Fruncido el entrecejo, Rand miró en derredor. Unos dos kilómetros al frente se levantaba un apiñado grupo de riscos altos y escarpados, o tal vez era un único peñón desgajado por las fisuras. A la izquierda, el paisaje se extendía en parches de hierba dura y plantas con púas y sin hojas, arbustos espinosos y árboles bajos dispersos, a través de áridas colinas y hondonadas quebradas, pasando inmensas columnas pétreas hacia las dentadas montañas en lontananza. A la derecha, el panorama era igual, salvo por que el suelo arcilloso, amarillento y agrietado, era más llano y las montañas se encontraban más próximas. Habría podido pasar por cualquier otra zona del Yermo que Rand había visto desde que dejaron atrás Chaendaer.
—¿Dónde? —preguntó.
Rhuarc miró a Aviendha, que contemplaba a Rand como si hubiera perdido el juicio.
—Ven. Dejemos que sean tus propios ojos los que te descubran Peñas Frías. —Bajándose el shoufa sobre los hombros, el jefe de clan se dio media vuelta y se encaminó a largos pasos, con la cabeza descubierta, hacia el desgarrado muro rocoso que había al frente.
Los Shaido se habían detenido ya y se movían de aquí para allí empezando a instalar las tiendas. Heirn y los Jindo fueron en pos de Rhuarc al trote, con sus mulas de carga, descubriéndose las cabezas y lanzando gritos ininteligibles, en tanto que las Doncellas que escoltaban la caravana de buhoneros apremiaban a voces a los carreteros para que avanzaran más deprisa y siguieran a los Jindo. Una de las Sabias se remangó la falda hasta las rodillas y corrió para reunirse con Rhuarc —a Rand le pareció que era Amys, por el blanco cabello; Bair no habría podido moverse con tanta agilidad—, pero el resto del grupo de Sabias mantuvo el mismo paso. Durante un breve instante dio la impresión de que Moraine iba a adelantarse también, hacia Rand; después vaciló mientras discutía con otra de las Sabias. Finalmente, la Aes Sedai, que todavía llevaba la cabeza cubierta con el chal, tiró de las riendas de su yegua y la hizo retroceder hasta ponerla a la misma altura que la montura gris de Egwene y el negro semental de Lan, delante de los gai’shain, que tiraban de las bestias de carga. Sin embargo, el grupo se encaminaba hacia la misma dirección que Rhuarc y los otros.
Rand se inclinó para tender la mano a Aviendha y subirla al caballo. Cuando la joven Aiel negó con la cabeza, arguyó:
—Si van a seguir haciendo tanto ruido, no podré oírte estando ahí abajo. ¿Y si cometo un estúpido error propio de un cabeza hueca en caso de que no escuche tus consejos?
Mascullando entre dientes, Aviendha lanzó una rápida ojeada a las Doncellas que flanqueaban la caravana de buhoneros; después suspiró y agarró la mano de Rand. El joven la alzó en vilo, haciendo caso omiso de su indignado chillido, y la subió a la grupa de Jeade’en, detrás de la silla. Cada vez que había intentado montar por sí misma, Aviendha había estado a punto de derribarlo. Le dio unos segundos para que se acomodara las pesadas faldas, aunque el borde le quedaba por encima de las suaves botas, altas hasta las rodillas, y después taconeó al rodado para ponerlo a medio galope. Era la primera vez que Aviendha cabalgaba a más velocidad que al paso, y le ciñó los brazos a la cintura para agarrarse.
—Si me haces quedar como una necia delante de mis hermanas, hombre de las tierras húmedas… —gruñó, amenazadora, contra su espalda.
—¿Por qué van a pensar que eres necia? He visto a Bair, Amys y las otras montar a veces detrás de Moraine o de Egwene para hablar.
—Tú aceptas los cambios más fácilmente que yo, Rand al’Thor —adujo al cabo de un momento, y el joven no supo qué conclusión sacar de su comentario.
Cuando tuvo a Jeade’en a la altura de Rhuarc, Heirn y Amys, un poco más adelante que los aulladores Jindo, lo sorprendió ver a Couladin corriendo junto a ellos, también con el rojo cabello descubierto. Aviendha tiró del shoufa de Rand para bajárselo sobre los hombros.
—Tienes que entrar a un dominio con la cara descubierta, a la vista. Ya te lo dije. Y hacer ruido. Nos han divisado hace mucho rato y sabrán quiénes somos, pero es la costumbre, el modo de demostrar que uno no intenta apoderarse del dominio por sorpresa.
Él asintió, pero guardó silencio. Ni Rhuarc ni ninguno de los tres que iban con él gritaban, y tampoco Aviendha. Además, los Jindo hacían ruido de sobra para que se escuchara en kilómetros a la redonda.
La cabeza de Couladin se giró hacia él. El desprecio asomó fugaz a su atezado rostro. Y algo más. Rand podía esperar odio y desdén, pero ¿regocijo? ¿Qué era lo que le resultaba divertido?
—Estúpido Shaido —rezongó Aviendha a su espalda. Quizá tenía razón; a lo mejor el regodeo era por verla montada a caballo. Pero Rand no creía que fuera ése el motivo.
Mat se acercó galopando, dejando tras de sí una nube de polvo amarillo, con el sombrero bien calado y la pica derecha, apoyada sobre el estribo como una lanza.
—¿Qué lugar es éste, Rand? —preguntó en voz alta para hacerse oír sobre los gritos—. Lo único que dijeron esas mujeres fue que nos moviéramos más deprisa. —Rand le respondió, y el joven frunció el entrecejo mientras miraba la rocosa cara del peñón—. Teniendo víveres se podría defender este dominio durante años, supongo, pero no tiene punto de comparación con la Ciudadela o Tora Harad.
—¿Tora qué? —preguntó Rand.
Mat subió y bajó los hombros antes de responder:
—Nada, sólo es algo que oí una vez. —Se puso de pie sobre los estribos para mirar hacia atrás, por encima de las cabezas de los Jindo, a la caravana de buhoneros—. Al menos siguen con nosotros. Me preguntó cuánto tiempo se quedarán para comerciar y cuándo partirán.
—No antes de Alcair Dal. Rhuarc dice que es una especie de feria en la que se reúnen los jefes de clan, aunque sólo sean dos o tres. Viniendo los doce, no creo que Kadere y Keille quieran perdérselo.
A Mat no pareció gustarle la noticia.
Rhuarc dirigía la marcha encaminándose directamente hacia la fisura más ancha de la escarpada pared de piedra, unos diez o doce pasos de abertura en la parte más ancha; era un angosto paso, sombrío a causa de la gran altura de los verticales murallones laterales, que se internaba más y más, oscuro e incluso fresco, serpenteando bajo la estrecha franja de cielo. Resultaba extraño encontrarse en un espacio con tanta sombra. Los gritos de los Aiel sonaron con mayor intensidad al amplificarse con la reverberación en los murallones pardos; cuando de repente cesaron, el silencio, roto sólo por el trapaleo de los cascos de las mulas y los chirridos de las ruedas de los carromatos, resultó ensordecedor.
Rodearon otro recodo, y la fisura se abrió bruscamente a un ancho cañón, largo y casi recto. Por doquier se alzó el clamor de agudos ululatos emitidos por cientos de mujeres. Una gran muchedumbre se alineaba en el camino, mujeres con amplias faldas y chales envueltos a la cabeza, y hombres con chaquetas y calzones pardos, el cadin’sor, y también Doncellas Lanceras agitando los brazos a modo de bienvenida, golpeando ollas o cualquier cosa que hiciera ruido.
Rand estaba boquiabierto y no sólo por el pandemónium. Las paredes del cañón eran verdes, en estrechas terrazas que trepaban hasta casi la mitad de los murallones. Luego se dio cuenta de que no todas eran terrazas realmente. Casas pequeñas, de techos planos, hechas con piedra o con arcilla amarilla, parecían amontonarse prácticamente unas sobre otras en apretados agrupamientos entre los que serpenteaban veredas, y cada techo era un vergel de judías, calabazas, pimientos, melones y otras plantas que le eran desconocidas. Por todos lados corrían gallinas de plumaje más rojo que las que el joven conocía, así como una rara especie de ave de corral, con las plumas salpicadas de puntos grises. Los niños, en su mayoría vestidos como los adultos, y los gai’shain con sus ropajes blancos se movían entre las hileras de plantas acarreando grandes cántaros de barro con los que regaban algunos planteles. Siempre le habían dicho que los Aiel no tenían ciudades, pero sin duda esto podía considerarse al menos una villa de gran tamaño, aunque era la más chocante que había visto en su vida. El estrépito era tal que renunció a hacer las muchas preguntas que se le venían a la cabeza, como por ejemplo qué eran aquellas frutas redondas, demasiado rojas y brillantes para confundirlas con manzanas, que crecían en unas matas bajas de hojas verde pálido; o aquellos rectos tallos de hojas anchas y jalonados por largos y gruesos brotes rematados con penachos amarillos. Había sido granjero muchos años para que no le llamaran la atención estas cosas.
Rhuarc y Heirn aminoraron la marcha, al igual que Couladin, aunque sólo a un paso vivo y metieron las lanzas en el correaje que sujetaba el estuche del arco a la espalda. Amys se adelantó corriendo, riendo como una chiquilla, mientras los hombres continuaban a una marcha regular a través del cañón y entre la multitud apiñada a ambos lados, acompañados por los agudos gritos de las mujeres del dominio que vibraban en el aire y que casi apagaban el estrépito de las ollas golpeando entre sí. Rand los siguió, como Aviendha le había dicho que hiciera. Mat parecía a punto de darse media vuelta y salir de allí a galope.
Al otro extremo del cañón, la pared se inclinaba hacia adentro, creando una profunda y oscura depresión. Según Aviendha, el sol nunca llegaba a la parte trasera, y las rocas de esa zona, siempre frescas, le daban nombre al dominio. Delante de las sombras, Amys estaba con otra mujer en lo alto de un ancho peñasco gris cuya parte superior alisada servía como plataforma.
La otra mujer era esbelta a pesar de las amplias faldas y llevaba sujeto con un pañuelo el cabello rubio, con algunas hebras blancas en las sienes, que le caía en ondas hasta más abajo de la cintura. Parecía mayor que Amys, aunque sin duda era mucho más hermosa; unas cuantas arrugas finas se marcaban en las comisuras de sus grises ojos. Iba vestida igual que Amys, con un sencillo chal marrón sobre los hombros, y sus collares y brazaletes de oro y marfil tallado no eran más valiosos ni mejores, pero se trataba de Lian, la señora del techo del dominio Peñas Frías.
Los agudos ululatos se fueron apagando hasta cesar por completo cuando Rhuarc se detuvo delante del peñasco, un paso más adelante que Heirn y que Couladin.
—Pido permiso para entrar en tu dominio, señora del techo —anunció en un tono alto y audible a todos.
—Lo tienes, jefe de clan —respondió ceremoniosamente la mujer rubia en un tono igualmente alto. Sonriendo, añadió con una voz mucho más cálida—: Siempre lo tienes, sombra de mi corazón.
—Te doy las gracias, señora del techo de mi corazón. —Tampoco aquello sonaba muy ceremonioso.
—Señora —dijo Heirn mientras se adelantaba—, te pido permiso para alojarme bajo tu techo.
—Lo tienes, Heirn —respondió Lian al fornido hombre—. Bajo mi techo hay agua y sombra para ti. El septiar Jindo siempre es bienvenido aquí.
—Te doy las gracias, señora del techo. —Heirn palmeó a Rhuarc en el hombro y se marchó para reunirse con los suyos. Al parecer, el ceremonial Aiel era breve y directo al grano.
Pavoneándose, Couladin se adelantó.
—Pido permiso para entrar en tu dominio, señora del techo.
Lian parpadeó y lo miró ceñuda. Un murmullo se alzó detrás de Rand, un runrún atónito que salió de centenares de gargantas. El aire se cargó repentinamente de peligro. Mat lo percibió, indudablemente, ya que toqueteó su lanza y se giró ligeramente para ver qué hacia la masa de Aiel.
—¿Qué ocurre? —inquirió Rand en voz baja, por encima del hombro—. ¿Por qué no responde nada la mujer?
—Couladin ha hecho la petición como si fuera un jefe de clan —cuchicheó Aviendha con incredulidad—. Ese hombre es un necio. ¡Debe de estar loco! Si ella lo rechaza, habrá problemas con los Shaido, y tal vez lo haga, por su actitud insultante. No será un conflicto de sangre, ya que no es su jefe de clan por muchos aires que se dé, pero sí habrá problemas. —Entonces, de repente, el tono de su voz se endureció—. No has escuchado nada de lo que te he explicado, ¿verdad? ¡No has prestado atención! Ella podría haber negado el permiso incluso a Rhuarc, y él tendría que haberse marchado. Ello habría significado la ruptura del clan, pero está en su derecho de hacerlo. Hasta puede negárselo a El que Viene con el Alba, Rand al’Thor. ¡Entre nuestro pueblo, las mujeres tienen poder, no como vuestras mujeres de las tierras húmedas, que han de ser reinas o nobles o bailar para un hombre si quieren comer!
Rand sacudió levemente la cabeza. Cada vez que estaba a punto de reprocharse lo poco que había aprendido sobre las costumbres Aiel, Aviendha decía algo que evidenciaba cuán poco sabía ella sobre cualquier otro pueblo que no fuera el suyo.
—Me gustaría presentarte algún día al Círculo de Mujeres de Campo de Emond. Será… interesante oírte explicarles lo poco poderosas que son. —La sintió rebullir contra su espalda para ver su rostro, de modo que puso gran cuidado en mantener una expresión apacible—. Tal vez también te expliquen ellas unas cuantas cosas.
—Tienes mi permiso —empezó Lian, y Couladin se hinchó como un pavo real— para alojarte bajo mi techo. Se te buscará un lugar con sombra y agua.
Cientos de bocas soltaron exclamaciones ahogadas que, en conjunto, levantaron un sonoro respingo generalizado. El hombre de cabello rojo se estremeció como si lo hubiera golpeado, con el rostro congestionado por la rabia. Pareció no saber cómo reaccionar. Adelantó un paso, desafiante, con los ojos prendidos en Lian y en Amys y los brazos cruzados, como para mantener las manos lejos de las lanzas. Después giró sobre sus talones y se encaminó a grandes zancadas hacia la multitud, lanzando miradas furibundas a uno y otro lado, como retando a que alguien pronunciara una palabra. Finalmente se detuvo casi en el mismo punto de donde había salido y observó de hito en hito a Rand. Sus azules ojos semejaban brasas ardientes.
—Como si fuera alguien sin familia ni amigos —susurró Aviendha—. Lo ha acogido como a un mendigo. El peor insulto que podía hacerle, pero personal, sin agraviar en lo más mínimo a los Shaido. —De pronto, inopinadamente, le asestó un puñetazo tan fuerte en las costillas que Rand soltó un gruñido—. Muévete, hombre de las tierras húmedas. ¡Haz honor a los conocimientos que he puesto en tus manos y actúa en consecuencia, porque todos saben que he sido yo quien te ha estado instruyendo! ¡Muévete!
Pasando una pierna por encima del cuello de Jeade’en, Rand desmontó y se dirigió hacia donde estaba Rhuarc. «No soy Aiel. Y no los entiendo ni puedo permitirme el lujo de tomarles aprecio. No puedo».
Ninguno de los hombres lo había hecho, pero él se inclinó ante Lian porque así era como lo habían educado.
—Señora del techo, te pido permiso para alojarme bajo tu techo.
Oyó que Aviendha daba un respingo. Se suponía que tendría que haber dicho la otra frase, el mismo formulismo utilizado por Rhuarc. El jefe de clan estrechó los ojos, preocupado, sin apartar la vista de su esposa. Por su parte, Couladin esbozó una mueca despectiva. Los suaves murmullos de la multitud sonaban desconcertados.
La señora del techo contempló fijamente a Rand, con más intensidad incluso que anteriormente a Couladin, recorriendo con la mirada su figura, desde el cabello hasta las botas y a la inversa, deteniéndose en el shoufa echado sobre los hombros de una roja chaqueta que jamás habría llevado puesta un Aiel. Lanzó una mirada interrogante a Amys, que asintió.
—Semejante modestia es meritoria en un hombre —dijo lentamente Lian—. Los varones rara vez poseen esa virtud. —Extendiendo la amplia y oscura falda, hizo una torpe reverencia, ya que no era costumbre entre las mujeres Aiel, pero reverencia al fin y al cabo, en respuesta a la de él—. El Car’a’carn tiene permiso para entrar en mi dominio. Para el jefe de jefes siempre hay agua y sombra en Peñas Frías.
Se alzó de nuevo el clamor de los ululatos lanzados por las mujeres reunidas entre la multitud, pero Rand ignoraba si era por él o por la ceremonia. Couladin le asestó una larga e intensa mirada de implacable odio antes de darse media vuelta y echar a andar hacia la multitud, empujando rudamente a Aviendha al pasar junto a la joven cuando ésta desmontaba torpemente del semental rodado; enseguida se perdió entre el gentío, que empezaba a dispersarse.
Mat se detuvo a mitad de bajar de su caballo para seguir al hombre con la mirada.
—No le des la espalda a ese tipo, Rand —advirtió quedamente—. Lo digo en serio.
—Todo el mundo me aconseja lo mismo —repuso Rand. Los buhoneros ya se preparaban para iniciar los tratos en el centro del cañón y a la entrada. Moraine y el resto de las Sabias se aproximaban recibidas por unos cuantos ululatos y el golpeteo de ollas, pero la acogida distaba mucho de igualar a la ofrecida a Rhuarc—. No es él por quien debo preocuparme. —Los peligros que lo acechaban no venían de los Aiel. «Moraine a un lado y Lanfear al otro. ¿Qué peligro mayor puede haber para mí?» Era tan absurdo que casi le daba risa.
Amys y Lian habían bajado del peñasco y, para sorpresa de Rand, Rhuarc rodeó con uno y otro brazo los talles de las dos mujeres. Ambas eran altas, como parecían ser casi todas las Aiel, pero ninguna de ellas sobrepasaba el hombro del jefe de clan.
—Ya conoces a mi esposa Amys —le dijo a Rand—. Ahora te presento a mi esposa Lian.
Rand se dio cuenta de que se había quedado boquiabierto y cerró rápidamente la boca. Después de que Aviendha le dijera que la señora del techo de Peñas Frías era la esposa de Rhuarc y que se llamaba Lian, el joven llegó a la conclusión de que había interpretado mal todo aquel «sombra de mi corazón» y demás lindezas intercambiadas entre el Aiel y Amys. Además, en aquel momento tenía otras cosas en la cabeza. Pero esto…
—¿Las dos? —balbució Mat—. ¡Luz! ¡Dos, nada menos! ¡Que me aspen! ¡O es el tipo más afortunado del mundo o el mayor necio desde su creación!
—Tenía entendido —empezó Rhuarc arrugando la frente— que Aviendha te estaba enseñando nuestras costumbres. Por lo visto se ha dejado fuera unas cuantas cosas.
Inclinándose para mirarla por detrás de su esposo —y el de Amys— Lian enarcó una ceja en un gesto interrogante a la otra mujer.
—Nos pareció la solución ideal que fuera ella la que le informara de cuanto necesitaba saber —adujo la Sabia secamente—. Así él aprendía y al mismo tiempo evitábamos que la muchacha intentara volver con las Doncellas cada vez que le dábamos la espalda. Ahora parece que habré de sostener una charla con ella en un sitio tranquilo. Sin duda le ha estado enseñando el lenguaje de señas de las Doncellas o cómo ordeñar a un gara.
Aviendha se ruborizó violentamente y sacudió la cabeza con irritación; su cabello, rojizo oscuro, le había crecido hasta las orejas, lo suficiente para mecerse como unos flecos por debajo del pañuelo ceñido a la frente.
—Había temas de los que hablar más importantes que de matrimonios. De todas formas, no presta atención.
—Ha sido una buena maestra —se apresuró a intervenir Rand—. He aprendido mucho sobre vuestras costumbres y de la Tierra de los Tres Pliegues gracias a ella. —¿Lenguaje de señas?—. Cualquier error que cometa es culpa mía, no suya. —¿Cómo se ordeña a un lagarto venenoso de más de medio metro de largo?—. Ha sido una buena maestra, repito, y me gustaría que siguiera siéndolo, si no hay inconveniente ni va contra ninguna norma. —«¡En nombre de la Luz! ¿Por qué he dicho eso?» La joven era bastante agradable a veces, cuando se olvidaba de sí misma, pero el resto del tiempo era como tener un abrojo debajo de la camisa. Sin embargo, al menos así sabría a quién habían puesto las Sabias para tenerlo vigilado mientras permaneciera aquí.
Amys lo observó fijamente con aquellos ojos azul claro tan penetrantes como los de una Aes Sedai. Claro que ella podía encauzar; su rostro parecía simplemente más joven de lo que correspondería a su edad, no intemporal, pero por lo demás podía ser tan Aes Sedai como cualquier mujer de la Torre Blanca.
—A mí me parece un buen arreglo —dijo.
Aviendha abrió la boca, encrespada de rabia, pero la volvió a cerrar, hoscamente, cuando la Sabia volvió hacia ella aquella mirada impasible. Seguramente habría pensado que lo de pasar todo el día con él terminaría al llegar a Peñas Frías.
—Debes de estar cansado después del viaje —le dijo Lian a Rand con una expresión maternal en sus grises ojos—. Y también hambriento. Ven. —Su cálida sonrisa incluyó a Mat, que seguía retirado y empezaba a echar ojeadas a los carromatos de los buhoneros—. Venid bajo mi techo.
Tras recoger las alforjas, Rand dejó a Jeade’en al cuidado de una mujer gai’shain, que también se encargó de Puntos. Mat echó un último vistazo a los carromatos antes de echarse al hombro las alforjas y seguirlos.
El techo de Lian, su casa, se encontraba en el nivel más alto del lado oeste, con la escarpada pared del cañón elevándose muchos cientos de pasos por encima. A pesar de ser la morada del jefe de clan y de la señora del techo, desde fuera su aspecto era el de un modesto rectángulo de grandes adobes amarillos, con ventanucos sin cristales que cubrían unos sencillos visillos blancos; tenía un huerto sobre el techo plano y otro delante, en la pequeña terraza separada de la casa por un estrecho camino pavimentado con piedras planas de color gris. Con espacio suficiente para dos habitaciones, quizá. Salvo por el gong de bronce cuadrado que colgaba junto a la puerta, era muy semejante al resto de las estructuras que Rand alcanzaba a ver, y, desde esa posición ventajosa, a sus pies se extendía el valle en toda su extensión. Una casa pequeña y sencilla. Dentro, la cosa cambiaba.
La parte de los adobes era una amplia estancia, solada con baldosas de color marrón rojizo. Pero no era eso todo. Detrás, excavadas en la roca, había más habitaciones de altos techos y sorprendentemente frescas, con anchos vanos en arco y lámparas de plata que desprendían un aroma que recordaba sitios verdes. Rand sólo vio una silla, de respaldo alto y lacada en rojo y dorado, con apariencia de tener muy poco uso; la silla del jefe, la llamó Aviendha. Aparte del mueble, no había apenas madera, salvo unas cuantas cajas y arcones pulidos o lacados, y atriles bajos sobre los que reposaban libros abiertos; el lector tendría que tumbarse en el suelo. Unas alfombras de complejos diseños cubrían los suelos, y otras pequeñas, de brillantes colores, se amontonaban aquí y allí; Rand reconoció algunos diseños de Tear, Cairhien y Andor, incluso de Illian y Tarabon, en tanto que otros le eran desconocidos: anchas franjas irregulares en las que no se repetía un color o cuadrados huecos entrelazados, en tonalidades grises, marrones y negras. En marcado contraste con la monótona monocromía fuera del valle, había una gama de colores fuertes por todas partes: tapices que Rand estaba seguro de que procedían del otro lado de la Columna Vertebral del Mundo —quizá llegados del mismo modo que los de Tear— y cojines de todos los tamaños y tonalidades, a menudo adornados con borlas o con flecos o con ambas cosas, de seda roja o dorada. Aquí y allí, en nichos excavados en las paredes, se exhibía un jarrón de fina porcelana o un cuenco de plata o una talla de marfil, a menudo de extraños animales. Así que éstas eran las «cuevas» de las que los tearianos hablaban con tanto desprecio. Podría haber tenido la exagerada ostentación de Tear —o de los gitanos— pero en cambio tenía un aire digno, refinado y sencillo a la par.
Tras dedicarle una leve mueca a Aviendha para demostrarle que sí había prestado atención, Rand sacó de las alforjas un «regalo de huésped» para Lian, un león de oro exquisitamente labrado. Era parte del botín tomado en Tear y se lo había comprado a un Buscador de Agua Jindo, pero si él era el gobernante de Tear quizá podría interpretarse como un robo a sí mismo. Tras un instante de vacilación, Mat también sacó un regalo, un collar teariano de flores de plata, sin duda de la misma procedencia original y probablemente comprado para Isendre.
—Exquisito —dijo, sonriente, Lian, contemplando el león—. Siempre me ha gustado la orfebrería teariana. Rhuarc me trajo dos piezas hace muchos años. —En un tono apropiado a un ama de casa que recordara ciertas bayas dulces particularmente finas, le dijo a su marido—: Las cogiste de la tienda de un Gran Señor justo antes de que Laman fuera decapitado, ¿no es así? Lástima que no llegaseis a Andor. Siempre he querido tener una pieza de plata andoreña. También el collar es precioso, Mat Cauthon.
Mientras la oía colmar de elogios los regalos, Rand disimuló su impresión. A pesar de sus faldas y sus ojos maternales, era tan Aiel como cualquier Doncella Lancera.
Para cuando Lian terminó, las otras Sabias llegaron con Moraine, Lan y Egwene. La espada del Guardián mereció una única mirada de desaprobación, pero la señora del techo le dio la bienvenida afectuosamente cuando Bair lo llamó Aan’allein. Empero, eso no fue nada con la acogida que dedicó a Egwene y a Moraine.
—Honráis mi techo, Aes Sedai. —El tono de Lian daba a entender que esas palabras no expresaban ni por asomo sus sentimientos; faltó poco para que les hiciera una reverencia—. Se dice que servíamos a las Aes Sedai antes del Desmembramiento del Mundo y que les fallamos, y por ello fuimos enviados aquí, a la Tierra de los Tres Pliegues. Vuestra presencia apunta que quizá nuestro pecado no estuviera más allá del perdón.
Por supuesto. Ella no había entrado en Rhuidean; al parecer, la prohibición de hablar sobre lo que ocurría en Rhuidean con cualquiera que no hubiera estado allí incluía también las confidencias entre esposo y esposa. Y entre hermanas conyugales o comoquiera que se llamara el parentesco que existía entre Amys y Lian.
Moraine intentó dar también un regalo de huésped a Lian, unos pequeños frasquitos de cristal y plata con perfumes traídos desde Arad Doman, pero la señora del techo extendió las manos.
—Vuestra sola presencia es un regalo de huésped de un valor inapreciable, Aes Sedai. Aceptar algo más sería una deshonra para mi techo y para mí. No soportaría la vergüenza. —Parecía hablar completamente en serio y preocupada de que Moraine insistiera en darle el perfume. Toda una revelación de la importancia en relación con el Car’a’carn y una Aes Sedai.
—Como gustéis —dijo Moraine, que volvió a guardar los frasquitos en la bolsa del cinturón. Era la personificación de una gélida serenidad con su vestido de seda azul y la blanca capa, cuya capucha llevaba retirada—. Vuestra Tierra de los Tres Pliegues sin duda verá más Aes Sedai. Nunca habíamos tenido motivo para venir, hasta ahora.
A Amys no pareció gustarle mucho todo aquello, y la pelirroja Melaine miró a Moraine como un gato de verdes ojos que se pregunta si debería hacer algo con un gran perro que se ha colado de rondón en su patio de granja. Bair y Seana intercambiaron miradas de preocupación, pero su reacción fue mucho más comedida que la de las dos que podían encauzar.
Unos gai’shain —hombres y mujeres airosos por igual, con sus ropajes y capuchas blancos y los ojos agachados en una expresión sumisa tan extraña en unos rostros Aiel— cogieron las capas de Moraine y Egwene, trajeron toallas húmedas para las manos y la cara, y pequeñas copas de plata con agua para beberla ceremoniosamente, y por último una comida servida en cuencos de plata y bandejas dignas de un palacio, pero que se comió en cacharros de cerámica vidriada en azul. Todo el mundo comió tendido en el suelo, donde unas baldosas blancas formaban una especie de mesa, con las cabezas juntas y cojines debajo del pecho, formando con sus cuerpos como los radios de una rueda, entre los cuales entraban los gai’shain para dejar más platos.
Mat no paraba de rebullir, moviéndose a uno y otro lado sobre sus cojines, pero Lan se acomodó como si hubiera comido así toda su vida, y Moraine y Egwene casi parecían estar cómodas. Sin duda habían practicado en las tiendas de las Sabias. A Rand le resultó incómodo, pero la comida en sí era lo bastante peculiar para tener ocupada casi toda su atención.
Un estofado de carne de cabra, oscuro, sazonado con especias y acompañado con pimientos troceados era desconocido pero no particularmente extraño, y los guisantes eran guisantes en cualquier parte, igual que la calabaza. No podía decirse lo mismo del pan amarillo, arrugado y áspero; o de las largas judías de un fuerte tono rojo que se mezclaban con las verdes; o de un plato de pepitas amarillas y trocitos de una pulpa roja a las que Aviendha llamó zemai y t’mat; o una fruta dulce, bulbosa, con una dura piel verde que según la joven Aiel crecía de unas de aquellas plantas sin hojas y llenas de púas, llamada kardon. Todo era muy sabroso, sin embargo.
Seguramente habría disfrutado más la comida si Aviendha no hubiera estado aleccionándolo sobre todo. Excepto sobre hermanas conyugales. Eso quedó para Amys y Lian, tendidas una a cada lado de Rhuarc y sonriéndose la una a la otra tanto como a su esposo. Si las dos se habían casado con él para que no se rompiera su amistad, era obvio que ambas lo amaban. Rand no se imaginaba a Elayne y a Min llegando a un acuerdo semejante; se preguntó por qué se le había pasado siquiera por la cabeza tal idea. El sol debía de haberle reblandecido el cerebro.
Pero si Aviendha dejó esa explicación a otras, sí que lo hizo con todo lo demás con tanto detalle que resultaba irritante. A lo mejor pensaba que era idiota por no saber nada respecto a hermanas conyugales. Apoyada sobre el costado derecho para mirarlo, sonreía casi con dulzura mientras le decía que la cuchara podía utilizarse para comer el estofado o las zemai y el t’mat, pero el brillo de sus ojos delataba que sólo la presencia de las Sabias impedía que le arrojara a la cabeza un cuenco.
—No sé qué te he hecho —dijo Rand quedamente. Era muy consciente de la presencia de Melaine tendida a su lado, aunque parecía ensimismada en la conversación que mantenía en voz baja con Seana. Bair intervenía de vez en cuando, pero el joven creía que tenía puesto el oído en lo que hablaban Aviendha y él—. Pero si tan odioso te resulta ser mi maestra, no tienes que hacerlo. Fue una ocurrencia que tuve en ese momento. Estoy seguro de que Rhuarc o las Sabias encontrarán a cualquier otra persona.
Las Sabias la encontrarían, indudablemente, si se quitaba de encima a la espía que le habían puesto.
—No me has hecho nada… —Le enseñó los dientes; si eso era una sonrisa, dejaba mucho que desear—, y nunca lo harás. Se puede estar tendido como sea más cómodo para comer, y hablar con los que están alrededor. Excepto aquellos de nosotros que tenemos que enseñar en lugar de compartir la comida, por supuesto. Se considera cortés conversar con las dos personas que están a tu lado. —Por detrás de ella, Mat miró a Rand y puso los ojos en blanco, con evidente alivio de poder ahorrarse aquello—. A menos que te veas obligado a mirar a alguien en particular, si tienes que enseñarle. Toma la comida con la mano derecha, a no ser que tengas que tumbarte sobre ese codo, y…
Era una tortura, y Aviendha parecía disfrutar con ello. Los Aiel daban gran importancia a la entrega de regalos. A lo mejor si le hacía uno…
—… todos charlan un rato después de haber comido, a no ser que uno de nosotros tenga que enseñar en lugar de conversar, y…
Un soborno. Mirándolo bien, era muy injusto tener que sobornar a quien, además, te estaba espiando; pero, si Aviendha tenía intención de continuar con esta actitud, merecería la pena con tal de tener un poco de paz.
Cuando los gai’shain se llevaron la comida sobrante y trajeron copas con un vino oscuro, Bair clavó en Aviendha una mirada severa desde el lado opuesto de las baldosas blancas, y la joven se sumió en un hosco silencio. Egwene se incorporó sobre las rodillas para darle unas palmaditas por encima de Mat, pero no pareció servir de mucho su gesto. Al menos, gracias a la Luz, se había callado. Egwene le asestó una dura mirada; una de dos: o sabía lo que estaba pensando o consideraba que él tenía la culpa de que Aviendha estuviera enfurruñada.
Rhuarc sacó su pipa de cañón corto y la bolsa de tabaco, llenó la cazoleta y apretó con el pulgar, y después le pasó la bolsa a Mat, que también había cogido la suya repujada con plata.
—Algunos se han tomado muy a pecho las nuevas sobre ti, Rand al’Thor y, al parecer, han reaccionado con rapidez. Lian me ha dicho que se tiene noticia de que Jheran, el jefe de clan de los Shaarad Aiel, y Bael, de los Goshien, ya se encuentran en Alcair Dal. Erim, de los Chareen, va de camino hacia allí. —Dejó que una esbelta joven gai’shain le encendiera la pipa con una ramita prendida. Por el modo en que se movía, con una gracilidad más briosa, distinta de la de los otros hombres y mujeres vestidos de blanco, Rand dedujo que había sido una Doncella Lancera hasta hacía muy poco. Se preguntó cuánto tiempo podría seguir cumpliendo de su año y un día de servicio, mansa y humilde.
Mat sonrió a la mujer cuando ésta se arrodilló para encenderle la pipa; la mirada de sus verdes ojos, desde las profundidades de la capucha blanca, no fue en absoluto mansa y bastó para borrar de golpe la mueca en el rostro del joven. Irritado, se giró, apoyándose sobre el vientre, y expulsó una tenue bocanada de humo azul. Lástima que no viera la expresión satisfecha que asomó al rostro de la joven ni la rapidez con que desapareció, reemplazada por un fuerte sonrojo, ante la severa mirada de Amys; la muchacha de ojos verdes se escabulló, avergonzada hasta un punto increíble. ¿Y qué opinaba de todo esto Aviendha, que tanto odiaba haber tenido que renunciar a la lanza, y que aún se veía a sí misma como hermana de lanza de cualquier Doncella, fuera del clan que fuera? Pues siguió con una mirada ceñuda a la joven gai’shain mientras salía, del mismo modo que la señora al’Vere habría mirado a alguien que hubiera escupido en el suelo. Qué gente tan rara. A la única que vio denotar cierta compasión en su gesto fue a Egwene.
—Los Goshien y los Shaarad —murmuró, fijos los ojos en su copa de vino. Rhuarc le había explicado que cada jefe de clan llevaría consigo unos cuantos guerreros a la Cuenca Dorada, como guardia de honor, e igual harían los jefes de septiar. En conjunto, ello significaba alrededor de mil hombres de cada clan. Había doce clanes. Doce mil hombres y Doncellas en total, todos sujetos a su extraño código de honor y dispuestos a danzar las lanzas en cuanto un gato estornudara. Puede que incluso fueran más, debido a la feria. Alzó la vista—. Existe un conflicto de sangre entre ellos, ¿no es así? —Tanto Rhuarc como Lan asintieron—. Sé que dijiste que una especie de compromiso semejante a la paz de Rhuidean impera en Alcair Dal, Rhuarc, pero he visto hasta dónde frena esa paz a Couladin y a los Shaido. Tal vez sea mejor que parta hacia allí cuanto antes. Si los Goshien y los Shaarad se enzarzan en una pelea, el conflicto se extenderá. Y quiero a todos los Aiel respaldándome, Rhuarc.
—Los Goshien no son Shaido —intervino Melaine con timbre cortante a la par que sacudía la roja melena como una leona.
—Ni tampoco los Shaarad. —La voz aguda de Bain sonó menos fuerte que la de la mujer más joven, pero igualmente terminante—. Jheran y Bael tal vez intenten matarse el uno al otro antes de que regresen a sus dominios, pero no en Alcair Dal.
—Aunque eso no responde la propuesta de Rand al’Thor —dijo Rhuarc—. Si llegas a Alcair Dal antes de que lo hayan hecho todos los jefes, los que vengan después lo considerarán un ultraje a su honor. No es un buen modo anunciar que eres el Car’a’carn llevando el deshonor a unos hombres a los que vas a pedir que te sigan. Los Nakai son los que vienen de más lejos. Tardarán un mes en llegar a Alcair Dal.
—Menos —adujo Seana a la par que sacudía la cabeza enérgicamente—. He caminado en los sueños de Alsera dos veces, y dice que Bruan tiene intención de ir corriendo todo el camino desde el dominio Shiagi. Menos de un mes.
—Es decir, como mínimo falta un mes para tu partida —le dijo Rhuarc a Rand—. Serán tres días de viaje hasta Alcair Dal. Tal vez cuatro. Para entonces todos estarán allí.
Un mes. Rand se frotó la mejilla. Demasiado tiempo. Demasiado, y no había otra opción. En los relatos, las cosas pasaban siempre como las planeaba el héroe y cuando quería que ocurrieran. En la vida real rara vez sucedía así, ni siquiera para un ta’veren con profecías trabajando a su favor. En la vida real era el logro casual y la esperanza, y suerte si al rebuscar se encontraba un trozo de pan cuando lo que se necesitaba era una hogaza entera. Empero, parte de su plan seguía el rumbo que él esperaba. La parte más peligrosa.
Moraine, tendida entre Lan y Amys, tomaba sorbos de vino lentamente, con los párpados cerrados como si durmiera. Rand no creía que fuera así. Ella lo veía todo, lo oía todo. Pero ahora no había nada que tuviera que decir que ella no debería escuchar.
—¿Cuántos se resistirán, Rhuarc? ¿Cuántos se opondrán a mí? Hasta ahora sólo has apuntado la posibilidad, pero no has dicho nada definitivo.
—Es que no lo sé con certeza —respondió el jefe de clan sin soltar la boquilla de la pipa que sujetaba con los dientes—. Cuando les muestres los dragones, te reconocerán. No hay modo de imitar los dragones de Rhuidean. —¿Se habían movido levemente los ojos de Moraine?—. Eres el anunciado por la profecía. Yo te apoyaré, y también Bruan, y Dhearic, de los Reyn Aiel. ¿Los demás…? Sevanna, la esposa de Suladric, traerá a los Shaido puesto que el clan está sin jefe. Es joven, a pesar de su condición de señora del techo de un dominio, y sin duda no le complacerá mucho tener que conformarse con ser dueña sólo de un techo y no de todo un dominio cuando se escoja a alguien para reemplazar a Suladric. Además, Sevanna es tan taimada y tan poco fiable como cualquier Shaido. Pero, aun en el caso de que no ocasione problemas, ya sabes que Couladin sí lo hará; actúa como si fuera un jefe de clan y algunos Shaido podrían seguirlo a pesar de que no haya entrado en Rhuidean. Los Shaido son lo bastante necios para hacer algo así. Han, de los Tomanelle, puede decidir en cualquiera de los dos sentidos. Es un hombre enojadizo, difícil de conocer y aun más difícil de tratar, y… —Se interrumpió cuando Lian musitó en voz queda:
—¿Pero es que los hay de otra clase?
Rand dudaba mucho que Rhuarc supuestamente tuviera que haber escuchado el comentario. Amys se tapó la boca para ocultar una sonrisa mientras que su hermana conyugal se llevaba la copa de vino a los labios con cara inocente, como si no hubiera abierto la boca.
—Como decía —continuó Rhuarc mientras miraba resignadamente a sus dos esposas—, no es algo de lo que pueda estar seguro. La mayoría te seguirá. Quizá todos, incluso los Shaido. Hemos esperado tres mil años al hombre que lleva dos dragones. Cuando muestres tus brazos, nadie dudará que eres el enviado para unirnos. —Y para destruirlos; pero eso no lo dijo—. La cuestión es cómo decidirán reaccionar. —Se golpeó suavemente los dientes con la boquilla de la pipa—. ¿No cambiarás de opinión respecto a ponerte el cadin’sor?
—¿Y mostrarles qué, Rhuarc? ¿Un fingido Aiel? Ya puestos, disfrazamos también a Mat. —El aludido casi se atragantó con la pipa—. No pienso disimular. Soy lo que soy, y tendrán que aceptarme así. —Rand levantó los brazos lo justo para que al deslizarse hacia atrás las mangas de la chaqueta quedaran a la vista las cabezas leonadas de los dragones en el envés de sus muñecas—. Éstos demostrarán quién soy. Si no es suficiente prueba, nada lo es.
—¿Cuándo piensas «dirigir las lanzas de nuevo a la guerra»? —preguntó inesperadamente Moraine, y Mat se atragantó otra vez, se quitó la pipa de la boca bruscamente y la miró de hito en hito. Los oscuros ojos de la Aes Sedai ya no estaban velados por los párpados.
Los puños de Rand se crisparon con una sacudida hasta que los nudillos crujieron. Intentar ser astuto con ella resultaba peligroso; debería saberlo desde hacía mucho tiempo. La mujer recordaba hasta la última palabra que oía, la clasificaba, la analizaba y la desmenuzaba hasta que sabía exactamente su significado.
Se puso de pie lentamente. Todas las miradas convergían en él. Egwene frunció la frente en un gesto aun más preocupado que el de Mat, pero los Aiel se limitaron a observar. Hablar de guerra no los preocupaba. Rhuarc parecía… preparado. Y el semblante de Moraine era la viva imagen de una fría calma.
—Si me disculpáis —dijo—, voy a caminar un rato.
Aviendha se incorporó sobre las rodillas, y Egwene se puso de pie, pero ninguna de las dos lo siguió.