Perrin despertó con el frufrú de algo. Entreabrió los ojos un poco, cauteloso, y se encontró en una habitación oscura.
«El palacio de Berelain», recordó. Fuera, el sonido de las olas se había vuelto más suave y las llamadas de las gaviotas se habían acallado. A lo lejos, se oía el retumbo del trueno.
¿Qué hora sería? Olía como a la mañana, pero fuera aún seguía oscuro. Le costó identificar a la silueta imprecisa que se movía a través de la habitación hacia él. Se puso tenso hasta que captó el olor de la figura.
—¿Chiad? —preguntó al tiempo que se sentaba.
La Aiel no se sobresaltó, aunque estaba seguro de haberla sorprendido por la forma en que se detuvo.
—No tendría que estar aquí —susurró ella—. He forzado mi honor al límite de lo que debería permitírseme.
—Es la Última Batalla, Chiad —replicó Perrin—. Eso nos permite saltar ciertas lindes... suponiendo que no hayamos vencido todavía.
—La batalla en Merrilor está ganada, pero la batalla mayor, la de Thakan’dar, todavía prosigue con furia.
—He de volver al frente —dijo Perrin.
Sólo llevaba la ropa interior, pero no dejó que tal cosa lo incomodara. Una Aiel como Chiad no se sonrojaría. Apartó la manta. Por desgracia, el agotamiento que llegaba hasta la médula sólo había remitido un poco.
—¿No vas a decirme que permanezca en cama? —preguntó en tanto que buscaba con movimientos cansinos la camisa y el pantalón.
Estaban doblados encima de un mueble a los pies de la cama, junto con el martillo. Tuvo que apoyarse contra el colchón mientras daba un par de pasos para llegar allí.
—¿No vas a decirme que, mientras esté cansado, luchar no es cosa mía? —añadió—. Parece que todas las mujeres que conozco piensan que ésa es una de sus tareas principales.
—He descubierto que recalcar sus necedades a un hombre sólo sirve para volverlo más estúpido —contestó la Aiel con sequedad—. Además, soy gai’shain. No me corresponde hacer tal cosa.
Perrin la miró y, aunque no podía verla ponerse colorada en la oscuridad, sí pudo oler su azoramiento. Su conducta no era muy acorde con la de gai’shain.
—Rand debería haberos liberado a todos de los juramentos.
—No está en su poder hacer tal cosa —replicó Chiad, indignada.
—¿Y de qué sirve el honor si el Oscuro gana la Última Batalla? —espetó él, mientras se subía los pantalones.
—El honor lo es todo —repuso con suavidad Chiad—. Merece que se muera por él, merece que se arriesgue el propio mundo. Si no tenemos honor, más vale que perdamos.
En fin, Perrin suponía que había cosas sobre las que él habría dicho lo mismo. Lo de llevar esas absurdas ropas blancas, no, por supuesto, pero no habría hecho algunas de las cosas que los Capas Blancas sí habían hecho, aunque el mundo estuviera en peligro. No la presionó más.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó mientras se ponía la camisa.
—Por Gaul —dijo Chiad—. ¿Ha...?
—¡Oh, Luz! —exclamó Perrin—. Tendría que habértelo contado antes. Últimamente tengo escoria de hierro por cerebro, Chiad. Estaba bien cuando nos separamos. Aún sigue en el sueño, y allí el tiempo discurre más despacio. Probablemente sólo ha pasado una hora, más o menos, en su tiempo, pero tengo que regresar con él.
—¿En tu estado? —inquirió ella, pasando por alto lo que había dicho sobre que no le daría la tabarra por eso.
—No. —Perrin se sentó en la cama—. La última vez, casi me rompí el cuello. Necesito que una de las Aes Sedai me Cure de la fatiga.
—Eso es peligroso —objetó Chiad.
—¿Más que dejar que Rand muera? ¿Más que dejar a Gaul sin un aliado en el Mundo de los Sueños, protegiendo al Car’a’carn él solo?
—Ése es muy capaz de herirse con su propia lanza si lo dejas solo en la lucha —dijo ella.
—No quería decir...
—Calla, Perrin Aybara. Lo intentaré. —Se marchó con un susurro de tela.
Perrin se tendió en la cama y se frotó los ojos con el pulpejo de la palma de la mano. Se había sentido mucho más seguro de sí mismo cuando había luchado con Verdugo la última vez, pero aun así había fracasado. Rechinó los dientes; ojalá que Chiad regresara pronto.
Algo se movió fuera de la habitación. Se reanimó y se incorporó para quedarse sentado otra vez.
Una figura grande oscureció el umbral; luego, retiró la pantalla opaca de la linterna sorda. Maese Luhhan tenía las hechuras de un yunque, con un torso compacto —aunque poderoso— y brazos de músculos abultados. Perrin no recordaba al hombre con tantas canas en la cabeza. Maese Luhhan había envejecido, pero no estaba debilitado. Perrin dudaba que llegara a estarlo alguna vez.
—Lord Ojos Dorados... —llamó.
—Luz, por favor. Maese Luhhan, precisamente vos deberíais tener la confianza de llamarme Perrin. A menos que prefiráis utilizar «ese inútil aprendiz que tengo».
—Eh, un momento —dijo maese Luhhan, que entró en la habitación—. Creo que te llamé eso nada más que una vez.
—Cuando rompí la hoja nueva para la guadaña de maese al’Moor —recordó Perrin con una sonrisa—. Estaba convencido de que sería capaz de hacerlo bien.
Maese Luhhan se echó a reír. Se detuvo al ver el martillo de Perrin, que seguía en el mueble a los pies de la cama, y posó los dedos en él.
—Te has convertido en un maestro del oficio. —Maese Luhhan se sentó en una banqueta junto a la cama—. De un artesano a otro, estoy impresionado. No creo que yo fuera capaz de hacer algo tan excelente como ese martillo.
—Vos hicisteis el hacha.
—Supongo que sí. No era un objeto hermoso. Era algo para matar.
—A veces es necesario matar.
—Sí, pero nunca es bello. Nunca.
Perrin asintió con un cabeceo a las palabras del hombre mayor.
—Gracias. Por encontrarme y traerme aquí —le dijo—. Por salvarme.
—¡Era simple interés propio, hijo! Si escapamos de esto, será por vosotros, muchachos. ¡Acuérdate de lo que te digo, porque es cierto!
Perrin meneó la cabeza como si no pudiera creerlo. Un hombre, como mínimo, los recordaba a los tres como unos muchachos. Jóvenes que, al menos en el caso de Mat, habían estado metiéndose en problemas cada dos por tres.
«De hecho —pensó Perrin— estoy bastante seguro de que Mat sigue metiéndose en problemas las más de las veces.» Al menos, en ese momento no estaba luchando, sino que hablaba con algunos seanchan, a juzgar por el remolino de colores que se concretó en una imagen.
—Chiad dice que el combate en Merrilor ha terminado. ¿Es cierto? —preguntó.
—Lo es —contestó maese Luhhan—. Pasé por allí llevando a algunos de nuestros heridos. Debería haber vuelto con Tam y Abell enseguida, pero quería comprobar cómo te encontrabas.
Perrin asintió con un cabeceo. Ese tirón dentro de él... Si acaso, era más fuerte ahora que nunca. Rand lo necesitaba. La guerra no había terminado aún. Ni mucho menos.
—Maese Luhhan, he cometido un error. —Perrin soltó un suspiro.
—¿Qué error?
—Me he exigido mucho —dijo—. Me he esforzado demasiado. —Apretó el puño y golpeó uno de los pilares de la cama—. Tendría que— haberme dado cuenta, maese Luhhan. Siempre hago lo mismo. Me excedo haciendo lo que sea, y al día siguiente estoy fuera de combate.
—¿Sabes, muchacho? —Maese Luhhan se inclinó hacia adelante—. Hoy me preocupa mucho más que no vaya a haber un día siguiente.
Perrin lo miró con el entrecejo fruncido.
—Si ha habido un momento en que tengas que exigirte al máximo, es éste —dijo maese Luhhan—. Hemos ganado una batalla, pero si el Dragón Renacido no gana la suya... Luz, no creo que hayas cometido un error, ni mucho menos. Ésta es nuestra última oportunidad en la forja. Ésta es la mañana en que la pieza principal ha de terminarse. Hoy tendrás que seguir trabajando hasta que hayas acabado.
—Pero si me vengo abajo...
—Entonces lo habrás dado todo.
—Podría fracasar si me quedo sin fuerza.
—En ese caso, al menos no habrás fracasado por contenerte. Sé que no suena bien, y tal vez me equivoque. Pero... En fin, todo lo que estás diciendo se refiere a un día normal, y éste no lo es. No, por la Luz que no lo es. —Maese Luhhan lo asió por el brazo.
»Puede que tú te veas como alguien que se permite llegar demasiado lejos, pero no es ése el hombre que yo veo. Si acaso, Perrin, en ti he visto a alguien que ha aprendido a contenerse. Te he visto sujetar una taza con extremada delicadeza, como si temieras romperla con tu fuerza. Te he visto dar la mano a un hombre y sostenerla con gran cuidado, sin estrecharla nunca con demasiado ímpetu. Te he visto moverte con premeditado comedimiento para no empujar a nadie o tirar algo.
»Ésas fueron unas buenas lecciones que tenías que aprender, hijo. Necesitabas control. Pero en ti he visto a un chico hacerse un hombre que no sabe cómo deshacerse de esas barreras. Veo a un hombre que tiene miedo de lo que pueda ocurrir cuando pierda un poco el control. Me doy cuenta de que lo haces porque temes hacer daño a la gente. Pero, Perrin... Es hora de que dejes de contenerte.
—No me contengo, maese Luhhan —protestó—. En serio, lo prometo.
—¿No? En ese caso... En fin, quizá tengas razón. —De repente maese Luhhan olía a estar cohibido—. Fíjate, aquí me tienes, comportándome como si fuera de mi incumbencia. No soy tu padre, Perrin. Lo lamento.
—No —dijo Perrin al ver que maese Luhhan se levantaba para marcharse—. Ya no tengo padre.
—Lo que esos trollocs hicieron... —empezó el hombre con una mirada dolida.
—A mi familia no la mataron los trollocs —repuso Perrin suavemente—. Fue Padan Fain.
—¿Qué? ¿Estás seguro?
—Uno de los Capas Blancas me lo dijo. Y no mentía.
—Oh, bueno. Fain... Todavía anda por ahí, ¿verdad?
—Sí. Odia a Rand. Y hay otro hombre, lord Luc. ¿Lo recordáis? Ha recibido la orden de matar a Rand. Creo... Creo que ambos van a intentarlo antes de que esto acabe.
—Entonces tendrás que asegurarte de que tal cosa no ocurra, ¿cierto?
Perrin sonrió. Se volvió hacia la puerta al oír pasos fuera. Chiad entró un instante después, y Perrin olió la irritación de la Aiel porque la hubiera oído llegar. La acompañaba Bain, otra figura vestida toda de blanco. Y detrás de ellas...
Masuri. No era la Aes Sedai que él habría elegido. Apretó los labios sin darse cuenta.
—No os caigo bien —dijo Masuri—. Lo sé.
—Nunca he dicho tal cosa —replicó Perrin—. Me fuisteis de gran ayuda durante nuestros viajes.
—Y, sin embargo, no confiáis en mí, pero eso no viene al caso. Queréis recuperar las fuerzas, y probablemente sea yo la única dispuesta a hacerlo. Las Sabias y las Amarillas os zurrarían como a un niño por querer marcharos.
—Lo sé. —Perrin se sentó en la cama. Vaciló—. Necesito saber por qué os reuníais con Masema a mis espaldas.
—He venido en respuesta a una petición —dijo Masuri, que olía a regocijo—, ¿y ahora me decís que no dejaréis que os haga ese favor hasta que conteste a vuestro interrogatorio?
—¿Por qué lo hicisteis, Masuri? Soltadlo de una vez.
—Planeaba utilizarlo —contestó la esbelta Aes Sedai.
—Utilizarlo.
—Tener influencia en quien se hacía llamar el Profeta del Dragón podría haber sido útil. —Olía a sentirse avergonzada—. Era otro momento y otra situación, lord Aybara. Antes de que os conociera. Antes de que cualquiera de nosotros os conociera.
Perrin emitió un quedo gruñido.
—Fui una estúpida —reconoció Masuri—. ¿Era eso lo que queríais oír? Fui una estúpida y desde entonces he aprendido.
Perrin la miró. Luego suspiró y extendió el brazo. Seguía siendo una respuesta Aes Sedai, pero una de las más directas que había oído.
—Hacedlo. Y gracias —dijo.
Ella lo tomó del brazo. Perrin sintió evaporarse la fatiga, la notó salir como un viejo edredón metido a la fuerza en una caja pequeña. Se sintió vigorizado, de nuevo con fuerza. Prácticamente se incorporó de un salto.
Masuri se encorvó y se sentó en la cama. Perrin abrió y cerró la mano, mirándose el puño. Tenía la sensación de ser capaz de desafiar a cualquiera, incluso al propio Oscuro.
—Qué sensación tan maravillosa.
—Me han dicho que destaco en este tejido en particular —dijo ella—. Pero tened cuidado, porque...
—Sí, lo sé. Mi cuerpo sigue estando cansado. Sólo que no lo noto.
En realidad, si lo pensaba, esa última parte no era del todo verdad. Notaba la fatiga como una serpiente escondida en su nido, al acecho, esperando. Lo consumiría otra vez. Eso significaba que tenía que hacer su trabajo antes. Respiró hondo y llamó a su martillo. No se movió.
«Claro —pensó—. Éste es el mundo real, no el Sueño del Lobo.» Se acercó y metió el martillo en los pasadores del cinturón, los nuevos que había creado para sujetar el martillo más grande. Se volvió hacia Chiad, que se había quedado en el umbral; también olía a Bain allí, donde se había retirado.
—Lo encontraré —les dijo—. Si está herido, lo traeré aquí.
—Hazlo, pero no nos encontrarás aquí —contestó Chiad.
—¿Vais a Merrilor? —preguntó, sorprendido.
—A algunos de nosotros nos necesitan para transportar a los heridos y traerlos a recibir Curación. No es algo que los gai’shain hayan hecho en el pasado, pero quizá es algo que podemos hacer esta vez.
Perrin asintió con la cabeza y cerró los ojos. Se imaginó a punto de dormirse, dejándose llevar. El tiempo pasado en el Sueño del Lobo había entrenado bien su mente. Podía engañarse a sí mismo, concentrándose. Eso no cambiaba el mundo real, pero sí cambiaba su percepción.
Sí... flotando a punto de dormirse... Y allí estaba el camino. Tomó la bifurcación que llevaba al Sueño del Lobo en carne y hueso, y captó el inicio de un grito ahogado de Masuri al tiempo que él sentía el cambio entre los dos mundos.
Abrió los ojos y cayó en medio del embate de vientos tormentosos. Creó una burbuja de aire calmo, y entonces tocó el suelo con las piernas fortalecidas. Sólo quedaban unos cuantos muros inestables del palacio de Berelain a ese lado. Una de las paredes se hizo añicos y las piedras rotas salieron lanzadas hacia el cielo por el vendaval. La ciudad casi había desaparecido, y los montones de rocas aquí y allá indicaban dónde se alzaban antes los edificios. El cielo gemía como un metal al doblarse.
Perrin hizo que el martillo fuera hacia su mano y después empezó la caza una última vez.
Thom Merrilin estaba sentado en una roca grande, manchada de hollín, y fumaba en su pipa mientras contemplaba el fin del mundo.
Sabía un par de cosas sobre encontrar el mejor sitio para ver una representación. Para él, aquél era el mejor asiento del mundo. Su roca se hallaba junto a la entrada de la cueva que conducía a la Fosa de la Perdición, lo bastante cerca para que, si se echaba hacia atrás y miraba con los ojos entreabiertos, la vería y atisbaría algunas de las luces y sombras que danzaban dentro. Echó un vistazo al interior. No había cambiado nada.
«Sigue a salvo ahí dentro, Moraine —pensó—. Por favor.»
También se encontraba lo bastante cerca del borde del camino para ver el valle allá abajo. Dio una chupada a la pipa y se atusó el bigote con el nudillo.
Alguien tenía que anotar esto. No podía pasarse todo el tiempo preocupado por ella. Así pues, buscó en su mente las palabras adecuadas para describir lo que veía. Desechó las palabras «épico» y «trascendental». Estaban desgastadas de tanto usarlas.
Un golpe de viento sopló a través del valle agitando los cadin’sor de los Aiel que combatían contra los velos rojos enemigos. Saltaron rayos que cayeron sobre la línea de Juramentados del Dragón que defendían el sendero que subía a la entrada de la cueva. Esos destellos lanzaron hombres al aire. Después, los rayos empezaron a descargarse sobre los trollocs. Las nubes iban y venían así, según si las Detectoras de Vientos se hacían con el control del tiempo o si lo recuperaba la Sombra. Ninguno de los dos grupos había conseguido aún sacar una ventaja clara al otro.
Unas oscuras bestias enormes que mataban con facilidad hacían estragos en el valle. Los Sabuesos del Oscuro no caían a pesar del trabajo conjunto de docenas. La parte derecha del valle estaba cubierta de una densa niebla que, por alguna razón, los vientos tormentosos no conseguían mover.
«¿Culminante? —pensó Thom, que mordisqueó la boquilla de la pipa—. No. Demasiado previsible.» Si uno utilizaba las palabras que la gente esperaba oír, ésta acababa aburriéndose. Una gran balada tenía que ser inesperada.
Nunca como se preveía que fuera. Cuando la gente empezaba a saber lo que podía esperar de ti, cuando empezaba a prever tus florituras, a buscar la pelota que habías escondido con un juego de manos, o a sonreír antes de que recitaras la línea con doble sentido de tu relato... había llegado el momento de guardar la capa, hacer otra reverencia más, por añadidura, y marcharse. Después de todo, eso era lo que el público esperaba que hicieras cuando todo iba bien.
Volvió a reclinarse hacia atrás para echar un vistazo al túnel. Era imposible que la viera, por supuesto, ya que estaba demasiado dentro de la caverna. Pero la sentía —en su mente— gracias al vínculo.
Ella miraba fijamente el fin del mundo, con valor y determinación. A despecho de sí mismo, sonrió.
Abajo, la batalla bullía y se agitaba como una picadora de carne, reduciendo hombres y trollocs a pedazos de carne muerta. Los Aiel luchaban en el perímetro del campo de batalla, enzarzados con sus parientes arrebatados por la Sombra. Parecían estar muy igualados, o lo habían estado antes de que los Sabuesos del Oscuro llegaran.
No obstante, esos Aiel eran infatigables, perseverantes. Parecía que no se cansaban en absoluto, aunque ya hacía... Thom no logró calcular cuánto tiempo había pasado. Él había dormido unas cinco o seis veces desde que habían llegado a Shayol Ghul, pero no sabía si eso se ajustaba a los días transcurridos. Miró el cielo. Ni asomo del sol, aunque el encauzamiento de las Detectoras de Vientos —y el Cuenco de los Vientos— había hecho aparecer una gran línea de nubes blancas en contraposición de los negros nubarrones. Daba la impresión de que las nubes también sostenían su propia batalla, una imagen inversa de la lucha disputada abajo. Negro contra blanco.
«¿Peligroso?», pensó. No, ésa no era la palabra correcta. Crearía una balada de esto, seguro. Rand lo merecía. Y Moraine también. Sería su victoria tanto como la de él. Necesitaba palabras. Las palabras correctas.
Las buscó mientras oía a los Aiel golpear lanzas contra escudos cuando corrían a la batalla. Mientras oía el aullido del viento dentro de la caverna y mientras la sentía a ella, erguida al final del túnel.
Abajo, los ballesteros domani giraban, frenéticos, los cranequines para tensar las cuerdas. Anteriormente, millares de ellos habían estado disparando. Ahora sólo quedaba una fracción.
«Quizás... aterrador.»
Ésa era una palabra adecuada, pero no la correcta. Puede que no fuera inesperada, pero sí era muy, muy cierta. Lo intuía. Su esposa luchando para seguir viva. Las fuerzas de la Luz acosadas casi al borde de la muerte. Luz, sí que estaba asustado. Por ella. Por todos.
Pero ese término era prosaico. Necesitaba algo mejor, algo perfecto.
Abajo, los tearianos arremetían con las picas, desesperados, atacando a los trollocs. Los Juramentados del Dragón luchaban con muchos tipos distintos de armas. Una última carreta de vapor yacía rota en el suelo, cerca, cargada de flechas y virotes a través del último acceso abierto desde Baerlon. Hacía ya horas que no llegaban suministros. La distorsión del tiempo allí, la tempestad, estaba afectando al Poder Único.
Thom hizo una anotación especial sobre la carreta; tendría que usarla de un modo que conservara sus maravillas y mostrara cómo sus costados fríos de hierro habían desviado flechas antes de caer.
Había heroísmo en cada línea de hombres, en cada movimiento de tensar la cuerda del arco y en cada mano que sostenía un arma. ¿Cómo transmitir eso? Pero, también, ¿cómo transmitir el miedo, la destrucción, el puro extrañamiento de todo ello? El día anterior —en una rara y sangrienta tregua— ambos bandos había hecho un alto para retirar cadáveres.
Necesitaba una palabra que hiciera sentir el caos, la muerte, la barahúnda, la valentía absoluta.
Abajo, un cansado grupo de Aes Sedai empezó a subir por el sendero que conducía a la boca de la caverna, donde esperaba Thom. Pasaron junto a arqueros que escudriñaban el campo de batalla por si aparecían Fados.
«Magno —pensó Thom—. Ésa es la palabra. Inesperada, pero cierta. Majestuosamente magno. No. Majestuoso no. Que la palabra se sostenga por sí misma. Si es la palabra correcta, funcionará sin ayuda. Si no lo es, añadir otras palabras sólo servirá para hacerla parecer desesperada.»
Así era como tendría que ser el final. El cielo desgarrándose mientras las facciones combatían para controlar los propios elementos, gente de diversas naciones aguantando con la fuerza que le quedaba. Si la Luz ganaba, lo haría por un margen muy, muy estrecho.
Eso, por supuesto, lo horrorizaba. Una buena emoción. Tendría que incluirla en la balada. Chupó de nuevo la pipa, y supo que lo hacía para no temblar. Cerca, una pared entera del valle explotó y lanzó una lluvia de rocas sobre la gente que luchaba abajo. Thom no sabía cuál de los encauzadores había hecho eso. Había Renegados en ese campo de batalla. Él procuraba evitarlos.
«Esto es lo que consigues, viejo, por no saber cuándo parar», se recordó. Se alegraba de no haber podido escapar, de que sus intentos de dejar atrás a Rand, a Mat y a los demás hubieran fracasado. ¿De verdad habría querido sentarse en alguna posada tranquila de cualquier sitio en tanto que la Última Batalla tenía lugar? ¿Mientras ella entraba sola allí?
Meneó la cabeza. Era tan tonto como cualquier hombre o mujer. Tenía la experiencia suficiente para ser consciente de ello. Había que haber visto bastantes primaveras para que un hombre fuera capaz de llegar a esa conclusión.
El grupo de Aes Sedai que se aproximaba se separó y algunas se quedaron abajo; una de ellas cojeaba y subía hacia la caverna con aire cansado. Cadsuane. Había menos Aes Sedai que antes. Las bajas seguían aumentando. Por descontado, la mayoría de quienes habían ido allí sabían que les esperaba la muerte. Esa batalla era la más desesperada y los combatientes de ese frente eran los que tenían menos posibilidades de sobrevivir. De cada diez que habían ido a Shayol Ghul a luchar, sólo uno seguía de pie. Thom sabía a ciencia cierta que Rodel Ituralde había enviado una carta de despedida a su esposa antes de aceptar esa misión. Igual que había hecho él.
Cadsuane lo saludó con un movimiento de cabeza y luego continuó hacia la caverna donde Rand luchaba por el destino del mundo. Tan pronto como la mujer le dio la espalda a Thom, él le lanzó un cuchillo —con la otra mano seguía sujetando la pipa en la boca— por el aire. Alcanzó a la Aes Sedai en la espalda, justo en el centro, de forma que le cercenó la espina dorsal.
La mujer cayó al suelo como un saco de patatas.
«Qué frase más trillada —pensó Thom mientras daba una chupada a la pipa—. ¿Un saco de patatas? Aquí necesitaré otro símil diferente. Además, ¿cuántas veces se caen los sacos de patatas? No muy a menudo.» Cayó como... ¿Como qué? Como cebada derramándose por el fondo roto de un saco para formar un montón en el suelo. Sí, eso quedaba mejor.
Cuando la Aes Sedai tocó el suelo, el tejido se deshizo y dejó a la vista otro rostro detrás de la máscara de Cadsuane que había utilizado. Reconoció a esa mujer, aunque de forma vaga. Era domani. ¿Cómo se llamaba? Jeane Caide. Sí, ése era su nombre. Una mujer bonita.
Thom meneó la cabeza. El modo de andar era distinto por completo. ¿Es que nadie se daba cuenta de que los andares de una persona eran tan particulares como la nariz de su rostro? Todas las mujeres que habían intentado pasar disimuladamente habían dado por seguro que con cambiar la cara y el vestido —puede que incluso la voz— sería suficiente para engañarlo.
Se bajó de la piedra a la que se había encaramado y, agarrando el cuerpo por debajo de los brazos, lo echó a un hueco que había cerca, donde ya había otros cinco, así que se estaba llenando demasiado. Sujetó la pipa entre los dientes, se quitó la capa y la colocó de forma que cubriera la mano de la hermana Negra muerta, que asomaba un poco.
De nuevo echó otra ojeada al interior de la caverna; aunque no podía ver a Moraine, lo reconfortaba hacerlo. Después volvió a su puesto de observación, sacó una hoja de papel y la pluma. Y —al son del trueno, los gritos, las explosiones y el aullido del viento— empezó a componer.