El Corazón de la Ciudadela en el Tel’aran’rhiod era tal como lo recordaba Egwene en el mundo real: grandes columnas de pulida piedra roja elevándose hasta el distante techo, y, bajo la gran cúpula central, Callandor, hincada en las baldosas. Sólo faltaba la gente. Las lámparas doradas no estaban encendidas y, sin embargo, había una especie de luz, de algún modo mortecina e intensa al mismo tiempo, que parecía proceder de todas partes y de ninguna. Esto solía ocurrir a menudo en los ambientes interiores en el Tel’aran’rhiod.
Lo que Egwene no esperaba ver era la mujer que había de pie al otro lado de la fulgente espada de cristal, escudriñando las pálidas sombras entre las columnas. El modo en que iba vestida dejó perpleja a Egwene. Estaba descalza y llevaba unos amplios pantalones de seda amarilla brocada. Por encima del fajín, también en amarillo pero de un tono más oscuro, estaba desnuda salvo por unas cadenas doradas que le rodeaban la garganta. Unos pendientes pequeños de oro le decoraban las orejas en relucientes hileras y, lo más chocante de todo, era otro anillo que llevaba en la nariz y unido por una fina cadena jalonada de diminutos medallones a uno de los de la oreja izquierda.
—¿Elayne? —exclamó, boquiabierta, Egwene mientras se ajustaba el chal como si fuera ella la que llevaba descubierto el busto. La joven había elegido esta vez el atuendo de una Sabia por ninguna razón en particular.
La heredera del trono dio un brinco y, cuando se volvió hacia su amiga, el atuendo había cambiado por completo y llevaba un recatado vestido color verde pálido con cuello alto bordado y mangas largas rematadas en picos que caían sobre sus manos. Los pendientes y el aro de la nariz habían desaparecido.
—Es como se visten las mujeres de las islas de los Marinos cuando están en alta mar —se apresuró a explicar, colorada hasta la raíz del pelo—. Quería comprobar qué se sentía al ir vestida así y éste me pareció el lugar más apropiado. Después de todo, no puedo hacerlo en el barco.
—¿Y qué se siente? —preguntó Egwene con curiosidad.
—De hecho, un poco de frío. —Elayne recorrió con la mirada las columnas—. Y te da la impresión de que te están observando fijamente aun cuando no haya nadie. —De repente se echó a reír—. Pobres Thom y Juilin. La mayor parte del tiempo no saben dónde poner los ojos. La mitad de la tripulación son mujeres.
Egwene también escudriñó las columnas y encogió los hombros con desasosiego. Daba la sensación de que hubiera alguien observando. Sin duda se debía a que eran las únicas personas que había en la Ciudadela. Nadie que tuviera acceso al Tel’aran’rhiod esperaría encontrar gente a quien vigilar aquí.
—¿Thom? ¿Thom Merrilin? ¿Y Juilin Sandar? ¿Están con vosotras?
—Oh, Egwene, Rand los envió. Rand y Lan. Bueno, de hecho fue Moraine la que envió a Thom, pero Rand se lo ordenó a maese Sandar. Para que nos ayuden. Nynaeve se siente muy ufana, por Lan, se entiende, aunque jamás lo admitiría.
Egwene sonrió levemente. ¿Así que era Nynaeve la que se sentía ufana? Vaya, pero si Elayne estaba radiante; y había vuelto a cambiar su vestido, esta vez con un escote mucho más bajo, sin que al parecer fuera consciente de ello. El ter’angreal, el anillo retorcido de piedra, ayudaba a la heredera a entrar en el Mundo de los Sueños con igual facilidad que ella, pero no otorgaba control. Eso tenía que aprenderse. Cualquier idea concisa —como por ejemplo cómo le gustaría a Rand— aún producía cambios espontáneos en Elayne.
—¿Cómo está? —El timbre de la heredera era una extraña mezcla de forzada naturalidad y aprensión.
—Bien. Eso creo.
Le hizo un informe completo de lo ocurrido: los Portales de Piedra y Rhuidean —hasta donde sabía por lo que había escuchado y lo que había deducido por el comentario de ver a través de los ojos de los antepasados—, las extrañas criaturas semejantes a la del estandarte del Dragón que marcaban los antebrazos de Rand, la revelación de Bair de que el joven era la perdición de los Aiel, la convocatoria a los jefes de clan en Alcair Dal. Amys y las otras Sabias debían de estar ocupándose de eso en este momento, y Egwene deseó fervientemente que así fuera. Incluso le contó a su amiga la extraña historia de los verdaderos padres de Rand, en resumen.
—Pero, no sé —añadió—. Desde entonces ha estado comportándose de un modo más raro que nunca. Y Mat no le anda a la zaga. No quiero decir que esté loco, pero… Ahora es tan inflexible como Rhuarc o Lan, al menos en ciertos aspectos; puede que incluso más. Creo que planea algo, algo que no quiere que sepa nadie, y tiene mucha prisa por ponerlo en marcha. Me preocupa un poco. A veces tengo la impresión de que ya no ve a la gente, sólo piezas en un tablero de damas.
Elayne no pareció preocupada en absoluto, al menos por eso.
—Él es lo que es, Egwene. Un rey o un general no puede permitirse el lujo de ver gente. Cuando un gobernante ha de tomar una decisión conveniente para la nación, sabe que en ocasiones alguien sale perjudicado por el bien general. Rand es un rey, Egwene, aunque sin una nación, a menos que contemos Tear; y, si no hace algo porque puede herir a alguien, acabará haciendo daño a todos.
Egwene bufó. Tal vez tuviera sentido lo que decía la heredera del trono, pero no por eso tenía que gustarle. Las personas eran personas y tenía que considerárselas como tal.
—Hay algo más. Algunas de las Sabias pueden encauzar. Ignoro cuántas de ellas, pero sospecho que no son pocas, en mayor o menor grado. Por lo que me ha dicho Amys, encuentran a todas las mujeres que tienen el don innato. —Ninguna Aiel moría tratando de aprender a canalizar sin saber siquiera qué estaba haciendo; no existía entre las Aiel lo que ellas conocían como espontáneas. Los hombres que descubrían su capacidad de encauzar se enfrentaban a un destino más sombrío: se encaminaban hacia el norte, a la Gran Llaga y puede que más allá, a las Tierras Malditas y Shayol Ghul. «Ir a matar al Oscuro», lo llamaban. Ninguno sobrevivía el tiempo suficiente para perder la razón—. Resulta que Aviendha es una de las que han nacido con el don. Creo que será muy fuerte, y Amys opina igual.
—Aviendha —repitió Elayne—. Por supuesto. Debí darme cuenta. Sentí la misma sensación de afinidad con Jorin nada más verla, como me ocurrió con ella. Y contigo, por supuesto.
—¿Jorin?
Elayne apretó los labios, disgustada consigo misma.
—Prometí que guardaría su secreto y, a la primera oportunidad, suelto la lengua. En fin, supongo que tú no la perjudicarás a ella ni a sus hermanas. Jorin es la Detectora de Vientos del Tajador de olas, Egwene. Puede encauzar, al igual que algunas de las otras Detectoras de Vientos. —Echó una ojeada a las columnas que las rodeaban y, de repente, el escote del vestido desapareció dejando paso a un cuello alto que le cubría hasta la barbilla. Se ajustó un oscuro chal de encaje que no llevaba un momento antes y que ahora le cubría el cabello y arrojaba sombras sobre su rostro—. Egwene, no debes decírselo a nadie. Jorin tiene miedo de que la Torre trate de obligarles a convertirse en Aes Sedai o controlarlas de algún modo. Le prometí que haría cuanto estuviera en mi mano para evitar que tal cosa ocurra.
—No diré una palabra —aseguró Egwene lentamente. Sabias y Detectoras de Vientos. Y, en ambos colectivos, mujeres capaces de encauzar sin que ninguna hubiera tenido que prestar los Tres Juramentos comprometiéndose a cumplirlos por la Vara Juratoria. Se suponía que el fin de esos Juramentos era que la gente confiara en las Aes Sedai o, al menos, que no temiera su poder. Sin embargo, las Aes Sedai todavía tenían que ocultar su condición las más de las veces. Las Sabias, y habría apostado a que también las Detectoras de Vientos, gozaban de una posición de prestigio en sus respectivas sociedades y del respeto de sus pueblos. Y todo ello sin necesidad de estar comprometidas para, supuestamente, no ponerlos en peligro. Era algo en lo que pensar.
—Vamos bastante adelantadas a lo que habíamos programado, Egwene. Jorin ha estado enseñándome a trabajar con los fenómenos atmosféricos. ¡No te imaginas el tamaño de los flujos de aire que es capaz de tejer! Entre las dos estamos consiguiendo que el Tajador de olas viaje más deprisa que nunca, y es un navío realmente veloz de por sí. Llegaremos a Tanchico dentro de tres días o quizás en dos, según Coine. Es la Navegante, la capitana. Diez días desde Tear a Tanchico, calculo. Y eso, parándonos para hablar con todos los barcos Atha’an Miere que vemos. Egwene, los Marinos creen que Rand es su Coramoor.
—¿De veras?
—Coine ha interpretado mal parte de lo ocurrido en Tear. Para empezar, da por sentado que las Aes Sedai sirven ahora a Rand, y Nynaeve y yo pensamos que lo mejor era no sacarla de su error. Tan pronto como informe a otras Navegantes, la noticia se propagará y se pondrán al servicio de Rand. Creo que harán cualquier cosa que les pida.
—Ojalá los Aiel se mostraran tan dispuestos. —Egwene suspiró—. Rhuarc opina que algunos podrían rehusar reconocerlo, lleve o no los dragones de Rhuidean en los brazos. Uno de ellos, un tipo llamado Couladin, estoy segura de que lo mataría si se le presentara la menor oportunidad.
Elayne adelantó un paso, impetuosa.
—Tú te ocuparás de que eso no ocurra. —No era una pregunta ni una petición. En sus azules ojos había un brillo ardiente y en su mano sostenía una daga desenvainada.
—Haré absolutamente todo cuanto esté en mi mano. Rhuarc le ha puesto guardias personales.
Elayne pareció reparar por primera vez en la daga que empuñaba y tuvo un sobresalto. El arma desapareció.
—Tienes que enseñarme lo que quiera que Amys esté enseñándote a ti, Egwene. Resulta desconcertante que aparezcan y desaparezcan cosas o que de repente esté vestida con ropas distintas. Me ocurre e ignoro por qué.
—Te enseñaré, no te preocupes. Cuando tenga tiempo. —De hecho llevaba ya demasiado tiempo en el Tel’aran’rhiod—. Elayne, si no aparezco aquí cuando tengamos que reunirnos de nuevo, no te preocupes. Lo intentaré, pero quizá no me sea posible. No te olvides de decírselo a Nynaeve. Si no vengo, probad las noches siguientes. No me retrasaré más de una o dos, estoy segura.
—Si tú lo dices —repuso, poco convencida, Elayne—. Nos llevará semanas descubrir si Liandrin y las otras se encuentran o no en Tanchico. Thom es de la opinión que la ciudad estará sumida en el caos. —Sus ojos se desviaron hacia Callandor, cuya hoja estaba embebida en el suelo hasta más de la mitad—. ¿Por qué crees que hizo eso?
—Dijo que con ello tendría a los tearianos sujetos a él. Mientras la espada siga ahí, saben que va a regresar. Quizá sabe lo que dice. Eso espero.
—Oh, pensé que… Que quizás él… Bueno, que estaba furioso por algo.
Egwene la miró con el entrecejo fruncido. Esta actitud tímida no era propia de Elayne.
—¿Furioso por qué?
—Oh, por nada. Sólo era una idea. Egwene, le di dos cartas antes de marcharme de Tear. ¿Sabes cómo reaccionó?
—No, no lo sé. ¿Decías algo por lo que piensas que podría haberse enfadado?
—Por supuesto que no. —Elayne soltó una risa jovial; sonaba forzada. De repente su vestido era de lana oscura, lo bastante grueso para un invierno riguroso—. Tendría que ser una necia para escribir cosas que lo irritaran. —Su cabello se levantó en todas direcciones, como una absurda corona, pero la joven no era consciente de ello—. Al fin y al cabo, lo que intento es que se enamore de mí, sólo eso. Oh, ¿por qué tienen que ser tan complicados los hombres? ¿Por qué tienen que hacer las cosas tan difíciles? En fin, por lo menos está lejos de Berelain. —La lana se transformó de nuevo en seda, con el escote aun más bajo que al principio; el cabello le caía sobre los hombros en relucientes ondas que empañaban el brillo de la seda. Vaciló un momento y se mordió el labio inferior—. Egwene, si tienes ocasión, ¿querrás decirle que hablaba en serio cuando…? ¿Egwene? ¡Egwene!
Algo tiró de Egwene hacia atrás violentamente. El Corazón de la Ciudadela desapareció en la negrura, como si alguien la alejara bruscamente arrastrándola por el cuello de la blusa.
Egwene despertó dando un respingo; miró el techo bajo de la tienda envuelto en la noche mientras sentía el alocado palpitar de su corazón. Por los costados abiertos sólo penetraba un poco de luz de luna. Yacía bajo las mantas —en el Yermo hacía tanto frío de noche como calor durante el día, y el brasero en el que se quemaba estiércol seco, que emitía un olor dulzón, apenas proporcionaba calor—, igual que estaba cuando se había quedado dormida. Entonces ¿qué había tirado de ella, haciéndola regresar?
De repente reparó en Amys, que estaba sentada junto a ella con las piernas cruzadas, encubierta por las sombras. El rostro de la Sabia, envuelto en oscuridad, era tan sombrío y severo como la noche.
—¿Fuisteis vos, Amys? —dijo, iracunda—. No tenéis derecho a arrastrarme de ese modo. Soy una Aes Sedai del Ajah Verde… —Ahora ya le salía fácilmente la mentira—, y no tenéis derecho a…
—Al otro lado de la Pared del Dragón —la cortó la voz severa de la Sabia—, en la Torre Blanca, eres una Aes Sedai. Aquí no eres más que una ignorante alumna, una necia chiquilla que gatea por un nido de víboras.
—Sé que dije que no entraría en el Tel’aran’rhiod sin vos —repuso Egwene, procurando hablar con un tono razonable—, pero…
Algo la aferró por los tobillos y la levantó en vilo en el aire; las mantas cayeron y las ropas de la joven se amontonaron en sus axilas. Se quedó colgada cabeza abajo, con el rostro a la altura del de Amys. Furiosa, se abrió al saidar… en vano. Estaba bloqueada.
—Querías marcharte sola —siseó—. Se te advirtió, pero tenías que irte. —Sus ojos relucían en la oscuridad, un brillo que aumentaba más y más—. Sin preocuparte por lo que podría estar esperándote. En los sueños existen cosas que atenazan el corazón más valeroso. —Alrededor de los ojos, semejantes a unas brasas azules, el semblante de la Sabia se derritió, se alargó, y brotaron escamas donde antes había piel; sus mandíbulas se proyectaron hacia adelante, repletas de aguzados dientes—. Cosas que pueden devorar incluso el corazón más valeroso —gruñó.
Chillando, Egwene arremetió contra el escudo que le impedía tocar la Fuente Verdadera. Intentó golpear aquel rostro espantoso, aquella cosa que no podía ser Amys, pero algo le sujetó las muñecas y tiró, dejándola inerme y temblorosa en el aire. Lo único que pudo hacer fue chillar de terror cuando aquellas mandíbulas se cerraron sobre su rostro.
Gritando, Egwene se sentó bruscamente, aferrada a las mantas. Haciendo un gran esfuerzo logró cerrar la boca, pero no pudo hacer nada para contener los temblores que la sacudían violentamente. Se encontraba en la tienda. ¿O no? En las sombras, cruzada de piernas, envuelta en la aureola del saidar, estaba Amys. ¿O no era ella? Desesperada, se abrió a la Fuente y a punto estuvo de ponerse a chillar otra vez al chocar de nuevo contra la barrera. Apartó bruscamente las mantas y gateó sobre las alfombras hasta donde tenía sus ropas dobladas y empezó a revolverlas. Entre ellas guardaba un cuchillo pequeño. ¿Dónde estaba? ¿Dónde? ¡Aquí!
—Siéntate —ordenó Amys con acritud—, antes de que te medique por tener hipocondría y azogue. No te gustaría el sabor de la medicina.
Egwene se giró sobre las rodillas, sujetando el pequeño cuchillo con las dos manos, que sólo gracias a tenerlas juntas alrededor del mango no le temblaban de manera incontrolada.
—¿Sois realmente vos esta vez?
—Soy yo, ahora y también antes. Las lecciones duras son las mejores. ¿Piensas clavarme eso?
Vacilante, Egwene enfundó el cuchillo.
—No tenéis derecho a…
—¡Tengo todo el derecho! Me diste tu palabra. Ignoraba que las Aes Sedai podían mentir. Si voy a enseñarte, he de estar segura que me obedecerás. ¡No estoy dispuesta a ver cómo una alumna mía se degüella a sí misma! —Amys suspiró. El halo resplandeciente desapareció, como también la barrera que había entre Egwene y el saidar—. Ya no puedo mantener el escudo más tiempo. Eres mucho más fuerte que yo. En el Poder Único, se entiende. Faltó poco para que rompieras la barrera que te puse. Sin embargo, si no vas a cumplir tu palabra, no estoy segura de querer enseñarte.
—La cumpliré, Amys, lo juro. Pero he de reunirme con mis amigas en el Tel’aran’rhiod. También se lo prometí. Pueden necesitar mi ayuda, Amys, mi consejo. —En la oscuridad resultaba difícil adivinar qué pensaba la Sabia al quedar su rostro casi oculto por las sombras, aunque a Egwene no le pareció que su expresión se hubiera suavizado lo más mínimo—. Por favor, Amys. Me habéis enseñado mucho ya. Creo que sería capaz de localizar dónde están. Por favor, no interrumpáis vuestras enseñanzas ahora, cuando todavía me queda tanto por aprender. Haré lo que vos queráis.
—Trénzate el cabello —dijo Amys con voz inexpresiva.
—¿Que me lo trence? —repitió, desconcertada, Egwene. No le importaba hacerlo, pero ¿por qué? Ahora lo llevaba suelto, cayendo sobre los hombros, aunque no hacía mucho casi no había cabido en sí de orgullo el día en que el Círculo de Mujeres, en casa, había manifestado que ya era lo bastante mayor para llevar trenza, el estilo de peinado que todavía llevaba Nynaeve. En Dos Ríos, peinarse con trenza significaba que una joven había alcanzado la edad para considerársela una mujer.
—En dos trenzas, una sobre cada oreja. —El timbre de Amys seguía siendo frío e impasible—. Si no tienes cintas para entretejerlas con el cabello, yo te daré algunas. Así es como se peinan las niñas Aiel. Niñas demasiado pequeñas para fiarse de su palabra. Cuando me demuestres que sabes cumplir la tuya, podrás dejar de peinarte así. Pero, si vuelves a mentirme, haré que te cortes las faldas, como las de los vestidos de las chiquillas, y te haré llevar una muñeca. Cuando decidas comportarte como una mujer, se te tratará como a tal. Acepta estas condiciones o dejaré de enseñarte.
—Las aceptaré si vos accedéis a acompañarme cuando tenga que reunirme con…
—¡Acepta, Aes Sedai! Yo no hago tratos con chiquillas o con quienes son incapaces de mantener su palabra. Harás lo que te ordene, aceptarás lo que considere a bien ofrecer, y nada más. En caso contrario, márchate y sé la única responsable de provocar tu muerte. ¡Yo no contribuiré a que eso ocurra!
Egwene se alegró de que la tienda estuviera a oscuras, pues así su gesto ceñudo pasó inadvertido. Cierto, había dado su palabra, pero esto era muy injusto. Nadie intentaba obligar a Rand a dar rodeos para eludir unas reglas estúpidas. Bueno, a lo mejor él era diferente. En cualquier caso, no estaba segura de querer cambiar su situación por la de Rand, de preferir ser el blanco de la lanza de Couladin a someterse a los dictados de Amys. Indiscutiblemente, Mat no aguantaría las reglas de nadie, pero él, ni que fuera ta’veren ni que no, no tenía nada que aprender; lo único que tenía que hacer era ser él mismo. Seguramente se negaría a aprender nada de presentarse el caso, a menos que tuviera que ver con el juego o con cruzar apuestas con tontos. Pero ella sí deseaba aprender. A veces era como una sed insaciable; por mucho que absorbiera no quedaba saciada. Con todo, le seguía pareciendo injusto. «Las cosas hay que tomarlas como son», pensó tristemente.
—Acepto —dijo—. Haré lo que me ordenéis, me conformaré con lo que queráis darme, nada más.
—Bien. —Tras una larga pausa, como queriendo comprobar si Egwene decía algo más, aunque la joven, muy juiciosamente, contuvo la lengua, Amys añadió—: Tengo intención de ser muy dura contigo, Egwene, pero no por capricho. El hecho de que pienses que ya te he enseñado mucho sólo me demuestra lo poco que sabes todavía. Posees un gran talento para caminar por los sueños y seguramente algún día nos aventajarás con creces en esta disciplina. Pero si no aprendes lo que puedo enseñarte, lo que las cuatro podemos enseñarte, jamás desarrollarás plenamente ese talento. Lo más probable es que no vivas el tiempo suficiente para conseguirlo.
—Lo intentaré, Amys. —La joven pensó que estaba actuando con bastante humildad. ¿Por qué no le decía la Sabia lo que quería oír? Si no le permitía entrar sola en el Tel’aran’rhiod, entonces Amys tendría que acompañarla a la siguiente reunión con Elayne. O quizá fuera Nynaeve la que acudiera a la cita la próxima vez.
—Bien. ¿Tienes algo más que decir?
—No, Amys.
La pausa fue más larga esta vez; Egwene esperó con la mayor paciencia posible, enlazando las manos sobre las rodillas.
—Bien, así que eres capaz de callar tus exigencias cuando quieres —comentó finalmente la Sabia—, aunque ello te haga rebullir como una cabra con sarna. ¿Interpreto mal los síntomas? Puedo darte un ungüento. ¿No? Está bien. Te acompañaré cuando tengas que reunirte con tus amigas.
—Gracias —respondió con remilgo la joven. Así que una cabra con sarna, ¿no? ¡Vaya!
—Por si acaso no lo escuchaste la primera vez que te lo dije, el aprendizaje no será fácil ni corto. Si crees que has trabajado estos últimos días, prepárate para emplear tiempo y esfuerzo a partir de ahora.
—Amys, aprenderé todo lo que podáis enseñarme y trabajaré tan duro como deseéis, pero entre Rand y los Amigos Siniestros… Dedicar tiempo a instruirme podría convertirse en un lujo, y mi bolsillo está vacío.
—Lo sé —admitió la Sabia con cansancio—. Ya está provocándonos problemas a nosotros. Ven, ya has perdido demasiado tiempo con tus chiquilladas. Hay asuntos de mujeres de los que tratar. Vamos, las otras están esperándonos.
Por primera vez Egwene reparó en que las mantas de Moraine estaban vacías. Buscó su vestido, pero Amys le dijo:
—No te hará falta. Vamos muy cerca. Échate una manta sobre los hombros y sígueme. Ya he trabajado bastante para Rand al’Thor, y tendré que continuar cuando hayamos terminado.
No muy convencida, Egwene se envolvió en una manta y salió a la noche en pos de la Sabia. Hacía frío y se le puso la piel de gallina; iba brincando sobre el suelo de piedra, que en contacto con sus pies descalzos parecía un trozo de hielo. Tras el calor diurno, el ambiente de la noche resultaba tan gélido como el de Dos Ríos en pleno invierno. Veía el vaho que expulsaba al respirar por la boca y que el aire absorbía inmediatamente. A pesar del frío, el ambiente seguía siendo muy seco.
En la parte trasera del campamento de las Sabias se alzaba una tienda pequeña en la que no se había fijado hasta ahora, baja como las otras, pero cerrada todo en derredor hasta el suelo. Para su sorpresa, Amys empezó a despojarse de sus ropas y le indicó por señas que hiciera lo mismo. Apretando los dientes para que no le castañetearan, Egwene siguió el ejemplo de la Sabia lentamente. Cuando la Aiel se quedó completamente desnuda, siguió plantada en el mismo sitio como si no estuviera helando, aspirando profundamente y sacudiendo los brazos antes de agacharse y entrar en la tienda. Egwene la siguió con presteza.
Un calor húmedo la golpeó entre los ojos como el impacto de un palo. El sudor le brotó de súbito por todos los poros.
Moraine ya estaba allí, así como las otras Sabias y también Aviendha, todas ellas desnudas y sudorosas, sentadas alrededor de un caldero de hierro lleno hasta el borde con piedras cubiertas de hollín. Tanto el caldero como las piedras irradiaban calor. La Aes Sedai parecía recuperada casi por completo de su penosa experiencia, si bien había una tirantez alrededor de sus ojos que antes no estaba allí.
Mientras Egwene buscaba con cautela un sitio donde sentarse —aquí no había alfombras, sólo el rocoso suelo—, Aviendha cogió agua en el cuenco de la mano de otra vasija más pequeña que tenía a su lado y la echó en el caldero. El agua siseó y se hizo vapor, sin dejar la menor huella de humedad en las piedras. Aviendha tenía una expresión amarga; Egwene sabía cómo se sentía. También a las novicias les encomendaban tareas rutinarias en la Torre. No sabía qué le había resultado más odioso, si fregar suelos o restregar ollas. La tarea de la joven Aiel no parecía, ni con mucho, tan onerosa.
—Hemos de discutir qué hacer respecto a Rand al’Thor —empezó Bair cuando Amys se hubo sentado.
—¿Respecto a él? —inquirió Egwene, alarmada—. Tiene las marcas, es el que estabais esperando.
—Sí, lo es —dijo lúgubremente Melaine, que se retiró de la cara los largos mechones rojizos—. Hemos de procurar hallar el modo de que el mayor número posible de los nuestros sobreviva a su llegada.
—Y, lo que es igualmente importante —intervino Seana—, tenemos que asegurarnos de que sobreviva para que cumpla la profecía. —Melaine le asestó una mirada furibunda, y Seana añadió con tono paciente—: En caso contrario, ninguno de nosotros sobrevivirá.
—Rhuarc dijo que le pondría a varios Jindo como guardia personal —apuntó quedamente Egwene—. ¿Es que ha cambiado de idea?
Amys sacudió la cabeza.
—No, no lo ha hecho. Rand al’Thor duerme en las tiendas Jindo, con cien hombres en vigilia para asegurarse de que despierte mañana. Sin embargo, a menudo los hombres ven las cosas de un modo distinto de como las vemos nosotras. Rhuarc lo seguirá, tal vez haga objeciones a las decisiones que considere equivocadas, pero no intentará guiarlo.
—¿Creéis que necesita que lo guíen? —Moraine arqueó una ceja al oír la pregunta de Egwene, pero la joven hizo caso omiso de ella—. Hasta ahora, ha hecho lo que tenía que hacer sin la guía de nadie.
—Rand al’Thor no conoce nuestras costumbres —replicó Amys—. Podría cometer un centenar de errores que pondrían a un jefe o a un clan en su contra, que harían que lo vieran como un hombre de las tierras húmedas en lugar de El que Viene con el Alba. Mi esposo es un buen hombre y un excelente jefe, pero no tiene madera de mediador porque ha sido entrenado para dirigir guerreros. Hemos de poner cerca de Rand al’Thor a alguien que pueda susurrarle al oído cuando parezca a punto de dar un paso en falso. —Hizo un gesto a Aviendha para que echara más agua en las piedras calientes; la joven obedeció con aire hosco.
—Y debemos vigilarlo —intervino Melaine—. Hemos de tener una idea de lo que se propone hacer antes de que lo lleve a cabo. La Profecía de Rhuidean ha empezado a cumplirse y no puede impedirse que llegue a su fin, ya sea de uno u otro modo, pero estoy decidida a conseguir que se salve el mayor número posible de nuestra gente. Lograrlo depende de lo que Rand al’Thor se dispone hacer.
Bair se inclinó hacia Egwene. La anciana parecía estar hecha toda ella de huesos y tendones.
—Tú lo conoces desde la infancia. ¿Confiaría en ti?
—Lo dudo —respondió la joven—. Ya no es tan confiado como solía. —Evitó mirar a Moraine.
—¿Nos lo contaría ella si le hiciera alguna confidencia? —demandó Melaine—. No pretendo crear enemistades aquí, pero Egwene y Moraine son Aes Sedai, y su objetivo puede ser distinto del nuestro.
—Antaño servimos a las Aes Sedai —expuso Bair lisa y llanamente—. Les fallamos entonces. Puede que estemos destinados a servirles de nuevo.
Melaine enrojeció, turbada. Empero, Moraine no dio señal de verlo y tampoco de haber escuchado lo que la mujer había dicho antes. Excepto por aquella tirantez alrededor de sus ojos, su expresión era tan impasible como un trozo de hielo.
—Ayudaré en lo que pueda —dijo fríamente—, pero apenas tengo influencia en Rand. De momento, está tejiendo el Entramado a su albedrío.
—En tal caso hemos de vigilarlo más estrechamente y mantener la esperanza. —Bair suspiró—. Aviendha, te reunirás con Rand al’Thor cuando despierte cada día y no te separarás de él hasta que vuelva a sus mantas por la noche. Te pegarás a él como si fueras su piel. En cuanto a tu aprendizaje, me temo que habrá de hacerse según nos lo permitan las circunstancias; será penoso para ti ocuparte de ambas cosas, pero no queda más remedio. Si hablas con él, y sobre todo si escuchas, no creo que tengas problemas para permanecer a su lado. Pocos hombres rechazarían la compañía de una bonita joven que los atiende. A lo mejor se le escapa algo.
Aviendha se había ido poniendo más rígida a medida que hablaba Bair, y, cuando por fin terminó la Sabia, espetó:
—¡No lo haré!
Un profundo silencio cayó sobre las mujeres y todos los ojos se volvieron hacia ella, pero la joven sostuvo las miradas con actitud desafiante.
—¿No lo harás? —musitó suavemente Bair—. No lo harás. —Era como si saboreara cada palabra de un modo extraño.
—Aviendha, nadie te pide que traiciones a Elayne, sólo que hables con él —intervino Egwene con intención de apaciguarla, pero, en todo caso, la antigua Doncella Lancera pareció todavía más ansiosa por encontrar un arma.
—¿Es ésta la disciplina que se imparte ahora a las Doncellas? —dijo, cortante, Amys—. En tal caso, descubrirás que la nuestra es mucho más rígida. Si existe alguna razón por la que no puedes estar cerca de Rand al’Thor, dínoslo. —La actitud desafiante de Aviendha se atenuó ligeramente, y la joven masculló algo ininteligible. La voz de Amys adquirió un timbre cortante como el filo de un cuchillo—. ¡Habla claro!
—¡No me gusta! —barbotó Aviendha—. ¡Lo odio! ¡Lo odio!
Si Egwene no hubiera conocido a la joven habría pensado que estaba al borde de las lágrimas. Sin embargo, las palabras de Aviendha la conmocionaron; no podía decirlo en serio.
—No te estamos pidiendo que lo ames ni que lo metas en tu cama —increpó Seana con un timbre acerbo—. Te estamos mandando que escuches a ese hombre, ¡y vas a obedecer!
—Chiquilladas —resopló Amys—. ¿Qué clase de jóvenes hay hoy en el mundo? ¿Es que ninguna deja de ser una niña?
Bair y Melaine hablaron aun con más acritud; la mujer mayor amenazó con atar a Aviendha al caballo de Rand en lugar de la silla de montar —y lo dijo como si realmente se propusiera hacerlo al pie de la letra— y Melaine sugirió que, en lugar de dormir por las noches, Aviendha podría ponerse a cavar y cerrar agujeros para que se le aclararan las ideas. Egwene comprendió que las amenazas no tenían el propósito de coaccionarla; estas mujeres esperaban que se las obedeciera y estaban dispuestas a conseguirlo. Cualquier tarea inútil que Aviendha se buscara sería por mostrarse obstinada. Pero esa tozudez pareció menguar y encogerse bajo la penetrante mirada de cuatro pares de ojos clavados en ella, de manera que la joven adoptó una postura en cuclillas más defensiva, pero siguió aguantando, sin dar su brazo a torcer.
Egwene se inclinó junto a ella y le puso la mano en el hombro.
—Me dijiste que éramos casi como hermanas, y creo que lo somos. ¿Querrás hacerlo por mí? Tómalo como si cuidaras de él en nombre de Elayne. Sé que también la aprecias a ella. Podrías comunicarle que Elayne decía en serio lo que escribió en sus cartas. A Rand le gustará saberlo.
El rostro de Aviendha se contrajo en un espasmo.
—Lo haré —aceptó, viniéndose abajo—. Lo cuidaré por Elayne. Por Elayne.
—Chiquilladas. —Amys se estremeció—. Lo vigilarás porque te lo hemos ordenado, muchacha. Si piensas que lo haces por otra razón, descubrirás que estás equivocada y será doloroso. Echa más agua. Apenas sale vapor.
Aviendha arrojó otro puñado de líquido sobre las piedras como si estuviera arremetiendo con una lanza. Egwene se alegró de ver que la joven había recuperado su espíritu combativo, pero decidió hablar con ella a solas para prevenirla. Tener carácter estaba bien, pero había ciertas mujeres —estas cuatro Sabias, por ejemplo, y Siuan Sanche— con quienes era aconsejable controlar el genio al tratar con ellas. Uno podía pasarse el día entero chillando y discutiendo con el Círculo de Mujeres, pero al final acababa haciendo lo que ellas querían y deseando haber mantenido la boca cerrada.
—Ahora que todo está arreglado —dijo Bair—, disfrutemos del vapor en silencio mientras podemos. Algunas de nosotras tenemos todavía mucho que hacer esta noche y las siguientes, si es que vamos a organizar una reunión en Alcair Dal para Rand al’Thor.
—Los hombres siempre hallan el modo de hacer trabajar a las mujeres —comentó Amys—. ¿Por qué iba a ser diferente Rand al’Thor?
El silencio se adueñó de la tienda salvo por el siseo del agua cuando Aviendha rociaba las piedras calientes. Las Sabias estaban sentadas con las manos sobre las rodillas, respirando profundamente. Realmente resultaba muy agradable, incluso relajante, aquel calor húmedo, la sensación de limpieza del resbaladizo sudor en la piel. Egwene decidió que merecía la pena perder un rato de sueño.
Empero, Moraine no parecía estar relajada. Contemplaba el humeante caldero como si estuviera viendo algo más, a lo lejos.
—¿Fue muy malo? —musitó en un quedo susurro Egwene para no molestar a las Sabias—. Me refiero a Rhuidean.
—Los recuerdos se disipan —respondió la Aes Sedai en un tono igual de bajo. No apartó la mirada de su lejana visión, y su voz sonó casi tan gélida como para enfriar el aire caliente de la tienda—. La mayoría ya se han borrado. Algunos, ya los conocía. Otros… La Rueda gira según sus designios, y nosotros sólo somos los hilos del Entramado. He dedicado mi vida a encontrar al Dragón Renacido, a encontrar a Rand, y a prepararlo para que afronte la Última Batalla. Y me ocuparé de que sea así, cueste lo que cueste. Nada ni nadie es más importante que eso.
Sacudida por un escalofrío a despecho de estar sudando, Egwene cerró los ojos. La Aes Sedai no quería consuelo. Era un pedazo de hielo, no una mujer. Egwene se propuso recuperar la sensación de bienestar de momentos antes. Sospechaba que ocasiones como ésta se le presentarían pocas y muy de tarde en tarde en los días venideros.