En la taberna reinaba el mismo ambiente que en cualquier otro establecimiento del Maule, una jaula de grillos en la que las voces de los parroquianos competían con las notas estridentes de tres tambores, dos timbales y una chirimía que emitía quejumbrosos trinos. Las camareras, uniformadas con vestidos oscuros de faldas hasta el tobillo y cuellos altos hasta la barbilla, así como blancos delantales, se afanaban entre las mesas abarrotadas llevando varias jarras de loza en cada mano, con los brazos levantados para poder abrirse paso entre el gentío. Estibadores descalzos y vestidos con chalecos de cuero se mezclaban con individuos que llevaban chaquetas ajustadas a la cintura y con tipos que iban con el torso al aire y lucían anchos fajines de abigarrados colores con los que sujetaban los calzones de pliegues. Tan cerca de los muelles, los atuendos extranjeros abundaban entre la multitud; cuellos altos del norte y cuellos largos del oeste; cadenas de plata sobre las chaquetas y campanillas en los chalecos; botas de media caña y botas altas; collares y pendientes en hombres y puntillas y encajes en chaquetas o camisas. Un tipo ancho de hombros y vientre prominente lucía una barba rubia partida por la mitad; otro se había untado algo en el bigote de modo que brillaba a la luz de las lámparas y lo llevaba enroscado hacia arriba, a los lados de su enjuto rostro. Los dados rodaban y repicaban en tres esquinas de la sala y sobre los tableros de varias mesas; el dinero cambiaba de manos rápidamente entre gritos y risas.
Mat estaba sentado solo de espaldas a la pared, desde donde tenía a la vista todas las puertas, aunque la mayoría del tiempo su mirada estaba prendida en una copa de oscuro vino que seguía intacta. No se había acercado siquiera a donde se jugaban partidas de dados y tampoco había echado una ojeada a los tobillos de las camareras. Estando la taberna tan atestada, de tanto en tanto algún parroquiano pensaba compartir la mesa con él, pero una simple mirada a su semblante lo hacía cambiar el rumbo de sus pasos para dirigirse a uno de los bancos abarrotados, donde preferían sentarse.
Humedeció el dedo en el vino y empezó a dibujar al tuntún en el tablero de la mesa. Estos necios no tenían ni idea de lo que había ocurrido esa noche en la Ciudadela. Había oído a algunos tearianos mencionar algo sobre un problema, de pasada y poniendo fin al comentario con una risita nerviosa. No lo sabían y tampoco querían saberlo. Casi deseó estar en la misma ignorancia que ellos. No. Lo que querría era entender mejor lo que había ocurrido. Las imágenes seguían pasando relampagueantes por su cabeza, a través de las lagunas de memoria, sin pies ni cabeza.
El fragor de la lucha en alguna parte, a lo lejos, levantaba ecos en el corredor, apagados por las colgaduras de las paredes. Sacó su cuchillo del cadáver de un Hombre Gris con mano temblorosa. Un Hombre Gris que iba por él. Tenía que haber ido por él. Los Hombres Grises no deambulaban por ahí matando al azar; se dirigían directos a su blanco, tan certeros como una flecha. Se volvía para huir y allí estaba un Myrddraal, dirigiéndose hacia él como una serpiente con piernas. La mirada de aquellas cuencas vacías en el rostro lívido lo estremeció hasta la médula de los huesos. Cuando estaba a treinta pasos arrojó el cuchillo directamente al punto donde tendría que haber un ojo; a esa distancia era capaz de acertar en un blanco de ese tamaño cuatro de cada cinco lanzamientos.
Sin perder el paso, el Fado movió velozmente la negra espada y desvió el cuchillo casi con indiferencia. «Te ha llegado la hora, tocador del Cuerno». Su voz era el seco siseo de una víbora, heraldo de la muerte.
Mat retrocedió. Ahora tenía un cuchillo en cada mano, aunque no recordaba haberlos sacado. Tampoco los cuchillos servirían de mucho contra una espada, pero echar a correr significaba acabar con esa negra cuchilla ensartada en la espalda, tan seguro como que cinco seises ganan a cuatro treses. Deseó tener a mano una buena barra. O un arco; ya le gustaría ver a este malnacido intentando desviar una flecha disparada por un arco largo de Dos Ríos. Deseó encontrarse en cualquier otro lugar. Iba a morir.
Inesperadamente doce trollocs irrumpieron por un pasillo lateral y se arrojaron sobre el Fado en un frenesí de hachas descargando tajos y espadas asestando cuchilladas. Mat miraba sin dar crédito a sus ojos. El Semihombre luchaba como un negro torbellino, y más de la mitad de los trollocs habían muerto o yacían moribundos cuando finalmente el Fado se desplomó en el suelo en un informe bulto que no dejaba de sacudirse; a tres pasos del cuerpo uno de los brazos se retorcía cual una serpiente en los estertores de la muerte, empuñando todavía aquella espada negra.
Un trolloc de cabeza cabruna miró hacia donde estaba Mat y levantó el hocico para husmear el aire. Gruñó, enseñándole los dientes, y después gimió y empezó a lamerse el largo corte que hendía cota de malla y brazo peludo por igual. Los otros remataron a sus compañeros heridos degollándolos, y uno de ellos gritó unas cuantas palabras guturales. Sin dedicar otra mirada a Mat se dieron media vuelta y se alejaron corriendo, las pezuñas y las botas resonaron sobre el suelo de piedra.
Lejos de él. Mat se estremeció al recordarlo. Trollocs al rescate. ¿En qué lo había metido ahora Rand? Se fijó en lo que había dibujado con el vino —una puerta abierta— y lo borró, rabioso. Tenía que marcharse de allí. Tenía que irse. Y al mismo tiempo sentía aquella urgencia en lo más recóndito de su mente, avisándole que era hora de regresar a la Ciudadela. La rechazó con rabia, pero siguió notándola.
Escuchó por casualidad un retazo de la conversación que se sostenía en la mesa que había a su derecha, donde el tipo de rostro enjuto y bigote retorcido decía con un fuerte acento lugardeño:
—Bueno, seguro que este Dragón vuestro es un gran hombre, no lo niego, pero no se puede comparar con Logain. Vaya, Logain tenía a todo Ghealdan en pie de guerra, y a la mitad de Amadicia y de Altara. Hizo que la tierra se tragara ciudades enteras que se le resistían, os lo aseguro. Edificios, gente y todo lo demás. ¿Y el de Saldaea, Maseem? Vaya, dicen que paró al sol en su curso hasta que derrotó al ejército del Señor de Bashere. Eso dicen quienes lo presenciaron.
Mat sacudió la cabeza. La Ciudadela tomada y Callandor en manos de Rand, y este idiota todavía pensaba que era otro falso Dragón. Había vuelto a dibujar la puerta. La borró otra vez con la mano, cogió la copa de vino, y se paró cuando se la llevaba a la boca. En el barullo había captado un nombre familiar pronunciado en la mesa vecina. Retiró el banco en el que estaba sentado y, con la copa en la mano, se encaminó hacia allí.
La gente que había alrededor componía esa extraña mezcla que se daba en las tabernas del Maule: dos marineros descalzos que llevaban chaquetas engrasadas sobre la piel desnuda, uno de ellos luciendo una gruesa cadena de oro al cuello. Un hombre en otros tiempos gordo con varias papadas desinfladas y que vestía una chaqueta oscura de corte cairhienino y acuchilladuras en el pecho de tonos rojos, oro y verde que podrían indicar que era noble, aunque una de las mangas estaba desgarrada por el hombro; muchos refugiados cairhierninos habían viajado muy al sur. Una mujer canosa, envuelta toda ella en ropas azul oscuro, de rostro duro y ojos penetrantes, con gruesos anillos de oro en los dedos. Y el que estaba hablando, el tipo de barba rubia partida por la mitad, que llevaba en una oreja un rubí del tamaño de un huevo de paloma. Las tres cadenas plateadas que cruzaban la ajustada pechera de su oscura chaqueta rojiza lo señalaban como un mercader kandorés. En Kandor había una corporación de mercaderes.
La conversación se interrumpió y todos los ojos se volvieron hacia Mat cuando el joven se paró junto a la mesa.
—Os he oído mencionar Dos Ríos.
El de la barba partida lo examinó con una rápida ojeada: el cabello revuelto, la expresión tensa del rostro y la copa de vino en la mano, las brillantes botas negras, la chaqueta verde con los bordados en oro, abierta a la altura de la cintura para dejar a la vista una camisa de lino, blanca como la nieve; pero tanto la chaqueta como la camisa estaban muy arrugadas. En pocas palabras, un joven noble divirtiéndose un rato entre la plebe.
—Lo mencioné, mi señor —respondió de buena gana—. Estaba diciendo que apostaría a que no se recibiría tabaco de allí este año. Tengo dos barriles de la más fina hoja de Dos Ríos, sin embargo, la mejor de la comarca. Comprada a un precio excelente a finales de año. Si mi señor desea un barril para estar abastecido… —Se dio un tirón de una de las puntas de la barba rubia—, estoy seguro de que podríamos llegar a un acuerdo para…
—Así que apostaríais a que no habrá tabaco de Dos Ríos este año —lo interrumpió Mat—. ¿Por qué no?
—Vaya, por los Capas Blancas, mi señor. Los Hijos de la Luz.
—¿Qué pasa con ellos?
El mercader dirigió una mirada a los que estaban a la mesa como buscando ayuda; en el tono calmoso del joven se advertía un timbre peligroso. Los marineros parecían dispuestos a salir pitando si hubieran tenido agallas para hacerlo. El cairhienino miraba de hito en hito a Mat, sentado en una postura demasiado rígida mientras se alisaba la desgastada chaqueta, un poco tambaleante; la jarra vacía que había ante él no debía de ser la primera que tomaba. La mujer canosa se llevó la jarra a los labios y sus penetrantes ojos observaron a Mat por encima del borde con expresión calculadora.
Componiéndoselas para hacer una inclinación a pesar de estar sentado, el mercader dio a sus palabras un tono insinuante:
—Según el rumor que corre, mi señor, los Capas Blancas han entrado en Dos Ríos, a la caza del Dragón Renacido, se dice. Aunque, naturalmente, tal cosa es imposible puesto que el lord Dragón está aquí, en Tear. —Estudió a Mat para ver cómo tomaba la información; el semblante del joven se mantuvo impasible—. Este tipo de rumores va creciendo sin freno, mi señor. Quizá sólo se trate de un bulo. El mismo rumor afirma que los Capas Blancas andan también tras un Amigo Siniestro de ojos amarillos. ¿Habéis oído alguna vez que un hombre tenga los ojos de ese color? Yo no, desde luego. Lo dicho: una tormenta en un vaso de agua.
Mat dejó la copa en la mesa y se inclinó sobre el hombre.
—¿A quién más persiguen? Según ese rumor, claro. Al Dragón Renacido, a un hombre con ojos amarillos ¿y a quién más?
La frente del mercader se llenó de gotitas de sudor.
—A nadie más que yo sepa, mi señor. Sólo son rumores. Palabras al viento, nada más. Una bocanada de humo que enseguida se dispersa. Si mi señor tiene a bien que lo obsequie con un barril del tabaco de Dos Ríos, sería una honor para mí, un gesto de aprecio… para expresar mi…
Mat echó una corona de oro sobre la mesa.
—Para que bebáis a mi salud hasta que se gaste.
Mientras se alejaba escuchó los murmullos de la mesa:
—Pensé que me iba a cortar el cuello. Ya sabéis cómo se comportan estos cachorros de noble cuando el vino les sale por las orejas. —Eso lo dijo el mercader de la barba partida.
—Un joven extraño —fue el comentario de la mujer—. Y peligroso. No intentes uno de tus trucos con tipos como ése, Paetram.
—Pues a mí no me parece que sea un noble, ni mucho menos —añadió otro hombre con irritación.
El cairhienino, dedujo Mat. Frunció los labios con desprecio. ¿Un noble? No lo sería aunque se lo ofrecieran. «Capas Blancas en Dos Ríos. ¡La Luz nos valga!»
Se abrió camino hacia la puerta no sin trabajo, y allí cogió un par de zuecos de madera del montón que había apilado contra la pared. No tenía ni idea de si eran los que había llevado puestos —todos parecían iguales— y tampoco le importaba. Le entraban con las botas y eso era suficiente.
Fuera había empezado a llover otra vez; era una lluvia fina que hacía más profunda la oscuridad. Se subió el cuello de la chaqueta y recorrió chapoteando las embarradas calles del Maule a paso rápido, entorpecido por los zuecos; dejó atrás estruendosas tabernas, posadas bien iluminadas, y casas de ventanas oscuras. Cuando el barro dio paso a los adoquines del pavimento, junto a la muralla que rodeaba la ciudad interior, se quitó los zuecos de una patada y echó a correr, dejándolos tirados en la calle. Los Defensores que vigilaban la puerta más cercana de la Ciudadela lo dejaron pasar sin decir palabra; sabían quién era. Corrió todo el camino hasta la habitación de Perrin y entró sin llamar, sin apenas reparar en la marca astillada de la puerta. Las alforjas de viaje de Perrin estaban sobre la cama, y el joven metía camisas y calcetines en ellas apresuradamente. Sólo había una vela encendida, pero él no parecía advertir la falta de luz.
—Entonces, ya lo sabes —dijo Mat.
—¿Lo de casa? Sí. —Perrin siguió con lo que estaba haciendo—. Fui a la ciudad para enterarme de algún rumor que despertara el interés de Faile. Después de lo de esta noche, con más razón he de sacarla de… —Soltó un profundo gruñido que le puso los pelos de punta a Mat; recordaba un lobo enfurecido—. No importa. Quizás esto pueda servir.
«¿Servir, para qué?», pensó Mat.
—¿Crees que es verdad? —preguntó.
Perrin levantó la cabeza un momento; sus ojos absorbieron la luz de la vela y brillaron como oro líquido.
—A mi modo de ver, no cabe duda. Tiene demasiados visos de realidad.
—¿Lo sabe Rand? —Mat rebulló con nerviosismo. Perrin se limitó a asentir y siguió haciendo el equipaje—. Bueno ¿y qué dice?
Perrin hizo una pausa y se quedó mirando fijamente la capa que acababa de doblar.
—Empezó a mascullar para sí mismo. «Dijo que lo haría. Lo dijo. Tendría que haberle creído». O algo por el estilo. No tenía sentido. Después me cogió por el cuello de la camisa y dijo que tenía que hacer «lo que no esperaban». Quería que lo entendiera, pero no estoy seguro de que lo entienda ni él mismo. No pareció importarle si me marchaba o me quedaba. No, retiro lo dicho. Creo que fue un alivio para él saber que me iba.
—Maldita sea, no piensa hacer nada al respecto. ¡Luz, con Callandor podría acabar con un millar de Capas Blancas! Ya viste lo que hizo con los malditos trollocs. Así que te vas, ¿no? ¿A Dos Ríos? ¿Solo?
—A menos que quieras acompañarme. —Perrin metió la capa a empujones en la alforja—. ¿Vas a venir?
En lugar de responder, Mat paseó por el pequeño cuarto de un extremo a otro, el rostro en sombras o alumbrado por la vela con cada cambio de dirección. Sus padres estaban en Campo de Emond, y también sus hermanas, pero los Capas Blancas no tenían motivos para hacerles daño. Si regresaba a casa, tenía la sensación de que jamás volvería a salir de allí, que su madre lo haría casarse antes de que le hubiera dado tiempo a sentarse. Pero si no iba, si los Capas Blancas les hacían daño… Lo de los Capas Blancas sólo eran bulos, según le habían dicho. Pero entonces ¿por qué corrían rumores sobre ellos? Hasta los Coplins, unos tipos mentirosos y pendencieros donde los haya, apreciaban a su padre. Todo el mundo apreciaba a Abell Cauthon.
—No tienes por qué ir —musitó Perrin—. No se te mencionaba en nada de lo que he oído contar. Sólo a Rand y a mí.
—Maldita sea, claro que… —Fue incapaz de terminar. Pensarlo era fácil, pero decirlo… Era como si la garganta se le contrajera y le impidiera pronunciar las palabras—. ¿A ti te resulta fácil, Perrin? Volver, quiero decir. ¿No… notas nada? ¿Algo que te retiene? ¿Algo que te da mil razones por las que no debes ir?
—Cientos de ellas, Mat, pero sé que tiene que ver con Rand y con ser ta’veren. Pero tú no admites tal cosa, ¿verdad? Un centenar de razones para quedarse, pero la única que hay para ir tiene más peso que todas las otras. Los Capas Blancas están en Dos Ríos, y harán daño a la gente en su afán por encontrarme. Puedo impedirlo si voy.
—¿Y por qué iban a quererte los Capas Blancas hasta el punto de hacer daño a otras personas? ¡Luz, si van preguntando por alguien con ojos amarillos nadie en Campo de Emond sabrá a quién se refieren! ¿Y cómo piensas impedir que hagan cualquier cosa? Un par de manos más no servirá de mucho. ¡Ja! Esos Capas Blancas han dado en hueso si creen que pueden intimidar a la gente de Dos Ríos.
—Saben cómo me llamo —dijo Perrin en voz queda. Su mirada fue hacia el hacha colgada en la pared, el cinturón atado alrededor del mango y enganchado en la percha. O quizás era el martillo lo que miraba fijamente, apoyado contra la pared debajo del hacha; Mat no habría sabido decirlo—. Darán con mi familia. En cuanto al porqué, ellos tienen sus propios motivos, Mat. Igual que yo tengo los míos. ¿Quién puede afirmar cuáles son los mejores?
—¡Que me aspen, Perrin! ¡Que me aspen! Quiero i… ¿Te das cuenta? Ni siquiera soy capaz de decirlo. Es como si mi cabeza supiera que, si lo digo, lo haré, y no me deja. ¡Lo tengo presente en todo momento, no logro librarme de ello!
—Llevamos caminos distintos. Ya nos han puesto en diferentes sendas con anterioridad.
—¡Y una mierda con tus caminos distintos! —exclamó Mat—. Estoy harto de Rand y de Aes Sedai. Estoy harto de que me empujen por sus jodidos caminos. ¡Quiero ir a donde me dé la gana, para variar, y hacer lo que me apetezca! —Se volvió hacia la puerta, pero la voz de Perrin lo hizo detenerse:
—Elijas el camino que elijas, deseo que sea feliz, Mat. Que la Luz te envíe muchachas bonitas y muchos necios con ganas de jugar.
—Diantre, Perrin. Que la Luz te dé también lo que deseas.
—Es lo que espero. —No parecía feliz con la perspectiva.
—¿Les dirás a mis padres que estoy bien? Mi madre siempre se preocupa por mí. Y cuida de mis hermanas. Solían espiarme y luego le iban con el cuento a mi madre, pero no querría que les ocurriera nada malo.
—Lo prometo, Mat.
El joven cerró la puerta al salir y empezó a caminar por los corredores sin rumbo fijo. Sus hermanas. Eldrin y Bodewhin siempre habían estado prestas para ir gritando: «Mamá, Mat se ha metido en líos otra vez. Mat está haciendo algo que no debe, mamá». Sobre todo Bode. Ahora debían de tener dieciséis y diecisiete años. Seguramente empezarían a pensar en el matrimonio a no mucho tardar, con algún granjero lerdo al que ya habrían escogido lo supiera o no el pobre tipo. ¿De verdad hacía tanto tiempo que se había marchado? A veces no lo parecía. En ocasiones tenía la impresión de haber salido de Campo de Emond sólo una o dos semanas antes. Otras veces le parecía que habían transcurrido años que casi habían borrado de su memoria el recuerdo. Se acordaba que Eldrin y Bode sonreían con malicia cuando lo habían azotado con la vara, pero sus rasgos no eran precisos al evocarlos. Los rostros de sus propias hermanas. Esas malditas lagunas en su memoria, como agujeros negros en su vida.
Vio a Berelain venir hacia él y sonrió a despecho de sí mismo. A pesar de los aires que se daba, era toda una mujer. Aquella prenda de seda blanca tan ajustada era lo bastante fina para servir como pañuelo; por no mencionar que el escote era tan bajo que dejaba a la vista buena parte de unos estupendos y blancos senos.
Le dedicó su mejor reverencia, elegante y solemne.
—Buenas noches tengáis, mi señora. —La Principal iba a pasar sin dirigirle siquiera una mirada, y Mat se enderezó malhumorado—. ¿Estáis ciega además de sorda, mujer? No soy una alfombra sobre la que pisar, y he escuchado mi voz hablando claramente. ¡Si os pellizco el trasero podéis abofetearme, pero hasta entonces espero unas palabras corteses en respuesta a otras igualmente corteses!
Berelain se paró en seco y clavó en él esa mirada que tienen las mujeres y con la que podría haberle dicho su talla y peso, por no mencionar cuándo se bañó por última vez. Después se dio media vuelta mascullando en voz baja. Lo único que Mat alcanzó a oír fue «demasiado semejante a mí».
El joven la siguió con la mirada, sin salir de su asombro. ¡No le había dirigido la palabra! Ese rostro, esos andares y esa nariz casi apuntando el techo; lo extraño era que sus pies tocaran el suelo al caminar. Eso era lo que conseguía por hablar con personas de la clase de Berelain y Elayne, nobles que pensaban que alguien era basura a menos que tuviera un palacio y un linaje que se remontara hasta Artur Hawkwing. En fin, conocía a una ayudante de cocina, rellenita en el punto justo, que no lo consideraba basura. Dara tenía un modo de mordisquearle la oreja que…
Sus reflexiones se interrumpieron bruscamente. Estaba planteándose la posibilidad de ver si Dara estaba despierta y con ganas de pasar un rato agradable. Se había planteado incluso coquetear con Berelain. ¡Berelain! Y, además, lo último que le había dicho a Perrin: «Cuida de mis hermanas». Como si ya hubiera tomado una decisión, como si ya supiera lo que iba a hacer. Sólo que no lo sabía. No estaba dispuesto a dejarse arrastrar tan fácilmente, meterse de cabeza en ello como si tal cosa. Aunque, a lo mejor, había un modo de decidirlo.
Sacó del bolsillo una moneda de oro, la lanzó al aire, y la cogió sobre el envés de la otra mano. Era una moneda de Tar Valon que veía por primera vez, y estaba mirando la Llama de Tar Valor, estilizada como una lágrima.
—¡La Luz consuma a todas las Aes Sedai! —maldijo en voz alta—. ¡Y que consuma a Rand al’Thor por meterme en esto!
Un criado con librea negra y dorada se paró bruscamente y lo miró sobresaltado. La bandeja de plata que llevaba iba llena a rebosar de rollos de vendas y frascos de ungüentos. Tan pronto como el hombre se dio cuenta de que Mat lo había visto, dio un respingo. El joven echó en la bandeja la moneda de oro.
—De parte del mayor imbécil del mundo. Y gástala bien, en mujeres y en vino.
—G… gracias, mi señor —balbució el criado, sin salir de su asombro.
Mat lo dejó plantado en el pasillo. «El mayor imbécil del mundo. ¡Eso es exactamente lo que soy!»