57 Ruptura en la Tierra de los Tres Pliegues

El abrasador sol vespertino cocía el Yermo, arrojando sombras entre las montañas que se alzaban al frente, hacia el norte. Las secas colinas pasaban bajo los cascos de Jeade’en, altas y bajas, como olas en un océano de arcilla resquebrajada, dejando atrás kilómetros de terreno ondulado. Las montañas habían atraído los ojos de Rand desde que se habían hecho visibles el día antes. No había nieve en las cumbres ni eran tan altas como las Montañas de la Niebla y, mucho menos, como la Columna Vertebral del Mundo, pero los dentados picos rocosos en tonos pardos y grises, con algunas vetas amarillas o rojas o con franjas de Puntos relucientes, presentaban unas paredes tan escarpadas que uno pensaría probar antes a cruzar a pie la Pared del Dragón. Suspirando, buscó una postura más cómoda en la silla y se ajustó el shoufa con el que se cubría la cabeza. En aquellas montañas se encontraba Alcair Dal. Pronto, de un modo u otro, habría un final; o un principio. Tal vez las dos cosas. Muy pronto, quizá.

La rubia Adelin caminaba a buen paso delante del semental rodado, y otras nueve Far Dareis Mai de rostros curtidos formaban un amplio anillo en torno a él, todas empuñando lanzas y adargas, con los arcos guardados en los estuches que colgaban a la espalda y los negros velos sueltos sobre el pecho, a mano para levantarlos en cualquier momento. Era la guardia de honor de Rand. Los Aiel no le daban ese nombre, pero las Doncellas iban a Alcair Dal por el honor de Rand. Tantas diferencias, y él ni siquiera sabía distinguir realmente a la mitad de ellas aunque las tuviera ante sus ojos.

Por ejemplo, el comportamiento de Aviendha hacia las Doncellas y el de éstas hacia la joven. La mayoría del tiempo, como era el caso ahora, Aviendha caminaba junto a su caballo con los brazos cruzados sobre el chal que le cubría los hombros; bajo el oscuro pañuelo que le tapaba la cabeza, sus verdes ojos estaban fijos en las montañas que se alzaban al frente y rara vez cambiaba más de un par de palabras con las Doncellas, pero eso no era lo extraño. Sus brazos cruzados; ahí estaba el quid del asunto. Las Doncellas sabían que llevaba el brazalete de marfil y, sin embargo, daba la impresión de que pretendían no verlo; y ella no se lo quitaba, pero escondía la muñeca cada vez que pensaba que una de ellas podía estar mirándola.

—Tú no tienes asociación —le había dicho Adelin cuando él sugirió que cualquier otro grupo que no fueran las Doncellas Lanceras podía actuar como su escolta. Cada jefe, ya fuera de clan o de septiar, iría acompañado por hombres de la asociación a la que había pertenecido antes de convertirse en jefe—. No tienes asociación, pero tu madre fue una Doncella. —La mujer rubia y las otras nueve Far Dareis Mai no habían mirado a Aviendha, que estaba a unos cuantos pasos de distancia, en la sala de entrada al techo de Lian; es decir, no la habían mirado directamente—. A lo largo de incontables años, las Doncellas que no renunciaron a la lanza entregaron sus recién nacidos a la Sabias para que los criaran otras mujeres, sin saber dónde iban los pequeños ni si eran niños o niñas. Ahora el hijo de una Doncella ha regresado con nosotros y lo conocemos. Iremos a Alcair Dal por tu honor, hijo de Shaiel, Doncella de los Chumai Taardad.

En su semblante había una expresión tan resuelta —en los de todas ellas, incluida Aviendha— que Rand temió que tendría que bailar las lanzas si rehusaba.

Cuando aceptó, lo hicieron pasar de nuevo por el ritual de «Recuerda el honor», en esta ocasión con cierto tipo de bebida llamada oosquai, hecha con zemai, y tuvo que apurar una pequeña copa de plata con cada una de ellas. Diez Doncellas, diez copitas. El brebaje tenía aspecto de agua ligeramente teñida de marrón y casi el mismo sabor, pero era más fuerte que un brandy añejo. Después había sido incapaz de caminar derecho y tuvieron que llevarlo a la cama, riéndose, a pesar de sus protestas; y no es que fueran muchas, ya que todas ellas empezaron a hacerle cosquillas y lo dejaron sin resuello de tanto reír. Todas menos Aviendha. Y no porque se hubiera marchado, ya que se quedó y observó todo el episodio con rostro tan impertérrito como un trozo de granito. Cuando finalmente Adelin y las otras lo metieron entre las mantas y se marcharon, Aviendha se sentó a la puerta, extendiendo las oscuras y gruesas faldas, y estuvo contemplándolo con gesto glacial hasta que se quedó dormido. Al despertar, la joven seguía allí, todavía observándolo. Y rehusó hablar de las Doncellas o del oosquai o de lo ocurrido; en lo que a ella concernía, era como si no hubiera pasado nada. Rand ignoraba si las Doncellas se habrían mostrado tan reticentes a hablar del asunto con él porque no se lo preguntó; ¿cómo podía uno mirar a la cara a diez mujeres y preguntarles por qué lo habían emborrachado y habían hecho un juego divertido de desnudarlo y meterlo en la cama?

Tras él, venían los Taardad. No sólo los Taardad Nueve Valles y Jindo, sino los Miadi y los Cuatro Rocas, los Chumai y los Agua Sangrienta, y más, conformando anchas columnas que flanqueaban los carromatos traqueteantes de los buhoneros y el grupo de Sabias; las hileras se extendían a lo largo de más de tres kilómetros a través del rielar del aire caliente que desprendía el suelo, rodeadas por exploradores y corredores. Cada día se les iban uniendo más que acudían en respuesta a los mensajeros enviados por Rhuarc el primer día: un centenar de hombres y doncellas aquí; trescientos allí; quinientos allá, dependiendo del tamaño del septiar y de cuántos precisaba cada dominio para mantener la seguridad.

En la distancia, al suroeste, otro grupo se aproximaba corriendo, dejando a su paso un rastro de polvo; quizá pertenecían a algún otro clan que se dirigía a Alcair Dal, pero Rand no lo creía probable. Hasta ahora sólo estaban representados dos tercios de los septiares, pero calculaba que tras él venían ya más de quince mil Taardad Aiel. Un ejército en marcha que seguía creciendo. Casi un clan al completo acudiendo a una reunión de jefes, violando todas las costumbres.

De repente Jeade’en coronó una elevación y allí abajo, en una larga y ancha hondonada, estaba la feria dispuesta para la reunión, y en las colinas del lado opuesto, los campamentos de los jefes de clanes y septiares que ya habían llegado.

Repartidos entre las doscientas o trescientas tiendas bajas y sin laterales, todas muy espaciadas entre sí, se alzaban pabellones del mismo material pardo grisáceo pero lo bastante altos para estar de pie dentro de ellos, con mercancías expuestas sobre mantas a la sombra: brillante cerámica vidriada, alfombras de llamativos colores y joyería de plata y oro. En su mayor parte era artesanía Aiel, pero también habría cosas traídas de fuera del Yermo, incluidos quizá seda y marfil traídos del lejano este. Nadie parecía estar comerciando; los pocos hombres y mujeres que se veía estaban sentados en uno u otro pabellón y, por lo general, solos.

De los cinco campamentos esparcidos por las elevaciones alrededor de la feria, cuatro de ellos parecían igualmente desiertos, con sólo unas pocas docenas de hombres o Doncellas moviéndose entre las tiendas que habrían podido albergar hasta un millar de personas. El quinto campamento era el doble de grande que cualquiera de los otros, y en él se veían cientos de personas y seguramente habría otras tantas dentro de las tiendas.

Rhuarc remontó la elevación trotando detrás de Rand, con sus diez Aethan Dor, o Escudos Rojos, seguido por Heirn con sus diez Tain Shari, o Descendientes Verdaderos, y de otros cuarenta jefes de septiar con sus escoltas de honor, todos ellos equipados con lanzas y adargas, arcos y aljabas. Constituían una fuerza formidable, superior a la que había tomado la Ciudadela de Tear. Algunos Aiel que estaban en los campamentos y entre los pabellones oteaban hacia la cumbre de la colina, y no a los Aiel reunidos allí, sospechó Rand, sino a él, un hombre a caballo. Algo rara vez visto en la Tierra de los Tres Pliegues. Les mostraría más cosas no vistas antes de haber acabado.

La mirada de Rhuarc se detuvo en el campamento más grande, donde más Aiel vestidos con el cadin’sor salían a montones de las tiendas, todos mirando en su dirección.

—Shaido, si no me equivoco —dijo Rhuarc quedamente—. Couladin. No eres el único que rompe la costumbre, Rand al’Thor.

—Quizás obré bien al romperla. —Rand se quitó el shoufa que le cubría la cabeza y lo metió en el bolsillo de la chaqueta, encima del angreal, la estatuilla de un hombre de rostro redondo, con una espada cruzada sobre las rodillas. El sol empezó a abrasarle el cráneo, demostrándole la gran protección que había sido el trozo de tela—. Si hubiéramos venido según la costumbre…

Los Shaido corrían a paso largo hacia las montañas, dejando tras de sí lo que en apariencia eran tiendas vacías. Y causando cierto revuelo en los otros campamentos y en la feria; los Aiel dejaron de contemplar al hombre a caballo para seguir con la mirada a los Shaido.

—¿Podrías haberte abierto paso hacia Alcair Dal contra un número superior en dos veces o más, Rhuarc?

—¡No antes de la caída de la noche! —contestó el jefe de clan lentamente—. Ni siquiera contra esos perros ladrones Shaido. ¡Esto es algo más que una violación de la costumbre! ¡Hasta los Shaido deberían demostrar más honor!

Unos iracundos murmullos de conformidad se alzaron entre los otros Taardad que estaban en la cumbre de la colina. Excepto las Doncellas; por alguna razón, se habían reunido alrededor de Aviendha, apartadas a un lado, y conversaban seriamente entre sí. Rhuarc le dijo unas cuantas palabras en voz baja a uno de sus Escudos Rojos, un tipo de ojos verdes cuyo rostro parecía que hubiera sido utilizado para clavar las estacas de una valla, y el hombre volvió corriendo colina abajo, dirigiéndose rápidamente hacia los Taardad que se aproximaban.

—¿Esperabas algo así? —preguntó Rhuarc a Rand tan pronto como el Escudo Rojo se hubo marchado—. ¿Es por eso por lo que convocaste al clan en pleno?

—No exactamente esto, Rhuarc. —Los Shaido empezaron a formar en filas delante de una estrecha brecha de las montañas; se estaban velando los rostros—. Pero no había otra explicación para que Couladin se marchara en plena noche excepto que estuviera ansioso por estar en otro sitio, y ¿dónde mejor que aquí, ocasionándome problemas? ¿Están los otros ya en Alcair Dal? ¿Por qué?

—La oportunidad que representa una reunión de jefes no es de desdeñar, Rand al’Thor. Se discute sobre disputas de límites, derechos de apacentamiento y una docena de cosas más. Y de agua. Si dos Aiel de distintos clanes se encuentran, hablarán de agua. Tres de tres clanes, y discutirán sobre agua y apacentamiento.

—¿Y cuatro? —inquirió Rand. Ya había cinco clanes representados, y con los Taardad sumaban seis.

Rhuarc vaciló un instante, sopesando, de manera inconsciente, una de sus cortas lanzas.

—Cuatro danzarán las lanzas. Pero eso no debería ocurrir aquí.

Los Taardad se apartaron para dejar que pasaran las Sabias, cubiertas las cabezas con los chales, seguidas por Moraine, Lan y Egwene a caballo. Egwene y la Aes Sedai llevaban unos paños blancos alrededor de las sienes, en imitación a los pañuelos de cabeza de las Aiel, aunque los suyos estaban humedecidos. También venía Mat, montado en su corcel, pero separado, con la lanza de astil negro cruzada sobre el pomo de la silla. Su sombrero de ala ancha arrojaba sombras sobre su rostro; sus ojos estudiaban lo que había al frente.

El Guardián asintió para sí mismo cuando vio a los Shaido.

—Eso podría haber desembocado en una situación desagradable —dijo suavemente. Su semental negro giró los ojos hacia el rodado de Rand; sólo eso, y Lan estaba pendiente de las filas Aiel apostadas delante de la grieta, pero dio unas palmaditas tranquilizadoras en el cuello a Mandarb—. Aunque ahora creo que no.

—No, ahora no —convino Rhuarc.

—Si quisieras… permitirme entrar contigo. —Excepto por aquella leve tirantez, la voz de Moraine sonaba tan serena como siempre; sus rasgos intemporales traslucían una fría calma, pero sus oscuros ojos contemplaron a Rand como si su sola mirada pudiera obligarlo a ceder.

El largo y blanco cabello de Amys, que salía por debajo del chal, se meció cuando la mujer sacudió la cabeza.

—No es decisión suya, Aes Sedai. Esto compete a los jefes, es un asunto de hombres. Si dejamos que entréis ahora en Alcair Dal, la próxima vez que se reúnan las Sabias o las señoras del techo algún jefe de clan querrá meter la nariz en lo que no le concierne. Ellos piensan que nosotras nos inmiscuimos en sus asuntos y a menudo intentan entrometerse en los nuestros. —Dedicó a Rhuarc una fugaz sonrisa con la que expresaba que no lo incluía a él; el inexpresivo rostro de Rhuarc reveló a Rand que el jefe de clan pensaba lo contrario.

Melaine se ajustó el chal bajo la barbilla, mirando de hito en hito a Rand. Si no estaba de acuerdo con Moraine, al menos sí desconfiaba de lo que pudiera hacer. Rand apenas había dormido desde que habían partido de Peñas Frías; si se habían asomado a sus sueños, sólo habrían visto pesadillas.

—Ten cuidado, Rand al’Thor —dijo Bair como si hubiera leído sus pensamientos—. Un hombre cansado comete errores. Y tú no te puedes permitir cometer ninguno hoy. —Se bajó el chal alrededor de los hombros y su fina voz casi adoptó un timbre furioso—. Nosotros no podemos permitirnos que cometas errores. Los Aiel no pueden permitírselo.

La llegada de más jinetes a la cima de la colina atrajo las miradas hacia ellos. Entre los pabellones, varios cientos de Aiel, los hombres con cadin’sor y las mujeres de largos cabellos con faldas, blusas y chales, conformaban una muchedumbre pendiente de ellos. Su atención se centró en otro punto cuando el polvoriento carromato blanco de Kadere apareció detrás del tiro de mulas, a la derecha, con el fornido buhonero al pescante, vestido con su chaqueta de color crema, e Isendre toda envuelta en seda blanca, sosteniendo una sombrilla a juego. A continuación venía el carromato de Keille, con Natael conduciendo a su lado; después, las carretas de techos de lona y por último los tres grandes carros de agua, como inmensos barriles sobre ruedas y tirados por largos troncos de mulas. Todos miraron a Rand conforme los carromatos pasaban ante él traqueteando, en medio de los chirridos de ejes sin engrasar; Kadere e Isendre, Natael con su capa de parches de juglar, el corpachón de Keille envuelto en ropas níveas, y con un chal de encaje, también blanco, sujeto con los peinecillos de marfil. Rand palmeó el cuello arqueado de Jeade’en. Allá abajo, en la feria, hombres y mujeres empezaban a salir al encuentro de los carromatos que se aproximaban. Los Shaido esperaban. Muy pronto ya.

Egwene adelantó su yegua gris hasta ponerse a la altura de Jeade’en; el semental rodado intentó arrimarse a Niebla y se ganó un mordisco por ello.

—No me has dado una sola oportunidad de hablar contigo desde que salimos de Peñas Frías, Rand. —Él no dijo nada; ahora era una Aes Sedai y no sólo porque ella se hiciera pasar por tal. Se preguntó si también ella lo habría espiado en sus sueños. Tenía el rostro tenso y sus negros ojos parecían cansados—. No te encierres en ti mismo, Rand. No luchas tú solo. Otros también luchan por ti.

Frunciendo el entrecejo, el joven procuró no mirarla. Las palabras de Egwene le habían traído a la cabeza Campo de Emond y Perrin, pero no creía probable que ella supiera adónde había ido Perrin.

—¿A qué te refieres? —instó finalmente.

—Yo lucho por ti —respondió Moraine antes de que Egwene tuviera ocasión de abrir la boca—, igual que lo hace Egwene. —Las dos mujeres intercambiaron una fugaz mirada—. Hay gente que lucha por ti sin saberlo igual que tú tampoco tienes conocimiento de ellos. No te das cuenta de lo que significa que fuerces el tejido de la Urdimbre de las Eras, ¿verdad? Las ondas de tus actos, las ondas de tu propia existencia, se extienden a través del Entramado para cambiar el tejido de los hilos de vidas que ni siquiera tienes conciencia de que existen. La batalla dista mucho de ser sólo tuya. Empero, estás en el centro de este tejido del Entramado. En caso de que fracases y caigas, todos fracasan y caen. Ya que no puedo ir contigo a Alcair Dal, deja que Lan te acompañe. Un par de ojos más que guardarán tu espalda.

El Guardián se giró levemente en la silla y la miró, ceñudo; con los Shaido velados para matar no debía de estar muy dispuesto a dejarla sola.

Rand imaginó que la mirada que Moraine había dirigido a Egwene no debería haberla visto él. Así que las dos guardaban secretos no compartidos con él. Egwene tenía ojos de Aes Sedai, oscuros e indescifrables. Aviendha y las Doncellas habían vuelto a su lado.

—Que Lan se quede con vos Moraine. Las Far Dareis Mai guardan mi honor.

Las comisuras de los labios de la Aes Sedai se tensaron, pero al parecer eso había sido exactamente lo que debía decir en lo que concernía a las Doncellas. Adelin y las demás esbozaron amplias sonrisas.

Allá abajo, los Aiel se agrupaban alrededor de los carreteros mientras éstos empezaban a desenganchar los tiros de mulas. No todos tenían puesta su atención en los Aiel. Keille e Isendre se observaban con fijeza la una a la otra desde sus carromatos en tanto que Natael hablaba con tono urgente a la primera y Kadere hacía lo propio con la segunda, hasta que, finalmente, cesó el duelo de miradas. Las dos mujeres llevaban tiempo comportándose así. De ser hombres, Rand imaginaba que habrían llegado a las manos hacía mucho.

—Estáte alerta, Egwene —advirtió Rand—. Todos vosotros, estad en guardia.

—Ni siquiera los Shaido molestarían a unas Aes Sedai —le contestó Amys—, como tampoco nos molestarían a Bair, Melaine o a mí. Algunas cosas están más allá incluso de los Shaido.

—¡Estad en guardia! —No había sido su intención ser tan brusco. Hasta Rhuarc lo miró fijamente. No lo comprendían y él no osaría decírselo. Todavía no. ¿Quién sería el primero en hacer saltar su trampa? Tenía que hacerles correr ese riesgo al igual que lo corría él.

—¿Y yo, Rand? —intervino inopinadamente Mat mientras hacía rodar sobre sus nudillos una moneda de oro, al parecer sin ser consciente de ello—. ¿Tienes algo que objetar a que te acompañe?

—¿Quieres hacerlo? Creía que te quedarías con los buhoneros.

Mat miró, ceñudo, los carromatos que estaban abajo y luego a los Shaido alineados delante de la grieta de la montaña.

—No creo que sea tan fácil salir de aquí si haces que te maten. ¡Así me abrase! Siempre te las ingenias para meterme en los fregados de un modo u… Dovienya —rezongó, una palabra que Rand ya le había oído pronunciar otras veces y que según Lan significaba «suerte» en la Antigua Lengua, y lanzó la moneda al aire. Cuando intentó recogerla, rebotó en sus dedos y cayó al suelo. A saber cómo, inverosímilmente, la moneda cayó de canto y empezó a rodar pendiente abajo; brincó sobre las fisuras de la agrietada arcilla, centelleando con la luz del sol, y luego llegó hasta los carromatos donde, finalmente, cayó sobre un lado y se paró—. ¡Rayos y truenos, Rand! —gruñó—. ¡Me gustaría que no hicieras eso!

Isendre recogió la moneda y la toqueteó mientras alzaba la vista hacia la cima de la colina. Los otros miraban también: Kadere, Keille y Natael.

—Puedes venir —dijo Rand—. Rhuarc, ¿no es ya el momento?

El jefe de clan miró hacia atrás.

—Sí, casi lo es… —A su espalda, unas flautas empezaron a tocar una lenta melodía—. Ya.

Un cántico se unió a las flautas. Los muchachos Aiel dejaban de cantar cuando llegaban a la edad viril, salvo en ocasiones muy específicas. Los Aiel adultos sólo entonaban los cantos de batalla y de duelo por los muertos después de tomar la lanza. Indudablemente había voces de Doncellas en aquellos cánticos armónicos y fragmentados, pero las profundas voces masculinas las tapaban.

Prestas las lanzas… mientras el sol suba a su cenit.

Prestas las lanzas… mientras el sol baje a su ocaso.

A menos de un kilómetro, a derecha e izquierda, aparecieron en dos anchas columnas los Taardad corriendo al ritmo de su canto, las lanzas aprestadas, los rostros velados, en filas aparentemente interminables, desplazándose hacia las montañas.

Prestas las lanzas… ¿Quién teme a la muerte?

Prestas las lanzas… ¡Nadie que yo conozca!

En los campamentos de los clanes y en la feria, los Aiel contemplaban los acontecimientos con estupefacción; algo en su actitud le hizo comprender a Rand que guardaban silencio. Algunos carreteros se habían quedado paralizados, como pasmados; otros dejaron que las mulas se escaparan y se zambulleron debajo de las carretas. Y Keille e Isendre, Kadere y Natael observaban fijamente a Rand.

Prestas las lanzas… mientras la vida siga su curso.

Prestas las lanzas… hasta que la vida llegue a su fin.

—¿Vamos? —No esperó el cabeceo de asentimiento de Rhuarc para taconear a Jeade’en a un paso vivo colina abajo, con Adelin y las otras Doncellas formando un anillo a su alrededor. Mat vaciló un momento antes de azuzar a Puntos e ir en pos de ellos, pero Rhuarc y los jefes de septiar Taardad, cada cual con sus diez hombres de escolta, se pusieron en marcha a la par que el rodado. Una vez, a mitad de camino a las tiendas de la feria, Rand volvió la cabeza hacia la cumbre de la colina. Moraine y Egwene seguían en sus caballos, con Lan. Aviendha estaba con las tres Sabias. Todos mirándolo. Casi había olvidado lo que era que no hubiera gente observándolo.

Al acercarse a la altura de la feria, una delegación salió a su encuentro, diez o doce mujeres vestidas con faldas y blusas y luciendo mucho oro, plata y marfil; y un número igual de hombres con ropas en los colores pardos de los cadin’sor sólo que desarmados a excepción de un cuchillo en el cinturón, que en casi todos los casos eran más pequeños que el que Rhuarc llevaba. Aun así, y haciendo caso omiso de los Taardad velados que penetraban por el este y el oeste, se situaron en una formación que obligó a Rand y a los demás a detenerse.

Prestas las lanzas… La vida es sólo un sueño.

Prestas las lanzas… Todos los sueños acaban.

—No esperaba esto de ti, Rhuarc —dijo un hombre de constitución robusta, con el cabello gris. No estaba grueso (Rand no había visto un solo Aiel gordo) y su corpulencia era musculosa—. ¡Hasta con los Shaido fue una sorpresa, pero tú!

—Los tiempos cambian, Mandhuin —respondió el jefe de clan—. ¿Cuánto hace que están aquí los Shaido?

—Llegaron al amanecer. Quién sabe por qué viajaron durante la noche. —Mandhuin frunció ligeramente el ceño al mirar a Rand y ladeó la cabeza hacia Mat—. En efecto, son tiempos extraños, Rhuarc.

—¿Quiénes más están aparte de los Shaido? —preguntó Rhuarc.

—Los Goshien llegaron primero, y a continuación los Shaarad. —El hombretón hizo una mueca al pronunciar el nombre de sus enemigos, y todo sin dejar de estudiar a los dos hombres de las tierras húmedas—. Los Chareen y los Tomanelle vinieron después. Y los últimos, los Shaido, como ya he dicho. Sevanna convenció a los jefes para que se reunieran hace sólo un rato. Bael no veía razón para hacerlo hoy y tampoco algunos de los otros.

Una mujer de cara ancha, de mediana edad, con el cabello de un color rubio más pálido que el de Adelin, se puso en jarras haciendo tintinear escandalosamente los brazaletes de marfil y oro. Llevaba tantos de éstos, y también collares, como Amys y su hermana juntas.

—Oímos que El que Viene con el Alba había salido de Rhuidean, Rhuarc. —Miraba, ceñuda, a Rand y a Mat. Toda la delegación lo hacía—. Oímos que el Car’a’carn sería anunciado hoy, antes de que hubieran llegado todos los clanes.

—Entonces alguien os reveló una profecía —dijo Rand. Tocó los flancos del rodado con los tacones; la delegación se apartó de su camino.

Dovienya —murmuró Mat—. Mia Dovienya nesodhin soende. —Lo que quiera que significara, sonaba como un ferviente deseo.

Las columnas Taardad habían llegado a ambos lados de los Shaido y se volvieron para situarse de cara a ellos, a unos cuantos centenares de pasos, todavía velados, todavía cantando. En realidad, no hicieron ningún movimiento que pudiera considerarse amenazador, sólo se limitaron a quedarse allí. Superaban en quince o veinte veces el número de Shaido, y las voces se elevaban armónicamente.

Prestas las lanzas… hasta que la sombra se extinga.

Prestas las lanzas… hasta que el agua se seque.

Prestas las lanzas… ¿Cuánto tiempo ausente del hogar?

Prestas las lanzas… ¡Hasta que muera!

Al acercarse más con el caballo a los velados Shaido, Rand vio que Rhuarc se llevaba la mano hacia su propio velo.

—No, Rhuarc. No estamos aquí para luchar con ellos. —Lo que quería decir era que esperaba que no se llegara a eso, pero el Aiel lo interpretó de un modo diferente.

—Tienes razón, Rand al’Thor. No merecen ese honor los Shaido. —Dejó el velo colgando y levantó la voz—. ¡Los Shaido no merecen ese honor!

Rand no volvió la cabeza para mirar, pero tuvo la sensación de que tras él los velos se estaban bajando.

—¡Oh, rayos y truenos! —rezongó Mat—. ¡Rayos, truenos y centellas!

Prestas las lanzas… hasta que el sol se enfríe.

Prestas las lanzas… hasta que el agua corra libre.

Prestas las lanzas…

Las filas Shaido rebulleron con inquietud. Les hubieran dicho lo que les hubieran dicho Couladin y Sevanna, sabían contar. Danzar las lanzas con Rhuarc y los que iban con él era una cosa, aunque fuera en contra de todas las costumbres; enfrentarse a suficientes Taardad como para que los arrastraran como una avalancha era otra muy distinta. Poco a poco se apartaron, dejando un amplio hueco, para que Rand pasara con el caballo.

Rand soltó un suspiro de alivio. Adelin y las otras Doncellas, al menos, avanzaron con la vista fija al frente, como si los Shaido no existieran.

Prestas las lanzas… mientras respire.

Prestas las lanzas… mi acero refulge.

Prestas las lanzas…

El canto se redujo a un murmullo tras ellos cuando entraron en el ancho cañón de escarpadas paredes, profundo y umbroso conforme se adentraba serpenteando en las montañas. Durante varios minutos, los sonidos que se oyeron fueron la trápala de los cascos sobre la piedra y el susurro de las suaves botas Aiel. El pasaje desembocó bruscamente en Alcair Dal.

Rand comprendió por qué se daba el nombre de cuenca al cañón, aunque no había nada de dorado en él. Conformado como una media esfera casi perfecta, sus grises paredes se elevaban en perpendicular por todo el perímetro excepto en la zona del fondo, donde se curvaban hacia adentro, a semejanza de una gran ola a punto de romper. Grupos de Aiel salpicaban las pendientes, con las cabezas y los rostros descubiertos; los grupos eran mucho más numerosos que los clanes presentes. Los Taardad que habían venido acompañando a los jefes de septiar se dispersaron hacia uno u otro de aquellos grupos. Según Rhuarc, el agruparse por asociaciones en vez de clanes contribuía a mantener la paz. Sólo sus Escudos Rojos y las Doncellas continuaron con Rand y los jefes Taardad.

Los otros jefes de septiar estaban sentados por clanes, cruzados de piernas frente a una profunda cornisa que había debajo de la pared voladiza. Seis grupos reducidos, uno de ellos de Doncellas, se encontraban entre los jefes de septiar y la cornisa. Supuestamente, éstos eran los Aiel que habían venido en honor a los jefes de clan. Seis, aunque sólo estaban representados cinco clanes. Sevanna habría llevado a las Doncellas, bien que Aviendha se había apresurado a señalar que ella jamás había sido Far Dareis Mai, pero el sobrante… En ese grupo había once hombres, no diez como en el resto. Rand sólo tuvo que ver la parte posterior de una cabeza de cabello pelirrojo para saber con certeza que era Couladin.

En la propia cornisa se encontraba una mujer de cabello dorado que lucía tantas joyas como la que habían encontrado en las tiendas de la feria, con un chal gris en torno a los brazos —Sevanna, por supuesto— y cuatro jefes de clan, ninguno de ellos armado salvo por el largo cuchillo del cinturón; uno de ellos era el hombre más alto que Rand había visto en su vida. Bael de los Goshien Aiel, por la descripción dada por Rhuarc; el tipo debía de sacar al propio Rhuarc al menos un palmo de alto. Sevanna estaba hablando y, a causa de la peculiar configuración del cañón, sus palabras se escuchaban claramente en todas partes.

—… permitirle hablar! —Su voz sonaba tensa e iracunda. Erguida la cabeza, intentaba dominar la cornisa a pura fuerza de voluntad—. ¡Exijo mis derechos! Hasta que haya sido elegido un nuevo jefe, yo represento a Suladric y a los Shaido. ¡Estoy en mi derecho!

—Representas a Suladric hasta que se escoja un nuevo jefe, señora del techo. —El hombre canoso que había hablado en tono irascible era Han, jefe de clan de los Tomanelle. Tenía el rostro tan curtido como un trozo de cuero viejo, y superaba la media de estatura de los hombres de Dos Ríos; empero, para ser Aiel, era bajo, aunque fornido—. No me cabe duda de que conoces bien los derechos de una señora del techo, pero quizá no tanto los de un jefe de clan. Sólo aquel que ha entrado en Rhuidean puede hablar aquí, así como tú, que lo haces en representación de Suladric. —Han no parecía contento por esto último, aunque bien mirado daba la impresión de que estuviera contento rara vez—. Pero las caminantes de sueños han informado a nuestras Sabias que a Couladin se le negó el derecho a entrar a Rhuidean.

El aludido gritó algo, claramente iracundo pero ininteligible; al parecer, la acústica del cañón sólo funcionaba desde la cornisa. Pero Erim, de los Chareen, cuyo cabello tenía igual número de hebras blancas que de pelirrojas, lo cortó sin contemplaciones.

—¿Es que no tienes respeto a las costumbres y a la ley, Shaido? ¿No tienes honor? Aquí debes guardar silencio.

Unos cuantos ojos en las pendientes se volvieron para ver quiénes eran los recién llegados. Una serie de codazos hizo que más ojos se volvieran hacia allí, donde dos forasteros montados a caballo iban a la cabeza de los jefes de septiar, uno de los jinetes seguido de cerca por Doncellas. ¿Cuántos Aiel lo estaban mirando desde las escarpadas paredes? ¿Tres mil? ¿Cuatro mil? ¿Más? Ninguno de ellos hizo el menor sonido.

—Nos hemos reunido aquí para oír un gran anuncio —intervino Bael—, cuando todos los clanes hayan llegado. —Su cabello, rojizo oscuro, también estaba encanecido; no había hombres jóvenes entre los jefes de clan. Su gran estatura y su profunda voz atrajeron las miradas hacia él—. Cuando todos los clanes hayan llegado. Si de lo único que quiere hablar Sevanna ahora es de que se permita tomar la palabra a Couladin, regresaré a mis tiendas y esperaré.

Jheran, de los Shaarad, que tenían un pleito de sangre con los Goshien de Bael, era un hombre más delgado, con grandes mechones blancos en su cabello castaño claro; más delgado en el sentido que lo es una cuchilla de acero. Habló sin dirigirse a ningún jefe en particular.

—Yo digo que no volvamos a nuestras tiendas. Ya que Sevanna nos ha hecho venir, discutamos lo que es sólo un poco menos importante que el anuncio que esperamos: el agua. Deseo discutir sobre el agua de Estancia de la Sierra.

Bael se volvió hacia él con actitud amenazadora.

—¡Necios! —espetó Sevanna—. ¡Yo haré que acabe la espera! Yo…

Fue entonces cuando los que estaban en la cornisa advirtieron la presencia de los recién llegados. Sumidos en un profundo silencio los contemplaron mientras se aproximaban; los jefes de clan con el ceño fruncido y Sevanna con una expresión tormentosa. Era una mujer bonita, apenas entrada en la edad madura y que parecía más joven en contraste con los hombres que ya la habían pasado con creces, pero el gesto de su boca denotaba codicia. Los jefes tenían un aire solemne, digno, incluso Han, a pesar de la curva desabrida de sus labios, en contraste con la mirada calculadora que asomaba a los ojos, verde claro, de la mujer. A diferencia de todas las Aiel que Rand había visto, ella llevaba la blusa blanca desabrochada de modo que mostraba un buen trozo del moreno escote, realzado por los numerosos collares. Rand habría identificado a los jefes de clan por su digna compostura; en cambio, si Sevanna era una señora del techo no se parecía en nada a Lian.

Rhuarc caminó directamente hacia la cornisa, entregó sus lanzas y su adarga, su arco y su aljaba a los Escudos Rojos que lo acompañaban, y se subió al saliente. Rand entregó las riendas a Mat, que masculló «Que nos sonría la suerte» mientras contemplaba a los Aiel que los rodeaban; Adelin hizo un gesto animoso a Rand, quien pasó directamente desde la silla del caballo a la cornisa. Un murmullo de estupefacción se alzó por todo el cañón.

—¿Qué te propones, Rhuarc, trayendo aquí a este hombre de las tierras húmedas? —demandó Han, ceñudo—. Si no lo matas, al menos haz que baje de donde sólo un jefe de clan puede estar.

—Este hombre, Rand al’Thor, ha venido para hablar con los jefes de clan. ¿No os informaron las caminantes de sueños que vendría conmigo?

Las palabras de Rhuarc provocaron un murmullo más sonoro en los oyentes.

—Melaine me dijo muchas cosas, Rhuarc —intervino Bael lentamente mientras observaba a Rand con desconfianza—. Que El que Viene con el Alba había salido de Rhuidean. ¿No estarás insinuando que este hombre…? —Dejó la frase inconclusa, denotando su incredulidad.

—Si este hombre de las tierras húmedas puede hablar —se apresuró a intervenir Sevanna—, entonces también puede hacerlo Couladin. —Entonces levantó una mano suave y Couladin trepó a la cornisa, el rostro congestionado por la ira.

—¡Baja, Couladin! —lo increpó Han, que le había salido al paso—. ¡Bastante malo es que Rhuarc haya violado la costumbre para que tú también la rompas!

—¡Es hora de acabar con costumbres caducas! —gritó el pelirrojo Shaido mientras se quitaba la chaqueta parda. No era preciso gritar, pero no bajó el tono a pesar de que sus palabras retumbaban en las paredes del cañón—. ¡Yo soy El que Viene con el Alba! —Se subió las mangas hasta los codos y levantó los puños al aire. Alrededor de cada antebrazo se enroscaba una criatura serpentina con escamas carmesí y doradas, zarpas de brillo metálico rematadas con cinco garras doradas, y las cabezas coronadas por melenas también doradas descansando en el envés de las muñecas. Dos dragones perfectos—. ¡Yo soy el Car’a’carn!

El clamor retumbó como un trueno; los Aiel saltaban y gritaban con regocijo. Los jefes de septiar también se habían puesto en pie; los Taardad estaban apiñados con gesto preocupado, en tanto que los otros gritaban tan alborozados como el resto.

Los jefes de clan se habían quedado estupefactos, incluso Rhuarc. Adelin y las nueve Doncellas levantaron las lanzas como si esperaran tener que utilizarlas en cualquier momento. Echando una ojeada a la grieta por la que se salía del cañón, Mat se encajó más el sombrero y condujo a los dos caballos más cerca de la cornisa, haciendo un gesto subrepticio a Rand para que volviera a su montura.

Sevanna sonrió con engreimiento a la par que se ajustaba el chal, en tanto que Couladin caminaba hacia el borde de la cornisa con los brazos en alto.

—¡Yo traigo cambios! —gritó—. ¡Según la profecía, traigo tiempos nuevos! ¡Cruzaremos de nuevo la Pared del Dragón y recuperaremos lo que era nuestro! ¡Los hombres de las tierras húmedas son blandos, pero ricos! ¡Todavía recordaréis las riquezas que trajimos la última vez que entramos en las tierras húmedas! ¡En esta ocasión, lo cogeremos todo! ¡Esta vez…!

Rand dejó de prestar atención a la arenga del hombre, sumido en un tumulto interior. Había barajado toda una serie de variantes de lo que podría ocurrir, pero esto jamás lo habría imaginado. «¿Cómo?» La palabra siguió resonando dentro de su cabeza; no entendía que pudiera mantenerse tan tranquilo. Lentamente, se quitó la chaqueta; vaciló un momento antes de sacar del bolsillo el angreal, que guardó debajo de la cinturilla de los calzones. Tiró al suelo la chaqueta y caminó hacia el centro de la cornisa, donde empezó a desatar calmosamente las cintas de los puños de la camisa. Las mangas se deslizaron hacia los codos cuando levantó los brazos por encima de la cabeza.

A los reunidos les costó unos segundos reparar en los dragones enroscados en torno a sus brazos, relucientes a la luz del sol. El silencio se hizo paulatinamente, pero al cabo fue total. Sevanna se quedó boquiabierta; ignoraba esto. Obviamente, Couladin no había previsto que Rand lo siguiera tan pronto y no le había contado que otro hombre llevaba las marcas también. «¿Cómo?» Debía de haber creído que disponía de tiempo sobrante; una vez que se hubiera proclamado como el Car’a’carn, Rand habría sido rechazado como un farsante. «Luz, ¿cómo?» Si la señora del techo del dominio Comarda estaba estupefacta, los jefes de clan no lo estaban menos, excepto Rhuarc. Dos hombres marcados como, según la profecía, sólo podía estarlo uno.

Couladin seguía con su soflama, agitando los brazos para asegurarse de que todos los vieran.

—… no nos conformaremos con las tierras de los quebrantadores del juramento! ¡Nos apoderaremos de todas las naciones que existen hasta el Océano Aricio! Los hombres de las tierras húmedas no pueden oponer resistencia… —De repente fue consciente del silencio que había sustituido a los gritos de antes. Y supo qué lo había causado. Sin volverse a mirar a Rand, gritó—: ¡Es un hombre de las tierras húmedas! ¡Mirad sus ropas! ¡Es un extranjero!

—Un extranjero, sí —convino Rand. No levantó la voz, pero el cañón la llevó a todos los rincones, a los oídos de todo el mundo. El Shaido pareció sorprenderse un instante, pero después sonrió con gesto triunfal… hasta que Rand continuó—: ¿Qué dice la Profecía de Rhuidean? «Será de la sangre». Mi madre fue Shaiel, una Doncella de los Taardad Chumai. —«¿Quién era ella realmente? ¿De dónde venía?»—. Mi padre fue Janduin, del septiar Montaña de Hierro, jefe de clan de los Taardad. —«Mi padre es Tam al’Thor. Él me encontró, me crió, me amó. Ojalá te hubiera conocido, Janduin, pero Tam es mi padre»—. «Será de la sangre, pero no criado por ella». ¿Adónde mandaron la Sabias a buscarme? ¿Entre los dominios de la Tierra de los Tres Pliegues? No. Os enviaron a través de la Pared del Dragón, donde me criaron. Según lo anuncia la profecía.

Bael y los otros tres asentían lentamente, aunque de mala gana; todavía quedaba el asunto de Couladin luciendo también los dragones, y sin duda preferían que fuera uno de los suyos. El semblante de Sevanna había recuperado la firmeza; llevara quien llevara las verdaderas marcas, era evidente a quién respaldaba ella.

La confianza en sí mismo de Couladin no flaqueó un solo momento; miró con claro desprecio a Rand. Era la primera vez que lo miraba.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que se pronunció por primera vez la Profecía de Rhuidean? —Al parecer, todavía pensaba que era necesario gritar—. ¿Quién sabe cuánto han cambiado las palabras? Mi madre fue Far Dareis Mai antes de renunciar a la lanza. ¿Hasta dónde ha cambiado el resto? ¿O ha sido cambiado a propósito? Se dice que hubo un tiempo en que servimos a las Aes Sedai. ¡Pues yo digo que su intención es volver a dominarnos como esclavos! ¡Este extranjero fue elegido porque se parece a nosotros! ¡No es de nuestro linaje! ¡Vino con las Aes Sedai, que lo conducían por una correa! ¡Y las Sabias les dieron la bienvenida como si fueran hermanas primeras! Todos habéis oído decir que las Sabias pueden hacer cosas increíbles. ¡Las caminantes de sueños utilizaron el Poder Único para alejarme de este extranjero! ¡Usaron el Poder Único como se dice que lo hacen las Aes Sedai! ¡Las Aes Sedai han traído a este extranjero aquí para dominarnos valiéndose de un impostor! ¡Y las caminantes de sueños las han ayudado!

—¡Esto es una locura! —Rhuarc se adelantó y llegó junto a Rand, desde donde contempló a la todavía silenciosa asamblea—. Couladin nunca entró en Rhuidean. Oí que las Sabias lo rechazaban. Rand al’Thor sí entró. Yo lo vi partir de Chaendaer y lo vi regresar, marcado como podéis comprobar.

—¿Y por qué me rechazaron? —bramó Couladin—. ¡Porque las Aes Sedai les dijeron que lo hicieran! ¡Rhuarc no os ha dicho que una de las Aes Sedai bajó de Chaendaer con este extranjero! ¡Así es como regresó con los dragones! ¡Merced a la brujería Aes Sedai! ¡Mi hermano Muradin murió al pie de Chaendaer, asesinado por este extranjero y por la Aes Sedai Moraine, y las Sabias, obedeciendo a las Aes Sedai, los dejaron en libertad, sin recibir castigo alguno! ¡Cuando cayó la noche, entré en Rhuidean! ¡No me mostré como quien soy hasta ahora porque éste es el lugar adecuado para que el Car’a’carn se muestre! ¡Yo soy el Car’a’carn!

Mentiras arregladas con los retazos justos de verdad. El hombre era la viva imagen de la seguridad victoriosa, convencido de que tenía respuesta para todo.

—¿Dices que entraste en Rhuidean sin permiso de las Sabias? —inquirió Han con gesto severo.

El alto Bael tenía la misma expresión desaprobadora, cruzado de brazos; Erim y Jheran no les andaban a la zaga. Al menos, los jefes de clan todavía vacilaban. Sevanna aferró su cuchillo del cinturón y asestó una mirada furibunda a Han, como si quisiera hundirle la hoja en la espalda. Empero, también Couladin tenía respuesta a esto:

—¡Sí, sin su permiso! ¡El que Viene con el Alba trae cambios! ¡Es lo que dice la profecía! ¡Las costumbres inútiles deben cambiar, y así lo haré! ¿Acaso no he llegado aquí al alba?

Los jefes de clan estaban vacilando, a punto de inclinar la balanza a favor del Shaido; igual que el resto de los miles de Aiel que observaban, todos ellos de pie ahora, callados, esperando. Si Rand no los convencía, seguramente jamás saldría vivo de Alcair Dal. Mat señaló otra vez la silla de Jeade’en, pero su amigo ni siquiera se molestó en sacudir la cabeza. Había una cuestión que debía tener en cuenta, algo más importante que salir de allí con vida: necesitaba a esta gente, necesitaba su lealtad. Tenía que contar con personas que lo siguieran porque creían en él, no para utilizarlo ni por lo que pudiera darles. Era preciso.

—Rhuidean —dijo. La palabra pareció llenar el cañón—. Afirmas que entraste en Rhuidean, Couladin. ¿Qué viste allí?

—Todos saben que Rhuidean es algo de lo que no debe hablarse —replicó.

—Podemos hacer un aparte —intervino Erim—, y hablar en privado para que así puedas decirnos…

—No hablaré de ello con nadie —lo cortó el Shaido, rojo por la ira—. Rhuidean es un lugar sagrado y sagrado fue lo que vi. ¡Yo soy sagrado! —Volvió a levantar los brazos con los dragones—. ¡Esto me hace sagrado!

—Yo caminé entre columnas de cristal que se alzan junto a Avendesora. —Rand habló en voz queda, pero sus palabras llegaron a todos los rincones—. Vi la historia de los Aiel a través de los ojos de mis antepasados. ¿Qué viste tú, Couladin? Yo no tengo miedo a hablar. ¿Y tú?

El Shaido temblaba de rabia; su tez estaba casi tan colorada como su cabello. Bael y Erim intercambiaron una mirada incierta, y otro tanto hicieron Jheran y Han.

—Tenemos que retirarnos para discutir esto —murmuró Han.

Couladin no pareció advertir que había perdido la ventaja que tenía con los cuatro jefes, pero Sevanna sí que se dio cuenta.

—Rhuarc le ha contado esas cosas —escupió—. ¡Una de las esposas de Rhuarc es una caminante de sueños, una de las que ayudaron a las Aes Sedai! ¡Rhuarc se lo ha contado!

—Rhuarc jamás haría algo así —replicó con aspereza Han—. Es un jefe de clan y un hombre de honor. ¡No hables de lo que no sabes, Sevanna!

—¡Yo no tengo miedo! —gritó Couladin—. ¡Ningún hombre podrá decir que tengo miedo! ¡También yo vi con los ojos de mis antepasados! ¡Vi nuestra llegada a la Tierra de los Tres Pliegues! ¡Vi nuestra gloria! ¡La gloria que recuperaré para nuestro pueblo!

—Vi la Era de Leyenda —anunció Rand—, y el principio del viaje de los Aiel a la Tierra de los Tres Pliegues. —Rhuarc lo cogió del brazo, pero él se zafó con un tirón. Este momento estaba predestinado desde la primera vez que los Aiel se habían reunido delante de Rhuidean—. Vi a los Aiel cuando se los llamaba los Da’shain Aiel y seguían la Filosofía de la Hoja.

—¡No! —El clamor se alzó en el cañón por doquier como un trueno—. ¡No! ¡No! —Repetido por millares de gargantas. Las lanzas se agitaban en el aire y las puntas reflejaban la luz del sol. Incluso algunos de los jefes de los septiares Taardad gritaban. Adelin tenía los ojos alzados hacia Rand y lo miraba fijamente, conmocionada. Mat le gritaba a su amigo algo que se perdió en el pandemónium, y señalaba frenéticamente la silla de Jeade’en.

—¡Embustero! —La configuración del cañón propagó el bramido de Couladin, una mezcla de cólera y triunfo, por encima de los gritos de la multitud. Sacudiendo frenéticamente la cabeza, Sevanna alargó las manos hacia él. A estas alturas debía de sospechar, al menos, que él era el impostor, pero si conseguía que se callara todavía podían alzarse con la victoria. Como esperaba Rand que ocurriera, Couladin la apartó de un empellón. El hombre sabía que Rand había estado en Rhuidean, y conocía la falsedad de su propia historia, pero esto era inconcebible para el Aiel—. ¡Ha demostrado que es un impostor! ¡Sus propias palabras lo han traicionado! ¡Siempre hemos sido guerreros! ¡Siempre! ¡Desde el principio de los tiempos!

El clamor aumentó y las lanzas se agitaron, pero Bael y Erim, Jheran y Han permanecían sumidos en un pétreo silencio. Ahora lo sabían. Sin percatarse de sus miradas, Couladin agitó los brazos marcados con dragones hacia la asamblea de los Aiel, exultante, embriagado por la adulación.

—¿Por qué? —preguntó quedamente Rhuarc, que seguía al lado de Rand—. ¿No entendiste por qué no hablamos de Rhuidean? Afrontar que en un tiempo fuimos tan diferentes de todo lo que creemos, que fuimos igual que los despreciados Errantes a los que vosotros llamáis Tuatha’an… Rhuidean mata a aquellos que son incapaces de asumirlo. Sólo uno de cada tres hombres que entran en Rhuidean sale con vida. Y ahora lo has dicho en voz alta, para que todos lo oigan. Ya no se parará aquí, Rand al’Thor. Se propagará. ¿Cuántos serán lo bastante fuertes para soportarlo?

«Os llevará de regreso y os destruirá».

—Traigo el cambio conmigo —dijo tristemente Rand—. Nada de paz, sino tumulto. —«La destrucción me sigue por dondequiera que vaya. ¿Habrá algún lugar que no desbarate a mi paso?»—. Lo que haya de ser, será, Rhuarc. No puedo cambiarlo.

—Lo que ha de ser, será —musitó al cabo de un momento el Aiel.

Couladin seguía caminando de un lado a otro de la cornisa, arengando a los Aiel sobre gloria y conquistas, inadvertido de los ojos de los jefes de clan, clavados en su espalda. Sevanna no miraba a Couladin; sus ojos, verde pálido, estaban prendidos en los jefes de clan, tenía los labios tensos, en un gruñido mudo, y su pecho subía y bajaba por la alterada respiración. Tenía que saber lo que significaba que los jefes contemplaran fijamente y en silencio al Shaido.

—Rand al’Thor —pronunció Bael en voz alta, y el nombre se abrió paso como un cuchillo entre los gritos de Couladin y cortó el clamor de la multitud como una afilada hoja. Hizo un alto para aclararse la garganta mientras movía la cabeza como si buscara una salida a todo esto. Couladin se volvió, cruzado de brazos en una actitud de confianza en sí mismo, sin duda esperando una sentencia de muerte para el extranjero de las tierras húmedas. El alto jefe de clan inhaló profundamente—. Rand al’Thor es el Car’a’carn. Rand al’Thor es El que Viene con el Alba.

Los ojos de Couladin se desorbitaron con incredulidad y furia.

—Rand al’Thor es El que Viene con el Alba —anunció Han, cuyo rostro curtido mostraba igualmente renuencia.

—Rand al’Thor es El que Viene con el Alba. —Esa vez fue Jheran quien hizo la manifestación, sombrío.

—Rand al’Thor es El que Viene con el Alba —pronunció a continuación Erim.

—Rand al’Thor —dijo Rhuarc— es El que Viene con el Alba. —En un tono tan bajo que ni siquiera la configuración del cañón transmitió sus palabras más allá de la cornisa, añadió—: Y que la Luz se apiade de nosotros.

Durante un instante que pareció alargarse infinitamente, el silencio continuó. Entonces Couladin saltó de la cornisa gruñendo como una fiera, cogió una lanza de uno de sus Seia Doon, y la arrojó directamente contra Rand. Empero, mientras él bajaba, Adelin subió de un salto; la punta de la lanza atravesó la piel de toro de la adarga extendida de la Aiel, haciéndola girar sobre sí por el impacto.

El caos estalló por doquier en el cañón, hombres gritando y empujando. Las otras Doncellas Jindo saltaron al lado de Adelin y formaron un escudo delante de Rand. Sevanna se había bajado del saliente para gritarle algo a Couladin con tono urgente, agarrándolo del brazo mientras él intentaba conducir a sus Shaido Ojos Negros contra las Doncellas que se interponían entre Rand y él. Heirn y una docena más de jefes de septiares Taardad se unieron a Adelin, prestas las lanzas, pero otros chillaban a voz en grito. Mat se encaramó a la cornisa, con la lanza de mango negro y hoja con cuervos grabados aferrada en ambas manos a la par que bramaba lo que debían de ser maldiciones en la Antigua Lengua. Rhuarc y los otros jefes de clan levantaron las voces en un vano intento de restaurar el orden. El cañón hervía como un caldero. Rand vio velos levantados. Una lanza centelleó al arremeter. Y otra más. Tenía que detener esto.

Buscó el contacto con el saidin y el Poder Único fluyó dentro de él hasta que creyó que iba a estallar si es que antes no ardía; la infecta ponzoña se propagó por todo su cuerpo y pareció que lo helaba hasta la médula de los huesos. La idea flotó fuera del vacío, envuelta en el frío. Agua. Precisamente aquí, donde tanto escaseaba, de la que los Aiel siempre hablaban. Incluso en este ambiente tan seco había algo de humedad. Encauzó, sin saber realmente lo que estaba haciendo, tanteando a ciegas.

El seco estampido de un trueco retumbó sobre Alcair Dal, y el viento sopló de todas direcciones, aullando a través de los bordes del cañón, sofocando los gritos de los Aiel. Las ráfagas de aire trajeron consigo más y más partículas de agua minúsculas, acumulándolas, hasta que ocurrió algo que ningún hombre había visto jamás. Una fina llovizna empezó a caer. El vendaval, en lo alto, aullaba y se arremolinaba. Los relámpagos restallaban en el cielo. Y la lluvia se hizo más y más intensa hasta convertirse en una tromba de agua que azotaba la cornisa, pegándole el cabello al cráneo y la camisa a la espalda, emborronando todo lo que había a más de cincuenta pasos.

De repente, la lluvia dejó de caer sobre él; una cúpula invisible se expandió a su alrededor, empujando hacia fuera a Mat y a los Taardad. A través del agua que corría a mares por los laterales alcanzó a distinguir borrosamente a Adelin, que aporreaba la barrera imperceptible, tratando de abrirse paso hasta él.

—¡Eres un grandísimo necio que por jugar con otros necios has echado a rodar todos mis planes y mis esfuerzos!

El agua le resbalaba por la cara cuando se volvió para mirar de frente a Lanfear. El vestido blanco, ceñido con el cinturón de plata, estaba completamente seco, y en las negras ondas de su cabello no se veía una sola gota entre las estrellas y las medias lunas plateadas. Aquellos grandes ojos negros lo contemplaban con furia, y la rabia crispaba su hermoso semblante.

—No esperaba que te mostraras todavía —dijo él quedamente. El Poder lo llenaba todavía; cabalgaba sobre los violentos torrentes, aferrándose con una desesperación que su voz no traslucía. Ya no hizo falta que absorbiera para que entrara en él; sólo tuvo que dejar que penetrara hasta que sintió que sus huesos se quebrarían, deshaciéndose en cenizas. Ignoraba si la mujer podía aislarlo mientras el saidin rugía dentro de sí, pero dejó que lo hinchiera para prevenir tal posibilidad—. Sé que no estás sola. ¿Dónde está él?

Los hermosos labios de Lanfear se apretaron.

—Sabía que acabaría delatándose al aparecer en tu sueño. Me habría sido posible arreglar las cosas si su pánico no…

—Lo supe desde el principio —la interrumpió—. Lo esperaba desde el día que partí de la Ciudadela de Tear. Aquí fuera, donde cualquiera podía ver que estaba centrado en Rhuidean y en los Aiel. ¿Acaso creíste que no iba a esperar que alguno de vosotros viniera tras de mí? Pero la trampa es mía, Lanfear, no vuestra. ¿Dónde está él? —Las últimas palabras sonaron como un frío grito. Las emociones bordeaban de manera incontrolable el vacío que lo envolvía, ese vacío que no era tal, esa vacuidad rebosante de Poder.

—Si lo sabías —espetó la mujer—, ¿por qué lo espantaste con tu charla de cumplir tu destino o de hacer «lo que debías hacer»? —El desprecio otorgaba a sus palabras la dureza de la piedra—. Traje a Asmodean para que te enseñara, pero siempre fue de los que pasan de un plan a otro si el primero resulta difícil. Ahora cree que ha encontrado algo mejor para sí mismo en Rhuidean. Y se ha marchado para cogerlo mientras tú sigues aquí. Couladin, los Draghkar, todo era para mantener ocupada tu atención mientras él se aseguraba. ¡Todos mis planes convertidos en humo sólo por tu testarudez! ¿Tienes idea de lo difícil que será volver a convencerlo? Y tiene que ser él. ¡Demandred o Rahvin o Sammael te matarían antes que enseñarte a levantar una mano, a menos que te tuvieran dominado como un perro sumiso!

Rhuidean. Sí. Por supuesto. Rhuidean. ¿A cuántas semanas al sur? Empero, él había hecho algo una vez. Si pudiera recordar cómo…

—¿Y lo dejaste ir? ¿Después de tanta palabrería sobre ayudarme?

—Abiertamente, no, fue lo que dije. ¿Qué podría encontrar en Rhuidean que me mereciera la pena revelar mis propósitos? Cuando aceptes colaborar conmigo, habrá tiempo de sobra. Recuerda lo que te dije, Lews Therin. —Su voz adoptó un timbre seductor; aquellos labios llenos se curvaron, y los oscuros ojos intentaron arrastrarlo a unos negros estanques sin fondo—. Dos grandiosos sa’angreal. Con ellos, juntos los dos, podemos desafiar… —Esta vez se interrumpió ella misma.

Rand había recordado. Con el Poder dobló la realidad, plegó un pequeño fragmento de lo que era. Una puerta se abrió dentro de la cúpula, delante de él. Era la única manera de describirlo. Una abertura a la oscuridad, hacia otro lugar.

—Por lo que veo, recuerdas unas cuantas cosas. —La mujer observó el umbral y su mirada, repentinamente desconfiada, se volvió de nuevo hacia él—. ¿Por qué estás tan nervioso? ¿Qué hay en Rhuidean?

—Asmodean —dijo, sombrío. Vaciló un instante. No vislumbraba nada a través de la cúpula empapada. ¿Qué estaría pasando ahí fuera? Y Lanfear. Si pudiera recordar cómo había aislado a Egwene y a Elayne. «Si pudiera obligarme a matar a una mujer que sólo me está mirando con el ceño fruncido. ¡Es una de las Renegadas!» Aquí fue tan incapaz de hacerlo como lo había sido en la Ciudadela.

Cruzando el umbral, la dejó en la cornisa y cerró tras de sí. Sin duda ella sabía cómo hacer otro acceso, pero el proceso la entretendría.

Загрузка...