Perrin abrió lentamente los ojos y contempló un blanco techo encalado. Tardó unos instantes en darse cuenta de que estaba en una cama con columnas, tendido sobre un colchón de plumas y tapado con una manta, la cabeza recostada en un almohadón de plumón de ganso. Una miríada de aromas cosquilleaban en su nariz: las plumas y la lana de las ropas de la cama, un ganso asándose, pan y pastelillos de miel cociéndose. Estaba en una de las habitaciones de la Posada del Manantial. Con una brillante luz inequívocamente matinal entrando a raudales por las ventanas con visillos blancos. Era por la mañana. Se tanteó el costado. Sus dedos tocaron piel lisa, intacta, pero se sentía más débil de lo que había estado desde que había recibido el flechazo. Empero, era un bajo precio y un trueque beneficioso. Tenía la garganta seca como un estropajo.
Cuando se movió, Faile se incorporó de un salto de la silla que estaba junto a la pequeña chimenea de piedra, apartando a un lado una manta roja. Se había cambiado de ropa y llevaba un traje de montar más oscuro; a juzgar por las arrugas de la tela, había dormido en esa silla.
—Alanna dijo que necesitabas dormir —comentó. Fue hacia la jarra blanca que había en la mesilla, a un lado de la cama, y vertió agua en una copa que le acercó a los labios para que bebiera—. Tienes que quedarte tumbado otros dos o tres días, sin moverte, hasta que hayas recuperado las fuerzas.
Hablaba con un timbre normal, salvo por una ligera tensión en la voz que le costó trabajo percibir, así como cierta crispación en el rabillo de los ojos.
—¿Qué ocurre?
Ella soltó la copa con cuidado en la mesilla y se alisó el vestido.
—Nada. ¿Qué va a pasar? —Ahora la tensión en la voz era más patente.
—Faile, no me mientas.
—¡No miento! —replicó bruscamente—. Mandaré que te suban algo para desayunar. Y tienes suerte de que lo haga, después de llamarme…
—¡Faile! —Pronunció el nombre con tanta severidad como pudo y ella vaciló. Su aire más arrogante, con la barbilla bien alta, dio paso a un gesto preocupado que enseguida borró para adoptar nuevamente el aire altanero. Perrin buscó su mirada y la sostuvo, firmemente; no iba a escabullirse con uno de sus trucos de dama altiva. Con él no iba a funcionar eso. Al cabo, Faile suspiró.
—Supongo que tienes derecho a saberlo —admitió—. Pero vas a continuar en la cama hasta que Alanna y yo digamos que puedes levantarte. Loial y Gaul no están.
—¿Que no están? —Parpadeó, desconcertado—. ¿Qué quieres decir? ¿Se han marchado?
—En cierto modo, sí. Los centinelas los vieron salir esta mañana con las primeras luces del día y entrar trotando en el Bosque del Oeste. A ninguno de ellos le pareció raro; naturalmente, nadie intentó detenerlos, siendo un Ogier y un Aiel. Me he enterado hace menos de una hora. Iban hablando de árboles, Perrin, de cómo los Ogier cantan a los árboles.
—¿Árboles? —gruñó Perrin—. ¡Es a esa condenada puerta a los Atajos a donde se dirigen! Maldita sea, le dije que no fuera… ¡Los matarán antes de que lleguen allí!
Apartó bruscamente la manta y bajó las piernas por el borde de la cama; se tambaleó ligeramente al ponerse de pie. Entonces reparó en que estaba desnudo, completamente. Ni siquiera llevaba puesta la ropa interior. Pero si esperaban mantenerlo enjaulado y envuelto en mantas, estaban muy equivocadas. Vio que su ropa estaba doblada ordenadamente sobre la silla que había junto a la puerta, con las botas al lado y el hacha colgando del cinturón de un gancho en la pared. Fue hacia allí con pasos inciertos y empezó a vestirse tan deprisa como pudo.
—¿Qué haces? —demandó Faile—. ¡Vuelve a meterte en la cama! —Tenía un puño en la cadera y con la otra mano señaló imperiosamente el lecho, como si con ese gesto del índice pudiera transportarlo allí.
—No pueden haber llegado muy lejos —le dijo—. Van a pie. Gaul no monta a caballo y Loial ha manifestado siempre que se fía más de sus pies que de cualquier cuadrúpedo. Con Brioso, los habré alcanzado a mediodía como mucho.
Se metió la camisa por la cabeza y la dejó suelta, sin meter los faldones por el pantalón. Luego se sentó —o más bien se dejó caer— en la silla para ponerse las botas.
—¡Estás loco, Perrin Aybara! ¿Qué probabilidades tienes de encontrarlos en ese bosque?
—Soy bastante bueno en lo de seguir rastros, ¿sabes? Los encontraré. Le sonrió, pero ella no se dejó engatusar.
—¡Puedes morir, necio velludo! Mírate. Apenas puedes tenerte en pie. ¡Te caerás de la silla antes de que hayas recorrido un kilómetro!
Disimulando el esfuerzo que le suponía, se puso de pie y pateó con fuerza para meterse bien las botas. Brioso haría todo el trabajo; él solamente tenía que sujetarse.
—Tonterías. Estoy fuerte como un toro. Y deja de intentar mangonearme. —Se metió la chaqueta y cogió el cinturón y el hacha.
Faile lo agarró por el brazo cuando abría la puerta y salió a la rastra, esforzándose en vano por hacerlo volver a la habitación.
—A veces tienes menos seso que un mosquito —jadeó—. ¡Menos! Perrin, debes escucharme. Tienes que…
El cuarto estaba al principio del estrecho pasillo, a pocos pasos de la escalera que bajaba a la sala, y fue allí donde las fuerzas lo traicionaron. Cuando dobló la rodilla para bajar el primer escalón, siguió doblándose y se fue de bruces mientras intentaba en vano agarrarse a la barandilla, arrastrando en la caída a Faile. Rodaron y rodaron escalera abajo hasta llegar al final de los peldaños, donde chocaron contra el barril. Faile quedó tendida cuan larga era encima de él. El barril se bamboleó y giró sobre sí mismo, haciendo que chocaran entre sí las espadas que había dentro, hasta que finalmente se paró con un último golpetazo.
Perrin tardó unos segundos en recuperar la respiración y el habla.
—¿Estás bien? —preguntó, anhelante. La joven permanecía tendida sobre su pecho, inmóvil. La sacudió suavemente—. Faile, ¿estás…?
Ella levantó lentamente la cabeza y retiró unos mechones que le caían sobre la cara. Lo miró intensamente.
—Y tú ¿estás bien? Porque si lo estás, a lo mejor te doy un puñetazo.
Perrin resopló; probablemente Faile se había hecho menos daño que él. Con toda clase de precauciones se tanteó la zona del costado donde había tenido clavada la flecha, pero no estaba en peores condiciones que el resto de su cuerpo. Claro que el resto de su cuerpo debía de estar repleto de magulladuras, de la cabeza a los pies.
—Quítate de encima, Faile. Tengo que ir a recoger a Brioso.
En lugar de eso, la muchacha lo agarró por el cuello de la camisa con las dos manos y se acercó tanto a él que sus narices casi se tocaban.
—Escúchame, Perrin —dijo, apremiante—. Tú… no… puedes… encargarte… de… todo. Si Loial y Gaul han ido a cerrar la puerta a los Atajos, debes dejar que lo hagan. Tu sitio está aquí. Aun en el caso de que estuvieras lo bastante fuerte… ¡y no lo estás! ¿Me has oído? ¡No lo estás!…, aun así, no debes ir tras ellos. ¡No puedes hacerlo todo tú!
—Vaya, ¿qué hacéis ahí los dos tirados? —preguntó Marin al’Vere, que salió por la puerta que comunicaba la cocina con la sala, limpiándose las manos en el blanco delantal. Tenía las cejas tan arqueadas que parecía que iban a salírsele de la frente—. Al oír ese alboroto, esperaba encontrarme con trollocs, pero no con este espectáculo. —Su tono era entre escandalizado y divertido.
Perrin se dio cuenta de que, al estar Faile tendida sobre él y teniendo los dos las cabezas tan juntas, debían de parecer una pareja a punto de besarse. Y en el suelo de la sala de la posada.
Faile se puso colorada y se incorporó apresuradamente, limpiándose el polvo del vestido.
—Es más testarudo que un trolloc, señora al’Vere. Le dije que estaba demasiado débil para levantarse. Tiene que regresar de inmediato a la cama. Y tiene que aprender que él no puede hacerlo todo, sobre todo cuando ni siquiera tiene fuerzas para bajar una escalera sin caerse.
—Oh, querida, de ese modo no conseguirás nada —argumentó la señora al’Vere, sacudiendo la cabeza. Luego se acercó más a la joven y habló en un quedo susurro, pero Perrin escuchó cada palabra—. De pequeño era un niño al que resultaba fácil manejar casi siempre si se hacía del modo adecuado, pero si uno intentaba obligarlo a algo entonces se mostraba tan terco como cualquier oriundo de Dos Ríos. Los hombres no cambian mucho realmente, sólo se hacen más altos. Si vas y le dices lo que debe y lo que no debe hacer, seguramente echará las orejas hacia atrás y plantará los pies en el suelo, como una mula. Fíjate en mí. —Marin se volvió hacia él con una gran sonrisa, haciendo caso omiso de su gesto ceñudo—. Perrin, ¿no te parece que uno de mis estupendos colchones de plumas es mejor que ese duro suelo? Te subiré un trozo de empanada de riñones tan pronto como te hayamos metido en la cama. Debes de estar hambriento después de no haber cenado anoche. Anda, vamos, ¿por qué no me dejas que te ayude a levantarte?
Apartando con brusquedad sus manos, Perrin se incorporó por sí mismo. Bueno, más o menos, ya que necesitó la ayuda de la pared. Estaba seguro de que se había machacado la mitad de los músculos. ¿Como una mula? En toda su vida había sido tozudo.
—Señora al’Vere, ¿queréis decir a Hu o a Tad que ensillen a Brioso?
—Cuando estés mejor —respondió la posadera mientras intentaba llevarlo hacia la escalera—. ¿No crees que te vendría bien un poco más de reposo?
Faile le cogió el otro brazo.
—¡Trollocs! —El grito en el exterior llegó apagado a través de las paredes, coreado por docenas de voces—. ¡Trollocs! ¡Trollocs!
—Eso no te concierne a ti hoy —manifestó la señora al’Vere en un tono a la vez firme y tranquilizador que le hizo rechinar los dientes—. Las Aes Sedai se encargarán del asunto adecuadamente. Dentro de un día o dos estarás otra vez en forma. Ya lo verás.
—Mi caballo —repitió mientras intentaba soltarse. Lo tenían bien agarrado por las mangas de la chaqueta y lo único que consiguió fue zarandearlas atrás y adelante—. Por el amor de la Luz, ¿queréis dejar de tirar de mí y soltarme para que pueda ir a coger mi caballo? Soltadme, maldita sea.
Faile lo miró a la cara, suspiró y le soltó el brazo.
—Señora al’Vere, ¿queréis encargar a alguien que ensille su caballo y lo traiga a la puerta?
—Pero, querida, realmente necesita…
—Por favor, señora al’Vere —pidió Faile firmemente—. Y mi yegua también.
Las dos mujeres se miraron como él no existiera. Finalmente, la señora al’Vere asintió con la cabeza.
Perrin la miró ceñudo mientras cruzaba la sala y desaparecía por la puerta de la cocina, en dirección al establo. ¿Qué diferencia había entre lo que había dicho Faile y lo que había dicho él? Se volvió hacia la joven.
—¿Por qué has cambiado de opinión?
En lugar de responderle, Faile empezó a meterle la camisa por los pantalones mientras rezongaba entre dientes. Naturalmente, se suponía que él no oía lo bastante bien para entender lo que mascullaba.
—Así que no tengo que decir «debes», ¿no es eso? Cuando está tan obcecado que no ve las cosas como son, he de convencerlo con dulzura y sonrisas, ¿no? —Le asestó una mirada en la que, indudablemente, no había nada de dulzura, pero enseguida cambió el gesto inesperadamente y le sonrió tan melosa que casi lo hizo recular.
»Amor mío —ronroneó a la par que le colocaba bien la chaqueta—, sea lo que sea lo que está ocurriendo ahí fuera, espero que te mantengas firme en tu silla y tan lejos de los trollocs como te sea posible. Realmente todavía no estás en condiciones de enfrentarte a un trolloc, ¿verdad? Tal vez mañana. Por favor, recuerda que eres un general, un líder y un símbolo para tu gente tan real como ese estandarte que ondea en el Prado. Si estás en pie, donde puedan verte los tuyos, les levantarás el ánimo. Y resulta mucho más fácil ver lo que es preciso hacer y dar órdenes si no estás involucrado en la lucha. —Recogió el cinturón caído en el suelo y se lo ciñó a la cintura, tras lo cual colocó con cuidado el hacha a un costado. ¡Y además parpadeó con coquetería!—. Di que lo harás así, por favor. Por favor.
Tenía razón. No duraría ni dos minutos contra un trolloc. Y seguramente ni dos segundos contra un Fado. Y, por mucho que le fastidiara admitirlo, no aguantaría un kilómetro en la silla si iba en busca de Loial y Gaul. «Estúpido Ogier. Eres escritor, no un héroe».
—De acuerdo —dijo. Fue incapaz de resistirse a un impulso malicioso. Una pequeña venganza por la forma en que ella y la señora al’Vere habían hablado como si él no estuviera y por ese modo de parpadear como si él fuera idiota—. No puedo negarte nada cuando me sonríes con tanta dulzura.
—Me alegro. —Sin dejar de sonreír, le sacudió la chaqueta quitándole motitas de polvo que no había—. Porque, si no lo haces y te las compones para sobrevivir, te haré lo mismo que tú me hiciste a mí el primer día de viaje por los Atajos. No creo que estés todavía lo bastante fuerte para impedírmelo. —Aquella sonrisa se alzó hacia él, toda mieles y dulzura—. ¿Me entiendes?
A pesar de sí mismo, Perrin no pudo menos de soltar una queda risita.
—Lo pones de un modo que casi parece mejor dejar que me maten.
A ella no pareció hacerle gracia su broma.
Hu y Tad, los larguiruchos mozos de cuadra, trajeron a Brioso y a Golondrina a la puerta delantera a poco de salir ellos. Todo el mundo parecía haberse reunido al otro lado del pueblo, más allá del Prado, donde seguían las vacas y los gansos y aquel estandarte rojo con la cabeza de un lobo ondeando con la brisa matinal. Tan pronto como Faile y él hubieron montado en los caballos, los mozos de cuadra echaron a correr en aquella dirección sin pronunciar palabra.
Fuera lo que fuera lo que pasaba, no se trataba de un ataque, evidentemente. Había mujeres y niños entre la multitud, y los gritos de «¡trollocs!» se habían apagado, dejando lugar a un runrún que hacía eco a los escandalosos gansos. Cabalgó al paso, lentamente, a fin de no tambalearse sobre la silla; Faile mantenía a Golondrina muy cerca, vigilándolo. Si ya había cambiado de opinión sin razón aparente, muy bien podía hacerlo otra vez, y Perrin no quería discutir más sobre si debía o no estar allí.
En la cuchicheante muchedumbre parecía encontrarse todo Campo de Emond, los vecinos del pueblo y los granjeros, todos entremezclados, apelotonados, pero les abrieron paso a Faile y a él cuando vieron quiénes eran. Su nombre entró a formar parte de los murmullos, generalmente unido al apodo «Ojos Dorados». También escuchó la palabra «trollocs», pero en un tono más perplejo que temeroso. A lomos de Brioso tenía una buena perspectiva por encima de las cabezas.
La arracimada masa de gente se extendía desde las últimas casas hasta la empalizada de afiladas estacas. La linde del bosque, a casi seiscientos pasos de distancia a través de una franja repleta de tocones casi a ras de suelo, estaba silenciosa y no había en ella hombres con hachas. Dichos hombres formaban un anillo de torsos desnudos y sudorosos en la multitud que rodeaba a Alanna, Verin y dos hombres. Jon Thane, el molinero, se limpiaba una mancha de sangre que tenía en las costillas con el enjuto rostro inclinado sobre el pecho para ver lo que hacían sus manos. Alanna, que había estado inclinada sobre el otro hombre, se irguió; era un tipo de cabello canoso al que Perrin no conocía y que se incorporó de un brinco y dio un paso como si no acabara de creer que podía hacerlo. Él y el molinero miraban a la Aes Sedai con sobrecogimiento.
La muchedumbre estaba demasiado apiñada alrededor de las Aes Sedai para dejar hueco a Brioso y Golondrina, pero había algunos claros en torno a Ihvon y Tomás, que estaban un poco apartados, con sus caballos de guerra. La gente no quería acercarse demasiado a aquellos animales de fiera mirada que parecían estar esperando a la primera oportunidad que se les presentara para soltar un mordisco o una coz.
Perrin consiguió llegar junto a Tomás sin demasiadas dificultades.
—¿Qué ha ocurrido?
—Un trolloc. Sólo uno. —A despecho del tono coloquial del canoso Guardián, sus ojos no se volvieron hacia Perrin y Faile, sino que permanecieron atentos por igual a Verin y a la linde del bosque—. Generalmente no son muy listos estando solos. Taimados sí, pero no listos. El grupo de taladores lo ahuyentó antes de que tuviera oportunidad de hacer algo más que herir levemente a uno de ellos.
Las dos Aiel salieron de la fronda corriendo, con las cabezas cubiertas con los shoufas y los rostros tapados por los velos de modo que no supo distinguir quién era quién. Frenaron un poco para meterse entre las afiladas estacas y después se abrieron paso ágilmente entre la multitud, que se apartaba para dejarles paso tanto como se lo permitían las apreturas. Para cuando llegaron junto Faile ya se habían retirado los velos. La joven se inclinó para escuchar lo que le decían.
—Unos quinientos trollocs —informó Bain—, aproximadamente dos o tres kilómetros detrás de nosotras. —Su voz era reposada, pero los ojos azul oscuro chispeaban de ansiedad, al igual que los grises de Chiad.
—Justo lo que había imaginado —comentó tranquilamente Tomás—. El que estaba solo seguramente se separó de la tropa para encontrar algo de comida. Creo que el resto no tardará en aparecer.
Las Doncellas asintieron con la cabeza.
—Entonces deberían marcharse de aquí —dijo Perrin, señalando con preocupación a la multitud—. ¿Por qué no les habéis mandado que despejen la zona?
Fue Ihvon, que se acercó con el rucio, quien respondió:
—Tu gente no hace mucho caso a los forasteros, sobre todo si tiene la ocasión de observar el trabajo de una Aes Sedai. Te sugiero que intentes hacérselo entender tú.
Perrin estaba seguro de que habrían podido imponer cierto orden de habérselo propuesto en serio. Por lo menos Verin y Alanna. «Entonces ¿por qué han esperado a que me ocupe yo si aguardaban la aparición de los trollocs?» Habría sido fácil achacarlo a su influencia como ta’veren; fácil y peligroso. Ni Ihvon ni Tomás iban a dejar que los trollocs los mataran —y tampoco Alanna ni Verin— esperando que un ta’veren les dijera qué había que hacer. Las Aes Sedai lo estaban manipulando, poniendo en peligro a todo el mundo, incluso a sí mismas. Pero ¿con qué propósito? Sus ojos buscaron los de Faile, y la joven hizo un leve gesto de asentimiento, como si supiera lo que estaba pensando.
Ahora no tenía tiempo para consideraciones. Recorrió la multitud con la mirada y localizó a Bran al’Vere hablando con Tam al’Thor y Abell Cauthon. El alcalde llevaba una larga pica sobre el hombro y se cubría la cabeza con un yelmo abollado. Un coselete de cuero con discos metálicos cosidos ceñía prietamente su corpachón.
Los tres hombres alzaron los ojos hacia él cuando Perrin condujo a Brioso entre la muchedumbre en su dirección.
—Bain dice que los trollocs vienen hacia aquí y los Guardianes opinan que nos atacarán pronto. —Tuvo que hablar a gritos para hacerse oír sobre el constante runrún de las voces. Algunos de los que estaban cerca lo escucharon y enmudecieron; el silencio se fue extendiendo a medida que corría la voz de «trollocs» y «ataque».
—Sí. —Bran parpadeó—. Tenía que llegar, ¿no es cierto? Sí, bien, ya sabemos lo que tenemos que hacer. —Por su aspecto, con las costuras del coselete a punto de reventar y el casco bamboleándose con sus gestos de asentimiento, tendría que haber resultado cómico, pero la imagen que daba era de resolución. Alzó la voz y anunció—: Perrin dice que los trollocs no tardarán en aparecer. Todos a vuestros puestos, deprisa. Vamos, vamos, moveos.
La multitud empezó a dispersarse, las mujeres conduciendo a los niños de vuelta a las casas y los hombres desplegándose en todas direcciones. Sin embargo, la confusión pareció aumentar en lugar de ir a menos.
—Me ocuparé de que los pastores regresen —le dijo Abell a Perrin y acto seguido se perdió entre la muchedumbre.
Cenn Buie se abrió paso entre la gente utilizando una alabarda, al frente de un Hari Coplin de gesto avinagrado, de su hermano Darl y del viejo Bili Congar, que trastabillaba como si a esa hora de la mañana estuviera ya de cerveza hasta las orejas, cosa que probablemente era cierta. De los tres, Bili era el que empuñaba la lanza con más pinta de estar dispuesto a usarla. Cenn se tocó la frente en una especie de saludo a Perrin, gesto que repitieron varios hombres más y que al joven lo hizo sentirse incómodo. Que Dannil y los otros chicos lo trataran como a su cabecilla era una cosa, y otra muy distinta que lo hicieran estos hombres que le doblaban la edad o incluso más.
—Lo estás haciendo muy bien —dijo Faile.
—Ojalá supiera qué se traen entre manos Verin y Alanna —murmuró—. Y no me refiero a hace un momento.
Dos de las catapultas que los Guardianes habían mandado construir estaban a este extremo del pueblo, unos artilugios más altos que un hombre, un conjunto de sólidos maderos y gruesas cuerdas retorcidas. Desde sus caballos, Ihvon y Tomás supervisaban a los hombres que bajaban los robustos brazos accionando las manivelas. Las dos Aes Sedai estaban más interesadas en los pedruscos de seis u ocho kilos cada uno que se cargaban en los receptáculos cóncavos que remataban los brazos.
—Lo que intentan es convertirte en un líder —respondió en voz baja Faile—. Y, a mi modo de ver, es para lo que naciste.
Perrin resopló. Para lo que había nacido era para ser herrero.
—Estaría mucho más tranquilo si supiera por qué quieren que lo sea. —Las Aes Sedai lo estaban mirando, Verin con la cabeza ladeada, como un pájaro, y Alanna más directamente y esbozando una leve sonrisa. ¿Querrían las dos lo mismo y por la misma razón? Ése era uno de los problemas con las Aes Sedai, que siempre planteaban más preguntas que respuestas.
El orden se instauró con sorprendente rapidez. A lo largo del extremo occidental del pueblo un centenar de hombres se situó detrás de las afiladas estacas, con una rodilla en el suelo, manoseando con nerviosismo alabardas o improvisadas picas hechas con hoces o guadañas atadas a palos. Alguno que otro llevaba yelmo o partes de armaduras. Detrás de ellos, un grupo que los doblaba en número había formado dos líneas; éstos manejaban los largos arcos de Dos Ríos y cada uno llevaba dos aljabas colgadas del cinturón. Varios muchachitos llegaron corriendo de las casas portando montones de flechas que los hombres clavaron en el suelo, delante de los pies. Tam parecía estar al mando de ellos; recorría las filas dirigiendo unas palabras a cada hombre, pero Bran marchaba a su lado y también les daba ánimos. Perrin vio que allí no lo necesitaban.
Para su sorpresa, Dannil, Ban y el resto de los jóvenes que habían estado con él en los bosques llegaron trotando y se agruparon a su alrededor, todos equipados con arcos. Formaban un grupo en cierto modo chocante. Obviamente, las Aes Sedai habían curado a los más gravemente heridos, dejando a los demás al cuidado de los ungüentos y remedios de Daise, de manera que aquellos que ayer apenas podían sostenerse en las sillas ahora caminaban llenos de vigor, mientras que Dannil, Tell y otros seguían cojeando o llevaban vendajes. Si su presencia lo sorprendió, lo que traían con ellos lo irritó. Leof Torfinn, a quien el vendaje de la cabeza hacía resaltar más los hundidos ojos, llevaba el arco colgado a la espalda y portaba un largo palo con una versión más pequeña del estandarte orlado con una franja roja y la cabeza de lobo.
—Creo que lo ha hecho una de las Aes Sedai —respondió Leof cuando Perrin le preguntó de dónde había salido—. Milli Ayellan se lo entregó al padre de Wil, pero Wil no quería llevarlo.
Wil al’Seen hundió ligeramente los hombros.
—Tampoco yo habría querido cargar con eso —replicó secamente Perrin. Todos se echaron a reír como si hubiera hecho un chiste, incluso Wil, al cabo de un momento.
La empalizada de afiladas estacas ofrecía un aspecto bastante temible, pero, por otro lado, parecía un insignificante obstáculo que no frenaría la carga de los trollocs. A lo mejor sí los paraba, pero de todos modos Perrin no quería que Faile estuviera allí por si acaso. No obstante, cuando la miró, advirtió que de nuevo tenía esa expresión en los ojos, como si supiera lo que estaba pensando. Y no le hacía gracia. Si trataba de apartarla de allí iba a discutir y a gritar sin atender a razones. En su actual estado de debilidad, seguramente ella tendría más posibilidades de llevarlo de vuelta a la posada que al contrario. Por el aire fiero que ofrecía a lomos de la yegua, saltaba a la vista que se disponía a defenderlo si los trollocs abrían brecha en la empalizada. Comprendió que tendría que conformarse con estar pendiente de ella y protegerla si llegaba el caso.
De repente la joven sonrió y Perrin se rascó la barba, desasosegado. A lo mejor era verdad que le leía los pensamientos.
Pasó el tiempo y el sol siguió subiendo, caldeando la atmósfera. De vez en cuando una mujer preguntaba a voces desde una casa qué estaba pasando. Aquí y allí algunos hombres empezaban a sentarse, pero Tam o Bran los hacían ponerse de pie antes de que hubieran tenido tiempo de doblar las piernas y los instaban a ocupar de nuevo su puesto en la línea. Bain había dicho que estaban a dos o tres kilómetros como mucho. Las dos Aiel estaban sentadas cerca de la estacada, entretenidas en una especie de juego que consistía en lanzar un cuchillo para clavarlo en el palmo de tierra que había entre ambas. Si los trollocs tenían intención de atacar, ya deberían haber aparecido. Para Perrin empezaba a resultar un esfuerzo mantenerse erguido en la silla, pero, consciente de la vigilante mirada de Faile, mantuvo la espalda recta.
Sonó el toque de un cuerno, desgarrado y estridente.
—¡Trollocs! —gritaron media docena de voces, y las bestiales figuras con negras cotas de malla irrumpieron en avalancha del Bosque del Oeste aullando mientras corrían a través de la franja despejada de árboles y agitando curvas espadas y hachas, lanzas y tridentes. Detrás venían tres Myrddraal montados en caballos endrinos y galopaban atrás y adelante como si empujaran la carga de los trollocs. Las negras capas colgaban inmóviles por mucho que sus monturas corrieran o giraran. El toque del cuerno sonaba insistentemente, penetrante, perentorio.
Una veintena de flechas salió volando tan pronto como aparecieron los primeros trollocs, de modo que el disparo de más alcance se quedó corto en casi cien pasos.
—¡Esperad, becerros estúpidos, cerebros de mosquito! —gritó Tam. Bran sufrió un sobresalto y lo miró con estupefacción, igual que los vecinos y amigos de Tam; algunos mascullaron algo sobre no estar dispuestos a aguantar ese tipo de lenguaje ni con ataque de trollocs ni sin él. Pero Tam pasó por alto sus protestas y continuó—: ¡No disparéis hasta que dé la orden, como os enseñé! —Luego, como si no hubiera centenares de aullantes trollocs cargando contra ellos, Tam se volvió tranquilamente hacia Perrin—. ¿A trescientos pasos?
El joven asintió de inmediato, sorprendido de que le pidiera opinión a él. Trescientos pasos. ¿Cuánto tardaría un trolloc en cubrir esa distancia? Soltó la correílla que sujetaba el hacha al cinturón. Ese maldito cuerno no dejaba de sonar y sonar. Los lanceros se agazapaban detrás de la estacada, como obligándose a no retroceder. Las Aiel se habían cubierto los rostros con los velos.
La oleada negra continuó avanzando en medio del griterío, toda ella cabezas cornudas y rostros con hocicos o picos, cuerpos enormes que superaban en varios palmos al hombre más alto, una aullante masa sedienta de sangre. Quinientos pasos. Cuatrocientos. A medida que avanzaban empezaron a desplegarse al frente. Corrían tan deprisa como caballos. ¿No se habrían equivocado las Aiel al calcular su número en quinientos sólo? Así, a primera vista, daba la impresión de que eran millares.
—¡Preparados! —advirtió Tam, y doscientos arcos se alzaron. Los jóvenes que estaban con Perrin formaron rápidamente delante de él imitando a sus mayores y cerrando filas bajo aquel estúpido estandarte.
Trescientos pasos. Ahora Perrin distinguía los deformes rostros de los trollocs, crispados en un gesto rabioso y frenético, con tanta claridad como si los tuviera delante.
—¡Disparad! —gritó Tam. Las cuerdas de los arcos chasquearon a la par, semejando el sonido de un gigantesco látigo. Las dos catapultas también lanzaron su carga, emitiendo un seco ruido.
Las flechas llovieron sobre los trollocs y muchas de las figuras monstruosas cayeron, pero algunas volvieron a incorporarse y continuaron avanzando a trompicones, empujadas por los Fados. El toque del cuerno se entremezclaba con sus gritos guturales instándolos a matar. Las piedras de las catapultas se precipitaron sobre sus filas y explotaron en llamas y fragmentos afilados que desgarraron carne y huesos entre la masa de atacantes. Perrin no fue el único que sufrió un sobresalto; así que esto era lo que las Aes Sedai habían estado haciendo en las catapultas. Se preguntó qué ocurriría si a alguien se le caía una de esas piedras mientras intentaba cargarla en el receptáculo cóncavo del brazo.
Otra andanada de flechas surcó el aire, seguida de otra y otra y otra… También volaron piedras de las catapultas, aunque a un ritmo más espaciado. Las terribles explosiones destrozaban a los trollocs en tanto que las afiladas puntas de flecha no dejaban de llover sobre ellos. Pero seguían corriendo en medio de aullidos salvajes, cayendo y muriendo, pero siempre avanzando. Ahora ya estaban cerca, lo suficiente para que los arqueros se desplegaran y en lugar de disparar al aire lo hicieran apuntando al blanco escogido. También ellos gritaban con rabia, en la cara de la muerte, mientras disparaban.
Y de pronto no quedaba ningún trolloc de pie. Sólo un Fado, ensartado por tantas flechas que parecía un erizo, continuaba caminando a trompicones, ciegamente. Los relinchos del agonizante caballo del Myrddraal se mezclaban con los gemebundos bramidos de los trollocs moribundos. El cuerno, por fin, había enmudecido. Aquí y allí, en la franja plagada de tocones, un trolloc se incorporaba con dificultad y se replegaba. Y, como una música de fondo, Perrin oía los jadeos de los hombres, que resollaban como si hubieran corrido quince kilómetros. Su propio corazón palpitaba alborotadamente en su pecho.
De pronto alguien lanzó un clamoroso «¡hurra!» que fue como una señal para que los hombres empezaran a brincar y a gritar eufóricamente mientras agitaban al aire los arcos o lo que quiera que tuvieran en las manos y lanzaban gorros al aire. Las mujeres salieron corriendo de las casas, riendo y aclamando, junto con los niños, y todos lo celebraron y bailaron con los hombres. Algunos se acercaron a Perrin corriendo para estrecharle la mano.
—Nos has conducido a una gran victoria, muchacho —dijo Bran, mirándolo sonriente. Llevaba el casco echado hacia atrás, en precario equilibro sobre la coronilla—. Aunque supongo que ya no debería llamarte así. Una gran victoria, Perrin.
—Yo no hice nada —protestó él—. Sólo he estado sentado en el caballo. Fuisteis vosotros. —Bran, como todos los demás, no atendía a razones, y Perrin, azorado, se mantuvo erguido y simuló inspeccionar el campo de batalla hasta que por fin lo dejaron en paz.
Tam no se había sumado a la celebración; permanecía cerca de la estacada, observando a los trollocs. Tampoco los Guardianes se habían unido al alborozo general. Las formas cubiertas con cotas negras alfombraban el suelo entre los tocones. Debía de haber unas quinientas, puede que menos. Unos cuantos habían retrocedido hacia la línea de árboles. Ninguno de los trollocs caídos se encontraba a menos de cincuenta pasos de las afiladas estacas. Perrin localizó a otros dos Fados retorciéndose en el suelo. Con ésos, estaban los tres avistados por las Aiel. Más pronto o más tarde acabarían admitiendo que estaban muertos.
Los vecinos de Dos Ríos lanzaron un clamoroso vítor por él:
—¡Perrin Ojos Dorados! ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!
—Tenían que saberlo —murmuró. Faile lo miró con expresión interrogante—. Los Semihombres tenían que saber que esto no funcionaría. Fíjate. Hasta yo soy capaz de verlo ahora, así que ellos debieron saberlo desde el principio. Si éstas eran todas las tropas que tenían, ¿por qué vinieron al completo? Si hubieran sido el doble habríamos tenido que luchar contra ellos en la estacada. Y con el doble más, habrían tenido oportunidad de entrar al pueblo.
—Tienes buen ojo para estas cosas —manifestó Tomás, que había acercado su caballo a ellos—. Esto no fue más que una prueba para ver si rompíais filas al ver el ataque y puede que para comprobar vuestra rapidez para reaccionar o cómo están organizadas las defensas o tal vez algo que no se me ocurre, pero no cabe duda de que ha sido una prueba. Ahora ya lo saben. —Señaló al cielo, donde un solitario cuervo sobrevolaba el campo de batalla. Un cuervo normal se habría posado para darse un festín con los muertos, pero esta ave dio una última vuelta completa sobre la franja despejada y después se dirigió hacia el bosque—. El próximo ataque no se producirá de inmediato. Vi que dos o tres trollocs alcanzaban el bosque, de modo que la noticia de lo ocurrido se propagará entre ellos. Los Semihombres tendrán que recordarles que temen más a los Myrddraal que a la muerte. Sin embargo, el ataque se producirá e indudablemente será mucho más fuerte que éste. Hasta qué punto, dependerá de cuántos Semihombres han venido por los Atajos.
—¡Luz! —exclamó Perrin—. ¿Y si hubiera un millar?
—No es probable —intervino Verin, que se acercó y dio unas palmaditas en el cuello al corcel de Tomás. El caballo de guerra aceptó sus caricias con la mansedumbre de un poni—. Por lo menos, todavía no. Ni siquiera un Renegado podría desplazar un grupo numeroso a través de los Atajos con seguridad, creo. Un hombre solo se arriesga a morir o a volverse loco entre las puertas cerradas a los Atajos, pero, digamos, un millar de hombres o un millar de trollocs atraerían al Machin Shin en cuestión de minutos como atraería un cuenco de miel a un monstruoso avispón. Lo más probable es que viajen en grupos de diez o veinte, cincuenta como mucho, y a intervalos espaciados. Por supuesto, queda pendiente la cuestión de cuántos grupos están trayendo y cuánto tiempo dejan transcurrir entre un grupo y el siguiente. En cualquier caso, perderán algunos. Cabe la posibilidad de que los Engendros de la Sombra atraigan menos que los humanos al Machin Shin, pero… Ummmm. Fascinante idea. Me pregunto… —Verin palmeó la pierna de Tomás del mismo modo que había hecho con su caballo y se dio media vuelta, perdida ya en profundas reflexiones. El Guardián taconeó a su montura y fue tras la Aes Sedai.
—Si se te ocurre acercarte siquiera un paso hacia el Bosque del Oeste —dijo calmosamente Faile—, te llevaré de vuelta a la posada por una oreja y te ataré a la cama yo misma.
—Ni se me había pasado por la cabeza —mintió Perrin, que hizo volver grupas a Brioso, de manera que dejó el bosque a su espalda. Un hombre y un Ogier tenían posibilidad de pasar inadvertidos y llegar a salvo a las montañas. Quizá. La puerta a los Atajos tenía que quedar clausurada permanentemente para que Campo de Emond tuviera una oportunidad de sobrevivir—. Tú me disuadiste de ello, ¿recuerdas? —Otro hombre podría encontrarlos sabiendo hacia dónde se dirigían. Tres pares de ojos mantendrían una vigilancia más eficaz que dos, sobre todo si el tercero era el suyo y, desde luego, aquí no estaba haciendo nada provechoso. Un espantapájaros con sus ropas y montado en Brioso haría el mismo servicio.
De repente, alzándose sobre la alborozada algarabía que lo rodeaba, escuchó otros gritos más penetrantes, un clamor procedente del sur, cerca del Antiguo Camino.
—¡Dijo que no volverían tan pronto! —gruñó, y clavó los talones en los ijares de Brioso.