Ya tendrían que estar de vuelta. —Egwene agitó enérgicamente el abanico de seda, contenta de que al menos por las noches no hiciera tanto calor como durante el día. Las mujeres tearianas llevaban abanicos a todas horas (por lo menos las nobles y las acomodadas) pero, por lo que había comprobado, no servían para nada salvo después de ponerse el sol, y aun entonces tampoco para mucho. Hasta las lámparas, unos objetos grandes, dorados y con espejos, colocados en soportes de pared plateados, contribuían a incrementar el calor—. ¿Qué los habrá entretenido? —Una hora, les había prometido Moraine, por primera vez desde hacía días, y luego, antes de cinco minutos, se había marchado sin dar explicaciones—. ¿Dijo algo que apuntara para qué querían verla, Aviendha? ¿O quién la mandó llamar?
Sentada en el suelo con las piernas cruzadas, los verdes ojos resaltando en contraste con la tez morena, la Aiel se encogió de hombros. Vestía chaqueta, calzones y suaves botas, y llevaba el shoufa enrollado al cuello; aparentemente, no iba armada.
—Careen le dio el mensaje en voz baja, y no habría sido correcto escuchar. Lo lamento, Aes Sedai.
Egwene se sintió culpable y empezó a juguetear con el anillo de la Gran Serpiente que llevaba en la mano derecha, el ofidio dorado que se mordía su propia cola. En su condición de Aceptada debería haberlo llevado en el dedo corazón de la mano izquierda, pero la pequeña artimaña hacía creer a los Grandes Señores que tenían a cuatro Aes Sedai dentro de la Ciudadela y por ende los obligaba a mantener los buenos modales o lo que los nobles tearianos entendían como tal. Moraine no mentía, por supuesto; nunca dijo que fueran más que Aceptadas, pero tampoco decía que lo eran, y dejaba que cada cual pensara lo que quisiera pensar y creyera lo que le parecía ver. Moraine no podía mentir, pero era capaz de dar a la verdad una interpretación muy particular.
No era la primera vez que Egwene y las otras habían fingido que pertenecían ya a la hermandad desde su salida de la Torre, pero cada vez se sentía más incómoda por engañar a Aviendha. Le gustaba la Aiel y creía que podrían ser amigas si tuvieran la oportunidad de conocerse, pero tal cosa no parecía posible mientras Aviendha creyera que Egwene era Aes Sedai. La Aiel estaba allí a instancias de Moraine, que había dado la orden con algún propósito que sólo conocía ella. Egwene sospechaba que la razón era proporcionarles una guardia personal Aiel, como si ellas no supieran defenderse. Aun así, aun en el caso de que Aviendha y ella se hicieran amigas, no podría decirle la verdad. Moraine había dejado bien claro que el mejor modo de guardar un secreto era evitar que lo descubriera quien no tenía por qué saberlo. En ocasiones Egwene había deseado que la Aes Sedai se equivocara de manera notoria, aunque sólo fuera una vez. Nada que acabara en desastre, desde luego. Ésa era la pega.
—Tanchico —murmuró Nynaeve. La gruesa trenza de oscuro cabello le colgaba por la espalda hasta la cintura. Se encontraba asomada a una de las estrechas ventanas que estaban abiertas para que entrara el más leve soplo de aire nocturno. Allá abajo, en el ancho cauce del río Erinin, se mecían las linternas de las escasas barcas de pesca que no se habían aventurado corriente abajo, pero Egwene dudaba que Nynaeve las viera—. Al parecer no hay más remedio que ir a Tanchico. —Sin ser consciente de ello dio un tirón a su vestido verde de escote lo bastante amplio para dejar al aire sus hombros; era un gesto que repetía muy a menudo. Si Egwene se lo hubiera insinuado, habría negado que llevaba ese vestido por Lan, el Guardián de Moraine, pero el verde, el azul y el blanco parecían ser los colores favoritos de Lan en las mujeres, y cualquier vestido que no fuera de esas tonalidades había desaparecido del armario de Nynaeve—. No hay más remedio. —No parecía complacerle la perspectiva.
Egwene se sorprendió dando también un tirón a su vestido. Se sentía rara con este tipo de vestimenta sujeta sólo a los hombros. Por otro lado, estaba segura de que no habría soportado llevar otra prenda que la tapara más. A pesar de su ligereza, el lino rojo pálido daba la impresión de ser lana. Deseó tener el coraje suficiente para ponerse los atuendos de sutiles tejidos que llevaba Berelain. No los consideraba apropiados para estar en público, pero debían de ser frescos.
«Deja de preocuparte por la comodidad y céntrate en el asunto que tenemos entre manos», se reprendió para sus adentros.
—Tal vez —contestó en voz alta—, pero no estoy convencida de ello.
Una mesa larga y estrecha que relucía a fuerza de frotarla con cera ocupaba el centro de la habitación. En el extremo más próximo a Egwene había una silla de respaldo alto, de talla delicada y con alguno que otro toque dorado, bastante sencilla para los gustos de Tear; la altura del respaldo de las sillas de los laterales disminuía de manera progresiva, de forma que las que estaban al final parecían poco más que bancos. Egwene ignoraba el uso que los tearianos habían dado a esta estancia. Ellas la habían utilizado para interrogar a dos prisioneras capturadas durante la caída de la Ciudadela.
Era incapaz de bajar a las mazmorras, aunque Rand había ordenado que todos los instrumentos que habían decorado las paredes de la sala de guardia fueran fundidos o quemados. Tampoco Nynaeve ni Elayne se mostraron ansiosas por regresar allí. Además, esta estancia tan luminosa, con sus limpias baldosas verdes y sus paneles de pared luciendo tallas de las Tres Lunas Crecientes del estandarte de Tear, ofrecía un marcado contraste con la lúgubre piedra gris de las celdas, todas ellas tan oscuras, húmedas y sucias. Aquello había de tener cierto efecto debilitante en las dos mujeres, con sus ropas de prisioneras hechas con burda lana.
No obstante, únicamente esa prenda de color pardo habría dado a entender a cualquier persona que Joiya Byir, de pie y dando la espalda a la mesa, era una prisionera. Había pertenecido al Ajah Blanco y no había perdido en lo más mínimo la fría arrogancia de las Blancas cuando se pasó al Ajah Negro. Su actitud ponía de manifiesto que si estaba en aquella postura rígida, sin apartar los ojos de la pared del fondo, era por propia elección y no por otras razones. Sólo una mujer capaz de encauzar habría vislumbrado el flujo del elemento Aire, del grueso de un pulgar, que mantenía los brazos de Joiya contra los costados y los tobillos sujetos entre sí. Una jaula tejida también con Aire la obligaba a tener los ojos fijos al frente, e incluso los oídos los tenía tapados para que no pudiera escuchar lo que decían hasta que quisieran que lo oyera.
Egwene volvió a revisar el escudo tejido del elemento Energía que impedía que Joiya entrara en contacto con la Fuente Verdadera. Resistía, como sabía que lo haría. Ella misma había tejido todos los hilos alrededor de Joiya y los había atado para que se sustentaran, pero no se sentía tranquila estando en la misma habitación con una Amiga Siniestra que tenía la habilidad de encauzar, aunque estuviera aislada. No sólo era una Amiga Siniestra. También pertenecía al Ajah Negro, y el asesinato era el menor de sus crímenes. Se habría doblado bajo el peso de los juramentos quebrantados, las vidas destrozadas y las almas mancilladas que podían achacársele.
La otra prisionera, hermana también del Ajah Negro, carecía de su fortaleza. De pie al otro extremo de la mesa, con los hombros hundidos y la cabeza gacha, Amico Nagoyin pareció encogerse bajo la mirada de Egwene. No era preciso levantar un escudo a su alrededor; Amico había sido neutralizada durante su captura. Capaz todavía de percibir la Fuente Verdadera, jamás volvería a tocarla, jamás volvería a encauzar. El deseo, la necesidad, permanecería con tanta intensidad como el respirar, y tendría presente su pérdida durante el resto de su vida, el saidar fuera de su alcance para siempre. Egwene hubiera querido sentir un retazo de piedad, pero tampoco se esforzó en ello.
Amico murmuró algo sin alzar la vista del tablero de la mesa.
—¿Qué? —inquirió Nynaeve—. ¡Habla alto!
Amico levantó la cabeza sumisamente. Seguía siendo una mujer hermosa de oscuros y grandes ojos, pero había algo distinto en ella que Egwene no acababa de definir. No se trataba del miedo que la hacía aferrar su burda ropa de prisionera con ambas manos. Era algo más. Amico tragó saliva trabajosamente antes de contestar.
—Deberíais ir a Tanchico.
—Nos has dicho eso veinte veces —replicó Nynaeve con dureza—. Cincuenta. Cuéntanos algo nuevo, dinos nombres que no sepamos ya. ¿Quién más hay en la Torre Blanca que sea del Ajah Negro?
—No lo sé. Debéis creerme. —Amico hablaba cansinamente, con un aire de absoluta derrota, una actitud completamente diferente de la que había mostrado cuando ellas eran las prisioneras y Amico la carcelera—. Antes de que abandonáramos la Torre sólo sabía de Liandrin, Chesmal y Rianna. Nadie conocía a más de dos o tres de las otras, creo, salvo Liandrin. Os he dicho todo cuanto sé.
—Entonces es que eres extremadamente ignorante para ser una mujer que esperaba gobernar parte del mundo cuando el Oscuro escapara de su prisión —intervino Egwene, que cerró el abanico de golpe para dar más énfasis a sus palabras. Todavía la sorprendía su facilidad para decir eso ahora. El estómago todavía se le encogía y un escalofrío le recorría la espina dorsal, pero ya no sentía deseos de gritar o echarse a llorar. Uno acababa acostumbrándose a todo.
—Oí por casualidad aquella conversación de Liandrin con Temaile —empezó Amico la misma historia que les había contado infinidad de veces. Los primeros días de su cautividad intentó mejorarla, pero cuanto más complicada la hacía más se enredaba en sus propias mentiras. Ahora casi siempre la contaba igual, palabra por palabra—. Si hubieseis visto el semblante de Liandrin cuando me descubrió… Me habría matado allí mismo si hubiera creído que había oído algo. Y a Temaile le gusta hacer daño a la gente. Disfruta con ello. Pero sólo las había oído un poco cuando me vieron. Liandrin dijo que había algo en Tanchico, algo peligroso para… para él. —Se refería a Rand. Era incapaz de pronunciar su nombre, y la mención del Dragón Renacido era suficiente para que estallara en llanto—. Liandrin dijo que también era peligroso para cualquiera que lo utilizara. Casi tanto como para… él. Por eso no había ido ya por ello. Dijo: «Cuando lo encontremos, su corrompida habilidad lo someterá a nosotras». —Tenía el rostro sudoroso, pero tiritaba violentamente.
No había cambiado ni una palabra. Egwene abrió la boca para decir algo, pero Nynaeve se adelantó.
—Ya estoy harta de oír lo mismo. Veamos si la otra tiene algo nuevo que contar.
Egwene la miró duramente, y Nynaeve le devolvió la mirada con igual intensidad; ninguna pestañeó.
«A veces actúa como si todavía fuera la Zahorí y yo la chica de pueblo a la que enseña las propiedades de las hierbas», pensó Egwene, sombría. «Debería darse cuenta de que las cosas han cambiado». Nynaeve era muy fuerte en el Poder, más que ella, pero sólo cuando se las componía para encauzar; y, si no estaba furiosa, no lo conseguía.
Por lo general, Elayne se ocupaba de calmar los ánimos cuando se llegaba a este punto, y lo hacía con más frecuencia de lo que sería aconsejable. Para cuando la propia Egwene pensó en suavizar la tensión, la cosa había llegado demasiado lejos, e intentar una aproximación conciliadora en ese momento sería ceder. Así lo entendería Nynaeve, estaba segura. No recordaba que la antigua Zahorí hubiera cedido jamás, así que ¿por qué iba a hacerlo ella? Esta vez Elayne no estaba presente; Moraine había indicado con una palabra y un gesto a la heredera del trono que siguiera a las Doncellas que habían venido en su busca. Sin ella, la tensión se prolongó, mientras ambas Aceptadas esperaban a que la otra parpadeara. Aviendha contenía la respiración; ponía un especial empeño en no inmiscuirse en sus enfrentamientos. Sin duda consideraba que lo prudente era mantenerse aparte.
Cosa curiosa, fue Amico quien acabó con la situación de punto muerto esta vez, aunque su intención realmente era demostrar su voluntad de cooperar. Se volvió de cara a la pared del fondo, esperando pacientemente que la ataran.
Lo absurdo de la situación fue un impacto para Egwene. Era la única mujer en la habitación capaz de encauzar —a no ser que Nynaeve se encolerizara o que el escudo de Joiya fallara— y tanteó el tejido de Energía de nuevo, sin pensar; se dio el gusto de enzarzarse en una contienda de miradas mientras Amico esperaba que la atara. En otro momento se habría reído de su reacción. En lugar de ello, se abrió por completo al saidar, el brillante calor que nunca se veía, que siempre se notaba y que en todo momento parecía atisbarse por el rabillo del ojo. El Poder Único entró a raudales en ella, como algo gozosamente vivo y redoblado, y Egwene tejió los hilos alrededor de Amico.
Nynaeve se limitó a gruñir; no parecía estar tan furiosa como para percibir lo que Egwene estaba haciendo —no podía si no perdía los estribos—, pero sí vio que Amico se ponía tensa cuando la tocaron los hilos de Aire, y después se quedó fláccida, medio sujeta por la energía, como queriendo demostrar que no oponía la menor resistencia.
Aviendha se estremeció como tenía por costumbre hacer cada vez que sabía que estaban encauzando el Poder cerca de ella.
Egwene tejió obstrucciones para los oídos de Amico —interrogarlas por separado no serviría de nada si escuchaban lo que decía la otra— y se volvió hacia Joiya. Se cambió el abanico de mano para secarse el sudor de las palmas en el vestido; se paró de golpe, con un gesto de asco. El sudor no tenía nada que ver con la temperatura que hacía en la habitación.
—Su rostro —dijo de repente Aviendha. Era sorprendente que hablara, ya que no lo hacía a menos que Moraine o alguna de las otras se dirigieran a ella—. El rostro de Amico. No tiene el mismo aspecto; antes el tiempo no parecía dejar huella en él, y ahora sí. ¿Es porque se la ha… neutralizado? —Acabó la frase muy deprisa y en un tono casi susurrante. Se le habían pegado ciertas costumbres al estar tanto tiempo junto a ellas. Ninguna mujer de la Torre podía hablar de la neutralización sin sufrir un escalofrío.
Egwene fue hacia el extremo de la mesa, desde donde podía ver el rostro de Amico de perfil y al mismo tiempo seguir fuera del campo visual de Joiya. Los ojos de esa mujer hacían que el estómago se le hiciera un nudo.
Aviendha tenía razón; ésa era la diferencia que había notado y no había sabido concretar. Amico parecía joven, quizá más de lo que correspondía a su edad, pero no daba esa sensación de intemporalidad de las Aes Sedai que habían trabajado durante años con el Poder Único.
—Tienes muy buena vista, Aviendha, pero ignoro si esto tiene algo que ver con la neutralización. Sin embargo, supongo que así debe de ser. No sé qué otra cosa podría causarlo.
Se dio cuenta de que no estaba hablando como una Aes Sedai, que por lo general hablaban como si lo supieran todo; cuando una Aes Sedai admitía que no sabía algo, casi siempre se las componía para dar la impresión de que esa ignorancia ocultaba conocimientos sin cuento. Mientras se estrujaba el cerebro buscando algo apropiadamente portentoso, Nynaeve acudió a su rescate.
—Son relativamente pocas las Aes Sedai que se han consumido, Aviendha, y aún menos las que han sido neutralizadas.
«Consumirse» se decía cuando ocurría por accidente; oficialmente, la neutralización era resultado de un juicio y su sentencia. Para Egwene no tenía sentido tal diferenciación; era como tener dos términos para describir una caída por la escalera dependiendo de si se había tropezado o se había recibido un empujón. En realidad, la mayoría de las Aes Sedai parecían considerarlo lo mismo, salvo cuando impartían clases a las novicias o las Aceptadas. De hecho, eran tres las palabras. A los hombres se los «amansaba», y había que hacerlo antes de que se volvieran locos. Sólo que ahora estaba Rand, y la Torre no osaba amansarlo.
Nynaeve había adoptado un tono algo pedante y erudito, sin duda con la intención de parecer una Aes Sedai. Estaba imitando a Sheriam en clase, comprendió Egwene, con las manos enlazadas a la altura de la cintura y sonriendo levemente como si todo fuera tan sencillo cuando se aplicaba a uno mismo.
—Neutralizar no es una materia que cualquiera elegiría estudiar, ¿comprendes? —continuó Nynaeve—. Por lo general se acepta como algo irreversible. Lo que capacita a una mujer para encauzar no puede recuperarse una vez que se ha quitado, del mismo modo que una mano que ha sido cortada no puede reaparecer mediante la Curación. —Al menos, nadie había podido curar la neutralización, aunque se habían hecho intentos. Lo que decía Nynaeve era verdad en su conjunto, aunque algunas hermanas del Ajah Marrón estudiarían cualquier cosa si tuvieran la oportunidad de hacerlo, y algunas hermanas Amarillas intentarían aprender a curar lo que fuera. Pero ni siquiera se había dado un atisbo de éxito en la curación de una mujer que hubiera sido neutralizada—. Aparte de esa dura circunstancia demostrada, se sabe muy poco. Las mujeres que han sido neutralizadas rara vez viven más de unos pocos años. Dan la impresión de haber perdido el deseo de vivir, se dan por vencidas. Como ya he dicho, es un tema desagradable.
—Sólo pensé que podía deberse a eso —musitó Aviendha, que rebulló intranquila.
Egwene era de su misma opinión. Decidió preguntarle a Moraine. Si es que la veía alguna vez sin que Aviendha estuviera también presente. Se le ocurrió que su engaño era un estorbo para ellas tanto como una ayuda.
—Veamos si Joiya también sigue contando lo mismo. —Sin embargo, tenía que estar bien segura antes de retirar los hilos de Aire tejidos alrededor de la Amiga Siniestra.
Joiya debía de estar entumecida por llevar tanto tiempo inmóvil, pero se volvió suavemente hacia ellas. El sudor que le perlaba la frente no mermaba su dignidad y aplomo, del mismo modo que el burdo vestido tampoco atenuaba la impresión de que estaba allí por decisión propia. Era una mujer hermosa con un aire maternal en el semblante a despecho de su tersura intemporal, algo confortante. Pero los oscuros ojos de aquel rostro hacían que la mirada de un halcón pareciera afable. Les sonrió, sin que el gesto llegara a sus ojos.
—Que la Luz os ilumine. Que la mano del Creador os cobije.
—Te prohíbo que digas eso. —La voz de Nynaeve sonaba tranquila, pero se echó la coleta por encima del hombro y aferró la punta con el puño apretado como solía hacer cuando estaba enfadada o intranquila. Egwene no creía que fuera esto último; no daba la impresión de que Joiya le pusiera la piel de gallina a Nynaeve como le ocurría a ella.
—Estoy arrepentida de mis pecados —repuso Joiya con dulzura—. El Dragón ha renacido, y sostiene en sus manos a Callandor. La Profecía se ha cumplido y el Oscuro tiene que fracasar. Ahora lo comprendo. Mi arrepentimiento es sincero. Nadie puede caminar bajo la Sombra tanto tiempo que no pueda volver a la Luz.
El semblante de Nynaeve se había ido ensombreciendo a medida que la mujer hablaba. Egwene tenía el convencimiento de que estaba tan furiosa que ahora podría encauzar, pero si lo hacía seguramente estrangularía a Joiya. Tampoco Egwene daba crédito al supuesto arrepentimiento de la mujer, por supuesto, pero su información sí podía ser cierta. Joiya era muy capaz de tomar fríamente una decisión y cambiar al que pensaba que sería el bando vencedor. O tal vez sólo estaba ganando tiempo, mintiendo con la esperanza de que llegara el rescate.
Mentir no era posible para una Aes Sedai, incluso para una que había perdido todo derecho a llamarse así. El primero de los Tres Juramentos, pronunciados con la Vara Juratoria en la mano, se ocupaba de eso. Pero, fueran cuales fueran los juramentos prestados al Oscuro al unirse al Ajah Negro, parecían romper los Tres Juramentos por completo.
Bien. La Amyrlin las había enviado para dar caza al Ajah Negro, a Liandrin y las otras doce que habían asesinado y huido de la Torre. Y lo único que tenían para seguir adelante ahora era lo que estas dos pudieran, o quisieran, revelarles.
—Cuéntanos otra vez tu historia —ordenó Egwene—. Pero en esta ocasión utiliza palabras distintas. Estoy cansada de escuchar relatos aprendidos de memoria. —Si mentía, había más posibilidades de que cometiera un desliz si lo contaba de otra manera—. Estamos esperando. —Esto último lo dijo en beneficio de Nynaeve, que soltó un resoplido y después asintió con brusquedad.
—Como deseéis. —Joiya se encogió de hombros—. Veamos. Palabras distintas. El falso Dragón, Mazrim Taim, que fue capturado en Saldaea, es capaz de encauzar con una fuerza increíble. Quizá tanta como Rand al’Thor o casi, si se da crédito a las informaciones recibidas. Liandrin tiene intención de liberarlo antes de que se lo lleven a Tar Valon para ser amansado. Será proclamado el Dragón Renacido, dándole el nombre de Rand al’Thor, y después llevará a cabo una destrucción a tal escala como el mundo no ha conocido desde la Guerra de los Cien Años.
—Eso es imposible —la interrumpió Nynaeve—. El Entramado no admitirá un falso Dragón, ahora que Rand se ha proclamado a sí mismo.
Egwene suspiró. Ya habían pasado por lo mismo antes, pero Nynaeve rebatía siempre este punto. No estaba segura de que la antigua Zahorí creyera que Rand era el Dragón Renacido, dijera lo que dijera y a pesar de la Profecía y de Callandor y de la caída de la Ciudadela. Nynaeve tenía unos cuantos años más que Rand, los bastantes para haber cuidado de él cuando era un niño, igual que había hecho con Egwene. Era un joven de Campo de Emond, y Nynaeve seguía considerando su principal obligación el proteger a la gente de su pueblo.
—¿Es eso lo que os ha dicho Moraine? —preguntó Joiya con cierto desdén—. Moraine ha pasado poco tiempo en la Torre desde que alcanzó el grado de Aes Sedai, y tampoco ha compartido mucho más con sus hermanas. Supongo que conoce bien el funcionamiento de la vida en los pueblos y puede que incluso sepa algo de la política entre naciones, pero habla con demasiada certidumbre de asuntos que conoce sólo a través de estudios y de conversaciones con quienes son expertos en la materia. Aun así, puede que tenga razón y a Mazrim Taim le resulte imposible autoproclamarse. No obstante, si otros lo hacen por él, ¿qué diferencia hay?
Egwene deseó que Moraine hubiera regresado. Joiya no hablaría con tanta seguridad en su presencia; el hecho de que supiera que Nynaeve y ella sólo eran Aceptadas la hacía crecerse.
—Continúa —instó Egwene en un tono casi tan cortante como el de su compañera—. Y recuerda: con otros términos.
—Desde luego. —Por su actitud, se diría que Joiya respondía a una cortés invitación, pero sus ojos relucían como cuentas negras de vidrio—. Las consecuencias son obvias. Rand al’Thor será culpado de los desmanes de… Rand al’Thor. Ni siquiera la prueba de que son dos hombres diferentes será tomada en consideración porque ¿quién sabe las artimañas que el Dragón Renacido tiene a su alcance? Hasta podría encontrarse en dos sitios a la vez. Incluso el tipo de hombre que siempre se ha unido a las tropas de un falso Dragón dudará ante la matanza indiscriminada y cosas peores que presenciará. Aquellos que no se acobarden por semejante carnicería buscarán al tal Rand al’Thor que se refocila en un baño de sangre. Las naciones se unirán como lo hicieron en la Guerra de Aiel… —Dispensó una sonrisa de disculpa a Aviendha que resultaba incongruente en contraste con aquellos ojos implacables—, aunque sin duda no tardarán tanto en esta ocasión. Ni siquiera el Dragón Renacido puede resistir algo así y cederá antes o después. Antes de que se inicie la Última Batalla habrá sido aplastado por los mismos a los que intentaba salvar. El Oscuro quedará libre, llegará el día de Tarmon Gai’don, y la Sombra cubrirá el mundo y reconstruirá el Entramado para siempre. Ése es el plan de Liandrin. —En su voz no había indicio alguno de satisfacción, pero tampoco de horror.
Era una historia verosímil, más que la de Amico, que se basaba en unas pocas frases oídas por casualidad, pero Egwene la creía a ella, no a Joiya. Tal vez porque no quería creerla. Era más fácil enfrentarse a una amenaza vaga en Tanchico que a este plan con impostor y calculado al detalle para volver a todos contra Rand. «No, Joiya miente. Estoy segura», pensó. Sin embargo, no podían permitirse el lujo de pasar por alto ninguna de las dos historias. Y tampoco involucrarse en ambas y confiar en tener éxito.
La puerta se abrió bruscamente y Moraine entró en la estancia seguida por Elayne. La heredera del trono tenía el ceño fruncido y miraba el suelo, absorta en sus pensamientos, pero Moraine… Por una vez, la serenidad de la Aes Sedai se había desvanecido; la ira afloraba a su semblante sin restricciones.