24 Rhuidean

El pequeño guijarro que Mat llevaba en la boca hacía rato que no le provocaba salivación. Lo escupió y se puso en cuclillas al lado de Rand, con la mirada fija en el muro gris de niebla que se alzaba unos treinta pasos más adelante. Niebla. Esperaba que al menos hiciera menos calor allí dentro; tampoco sería de desdeñar un poco de agua, ya que tenía los labios agrietados. Se quitó el pañuelo atado a la cabeza y se limpió la cara, pero en realidad no había mucho sudor que enjugar con la tela; debía de estar deshidratado, ya que apenas transpiraba. Tampoco estaría mal un sitio en el que sentarse. Tenía la impresión de que sus pies eran salchichas cocidas dentro de las botas; en realidad, estaba cocido por completo. La niebla se extendía a derecha e izquierda casi dos kilómetros, y se elevaba sobre sus cabezas como un imponente acantilado; un acantilado de espesa niebla en medio de un valle árido y abrasado. Tenía que haber agua allí dentro.

«¿Y por qué no se evapora? —No le gustaba la idea. Hacer el tonto con el Poder lo había traído aquí, y por lo visto tenía que volver a tontear con él—. Luz, quiero librarme del Poder y de las Aes Sedai. ¡Diablos, cómo lo ansío!» Cualquier cosa serviría para no pensar que tenía que entrar en esa niebla sin remedio.

—La mujer que vi corriendo era esa Aiel amiga de Egwene —dijo con una voz que semejaba un graznido. ¡Corriendo con este calor! Sólo de pensarlo los pies le dolían más—. Aviendha, o como quiera que se llame.

—Si tú lo dices —contestó Rand, sin dejar de estudiar la niebla. También su voz sonaba como si tuviera la boca llena de polvo; tenía el rostro quemado por el sol, y se balanceaba, inestable, a pesar de estar en cuclillas—. ¿Pero por qué iba a estar aquí, y desnuda?

Mat lo dejó estar. Rand no había visto a la mujer, ya que no había apartado la vista de la agitada niebla desde que empezaron a bajar la ladera, y no creía que Mat la hubiera visto realmente, corriendo como una posesa y manteniendo las distancias con ellos, dirigiéndose hacia esta niebla extraña. Parecía que Rand tenía tan pocas ganas como él de meterse en ella; Mat se preguntó si su aspecto era tan lamentable como el de su amigo. Se tocó la mejilla e hizo un gesto de dolor. Sí, debía de tener la misma pinta.

—¿Vamos a pasarnos aquí fuera toda la noche? Este valle es bastante profundo, y oscurecerá dentro de un par de horas. Puede que entonces refresque, pero no me gustaría toparme con lo que quiera que merodee por aquí al caer la noche. A lo mejor, leones; he oído que los hay en el Yermo.

—¿Estás seguro de que quieres seguir adelante, Mat? Ya oíste lo que dijeron las Sabias. Se corre el riesgo de morir ahí dentro o de volverse loco. No te costaría mucho regresar hasta las tiendas, y en las alforjas de Puntos dejaste cantimploras y un odre de agua.

Ojalá Rand no se lo hubiera recordado; más valía no pensar en agua.

—Diantre, pues claro que no quiero hacerlo, pero no me queda otro remedio. ¿Y tú, qué? ¿No te parece bastante ser el jodido Dragón Renacido que también tienes que ser un maldito jefe de clan Aiel? ¿Por qué has venido aquí?

—Tenía que hacerlo, Mat. No me quedaba otra salida. —Había un dejo de resignación en su voz, pero se advertía algo más: un atisbo de impaciencia. Realmente estaba loco; deseaba hacer esto.

—Rand, tal vez es la respuesta que le dan a todo el mundo. Me refiero a esa gente con aspecto de serpiente: ir a Rhuidean. Quizá ni siquiera tendríamos que estar aquí. —No lo creía, pero con esa niebla delante, como acechándolos…

Rand volvió la cabeza hacia él, sin decir palabra.

—En ningún momento mencionaron Rhuidean cuando hablaron conmigo, Mat —dijo al cabo.

—Oh, maldita sea —rezongó. De un modo u otro, tenía intención de encontrar la forma de entrar a través de aquel torcido marco de Tear. Con gesto ausente, sacó del bolsillo la moneda de oro de Tar Valon y empezó a girarla sobre el revés de los dedos. Esos tipos con aspecto de serpiente iban a darle unas cuantas respuestas más quisieran o no. Fuera como fuera.

Sin decir nada más, Rand se puso de pie y echó a andar hacia la niebla con pasos vacilantes, los ojos fijos al frente. Mat se apresuró a ir en pos de él.

«Maldición. Maldición. No quiero hacer esto».

Rand se zambulló en la espesa bruma, pero Mat vaciló un momento antes de seguirlo. Después de todo, tenía que ser el Poder lo que mantenía intacta la niebla, con los bordes bullendo y agitándose pero sin avanzar ni retroceder un centímetro. El condenado Poder, y no había otra condenada opción. Aquel primer paso fue un bendito alivio, un sumergirse en el refrescante vapor; abrió la boca para que la niebla le humedeciera la lengua. Tres pasos más, y empezó a preocuparse. Ante él sólo había un gris indistinto, sin formas; ni siquiera distinguía la borrosa sombra de su amigo.

—¡Rand! —El resultado habría sido igual si no hubiera abierto la boca; el espeso vapor pareció tragarse el sonido antes de que llegara a sus oídos. Ni siquiera estaba seguro de la dirección que llevaba, y él tenía siempre un gran sentido de la orientación. Delante podría haber cualquier cosa; o bajo sus pies, ya que no se los veía, pues la niebla lo envolvía completamente de cintura para abajo. A pesar de ello, apresuró el paso y, de repente, salió junto a Rand a una peculiar luz sin sombras.

La niebla formaba una inmensa cúpula que ocultaba el cielo, y la agitada cara interior emitía un pálido fulgor azulado. Rhuidean no era ni mucho menos tan extensa como Tear o Caemlyn, pero las calles vacías eran las más amplias que había visto en su vida, con anchas franjas de tierra en el centro, como si en algún momento hubieran crecido árboles en ellas, y había grandes fuentes con estatuas. Las calles estaban flanqueadas por inmensos edificios, extraños palacios de costados planos hechos de mármol y cristal tallado que se elevaban decenas y decenas de metros en paredes escalonadas o perpendiculares. No se veía ninguna construcción pequeña, nada que pudiera ser una simple taberna o una posada o un establo. Sólo palacios inmensos con relucientes columnas de quince metros de grosor y más de setenta de altura en color rojo o blanco o azul, e inmensas torres espirales y ahusadas, algunas de las cuales se perdían en las brillantes nubes allá arriba.

A pesar de su grandiosidad, la ciudad no había llegado a terminarse. Muchas de las gigantescas estructuras acababan en la línea irregular de una construcción abandonada. En ciertas ventanas enormes los cristales de colores representaban imágenes: hombres y mujeres mayestáticos de nueve metros de altura o más; amaneceres y cielos nocturnos estrellados. Otras eran huecos vacíos. Una obra sin concluir y abandonada mucho tiempo atrás. El agua no corría en las fuentes. El silencio envolvía la ciudad por completo, como la cúpula de niebla. La atmósfera era más fresca que fuera, pero igual de seca, y bajo los pies rechinaba la arenilla en las pálidas y suaves losas del pavimento.

De todos modos, Mat corrió hacia la fuente más próxima, por si acaso, y se inclinó sobre el blanco borde que le llegaba a la cintura. Tres mujeres desnudas, el doble de altas que él y que sostenían sobre la cabeza un extraño pez con la boca abierta, se asomaban al amplio y polvoriento pilón, que estaba tan seco como la boca de Mat.

—Por supuesto —dijo Rand a su espalda—. Debí pensar en ello antes.

Mat miró hacia atrás.

—¿Pensar en qué? —Su amigo contemplaba fijamente la fuente y una risa silenciosa le sacudía los hombros—. Contrólate, Rand. No te has vuelto loco durante el último minuto. ¿Qué es lo que deberías haber pensado?

El sonido hueco de un gorgoteo atrajo de nuevo la mirada de Mat hacia la fuente. De manera repentina, un chorro de agua tan grueso como su pierna brotó de la boca abierta del pez, y Mat se metió precipitadamente en el pilón y corrió a ponerse debajo del surtidor con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta. Agua dulce y fría, tan fría que lo hizo estremecerse y más dulce que el vino. Le empapó el cabello, la chaqueta, los pantalones. Bebió hasta tener la impresión de estar a punto de ahogarse, y por fin se apartó con pasos inestables y se apoyó, jadeante, contra la pétrea pierna de una de las mujeres.

Rand seguía plantado ante la fuente, con el rostro enrojecido y los labios agrietados, riendo quedamente.

—Nada de agua, Mat. Dijeron que no podíamos traer agua, pero no mencionaron nada sobre la que ya había aquí.

—Rand, ¿es que no piensas beber?

Su amigo salió de su abstracción con un sobresalto; después se metió en el pilón, ahora lleno hasta la altura del tobillo, y chapoteó hasta ponerse donde había estado Mat; bebió como él, con los ojos cerrados y el rostro alzado para que el agua le cayera encima.

Mat lo observó preocupado. No estaba loco exactamente; todavía no. Pero ¿cuánto tiempo más se habría quedado quieto, riendo, mientras la sed le abrasaba la garganta si él no lo hubiera llamado? Lo dejó allí y salió de la fuente. Parte del agua que empapaba sus ropas había escurrido dentro de sus botas. Hizo caso omiso del ruido que hacía con cada paso; dudaba que pudiera ponerse las botas de nuevo si se las quitaba. Además, era una sensación agradable.

Examinó con los ojos entornados la ciudad mientras se preguntaba qué demonios hacía allí. Esa gente rara le había dicho que moriría si no iba, pero ¿sería suficiente el rato que llevaba en Rhuidean? «¿Tendré que hacer algo? ¿Qué?»

La pálida luz azulada no dejaba resquicio a las sombras en las calles desiertas y los palacios a medio terminar. Empezó a sentir una extraña comezón entre los omóplatos. Todas esas ventanas vacías mirándolo; todas aquellas líneas irregulares, como sierras medio desdentadas, de albañilería abandonada. Era el escondite perfecto para cualquier cosa, y en un sitio como éste, podría haber… «Cualquier tipo de criatura». Ojalá tuviera las dagas que guardaba en las botas, al menos, pero aquellas mujeres, esas Sabias, lo habían mirado fijamente, como si supieran que las llevaba escondidas. Y habían encauzado, ya fuera una sola o todas. No era aconsejable dar un paso en falso con mujeres capaces de encauzar si uno podía evitarlo. «Maldita sea, si pudiera librarme de las Aes Sedai me daría por satisfecho y no pediría más. Bueno, por lo menos, durante bastante tiempo. Luz, me pregunto qué habrá escondido aquí».

—El centro debe de estar en esa dirección, Mat. —Rand salía del pilón, chorreando agua.

—¿El centro?

—Las Sabias dijeron que tenía que llegar al corazón, así que debían de referirse al centro de la ciudad. —Rand se volvió a mirar a la fuente y, de pronto, el chorro disminuyó y finalmente dejó de manar agua—. Hay un océano de agua dulce aquí debajo, a gran profundidad. Tan profundo que estuve a punto de no encontrarlo. Si pudiera hacerlo subir… Pero no hay tiempo que perder. Echaremos otro buen trago cuando nos marchemos.

Mat se apoyó en uno y otro pie con nerviosismo. «¡Necio! ¿De dónde cree que vino esa agua? Porque encauzó, naturalmente. ¿Acaso cree que ha vuelto a fluir después de sabe la Luz cuánto tiempo?»

—El centro de la ciudad, por supuesto. Ve delante.

Caminaron por en medio de la calle, por el borde de la franja de tierra; dejaron atrás más fuentes, algunas de las cuales sólo tenían el pilón de piedra y la base de mármol donde deberían haber estado las estatuas. No había nada roto en la ciudad, sólo… inacabado. Los palacios se elevaban a ambos lados cual paredes de acantilados. Tenía que haber cosas dentro, tal vez muebles, si no se habían podrido. Tal vez oro. O cuchillos. Los cuchillos no se habrían oxidado en un ambiente tan seco por mucho tiempo que llevaran allí.

«Y también podría haber un condenado Myrddraal. Luz, ¿por qué he tenido que pensar eso?» Ojalá se hubiera acordado de llevar consigo la barra cuando había dejado la Ciudadela. Tal vez habría convencido a las Sabias que era un cayado. Pensarlo ahora era inútil; se arreglaría con un árbol, si tuviera con qué cortar una buena rama y limpiarla. Otra vez «si». Se preguntó si quienquiera que hubiera construido esta ciudad habría conseguido hacer crecer árboles; había trabajado en la granja de su padre el tiempo suficiente para reconocer una tierra fértil cuando la veía, y las largas franjas que corrían por el centro de la calle eran de tierra mala, inapropiada para que creciera en ella algo más que malas hierbas, y tampoco muchas. Ni una brizna, en este momento.

Después de recorrer más de un kilómetro y medio, la calle terminó inopinadamente en una inmensa plaza rodeada de más palacios de mármol y cristal. Sorprendentemente, había un árbol en la gigantesca explanada; debía de medir unos treinta metros de altura, y extendía las gruesas y frondosas ramas sobre una vasta área cubierta por polvorientas losas blancas, cerca de lo que parecían ser unos círculos concéntricos de brillantes columnas del puro cristal, tan finas como agujas en comparación con su enorme altura, que igualaba casi la del árbol. Le habría extrañado que un árbol pudiera crecer allí, sin la luz del sol, de no estar tan absorto en la contemplación del inaudito revoltijo que abarrotaba el resto de la plaza.

Un camino despejado conducía desde cada calle que se divisaba hasta los círculos de columnas, pero en los espacios intermedios se amontonaban al azar estatuas de distintas medidas, desde tamaño natural hasta la mitad de esa altura, hechas de piedra, cristal o metal, plantadas sobre el pavimento. Entre ellas había… Al principio no supo cómo describirlo. Un anillo plano de plata, de tres metros de diámetro y tan delgado como una cuchilla; un plinto de cristal, ahusado, de unos setenta u ochenta centímetros de altura que podría haber servido de base a una de las estatuas pequeñas; una aguja de brillante metal negro, estrecha y larga como una lanza, pero que se sostenía de pie como si hubiera echado raíces. Cientos, tal vez miles de objetos de cualquier forma y material imaginable se esparcían por la plaza con menos de cuatro metros de separación entre unos y otros.

Fue la negra aguja de metal, erecta de manera tan antinatural, lo que le hizo comprender qué debían de ser: ter’angreal. O cualquier otro tipo de objetos relacionados con el Poder. Al menos algunos de ellos. El marco torcido que había en la Gran Reserva de la Ciudadela también se resistió a desplomarse.

Estaba dispuesto a dar media vuelta y regresar en ese mismo instante, pero Rand siguió avanzando sin fijarse apenas en las cosas que flanqueaban el camino. Se detuvo una vez para observar fijamente dos figurillas que por su aspecto no merecían estar entre las otras cosas. Debían de medir unos treinta centímetros de altura; eran de un hombre y una mujer que tenían levantado un brazo y en la mano sostenían una esfera de cristal. Se inclinó levemente, como si fuera a tocarlas, pero se irguió con tal rapidez que Mat se preguntó si no lo habría imaginado.

El joven se quedó parado un momento antes de echar a andar apresuradamente para alcanzar a Rand. Cuanto más se acercaban a los centelleantes círculos de columnas, mayor era su tensión. Esos objetos que los rodeaban estaban relacionados con el Poder; y también las columnas. Lo sabía, sin más. Aquellos inconcebiblemente altos y estrechos fustes relucían con la azulada claridad y lo dejaba a uno deslumbrado. «Sólo dijeron que tenía que venir. Vale, pues aquí estoy. Pero no mencionaron nada sobre el condenado Poder».

Rand se paró tan bruscamente que Mat avanzó otros tres pasos hacia las columnas antes de darse cuenta de ello. Advirtió que su amigo contemplaba el árbol de hito en hito. El árbol. Sin ser consciente de lo que hacía, Mat echó a andar hacia él, como si lo atrajera. Ningún árbol tenía aquellas hojas trifoliadas excepto uno; un árbol de leyenda.

Avendesora —musitó Rand—. El Árbol de la Vida. Está aquí.

Mat llegó bajo las extendidas ramas y saltó para coger una de aquellas hojas; sus dedos extendidos se quedaron a más de medio metro de distancia de las más bajas. Se conformó con adentrarse más bajo el frondoso techo y llegar hasta el grueso tronco, en el que se apoyó. Al cabo de un momento, se dejó resbalar y se sentó recostado contra él. Los antiguos relatos eran ciertos. Sentía… satisfacción. Paz. Profundo bienestar. Hasta los pies apenas si le molestaban.

Rand tomó asiento cerca, con las piernas cruzadas.

—Puedo creer lo que cuentan los viejos relatos. Que Goethan permaneció sentado debajo de Avendesora durante cuarenta años para obtener sabiduría. Ahora mismo, lo creo firmemente.

Mat recostó la cabeza en el tronco.

—Pues yo no creo que pudiera confiar en que los pájaros me trajeran la comida. Habría que levantarse antes o después. —«Pero si es más o menos una hora no estaría mal. Incluso todo el día»—. De todos modos no tiene sentido. ¿Qué clase de comida podrían traer los pájaros aquí? ¿Y qué pájaros?

—Tal vez Rhuidean no fue siempre así, Mat. Quizá… No lo sé. A lo mejor Avendesora estaba en otra parte entonces.

—En otra parte —murmuró Mat—. No me importaría encontrarme en cualquier otro sitio. —«Sin embargo se está… a gusto».

—¿En otro sitio? —Rand se giró para mirar en derredor las altas y finas columnas que brillaban tan cerca—. El deber pesa más que una montaña —suspiró.

Aquello era parte de una máxima que había aprendido en la Tierras Fronterizas: «La muerte es más leve que una pluma; el deber más pesado que una montaña». A Mat le parecía una necedad, pero Rand ya se estaba incorporando, así que hizo lo mismo aunque a regañadientes.

—¿Qué crees que encontraremos aquí?

—Me parece que tengo que seguir solo a partir de ahora —respondió lentamente Rand.

—¿Qué quieres decir? He llegado hasta aquí, ¿no? No pienso dar media vuelta ahora. —«¡Aunque es exactamente lo que me gustaría hacer!»

—No me refiero a eso, Mat. Si entras ahí, o sales como jefe de clan o mueres. O vuelves loco. No creo que haya otra opción, a no ser que sean Sabias las que entren.

Mat vaciló. «Morir y renacer». Eso era lo que le habían dicho. No tenía la menor intención de convertirse en un jefe de clan Aiel; sin duda los Aiel lo coserían a lanzazos.

—Dejaremos que decida el azar. —Metió la mano en el bolsillo y sacó el marco de Tar Valon—. Se está convirtiendo en mi moneda de la suerte. Cruz, voy contigo; cara, no entro. —Lanzó la moneda de oro al aire, antes de que Rand tuviera tiempo de hacer objeciones.

Por algún motivo no fue capaz de cogerla, y el marco tropezó con las puntas de sus dedos y cayó al suelo, donde rebotó dos veces… y cayó de canto. Miró a Rand con gesto acusador.

—¿Lo haces a propósito? ¿No puedes evitarlo?

—No. —La moneda cayó, mostrando el rostro intemporal de una mujer rodeado de estrellas—. Por lo visto te quedas fuera, Mat.

—¿Has sido…? —Ojalá Rand no encauzara estando cerca él—. Oh, diantres, si quieres que me quede aparte, lo haré. —Recogió la moneda bruscamente y volvió a guardarla en el bolsillo—. Escúchame, entra, haz lo que tengas que hacer, y regresa. Quiero marcharme de este sitio, y no pienso quedarme aquí para siempre, tocándome las narices y esperándote. Y no creas que voy a ir tras de ti, así que será mejor que tengas cuidado.

—Jamás pensaría eso de ti, Mat.

El joven miró a su amigo con desconfianza. ¿Por qué sonreía?

—Me parece bien, siempre y cuando tengas muy claro que no voy a hacerlo. ¡Oh, lárgate de una vez y conviértete en un condenado jefe Aiel! Tienes pinta para serlo.

—No entres ahí, Mat. Ocurra lo que ocurra, no entres. —Esperó a que su amigo asintiera con un cabeceo antes de darse media vuelta.

Mat no se movió del sitio y miró cómo se alejaba entre las relucientes columnas. En el deslumbrante resplandor pareció desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. «Es una ilusión óptica —se dijo. Eso era todo—. Una condenada ilusión óptica». Echó a andar en círculo, guardando una distancia considerable de la formación de columnas, escudriñando entre los fustes en un esfuerzo por localizar a Rand.

—¡Mucho cuidado con lo que haces, diablos! —gritó—. ¡Como me dejes solo en el Yermo con Moraine y los jodidos Aiel te estrangularé, por muy Dragón Renacido que seas! —Al cabo de un minuto añadió—: ¡No pienso entrar ahí para ayudarte si te metes en líos! ¿Me has oído? —No obtuvo respuesta. «Como no haya salido dentro de una hora…»—. Tiene que estar chiflado para haber entrado ahí —rezongó—. Bueno, pues no pienso ser yo quien le saque las castañas del fuego. Es él el que puede encauzar, así que si se mete en un avispero, que salga del lío encauzando.

«Le doy una hora de plazo». Luego se marcharía, tanto si Rand había vuelto como si no. Sólo tenía que dar media vuelta y echar a andar. Largarse. Eso sería lo que haría. Largarse.

Con la forma que tenían aquellos finos fustes de cristal de captar y refractar la luz azulada, mirarlos con fijeza era suficiente para producirle dolor de cabeza. Les dio la espalda y desanduvo sus pasos lanzando ojeadas nerviosas a los ter’angreal —o lo que quiera que fueran— que llenaban la plaza. ¿Qué demonios hacía allí? ¿Por qué había ido a ese lugar?

Se paró bruscamente al fijarse en uno de aquellos objetos, un gran marco de piedra roja pulida, torcido de un modo que no acababa de captar, de manera que la vista parecía resbalar al intentar seguir el contorno. Lentamente se dirigió hacia allí, pasando entre relucientes agujas facetadas tan altas como él y bajos marcos dorados llenos de lo que parecían ser láminas de cristal, sin apenas reparar en ellos, sin quitar los ojos del marco de piedra.

Era el mismo. La misma piedra roja pulida; el mismo tamaño; los mismos esquinazos retorcidos. A lo largo de ambos laterales había tres líneas de triángulos, con las puntas hacia abajo. ¿Tenía eso el de Tear? No lo recordaba; aquella vez no estaba pendiente de grabar en la memoria todos los detalles. Era el mismo; tenía que serlo. A lo mejor no podía cruzar el otro dos veces, pero ¿y éste? Quizá se le presentaba la oportunidad de llegar hasta esa gente con pinta de serpientes y obligarlos a responder unas cuantas preguntas más.

Echó un vistazo atrás, a las columnas, con los ojos entornados para evitar los destellos. Le había dado una hora a Rand. En una hora tenía tiempo de sobra para atravesar esta cosa y regresar. Tal vez ni siquiera funcionara para él, puesto que había utilizado un umbral gemelo. «Es el mismo». Claro que a lo mejor sí funcionaba. Sólo era necesario tener un ligero contacto con el Poder otra vez.

—Luz —rezongó—. Ter’angreal, Portales de Piedra, Rhuidean. Total, por una vez más ¿qué puede importar?

Pasó a través de él, a través de un cegador muro de luz, a través de un estruendo tal que aniquilaba todo sonido.

Miró en derredor, parpadeando, y se tragó una de las palabrotas más soeces que conocía. Fuera lo que fuera esto, no era el mismo sitio donde había estado la vez anterior.

El retorcido marco se encontraba en medio de una cámara inmensa que tenía forma de estrella, por lo que podía apreciar a través de un bosque de gruesas columnas con ocho estrías cuyos salientes eran amarillos y emitían un tenue resplandor; lustrosamente negras salvo por las finas líneas amarillas, se elevaban desde un opaco suelo blanco hasta perderse en la oscuridad, muy arriba. Las columnas y el suelo tenían apariencia de cristal, pero cuando se inclinó para frotar el suelo el tacto era como piedra. Piedra polvorienta. Se limpió la mano en la chaqueta. Había un olor almizclado en el aire, y sus huellas eran las únicas marcas en el polvo. No había habido nadie aquí desde hacía mucho tiempo.

Decepcionado, se volvió hacia el ter’angreal.

—Hacía mucho tiempo.

Mat giró velozmente sobre sus talones al tiempo que buscaba en la manga una daga que había dejado en la ladera de la montaña. El hombre que había aparecido entre las columnas no guardaba el menor parecido con la gente de aspecto de serpiente.

Era un tipo alto, más que un Aiel, y nervudo, pero con los hombros demasiado anchos para la estrecha cintura, y con la piel tan blanca como el papel más fino. Unas correas blancas tachonadas con plata le cruzaban los brazos y el torso desnudo, y una faldilla negra le llegaba a las rodillas. Tenía los ojos demasiado grandes y casi sin color, muy hundidos en el rostro de mandíbula estrecha. Llevaba el cabello, de un ligero tono rojizo, muy corto y de punta, como un cepillo, y sus orejas, muy pegadas al cráneo, se afinaban ligeramente en punta por la parte de arriba. Se inclinó hacia Mat e inhaló, abriendo la boca para coger más aire, de manera que dejó a la vista unos dientes afilados y brillantes. Daba la impresión de ser un zorro a punto de saltar sobre una gallina acorralada.

—Mucho tiempo —repitió mientras se ponía derecho otra vez. Su voz era áspera, casi un gruñido—. ¿Te avienes a los pactos y acuerdos? ¿Llevas encima hierro o instrumentos de música o artilugios para hacer luz?

—No llevo nada de eso —respondió lentamente Mat. Éste no era el mismo sitio, pero el tipo le hacía las mismas preguntas; y se comportaba igual, hasta lo de olisquear. «Conque hurgando en mis condenadas vivencias, ¿no? Bueno, que haga lo que quiera. A lo mejor me refresca la memoria y recuerdo algunas de las que he olvidado». Se preguntó si estaría hablando otra vez en la Antigua Lengua. Era desagradable no saberlo, ser incapaz de notar la diferencia—. Si puedes conducirme a donde sepan responderme unas cuantas preguntas, llévame. Si no, me disculparé por haberte molestado y me largaré.

—¡No! —Aquellos ojos grandes, sin apenas color, parpadearon con inquietud—. No debes irte. Ven. Te llevaré a donde podrás encontrar lo que buscas. Ven. —Retrocedió de espaldas al tiempo que hacía gestos con las manos para que lo siguiera—. Ven.

Mat echó una ojeada al ter’angreal y fue en pos de él. Habría querido que el tipo no le hubiera sonreído precisamente en ese momento. Tal vez lo hacía para tranquilizarlo, pero aquellos dientes… Mat decidió que jamás volvería a entregar todas sus dagas, ni a las Sabias ni a la Sede Amyrlin en persona.

El amplio marco de cinco lados parecía más la boca de un túnel, ya que el corredor que había a continuación tenía exactamente la misma forma y tamaño, con aquellas franjas amarillas suavemente brillantes que se extendían a lo largo de los vértices, marcando techo y suelo. Parecía continuar interminablemente hasta perderse en la tenebrosa lejanía, roto a intervalos por más marcos de cinco lados. El hombre de la faldilla no volvió la cabeza hasta que llegaron al pasillo, e incluso entonces se limitó a echar ojeadas sobre el hombro como para asegurarse de que Mat seguía allí. El aire ya no olía a almizcle, sino que por el contrario se notaba un leve hedor desagradable, algo que le resultaba familiar a Mat, pero que no era lo bastante claro para reconocerlo.

Al pasar frente a los primeros marcos laterales Mat echó un vistazo a ambos lados y suspiró. Al otro lado, detrás de unas columnas negras, estriadas como estrellas, un retorcido marco de piedra roja se alzaba sobre un opaco suelo blanco, con un único juego de huellas marcado en el polvo que partía del ter’angreal y al que precedía hacia la puerta otro de pies descalzos. Miró hacia atrás. En lugar de terminar a cincuenta pasos en otra cámara como ésta, el pasillo continuaba hasta perderse de vista, un reflejo de lo que había hacia delante. Su guía le dedicó una sonrisa con destello de afilados dientes; el tipo parecía hambriento.

Sabía que tendría que haber esperado algo así después de lo que había encontrado al cruzar el umbral de la Ciudadela: aquellas torres trasladándose de donde deberían estar para aparecer donde, por lógica, era imposible que estuvieran. Si ocurría eso con unas torres, ¿por qué no con unas salas? «Tendría que haberme quedado allí fuera esperando a Rand, ni más ni menos. Otra más de las muchas cosas que tendría que haber hecho». Por lo menos no le resultaría difícil volver a encontrar el ter’angreal si todos los marcos que había más adelante eran iguales.

Se asomó a las siguientes puertas laterales y vio las columnas negras, el ter’angreal de piedra roja, y el suelo blanco con sus huellas y las de su guía marcadas en el polvo. Cuando el hombre de mandíbula estrecha volvió a mirar por encima del hombro, Mat le sonrió enseñándole los dientes.

—Ni por un momento pienses que has atrapado a un niño en tu lazo. Si intentas engañarme, usaré tu pellejo para forrar mi silla de montar.

El tipo dio un respingo, abrió mucho los pálidos ojos, y después se encogió de hombros para, seguidamente, ajustarse las correas tachonadas con plata que le cruzaban el torso. Su burlona sonrisa parecía destinada a llamar la atención sobre lo que hacía. De repente a Mat se le ocurrió preguntarse de dónde habría salido ese cuero tan pálido. Desde luego, no sería de… «Oh, Luz, creo que sí lo es». Se las compuso para no tragar saliva, aunque le costó un gran esfuerzo.

—Adelante, guíame, hijo de una cabra. Tu pellejo no merece esos adornos de plata. Llévame a donde quiero ir.

Gruñendo quedamente, el hombre apresuró el paso, con la espalda muy tiesa. A Mat le importaba un bledo si el tipo estaba ofendido, sólo que le habría gustado tener a mano una de sus dagas. «Que me aspen si dejo que un tipejo con cara de zorro y cerebro de cabra se haga un correaje con mi piel».

No habría sabido decir cuánto tiempo llevaban caminando. El corredor no cambiaba en ningún momento, con sus paredes inclinadas y sus brillantes franjas amarillas. Cada marco lateral mostraba la misma cámara, con el ter’angreal, las huellas y todo lo demás. La invariable repetición hizo que Mat perdiera el sentido del tiempo, y le preocupó no saber cuánto hacía que se encontraba allí. Sin duda más de la hora que se había dado de plazo. Sus ropas sólo estaban un poco húmedas ahora, y las botas ya no hacían ruido de chapoteo al andar. Pero continuó; siguió caminando, con la mirada prendida en la espalda de su guía.

El corredor terminó bruscamente en otra puerta. Mat parpadeó. Habría jurado que un momento antes el pasillo se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Sin embargo, había estado más pendiente del tipo de dientes afilados que de lo que había al frente. Miró hacia atrás y casi soltó una maldición. El corredor se alejaba hasta que las brillantes franjas amarillas parecían converger en un punto, y no se veía ningún otro umbral a los lados.

Cuando se volvió, se encontraba solo delante de una enorme puerta de cinco lados. «Diantre, ojalá no hicieran estas cosas». Aspiró profundamente y cruzó el acceso.

Entró en otra cámara en forma de estrella, con el suelo blanco, aunque no tan grande como la —o las— de columnas. Era una estrella de ocho puntas con un pedestal negro en cada una de ellas. Las brillantes franjas amarillas corrían a lo largo de las aristas de la sala y los pedestales. El desagradable olor era más intenso aquí, y Mat lo identificó; era el hedor del cubil de un animal salvaje. Aun así, apenas lo notó porque la cámara estaba desierta a excepción de él.

Fue girando lentamente mientras observaba con el ceño fruncido los pedestales. Tendría que haber habido alguien en ellos, quienesquiera que tuvieran que responder a sus preguntas. Lo habían engañado. Se suponía que si había podido llegar allí debería obtener respuestas.

Giró rápidamente en círculo, recorriendo con la mirada no los pedestales, sino las lisas paredes grises. La puerta había desaparecido; no había salida.

No obstante, antes de que acabara de dar la segunda vuelta ya había alguien en cada pedestal, una gente como su guía pero vestida de manera diferente. Cuatro eran hombres, y las otras, mujeres; su cabello tieso se alzaba en una cresta antes de caerles por la espalda. Todos llevaban largas faldas de color blanco que les tapaban los pies; las mujeres vestían blusas blancas que caían más abajo de las caderas, con cuellos altos de encaje y los puños fruncidos en las muñecas. Los hombres lucían aún más correas que el guía, más anchas y tachonadas con oro. Cada correaje sostenía un par de cuchillos sin funda sobre el tórax. Mat dedujo por el color que las hojas eran de bronce, pero habría dado todo el oro que poseía por tener uno de esos cuchillos.

—Habla —dijo una de las mujeres con aquella voz particular que parecía un gruñido—. Merced al antiguo pacto, se cumple un acuerdo. ¿Qué necesitas? Habla.

Mat vaciló. Eso no era lo que la gente con aspecto de serpiente había dicho. Todos lo observaban del mismo modo que unos zorros contemplarían su cena.

—¿Quién es la Hija de las Nueve Lunas y por qué tengo que casarme con ella? —Confiaba en que se contara como una sola pregunta.

Nadie respondió. Ninguno de ellos pronunció palabra. Se limitaron a contemplarlo fijamente con aquellos enormes y pálidos ojos.

—Se supone que tenéis que responder —dijo. Silencio—. Así vuestros huesos ardan y se conviertan en cenizas, ¡respondedme! ¿Quién es la Hija de las Nueve Lunas y por qué he de casarme con ella? ¿Cómo moriré y renaceré? ¿Qué significa que tengo que renunciar a la mitad de la luz del mundo? Éstas son mis preguntas. ¡Decid algo!

Silencio total, tan profundo que escuchaba su propia respiración, el latido de la sangre en los oídos.

—No pienso casarme. Y tampoco estoy dispuesto a morir, ni que vuelva a vivir ni que no. Voy de aquí para allí con lagunas en la memoria, lagunas en mi vida, y os quedáis mirándome como idiotas. Si me fuera dado escoger, llenaría esos vacíos, pero por lo menos las respuestas a esas preguntas esclarecerían parte de mi futuro. ¡Tenéis que contestar…!

—Hecho —gruñó uno de los hombres, y Mat parpadeó.

¿Hecho? ¿Qué estaba hecho? ¿A qué se refería?

—Así se cieguen vuestros ojos —murmuró—. ¡Así se consuman vuestras almas! Sois tan retorcidos como las Aes Sedai. Bueno, pues quiero encontrar el modo de librarme de Aes Sedai y del Poder, y quiero perderos de vista y regresar a Rhuidean si no vais a responder. Abrid la puerta y dejadme…

—Hecho —dijo otro de los hombres.

—Hecho —repitió una de las mujeres.

Mat escudriñó las paredes y después lanzó una mirada furiosa a todos ellos, plantados allí, sobre los pedestales.

—¿Hecho? ¿Qué está hecho? No veo ninguna puerta. Estáis mintiendo, hijos de carnero…

—Necio —musitó una mujer con un susurrante gruñido del que los demás se hicieron eco: «necio, necio, necio».

—Muy inteligente pedir marcharte sin ajustar precio ni condiciones.

—Pero muy necio por no haber acordado primero el precio.

—Lo pondremos nosotros.

Hablaban tan deprisa que no sabía quién decía qué.

—Lo que se ha pedido, se concederá.

—El precio será pagado.

—¡Malditos! —gritó—. ¿De qué estáis hablando?

La más absoluta negrura lo envolvió. Notó algo alrededor de su garganta. No podía respirar. Aire. No podía…

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