Un montón de carromatos apareció al frente, ligeramente hacia el sur, como pequeñas casas sobre ruedas, altas cajas pintadas y lacadas con fuertes tonalidades rojas, azules, verdes y amarillas, formando entre todas un amplio e irregular círculo en torno a unos cuantos robles de gruesas ramas. La música venía de allí. Perrin había oído comentar que había gitanos, el Pueblo Errante, en Dos Ríos, pero no los había visto hasta entonces. A corta distancia, los caballos, con las patas trabadas, pastaban en la alta hierba.
—Dormiré en cualquier otra parte —anunció fríamente Gaul, cuando vio que Perrin tenía intención de dirigirse hacia los carromatos, y se alejó a saltos sin añadir una palabra más.
Bain y Chiad hablaron en voz baja y timbre apremiante con Faile. Perrin escuchó lo suficiente para deducir que intentaban convencerla de que pasara la noche con ellas en algún abrigado soto y no con «los Errantes». La idea de hablar con los gitanos parecía espantarlas, cuanto más comer o dormir entre ellos. Los dedos de Faile se tensaron sobre su pierna mientras la joven rehusaba sosegada pero firmemente. Las dos Doncellas fruncieron el entrecejo; en sus azules ojos había una mirada de preocupación, pero antes de que los carromatos del Pueblo Errante estuvieran más cerca salieron trotando en pos de Gaul. Sin embargo, habían recobrado parte de su espíritu animoso, puesto que Perrin oyó a Chiad hacer la sugerencia a su compañera de inducir a Gaul a participar en algún juego llamado el Beso de las Doncellas. Las dos se echaron a reír mientras se alejaban.
Había hombres y mujeres trabajando en el campamento, cosiendo, recomponiendo arneses, cocinando, lavando ropas y niños, alzando uno de los carromatos para cambiarle una rueda. Otros niños corrían y jugaban o danzaban con las melodías que media docena de hombres arrancaban de violines y flautas. De los más ancianos a los más pequeños, todos los gitanos llevaban ropas de colores aun más llamativos que los de los carromatos, en una combinación que hacía daño a la vista y que debía haberse escogido con los ojos tapados. Ningún hombre en su sano juicio habría llevado prendas de tonalidades ni de lejos parecidas a aquéllas, y tampoco muchas mujeres.
A medida que el desastrado grupo fue acercándose a los carromatos, el silencio se adueñó del campamento y la gente dejó sus quehaceres para observarlos con expresión preocupada, las mujeres estrechando en sus brazos a los bebés y los niños corriendo a esconderse detrás de los adultos para después asomarse alrededor de una pierna u ocultar la cara a medias tras una falda. Un hombre enjuto, de cabello corto y gris, se adelantó e hizo una grave reverencia, con las dos manos sobre el pecho. Vestía una chaqueta de cuello alto, azul fuerte, y unos pantalones amplios de color verde chillón metidos en las botas de caña alta.
—Bienvenidos a nuestras fogatas. ¿Conocéis la canción?
Por un momento, mientras procuraba no encorvarse sobre el costado herido, Perrin fue incapaz de hacer nada más que mirarlo de hito en hito. Conocía a este hombre, el Mahdi, o Buscador, de este grupo. «¿Qué probabilidades hay? —se preguntó—. De todos los gitanos que deambulan por el mundo, ¿qué probabilidades hay de que me encuentre con los que conozco?» Las coincidencias lo ponían nervioso; cuando el Entramado causaba una coincidencia, la Rueda parecía forzar acontecimientos. «Empiezo a razonar como una maldita Aes Sedai». Le era imposible responder a la reverencia con otra, pero recordaba las frases rituales:
—Vuestra acogida calienta mi espíritu, Raen, así como vuestras fogatas calientan el cuerpo, pero no conozco la canción.
Faile e Ihvon le lanzaron una mirada estupefacta, pero no tanto como las de los jóvenes de Dos Ríos. A juzgar por los murmullos que oyó intercambiar a Ban, Tell y los otros, les acababa de proporcionar otro motivo sobre el que hablar.
—Entonces seguiremos buscando —entonó el enjuto hombre—. Como era en un principio, así seguirá siendo, con tal que conservemos la memoria para buscar y encontrar. —Recorrió con la mirada los rostros ensangrentados que tenía ante sí; al ver las armas, se encogió y apartó los ojos de ellas. El Pueblo Errante no tocaba nada que considerara un arma—. Bienvenidos a nuestras fogatas. Os proporcionaremos agua caliente, vendajes y ungüentos. Sabes mi nombre —añadió, observando atentamente a Perrin—. Por supuesto. Tus ojos.
Mientras hablaba, la mujer de Raen se había acercado junto a él; era una mujer regordeta, canosa, pero con las mejillas tersas y un palmo más alta que su marido; vestía una blusa roja, falda de un fuerte color amarillo y un chal de flecos verdes que hacían daño a la vista, pero rebosaba humanidad y su actitud era maternal.
—¡Perrin Aybara! —exclamó—. Me pareció reconocer tu cara. ¿Está Elyas contigo?
—No, no lo he visto desde hace mucho tiempo, Ila.
—Lleva una vida de violencia —intervino Raen tristemente—. Como tú. Una vida violenta está manchada aunque sea larga.
—Vamos, Raen, no intentes convertirlo a la Filosofía de la Hoja mientras lo tienes ahí plantado —instó enérgicamente Ila, aunque sin malos modales—. ¿No ves que está herido? Lo están todos.
—¿En qué estaría pensando? —se reprendió Raen. Levantó la voz—: Venid. Venid y ayudadlos. Están heridos. Acercaos.
Hombres y mujeres se reunieron alrededor de los recién llegados rápidamente y ofrecieron palabras de consuelo mientras ayudaban a los heridos a bajar de los caballos, los conducían hacia los carromatos o los transportaban si era necesario. A Wil y algunos otros pareció preocuparles que los separaran, pero no a Perrin. Los Tuatha’an eran completamente ajenos a la violencia. No levantarían la mano contra nadie ni siquiera para defender sus vidas.
Perrin no tuvo más remedio que aceptar la ayuda de Ihvon para desmontar. Bajarse de la silla le provocó unas agudas punzadas de dolor que arrancaban de su costado.
—Raen —dijo, un poco falto de aliento—, no deberíais estar aquí. Luchamos contra trollocs a menos de ocho kilómetros de este lugar. Lleva a tu gente a Campo de Emond. Allí estaréis a salvo.
Raen vaciló —y pareció sorprenderlo el tener ese instante de duda— antes de sacudir la cabeza negativamente.
—Aunque quisiera hacerlo, la gente no querría, Perrin. Procuramos no acampar cerca de poblaciones, por pequeñas que sean, y no sólo porque los lugareños nos acusen falsamente de robarles cualquier cosa que hayan perdido o de intentar convertir a sus hijos a la Filosofía. Allí donde los hombres han construido más de diez casas juntas, hay una violencia latente. Los Tuatha’an sabemos esto desde el Desmembramiento. La seguridad está en nuestros carromatos y en no pararnos en un sitio, buscando siempre la canción. —Su expresión se tornó acongojada—. En todas partes se habla de actos violentos, Perrin. No sólo aquí, en tu Dos Ríos. Flota sobre el mundo un aire de cambio, de destrucción. Tenemos que encontrar la canción enseguida o, en caso contrario, no creo que lo hagamos nunca.
—La encontraréis —aseguró Perrin sosegadamente. Tal vez aborrecían la violencia demasiado para que un ta’veren influyera en sus vidas; quizá ni siquiera un ta’veren era lo bastante fuerte para imponerse a la Filosofía de la Hoja. También a él le había resultado atractiva en un tiempo—. Espero de todo corazón que la encontréis.
—Lo que ha de ser, será —dijo Raen—. Todas las cosas mueren cuando les llega su hora. Puede que incluso las canciones.
Ila rodeó a su esposo con el brazo en un gesto reconfortante aunque en sus ojos había tanta tristeza como en los de él.
—Venid —pidió, procurando ocultar su inquietud—, tenemos que llevarte dentro. Los hombres sois capaces de seguir hablando aunque se os hayan prendido fuego las chaquetas. —A Faile le dijo—: Eres muy hermosa, pequeña. Deberías tener cuidado con Perrin. Siempre lo he visto en compañía de bonitas jóvenes.
Faile asestó a Perrin una mirada impasible, pensativa, que enseguida procuró encubrir. El joven consiguió llegar por su propio pie hasta el carromato de Raen —pintado de amarillo con rayas rojas, los mismos colores alternados en los radios de las ruedas y en los baúles atados a los costados, y que estaba en el centro del campamento, cerca de una lumbre de cocina—; pero, cuando plantó el pie en el primer peldaño de madera de la escalerilla posterior, las rodillas se le doblaron. Ihvon y Raen tuvieron que subirlo casi en volandas al interior del vehículo, con Faile e Ila pisándoles los talones, y lo tendieron en la cama construida en la parte delantera del carro, y que apenas dejaba el hueco suficiente para una puertecilla corredera por la que se llegaba al pescante.
Verdaderamente era como una casa pequeña, incluso con el detalle de las cortinas, rosa pálido, en las dos ventanas que había a cada lado. Perrin yació inmóvil mirando el techo. También aquí los gitanos utilizaban abigarrados colores; el techo estaba lacado en un azul cielo, en tanto que los armarios altos eran verdes y amarillos. Faile le desabrochó el cinturón y le quitó el hacha y la aljaba mientras Ila rebuscaba en uno de los armarios. A Perrin no parecía interesarle nada de lo que hacían.
—Pueden sorprender a cualquiera —dijo Ihvon—. Aprende de ello, Perrin pero no te lo tomes muy a pecho. Ni siquiera Artur Hawkwing ganó todas las batallas.
—Artur Hawkwing. —Perrin intentó reír, pero la risa se convirtió en un gemido de dolor—. Sí —jadeó—, ciertamente no soy Artur Hawkwing, ¿verdad?
Ila miró ceñuda al Guardián —o, más bien, a su espada; por lo visto le parecía todavía peor que el hacha de Perrin— y se acercó a la cama con un paquete de vendajes doblados. Después de sacar la camisa del joven del astil de la flecha se encogió por la impresión.
—Me parece que no tengo los conocimientos precisos para sacar esto. Está profundamente embebida.
—Y es barbada —aclaró Ihvon en un tono coloquial—. Los trollocs no usan arcos muy a menudo; pero, cuando lo hacen, las flechas son barbadas.
—Salid de aquí —ordenó firmemente la regordeta mujer mientras se volvía hacia el Guardián—. Y tú también, Raen. Atender a los enfermos no es asunto de hombres. ¿Por qué no vas a ver si Moshea ha puesto ya la rueda a ese carromato?
—Buena idea —convino el Mahdi—. Puede que mañana queramos ponernos en camino. Hemos tenido un duro viaje este último año —le confesó a Perrin—. Primero, hasta Cairhien, después otra vez de vuelta a Ghealdan, y a continuación hacia el norte, a Andor. Sí, creo que saldremos mañana.
Cuando la puerta roja se cerró tras él e Ihvon, Ila se volvió hacia Faile, preocupada.
—Si es barbada, dudo que pueda sacarla ni poco ni mucho. Si no queda más remedio, lo intentaré, pero si hay alguien cerca que tenga más conocimientos que yo sobre estas cosas…
—Hay alguien en Campo de Emond —le aseguró Faile—. Pero ¿será conveniente dejarla sin sacar hasta mañana?
—Probablemente más que si tengo que cortar para extraerla. Puedo preparar un brebaje para el dolor y mezclar un ungüento para la infección.
—¡Hola! —gruñó Perrin, que las miraba enfadado—. ¿Os acordáis de mí? Estoy aquí mismo, así que dejad de hablar como si no os oyera.
Las dos mujeres lo observaron en silencio un momento.
—Haz que se esté quieto —le dijo Ila a Faile—. Si quiere hablar que lo haga, pero no dejes que se mueva. Podría agravar la herida.
—Me ocuparé de ello —contestó la joven.
Perrin apretó los dientes e hizo cuanto pudo para ayudarlas a quitarle la camisa y la chaqueta, pero fueron ellas las que hicieron casi todo el trabajo. Se sentía tan débil como un trozo de hierro mal forjado, presto para doblarse con la menor presión. Diez centímetros de astil roto sobresalían casi encima de la última costilla, asomando a través de una hendidura fruncida con una gruesa capa de sangre seca. Lo obligaron a recostar la cabeza en la almohada, no queriendo que viera la cura. Faile le lavó la herida mientras que Ila preparaba el ungüento con un majador y almirez de piedra; una piedra lisa, suave y gris, el primer objeto que veía en el campamento gitano que no tenía un color vivo. Untaron el ungüento alrededor de la flecha y lo vendaron para sujetar el emplasto.
—Raen y yo dormiremos debajo del carromato esta noche —dijo la mujer Tuatha’an mientras se limpiaba las manos. Miró con el entrecejo fruncido el astil que sobresalía del vendaje y sacudió la cabeza—. Hubo un tiempo en que creí que acabaría encontrando la Filosofía de la Hoja. Era un chico apacible.
—La Filosofía de la Hoja no es para todo el mundo —arguyó Faile suavemente, pero Ila volvió a sacudir la cabeza.
—Es para todos —contestó con idéntica suavidad y un leve dejo de tristeza— si la conocieran.
Entonces se marchó y Faile tomó asiento al borde de la cama; le enjugó el rostro con un paño doblado. Por alguna razón, transpiraba abundantemente.
—He cometido un grave error —dijo Perrin al cabo de un rato—. No, eso es demasiado suave. No sé la palabra exacta para calificar lo que he hecho.
—No cometiste ningún error —lo contradijo con firmeza—. Hiciste lo que te pareció indicado en ese momento. Y lo era. No imagino cómo pudieron atacarnos por detrás. Gaul no es de los que se equivocan respecto a la posición de un enemigo. Ihvon tenía razón, Perrin. A cualquiera pueden sorprenderlo los acontecimientos cuando surgen cambios imprevistos. Mantuviste unido a todo el mundo. Nos sacaste de allí.
El joven sacudió enérgicamente la cabeza, con lo que el dolor del costado empeoró.
—Ihvon nos sacó. Lo único que hice yo fue conseguir que mataran a veintisiete hombres —dijo amargamente mientras intentaba sentarse para mirarla a la cara—. Algunos de ellos eran amigos míos, Faile, y murieron por mi culpa.
Faile apoyó el peso sobre sus hombros para obligarlo a tenderse otra vez. Prueba de lo débil que estaba fue la facilidad con que lo consiguió.
—Habrá tiempo de sobra para eso por la mañana —argumentó con firmeza, mirándolo a los ojos—, cuando tengamos que subirte otra vez a tu caballo. No fue Ihvon quien nos sacó de allí. Aparte de él y tú, me parece que le importaba poco si los demás salíamos con vida o no. Esos hombres se habrían desperdigado en todas direcciones de no ser por ti y les habrían dado caza a todos. No se habrían mantenido juntos por Ihvon, un extraño. En cuanto a tus amigos… —Suspirando, volvió a sentarse—. Perrin, mi padre dice que un general puede ocuparse de los vivos o llorar por los muertos, pero nunca las dos cosas.
—Yo no soy un general, Faile. Soy un estúpido herrero que creyó que podía utilizar a otras personas para que lo ayudaran a hacer justicia o quizá para cobrarse venganza. Y todavía lo deseo, pero ya no quiero usar a nadie más.
—¿Acaso crees que los trollocs van a marcharse sólo porque has decidido que tus motivos no son puramente desinteresados? —Su tono indignado le hizo levantar la cabeza, pero la joven lo obligó a recostarse de nuevo en la almohada casi con rudeza—. ¿Son por ello menos viles? ¿Necesitas una razón más altruista para luchar contra ellos que el simple hecho de que sean unas bestias sanguinarias? Hay otra cosa que dice mi padre: el peor pecado que puede cometer un general no es decidir una táctica equivocada ni perder una batalla, sino abandonar a los hombres que dependen de él.
Alguien llamó a la puerta y un gitano joven y apuesto, vestido con una chaqueta a rayas rojas y verdes, asomó la cabeza. Lanzó una sonrisa a Faile que rebosaba encanto personal y luego miró a Perrin.
—El abuelo me dijo que eras tú y me pareció recordar que Egwene comentó que procedía de esta comarca. —De repente frunció el entrecejo, desaprobadoramente—. Tus ojos. Por lo que veo has emulado a Elyas y corres con lobos, después de todo. Estaba seguro de que nunca adoptarías la Filosofía de la Hoja.
Perrin lo conocía; era Aram, el nieto de Raen y de Ila. Sonreía igual que Wil.
—Vete, Aram. Estoy cansado.
—¿Ha venido Egwene?
—Egwene es ahora una Aes Sedai, Aram —gruñó—, y te arrancaría el corazón con el Poder Único si le pidieras que bailara contigo. ¡Vete!
El joven gitano parpadeó y cerró la puerta con premura. Perrin dejó caer la cabeza en la almohada.
—Sonríe demasiado —rezongó—. No soporto a los hombres que sonríen cada dos por tres.
Faile hizo un ruido ahogado, y Perrin la observó con desconfianza. Se estaba mordiendo el labio inferior.
—Tengo algo en la garganta —se disculpó ella con voz estrangulada al tiempo que se incorporaba raudamente. Se dirigió hacia la ancha repisa que había a los pies de la cama, donde Ila había estado preparando el ungüento, y permaneció de espaldas mientras vertía agua de una jarra roja y verde en un cubilete azul y amarillo—. ¿Te apetece beber algo? Ila ha dejado estos polvos que alivian el dolor. Te ayudarían a dormir.
—No quiero polvos —replicó—. Faile, ¿quién es tu padre?
Notó que la espalda de la joven se ponía rígida. Al cabo de un momento, se dio media vuelta con el cubilete en las dos manos y una expresión inescrutable en los rasgados ojos.
—Mi padre es Davram de la casa Bashere, lord de Bashere, de Tyr y de Sidona, Guardián de la Frontera de la Llaga, Defensor de la Tierra Interior, mariscal de la reina Tenobia. Y su tío.
—¡Luz! ¿Y todo eso que contaste sobre que era un mercader de maderas o un tratante de pieles? Si no recuerdo mal, en otra ocasión era un criador de ovejas.
—No mentí —replicó, cortante, aunque su tono se suavizó al añadir—: Únicamente callé parte de la verdad. Las haciendas de mi padre producen buenas maderas, pieles y ovejas y varias cosas más. Y sus administradores venden los productos, así que es verdad que comercia. En cierto modo.
—¿Y por qué no me lo contaste abiertamente? Ocultaste cosas. Mentiste. ¡Eres una noble! —La miró ceñudo, acusadoramente. No se había esperado algo así. Que su padre fuera un pequeño mercader o un soldado retirado, tal vez, pero no esto—. Luz, ¿qué haces viajando de aquí para allí como una cazadora del Cuerno? Y no me vengas con que el señor de Bashere y todos los demás títulos te envió en busca de aventuras.
Sin soltar el cubilete, Faile volvió a tomar asiento en la cama, a su lado. Lo miró intensamente.
—Mis dos hermanos mayores murieron, Perrin. Uno, luchando contra los trollocs y el otro, al caer de su caballo en una cacería. Eso me convirtió en la mayor, lo que significaba que tenía que aprender comercio y llevar los libros de cuentas. Mientras mis hermanos más pequeños aprendían a ser soldados, mientras se preparaban para una vida de aventuras, tuve que aprender a dirigir las haciendas. Es la obligación del mayor. ¡El deber! Resulta monótono, pesado y aburrido. Estás enterrado entre papeles y rodeado de amanuenses y burócratas.
»La gota que colmó el vaso fue cuando padre se llevó con él a Maedin, que es dos años menor que yo, a la Frontera de la Llaga. En Saldaea a las chicas no les enseñan el manejo de la espada ni las artes de la guerra, pero padre designó a un viejo veterano de su primer cuerpo de tropas como mi guardia personal. Evan, así se llama, se mostró más que dispuesto a enseñarme el manejo de cuchillos y la lucha cuerpo a cuerpo. Creo que le divertía. Fuere como fuere, cuando padre se llevó a Maedin acababa de llegar la noticia de que se había convocado la Gran Cacería del Cuerno, así que me marché. Escribí una carta a madre explicándolo y… me fui. Llegué a Illian justo a tiempo de prestar el juramento del cazador. —Cogió el paño y enjugó de nuevo el sudoroso rostro del joven—. Realmente deberías dormir un poco.
—Deduzco, pues, que eres lady Bashere o algo por el estilo, ¿no? ¿Cómo llegó a gustarte un simple herrero?
—La palabra es «amar», Perrin Aybara. —El timbre firme de su voz marcaba un raro y agudo contraste con la suave gentileza con que el paño se movía sobre su cara—. Y, a mi entender, no eres un simple herrero. —El paño se detuvo de repente—. Perrin, ¿qué quiso decir ese tipo con lo de que corres con lobos? También Raen mencionó al tal Elyas.
El joven se quedó paralizado, conteniendo la respiración. Acababa de reprocharle a ella que le había ocultado cosas. Esto le pasaba por encolerizarse y no pensar antes de hablar. Cuando se golpea con el martillo con precipitación, por lo general uno acababa aplastándose el pulgar. Soltó lentamente el aire y se lo contó todo. Cómo había conocido a Elyas Machera y cómo descubrió que podía hablar con los lobos. Cómo sus ojos habían cambiado paulatinamente de color y se habían agudizado sus sentidos de la vista, del olfato y del oído, igual a los de un lobo. Le contó lo del sueño de los lobos. Y lo que le ocurriría si en algún momento llegaba a olvidarse de su condición humana.
—Resulta tan fácil… A veces, sobre todo en los sueños, olvido que soy un hombre y no un lobo. Si en alguna de esas ocasiones no recuerdo mi verdadera condición lo bastante deprisa, si pierdo ese control, seré realmente un lobo. No quedará nada de mí. —Calló, esperando verla encogerse, retroceder.
—Si es verdad que tienes un oído tan fino —comentó ella con voz sosegada—, habré de tener mucho cuidado con lo que digo cuando estés a poca distancia.
Perrin le aferró la mano para que dejara de enjugarle el rostro.
—¿Has entendido algo de lo que te he contado? ¿Qué pensarán tus padres, Faile? Un herrero medio lobo. ¡Luz, eres una dama!
—He entendido hasta la última palabra. Padre lo aprobará. Repite cada dos por tres que la sangre de nuestro linaje se está aguando, no como en los viejos tiempos. Sé que me considera terriblemente blanda. —Le dedicó una sonrisa cuya ferocidad no desmerecía la de cualquier lobo—. Por supuesto, madre siempre ha querido que me case con un rey que parta a los trollocs en dos con su espada. Supongo que se conformará con tu hacha, pero ¿no te importaría decirle que eres el rey de los lobos? No creo que haya nadie que venga a disputarte ese trono. A decir verdad, me parece que para madre será bastante lo de partir trollocs, pero sí que le gustaría lo otro.
—¡Luz! —rezongó roncamente. Lo decía como si hablara en serio. No. Verdaderamente hablaba en serio. Aun en el caso de que sólo hablara medio en serio, el joven se planteó si no sería mejor un encuentro con trollocs que conocer a sus padres.
—Toma. —Le puso el cubilete de agua en los labios—. Parece que tienes seca la garganta.
Perrin bebió y se atragantó con el horrible gusto del líquido. ¡Faile había echado los polvos de Ila! Trató de no tragar más, pero la joven le llenó la boca y sólo tenía dos salidas: o se lo bebía o se ahogaba. Cuando por fin fue capaz de apartar el cubilete, Faile había conseguido que se tomara más de la mitad. ¿Por qué las medicinas tenían que saber tan horribles? Sospechaba que las mujeres lo hacían a propósito y habría apostado a que las que se tomaban ellas no sabían tan mal.
—Te dije que no quería esa porquería. ¡Puaj!
—¿De veras? No debí oírte. En cualquier caso, lo dijeras o no, necesitas dormir. —Le acarició el rizoso cabello—. Duerme, mi querido Perrin.
El joven tenía intención de insistir en que se lo había dicho y que estaba seguro de que ella lo había oído, pero las palabras parecieron enredársele en la lengua y los ojos se le cerraron sin que pudiera hacer nada para mantenerlos abiertos. Lo último que escuchó fueron sus quedos murmullos:
—Duerme, mi rey lobo. Duerme.