte de un cuchillo que llevaba al cinturón. Algunas querían hacerla regresar a través de la Pared del Dragón desnuda… —Egwene parpadeó; por lo visto, nunca dejaba de sorprenderla la dureza de los Aiel. Amys continuó sin hacer pausa alguna—. Sin embargo, daba la impresión de que buscaba algo con gran determinación. Sentimos curiosidad y la seguimos, día tras día, sin que advirtiera nuestra presencia. Sus caballos murieron, se le terminaron los víveres y el agua, pero no dio la vuelta. Continuó a pie, caminando a trompicones, hasta que finalmente se desplomó y fue incapaz de levantarse. Decidimos darle agua y pedirle que nos contara su historia. Estaba medio muerta y pasó casi un día antes de que pudiera hablar.

—¿Se llamaba Shaiel? —preguntó Rand, aprovechando un instante de vacilación de la Sabia—. ¿De dónde era? ¿Por qué vino aquí?

—Shaiel fue el nombre que nos dio —intervino Bair—. Nunca mencionó otro durante el tiempo que la conocí. En la Antigua Lengua significa La Mujer Dedicada. —Mat asintió mostrando su conformidad, al parecer sin darse cuenta de lo que hacía; Lan lo observó pensativamente por encima del borde de la copa de plata en la que bebía agua—. Al principio había un fondo de amargura en Shaiel —finalizó la Sabia.

—Hablaba de un niño abandonado, un hijo al que amaba, y de un esposo al que no quería, pero no quiso decir dónde —reanudó el relato Amys, que se sentó en cuclillas junto a Rand—. Creo que jamás se perdonó por haber dejado al niño. Hablaba poco más que lo imprescindible. Y era a nosotras, las Doncellas Lanceras, a quienes buscaba. Una Aes Sedai llamada Gitara Moroso, que tenía el Talento de la Predicción, le había dicho que sobrevendría el desastre a su país y su gente, quizás al mundo entero, si no iba a vivir entre las Doncellas Lanceras sin revelárselo a nadie. Tenía que convertirse en una Doncella y no podría regresar a su país hasta que las Far Dareis Mai hubieran ido a Tar Valon. —Amys sacudió la cabeza.

»Debes comprender lo extraño que parecía tal cosa en aquellos momentos. ¿Las Doncellas en Tar Valon? Ningún Aiel había cruzado la Pared del Dragón desde el día en que se pisó la Tierra de los Tres Pliegues. Aún tenían que pasar cuatro años para que el crimen de Laman nos condujera a las tierras húmedas. Y, ciertamente, nadie que no fuera Aiel se había convertido en Doncella Lancera. Algunas pensamos que el sol la había hecho enloquecer, pero tenía una voluntad de hierro y, de algún modo, logró que accediéramos a permitirle que lo intentara.

Gitara Moroso. Una Aes Sedai con el don de la Predicción. Rand recordaba haber leído su nombre en alguna parte, pero ¿dónde? Y tenía un hermano. O hermanastro. Siempre, a medida que iba creciendo, se había preguntado qué se sentiría teniendo un hermano o una hermana. ¿Quién sería? ¿Dónde estaría? Tuvo que rechazar aquellos pensamientos porque Amys continuaba con la historia:

—Casi todas las jóvenes Aiel sueñan con convertirse en Doncella y aprender al menos las nociones básicas en el uso del arco y la lanza, así como de la lucha con pies y manos. Con todo, aquellas que dan el último paso y se esposan con la lanza descubren que no saben nada. Para Shaiel fue aun más difícil. Sabía manejar el arco bastante bien, pero nunca había corrido más de un kilómetro ni vivido con lo que encontrara. Hasta una chiquilla de diez años la superaba. Ni siquiera conocía qué plantas indican la presencia de agua. Empero, perseveró y, al cabo de un año, hizo sus votos con la lanza, se convirtió en una Doncella y fue adoptada en el septiar Chumai de los Taardad.

Y finalmente había ido a Tar Valon con las Doncellas, para morir en la ladera del Monte del Dragón. La respuesta a una pregunta que planteaba nuevos interrogantes. Ojalá hubiera visto su rostro.

—Hay en tus rasgos cosas de ella —dijo Seana como si le leyera los pensamientos. Se había sentado cruzada de piernas y tomaba vino en una pequeña copa de plata—. De Janduin, menos.

—¿Janduin? ¿Mi padre?

—Sí. Era jefe del clan Taardad por aquel entonces, el más joven que se recuerde. Sin embargo, tenía carisma, fuerza. La gente lo escuchaba y lo seguía, hasta los que no pertenecían a su clan. Puso fin a la enemistad de sangre que existía entre Taardad y Nakai desde hacía doscientos años, y creó una alianza no sólo con los Nakai, sino con los Reyn, con los que sostenían un enfrentamiento próximo a la enemistad de sangre. También estuvo a punto de acabar con la enemistad entre Shaarad y Goshien, y seguramente lo habría conseguido si Laman no hubiera talado el Árbol. A pesar de su juventud, fue él quien dirigió a los Taardad, los Nakai, los Reyn y los Shaarad para hacer pagar con sangre a Laman su traición.

Tenía… Es decir, que también él había muerto. En el semblante de Egwene había compasión. Rand hizo caso omiso; no quería la compasión de nadie. No tenía por qué sentirse triste ni lamentar la muerte de unas personas a las que no había conocido. Y, sin embargo, así era como se sentía.

—¿Cómo murió Janduin?

Las Sabias intercambiaron una mirada incierta.

—Fue al comienzo del tercer año en busca de Laman cuando Shaiel se quedó embarazada —prosiguió, al cabo, Amys—. Conforme a las leyes, tendría que haber regresado a la Tierra de los Tres Pliegues. Una Doncella tiene prohibido portar la lanza mientras está embarazada. Pero Janduin era incapaz de prohibirle ni negarle nada; si le hubiera pedido la luna para un collar, habría intentado alcanzársela. De modo que Shaiel se quedó y, en la última batalla, a las puertas de Tar Valon, murió y la criatura desapareció. Janduin no se perdonó el no haberla obligado a obedecer la ley.

—Renunció a su puesto como jefe de clan —prosiguió Bair—, algo que jamás había ocurrido. Le dijeron que no podía hacerlo, pero él se marchó. Fue hacia el norte con los jóvenes para cazar trollocs y Myrddraal en la Llaga, algo que sólo hacen los muchachos necios y las Doncellas con menos seso que una cabra. Empero, los que regresaron contaron que lo mató un hombre. Por lo visto, Janduin afirmaba que ese hombre se parecía a Shaiel, y fue incapaz de alzar contra él la lanza cuando el hombre lo ensartó.

Entonces, había muerto. Los dos. Nunca dejaría de querer a Tam ni de pensar en él como padre, pero deseó haber visto, al menos una sola vez, a Janduin y a Shaiel.

Egwene trató de consolarlo, naturalmente, como suelen hacer las mujeres. No tenía sentido intentar hacerle entender que había perdido algo que jamás tuvo. Como recuerdo de unos padres tenía la queda risa de Tam al’Thor y, aunque más borroso, el de las suaves manos de Kari al’Thor. ¿Qué más podía querer o desear un hombre? La muchacha se mostró decepcionada y hasta un poco molesta con él; por su parte, las Sabias parecían compartir su opinión en uno u otro grado, desde el claro ceño desaprobador de Bair al bufido y el ostentoso gesto de ajustarse el chal de Melaine. Las mujeres nunca lo entendían. Rhuarc, Lan y Mat sí, y lo dejaron en paz, como deseaba.

Por alguna extraña razón, no le apeteció comer nada cuando Melaine trajo algunas viandas, así que fue a tumbarse al borde de la tienda, recostado el codo en un cojín, desde donde podía contemplar la ladera y también la ciudad envuelta en niebla. El sol caía a plomo sobre el valle y las montañas de alrededor, abrasando las sombras. Los remolinos de aire que se colaban en la tienda parecían salidos de un horno.

Al cabo de un rato Mat se acercó, vestido con una camisa limpia. Se sentó junto a Rand, en silencio, y observó el valle allá abajo, con la extraña lanza apoyada sobre una rodilla. De vez en cuando pasaba los dedos por la escritura tallada en el negro astil.

—¿Qué tal la cabeza? —preguntó Rand, y Mat dio un brinco.

—Eh… ya no me duele. —Retiró las yemas de los dedos de la escritura y entrelazó las manos sobre el regazo, a propósito—. Al menos, no tanto. Fuera lo que fuera esa mezcla, funcionó.

De nuevo se sumió en el silencio, y Rand lo dejó tranquilo. Tampoco él tenía ganas de hablar. Casi percibía el paso del tiempo, los granos de arena cayendo, uno a uno, en un reloj de arena, lentamente. Pero al mismo tiempo todo parecía temblar, como si la arena estuviera a punto de irrumpir en un violento torrente. Absurdo. Debía de estar afectado por el rielante calor que ascendía de la desnuda roca de la montaña. La llegada de los jefes de clan a Alcair Del no se acortaría en un solo día aunque viera aparecer a Moraine en este mismo instante. En cualquier caso, ellos sólo eran una parte y, quizá, la menos importante de todas. Al cabo de un rato vio a Lan apostado en cuclillas en lo alto del peñasco utilizado horas antes por Couladin, sin reparar en el sol abrasador. El Guardián también escudriñaba fijamente el valle. Otro hombre que no tenía ganas de hablar.

Rand también rehusó la comida de mediodía a pesar de que Egwene y las Sabias intentaron convencerlo de que tomara algo, cada una por separado, como si siguieran un turno. Aceptaron su rechazo al alimento con bastante calma, pero cuando sugirió regresar a Rhuidean para buscar a Moraine —y también a Aviendha— Melaine explotó.

—¡Necio! ¡Ningún hombre puede ir dos veces a Rhuidean! ¡Ni siquiera tú saldrías vivo de allí! ¡Oh, muérete de hambre, si es eso lo que quieres! —Le tiró a la cabeza una rebanada de pan. Mat la atrapó en el aire y empezó a comérsela calmosamente.

—¿Por qué queréis que viva? —le preguntó Rand—. Sabéis lo que esa Aes Sedai dijo delante de Rhuidean. Os destruiré. ¿Cómo no estáis maquinando con Couladin para matarme?

A Mat se le atragantó el pan y Egwene se puso en jarras, dispuesta a soltarle una reprimenda, pero Rand no apartó los ojos de Melaine. En lugar de responder, la Sabia le asestó una mirada furibunda y salió de la tienda.

—Todos creen que conocen la Profecía de Rhuidean, pero lo que realmente saben es lo que las Sabias y los jefes de clan les han contado durante generaciones. —Fue Bair la que habló—. Ninguna mentira, pero no toda la verdad. La verdad puede muy bien derrumbar al hombre más fuerte.

—¿Y cuál es toda la verdad? —insistió Rand.

La mujer miró de soslayo a Mat antes de contestar:

—En este caso, toda la verdad, la revelada a las Sabias y a los jefes de clan hasta ahora, es que eres nuestra perdición. Nuestra muerte y nuestra salvación. Sin ti, ni uno solo de nosotros sobrevivirá a la Última Batalla. Puede que ni siquiera lleguemos vivos a ese conflicto. Tal es la profecía y la verdad. Contigo… «Esparcirá como agua sobre la arena la sangre de quienes se llaman a sí mismos Aiel y los quebrará como ramitas secas, si bien salvará a un resto del resto y ésos vivirán». —Sostuvo su mirada sin encogerse. Era una mujer dura de una tierra dura.

Rand rodó de nuevo sobre el costado y volvió a ensimismarse en la contemplación del valle. Todos, excepto Mat, se marcharon.

A media tarde avistó finalmente a una figura que trepaba por la ladera a trompicones, débilmente. Era Aviendha. Mat no se había equivocado: iba en cueros, como su madre la trajo al mundo. Por muy Aiel que fuera, también los rayos de sol le habían dejado señal, ya que sólo tenía curtidos el rostro y las manos, de manera que el resto del cuerpo estaba muy rojo debido a la insolación. Rand se alegró de verla. Él no le caía bien, pero sólo porque creía que había tratado mal a Elayne: el motivo más simple que cabía. No por una profecía ni por su destrucción ni por los dragones de sus brazos ni porque fuera El que Viene con el Alba: por una simple razón humana. Casi deseaba volver a sentir sobre él aquellas frías y retadoras miradas.

Cuando la joven reparó en él se quedó paralizada y en sus ojos, de una tonalidad verde azulada, no había asomo de frialdad. El ardor de su mirada hacía que el fuego del sol pareciera tibio; de ser cierto, habría quedado hecho cenizas allí mismo.

—Eh…, Rand —llamó quedamente Mat—. Yo que tú no le daría la espalda.

El joven dejó escapar un suspiro cansado. Por supuesto. Si la muchacha había entrado en las columnas de cristal, tenía que saberlo. Bair, Melaine y las otras habían tenido años por delante para acostumbrarse a la idea. Para Aviendha, por el contrario, era una herida recién abierta, sin costra todavía. «No es de extrañar que me odie».

Las Sabias salieron, presurosas, al encuentro de Aviendha y la condujeron rápidamente hacia otra tienda. Cuando Rand volvió a verla llevaba puestas una amplia falda marrón y una blusa blanca suelta, con un chal echado sobre los brazos. No parecía muy contenta con su nuevo atuendo. Se dio cuenta de que la estaba mirando, y la ira plasmada en su rostro —una pura rabia animal— bastó para hacerle volver la cabeza.

Las sombras empezaban a alargarse hacia las lejanas montañas para cuando Moraine apareció, trastabillando y cayendo y volviendo a incorporarse mientras subía la ladera, tan quemada como Aviendha. Rand se quedó estupefacto al reparar en que también iba desnuda. Las mujeres no estaban en sus cabales, ni más ni menos.

Lan saltó del peñasco y bajó corriendo hacia ella. La levantó en sus brazos y volvió cuesta arriba a toda prisa, puede que más rápido de lo que había bajado, a la par que maldecía y llamaba a gritos a las Sabias. La cabeza de Moraine se mecía flojamente sobre su hombro. Las Sabias salieron a su encuentro y la cogieron; tuvieron que frenar al Guardián a la fuerza, sujetándolo, para que no entrara tras ellas en la tienda. Lan se quedó fuera, paseando arriba y abajo, descargando el puño contra la palma de la otra mano.

Rand se tendió de espaldas y prendió la mirada en el techo bajo de la tienda. Se habían ganado tres días. Debería sentirse contento de que Moraine y Aviendha hubieran regresado sanas y salvas, pero lo que causaba su alivio eran aquellos tres días ganados. El tiempo lo era todo. Era preciso que eligiera el terreno que le convenía y quizá todavía tenía esa posibilidad.

—¿Qué harás ahora? —preguntó Mat.

—Algo que debería ser de tu agrado. Voy a romper las reglas.

—A lo que me refiero es si vas a comer algo. Yo estoy hambriento.

A despecho de sí mismo, Rand se echó a reír. ¿Comer algo? Le importaba un bledo si no volvía a probar bocado. Mat lo miraba como si estuviera loco, y ello hizo que arreciaran sus carcajadas. De loco nada. Por primera vez, alguien iba a enterarse de lo que significaba que él fuera el Dragón Renacido. Pensaba romper las reglas de un modo que nadie esperaba.

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