16 Despedidas

Tendido sobre las sábanas empapadas en sudor, con la mirada prendida en el techo, Perrin vio cómo la oscuridad daba paso a la penumbra gris del amanecer. A no tardar el sol asomaría por el horizonte. La mañana. Un momento para nuevas esperanzas; un tiempo de levantarse y hacer cosas. Nuevas esperanzas. Casi se echó a reír. ¿Cuánto llevaba despierto? Una hora o más, seguro. Al rascarse la rizosa barba hizo un gesto de dolor. El hombro contusionado se le había quedado rígido, y se sentó muy despacio en la cama; el sudor humedeció su rostro mientras se obligaba a mover el brazo. Siguió haciéndolo, empero, conteniendo gemidos y mordiéndose la lengua de vez en cuando para tragarse las maldiciones, hasta que fue capaz de moverlo con cierta libertad aunque seguía doliéndole.

Había dormido poco y mal, a ratos. Estando despierto, veía el rostro de Faile, la acusadora mirada de sus oscuros ojos, la expresión dolida de la que era responsable y que lo hacía encogerse por dentro. Cuando se quedó dormido, soñó que subía a una horca y que Faile lo estaba presenciando o, lo que era peor, que intentaba impedirlo haciendo frente a los Capas Blancas y a sus lanzas y sus espadas, y que él gritaba mientras la cuerda se ceñía alrededor de su cuello; gritaba porque estaban matando a Faile. A veces veía que lo colgaban con una sonrisa de feroz satisfacción. No era de extrañar que estos sueños lo hicieran despertarse sobresaltado. Una de las veces soñó que los lobos salían corriendo del bosque para salvarlos a Faile y a él, pero eran ensartados por las lanzas de los Capas Blancas y derribados con sus flechas. No había descansado en toda la noche. Se lavó y se vistió a toda prisa, y abandonó la habitación como si con ello esperara dejar atrás el recuerdo de sus sueños.

Apenas quedaban señales del ataque de la noche anterior; aquí, un tapiz desgarrado por el filo de una espada; allí, un arcón con una esquina astillada por un hacha; o un trozo más claro en las baldosas del suelo, donde habían retirado la alfombra manchada de sangre. La gobernanta tenía a todo su ejército de sirvientes uniformados en pleno trabajando —aunque muchos llevaban vendajes—, barriendo, fregando, retirando cosas y reemplazando otras. Caminaba cojeando, apoyada en un bastón; ofrecía una curiosa estampa, una mujerona, con el cabello gris enroscado hacia arriba como un gorro a causa del vendaje que le ceñía la cabeza, dando órdenes con voz firme, resuelta a hacer desaparecer hasta el último vestigio de la segunda violación sufrida por la Ciudadela. Vio a Perrin e hizo una mínima reverencia casi inapreciable. Hasta los Grandes Señores conseguían poca cosa más de ella incluso cuando se encontraba bien. A pesar de la exhaustiva limpieza, bajo el olor a ceras y pulimentos y jabones Perrin percibía un débil aroma a sangre: el intenso y metálico de sangre humana; el fétido de la de trolloc; el acre de los Myrddraal, con su fetidez que le irritaba las fosas nasales. Sería un descanso salir de aquí.

La puerta del cuarto de Loial tenía un metro ochenta de anchura y más de tres y medio de alto, con una manilla enorme en forma de enredaderas entrelazadas que estaba a la altura de la cabeza de Perrin. La Ciudadela tenía varios aposentos para invitados Ogier que se utilizaban en contadas ocasiones, pero era una nota de prestigio emplear constructores de esta raza, al menos de vez en cuando. Perrin llamó a la puerta, y cuando una voz que sonaba como una lenta avalancha respondió «¡Adelante!» giró la manilla y entró.

Las medidas de la habitación estaban en relación con las de la puerta; aun así, Loial, de pie en medio de la alfombra de motivos florales, en mangas de camisa y con una larga pipa sujeta entre los dientes, otorgaba a las grandes dimensiones la apariencia de un tamaño normal. El Ogier era más alto que un trolloc, aunque no tan corpulento. Calzaba unas botas anchas de pala, altas y ajustadas a las piernas; la chaqueta de color verde oscuro iba abotonada desde el cuello hasta la cintura; allí se acampanaba y llegaba hasta la embocadura de las botas como unas faldillas, por encima de unos pantalones de pliegues. Su aspecto ya no le resultaba chocante a Perrin, pero una sola mirada bastaba para darse cuenta de que éste no era un hombre normal en una habitación normal. La nariz del Ogier era tan ancha que parecía un hocico, y las cejas semejaban largos bigotes que colgaban a los lados de unos ojos grandes como tazas. Sus orejas, rematadas por un mechón de pelos, asomaban entre el greñudo y negro cabello que le llegaba casi a los hombros. Cuando sonrió al ver a Perrin, sin soltar la pipa de los dientes, dio la impresión de que su rostro se partía en dos.

—Buenos días, Perrin —retumbó, soltando la pipa—. ¿Has dormido bien? No habrá sido fácil después de una noche así. Yo me he pasado la mitad del tiempo levantado, poniendo por escrito lo que había ocurrido. —En la otra mano llevaba una pluma, y sus dedos, gruesos como salchichas, estaban manchados de tinta.

Había libros por todas partes, sobre las sillas de tamaño Ogier, en la inmensa cama y en la mesa, tan alta que le llegaba al pecho a Perrin. Lo de los libros no era de extrañar, pero lo que sí le sorprendió fueron las flores, de todo tipo y color. Jarrones, cestos, ramilletes atados con cintas e incluso con cuerdas, jardineras del tamaño de arriates. Perrin no había visto nada parecido dentro de una habitación; el aroma saturaba el aire. Empero, lo que atrajo la atención del joven fue el hinchado bulto en la cabeza de Loial y su pronunciada cojera al caminar. Si el Ogier no estaba en condiciones de viajar… Se avergonzó por pensar de ese modo, ya que Loial era su amigo, pero no le quedaba otro remedio.

—¿Te hirieron? Moraine podría curarte, estoy seguro.

—Oh, puedo moverme sin problema, y hay muchos que realmente necesitan ayuda. No querría molestarla. Además, no es tan grave que me impida seguir con mi trabajo. —Loial miró la mesa donde yacía abierto un libro encuadernado con tela, grande para Perrin pero que entraría sin dificultad en uno de los bolsillos de la chaqueta del Ogier, al lado de un tintero abierto—. Espero haberlo escrito todo correctamente. Anoche no vi gran cosa hasta que todo hubo acabado.

—Loial es un héroe —dijo Faile levantándose detrás de una de las jardineras. Tenía un libro en las manos.

Perrin dio un brinco de sobresalto; las flores habían encubierto totalmente su olor. Loial chasqueó la lengua al tiempo que sus orejas se doblaban y retorcían con turbación; movió las grandes manos para que la muchacha se callara, pero ella prosiguió:

—Reunió a todos los niños que pudo, y a alguna de sus madres, en una habitación grande y defendió la puerta él solo contra trollocs y Myrddraal a lo largo de toda la batalla. —Su voz sonaba serena, pero sus ojos, clavados en el rostro de Perrin, eran como brasas—. Estas flores las han enviado las mujeres de la Ciudadela para agradecer su admirable valentía y su inquebrantable lealtad. —Pronunció las dos últimas palabras de manera que sonaron como los chasquidos de un látigo.

Perrin se las compuso para no encogerse, aunque a costa de un gran esfuerzo. Había hecho lo correcto, pero no podía esperar que ella lo entendiera. Aun en el caso de que supiera la razón, no lo comprendería. «Hice lo que debía. No tenía otra opción». Sólo que le habría gustado sentirse a gusto consigo mismo; era injusto que, teniendo razón, la sensación fuera de estar equivocado.

—Bah, no tuvo importancia. —Las orejas de Loial se agitaban frenéticamente—. Los niños no podían defenderse por sí mismos, eso es todo. Nada de héroe. Ni hablar.

—Tonterías. —Faile puso el dedo para señalar la página antes de cerrar el libro y se acercó al Ogier. Ni siquiera le llegaba al pecho—. Si fueras de nuestra raza, no habría una sola mujer en toda la Ciudadela que no quisiera casarse contigo, Loial, y algunas lo harían de todos modos. Te pusieron un nombre adecuado, porque la lealtad forma parte de tu naturaleza. Cualquier mujer apreciaría eso.

Las orejas del Ogier se pusieron tensas en un gesto de alarma, y Perrin esbozó una mueca. Saltaba a la vista que Faile se había pasado toda la mañana echando flores a Loial con la esperanza de que el Ogier accediera a llevarla con ellos lo quisiera Perrin o no, pero sin saberlo lo que había conseguido era que sus lisonjas surtieran justo el efecto contrario al que pretendía.

—¿Has recibido noticias de tu madre, Loial? —preguntó.

—No. —Loial consiguió que su tono sonara aliviado y preocupado por igual—. Pero ayer vi a Laefar en la ciudad. Fue un encuentro que nos sorprendió a los dos, ya que no es habitual ver Ogier en Tear. Venía del stedding Shangtai para negociar la reparación de unas obras de cantería Ogier en uno de los palacios. Estoy seguro de que sus primeras palabras cuando regrese al stedding serán: «Loial se encuentra en Tear».

—Qué mal asunto —comentó Perrin, a lo que el Ogier asintió con desaliento.

—Laefar dice que los Mayores me han declarado fugitivo y que mi madre ha prometido hacer que me case y me establezca. Tiene incluso elegida a la novia, aunque Laefar no sabe quién es, o eso dijo. Por lo visto le parece muy divertido todo el asunto. Mi madre podría estar aquí dentro de un mes.

El semblante de Faile era la viva imagen del desconcierto, cosa que casi hizo sonreír a Perrin otra vez. Creía que conocía el mundo mucho mejor que él —bueno, en realidad así era— pero no conocía al Ogier. El stedding Shangtai era el hogar de Loial, en la Columna Vertebral del Mundo, y puesto que tenía poco más de noventa años no era lo bastante mayor para marcharse sin permiso. Los Ogier eran muy longevos; en los cómputos de su raza, Loial era tan joven como Perrin, puede que incluso más. Pero se había marchado para ver mundo, y su mayor temor era que su madre lo encontrara y se lo llevara a rastras de vuelta al stedding para casarlo y no volver a salir jamás de allí.

Mientras Faile se esforzaba por entender lo que estaba pasando, Perrin rompió el silencio:

—Tengo que volver a Dos Ríos, Loial. Tu madre no te encontraría allí.

—Sí, eso es cierto. —El Ogier se encogió de hombros, incómodo—. Pero mi libro, la historia de Rand… Y la tuya, y la de Mat. Ya tengo muchas notas tomadas, pero… —Rodeó la mesa y miró con los ojos entrecerrados el libro abierto, las páginas llenas de su pulcra escritura—. Seré quien escriba la verdadera historia del Dragón Renacido, Perrin. El único libro de alguien que viajó con él, que de hecho lo vio desarrollarse, revelarse como tal. El Dragón Renacido, por Loial, hijo de Arent, nieto de Halan, del stedding Shangtai. —Arrugó la frente y se inclinó sobre el libro al tiempo que mojaba la pluma en el tintero—. Eso no es del todo correcto. Más bien fue…

Perrin puso la mano sobre la página en la que Loial iba a escribir.

—No escribirás ningún libro si tu madre te encuentra. Al menos, no sobre Rand. Y te necesito, Loial.

—¿Que me necesitas? No te entiendo, Perrin.

—Hay Capas Blancas en Dos Ríos. Quieren darme caza.

—¿Por qué? —Loial estaba tan desconcertado como antes lo estaba Faile. Por otro lado, la muchacha había adoptado una expresión de satisfecha complacencia que resultaba preocupante.

—La razón es lo de menos. Lo que cuenta es que están allí. Podrían hacer daño a la gente, a mi familia, con tal de encontrarme. Conociendo a los Capas Blancas, sé que lo harán. En mi mano está impedirlo, si llego a tiempo, pero ha de ser muy pronto. Sólo la Luz sabe qué habrán hecho ya. Necesito que me lleves allí, Loial, por los Atajos. Una vez me dijiste que había una puerta en Tear, y sé que existía otra en Manetheren. Tiene que seguir allí, en las montañas que se alzan junto a Campo de Emond. No hay nada que pueda destruir una puerta a los Atajos, según tus propias palabras. Te necesito, Loial.

—Vaya, pues claro que te ayudaré. Los Atajos. —Soltó un borrascoso suspiro, y sus orejas flojearon levemente—. Quiero escribir sobre aventuras, no vivirlas, pero supongo que por una más no va a pasar nada. Así lo ha querido la Luz —acabó fervorosamente.

Faile carraspeó con delicadeza.

—¿No te olvidas de algo, Loial? Prometiste que me llevarías a los Atajos cuando te lo pidiera y que sería la primera, antes que nadie.

—Te prometí que te enseñaría una puerta a los Atajos y cómo son por dentro —la contradijo Loial—. Lo podrás hacer cuando Perrin y yo nos marchemos. Supongo que podrías acompañarnos, pero viajar por los Atajos no es fácil. De hecho, yo no entraría en ellos si Perrin no lo necesitara.

—Faile no viene —manifestó firmemente el joven—. Sólo iremos tú y yo, Loial.

La muchacha hizo caso omiso de él y sonrió al Ogier como si éste estuviera tomándole el pelo.

—Me prometiste algo más que una simple ojeada, Loial. Dijiste que me llevarías a donde quisiera, cuando quisiera y antes que nadie. Lo juraste.

—Lo hice, sí —protestó—, pero sólo porque no creías que era verdad que pensara enseñártelo. Dijiste que si no lo juraba no lo creerías. Cumpliré mi promesa, pero no querrás anteponerte a la necesidad que ahora tiene Perrin.

—Lo juraste —repitió Faile calmosamente—. Por tu madre, por la madre de tu madre, y por la madre de la madre de tu madre.

—Sí, Faile, lo hice, pero Perrin…

—Lo prometiste, Loial. ¿Es que vas a quebrantar un juramento?

El Ogier era la viva imagen del ser más desdichado del mundo: los hombros hundidos y las orejas caídas, las comisuras de la boca curvadas hacia abajo y las puntas de las largas cejas rozándole las mejillas.

—Te ha tendido una trampa, Loial. —Perrin se preguntó si oirían el rechinar de sus dientes—. Te ha engañado deliberadamente.

Los pómulos de Faile se tiñeron de rojo, pero la muchacha todavía tuvo el valor de decir:

—Sólo porque no me quedaba más remedio, Loial. Sólo porque un estúpido piensa que tiene derecho a organizar mi vida a su antojo. No lo habría hecho de no ser así, tienes que creerme.

—¿Y el que te haya engañado no cambia las cosas? —demandó Perrin, a lo que Loial sacudió la cabeza tristemente.

—Los Ogier nunca faltan a su palabra —intervino Faile—. Y Loial va a llevarme a Dos Ríos, o por lo menos a la puerta de los Atajos que hay en Manetheren. Me apetece conocer esa región.

Loial enderezó los hombros.

—Pero en tal caso todavía puedo ayudar a Perrin. Faile, ¿por qué no lo has dicho antes, en lugar de tenerme en ascuas sin necesidad? Ni siquiera a Laefar le habría parecido divertido. —Había un dejo de rabia en su voz, y un Ogier no se enfadaba así como así.

—Si lo pide —repuso ella, resuelta—. Era parte del trato, Loial. Nadie salvo tú y yo, a menos que me lo pidieran. Tiene que pedírmelo.

—No —le dijo Perrin antes de que el Ogier abriera la boca—. No, no lo pediré. Antes prefiero ir cabalgando hasta Campo de Emond. ¡Hasta caminando! Así que ya puedes olvidarte de esta estupidez. Mira que engañar a Loial, intentar meterte a la fuerza en… En lo que no te llaman.

La calma de la muchacha se desvaneció para dejar paso a la ira.

—Y para cuando quieras llegar allí, Loial y yo ya nos habremos ocupado de los Capas Blancas. Todo habrá terminado. Pídemelo, cabeza dura de herrero. Pídelo y podrás venir con nosotros.

Perrin se obligó a mantener la calma. No había ningún argumento que la convenciera para ver las cosas a su modo, pero no estaba dispuesto a suplicar. Faile tenía razón; tardaría semanas en llegar a Dos Ríos a caballo, mientras que por los Atajos podrían estar allí en un par de días. Pero no se lo pediría. «¡Y menos después de la mala pasada que le ha jugado a Loial y de intentar obligarme a bajar las orejas!»

—Entonces viajaré solo por los Atajos hasta Manetheren. Os seguiré. Si me mantengo lo bastante retrasado para no formar parte de vuestro grupo, no romperé el juramento de Loial. No puedes impedirme que os siga.

—Eso es peligroso, Perrin —intervino el Ogier, preocupado—. Los Atajos son oscuros, y si te equivocas en un giro o tomas un puente equivocado por accidente, podrías perderte y quedarte atrapado allí para siempre. O hasta que te alcance el Machin Shin. Pídeselo, Perrin. Ha dicho que puedes venir si lo pides. Hazlo.

La profunda voz del Ogier tembló al pronunciar el nombre de Machín Shin, y Perrin también sintió un escalofrío en la espalda. El Machín Shin. El Viento Negro. Ni siquiera las Aes Sedai sabían si era un Engendro de la Sombra o algo que había surgido de la corrupción de los Atajos. Era lo que hacía de los viajes a través de los Atajos una aventura peligrosa en la que uno se arriesgaba a morir; eso era lo que decían las Aes Sedai. Lo único que Perrin sabía con certeza era que el Viento Negro se alimentaba de almas. Con todo, mantuvo la voz firme y el gesto impasible. «Que me aspen si cree que pienso doblegarme».

—No puedo, Loial. O mejor, no quiero.

—Faile, será muy peligroso para él si intenta seguirnos. Por favor, transige y deja que…

—No —lo cortó bruscamente la joven—. Si es tan porfiado como para no pedirlo, ¿por qué voy a dar yo mi brazo a torcer? —Se volvió hacia Perrin—. Puedes viajar cerca de nosotros, cuanto haga falta, siempre y cuando quede claro que nos estás siguiendo. Irás siguiendo mi rastro como un cachorrillo hasta que cedas. ¿Por qué no lo pides?

—Testarudos humanos —rezongó el Ogier—. Impetuosos y obstinados hasta cuando la precipitación os hace meteros en un avispero.

—Me gustaría partir hoy mismo, Loial —dijo Perrin sin mirar a Faile.

—Sí, lo mejor será partir cuanto antes —se mostró de acuerdo el Ogier, que echó una mirada pesarosa al libro abierto en la mesa—. Supongo que podré pasar mis notas a limpio durante el viaje. Sólo la Luz sabe lo que me perderé al encontrarme lejos de Rand.

—¿Has oído lo que te he dicho, Perrin? —demandó Faile.

—Iré a recoger mi caballo y algunas provisiones, Loial. Podemos estar en camino a media mañana.

—¡Rayos y truenos, Perrin Aybara, respóndeme!

Loial miraba a la muchacha muy preocupado.

—Perrin, ¿estás seguro de que no podrías…?

—No —lo interrumpió el joven sin alzar la voz—. Es terca como una mula y le gusta hacer trampas. No bailaré al son que ella toca para darle diversión. —Hizo caso omiso del gruñido que sonaba en la garganta de Faile, como el de un gato que ve a un perro desconocido y está a punto de lanzarle un zarpazo—. Te avisaré tan pronto como lo tenga todo preparado. —Se encaminó a la puerta.

—El momento de partir es decisión mía, Perrin Aybara —espetó Faile a su espalda—. Mía y de Loial. ¿Me has oído? Más te vale estar preparado dentro de dos horas o te dejaremos atrás. Reúnete con nosotros en el establo de la Puerta del Muro del Dragón, si es que por fin vienes. ¿Me has oído?

El joven la sintió moverse y cerró la puerta tras él justo en el momento en que algo golpeaba fuertemente contra ella. Dedujo que era un libro. Loial le echaría un buen rapapolvo por eso. Más le valía a uno golpear al Ogier en la cabeza que maltratar uno de sus libros.

Se recostó un instante en la puerta, desesperado. Después de todo lo que había hecho, de todo por lo que había tenido que pasar para conseguir que lo odiara, y al final iba a estar allí para verlo morir. El único consuelo era pensar que a lo mejor ahora disfrutaría con ello. «¡Testaruda! ¡Cabezota!»

Cuando iba a echar a andar vio acercarse a un Aiel, un hombre alto de cabello rojizo y verdes ojos que podría haber sido un primo mayor de Rand o un tío joven. Lo conocía, y le caía bien aunque sólo fuera porque Gaul nunca había hecho el menor gesto de reparar en sus ojos amarillos.

—Que encuentres sombra donde resguardarte esta mañana, Perrin. La gobernanta me dijo que te había visto venir hacia aquí, aunque sospecho que estaba ansiosa por ponerme en las manos una escoba. Esa mujer es tan dura como una Sabia.

—Que encuentres sombra donde resguardarte esta mañana, Gaul. Si quieres saber mi opinión, todas las mujeres lo son.

—Tal vez, si no sabes cómo buscarles las vueltas. Tengo entendido que viajas hacia Dos Ríos.

—¡Luz! —gruñó Perrin antes de que el Aiel tuviera oportunidad de decir nada más—. ¿Es que lo sabe toda la Ciudadela? Si Moraine se entera…

—No. —Gaul sacudió la cabeza—. Rand al’Thor hizo un aparte conmigo y me lo contó, pidiéndome que no se lo dijera a nadie. Creo que ha hablado con varios más, pero no sé cuántos querrán acompañarte. Llevamos mucho tiempo a este lado de la Pared del Dragón, y muchos añoran la Tierra de los Tres Pliegues.

—¿Acompañarme? —Perrin estaba perplejo. Si contaba con los Aiel… Existían posibilidades que no había osado abrigar antes—. ¿Rand te pidió que vinieras conmigo? ¿A Dos Ríos?

—No. Sólo dijo que ibas allí, y que había hombres que querían matarte. Pero mi intención es acompañarte, si me lo permites.

—¿Que si te lo permito? —Perrin casi se echó a reír—. Por supuesto. Estaremos en los Atajos dentro de pocas horas.

—¿Los Atajos? —La expresión de Gaul no varió, pero el Aiel parpadeó.

—¿Cambia eso las cosas?

—La muerte llega a todos los hombres, Perrin. —No era una respuesta muy alentadora.


—No puedo creer que Rand sea tan cruel —le dijo Egwene a Elayne.

—Al menos no intentó detenerte —añadió Nynaeve.

Las dos estaban sentadas en la cama de la antigua Zahorí, terminando de repartir el oro que Moraine les había proporcionado. Cuatro bolsas llenas para cada una que llevarían en bolsillos cosidos bajo las camisas, y otra también para cada una, más pequeña para no llamar la atención, que se colgarían del cinturón. Egwene había cogido menos, ya que el oro no era tan útil en el Yermo.

Elayne miró con el ceño fruncido los dos bultos pulcramente atados y el portafolios de cuero con los implementos para escribir que estaban al lado de la puerta. Contenían todas sus ropas y otros utensilios. Estuche con tenedor y cuchillo, cepillo y peine, agujas, alfileres, hilo, dedal, tijeras. Un yesquero y otro cuchillo, más pequeño que el que llevaba en el cinturón. Jabón y polvos de tocador y… Era absurdo repasar otra vez la lista; el anillo de Egwene iba guardado en su bolsita. Estaba preparada para partir; no había nada que la retuviera.

—No, no lo hizo. —La heredera del trono se sentía orgullosa de la calma y la seguridad que traslucía su voz. «¡Parecía aliviado! ¡Aliviado! Y yo fui tan necia de entregarle esa carta en la que le abrí mi corazón. Por lo menos no la leerá hasta que me haya ido». Dio un brinco al sentir el contacto de la mano de Nynaeve en su hombro.

—¿Querías que te pidiera que te quedaras? Sabes cuál habría sido tu respuesta, ¿verdad?

—Por supuesto que sí. —Apretó los labios—. Pero tampoco tenía que parecer contento de que me marchara. —El comentario se le escapó sin querer.

—En el mejor de los casos, los hombres son difíciles. —Nynaeve la miraba comprensivamente.

—Todavía no puedo creer que fuera tan…, tan… —Egwene empezó a rezongar en voz baja, y Elayne no supo lo que iba a decir su amiga porque en ese momento la puerta se abrió tan violentamente que chocó contra la pared.

Elayne abrazó el saidar cuando todavía daba un respingo de sobresalto y experimentó una breve turbación cuando la puerta, al rebotar, se frenó contra la mano extendida de Lan. Un instante después decidió mantener el contacto con la Fuente un poco más. El Guardián ocupaba todo el vano con sus anchos hombros; la expresión de su rostro era tormentosa. Si sus ojos hubieran podido descargar los relámpagos que traslucía la mirada amenazadora que había en ellos, habrían derribado a Nynaeve. El brillante halo del saidar también envolvía a Egwene sin menguar un ápice su intensidad.

Lan sólo parecía ver a Nynaeve.

—Dejaste que creyera que regresabas a Tar Valon —dijo con voz áspera.

—Puede que lo creyeras —respondió calmosa—, pero yo nunca lo dije.

—¿Que nunca lo dijiste? ¡Que nunca lo dijiste! Hablaste de que partías hoy, y siempre relacionabas tu marcha con la decisión de enviar a esas Amigas Siniestras de vuelta a Tar Valon. ¡Siempre! ¿Qué querías que pensara, si no?

—Pero nunca dije que…

—¡Cuidado, mujer! —bramó—. ¡No intentes conmigo ese juego de palabras!

Elayne intercambió una mirada preocupada con Egwene. Este hombre poseía un férreo autocontrol, pero estaba a punto de estallar. Nynaeve era de las que a menudo daba rienda a sus ataques de furia, pero ahora le hizo frente con frialdad, la cabeza alta, y los ojos, serenos, con las manos descansando sobre la falda de seda verde.

Fue evidente el gran esfuerzo que Lan tuvo que hacer para dominarse. Su semblante adquirió la misma expresión impasible de siempre y el mismo aire de autocontrol; Egwene estaba convencida de que sólo era una fachada.

—No me habría enterado de hacia dónde te dirigías si no hubiera oído que habías ordenado preparar un carruaje que te llevará a un barco con destino a Tanchico. Para empezar, ignoro por qué la Amyrlin os permitió abandonar la Torre o por qué Moraine os ha implicado en el interrogatorio de unas hermanas Negras, pero las tres sois Aceptadas. Aceptadas, no Aes Sedai. Y en este momento Tanchico es un lugar sólo para una Aes Sedai con un Guardián que guarde sus espaldas. ¡No permitiré que te metas en algo así!

—Vaya —dijo Nynaeve en tono ligero—. Así que ahora pones en tela de juicio las decisiones de Moraine y también las de la Sede Amyrlin. A lo mejor tenía un concepto de los Guardianes totalmente equivocado. Creía que jurabais aceptar y obedecer, entre otras cosas. Lan, entiendo tu preocupación, y te estoy agradecida, más que agradecida, por ello; pero todos tenemos tareas que llevar a cabo. Nos vamos, y debes aceptarlo como un hecho.

—¿Por qué? ¡Por el amor de la Luz, al menos dime por qué! ¡A Tanchico!

—Si Moraine no te lo ha contado, tal vez tenga sus razones —adujo Nynaeve dulcemente—. Cada cual debe cumplir con su cometido, y tú tienes el tuyo.

Lan tembló —¡tembló!— y apretó los dientes con rabia. Cuando habló, su voz sonaba extrañamente vacilante:

—Necesitarás a alguien que te ayude en Tanchico, alguien que impida que un ladrón tarabonés te clave un cuchillo en la espalda para quitarte la bolsa. Tanchico era esa clase de ciudad antes de la guerra y por todo lo que he oído ahora es aún peor. Yo… podría protegerte, Nynaeve.

Elayne enarcó las cejas bruscamente. No estaría sugiriendo… No, imposible. Nynaeve no pareció sorprendida, como si Lan no hubiera dicho algo fuera de lo normal.

—Tu sitio está con Moraine.

—Moraine. —Los duros rasgos del Guardián se cubrieron de gotitas de sudor; de nuevo vaciló, como enredándose con las palabras—. Puedo… Debo… Nynaeve, yo… Yo…

—Te quedarás con Moraine hasta que te libre de tu vínculo —lo interrumpió, cortante, la antigua Zahorí—. Es una orden y debes obedecer. —Sacó de un bolsillo un papel cuidadosamente doblado y se lo puso en las manos bruscamente. El Guardián frunció el ceño, leyó, parpadeó y volvió a leerlo.

Elayne sabía lo que ponía:

«Lo que hace el portador de este documento lo hace bajo mis órdenes y mi autoridad. Obedeced y guardad silencio, siguiendo mi mandato».

Siuan Sanche,

Vigilante de los Sellos, Llama de Tar Valon,

La Sede Amyrlin.

En el bolsillo de Egwene iba guardado otro documento igual, aunque ninguna de ellas estaba segura de que sirviera de mucho en el lugar hacia el que se dirigía ella.

—Pero esto te permite hacer cualquier cosa que quieras —protestó Lan—. Te autoriza a hablar en nombre de la Amyrlin. ¿Por qué iba a dar algo así a una Aceptada?

—No me hagas preguntas que no puedo responder —manifestó Nynaeve, añadiendo con un atisbo de sonrisa—: Y considérate afortunado de que no te haya ordenado que bailes para mí.

Elayne también tuvo que contener una sonrisa, y Egwene hizo un ruido ahogado al tragarse una carcajada. Eso era lo que había dicho Nynaeve cuando la Amyrlin les entregó los documentos: «Con esto, podría hacer que un Guardián se pusiera a bailar». Ninguna de ellas albergó la menor duda sobre el Guardián al que se refería.

—¿Y no es eso lo que has hecho? Me has despachado de un modo muy habilidoso, recurriendo a mi vínculo, a mis juramentos y a este documento. —Había un brillo peligroso en los ojos de Lan que Nynaeve no parecía advertir mientras recuperaba la carta y la guardaba de nuevo en el bolsillo.

—Te tienes en mucho, al’Lan Mandragoran. Hacemos lo que debemos, como lo harás tú.

—¿Que me tengo en mucho, Nynaeve al’Meara? ¿Que yo me tengo en mucho? —Lan se movió hacia la mujer tan rápidamente que Elayne estuvo a punto de envolverlo en flujos de Aire antes de pensar lo que hacía. En un visto y no visto, Nynaeve, que sólo había tenido tiempo para mirar boquiabierta al hombre alto que se abalanzaba sobre ella, se encontró suspendida en el aire, a un palmo del suelo, y recibiendo un intenso beso. Al principio le pateó las espinillas y lo golpeó con los puños al tiempo que emitía ahogados sonidos de furiosa protesta, pero las patadas y los golpes bajaron de ritmo hasta cesar por completo, y después enlazó los brazos a su cuello y no hubo más protestas.

Egwene agachó los ojos, azorada, pero Elayne observó con gran interés. ¿Había sido así con ella cuando Rand…? «¡No! No pensaré en él». Se preguntó si tendría tiempo de escribirle otra carta desdiciéndose de todo lo que ponía en la primera y dejándole claro que no podía jugar con ella. Pero ¿lo deseaba realmente?

Al cabo de un tiempo Lan soltó a Nynaeve en el suelo. La mujer se tambaleó levemente mientras se arreglaba el vestido y se atusaba el cabello con rabia.

—No tienes derecho a… —empezó, casi sin aliento. Tragó saliva—. No permitiré que se me maltrate de este modo delante de todo el mundo. ¡No lo permitiré!

—No ha sido delante de todo el mundo —repuso él—. Pero si las dos pueden ver, también pueden oír. Te has metido en mi corazón, donde creía que no había lugar para nadie. Has hecho que crezcan flores donde cultivaba polvo y piedras. Recuerda esto durante el viaje que insistes en hacer: si mueres, no te sobreviviré mucho tiempo. —Le dedicó una de sus contadas sonrisas—. Y recuerda también que no siempre soy tan dócil a unas órdenes, incluso con una carta de la Amyrlin. —Hizo una elegante reverencia; de hecho, Elayne pensó por un instante que iba a hincar la rodilla en el suelo y a besar el anillo de la Gran Serpiente de Nynaeve—. Tú ordenas —musitó—, y yo obedezco. —No quedó muy claro si lo decía con sorna o en serio.

Tan pronto como la puerta se hubo cerrado tras él, Nynaeve se sentó pesadamente al borde de la cama como si las rodillas ya no la sujetaran. Contempló intensamente la puerta con la frente fruncida en un gesto meditabundo.

—«Hasta el perro más sumiso muerde si lo golpeas a menudo» —citó Elayne—. Y Lan no es precisamente sumiso. —Nynaeve le asestó una mirada cortante.

—En ocasiones es inaguantable —opinó Egwene—. Nynaeve, ¿por qué hiciste eso? Estaba dispuesto a ir contigo. Sé que lo que más deseas es ver roto su vínculo con Moraine, y no trates de negarlo.

La mujer no lo intentó, y se dedicó a arreglarse el vestido y a alisar las arrugas del cobertor.

—De ese modo, no —dijo al cabo—. Quiero que sea mío. Por completo. No estoy dispuesta a que recuerde constantemente haber roto su juramento a Moraine. No quiero que eso se interponga entre nosotros. Por su propio bien y también por el mío.

—¿Y qué diferencia hay en que lo empujes a pedirle a Moraine que lo libere de su vínculo? —quiso saber Egwene—. Lan es esa clase de hombre que lo vería igual. La única solución es conseguir que ella lo libere voluntariamente, motu proprio. ¿Cómo vas a lograr eso?

—No lo sé. —Nynaeve se obligó a dar firmeza a su voz—. Aunque lo que debe hacerse, puede hacerse. Siempre hay algún modo. Pero no es el momento de ocuparse de ello. Tenemos cosas que hacer y estamos aquí sentadas discutiendo sobre hombres. ¿Has comprobado si tienes cuanto necesitas para el Yermo, Egwene?

—Aviendha está preparándolo todo —respondió la joven—. Aún tiene ese aire desdichado, pero dice que podemos llegar a Rhuidean en poco más de un mes, si tenemos suerte. Para entonces vosotras ya estaréis en Tanchico.

—Puede que antes —comentó Elayne—, si lo que cuentan sobre los bergantines Marinos es cierto. ¿Tendrás cuidado, Egwene? Aunque Aviendha sea tu guía, el Yermo no es un lugar seguro.

—Lo tendré. Y espero que vosotras también. En la actualidad, Tanchico no es mucho más seguro que el Yermo.

De repente las tres empezaron a abrazarse unas a otras mientras reiteraban sus advertencias de ser prudentes y confirmaban que todas recordaban el plan para encontrarse en la Ciudadela del Tel’aran’rhiod. Elayne se enjugó las lágrimas que le humedecían las mejillas.

—Menos mal que Lan se marchó. —Soltó una risita trémula—. Habría pensado que somos unas tontas.

—No, ni mucho menos —la contradijo Nynaeve al tiempo que se remangaba la falda para guardar una bolsa de oro en el bolsillo preparado para tal fin—. Aunque sea un hombre no es completamente idiota.

La heredera del trono decidió que tenía que sacar tiempo de donde fuera entre la habitación y el carruaje para encontrar papel y pluma. Nynaeve tenía razón; a los hombres había que tratarlos con mano dura. Le haría saber a Rand que no iba a salir de ésta tan bien librado como pensaba, y que no le resultaría fácil volver a ganarse sus favores.

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