22 Fuera de la Ciudadela

Era una extraña comitiva la que encabezó Rand fuera de la Ciudadela y hacia el este, con blancas nubes ocultando el sol de mediodía y una leve brisa soplando sobre la ciudad. Por orden suya no hubo anuncio ni bandos, pero lentamente se extendió la voz de que pasaba algo especial: los ciudadanos interrumpían lo que quiera que estuvieran haciendo y se dirigían a toda prisa a cualquier lugar ventajoso desde el que observar. Los Aiel marchaban por la ciudad, saliendo de ella. Las gentes que no los habían visto llegar aquella noche, que sólo creían a medias que estaban en la Ciudadela, se agolpaban progresivamente en las calles a lo largo de la ruta, llenaban las ventanas, incluso trepaban a los tejados de pizarra o se montaban a horcajadas en los cantos de los tejados en pico. Los murmullos crecían al contar a los Aiel. Era imposible que estos pocos cientos hubieran tomado la Ciudadela. El estandarte del Dragón seguía ondeando en lo alto de la fortaleza. Todavía debían de quedar miles de Aiel en su interior. Y también el lord Dragón.

Rand cabalgaba cómodamente en mangas de camisa, seguro de que ninguno de los espectadores lo tomaría por nadie fuera de lo corriente. Un forastero lo bastante rico para tener caballo —un soberbio semental rodado de lo mejor de la cabaña teariana—, un hombre acaudalado que viajaba en extraña compañía, pero, por lo demás, sin duda un hombre corriente. Ni siquiera el cabecilla de esta extraña comitiva; ese título sin duda se lo otorgarían a Lan o a Moraine a pesar de que cabalgaban un trecho por detrás de él, justo al frente de los Aiel. El quedo murmullo atemorizado que acompañaba su paso sin duda no se alzaba por él, sino por los Aiel. Estos tearianos incluso podían tomarlo por un palafrenero que montaba el caballo de su señor. Bueno, tanto como eso, no; y menos yendo a la cabeza de la marcha. En fin, hacía un día espléndido, cálido pero no bochornoso. Y nadie esperaba que impartiera justicia ni que gobernara una nación. Podía disfrutar con el simple gozo de cabalgar en el anonimato, de disfrutar de la brisa, tan poco habitual. Durante un tiempo podía olvidar el tacto de las garzas marcadas en las palmas de sus manos contra las riendas. «Al menos durante un poco más —pensó—. Un poco más».

—Rand —dijo Egwene—. ¿Crees realmente que estuvo bien permitir que los Aiel cogieran todas esas cosas?

Él miró hacia atrás y la vio taconear a Niebla, su yegua gris, para ponerla a la altura de su caballo. De alguna parte había sacado un vestido verde oscuro con la estrecha falda dividida para montar, y una cinta de terciopelo, también verde, sujetaba su cabello en la nuca.

Moraine y Lan aún cabalgaban a cierta distancia, ella en su yegua blanca, vestida con un traje de montar de seda azul y acuchillados verdes, aunque de falda normal, y el cabello recogido con una redecilla dorada; él, a lomos de su enorme caballo de batalla, con la capa de color cambiante de Guardián que probablemente arrancaba tantas exclamaciones como los Aiel. Cuando la brisa agitaba la capa, los tonos verdes, pardos y grises ondeaban sobre ella; cuando colgaba inmóvil daba la impresión de confundirse con el fondo que hubiera detrás, de manera que los ojos parecían ver a través de partes de Lan y su montura. Resultaba inquietante.

También iba Mat con ellos, hundido en la silla con aspecto resignado, procurando mantenerse apartado del Guardián y la Aes Sedai. Había elegido un castrado marrón, un animal al que llamaba Puntos; hacía falta un ojo experto para advertir el ancho pecho y la fuerte cruz que prometía que el aparentemente tosco Puntos seguramente igualaba en velocidad y resistencia a los sementales de Rand o de Lan. La decisión de Mat de acompañarlos había sido una sorpresa; Rand aún no sabía por qué. Amistad, quizá; o tal vez no. Tanto lo que hacía Mat como sus motivos no eran cosa fácil de entender.

—¿Te explicó tu amiga Aviendha lo de «el quinto»? —preguntó a Egwene.

—Me mencionó algo, pero… Rand, no creerás que ella… Que también cogió cosas, ¿verdad?

Detrás de Moraine y de Lan, detrás de Mat, detrás de Rhuarc que los dirigía, los Aiel caminaban en largas filas a ambos lados de mulas, hilera tras hilera de cuatro de frente, cargadas con bultos. Cuando los Aiel tomaban uno de los dominios de un clan enemigo en el Yermo, por costumbre —o quizá por ley, Rand no lo entendía exactamente— se llevaban un quinto de todo lo que contenía, salvo la comida. No vieron razón para no hacer lo mismo con la Ciudadela. Pero las mulas no cargaban más que con una mínima parte de una parte de un quinto de los tesoros de la Ciudadela. Rhuarc decía que la avaricia mataba más hombres que el acero. Las canastas de mimbre, sobre las que iban alfombras y cortinas enrolladas, no estaban muy cargadas. Les aguardaba el duro paso por la Columna Vertebral del Mundo, y después un viaje aún más riguroso a través del Yermo.

«¿Cuándo se lo digo? —se preguntó Rand—. Cuanto antes, ahora; tiene que ser pronto». Moraine lo consideraría una jugada arriesgada, atrevida; tal vez hasta lo aprobaría. Tal vez. La Aes Sedai creía que ahora conocía todo su plan, y lo había desaprobado sin andarse con rodeos; seguramente quería acabar cuanto antes con ello. Pero los Aiel… «¿Y si se niegan? Pues que se nieguen. Yo he de hacerlo». En cuanto al quinto… No creía que hubiera sido posible impedir que los Aiel lo cogieran aunque él no hubiera estado de acuerdo, cosa que no ocurría; se lo habían ganado con creces, y le importaba un bledo despojar a los señores tearianos de lo que habían amasado exprimiendo a su pueblo durante generaciones.

—La vi enseñándole a Rhuarc un cuenco de plata —respondió a Egwene—. Por el modo en que su bolsa tintineó cuando metió el cuenco en ella, había más plata dentro. O tal vez oro. ¿Te parece mal?

—No. —Pronunció la palabra lentamente, con un leve timbre de duda, pero después su voz cobró firmeza—. Es sólo que no la había imaginado… Los tearianos no se habrían conformado con un quinto, de ser la situación al contrario. Habrían arramblado con todo lo que no fuera obra de cantería, y habrían robado las carretas para cargarlo. Sólo porque las costumbres de otros pueblos sean diferentes no significa que sean malas, Rand. Deberías saberlo.

Rand se echó a reír bajito. Era casi como en los viejos tiempos: él dispuesto a explicar por qué y cómo se había equivocado ella, y ella adelantándose a su planteamiento y echándole en cara la explicación que no había tenido oportunidad de expresar. Su caballo caracoleó unos pasos, contagiado de su estado de ánimo. Palmeó el cuello arqueado del rodado. Qué día tan estupendo.

—Buen caballo —dijo Egwene—. ¿Le has puesto nombre?

Jeade’en —respondió de mala gana, perdiendo parte de su buen humor.

Le daba un poco de vergüenza el nombre, las razones de haberlo elegido. Uno de sus libros favoritos había sido siempre Los viajes de Jain el Galopador, y aquel gran viajero llamó a su caballo Jeade’en —Explorador Certero, en la Vieja Lengua— porque el animal siempre fue capaz de encontrar el camino de vuelta a casa. Era agradable pensar que Jeade’en lo llevaría a casa algún día. Agradable, pero poco probable, y no quería que nadie imaginara el motivo de haber elegido tal nombre. En su vida actual no había cabida para fantasías pueriles. En realidad no la había para ninguna otra cosa que no fuera el cometido que tenía marcado.

—Bonito nombre —comentó ella, como ausente. Rand sabía que también había leído el libro, y casi esperaba que reconociera el nombre, pero la joven parecía estarle dando vueltas a otro asunto, mordiéndose el labio con aire caviloso.

Él acogió de buen grado su silencio. Los arrabales de la ciudad dieron paso al campo abierto y a algunas miserables granjas desperdigadas. Ni siquiera un Congar o un Coplin, miembros de unas familias de Dos Ríos notorias por la pereza entre otras cosas, dejarían sus propiedades en el estado de abandono y descuido que había en estas toscas casas de piedra, cuyas paredes inclinadas parecían a punto de desplomarse encima de las gallinas que escarbaban la tierra. Los destartalados graneros se recostaban contra laureles y benjuíes. Todos los techos, de pizarras medio rotas, daban la impresión de tener goteras. Las cabras balaban desconsoladamente en rediles de piedra que parecían haber sido levantados provisionalmente esa misma mañana. Hombres y mujeres descalzos, los hombros hundidos, cavaban con azadas los campos sin vallas, sin levantar siquiera la vista al paso del numeroso cortejo. Los gorjeos de tordos y zorzales en los pequeños sotos no bastaban para aliviar la opresiva sensación de tristeza.

«He de hacer algo respecto a esto. Yo… No, ahora no. Lo primero es lo primero. He hecho cuanto he podido por ellos en unas pocas semanas, pero por ahora no está en mi mano ayudarlos más». Procuró no mirar las ruinosas granjas. ¿Estarían en tan malas condiciones los olivares del sur? Los que trabajaban en ellos ni siquiera eran propietarios de la tierra; ésta pertenecía a los Grandes Señores. «No. Piensa en la brisa. Es agradable cómo alivia el calor. Tengo que disfrutar de ello un poco más. Dentro de poco tendré que decírselo».

—Rand, he de hablar contigo —anunció de repente Egwene. Su expresión era circunspecta; aquellos grandes ojos oscuros fijos en él guardaban una ligera reminiscencia con los de Nynaeve cuando estaba a punto de echar una reprimenda—. Respecto a Elayne.

—¿Sobre qué? —preguntó a la defensiva. Llevó la mano al bolsillo donde guardaba dos cartas arrugadas junto a un objeto pequeño y duro. De no estar escritas ambas con la misma letra elegante jamás habría creído que procedían de la misma mujer. Y después de todos esos besos y arrumacos. Era más fácil entender a los Grandes Señores que a una mujer.

—¿Por qué dejaste que se fuera así?

Perplejo, la miró de hito en hito.

—Quería marcharse. Tendría que haberla atado para impedírselo. Además, estará más segura en Tanchico que a mi lado, o al de Mat, si vamos a atraer burbujas de maldad como las llama Moraine. Y lo mismo reza para ti.

—Eso no es en absoluto a lo que me refiero. Por supuesto que quería marcharse. Y tú no tenías ningún derecho a impedírselo. Pero al menos podrías haberle dicho que deseabas que se quedara.

—Pero si quería irse —repitió, y su desconcierto aumentó al verla poner los ojos en blanco como si estuviera diciendo tonterías. Si no tenía derecho a retener a Elayne y ella deseaba marcharse, entonces ¿por qué se suponía que debía intentar convencerla de lo contrario? Sobre todo cuando estaría más segura si se iba.

—¿Estás dispuesto a revelarme tu próximo secreto? —La voz de Moraine sonó justo a su espalda—. Saltaba a la vista que te reservabas algo más. Si me lo cuentas, por lo menos podría advertirte que nos conduces hacia un precipicio.

Rand suspiró. No había advertido que ella y Lan se acercaban; y también Mat se encontraba más cerca, aunque seguía guardando cierta distancia con la Aes Sedai. El semblante de su amigo era digno de estudio: la duda, la renuencia y una sombría resolución lo cruzaban rápida y sucesivamente, en especial cuando miraba a Moraine. Nunca lo hacía a las claras, sino de reojo.

—¿Estás seguro de que quieres venir, Mat? —le preguntó.

Su amigo se encogió de hombros y esbozó una sonrisa forzada que denotaba inseguridad.

—¿Quién se perdería la ocasión de ver la condenada Rhuidean? —Egwene lo miró enarcando las cejas—. Oh, te pido disculpas por mi soez lenguaje, «Aes Sedai». Aunque te he oído utilizar palabras más gruesas y apostaría que por motivos más triviales. —La joven le asestó una mirada indignada, pero los rosetones que aparecieron en sus mejillas revelaban que el joven había dado en el clavo.

—Alégrate de que Mat esté aquí —le dijo Moraine a Rand con un timbre frío y contrariado—. Cometiste un grave error al dejar que Perrin se marchara, ocultándomelo. El mundo descansa sobre tus hombros, pero ellos dos tienen que apoyarte o te derrumbarás, y el mundo contigo.

Mat dio un respingo, y Rand advirtió que le faltó poco para hacer volver grupas a su castrado y salir de estampida en ese mismo instante.

—Sé cuál es mi deber —replicó. «Y sé el destino que me aguarda», pensó, pero no lo dijo en voz alta; no buscaba compasión de nadie—. Uno de nosotros tenía que ir allí, Moraine, y Perrin quería hacerlo. Estáis dispuesta a pasar por encima de todo para salvar al mundo. Yo… Hago lo que he de hacer. —El Guardián asintió, aunque no abrió la boca; Lan jamás se mostraría en desacuerdo con Moraine delante de otros.

—¿Y lo que aún no me has dicho? —insistió la Aes Sedai.

No pararía hasta que se lo hubiera sacado, y Rand no veía motivo para seguir guardando el secreto. Al menos, esta parte.

—Los Portales de Piedra —dijo, escueto—. Si tenemos suerte.

—¡Oh, Luz! —gimió Mat—. ¡Maldita Luz! ¡Y no me mires así, Egwene! ¿Suerte? ¿Es que no fue suficiente con una vez, Rand? Casi nos mataste, ¿recuerdas? No, peor que matarnos. Antes vuelvo a una de esas granjas y pido trabajo limpiando cochiqueras para el resto de mi vida.

—Puedes irte si quieres, Mat —le contestó Rand. La calma del rostro de Moraine era una máscara que ocultaba su ira, pero hizo caso omiso de la gélida mirada que intentaba frenarle la lengua. Hasta Lan parecía desaprobarlo, aunque su semblante impasible no dejaba traslucir gran cosa; el Guardián creía ante todo en el deber. Rand aceptaba cumplir con el suyo, pero sus amigos… No le gustaba obligar a la gente a hacer nada en contra de su voluntad, cuanto menos a sus amigos. Y eso podía evitarlo—. No tienes por qué venir al Yermo.

—Oh, ya lo creo que sí. Al menos… ¡Oh, así me condene! Tengo una vida y la puedo desperdiciar como quiera, ¿no? Pues ¿por qué no así? —Mat soltó una risa nerviosa—. ¡En los jodidos Portales de Piedra! ¡Luz!

Rand frunció el entrecejo; se suponía que era él el único, a decir de los demás, que se volvería loco, pero era su amigo el que ahora parecía estar al borde de la demencia.

Egwene miró a Mat parpadeando con preocupación, pero se inclinó hacia Rand.

—Verin Sedai me contó algo sobre los Portales de Piedra, Rand. Me habló del… viaje que realizasteis. ¿De verdad te propones hacer eso?

—No tengo otra opción, Egwene. —Tenía que actuar con prontitud, y no había medio más rápido que los Portales de Piedra. Eran reliquias de una época anterior a la Era de Leyenda; al parecer, ni siquiera las Aes Sedai de la Era de Leyenda los entendían. Pero no había un camino más rápido; si funcionaba como él esperaba, claro.

Moraine había escuchado pacientemente el intercambio de frases, en especial la parte de Mat, aunque Rand no veía motivo para ello.

—Verin también me habló de ese viaje en que utilizasteis los Portales de Piedra. Sólo erais unas cuantas personas y animales, no centenares como es el caso actual; y, aunque no estuvieras a punto de matarlos a todos como dice Mat, sigue pareciéndome una experiencia que nadie querría repetir. Y tampoco salió como esperabas, además de que hizo falta una gran cantidad de Poder, casi el suficiente para matarte al menos a ti, según Verin. Incluso si dejas atrás a la mayoría de los Aiel, ¿estás dispuesto a correr ese riesgo?

—He de hacerlo —contestó mientras tanteaba la bolsita del cinturón, la pequeña forma dura que había detrás de las cartas, pero la Aes Sedai continuó como si no lo hubiera oído.

—¿Tienes siquiera la certeza de que existe un Portal en el Yermo? Verin sabe más de esto que yo, pero nunca he oído que hubiera uno allí. Y, en caso afirmativo, ¿nos situará más cerca de Rhuidean de lo que estamos ahora?

—Hace unos seiscientos años —explicó Rand—, un buhonero intentó echar un vistazo a Rhuidean. —En cualquier otro momento habría resultado una satisfacción personal darle una lección a la Aes Sedai, para variar, pero no hoy. Era mucho lo que aún desconocía—. Por lo visto, el tipo no le echó el vistazo que pretendía, ya que afirmó haber divisado una ciudad dorada en las nubes, flotando a la deriva sobre las montañas.

—No hay ciudades en el Yermo —intervino Lan—. Ni en las nubes ni en el suelo. He combatido a los Aiel, y no tienen ciudades.

—Aviendha me contó que nunca había visto una ciudad hasta que salió del Yermo —ratificó Egwene.

—Es posible —dijo Rand—. Pero el buhonero también vio otra cosa sobresaliendo en la ladera de una de esas montañas: un Portal de Piedra. Lo describía perfectamente, y no hay nada que se les parezca, son inconfundibles. Cuando se lo describí al bibliotecario mayor de la Ciudadela lo reconoció —añadió, sin aclarar lo que buscaba yendo allí—, a pesar de no saber qué eran, lo suficiente para enseñarme cuatro en un antiguo mapa de Tear…

—¿Cuatro? —lo interrumpió Moraine, aparentemente sorprendida—. ¿Todos en Tear? Los Portales de Piedra no son tan habituales como eso.

—Cuatro —repitió Rand con certidumbre. El viejo y huesudo bibliotecario no había dudado ni un momento, ni siquiera a la hora de sacar un amarillento manuscrito en el que se hablaba de los esfuerzos realizados para «trasladar los desconocidos artefactos de una Era anterior» a la Gran Reserva. Todos los intentos habían fracasado, y los tearianos renunciaron a ello finalmente. Aquello le confirmó a Rand su autenticidad, ya que los Portales de Piedra oponían resistencia a que se los moviera—. Uno de ellos se encuentra a menos de una hora a caballo desde aquí —continuó—. En vista de su profesión, los Aiel permitieron que el buhonero se marchara con una de las mulas y toda el agua que pudiera cargar a la espalda. De algún modo logró llegar hasta un stedding en la Columna Vertebral de Mundo, donde conoció a un hombre llamado Soran Milo, que a la sazón estaba escribiendo un libro llamado Los asesinos del velo negro. El bibliotecario me trajo una deteriorada copia cuando le pedí libros sobre los Aiel. Por lo visto Milo lo basó todo en los Aiel que iban al stedding a comerciar, y sacó conclusiones equivocadas en casi todo, según Rhuarc, pero un Portal de Piedra solamente puede ser un Portal de Piedra. —Había examinado otros manuscritos y mapas, por docenas, estudiando supuestamente Tear y su historia, su campiña; nadie había sospechado lo que se traía entre manos ni supo lo que se proponía hasta hacía unos minutos.

Moraine aspiró el aire ruidosamente por la nariz, y Aldieb, su yegua blanca, brincó unos pasos, reflejando su irritación.

—Un supuesto relato de un supuesto buhonero que aseguraba haber visto una ciudad dorada flotando en las nubes —comentó—. ¿Conoce Rhuarc ese Portal de Piedra? Porque él ha estado en Rhuidean. Aun en el caso de que ese buhonero entrara en el Yermo y viera el Portal de Piedra, podría encontrarse en cualquier parte. Cuando alguien relata algo, por lo general siempre procura mejorar lo que ocurrió realmente. Vaya, una ciudad flotando en las nubes.

—¿Y cómo estáis tan segura de que no es así? —inquirió Rand. Rhuarc se había reído con ganas de todos los errores que Milo había escrito sobre los Aiel, pero fue poco explícito respecto a Rhuidean. Más bien nada explícito. El Aiel se había negado incluso a comentar los pasajes del libro relativos a ese lugar. Rhuidean, en las tierras de los Jenn Aiel, el clan que no lo es; y eso fue todo cuanto Rhuarc se avino a decir al respecto. Al parecer no se hablaba de Rhuidean.

A la Aes Sedai no le complació su frívolo comentario, pero eso traía sin cuidado a Rand. Ella misma había guardado secretos de sobra, demasiado a menudo había hecho que la siguiera sin más base que una ciega confianza. Ahora le tocaba a ella. Tenía que aprender que no era una marioneta en sus manos. «Seguiré su consejo cuando considere que es acertado, pero jamás volveré a bailar al son que toque Tar Valon». Moriría según sus propios términos.

Egwene acercó su yegua gris un poco más y cabalgó casi rodilla con rodilla junto a él.

—Rand, ¿realmente te propones arriesgar nuestras vidas por lo que sólo es una posibilidad? Rhuarc no te aclaró nada, ¿verdad? Cuando le pregunté a Aviendha sobre Rhuidean se cerró como una ostra.

Mat parecía encontrarse mal. Rand mantuvo el gesto impasible, sin dejar que sus sentimientos se reflejaran en su semblante. No había sido su intención amedrentar a sus amigos.

—Allí hay un Portal de Piedra —se ratificó. De nuevo frotó la forma dura que guardaba en la bolsita. Tenía que funcionar.

Los mapas del bibliotecario eran antiguos, pero ello lo había ayudado en cierto sentido. Las praderas por las que cabalgaban ahora eran bosques cuando se dibujaron esos mapas, pero apenas quedaban árboles, algunos ralos sotos de robles blancos, pinos y culantrillos, árboles solitarios de una especie que no le era conocida, con los troncos nudosos y delgados. Era fácil distinguir el relieve del terreno ahora, con las colinas cubiertas de hierba en su mayor parte.

En los mapas, dos lomas altas e inclinadas, una detrás de la otra, apuntaban hacia el grupo de redondeadas colinas donde se encontraba el Portal de Piedra. Si estaban bien hechos, claro. Y si en realidad el bibliotecario había reconocido la descripción. Y si la marca verde en forma de rombo significaba antiguas ruinas como él afirmaba. «¿Por qué iba a mentir? Estoy volviéndome demasiado desconfiado. No, he de serlo. Tan receloso como una víbora e igualmente frío». Pero no le gustaba.

Al norte sólo divisaba colinas completamente peladas de árboles y salpicadas de formas móviles que debían de ser caballos. Los rebaños de los Grandes Señores, pastando por el terreno donde antaño se alzaba la arboleda Ogier. Esperaba que Perrin y Loial hubieran partido sin contratiempos. «Ayúdalos, Perrin —pensó—. Ayúdalos porque yo no puedo».

La arboleda Ogier significaba que las lomas inclinadas debían de estar cerca; poco después las divisó un poco hacia el sur, como dos flechas juntas, con unos pocos árboles a lo largo de las cimas que dibujaban una fina línea contra el cielo. Detrás, unas colinas redondas y bajas, cual burbujas tapizadas de verde, se sucedían unas a las otras. Había más que en el antiguo mapa; demasiadas, teniendo en cuenta que todo el conjunto abarcaba menos de dos kilómetros y medio cuadrados. Si no se correspondían con las del mapa, ¿cuál tenía el Portal de Piedra en la ladera?

—Los Aiel son numerosos —comentó Lan quedamente—, y su vista es muy aguda.

Con un asentimiento de gratitud, Rand tiró de las riendas de Jeade’en y retrocedió para exponer el problema a Rhuarc. Se limitó a describir el Portal de Piedra, sin explicar qué era; ya habría tiempo de sobra para eso cuando lo encontraran. Ahora era experto en guardar secretos. De todos modos, seguramente Rhuarc no tenía ni idea de qué era un Portal de Piedra; muy pocos lo sabían a excepción de las Aes Sedai. Él mismo lo ignoraba hasta que alguien se lo dijo.

El Aiel, que caminaba junto al semental rodado, frunció levemente el entrecejo —lo que equivalía a un gesto preocupado en cualquier otro hombre— y después asintió.

—Lo encontraremos —dijo. Luego alzó la voz—: ¡Aethan Dor! ¡Far Aldazar Din! ¡Duadhe Mahdi’in! ¡Far Dareis Mai! ¡Seia Doon! ¡Sha’mad Conde!

Mientras hablaba, miembros de las asociaciones guerreras nombradas se adelantaron trotando hasta que alrededor de una cuarta parte de los Aiel estuvo reunida en torno a él y a Rand. Escudos Rojos. Hermanos del Águila. Buscadores del Agua. Doncellas Lanceras. Ojos Negros. Hijos del Relámpago.

Rand localizó a la amiga de Egwene, Aviendha, una mujer alta y guapa con un aire serio y altanero. Fueron Doncellas quienes habían guardado su puerta, pero no creía haberla visto antes de que los Aiel se reunieran para marcharse de la Ciudadela. Le sostuvo la mirada, orgullosa como un halcón de verdes ojos, y después sacudió la cabeza y puso su atención en el jefe de clan.

«Bueno, ¿no quería volver a sentirme un hombre corriente?», pensó, un poco abatido. Los Aiel lo hacían sentirse así. Incluso al jefe de clan lo escuchaban simplemente con respeto, sin nada que se pareciese a la deferencia que exigía un lord, y con una obediencia que parecía funcionar entre iguales. Por lo tanto no podía esperar que le dieran un trato diferente.

Rhuarc impartió órdenes con pocas palabras, y los Aiel se dispersaron en abanico hacia el frente, en dirección al agrupamiento de colinas, corriendo con su habitual facilidad, algunos cubriéndose el rostro con el velo por si acaso. El resto aguardó de pie o en cuclillas junto a las mulas de carga.

Representaban a casi todos los clanes —excepto el Jenn Aiel, por supuesto; Rand no acababa de entender si el Jenn existía o no en realidad, puesto que la forma en que los Aiel lo mencionaban, y lo hacían en muy contadas ocasiones, podía interpretarse de uno u otro modo— incluidos algunos clanes entre los que existían enemistades familiares, y otros que a menudo luchaban entre sí. Lo sabía porque se lo habían contado ellos mismos; no por primera vez se preguntó qué los había mantenido unidos hasta el momento. ¿Se debería únicamente a sus profecías de la caída de la Ciudadela y la búsqueda de El que Viene con el Alba?

—Es más que eso —dijo Rhuarc, y Rand comprendió que había expresado en voz alta sus pensamientos—. La profecía nos indujo a cruzar la Pared del Dragón, y el nombre que no se pronuncia nos llevó a la Ciudadela de Tear. —El nombre al que se refería era el «Pueblo del Dragón», un apelativo secreto para los Aiel; sólo los jefes de clan y la Sabias lo conocían o lo utilizaban, al parecer muy rara vez y únicamente entre ellos—. Por lo demás… Nadie derrama la sangre de otro de la misma asociación, por supuesto, y sin embargo, mezclando Shaarad con Goshien, Taardad y Nakai con Shaido… Hasta yo podría bailar las lanzas con los Shaido si las Sabias no hubieran hecho que todos aquellos que cruzamos la Pared del Dragón prometiéramos por el juramento del agua que trataríamos a cualquier Aiel como si fuera de la misma asociación a este lado de las montañas. Incluso los viles Shaido… —Se encogió de hombros—. ¿Lo ves? Ni siquiera para mí resulta fácil.

—¿Los Shaido son enemigos tuyos? —Rand se enredó un poco con el nombre; en la Ciudadela, los Aiel se conocían por asociaciones, no por clanes.

—Hemos evitado un lance de sangre, pero entre los Taardad y los Shaido nunca ha habido amistad; los septiares se atacan a veces unos a otros, roban cabras o ganado. Pero los juramentos nos han mantenido unidos a pesar de tres enemistades de sangre y una docena de viejos rencores entre clanes o septiares. Ahora ayuda que viajemos hacia Rhuidean, aunque algunos nos dejarán antes. Nadie derramará la sangre de otro mientras viaja hacia Rhuidean o desde ésta. —El Aiel alzó el rostro hacia Rand, impasible—. Podría ocurrir que muy pronto ninguno de nosotros derramara la sangre de otro Aiel.

Imposible dilucidar si la perspectiva lo satisfacía o no.

Un grito, como el ulular de un búho, llegó de una de las Doncellas que estaba en lo alto de una colina y agitaba las manos sobre la cabeza.

—Por lo visto han encontrado tu columna de piedra —anunció Rhuarc.

Rand espoleó, anhelante, a Jeade’en; cuando pasó al galope ante Moraine, ésta le lanzó una mirada inescrutable y agarró bien las riendas. Egwene condujo a su yegua junto a Mat, y se inclinó en su silla, apoyándose en el pomo del arzón de él, para sostener una conversación en privado. Daba la impresión de que intentaba convencerlo para que le contara algo o para que admitiera algo, y por la vehemencia de los gestos de Mat, o era más inocente que un bebé o era un mentiroso redomado.

Rand desmontó de un salto y trepó rápidamente por la suave ladera para examinar lo que la Doncella —era Aviendha— había encontrado medio enterrado en el suelo y casi tapado por la alta hierba. Era una erosionada columna de piedra gris, de unos tres metros de longitud y alrededor de setenta y cinco centímetros de diámetro. Unos símbolos extraños cubrían la totalidad de la superficie visible, cada uno de ellos rodeado por una fina línea de marcas que Rand creía que era escritura. Aun cuando hubiera sido capaz de leerlo —si es que realmente era un lenguaje—, la grafía —si es que lo era— hacía mucho tiempo que había dejado de ser legible. Los símbolos estaban más claros, al menos algunos de ellos; muchos podrían ser simplemente marcas de erosión dejadas por la lluvia y el viento.

Mientras arrancaba la hierba a puñados para verlo mejor, echó una ojeada a Aviendha. La mujer llevaba el shoufa alrededor de los hombros, dejando el corto cabello rojizo al aire, y lo observaba con dureza.

—No te caigo bien —dijo—. ¿Por qué?

Tenía que encontrar un símbolo, el único que conocía.

—¿Que no me caes bien? Podrías ser El que Viene con el Alba, un hombre predestinado. ¿Quién está en condiciones de que le caiga bien o mal alguien así? Además, tú caminas libremente, un habitante de las tierras húmedas a pesar de tus rasgos, y sin embargo te diriges a Rhuidean para recibir honores, mientras que yo…

—Mientras que tú ¿qué? —preguntó, cuando la mujer dejó la frase sin terminar. Siguió buscando cuesta arriba. ¿Dónde estaba? Dos líneas onduladas paralelas, cortadas en ángulo por un garabato. «Luz, si está enterrado, nos llevará horas darle la vuelta». De repente se echó a reír. Nada de horas. Podía encauzar y levantar la columna del suelo; o Moraine o Egwene. Un Portal de Piedra podría resistirse a que lo trasladaran, pero indudablemente sí sería posible moverlo un poco. Aun así, encauzar no lo ayudaría a encontrar las líneas onduladas; sólo tanteando a lo largo de la piedra, palmo a palmo, lo conseguiría.

En lugar de responder, la Aiel se puso en cuclillas con las lanzas cortas cruzadas sobre las rodillas.

—Has tratado mal a Elayne. No debería importarme, pero Elayne es primera hermana de Egwene, que es mi amiga. No obstante, a Egwene todavía le gustas, así que lo intentaré por ella.

Sin dejar de buscar en la columna, Rand sacudió la cabeza. Otra vez Elayne. A veces creía que todas las mujeres pertenecían a un gremio, como ocurría con los artesanos de cualquier ciudad. Si se metía la pata con uno de ellos, los siguientes diez con los que uno se topaba lo sabían, y lo desaprobaban.

Sus dedos se detuvieron y volvieron al trozo por el que acababan de pasar. Estaba tan erosionado que casi resultaba irreconocible, pero estaba convencido de que eran las líneas onduladas. Representaban un Portal de Piedra en Punta de Toman, no en el Yermo, pero marcaban lo que había sido la base cuando estaba en pie. Los símbolos de arriba representaban mundos; los del pie, los Portales de Piedra. Con uno de los símbolos de arriba y uno de los de abajo, se suponía que uno podía viajar a determinado Portal de Piedra de un determinado mundo. Con uno de los de abajo sabía que podía llegar a uno de los Portales de Piedra de este mundo. El que estaba próximo a Rhuidean, por ejemplo. Si supiera qué símbolo lo representaba. Ahora era cuando necesitaba un golpe de suerte, que su condición de ta’veren pusiera a la fortuna de su parte.

Una mano se extendió por encima de su hombro, y Rhuarc indicó con voz reacia:

—Estas dos marcas se utilizaban para representar Rhuidean en las antiguas grafías. Hace mucho tiempo ni siquiera se escribía su nombre. —Siguió con el dedo el trazado de dos triángulos, cada uno de los cuales rodeaba lo que parecía un rayo bifurcado, uno apuntando a la izquierda y el otro, a la derecha.

—¿Sabes lo que es esto? —preguntó Rand. El Aiel miró a otro lado—. Maldita sea, Rhuarc, tengo que saberlo. Sé que no quieres hablar de ello, pero tienes que decírmelo. Dímelo, Rhuarc. ¿Has visto en alguna ocasión algo parecido a esta piedra?

El otro hombre respiró hondo antes de responder.

—Lo he visto. —Cada palabra salió de su boca como si se la arrancaran a la fuerza—. Cuando un hombre va a Rhuidean, las Sabias y los hombres del clan esperan en las laderas de Chaendaer, cerca de una piedra como ésta. —Aviendha se puso de pie y se alejó con andares tensos; Rhuarc la siguió con la mirada, el ceño fruncido—. No sé nada más, Rand al’Thor. Que jamás encuentre sombra si miento.

Rand pasó los dedos sobre la ilegible grafía que rodeaba los triángulos. ¿Cuál de ellos? Sólo uno lo llevaría a donde quería ir; el otro tal vez lo trasladaría a la otra punta del mundo o al fondo del océano.

El resto de los Aiel se habían reunido al pie de la colina con sus mulas de carga. Moraine y los demás desmontaron y subieron la suave cuesta, llevando a sus caballos por las riendas. Mat traía también a Jeade’en además de su castrado, procurando mantener al Brioso animal bien separado de Mandarb, el caballo de Lan. Los dos sementales se miraban ferozmente ahora que no los montaban sus jinetes.

—Realmente no sabes lo que estás haciendo, ¿verdad? —protestó Egwene—. Moraine, no se lo permitáis. Podemos cabalgar hasta Rhuidean. ¿Por qué dejáis que siga adelante con esto? ¿Por qué no decís nada?

—¿Y qué sugieres que haga? —replicó ásperamente la Aes Sedai—. No voy a cogerlo de la oreja y llevármelo a rastras. Quizás estemos a punto de comprobar hasta qué punto es útil Soñar.

—¿Soñar? —La voz de Egwene era cortante—. ¿Qué tiene que ver con esto?

—¿Queréis callar las dos? —pidió Rand, obligándose a dar a su voz un tono paciente—. Estoy intentando tomar una decisión.

La joven lo miró indignada; Moraine no dejó traslucir el menor atisbo de emoción, pero lo observaba intensamente.

—¿Es preciso que lo hagamos así? —intervino Mat—. ¿Qué tienes en contra de cabalgar? —Rand se limitó a mirarlo, y él se encogió de hombros, desasosegado—. Oh, diantre. Si lo que intentas es decidir… —Cogió las riendas de los dos caballos en una mano, sacó una moneda del bolsillo, un marco de oro de Tar Valon, y suspiró—. Vaya, hombre, tenía que ser esta moneda. —La hizo pasar sobre el dorso de los dedos—. A veces… tengo suerte, Rand. Deja que sea ella la que decida. Cara, el que apunta a tu derecha; cruz, el de la izquierda. ¿Qué dices?

—Esto es ridículo —empezó Egwene, pero Moraine la hizo callar rozándole el brazo con los dedos.

—Vale, ¿por qué no? —asintió Rand. Egwene masculló algo, pero lo único que le entendió fue «hombres» y «niños», y no sonaba halagador.

Mat impulsó con el pulgar la moneda y ésta giró en el aire, brillando mortecinamente al sol. Antes de que empezara a caer, Mat la volvió a coger y la soltó con una palmada sobre el revés de su otra mano. Entonces vaciló.

—Es una jodida tontería confiar en un lanzamiento de moneda, Rand.

Sin mirar los símbolos, Rand posó la mano sobre uno de ellos.

—Éste —dijo—. Has elegido éste. Mat miró la moneda y parpadeó.

—Es cierto. ¿Cómo lo supiste?

—Tiene que empezar a funcionar conmigo antes o después.

Ninguno de ellos entendió a qué se refería —eso saltaba a la vista— pero tampoco importaba. Levantó la mano y miró el símbolo que Mat y él habían escogido: el triángulo que apuntaba a la izquierda. El sol había pasado su cenit. Tenía que hacerlo bien. Un error, y perderían tiempo en vez de ganarlo. No quería pensar que la consecuencia fuera aun peor.

Se puso de pie, metió la mano en la bolsita del cinturón y sacó el pequeño y duro objeto que guardaba en ella, una talla de brillante piedra verde que encajaba en su mano; representaba un hombre de cara y cuerpo redondos, sentado con las piernas cruzadas, y con una espada sobre sus rodillas. Frotó con el pulgar la cabeza calva de la figurilla.

—Que todos se agrupen cerca. Todos. Rhuarc, haz que suban esas bestias de carga aquí. Todo el mundo tiene que estar lo más cerca posible de mí.

—¿Por qué? —preguntó el Aiel.

—Porque vamos a Rhuidean. —Rand hizo saltar la figurilla sobre la palma de la mano, y luego se inclinó para dar unas palmaditas en la piedra—. A Rhuidean. Ahora mismo.

Rhuarc le dedicó una larga e inexpresiva mirada; después se puso de pie mientras empezaba a llamar a los otros Aiel.

Moraine dio un paso más cuesta arriba.

—¿Qué es eso? —preguntó con curiosidad.

—Un angreal —respondió Rand al tiempo que le daba la vuelta sobre la palma—. Uno que funciona para los hombres. Lo encontré en la Gran Reserva cuando buscaba el umbral. Fue la espada lo que me hizo cogerlo, y entonces lo supe. Si os estabais preguntando cómo pensaba encauzar suficiente Poder para llevarnos a todos, Aiel, mulas y todo lo demás, ésta es la respuesta.

—Rand —intervino Egwene, nerviosa—, estoy segura de que crees que haces lo que es mejor, pero ¿estás seguro? ¿Tienes la certeza de que ese angreal es lo bastante fuerte? Yo no podría afirmar siquiera que realmente es un angreal. Si lo dices, te creo, pero estos objetos varían, Rand. Por lo menos, es lo que ocurre con los que las mujeres pueden utilizar. Unos son más potentes que otros, y en eso no influye ni el tamaño ni la forma.

—Por supuesto que estoy seguro —mintió. No había habido modo de probarlo; no para este propósito y no si quería evitar que la mitad de Tear descubriera que se traía algo entre manos, pero creía que serviría. Con lo pequeño que era, nadie descubriría que faltaba de la Ciudadela a menos que decidieran hacer un inventario de la Reserva, y tal cosa parecía poco probable.

—Así que te dejas a Callandor y te traes esto —murmuró Moraine—. Actúas como si tuvieras un amplio conocimiento de los Portales de Piedra. Más de lo que habría imaginado.

—Verin me contó bastantes cosas. —Cierto que la Aes Sedai le había hablado de ellos, pero fue Lanfear la primera que lo había instruido al respecto. Entonces la conocía como Selene, pero no tenía intención de explicarle eso a Moraine, como tampoco pensaba decirle que la mujer se había ofrecido a ayudarlo. Aparentemente, se había tomado el asunto de Lanfear con demasiada tranquilidad, incluso para ser una persona tan fría como ella, que rara vez perdía el control. Y lo estaba observando con aquella mirada escrutadora, como si lo estuviera sopesando en una balanza.

—Ten cuidado, Rand al’Thor —advirtió con su fría y melodiosa voz—. Cualquier ta’veren cambia el Entramado en mayor o menor grado, pero uno como tú podría desgarrar la Urdimbre de las Eras para siempre.

Rand habría dado cualquier cosa por saber lo que estaba pensando. Lo que estaba planeando.

Los Aiel subieron la ladera con sus mulas de carga y cubrieron el manto de hierba conforme se arracimaban alrededor de él y del Portal de Piedra, apelotonándose hombro contra hombro, excepto Moraine y Egwene, con las que dejaron cierta distancia. Rhuarc le hizo un gesto de asentimiento como diciendo: «Hecho. Ahora todo está en tus manos».

Sopesó el pequeño angreal verde, y pensó decirles a los Aiel que dejaran a los animales; pero, aparte de que no sabía si accederían a ello, deseaba llegar con todos y con todo para que tuvieran el convencimiento de que lo había hecho bien y por su bien. La buena voluntad no abundaría en el Yermo. Lo observaban imperturbables, aunque algunos se habían puesto el velo. Los únicos que parecían nerviosos eran Mat, que seguía dando vueltas al marco de Tar Valon por encima de los dedos, y Egwene, en cuyo rostro había gotitas de sudor. No tenía sentido prolongar más el momento. Tenía que actuar con una rapidez de la que nadie lo imaginaba capaz.

Se sumió en el vacío y buscó el contacto con la Fuente Verdadera, aquella pálida y parpadeante luz siempre presente, justo detrás de su hombro. El Poder lo hinchió, un soplo de vida, un vendaval que arrancaría robles de raíz, una brisa estival cargada del aroma de las flores, la tenue vaharada nauseabunda de un montón de estiércol. Suspendido en la nada, enfocó el triángulo rodeado por un rayo que tenía ante sí, y abrió un canal a través del angreal, absorbiendo el violento torrente del saidin. Debía llevarlos a todos. Tenía que funcionar. Asiendo aquel símbolo, se abrió plenamente al Poder Único, se llenó de él hasta creer que iba a estallar. Y siguió absorbiendo. Más. Más.

Fue como si el mundo desapareciera súbitamente.

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