6 Un don natural

El pabellón volvió a quedarse en silencio. Perrin detestaba los alborotos, y los efluvios que irradiaban las personas no eran mucho mejores. Frustración, cólera, temor. Terror.

Gran parte de eso iba dirigido a la mujer que se había parado a la entrada del pabellón.

«Mat, bendito botarate —pensó Perrin, que sonrió de oreja a oreja—. Lo has conseguido. Realmente lo has conseguido.»

Por primera vez desde hacía cierto tiempo, pensar en Mat hizo que el remolino de colores apareciera en sus ojos. Vio a Mat cabalgando por una calzada polvorienta al tiempo que intentaba arreglar algo que sostenía en las manos. Perrin apartó la imagen. ¿Adónde iría Mat ahora? ¿Por qué no había regresado con Moraine?

Qué más daba. Moraine había vuelto. ¡Luz, Moraine! Perrin dio un paso con intención de ir hacia ella para darle un abrazo, pero Faile lo agarró por la manga. Miró hacia donde su mujer dirigía la vista.

Rand. Se había quedado pálido. Se apartó de la mesa dando trompicones y, como si se hubiera olvidado de todo lo demás, se abrió paso hacia Moraine. Alargó la mano con vacilación y le tocó la cara.

—Por la tumba de mi madre —susurró Rand, que cayó de rodillas ante ella—. ¿Cómo?

Moraine sonrió y le puso una mano en el hombro.

—La Rueda gira según sus designios, Rand. ¿Has olvidado eso?

—Yo...

—No según los tuyos, Dragón Renacido —añadió ella con suavidad—. No según los de cualquiera de nosotros. Quizás algún día girará destejiéndose de la existencia. No creo que ese día sea hoy, ni ningún día cercano.

—¿Quién es esta mujer? —dijo Roedran—. ¿Y de qué tonterías habla? Yo...

Enmudeció cuando algo invisible le dio un papirotazo haciendo que pegara un brinco. Perrin miró a Rand y entonces reparó en la sonrisa que afloraba a los labios de Egwene. Captó el olor a satisfacción en ella a pesar de haber tanta gente dentro del pabellón.

Nynaeve y Min, que se encontraban cerca, olían a estupefacción. Quisiera la Luz que Nynaeve continuara así durante un poco más de tiempo. Gritarle a Moraine no sería precisamente una ayuda en ese momento.

—No habéis respondido a mi pregunta —dijo Rand.

—Sí lo he hecho —contestó Moraine con cariño—. Sólo que no es la respuesta que querías oír.

Rand seguía arrodillado; entonces echó la cabeza hacia atrás y rió con ganas.

—¡Luz, Moraine! No habéis cambiado, ¿verdad?

—Todos cambiamos día a día —repuso ella con una sonrisa—. Últimamente, yo más que algunos. Ponte de pie. Soy yo quien debería estar arrodillada ante ti, lord Dragón. Todos deberíamos estarlo.

Rand se incorporó y se apartó para que Moraine pudiera pasar hacia el centro del pabellón. Perrin captó otro olor y sonrió al ver a Thom Merrilin entrar casi a hurtadillas en la tienda, detrás de ella. El viejo juglar le guiñó un ojo a Perrin.

—Moraine —dijo Egwene, que se adelantó—, la Torre Blanca te da la bienvenida con los brazos abiertos. Tus servicios no han caído en el olvido.

—Mmmmm... Sí, debería pensar que haber descubierto una futura Amyrlin dirá mucho en mi favor. Es un alivio, ya que antes me creía condenada a la neutralización, cuando no a la ejecución.

—Las cosas cambian.

—Evidentemente. —Moraine inclino la cabeza—. Madre. —Pasó delante de Perrin y le dio un apretón en el brazo; los ojos le chispeaban.

Uno a uno, los dirigentes fronterizos sostuvieron las espadas en las manos e hicieron una reverencia o una inclinación de cabeza en su dirección. Todos parecían conocerla personalmente. Muchos de los otros gobernantes que estaban en el pabellón aún parecían desconcertados, aunque era evidente que Darlin sabía quién era. Él parecía más... pensativo que confuso.

Moraine vaciló un instante al lado de Nynaeve. En ese momento a Perrin le fue imposible captar el olor de Nynaeve, y eso le pareció ominoso. «Oh, Luz... Va a pasar...»

Nynaeve estrechó a Moraine con un fuerte abrazo.

Moraine se quedó paralizada de momento, con los brazos colgados a los costados, oliendo claramente a estar muda de asombro. Por fin, respondió al abrazo de una forma un tanto maternal, dándole palmaditas en la espalda.

Nynaeve la soltó, se apartó de ella y se limpió una lágrima que se le desbordaba de un ojo.

—No se os ocurra contarle esto a Lan —gruñó.

—Ni en sueños lo haría —contestó Moraine, que siguió adelante para detenerse en el centro del pabellón.

—Qué mujer tan insufrible —rezongó Nynaeve mientras se enjugaba una lágrima del otro ojo.

—Moraine —dijo Egwene—, has venido justo en el momento oportuno.

—Tengo un don natural para eso.

—Bien, pues —siguió Egwene mientras Rand regresaba a la mesa—. Rand... El Dragón Renacido... ha decidido usar este mundo como chantaje para conseguir sus demandas, y se niega a cumplir con su deber a menos que accedamos a sus caprichos.

Moraine frunció los labios y tomó el tratado de la Paz del Dragón que Galad había dejado encima de la mesa. Lo repasó con la mirada.

—Pero ¿quién es esta mujer? —insistió Roedran—. ¿Y por qué nos...? ¡Dejad de hacer eso!

Alzó una mano como si le hubiesen dado una bofetada con un hilo de Aire, y luego dirigió una mirada furiosa a Egwene. No obstante, en esta ocasión el único que olía a satisfacción era el Asha’man que se encontraba más cerca de Perrin.

—Buen tiro, Grady —susurró.

—Gracias, lord Perrin.

Grady sólo la conocía por lo que se contaba sobre ella, por supuesto, pero las historias relacionadas con Moraine se habían difundido entre los que seguían a Rand.

—¿Y bien? —preguntó Egwene.

—«Y llegará a acaecer que lo que los hombres han construido se hará pedazos y la Sombra se cernirá sobre el Entramado de las Eras, y el Oscuro abatirá de nuevo su mano sobre el mundo humano. Las mujeres sollozarán y los hombres se arredrarán cuando la tierra se desgarre como una tela gastada. Nada permanecerá en pie ni nada perdurará...» —susurró Moraine.

Se oyó el rebullir de pies de los presentes. Perrin miró con gesto interrogante a Rand.

—«Pero habrá uno que nacerá para enfrentarse a la Sombra —continuó Moraine—. ¡Nacerá como nació antes y nacerá otra vez, en el correr del tiempo infinito! El Dragón renacerá, y habrá gemidos y rechinar de dientes en la hora de su renacer. ¡Con sayales y cenizas vestirá a la gente, y con su venida volverá a desmembrarse el mundo y romperá todas las ataduras y vínculos!

»“Como el alba desencadenada nos cegará y quemará, y, sin embargo, será el Dragón Renacido quien pelee con la Sombra en la Última Batalla y será su sangre la que nos traerá la Luz. Derramad vuestras lágrimas, oh pueblos del mundo. ¡Llorad por vuestra salvación!”»

—Aes Sedai, perdonad, pero eso es muy ominoso —dijo Darlin.

—Al menos será una salvación —repuso Moraine—. Decidme, majestad. Esa profecía os ordena derramar lágrimas. ¿Lloráis porque vuestra salvación llega con tanto dolor y pesadumbre? ¿O, en cambio, lloráis por vuestra salvación? ¿Por el hombre que sufrirá por vos? ¿Por el único que sepamos de cierto que no saldrá ileso de esta lucha?

Se volvió hacia Rand.

—Esas demandas son injustas —protestó Gregorin—. ¡Nos exige que mantengamos nuestras fronteras tal como son ahora!

—«Matará a su gente con la espada de la paz, y los destruirá con la hoja» —continuó citando Moraine.

«Es El Ciclo Karaethon —se dijo para sus adentros Egwene—. He oído antes esas palabras.»

—Los sellos, Moraine. Planea romperlos —manifestó en voz alta—. Desafía la autoridad de la Sede Amyrlin.

Moraine no pareció sentirse sorprendida. Perrin sospechaba que había estado escuchando fuera antes de entrar. Era muy propio de ella.

—Oh, Egwene, ¿lo has olvidado? —le preguntó Moraine—. «La torre impoluta se rompe e hinca la rodilla ante el símbolo olvidado...»

Egwene enrojeció.

—«No podemos tener salud ni nada bueno puede crecer, pues la tierra es una con el Dragón Renacido y él es uno con la tierra —recitó Moraine—. Alma de fuego, corazón de piedra...»

Se volvió hacia Gregorin.

—«Altivo conquista y obliga a los altivos a doblegarse...»

Se dirigió a los fronterizos.

—«Conmina a las montañas a que se arrodillen...»

Viró hacia los Marinos.

—«A los mares a que le abran paso...»

Miró a Perrin, y luego a Berelain.

—«Y al propio firmamento a que le rinda pleitesía...»

Y después, a Darlin.

—«Ojalá el corazón de piedra recuerde el llanto...»

Y, por último, a Elayne.

—«Y el alma de fuego, el amor.» No podéis oponeros a esto. Ninguno de vosotros puede. Lo siento. ¿Pensáis acaso que ha llegado a esto por sí solo, sin ayuda? —Sostuvo en alto el documento—. El Entramado es equilibrio. No es el bien ni es el mal, no es la sabiduría ni es la necedad. Para el Entramado esas cosas no importan; pero, aun así, encontrará el equilibrio. La era anterior acabó con un Desmembramiento, y así, la próxima empezará con paz... Aun cuando sea preciso hacérosla tragar como se le da una medicina a un niñito que grita.

—¿Puedo hablar? —Una Aes Sedai con chal marrón adelantó un paso.

—Puedes —repuso Rand.

—Este documento está muy bien pensado, lord Dragón. —La Marrón era una mujer fornida, con un estilo más directo de lo que Perrin esperaría de una mujer de su Ajah—. Pero veo un gran fallo en él, uno al que se ha hecho alusión antes. Mientras los seanchan queden exentos de cumplirlo, no servirá para nada. No habrá paz mientras ellos sigan con sus conquistas.

—Cierto, es un problema —dijo Elayne, cruzada de brazos—. Pero no el único. Rand, entiendo lo que intentas hacer, y lo aprecio en lo que vale. Lo cual no cambia el hecho de que el documento es fundamentalmente insostenible. Para que un tratado de paz funcione, ambas partes deben seguir queriendo que haya paz por los beneficios que conlleva.

»Esto no da soluciones para arreglar las disputas. Porque surgirán. Siempre lo hacen. Un documento de este tipo debe ofrecer el modo de resolver esos conflictos; hace falta establecer el modo de castigar una infracción que evite que los otros países entren en una guerra a gran escala. Sin ese cambio, las pequeñas querellas que surjan irán creciendo y la tensión aumentará con el paso de los años hasta que exploten.

»Tal como está redactado, es poco menos que exigir a las naciones que se lancen sobre el primero que rompa la paz. Pero no impide que pongan un régimen títere en el reino caído, o incluso en otro reino. Con el tiempo, me temo que este tratado se invalidará. ¿De qué sirve si sólo es válido sobre el papel? El resultado final de esto será la guerra. Un conflicto a gran escala, arrollador. Por cada año de paz que haya, habrá otro de destrucción mayor una vez que todo se venga abajo.

Rand apoyó los dedos en el documento.

—Estableceré la paz con los seanchan —dijo—. Añadiremos una disposición al documento. Si sus gobernantes no firman, entonces el documento queda invalidado. ¿Estarías de acuerdo en ese caso?

—Eso soluciona el problema menor —repuso Elayne con suavidad—, pero no el mayor, Rand.

—Aún hay un asunto de más importancia —manifestó una voz.

Perrin se volvió, sorprendido. ¿Aviendha? Ella y los otros Aiel no habían participado en la discusión. Sólo habían observado. Perrin casi se había olvidado de su presencia.

—¿Tú también? —dijo Rand—. ¿Entras a caminar en mis fragmentos de sueño, Aviendha?

—No seas infantil, Rand al’Thor —repuso la mujer mientras se acercaba y ponía el índice en el documento—. Has incurrido en toh.

—Os he dejado fuera —protestó Rand—. Confío en ti, y en todos los Aiel.

—¿Los Aiel no están incluidos en el documento? —inquirió Easar—. ¡Luz, cómo hemos pasado eso por alto!

—Es un insulto —puntualizó Aviendha.

Perrin frunció el entrecejo. El olor de la mujer denotaba algo muy serio. De cualquier otro Aiel, habría esperado que a continuación de ese efluvio se cubriera con el velo y enarbolara una lanza.

—Aviendha —dijo Rand con una sonrisa—, los demás están a punto de colgarme por incluirlos en él, ¿y tú lo estás porque os he dejado fuera?

—Exijo que cumplas con mi petición —dijo ella—. Es ésta: pon a los Aiel en tu documento, en tu «Paz del Dragón». De otro modo, te abandonaremos.

—Tú no hablas por todos ellos, Aviendha. No puedes...

Todas las Sabias presentes en el pabellón se adelantaron para situarse detrás de Aviendha, como a una. Rand parpadeó.

—Aviendha es la representante de nuestro honor —manifestó Sorilea.

—No seas necio, Rand al’Thor —añadió Melaine.

—Esto es algo que concierne a las mujeres —agregó Sarinde—. No estaremos satisfechas hasta que se nos trate igual que a los habitantes de las tierras húmedas.

—¿Acaso hacer eso está fuera de nuestro alcance? —inquirió Amys—. ¿Nos insultas con la implicación de que somos más débiles que los demás?

—¡Estáis todos locos! —exclamó Rand—. ¿Os dais cuenta de que esto os prohibiría luchar entre vosotros?

—No prohibiría que lucháramos. Prohibiría que lo hiciéramos sin una causa.

—La guerra es vuestro propósito en la vida —manifestó Rand.

—Si crees eso, Rand al’Thor, en verdad te he entrenado muy mal —contestó Aviendha con voz gélida.

—Ella habla con sabiduría —intervino Rhuarc, que se adelantó para situarse al frente de los asistentes—. Nuestro propósito era prepararnos para cuando nos necesitaras en esta Última Batalla. Nuestro propósito era ser lo bastante fuertes para sobrevivir hasta que llegara ese momento. Necesitaremos otro propósito. He enterrado enemistades de sangre por ti, Rand al’Thor. No las reiniciaré. Ahora tengo amigos a los que preferiría no matar.

—Qué locura —se quejó Rand mientras meneaba la cabeza—. De acuerdo, os incluiré en el documento.

Aviendha parecía satisfecha, pero algo incomodaba a Perrin. No entendía a los Aiel... Luz, no entendía a Gaul, con quien estaba desde hacía tanto tiempo. Con todo, se había dado cuenta de que a los Aiel les gustaba estar haciendo algo. Incluso cuando holgazaneaban estaban alerta. Mientras otros hombres jugaban a los naipes o a los dados, a menudo los Aiel se entretenían haciendo algo de utilidad, en silencio.

—Rand —Perrin, se adelantó y lo asió por el brazo—, ¿me concedes un momento?

Rand vaciló, pero después asintió con la cabeza e hizo un gesto con la mano.

—Ahora estamos aislados, no nos oyen. ¿Qué ocurre?

—Bueno, acabo de darme cuenta de algo. Los Aiel son como herramientas.

—Cierto...

—Y las herramientas que no se utilizan se oxidan —continuó Perrin.

—Que es la razón por la que luchan unos contra otros —convino Rand al tiempo que se frotaba la frente—. Para mantener a punto sus habilidades. Por ese motivo los eximí. ¡Luz, Perrin! Creo que esto va a ser un desastre. Si los incluimos en este documento...

—Creo que ya no te queda otra opción. Los demás jamás firmarán si dejas fuera a los Aiel.

—De todos modos no sé si van a firmarlo. —Rand contempló con anhelo el papel que descansaba en la mesa—. Era un sueño tan maravilloso, Perrin. Un sueño bueno para la humanidad. Creí que lo había conseguido. Justo hasta que Egwene me puso en evidencia, pensé que me había salido bien la jugada.

Era una suerte que otros no pudieran oler las emociones de Rand, o todos los presentes habrían sabido que jamás se habría negado a ir contra el Oscuro. En el rostro no se le reflejaba nada, pero por dentro Perrin sabía que había estado tan nervioso como un muchacho en su primer esquileo.

—Rand, ¿es que no lo ves? —le dijo—. La solución.

Rand lo miró con el entrecejo fruncido.

—Los Aiel —dijo Perrin—. La herramienta que necesita que se le dé utilidad. Un tratado que necesita que velen por su cumplimiento...

Rand vaciló y entonces sonrió de oreja a oreja.

—Eres un genio, Perrin.

—Si tiene que ver con la forja, supongo que sé un par de cosas, sí.

—Pero esto... Esto no tiene que ver con la forja, Perrin...

—Ya lo creo que sí. —¿Cómo era posible que Rand no lo viera?

Rand se volvió, sin duda anulando el tejido. Se acercó al documento y lo recogió para tendérselo a uno de sus escribanos, situados al fondo del pabellón.

—Quiero que se añadan dos provisiones. Primera, este documento no tendrá validez si no lo firma por los seanchan la Hija de las Nueve Lunas o la emperatriz. Segundo... Los Aiel, todos los clanes a excepción de los Shaido, han de estar incluidos en el documento como custodios del mantenimiento de la paz y mediadores de disputas entre naciones. Cualquier nación puede acudir a ellos si cree que sus derechos están siendo atropellados, y los Aiel, no ejércitos enemigos, se encargarán de enmendar el agravio y restablecer el equilibrio. Podrán perseguir a criminales a través de fronteras entre naciones. Estarán sujetos a las leyes de las naciones en las que residan en ese momento, pero no serán súbditos de esa nación.

Se volvió hacia Elayne.

—Ahí tienes tus tropas encargadas del cumplimiento del tratado, Elayne —le dijo—. El modo de impedir que las pequeñas tensiones crezcan.

—¿Los Aiel? —preguntó ella con escepticismo.

—¿Accederíais a este arreglo, Rhuarc? —preguntó Rand—. ¿Bael, Jheran, el resto de vosotros? Protestabais por haberos dejado sin propósito, y Perrin os ve como una herramienta que necesita que se le dé uso. ¿Aceptáis esta responsabilidad? ¿Prevenir la guerra, castigar a quienes actúen mal, trabajar con los dirigentes de las naciones para que se cumpla la ley y se haga justicia?

—¿Justicia como la entendemos nosotros, Rand al’Thor, o como la ven ellos? —inquirió Rhuarc.

—Habrá de ser siguiendo el dictado de la conciencia de los Aiel —dijo Rand—. Si os llaman, tendrán que saber que contarán con vuestra justicia. Esto no funcionaría si los Aiel se convirtieran en simples instrumentos. Vuestra autonomía será lo que haga esto eficaz.

Gregorin y Darlin empezaron a protestar, pero Rand los acalló con una mirada. Perrin asintió para sí, cruzado de brazos. Sus protestas eran más débiles ahora que las de antes. El pabellón olía a... reflexión en muchos de ellos.

«Lo ven como una oportunidad —comprendió—. Consideran a los Aiel unos salvajes y creen que será fácil manipularlos una vez que Rand falte.» Sonrió al imaginar el chasco que se llevarían si intentaban ir por ese camino.

—Esto es muy repentino —contestó Rhuarc.

—Bienvenido al banquete —comentó Elayne, que todavía lanzaba miradas asesinas a Rand—. Prueba la sopa. —Lo extraño era que olía a orgullo. Qué mujer tan rara.

—Te lo advierto, Rhuarc —continuó Rand—. Habréis de cambiar las costumbres. Los Aiel tendrán que actuar juntos en estos asuntos; los jefes y las Sabias habrán de celebrar consejo para tomar las decisiones entre todos. Un clan no podrá participar en una batalla mientras otros clanes estén en desacuerdo y luchen por el bando contrario.

—Hablaremos de ello —dijo Rhuarc, que hizo un gesto con la cabeza a los otros jefes Aiel—. Esto significará un final para los Aiel.

—Y también un comienzo —le respondió Rand.

Los jefes de clan Aiel y las Sabias se reunieron en un aparte y hablaron en voz baja. Aviendha se rezagó, preocupada, mientras Rand miraba al vacío. Perrin le oyó susurrar algo en voz tan baja que, a pesar de su fino oído, casi no entendió lo que decía.

—... ahora tu sueño... cuando despiertes de esta vida, dejaremos de existir...

Los escribanos, con efluvios de estar frenéticos, se adelantaron para empezar a trabajar en la redacción de las dos provisiones añadidas al documento. La mujer llamada Cadsuane observaba todo lo que acontecía con aire severo.

Olía a estar orgullosa en extremo.

—Añadid otra provisión —ordenó Rand—. Los Aiel pueden pedir a otras naciones que los ayuden en el cumplimiento de su tarea si deciden que el número de sus fuerzas no es suficiente. Indicad métodos formales por los que las naciones pueden solicitar ayuda a los Aiel para reparación de agravios o permiso para atacar a una nación enemiga.

Los escribientes asintieron con la cabeza y trabajaron con más empeño.

—Actúas como si esto estuviera decidido —intervino Egwene, que no quitaba los ojos de Rand.

—Oh, dista mucho de estarlo —dijo Moraine—. Rand, tengo que hablar contigo sobre algo.

—¿Algo que me gustará? —preguntó él.

—Sospecho que no. Dime, ¿por qué has de dirigir los ejércitos tú? Viajarás a Shayol Ghul, donde sin duda te será imposible ponerte en contacto con nadie.

—Alguien ha de tener el mando, Moraine.

—En cuanto a eso, creo que todos estarán de acuerdo.

Rand echó los brazos hacia atrás; olía a preocupación.

—Me he hecho responsable de esta gente, Moraine. Quiero ver que se ocupan de ellos, que las brutalidades de esta batalla se minimizan.

—Me temo que es una razón insuficiente para liderar una batalla —le indicó Moraine en voz queda—. Tú no luchas para preservar a tus tropas: luchas para vencer. Ese cabecilla no tiene por qué ser tú, Rand. No deberías ser tú.

—No quiero que esta batalla se convierta en un enredo, Moraine. Si supieras los errores que cometimos la última vez, la confusión que puede resultar cuando todos piensan que tienen el mando. La batalla es un torbellino, pero aun así se necesita a alguien que tenga autoridad máxima para tomar decisiones y mantenerlo todo coordinado.

—¿Y qué me dices de la Torre Blanca? —preguntó Romanda, que se acercó, casi apartando a empujones a la gente para situarse junto a Egwene—. Tenemos los recursos para viajar de forma eficaz entre frentes de batalla, mantenemos la serenidad en momentos en que otros se vendrían abajo, y gozamos de la confianza de todas las naciones.

La última frase hizo que Darlin enarcara una ceja.

—La Torre Blanca parece la elección óptima, lord Dragón —intervino Tenobia.

—No —dijo Rand—. La Amyrlin es muchas cosas, pero líder de una guerra... No creo que sea una elección acertada.

Cosa extraña, Egwene no dijo nada. Perrin la observó. Creía que habría saltado a la primera oportunidad de dirigir la batalla.

—Debería ser uno de nosotros —opinó Darlin—. Elegido por quienes irán a combatir aquí.

—Supongo —dijo Rand—. Siempre y cuando sepáis todos quién tiene el mando, cederé en ese punto. Sin embargo, debéis acceder a mis otras demandas.

—¿Insistes en que tienes que romper los sellos? —inquirió Egwene.

—No os preocupéis, madre —dijo Moraine, sonriente—. No va a romperlos.

El semblante de Rand se ensombreció.

Egwene sonrió.

—Los vais a romper vos —le dijo Moraine a Egwene.

—¿Qué? —exclamó Egwene—. ¡Pues claro que no!

—Sois la Vigilante de los Sellos, madre —apuntó Moraine—. ¿No habéis oído lo que he dicho antes? «Y llegará a acaecer que lo que los hombres han construido se hará pedazos y la Sombra se cernirá sobre el Entramado de las Eras, y el Oscuro abatirá de nuevo su mano sobre el mundo humano...» Se hará pedazos —repitió con énfasis—. Ha de ocurrir.

Egwene parecía alterada.

—Lo habéis visto, ¿verdad? —susurró Moraine—. ¿Qué habéis Soñado, madre?

Egwene no contestó al principio.

—¿Qué visteis? —insistió Moraine al tiempo que se acercaba a ella.

—Algo que crujía bajo sus pies —respondió Egwene, sosteniendo la mirada de la Aes Sedai—. A medida que avanzaba, los pies de Rand pisaban los fragmentos de la prisión del Oscuro. Lo vi a él, en otro Sueño, descargándole tajos para abrirla. Pero en ningún momento vi que lo consiguiera, Moraine.

—Los fragmentos estaban allí —dijo Moraine—. Los sellos se habían roto.

—Los Sueños están sujetos a interpretación.

—Vos sabéis la verdad de éste. Hay que cumplirlo, y los sellos son vuestros. Los romperéis cuando llegue el momento. Rand, lord Dragón Renacido, es el momento de que se los entreguéis.

—Esto no me gusta, Moraine —repuso él.

—Entonces, nada ha cambiado mucho, ¿verdad? —preguntó ella, como a la ligera—. Creo que os habéis resistido a menudo a hacer lo que se supone que debéis hacer. Sobre todo si soy yo quien os lo hace notar.

Rand se quedó en silencio un momento y después se echó a reír mientras metía la mano en el bolsillo de la chaqueta. Sacó tres discos de cuendillar, todos marcados en el centro por una línea sinuosa. Los dejó en la mesa.

—¿Cómo sabrá ella cuándo es el momento? —inquirió.

—Lo sabrá —afirmó Moraine.

Egwene olía a escepticismo, y Perrin la comprendía muy bien. Moraine siempre había creído en el tejido del Entramado y en el sometimiento a los giros de la Rueda. Perrin no lo veía así. Se figuraba que cada cual seguía su camino y confiaba en sus fuerzas para hacer lo que fuera preciso hacer. El Entramado no era algo, lo único, de lo que depender.

Egwene era Aes Sedai, y al parecer pensaba que debía ver las cosas como Moraine. O eso, o estaba dispuesta a mostrarse de acuerdo para tener los sellos en su poder.

—Los romperé cuando crea que debo hacerlo —afirmó, a la par que los cogía.

—Entonces vas a firmar.

Rand recogió el documento mientras los escribanos protestaban por la precipitación con la que habían tenido que trabajar. Uno de ellos gritó al tiempo que alargaba la mano hacia la arena, pero Rand hizo algo con el Poder Único que secó la tinta al instante, mientras ponía el tratado delante de Egwene.

—Lo haré —confirmó ella, que alargó la mano para pedir una pluma.

Leyó con cuidado las provisiones, con las otras hermanas observando por encima de su hombro. Todas asintieron a la par.

Egwene estampó su firma.

—Y ahora, los demás —dijo Rand, que se volvió para calibrar las reacciones.

—Luz, es mucho más inteligente ahora —le susurró Faile a Perrin—. ¿Te das cuenta de lo que ha hecho?

—¿Qué? —preguntó Perrin mientras se rascaba la barba.

—Trajo consigo a todos los que sabía que lo apoyarían —susurró Faile—. Los fronterizos, que firmarían prácticamente cualquier cosa para conseguir ayuda para sus naciones. Arad Doman, a la que había ayudado más recientemente. Los Aiel... Bueno, vale, ¿quién sabe lo que harán los Aiel en un momento dado? Pero la idea sigue siendo válida.

»Luego deja que Egwene reúna a los otros. Es un movimiento genial, Perrin. De ese modo, siendo Egwene la que encabeza esa coalición contra él, lo único que tiene que hacer es convencerla a ella. Una vez que consigue que Egwene cambie de postura, los otros parecerían necios si se quedaran aparte.

Y, en efecto, mientras los dirigentes empezaban a firmar —Berelain en primer lugar, con afán—, los que habían apoyado a Egwene comenzaron a rebullir con nerviosismo. Darlin se adelantó y tomó la pluma. Vaciló un instante, pero luego firmó.

El siguiente fue Gregorin. A continuación, los fronterizos, uno tras otro, seguidos por el rey de Arad Doman. Incluso Roedran, que aún parecía considerar aquello un fiasco, estampó su firma. A Perrin le pareció curiosa esa reacción.

—Vocifera mucho —le dijo a Faile—, pero sabe que esto es beneficioso para su reino.

—Sí —convino ella—. En parte ha hecho el papel de bufón para despistarlos a todos, para que lo desestimaran. El documento acota las fronteras actuales de las naciones para que permanezcan tal como están —dijo Faile—. Eso es un gran regalo para alguien que intenta estabilizar su jefatura. Pero...

—¿Pero...?

—Los seanchan —musitó Faile—. Si Rand los persuade, ¿eso les permite conservar los países que tienen ahora? ¿Les permite conservar las mujeres que son damane? ¿Les permite que le pongan uno de esos collares a cualquier mujer que traspase su frontera?

El silencio se hizo en el pabellón; tal vez Faile había hablado en voz más alta de lo que era su intención. A veces a Perrin le costaba trabajo recordar lo que la gente corriente podía o no podía oír.

—Me ocuparé de los seanchan —dijo Rand.

Se encontraba de pie junto a la mesa, observando cómo firmaban el tratado los gobernantes, los cuales hablaban con los consejeros que los habían acompañado y después estampaban su firma.

—¿Cómo? —quiso saber Darlin—. Ellos no quieren hacer las paces con vos, lord Dragón. Creo que convertirán este documento en un escrito carente de sentido.

—Cuando hayamos acabado aquí, iré a su encuentro —contestó Rand sin alzar la voz—. Firmarán.

—¿Y si no lo hacen? —demandó Gregorin.

Rand apoyó la mano en la mesa, con los dedos extendidos.

—Tal vez tenga que destruirlos. O, al menos, destruir su capacidad de combate en un futuro cercano.

El pabellón volvió a quedarse en silencio.

—¿Podríais hacer eso? —preguntó Darlin.

—No estoy seguro —reconoció Rand—. Si lo logro, cabe la posibilidad de que el esfuerzo me deje debilitado en un momento en el que necesito toda mi energía. Luz, quizá sea la única elección que tenga. Una elección terrible, cuando los dejé la última vez... No podemos darles opción a atacarnos por la retaguardia mientras combatimos contra la Sombra. —Meneó la cabeza y Min se adelantó para asirle el brazo—. Hallaré la forma de negociar con ellos. De algún modo la hallaré.

La firma del documento prosiguió. Algunos hacían la rúbrica con mucha floritura; otros, de un modo más informal. Rand decidió que Perrin, Gawyn, Faile y Gareth Bryne firmaran también. Daba la impresión de que quería que cualquiera de los presentes que pudiera ascender a una posición de liderazgo plasmara su firma en el documento.

Por último, sólo quedó Elayne. Rand le tendió la pluma.

—Esto que me pides es algo muy difícil para mí, Rand —dijo ella, cruzada de brazos y con el dorado cabello reluciente bajo la luz de las esferas.

¿Por qué se había puesto oscuro fuera? A Rand no parecía que eso le preocupara, pero Perrin temía que las nubes hubieran consumido el cielo. Una señal de peligro, el que ahora se quedaran allí donde Rand las había mantenido a raya.

—Sé que lo es —convino Rand—. Quizá te dé algo a cambio...

—¿Qué?

—La guerra —dijo Rand; se volvió hacia los dirigentes—. Queríais que uno de vosotros dirigiera la Última Batalla. ¿Aceptaríais a Andor y a su reina en ese papel?

—Es demasiado joven —argumentó Darlin—. E inexperta. Sin intención de ofenderos, majestad.

Alsalam soltó un resoplido desdeñoso.

—Quién fue hablar, Darlin —dijo—. ¡La mitad de los monarcas presentes llevan en el trono un año o menos!

—¿Y los fronterizos? —preguntó Alliandre—. Han combatido contra la Llaga toda su vida.

—Nos están invadiendo —dijo Paitar, que negó con la cabeza—. Uno de nosotros no puede coordinar esto. Andor es una elección tan buena como cualquier otra.

—Andor sufre una invasión también —apuntó Darlin.

—Todos estáis siendo invadidos o lo estaréis muy pronto —intervino Rand—. Elayne Trakand es líder hasta la médula. Me enseñó gran parte de lo que sé sobre el liderazgo. Ha aprendido tácticas de un gran capitán, y estoy seguro de que contará con todos los grandes capitanes para que la aconsejen. Alguien tiene que liderar. ¿La aceptáis para ese cometido?

Los demás accedieron de mala gana con cabeceos. Rand se volvió hacia Elayne.

—De acuerdo, Rand —dijo ella—. Me encargaré de esto y firmaré el documento, pero más te vale encontrar la forma de encargarte de los seanchan. Quiero ver el nombre de su dirigente en este documento. Ninguno de nosotros estará a salvo hasta que estampe su firma en él.

—¿Y qué pasa con las mujeres retenidas por los seanchan? —preguntó Rhuarc—. Admitiré, Rand al’Thor, que nuestra intención era declarar un enfrentamiento sangriento a esos invasores en cuanto otras batallas más apremiantes se hubieran ganado.

—Si la cabecilla lo firma, pediré comerciar con mercancías para recuperar a esas encauzadoras que han secuestrado. Intentaré persuadirlos de que devuelvan las tierras que ocupan y regresen a su país.

—¿Y si se niegan? —preguntó Egwene, y meneó la cabeza—. ¿Dejarás que lo firmen sin ceder en esos puntos? Son miles las mujeres esclavizadas, Rand.

—No podemos derrotarlos —intervino Aviendha, que habló en voz queda. Perrin la miró. Olía a frustración, pero también a determinación—. Si vamos a la guerra contra ellos, caeremos.

—Aviendha tiene razón —ratificó Amys—. Los Aiel no lucharán contra los seanchan.

Rhuarc, sin salir de su asombro, las miró a las dos una y otra vez.

—Han hecho cosas horribles —convino Rand—, pero hasta el momento, las tierras que han ocupado se han beneficiado de un liderazgo fuerte. Si no hay más remedio, me conformaré con que se queden las tierras que tienen, siempre y cuando no se extiendan más. En cuanto a las mujeres... Lo hecho, hecho está. Primero vamos a preocuparnos del propio mundo, y después haremos lo que se pueda por quienes están cautivas.

Elayne sostuvo el documento unos segundos, quizá para dar dramatismo al momento, y luego se inclinó y agregó su rúbrica al pie del escrito con una floritura.

—Está hecho —dijo Moraine mientras Rand recogía el tratado—. Esta vez tendréis paz, lord Dragón.

—Antes tenemos que sobrevivir —dijo él, que sostuvo el documento con aire reverente—. Ahora os dejaré para que llevéis a cabo los preparativos para la batalla. Yo he de llevar a cabo algunas tareas, incluidos los seanchan, antes de viajar a Shayol Ghul. Sin embargo, tengo una petición que haceros. Hay un querido amigo que nos necesita...


Relámpagos encrespados desgarraban el cielo encapotado. A pesar de la lobreguez, el sudor le corría a Lan por el cuello y le empapaba el cabello debajo del yelmo. Hacía años que no se había puesto uno; la mayor parte del tiempo compartido con Moraine había sido necesario pasar inadvertidos, y los yelmos eran cualquier cosa menos discretos.

—¿Es muy... grave la situación? —preguntó Andere. Estaba recostado en una piedra; torció el gesto y se apretó el costado.

Lan contempló la batalla. Los Engendros de la Sombra volvían a agruparse en una masa ingente. Casi daba la impresión de que los monstruos se fundieran entre sí y se movieran a la par, como una oscura y enorme fuerza de aullante odio miasmático tan denso como el aire, el cual parecía retener el calor y la humedad, como un mercader que atesorara hermosas alfombras.

—Mucho —contestó Lan.

—Lo sabía. —Andere respiraba con jadeos y la sangre se resbalaba— entre los dedos—. ¿Y Nazar?

—Cayó —dijo Lan. El hombre de cabello canoso había muerto en la misma pelea que casi había acabado con Andere. El rescate llevado a cabo por Lan no había sido lo bastante rápido—. Lo vi destripar a un trolloc mientras la bestia lo mataba.

—Que el último abrazo de la madre... —Andere se contrajo por el— dolor—. Que el...

—Que el último abrazo de la madre le dé la bienvenida al hogar —musitó Lan.

—No me miréis así, Lan —dijo Andere—. Todos sabíamos lo que iba a ser esto cuando... cuando nos reunimos con vos.

—Por eso intenté impedíroslo.

—Yo... —empezó Andere, fruncido el entrecejo.

—Paz, Andere. —Lan se incorporó—. Lo que pretendía era egoísta. Vine a morir por Malkier. No tenía derecho a negar ese privilegio a otros.

—¡Lord Mandragoran!

El príncipe Kaisel se acercó al trote, con la otrora magnífica armadura manchada de sangre y llena de abolladuras. El príncipe kandorés aún parecía demasiado joven para aquella batalla, pero se había mostrado tan impávido como cualquier veterano canoso—. Están formando otra vez.

Lan caminó a través del terreno rocoso hacia donde un mozo de cuadra sujetaba a Mandarb. El semental negro tenía cortes en los flancos infligidos por armas trollocs. Gracias a la Luz, eran superficiales. Lan posó una mano en el cuello del caballo mientras Mandarb resoplaba. Cerca, su portaestandarte, un hombre calvo llamado Jophil, enarboló la bandera de Malkier, la Grulla Dorada. Era el quinto portaestandarte desde el día anterior.

Las fuerzas de Lan habían tomado el desfiladero en la carga inicial y obligaron a los Engendros de la Sombra a retroceder antes de que lograran salir al valle. Era más de lo que Lan había esperado conseguir. El desfiladero era un trecho largo y angosto de terreno rocoso, enclavado entre escarpaduras y picos.

Mantener esa posición no requería ninguna estrategia sagaz. Uno se plantaba, y moría o mataba... mientras aguantara.

Lan dirigía una tropa de caballería. No era la fuerza ideal para ese tipo de tarea —la caballería actuaba mejor donde pudiera desdoblarse y tuviera espacio para cargar—, pero el paso por el desfiladero de Tarwin era lo bastante estrecho para que sólo un reducido número de trollocs lo cruzara al mismo tiempo. Eso le daba una oportunidad a Lan. Al menos, era más difícil para los trollocs aprovechar la ventaja de ser mucho más numerosos. Tendrían que pagar cara cada yarda que avanzaran; la cuenta del carnicero, como decían sus hombres.

Los cadáveres trollocs habían creado lo que parecía una alfombra de pieles a lo largo del cañón. Cada vez que habían intentado abrirse paso a través de la garganta, los hombres de Lan habían resistido con lanzas y picas, espadas y flechas, matando con el tiempo a millares y dejándolos amontonados para que sus semejantes treparan por encima. Pero cada choque también reducía el número de las tropas de Lan.

Cada ataque obligaba a sus hombres a retroceder un poco más. Hacia la boca del desfiladero. En esos momentos se encontraban a menos de un centenar de pies de la salida.

Lan notaba que la fatiga se iba apoderando de él.

—¿Y nuestras fuerzas? —le preguntó Lan al príncipe Kaisel.

—Unos seis mil todavía están en condiciones de cabalgar, Dai Shan.

Menos de la mitad de los que habían empezado el día antes.

—Decidles que monten.

—¿Vamos a retirarnos? —Kaisel parecía conmocionado.

Lan se volvió hacia él.

Kaisel palideció. A Lan le habían dicho que su mirada podía poner nervioso a cualquier hombre; Moraine solía bromear afirmando que era capaz de hacer que las piedras bajaran la vista si las miraba fijamente, y que tenía la paciencia de un roble. Bueno, él no se sentía tan seguro de sí mismo como la gente creía, pero ese muchacho tendría que haber sabido que no debía preguntar si se estaban retirando.

—Por supuesto —contestó—, y después vamos a atacar.

—¿Atacar? —exclamó Kaisel—. ¡Estamos a la defensiva!

—Nos barrerían. —Lan se subió a la silla de Mandarb—. Estamos cansados, agotados hasta casi la extenuación. Si nos quedamos aquí y esperamos a que nos ataquen otra vez, caeremos sin que tengamos tiempo de soltar un gemido.

Lan sabía ver cuándo se había llegado al final.

—Transmitid las órdenes —le dijo al príncipe Kaisel—. Saldremos del paso poco a poco. Reunid al resto de las tropas en la llanura, montadas y preparadas para atacar a los Engendros de la Sombra cuando salgan del desfiladero. Una carga hará mucho más daño; no sabrán qué se les ha venido encima.

—¿Y no nos rodearán y nos rebasarán si abandonamos el paso? —pregunto Kaisel.

—Es lo mejor que podemos hacer con los recursos que tenemos.

—¿Y luego?

—Y luego acabarán abriéndose paso, fraccionarán nuestra fuerza en partes y nos superarán.

Kaisel permaneció sentado en silencio un momento y después asintió con la cabeza. De nuevo, Lan se quedó impresionado. Había dado por sentado que el muchacho había ido con él en busca de la gloria de la batalla, para luchar junto al Dai Shan y barrer a sus enemigos. Pero no. Kaisel era un fronterizo hasta la médula. No había ido en busca de la gloria. Había ido porque debía hacerlo. «Buen chico.»

—Dad la orden ya. Los hombres se alegrarán de volver a montar en sus caballos.

Demasiados se habían visto obligados a luchar a pie por la falta de maniobrabilidad en los estrechos confines del desfiladero. Kaisel transmitió las órdenes, que se propagaron entre los hombres como un fuego otoñal. Lan vio a Andere montar en la silla, ayudado por Bulen.

—Andere —dijo Lan, que taloneó a Mandarb para ir hacia él—, no estás en condiciones de cabalgar. Ve con los heridos al campamento de retaguardia.

—¿Para quedarme tumbado y que así los trollocs puedan descuartizarme con más facilidad después de acabar con todos los demás? —Andere se — inclinó hacia adelante en la silla con un leve tambaleo, y Bulen lo miró, preocupado. Andere lo despidió con un gesto de la mano y se obligó a sentarse derecho—. Ya hemos movido la montaña, Lan. Retiremos a un lado esta pluma y acabemos de una vez.

Lan no tenía argumentos contra eso. Mandó iniciar la retirada a los hombres que estaban delante de él en el paso. Los hombres se reunieron a su alrededor y retrocedieron despacio hacia la llanura.

Los trollocs aullaron y ulularon con excitación. Sabían que, una vez que estuvieran fuera de los muros de piedra que restringían sus movimientos, ganarían la batalla con facilidad.

Lan y su reducida fuerza abandonaron los angostos confines del desfiladero, los que iban a pie corriendo hacia los caballos que tenían atados cerca de la boca del cañón.

Los trollocs —por una vez— no necesitaron que los Myrddraal los azuzaran. Las pisadas sonaron como un apagado retumbo en el suelo rocoso.

A varios centenares de yardas del desfiladero, Lan sofrenó a Mandarb y lo hizo dar media vuelta. Andere condujo con dificultad a su caballo al lado del de Lan y se les unieron otros jinetes que formaron largas líneas de caballería. Bulen trotó para situarse al otro lado de Lan.

La acometida de Engendros de la Sombra se acercaba a la boca del desfiladero, una fuerza de miles de trollocs que enseguida irrumpiría en terreno abierto e intentaría arrasarlos.

Las fuerzas de Lan permanecían alineadas en silencio a su alrededor. Muchos eran hombres mayores, los últimos que quedaban de su reino desaparecido. Esa fuerza que se las había arreglado para taponar la quebrada ahora parecía minúscula en medio de la inmensa llanura.

—Bulen —llamó Lan.

—¿Sí, lord Mandragoran?

—Dijiste que me habías fallado una vez, hace años.

—Sí, milord. Lo...

—Cualquier fallo por tu parte está olvidado —dijo Lan, sin desviar los ojos del frente—. Me siento orgulloso de haberte dado tu hadori.

Kaisel se acercó al trote y saludó a Lan con una inclinación de cabeza.

—Estamos preparados, Dai Shan.

—Es mejor así —dijo Andere, crispado el gesto y todavía con la mano apretando la herida, apenas capaz de permanecer en la silla.

—Es lo que ha de ser —dijo Lan. No era un argumento en contra. No del todo.

—No, es algo más, Lan —insistió Andere—. Malkier es como un árbol que perdió las raíces comidas por la carcoma y con las ramas marchitándose poco a poco. Prefiero arder en un suspiro.

—Yo preferiría cargar —intervino Bulen con voz firme—. Preferiría cargar ahora y que nos aplasten. Muramos en un ataque, con las espadas señalando al hogar.

Lan asintió con un cabeceo, se volvió en la silla y alzó la espada bien alta por encima de la cabeza. No pronunció discursos. Eso ya lo había hecho. Los hombres sabían lo que iba a continuación. Una carga más, cuando todavía les quedaba algo de fuerza, tendría algún significado. Unos cuantos Engendros de la Sombra más que no entrarían en tierras civilizadas. Menos trollocs que matarían a los que no podrían defenderse.

El enemigo parecía interminable. Una horda babeante, atronadora, sin línea de combate ni disciplina. La encarnación de la cólera, de la destrucción. Miles de millares. Irrumpieron por la boca del desfiladero como aguas desbordadas que han roto la represa que las contenía, como un aluvión.

La reducida tropa de humanos era una piedrecilla en el camino ante ellos.

Los hombres, alzando las espadas en silencio, hicieron un último saludo a Lan.

—¡Adelante! —gritó Lan.

«Ahora, mientras se despliegan. Causaremos más daño.» Taconeó a Mandarb y dirigió la carga.

Andere galopaba a su lado, asido a la perilla de la silla con las dos manos. Ni siquiera intentó empuñar un arma; se habría caído del caballo si lo hubiera hecho.

Nynaeve se encontraba demasiado lejos para que Lan la percibiera a través de vínculo, pero a veces las emociones muy intensas podían hacerse notar a pesar de la distancia. Intentó proyectar seguridad en caso de que le llegara. Orgullo por sus hombres. Amor por ella. Deseó con todas sus fuerzas que fueran esas cosas las últimas que recordara de él.

«La espada será mi brazo...»

Cascos retumbando en el suelo. Los trollocs delante aullando con deleite al comprender que su presa había transformado una retirada en una carga de hombres que se lanzaban a sus garras.

«Mi pecho será el escudo...»

Lan oía una voz, la de su padre, pronunciando esas palabras. Pero eso era una estupidez, por supuesto. Él era un bebé cuando Malkier había caído.

«Que las Siete Torres defiendan...»

Nunca había visto las Siete Torres plantándole cara a la Llaga. Sólo había oído relatos.

«Y que a la oscuridad detengan...»

Los cascos de los caballos se estaban convirtiendo en un ruido atronador. Tan fuerte... Más de lo que habría creído posible. Se mantuvo erguido, con la espada enfilada hacia adelante.

«Caídos los demás, resistiré.»

Los trollocs alzaron las lanzas en posición horizontal conforme la distancia entre las dos fuerzas oponentes se reducía.

«Al Chalidholara Malkier

Por mi amada tierra, Malkier.

Era el juramento que prestaba un soldado malkieri en su primer destino en la frontera.

Él lo había hecho con el corazón.

—¡Al Chalidholara Malkier! —gritó Lan—. ¡Prestas las lanzas!

¡Luz, qué estruendo el de los cascos! ¿De verdad podían hacer tanto ruido seis mil jinetes? Volvió la cabeza para mirar a los que iban tras él.

Al menos eran diez mil los que cabalgaban en esa carga.

«¿Cómo?»

Espoleó a Mandarb a pesar de la sorpresa.

—¡Adelante la Grulla Dorada!

Voces, gritos, exclamaciones de energía y gozo.

El aire, delante y a la izquierda, se abrió con un súbito tajo vertical. Un acceso con una anchura de tres docenas de pasos —el más grande que Lan había visto nunca— se abrió como si lo hiciera en el mismísimo sol. Al otro lado, una cegadora brillantez se derramó hacia afuera, explotó hacia afuera. Jinetes a la carga, con armadura completa, irrumpieron por el acceso y se situaron a los flancos de Lan. Sobre ellos ondeaba la bandera de Arafel.

Más accesos. Tres. Cuatro. Una docena. Cada uno surgió en el campo de forma coordinada, lanzando jinetes a la carga, con las lanzas en ristre y las banderas de Saldaea, Shienar y Kandor flameando. En cuestión de segundos, la carga de Lan con seis mil se había convertido en otra de cien mil.

Los trollocs de las primeras líneas gritaron y algunos dejaron de correr. Otros se mantuvieron parados en el sitio, con las lanzas inclinadas para empalar a los caballos que se aproximaban. Amontonándose detrás de ellos —sin poder ver con claridad lo que ocurría al frente— otras bestias enfurecidas empujaban con afán hacia adelante mientras blandían enormes espadas de hojas semejantes a guadañas y hachas de guerra de doble filo.

Los trollocs situados en primera línea, con las picas inclinadas, explotaron.

En alguna parte, detrás de Lan, los Asha’man empezaron a lanzar tejidos que desgarraron la tierra y destruyeron por completo las primeras líneas de trollocs. Cuando los cadáveres se desplomaron en el suelo, las líneas medias se encontraron expuestas, afrontando un vendaval de cascos, espadas y lanzas.

Lan se lanzó blandiendo la espada a diestro y siniestro, mientras Mandarb chocaba con los rugientes trollocs y se abría paso entre ellos. Andere se echó a reír.

—¡Atrás, necio! —le gritó Lan al tiempo que descargaba tajos con la espada a los trollocs cercanos—. Dirige a los Asha’man hacia nuestros heridos. ¡Que protejan el campamento!

—¡Quiero veros sonreír, Lan! —gritó Andere, aferrado a la silla del caballo—. ¡Dadle más emoción a esa cara pétrea por una vez en vuestra vida! ¡Seguro que esto lo merece!

Lan observó la batalla que jamás pensó que ganaría, vio una lucha prometedora en lugar de una posición donde plantar cara por última vez, y no pudo contenerse. No sólo sonrió. Prorrumpió en carcajadas.

Andere obedeció su orden y cabalgó para buscar Curación y organizar las líneas de retaguardia.

—Jophil —llamó Lan—, ¡alza bien alto mi estandarte! ¡Malkier sigue vivo hoy!

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