29 Regreso al hogar

El trayecto hacia el Bosque del Oeste que Perrin había realizado en media docena de pasos en el sueño de lobos para salir de las montañas y atravesar las Colinas de Arena duró tres largos días a caballo. Los Aiel no tuvieron problemas para mantener el ritmo a pie, pero a los animales les resultaba muy difícil avanzar con velocidad a causa del accidentado terreno. A Perrin le picaban mucho las heridas en su proceso de curación; por lo visto el ungüento de Faile estaba funcionando.

Por lo general el viaje estuvo presidido por el silencio, que las más de las veces se rompía con el gañido de los zorros en plena caza o el grito resonante de un halcón y más de tarde en tarde por la conversación. Por lo menos no volvieron a ver cuervos. En más de una ocasión Faile estuvo a punto de acercar su yegua al caballo de Perrin para decirle algo, pero siempre se refrenó en el último momento. El joven se alegró de ello; deseaba hablar con la muchacha más que nada, pero ¿y si acababan haciendo las paces? Se reconvino para sus adentros por desear que tal cosa ocurriera. Al fin y al cabo, Faile había engañado a Loial con un ardid y a él le había jugado una mala pasada. Su presencia iba a empeorarlo todo, a hacerlo aun más difícil para él. Sin embargo, cómo deseaba volver a besarla. Pero ojalá decidiera que ya estaba harta de él y se marchara. ¿Por qué tenía que ser tan testaruda?

Faile y las dos Aiel mantenían las distancias; Bain y Chiad caminaban una a cada lado de Golondrina a no ser que alguna de ellas estuviera haciendo un reconocimiento del terreno. A veces las tres mujeres musitaban quedamente entre ellas tras lo cual evitaban mirarlo de manera tan manifiesta que habría tenido el mismo efecto si le hubieran tirado piedras. Loial cabalgaba con ellas a petición de Perrin, aunque saltaba a la vista que la situación le ocasionaba una profunda irritación. Sus copetudas orejas se agitaban como si el Ogier deseara no haber topado jamás con humanos. En cuanto a Gaul, por lo visto encontraba todo aquello muy divertido; cada vez que Perrin lo miraba, el Aiel parecía estar riendo para sus adentros.

Por su parte, Perrin no dejó de estar preocupado un solo momento, hasta el punto de llevar el arco encordado y dispuesto sobre la perilla de la silla de manera continua. Se preguntaba si el tal Verdugo merodearía por Dos Ríos únicamente en el sueño de lobos o, por el contrario, lo haría también en el mundo real. El joven sospechaba que era esto último y que había sido Verdugo quien había disparado al halcón sin motivo alguno. Como si no tuviera bastantes preocupaciones con los Hijos de la Luz, ahora también debía estar alerta contra ese tipo.

Su numerosa familia vivía en una floreciente granja situada a más de medio día de camino de Campo de Emond, casi en el Bosque de las Aguas. Estaban sus padres, sus hermanas y un hermano pequeño. Petram tendría ahora nueve años y sin duda se opondría con más empeño que nunca a que lo llamaran el pequeñín; Deselle, con sus doce, estaría en pleno desarrollo; y Adora, ya con dieciséis, probablemente estaría a punto de trenzarse el cabello. También vivían allí tío Eward, hermano de su padre, y tía Magda, ambos muy fornidos y parecidos entre sí, y sus hijos. Y tía Neain, que visitaba la tumba de tío Carlin todas las mañanas, y sus hijos. Y su tía abuela, Ealsin, que nunca contrajo matrimonio, con su afilada nariz y aun más agudo olfato para enterarse de lo que se traían entre manos todos los que vivían en kilómetros a la redonda. Antes de su marcha, sólo los veía en los días festivos, ya que trabajaba como aprendiz de maese Luhhan y la granja se encontraba demasiado distante para estar yendo y viniendo a diario; además, siempre había habido trabajo pendiente en la herrería. Si los Capas Blancas buscaban a los Aybara no les costaría trabajo encontrarlos. De ellos era de quienes tenía que preocuparse, no del tal Verdugo. Un hombre solo no podía ocuparse de todo, así que había que tener prioridades, y la suya era proteger a su familia y a Faile. Ante todo. Después estaban el pueblo, los lobos y, por último, Verdugo.

El Bosque del Oeste se hallaba sobre un terreno pedregoso donde crecían afloramientos; un terreno agreste, frondoso, en el que había pocos senderos y aun menos granjas. Había recorrido estas densas florestas de pequeño, ya fuera solo o con Rand y Mat, cazando con arco o con honda, poniendo trampas para conejos o simplemente paseando. Las ardillas parloteando en los árboles, los zorzales gorjeando en las ramas e imitados por los cenzontes, los colines de espalda azul levantando el vuelo entre la maleza delante de los viajeros… Todos ellos le anunciaban el hogar. El propio aroma de la tierra levantada por los cascos de los caballos era un reencuentro.

Se habría dirigido directamente a Campo de Emond, pero en cambio se desvió hacia el norte a través del bosque y finalmente cruzaron un sendero llamado el Camino de la Cantera cuando el sol descendía hacia las copas de los árboles. Nadie en Dos Ríos sabía el porqué del nombre de Cantera, y, en cuanto a lo de Camino, poco tenía de tal, sino que era una senda desbrozada en la que no se advertía la falta de árboles hasta que se veían los profundos surcos dejados por el paso de incontables carretas y carros a lo largo de generaciones. De vez en cuando asomaban a la superficie fragmentos del antiguo pavimento. Quizás antaño conducía a una cantera de Manetheren.

La granja que buscaba Perrin se hallaba cerca de este sendero, al otro lado de las hileras de manzanos y perales en los que maduraban los frutos. Perrin olió la granja antes de verla. El olor a calcinado no era reciente, pero la peste no desaparecería ni en el transcurso de un año.

Sofrenó al caballo al borde de los árboles y se quedó inmóvil, mirando al frente, antes de sentirse capaz de tirar del ronzal del caballo de carga y reanudar la marcha hacia lo que había sido la granja al’Thor. Únicamente seguía en pie la pared de piedra del aprisco, con la puerta del corral abierta y colgando de uno de los goznes. La chimenea cubierta de tizne arrojaba una sombra oblicua sobre las vigas calcinadas y desmoronadas de la casa. El establo y el secadero de tabaco no eran más que montones de cenizas. Las malas hierbas cubrían la plantación de tabaco y el huerto, y el jardín estaba pisoteado, con todo lo que no fueran plantas silvestres, mustio y roto.

Ni siquiera pensó en encajar una flecha en el arco. El fuego había sido hacía semanas, y las pasadas lluvias habían alisado y descolorido la madera quemada. La enredadera estranguladora necesitaba casi un mes para crecer a esa altura; incluso había tapado el arado y el rastrillo que estaban tirados al borde del campo, y bajo las pálidas y estrechas hojas se advertía la herrumbre.

Los Aiel exploraron la zona cuidadosamente, con las lanzas prestas y ojo avizor, rastreando el suelo palmo a palmo y revolviendo las cenizas con las puntas de las armas. Cuando Bain salió de las ruinas de la casa miró a Perrin y sacudió la cabeza. Al menos Tam al’Thor no había muerto allí.

«Lo saben. Lo saben, Rand. Tendrías que haber venido». Tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para no poner a galope a Brioso todo el camino hasta la granja de su familia. Ni siquiera su resistente montura aguantaría tanto trecho sin reventar. A lo mejor esto había sido obra de los trollocs y, en tal caso, quizá su familia seguía trabajando en la granja, aún a salvo. Respiró profundamente, pero el hedor a quemado tapaba cualquier otro olor. Gaul se acercó a él.

—Quienesquiera que hicieran esto se marcharon hace mucho. Mataron algunas ovejas y espantaron al resto. Alguien vino después para reunir el rebaño y llevarlo hacia el norte. Dos hombres, creo, pero las huellas son demasiado viejas para estar seguro.

—¿Hay alguna pista de quién pudo hacerlo?

Gaul sacudió la cabeza en un gesto negativo. Podrían haber sido trollocs. Qué curioso desear algo así. Y qué estupidez. Los Capas Blancas sabían su nombre y, por lo visto, también el de Rand. «Saben cómo me llamo». Contempló las cenizas de la granja al’Thor; Brioso se agitó al notar el temblor de sus manos en las riendas.

Loial había desmontado al llegar al borde de los árboles frutales, pero aun así la cabeza rozaba las ramas. Faile condujo su montura hacia Perrin, mirándolo pensativamente.

—¿Es…? ¿Conoces a la gente que vivía aquí?

—Rand y su padre.

—Oh. Pensé que era… —El alivio y la compasión que denotaba su voz bastaron para finalizar la frase—. ¿Vive cerca tu familia?

—No —repuso, cortante, y la joven retrocedió como si la hubiera abofeteado, pero siguió mirándolo fijamente, aguardando. ¿Qué más tenía que hacer para alejarla de él? Por lo visto, más de lo que se sentía capaz, si hasta ahora no lo había conseguido.

Las sombras seguían alargándose a medida que el sol bajaba hacia las copas de los árboles. Hizo que Brioso volviera grupas, dándole la espalda a la muchacha en un acto de intencionada descortesía.

—Gaul, tendremos que acampar cerca de aquí esta noche. Mañana quiero ponerme pronto en marcha. —Miró con disimulo por encima del hombro y vio que Faile regresaba junto a Loial, sentada en la silla con la espalda tiesa—. En Campo de Emond sabrán… —Dónde se encontraban los Capas Blancas y así podría entregarse antes de que hicieran daño a su familia. Si es que seguían bien, si la granja en la que había nacido no estaba ya como ésta, en ruinas. No, tenía que haber llegado a tiempo para evitar tal cosa—. Sabrán cómo van las cosas.

—De acuerdo, partiremos temprano. —Gaul vaciló—. No conseguirás alejarla, Perrin. Es casi una Far Dareis Mai, y cuando una Doncella te ama no te la quitas de encima por mucho que corras.

—Deja que sea yo quien se preocupe por Faile. —Suavizó la voz, porque al fin y al cabo no era de Gaul de quien quería librarse—. Saldremos muy temprano, cuando todavía esté durmiendo.

Esa noche el silencio reinó en los dos campamentos instalados bajo los árboles frutales. En varias ocasiones una u otra Aiel se puso de pie y miró hacia la pequeña lumbre donde Gaul y él estaban acampados, pero lo único que se oyó fue el ulular de un búho y el piafar de los caballos. Perrin no concilió el sueño en toda la noche, y todavía la luna llena se estaba poniendo y aún faltaba una hora para que apuntaran las primeras luces del día cuando Gaul y él se alejaron a hurtadillas, el Aiel sin hacer ruido alguno con sus suaves botas y los cascos de los caballos casi igual de silenciosos. Bain, o tal vez Chiad, los vio marcharse. Perrin no sabía cuál de ellas era, pero la mujer no despertó a Faile y el joven lo agradeció.

El sol estaba bastante alto cuando por fin salieron del Bosque del Oeste, un poco más abajo de la aldea, en medio de veredas y senderos, la mayoría de los cuales estaban bordeados por setos y burdos muros bajos de piedra. El humo salía por las chimeneas de las granjas; las amas de casa se ocupaban de la primera tarea del día, cocer el pan, a juzgar por el olor. Los hombres ya se encontraban en los campos de tabaco o de cebada, y los niños vigilaban los hatos de ovejas de cara negra en los pastos. Algunas personas los vieron pasar, pero Perrin mantuvo a Brioso al trote y confió en que nadie estuviera lo bastante cerca para reconocerlo o extrañarse por el curioso atuendo de Gaul o por sus lanzas.

También los vecinos de Campo de Emond habrían empezado sus tareas cotidianas, de modo que Perrin dio un amplio rodeo hacia el este que los apartó del pueblo, de las calles de tierra apisonada, de los tejados de paja apiñados en torno al Prado, donde el manantial brotaba de una afloración rocosa con bastante fuerza para derribar a un hombre y para dar origen al arroyo. Los daños sufridos durante la Noche de Invierno de hacía un año —las casas incendiadas y los techos calcinados— ya habían sido reparados. Era como si los trollocs jamás hubieran estado allí. Perrin rogó que nadie tuviera que pasar otra vez por lo mismo. La Posada del Manantial se alzaba prácticamente en la linde oriental de la aldea, entre el sólido Puente de los Carros que cruzaba la impetuosa corriente del arroyo y las antiguas ruinas de un edificio de piedra, en medio de las cuales crecía un roble inmenso. Debajo de sus gruesas ramas se colocaban mesas y sillas para que la gente se sentara en los cálidos días estivales mientras presenciaba o participaba en una partida de bolos. A esta hora de la mañana las mesas estaban vacías, por supuesto. Sólo había unas pocas casas más hacia el este. El primer piso de la posada era de cantos de río, mientras que las paredes del segundo estaban encaladas y sobresalían alrededor de todo el perímetro de la planta inferior; doce altas chimeneas se alzaban en el reluciente techado de tejas rojas, el único que había de tejas en varios kilómetros a la redonda.

Perrin ató a Brioso y al caballo de carga a un poste destinado a tal fin que había cerca de la puerta de la cocina y echó una ojeada al establo de techo de paja. Le llegaba el sonido de hombres trabajando en su interior, seguramente Hu y Tad, limpiando las cuadras donde maese al’Vere guardaba el tiro de fuertes corceles dhurranos que alquilaba cuando había que tirar de grandes pesos. También se oían ruidos en la parte delantera de la posada: el murmullo de unas voces en el Prado, el graznido de gansos, el traqueteo de una carreta. No descargó los caballos porque sería una corta parada la que haría. Indicó por señas a Gaul que lo siguiera y entró apresuradamente llevando consigo el arco antes de que saliera ninguno de los dos mozos de cuadra.

La cocina estaba desierta; los dos hornos de hierro y todos los hogares salvo uno estaban apagados, aunque todavía se olía en el aire el aroma a pan recién hecho. Y a pastelillos de miel. Rara vez había huéspedes en la posada, excepto cuando venían los mercaderes desde Baerlon para comprar lana y tabaco o cuando el buhonero pasaba por la aldea una vez al mes, en la época en que la nieve no hacía intransitables las calzadas; y los vecinos que iban a echar un trago o a comer algo a última hora del día estarían muy ocupados en sus tareas cotidianas. Sin embargo, cabía la posibilidad de que hubiera alguien, de modo que Perrin recorrió de puntillas el corto pasillo que comunicaba la cocina con la sala principal, cuya puerta entreabrió una rendija para echar una ojeada dentro.

Había visto aquella sala cuadrada un millar de veces, con la gran chimenea de cantos de río que ocupaba la mitad de la longitud de la habitación y el dintel a la altura de los hombros de un hombre, la bruñida lata de tabaco y el preciado reloj de maese al’Vere sobre la repisa. De algún modo, todo le parecía más pequeño de como lo recordaba. Delante de la chimenea vio las sillas de respaldo alto, donde se reunía el Consejo del Pueblo. Los libros de Brandelwyn al’Vere se alineaban en los estantes al otro lado del hogar —hubo un tiempo en que Perrin había sido incapaz de imaginar que hubiera más libros en un solo sitio que aquellas escasas docenas de volúmenes en su mayoría ajados— y los barriles de cerveza y vino apilados contra la pared opuesta. Mirto, el gato amarillo de la posada, estaba tumbado encima de uno, como siempre.

A excepción de Bran al’Vere y de su esposa, Marin, que lucían largos delantales blancos y estaban ocupados limpiando la plata y el peltre de la posada encima de una mesa, la sala estaba vacía. Maese al’Vere era un hombre corpulento, con una rala mata de cabello gris; la señora al’Vere era esbelta, de aspecto maternal, y llevaba echada sobre el hombro la gruesa trenza de cabellos canosos. Bajo el aroma de rosas olía a pan horneado. Perrin los recordaba como personas risueñas, pero ahora los dos parecían absortos, y el alcalde tenía un gesto ceñudo que sin duda no tenía nada que ver con la copa de plata que estaba limpiando.

—Maese al’Vere… —Abrió la puerta y entró—. Señora al’Vere. Soy yo, Perrin.

La pareja se incorporó con tanta brusquedad que derribó las sillas; el golpe asustó a Mirto, que dio un salto. La señora al’Vere se llevó las manos a la boca; ella y su marido lo miraron tan atónitos como a Gaul. Fue suficiente para que Perrin se pasara el arco de una a otra mano, incómodo, sobre todo cuando maese al’Vere se dirigió a toda prisa hacia una de las ventanas delanteras —se movía con sorprendente ligereza para un hombre de sus dimensiones— y apartó las cortinas para asomarse al exterior, como si esperara encontrar más Aiel fuera.

—¿Perrin? —musitó la señora al’Vere con incredulidad—. Eres tú en verdad. Casi no te reconocí con esa barba y… el corte de la mejilla. ¿Dónde…? ¿Ha venido Egwene contigo?

El joven se tocó la herida medio curada de la cara con timidez, deseando haberse aseado o, al menos, haber dejado el arco y el hacha en la cocina. Ni se le había pasado por la cabeza que su aparición podría sobresaltarlos.

—No. Esto no tiene nada que ver con ella. Está a salvo. —Más a salvo si iba de camino a Tar Valon, quizá, que si seguía en Tear junto a Rand, pero, en cualquier caso, mucho más que aquí. Imaginó que debería decir algo más a la madre de Egwene que un sucinto comentario—. Señora al’Vere, Egwene está preparándose para ser Aes Sedai, y Nynaeve también.

—Lo sé —respondió quedamente la mujer mientras se tocaba el bolsillo del delantal—. He recibido tres cartas suyas desde Tar Valon. Por lo que dice en ellas, tiene que haber enviado más, y Nynaeve una, al menos, pero sólo nos han llegado estas tres. Cuenta algo sobre su aprendizaje, y he de decir que parece muy duro.

—Es lo que ella desea. —¿Tres cartas? La culpabilidad hizo que se encogiera de hombros, desasosegado. Él no había escrito a nadie desde aquellas notas que dejó para sus padres y para maese Luhhan la noche en que Moraine se lo llevó de Campo de Emond. Ni una sola línea.

—Sí, eso parece, aunque no es lo que había imaginado para ella. No es algo que pueda contarle a muchas personas, ¿no te parece? En fin, dice que ha hecho amigas, buenas chicas por lo que se deduce. Elayne y Min. ¿Las conoces?

—Sí, nos conocemos. Y creo que podéis decir que son buenas personas. —¿Cuánto les habría contado Egwene en sus cartas? No mucho, eso era evidente. Dejaría que la señora al’Vere creyera lo que quisiera; no estaba dispuesto a preocuparla con asuntos en los que ella no podía hacer nada. Lo pasado, pasado estaba. Ahora Egwene no corría un peligro excesivo.

De repente cayó en la cuenta de que Gaul estaba plantado allí, a su lado, e hizo las presentaciones atropelladamente. Bran parpadeó cuando oyó que Gaul era Aiel, y miró con gesto ceñudo sus lanzas y el negro velo que colgaba del shoufa sobre su pecho, pero su esposa se limitó a decir:

—Sed bienvenido a Campo de Emond, maese Gaul, y a la Posada del Manantial.

—Que siempre tengáis agua y sombra, señora del techo —respondió el Aiel con solemnidad al tiempo que hacía una inclinación de cabeza—. Os pido permiso para defender vuestro techo y dominio.

La mujer apenas si vaciló antes de contestar como si aquello fuera exactamente lo que estaba acostumbrada a escuchar.

—Una generosa oferta, pero me permitiréis que lo decida cuando sea necesario.

—Como ordenéis, señora del techo. Vuestro honor es mío. —De debajo de la chaqueta Gaul sacó un salero de oro, un pequeño cuenco posado sobre el lomo de un león primorosamente tallado, que le tendió a la mujer—. Os ofrezco este pequeño regalo de huésped para vuestro techo.

Marin al’Vere lo tomó como hubiera hecho con cualquier regalo corriente, no dejando entrever su pasmo. Perrin dudaba que hubiera otra pieza igual en todo Dos Ríos y, desde luego, no de oro. En la región no circulaban muchas monedas del precioso metal, cuanto menos un adorno. Confió en que la mujer nunca descubriera que era parte del botín tomado en la Ciudadela de Tear; al menos, de allí suponía él que procedía.

—Muchacho —dijo Bran—, sé que debería darte la bienvenida a casa, pero ¿por qué has vuelto?

—Me enteré de lo de los Capas Blancas, señor —respondió Perrin con franqueza.

El alcalde y su esposa intercambiaron una mirada sombría.

—Sigo diciendo que por qué has vuelto. Tú no puedes cambiar nada, muchacho, ni impedir nada. Será mejor que te marches. Si no tienes caballo, te daré uno. Y, si lo tienes, monta en él y cabalga hacia el norte. Creía que los Capas Blancas tenían vigilado Embarcadero de Taren… ¿Fueron ellos los que te hicieron eso en la cara?

—No. No los…

—Entonces no importa. Si conseguiste pasar sus líneas para entrar puedes hacer lo mismo para salir. Han levantado su campamento principal en Colina del Vigía, pero las patrullas pueden estar por cualquier parte. Vete, muchacho.

—No te demores, Perrin —añadió la señora al’Vere en voz queda pero firme, la misma con la que conseguía que la gente hiciera lo que decía—. Ni siquiera una hora. Te prepararé un paquete para que te lleves con algo de pan reciente y queso, un poco de jamón y carne asada. Tienes que marcharte, Perrin.

—No puedo. Sabéis que van tras de mí o, en caso contrario, no insistiríais tanto en que me marchara. —Y no habían hecho comentarios sobre sus ojos; ni siquiera le habían preguntado si estaba enfermo. La señora al’Vere apenas si se había sorprendido. Lo sabían—. Si me entrego, podré pararlo, por lo menos en parte. Mi familia no… —Dio un brinco de sobresalto cuando la puerta se abrió violentamente y dio paso a Faile, seguida de Bain y de Chiad.

Maese al’Vere se pasó la mano por la calva cabeza; aun contando con que advirtiera que las ropas de las Aiel eran como las de Gaul y las relacionara con él, sólo pareció sorprenderlo un poco que fueran mujeres. Más que nada, lo que estaba era irritado por la intrusión. Mirto se sentó y observó con desconfianza a los desconocidos. Perrin se preguntó si el gato también lo consideraba como tal. Y también se preguntó cómo lo habrían encontrado las mujeres y dónde estaría Loial. Cualquier idea era buena con tal de evitar plantearse qué iba a hacer ahora con Faile.

La muchacha le concedió un poco de tiempo para reflexionar, plantada en jarras delante de él, en silencio. A saber cómo, se las ingenió para que funcionara ese truco que tenían las mujeres de dar la impresión de ser más altas merced a una actitud ofendida en extremo.

—¿Entregarte? ¡Entregarte! Era eso lo que habías planeado desde el principio, ¿no es verdad? ¡Pedazo de idiota! ¡Tienes menos cerebro que una piedra, Perrin Aybara! Antes sólo había músculo y pelo, pero ahora ni siquiera eso. Si los Capas Blancas van tras de ti, te colgarán si te entregas a ellos. ¿Para qué iban a buscarte?

—Porque maté a varios de los suyos. —La miró a los ojos, haciendo caso omiso del respingo que dio la señora al’Vere—. Los de la noche que te conocí y otros dos antes de eso. Saben lo de los dos primeros, Faile, y creen que soy un Amigo Siniestro. —De todos modos, ella no habría tardado mucho en enterarse, y, ya puesto, si hubieran estado solos le habría contado el motivo. Al menos dos Capas Blancas, Geofram Bornhald y Jaret Byar, sospechaban algo de su relación con los lobos. Muy poco de lo que había realmente, pero ese poco era suficiente para ellos. Un hombre que va con lobos por fuerza tenía que ser un Amigo Siniestro. Tal vez uno de ellos, o puede que los dos, debía de estar entre los Capas Blancas que se encontraban en Dos Ríos—. Están convencidos de que lo soy.

—Eres tan Amigo Siniestro como yo —susurró duramente—. Antes lo sería el propio sol.

—Eso no importa, Faile. Haré lo que tenga que hacer.

—¡Torpón cabeza hueca! ¡No tienes que hacer semejante chifladura! ¡Cerebro de mosquito! ¡Como se te ocurra intentarlo, seré yo quien te cuelgue!

—Perrin —intervino la señora al’Vere sin alzar la voz—, ¿quieres presentarme a esta joven que tan buena opinión tiene de ti?

Faile se puso colorada como un tomate al caer en la cuenta de que había hecho caso omiso del matrimonio al’Vere, y empezó a hacer reverencias y a ofrecer toda clase de disculpas. Bain y Chiad, al igual que Gaul, pidieron permiso para defender el techo de la señora al’Vere y le entregaron un pequeño cuenco dorado con hojas talladas, y un ornamentado molinillo de pimienta hecho de plata, más grande que los dos puños de Perrin, y rematado con la talla de una criatura fantástica mitad caballo y mitad pez.

Bran al’Vere los miró de hito en hito y frunció el entrecejo, se rascó la cabeza y masculló algo entre dientes. Perrin captó la palabra «Aiel» más de una vez, pronunciada en tono incrédulo. El alcalde no paraba de mirar a través de la ventana, aunque no parecía que buscara a más Aiel. Tal vez lo que le preocupaba eran los Capas Blancas.

Marin, por otro lado, se tomó las cosas con calma, y trató a Faile, Bain y Chiad igual que lo haría con otras jóvenes viajeras que llegaran a la posada, compadeciéndose de lo agotador que era viajar, haciendo cumplidos a Faile por su atuendo tan apropiado para montar a caballo —el vestido que llevaba hoy era de seda azul oscuro— y comentando a las Aiel lo hermoso que le parecía el color y el lustre de sus cabellos. Perrin imaginaba que al menos Bain y Chiad no sabían muy bien qué pensar de ella, pero, a no tardar, con una tranquila y maternal firmeza, Marin tenía a las tres jóvenes sentadas a una mesa con toallas húmedas para que se limpiaran la cara y las manos del polvo del camino y tomando sorbitos de té que había servido de una gran tetera de rayas rojas que el muchacho recordaba muy bien.

Habría resultado chusco ver a aquellas fieras mujeres —entre las que incluía a Faile, desde luego— repentinamente ansiosas de asegurar a la señora al’Vere que estaban muy cómodas, que si no había nada que pudieran hacer para ayudarla, que ella estaba trabajando demasiado, y todas con los ojos muy abiertos, como unas chiquillas y con tan escasas posibilidades de resistirse a la mujer como si realmente fueran criaturas. Habría sido divertido si Marin no los hubiera incluido a Gaul y a él, arrastrándolos con igual firmeza hacia la mesa, insistiendo en que se limpiaran las manos y la cara antes de tomarse una taza de té. Los labios de Gaul estuvieron curvados con un atisbo de sonrisa todo el rato; los Aiel tenían un extraño sentido del humor.

Cosa sorprendente, la mujer no miró una sola vez su arco y su hacha ni las armas de los Aiel. En Dos Ríos, rara vez la gente llevaba siquiera un arco; y, cuando tal cosa ocurría, Marin insistía en que lo dejaran en un rincón antes de sentarse a la mesa. Siempre. Pero ahora parecía como si no viera las armas.

Perrin se llevó otra sorpresa cuando Bran puso junto a su codo una copa de plata con brandy de manzana, no la pequeña medida que generalmente tomaban los hombres en la posada, poco más de un dedo, sino que la llenó por la mitad. Cuando se marchó de la aldea, le habría servido sidra, cuando no leche, o quizá vino muy aguado, media copa con la comida o una llena en días de fiesta. Resultaba gratificante que lo considerara un hombre adulto; sin embargo, sólo lo probó. Ahora estaba acostumbrado al vino, pero rara vez tomaba bebidas más fuertes.

—Perrin —dijo el alcalde mientras tomaba asiento junto a su esposa—, nadie cree que seas un Amigo Siniestro. Nadie que tenga dos dedos de frente. No hay razón para que dejes que te ahorquen.

Faile asintió enérgicamente, mostrando su conformidad, pero Perrin no le hizo caso.

—No me haréis cambiar de opinión, maese al’Vere. Los Capas Blancas me quieren a mí y, si no me cogen, se revolverán contra los primeros Aybara que encuentren. Los Capas Blancas no necesitan mucho para decidir que alguien es culpable. No son gente agradable.

—Lo sabemos —dijo suavemente la señora al’Vere.

—Perrin… —El alcalde se quedó mirando fijamente las manos plantadas sobre la mesa—. Perrin, tu familia ya no está.

—¿Que no está? ¿Queréis decir que ya han incendiado la granja y han tenido que marcharse? —La mano del joven se crispó sobre la copa—. Tenía la esperanza de llegar a tiempo, pero supongo que debí imaginarlo. Había pasado demasiado tiempo cuando me enteré. Quizá pueda ayudar a mis padres y a tío Eward en la reconstrucción. ¿Dónde están viviendo? Por lo menos, si he de irme, antes me gustaría verlos.

Bran hizo una mueca y su esposa le acarició el hombro, pero, cosa rara, sus ojos permanecieron prendidos en Perrin, desbordantes de tristeza y compasión.

—Están muertos, muchacho —barbotó Bran.

—¿Muertos? No. No puede ser… —Perrin frunció el ceño cuando sintió que algo le mojaba repentinamente la mano y miró de hito en hito la copa aplastada como si se preguntara de dónde había salido—. Lo siento. No tenía intención de… —Tiró de la machacada plata intentando enderezarla con los dedos. Así no lo conseguiría, por supuesto. Con mucho cuidado dejó la estropeada copa en medio de la mesa—. La repondré. Puedo… —Se limpió la mano en la chaqueta y, de repente, se encontró acariciando el hacha que colgaba de su cinturón. ¿Por qué lo miraba todo el mundo de esa forma tan rara?—. ¿Estáis seguro? —Su voz sonaba como si llegara de muy lejos—. ¿Adora y Deselle? ¿Petram? ¿Mi madre?

—Todos ellos —dijo Bran—. También tus tíos y primos. Todos los que vivían en la granja. Ayudé a enterrarlos, muchacho. En aquella colina baja, la de los manzanos.

Perrin se chupó el pulgar. Qué estupidez cortarse con su propia hacha.

—A mi madre le gustan las flores de los manzanos. Los Capas Blancas. ¿Por qué tuvieron que…? La luz me consuma, Petram tenía sólo nueve años. Y las chicas… —Su voz era monótona, inexpresiva. Tendría que haber dicho aquellas palabras con alguna emoción. Algún sentimiento.

—Fueron trollocs —dijo rápidamente la señora al’Vere—. Volvieron, Perrin. No como cuando tuvisteis que marcharos. No atacaron el pueblo, sino en el campo. La mayoría de las granjas aisladas, sin vecinos cerca, han sido abandonadas. Nadie sale fuera de noche, ni siquiera a un sitio cerca del pueblo. Ocurre igual en Deven Ride y en Colina del Vigía, y puede que en Embarcadero de Taren. Los Capas Blancas, a pesar de su comportamiento, son la única protección real que tenemos. Que yo sepa, han salvado a dos familias cuando los trollocs atacaron sus granjas.

—Quería… Esperaba… —No conseguía recordar qué era lo que había querido. Algo relacionado con los trollocs, pero no quería recordar. ¿Los Capas Blancas protegiendo Dos Ríos? La idea casi lo hizo reír—. ¿Y la granja de Tam, el padre de Rand? ¿Fueron también los trollocs?

La señora al’Vere abrió la boca, pero Bran se le adelantó.

—Merece que le digamos la verdad, Marin. Eso fue cosa de los Capas Blancas, Perrin. Y también lo de la granja de los Cauthon.

—Así que también la familia de Mat. La de Rand y la mía. —Extraño. Hablaba como si estuvieran comentando que a lo mejor llovía—. ¿También han muerto?

—No, muchacho. Abell y Tam se ocultan en el Bosque del Oeste, en alguna parte. Y la madre y las hermanas de Mat… también están vivas.

—¿Escondidas?

—No hay necesidad de entrar en más detalles —se apresuró a decir Marin—. Bran, tráele otra copa de brandy. Y ésta tómatela, Perrin. —Su marido siguió sentado, pero la mujer se limitó a mirarlo con gesto ceñudo y prosiguió—: Te ofrecería una cama, pero no estarías seguro aquí. Hay quienes tal vez salgan corriendo en busca de lord Bornhald si se enteran de que estás aquí. Eward Congar y Hari Coplin les bailan el agua a los Capas Blancas como si fueran sus perros falderos, ansiosos por complacerles y decir nombres, y Cenn Buie no les anda a la zaga. También Wit Congar les iría con el cuento si Daise no se lo impidiera. Ella es ahora la Zahorí. Perrin, lo mejor es que te vayas, créeme.

El joven sacudió lentamente la cabeza; demasiado para poder asimilarlo. ¿Daise Congar la Zahorí? Esa mujer era como un toro. Capas Blancas protegiendo Campo de Emond. Hari y Eward y Wit cooperando. De los Congar y los Coplin no se podía esperar mucho más, pero Cenn Buie era miembro del Consejo del Pueblo. Lord Bornhald. Así pues, Geofram Bornhald estaba aquí. Faile lo estaba mirando; sus ojos estaban muy abiertos y húmedos. ¿Por qué estaba al borde de las lágrimas?

—Hay algo más, Brandelwyn al’Vere —intervino Gaul—. Se puede ver en vuestro rostro.

—Sí que lo hay —convino el alcalde—. No, Marin —añadió con firmeza cuando su esposa sacudió levemente la cabeza—. El chico merece saber la verdad. Toda la verdad. —La mujer entrelazó las manos y suspiró; Marin al’Vere se salía casi siempre con la suya, excepto cuando el semblante de Bran tenía esa expresión inflexible, como ahora, con las cejas fruncidas.

—¿Qué verdad? —preguntó Perrin. A su madre le gustaban las flores de los manzanos.

—En primer lugar, Padan Fain está con los Capas Blancas —dijo Bran—. Ahora se hace llamar Ordeith y no responde a su propio nombre, pero es él, por muchos aires que se dé.

—Es un Amigo Siniestro —informó Perrin con aire ausente. Adora y Deselle siempre se ponían en el pelo flores de manzano cuando llegaba la primavera—. Dicho por su propia boca. Fue él quien trajo a los trollocs en la Noche de Invierno. —A Petram le gustaba encaramarse a los manzanos y si uno no andaba con ojo le arrojaba frutos desde las ramas.

—Conque sí, ¿eh? —dijo sombríamente el alcalde—. Vaya, eso es muy interesante. Tiene cierta autoridad entre los Capas Blancas. La primera noticia que tuvimos de que estaban aquí fue después de que incendiaran la granja de Tam. Eso fue obra de Fain; iba al mando de los que lo hicieron. Tam derribó a cuatro o cinco con sus flechas antes de huir al bosque y llegó a la granja de los Cauthon justo a tiempo de impedirles que se llevaran a Abell. Sin embargo arrestaron a Natti y a las chicas. Y también a Haral y Alsbet Luhhan. Creo que Fain los habría colgado si lord Bornhald no lo hubiera prohibido. Aunque tampoco los dejó marchar. Hasta donde he podido averiguar, no les han hecho daño, pero están retenidos en el campamento de los Capas Blancas en Colina del Vigía. Por alguna razón, Fain os odia a ti, a Rand y a Mat, y ha ofrecido cien monedas de oro por cualquiera relacionado con vosotros tres, y doscientas por Tam o Abell. Y lord Bornhald parece mostrar un particular interés en ti. Cuando la patrulla de Capas Blancas viene por aquí, él la acompaña generalmente y hace preguntas sobre ti.

—Sí, por supuesto —dijo Perrin—. Es lógico. —Perrin de Dos Ríos, el que corre con lobos, el Amigo Siniestro. Fain les habría contado todo lo demás. «¿Fain con los Hijos de la Luz?» Fue una idea que le pasó fugaz por la cabeza, como algo lejano, pero cualquier cosa era mejor que pensar en los trollocs. Crispó el gesto al mirarse las manos, y se obligó a mantenerlas quietas sobre la mesa—. Así que os protegen de los trollocs.

Marin al’Vere se inclinó hacia él, frunciendo el entrecejo.

—Perrin, necesitamos a los Capas Blancas. Sí, incendiaron la granja de Tam y la de Abell, han arrestado a gente y van por ahí como si les perteneciera todo lo que ven, pero Alsbet y Natti y los demás están ilesos; sólo los tienen retenidos, y eso es algo que podrá enmendarse de algún modo. El Colmillo del Dragón ha aparecido garabateado en unas cuantas puertas, aunque nadie, excepto los Congar y los Coplin, hace caso. Seguramente han sido ellos mismos los que han hecho la marca. Tam y Abell pueden permanecer escondidos hasta que los Capas Blancas se marchen, cosa que tendrán que hacer más tarde o más temprano. Pero, mientras haya trollocs por los alrededores, los necesitamos. Por favor, compréndelo. No es que prefiramos tenerlos a ellos antes que a ti, pero los necesitamos y no queremos que te ahorquen.

—¿Llamáis a esto protección, señora del techo? —intervino Bain—. Si pedís al león que os proteja de los lobos, sólo habréis escogido acabar en la tripa de una fiera en lugar de la de una alimaña.

—¿No podéis protegeros vosotros mismos? —añadió Chiad—. He visto luchar a Perrin y a Mat Cauthon y a Rand al’Thor, y son del mismo linaje que vosotros.

Bran soltó un borrascoso suspiro.

—Somos granjeros, gentes sencillas. Lord Luc habla de organizar a los hombres para luchar contra los trollocs, pero ello significa dejar a la familia indefensa mientras vas a acompañarlo, y a nadie le hace gracia esa idea.

—¿Quién es lord Luc? —preguntó Perrin, desconcertado.

—Vino más o menos al mismo tiempo que los Capas Blancas —contestó la señora al’Vere—. Es un cazador del Cuerno. Ya sabes, lo de la historia de la Gran Cacería del Cuerno. Lord Luc cree que el Cuerno de Valere se encuentra en algún lugar de las Montañas de la Niebla, por encima de Dos Ríos, pero renunció a su búsqueda a causa de nuestros problemas. Lord Luc es todo un caballero con unos modales exquisitos. —Se atusó el cabello a la par que esbozaba una sonrisa de aprobación, y Bran, su esposo, la miró de reojo y gruñó con acritud.

Cazadores del Cuerno. Trollocs. Capas Blancas. Dos Ríos no parecía el mismo sitio del que se había marchado.

—Faile también es un cazador del Cuerno. ¿Conoces a ese tal lord Luc, Faile?

—Se acabó, estoy harta —anunció la joven. Perrin frunció el entrecejo al ver que se levantaba y rodeaba la mesa para ir hacia él. Faile le cogió la cabeza y le recostó la cara contra su pecho—. Tú madre ha muerto —musitó—. Tu padre ha muerto. Tus hermanas y tu hermano han muerto. Toda tu familia está muerta y no puedes hacer nada para remediarlo. Desde luego, no cambiarás nada muriendo tú también. Desahógate, llora tu pena, no la guardes dentro, donde puede enquistarse.

Perrin agarró los brazos de la joven con intención de apartarla, pero, por alguna razón, sus manos se aferraron hasta que aquel contacto fue lo único que lo sostuvo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba llorando, sollozando contra sus senos como un niño. ¿Qué iba a pensar de él? Abrió la boca para decirle que se encontraba bien, para pedir disculpas por venirse abajo, pero lo único que consiguió articular fue:

—No pude llegar aquí antes. No pude… Yo… —Apretó los dientes y enmudeció.

—Lo sé —musitó Faile, que le acariciaba la cabeza como si fuera una criatura—. Lo sé.

Perrin quería contener el llanto, pero cuanto más lo consolaba ella, más desgarradores se hacían sus sollozos, como si sus amorosas manos propiciaran el afluir de las lágrimas.

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