5 Presentar una petición

Rand al’Thor despertó en su tienda y respiró hondo. Dejando a Aviendha sumida en un profundo sueño, salió de debajo de las mantas y se puso una bata. El aire olía a humedad.

De paso, le recordó las mañanas de su juventud, cuando se levantaba antes del alba para ordeñar a la vaca a la que habría que ordeñar otra vez al final del día. Con los ojos cerrados, recordó el ruido que hacía Tam —que ya se había levantado— al cortar postes nuevos para el cercado. Recordó el aire frío, y ponerse las botas pateando con los pies, y lavarse la cara con el agua dejada junto a la cocina para que se calentara.

En una mañana cualquiera, un granjero podía abrir la puerta de su casa y asomarse a un mundo todavía flamante. Reciente y escarchado. Las primeras llamadas indecisas de las aves. La luz del sol rompiendo por el horizonte, como el bostezo matutino del mundo.

Rand se acercó a los faldones de la entrada de la tienda y los apartó; saludó con un gesto de la cabeza a Katerin, una Doncella baja de cabello rubio, que estaba de guardia. Contempló un mundo que distaba mucho de ser flamante. Éste era un mundo viejo y cansado, como un buhonero que hubiera viajado a la Columna Vertebral del Mundo, ida y vuelta, a pie. Las tiendas abarrotaban Campo de Merrilor, las lumbres soltaban columnas de humo hacia el cielo matutino, todavía oscuro.

Había hombres trabajando por todas partes. Soldados que engrasaban la armadura. Herreros que afilaban puntas de lanza. Mujeres que preparaban plumas para hacer penachos de flechas. Se servían desayunos en carretas de avituallamiento a hombres que deberían haber dormido mejor de lo que lo habían hecho. Todos sabían que vivían los últimos momentos antes de que la tormenta estallara.

Rand cerró los ojos. Sentía la tierra como a través de un débil vínculo de Guardián. Debajo de sus pies las larvas reptaban bajo la superficie. Las raíces de la hierba seguían extendiéndose muy, muy despacio, buscando nutrientes. Los árboles esqueléticos no estaban muertos, porque el agua se filtraba a través de ellos: estaban aletargados. En un árbol cercano había posada una bandada de azulejos, así llamados por el color del plumaje. Los pájaros no piaron ni lanzaron llamadas para saludar la llegada del alba. Se apiñaban unos contra otros, como si buscaran calor.

El mundo aún seguía vivo. Vivo como un hombre que se aferra con la punta de los dedos al borde de un precipicio. Rand abrió los ojos.

—¿Mis escribientes han regresado de Tear?

—Sí, Rand al’Thor —contestó Katerin.

—Que se avise a los otros dirigentes —instruyó Rand—. Me reuniré con ellos dentro de una hora en el centro del campo, donde ordené que no se instalaran tiendas.

La Doncella se marchó para transmitir su orden y quedaron de guardia otras tres Doncellas que había cerca. Rand soltó los faldones de la entrada; al volverse, dio un brinco al ver a Aviendha —tan desnuda como cuando su madre la trajo al mundo— de pie en la tienda.

—Es muy difícil acercarse a ti a hurtadillas, Rand al’Thor —dijo ella con una sonrisa—. El vínculo te da demasiada ventaja. He de moverme muy despacio, como un lagarto por la noche, para que cuando percibas dónde estoy no haya una variación muy grande.

—¡Por la Luz, Aviendha! ¿Por qué tienes que acercarte a mí a hurtadillas, para empezar?

—Por esto —dijo, tras lo cual saltó hacia adelante, lo agarró por la cabeza y lo besó con el cuerpo pegado al suyo.

Rand se relajó y dejó que el beso se prolongara.

—No me sorprende —murmuró en torno a los labios de ella— que esto sea mucho más divertido ahora que no tengo que preocuparme por si me congelo trocito a trocito mientras lo hago.

—No deberías referirte a ese suceso, Rand al’Thor —dijo Aviendha al tiempo que se retiraba.

—Pero...

—He pagado mi toh, y ahora soy primera hermana de Elayne. No me recuerdes una vergüenza que está olvidada.

¿Vergüenza? ¿Por qué tenía que sentirse avergonzada de eso justo ahora, cuando...? Rand meneó la cabeza. Era capaz de sentir respirar a la tierra, de sentir un escarabajo en una hoja a media legua de distancia, pero a veces era incapaz de comprender a los Aiel. O quizás era sólo a las mujeres.

En este caso, probablemente era ambas cosas.

Aviendha vaciló y se paró junto al barril de la tienda que contenía agua dulce.

—Supongo que no tenemos tiempo para tomar un baño —dijo luego.

—Oh, ¿ahora te gustan los baños?

—Los he aceptado como una parte de la vida —repuso ella—. Si voy a vivir en las tierras húmedas, entonces adoptaré algunas de sus costumbres. Cuando no sean absurdas. —Su tono revelaba que consideraba como tales la mayoría de ellas.

—¿Qué pasa? —preguntó Rand, que se acercó a ella.

—¿Pasar?

—Hay algo que te incomoda, Aviendha. Lo veo, lo noto en ti.

Ella lo observó con expresión crítica. Luz, qué hermosa era.

—Era mucho más fácil manejarte antes de que recibieras la antigua sabiduría de tu yo anterior, Rand al’Thor —le dijo.

—¿En serio? —preguntó, sonriente—. Tú no te comportabas así por entonces.

—Eso ocurrió cuando era inocente como una niña, sin experiencia en la ilimitada capacidad de Rand al’Thor para ser frustrante. —Metió las manos en el agua y se lavó la cara—. Menos mal; de haber sabido algo de lo que me esperaba contigo, a lo mejor me habría vestido de blanco para no quitármelo jamás.

Rand sonrió; luego encauzó y tejió Agua de forma que sacó el líquido del barril en un chorro. Aviendha se retiró un paso y observó con curiosidad.

—Parece que ya no te molesta la idea de que un hombre encauce —comentó él mientras removía el agua en el aire y la calentaba con un hilo de Fuego.

—Ya no hay motivo para que me moleste. Si fuera a sentirme incómoda cuando encauzases, me estaría comportando como un hombre que se niega a olvidar un episodio vergonzoso de una mujer después de que ella haya cumplido con su toh. —Lo miró con fijeza.

—Ni se me ocurre que alguien pueda ser tan grosero —dijo Rand, que se quitó la bata y se acercó a ella—. Ven. Ésta es una reliquia de esa «antigua sabiduría» que por lo visto te parece tan frustrante.

Acercó el agua, que estaba a una temperatura perfecta, y la dejó caer sobre ellos en una densa y rápida rociada. Aviendha dio un respingo y se aferró a su brazo. Puede que se empezara a sentir más cómoda con las costumbres de las tierras húmedas, pero el agua todavía despertaba en ella una sensación incómoda y reverente.

Rand agarró un poco de jabón con Aire y lo mezcló con el agua para después lanzar un torbellino de burbujas que les envolvió el cuerpo y les tiró del cabello hacia arriba, de forma que retorció el de Aviendha como una columna antes de dejarlo caer con suavidad sobre los hombros de la mujer.

Rand usó otra rociada de agua caliente para quitar el jabón y después secó gran parte del agua dejándolos húmedos, pero no empapados. Volvió a echar el agua en el barril y, con un punto de renuencia, soltó el Saidin. Aviendha jadeaba.

—Eso... Eso ha sido totalmente estúpido e irresponsable —dijo cuando pudo hablar.

—Gracias. —Rand cogió una toalla y se la echó por el aire—. Seguro que la mayoría de las cosas que hacíamos durante la Era de Leyenda te parecerían estúpidas e irresponsables. Eran otros tiempos, Aviendha. Había muchos más encauzadores y nos entrenaban desde temprana edad. No necesitábamos saber cosas como las artes militares o cómo matar. Habíamos eliminado el dolor, el hambre, el sufrimiento, la guerra. En cambio, usábamos el Poder Único para cosas que podrían parecer corrientes.

—Suponíais que habíais eliminado la guerra —dijo Aviendha con un gesto desdeñoso—. Os equivocabais. Y esa ignorancia os debilitó.

—En efecto. Sin embargo, no sé si habría querido cambiar las cosas. Fueron muchos años buenos. Buenas décadas, buenos siglos. Creíamos vivir en el paraíso. Quizás esa idea fuera nuestra perdición. Queríamos que nuestra vida fuera perfecta, así que hacíamos caso omiso de las imperfecciones. Los problemas se agravaron por falta de atención, y puede que la guerra hubiera sido inevitable aunque la Perforación no hubiera ocurrido. —Se secó con una toalla.

—Rand —Aviendha se acercó a él—, hoy te haré una petición.—

Posó la mano en su brazo. La piel de la palma era áspera, encallecida por su época como Doncella. Aviendha no sería jamás una delicada dama, como las de las cortes de Cairhien o de Tear. A Rand le parecía muy bien eso. Las de ella eran manos que sabían lo que era el trabajo.

—¿Qué petición? —preguntó—. No sé si hoy sería capaz de negarte algo, Aviendha.

—Aún no estoy segura de lo que será.

—No te entiendo.

—No tienes que entender. Y tampoco tienes que prometerme que aceptarás. Creía que debía advertírtelo, ya que uno no debe tender una emboscada a su amante. Mi petición te exigirá cambiar los planes que tienes, quizá de un modo drástico, y será importante.

—Está bien...

Ella asintió con la cabeza, tan inescrutable como siempre, y empezó a recoger la ropa para vestirse.


En su sueño, Egwene caminó alrededor de una columna de roca cristalizada. Casi parecía un pilar de luz. ¿Qué significaría? No sabía interpretarlo.

La visión cambió y encontró una esfera. El mundo, supo de algún modo. Agrietándose. Frenética, lo ató con cuerdas en un intento de mantenerlo en una pieza. Podía evitar que se rompiera, pero le costaba mucho esfuerzo...

Se difuminó en el sueño y ella se despertó con un sobresalto. Abrazó la Fuente al instante y tejió una luz. ¿Dónde se encontraba?

Llevaba un camisón y estaba acostada en la cama, de vuelta en la Torre Blanca. No en sus aposentos, que todavía seguían en malas condiciones a raíz del ataque de los asesinos. En su estudio tenía un pequeño dormitorio, y se había acostado allí.

La cabeza le palpitaba de dolor. Recordaba vagamente tener los ojos cansados y llorosos la noche antes, mientras escuchaba en su tienda de Campo de Merrilor los informes sobre la caída de Caemlyn. En algún momento, a altas horas de la noche, Gawyn había insistido en que Nynaeve hiciera un acceso a la Torre Blanca para que Egwene pudiera descansar en una cama, en lugar de un jergón en el suelo.

Rezongando para sus adentros, se levantó. Probablemente Gawyn había tenido razón, aunque Egwene recordaba haberse sentido muy enfadada por el tono de voz que había empleado. Nadie lo había llamado al orden, ni siquiera Nynaeve. Se frotó las sienes. El dolor de cabeza no era tan malo como los que había sufrido cuando Halima la había estado «cuidando», pero era bastante fuerte. Sin duda, ésa era la forma en que el cuerpo mostraba su protesta por la falta de sueño que había acumulado en las últimas semanas.

Un poco más tarde —aseada, vestida y sintiéndose un poco mejor— abandonó el cuarto y encontró a Gawyn sentado al escritorio de Silviana; examinaba un informe sin hacer caso de la novicia que estaba plantada cerca de la puerta.

—Silviana te colgaría en la ventana atado por los dedos gordos de los pies si te viera haciendo eso —dijo con sequedad.

Gawyn se incorporó de un brinco.

—No es un informe de su montón de papeles —protestó—. Son las últimas noticias de mi hermana sobre Caemlyn. Lo han traído para ti por un acceso, hace unos pocos minutos.

—¿Y lo estás leyendo?

—Así me abrase, Egwene —dijo, abochornado—. Es mi hogar. No vino sellado. Pensé que...

—Está bien, Gawyn —lo interrumpió con un suspiro—. Veamos qué dice.

—No es gran cosa —contestó con una mueca mientras le tendía el informe.

Hizo un gesto con la cabeza a la novicia, que salió disparada al pasillo. Poco después, la muchacha regresaba con una bandeja en la que llevaba peritas de agua arrugadas, pan y una jarra de leche.

Egwene se sentó ante su escritorio del estudio para desayunar, aunque se sintió culpable cuando la novicia se marchó. El grueso de los soldados y de las Aes Sedai de la Torre estaba acampado en tiendas en Campo de Merrilor mientras ella comía fruta, aunque estuviera pasada, y dormía en una cama cómoda.

Con todo, la argumentación de Gawyn había sonado sensata. Si todos pensaban que se encontraba en su tienda de Campo de Merrilor, entonces unos asesinos potenciales atacarían allí. Después de estar a punto de morir a manos de los asesinos seanchan, Egwene veía con buenos ojos tomar más precauciones. Sobre todo las que la ayudaban a disfrutar de una buena noche de sueño.

—La mujer seanchan —dijo Egwene con la mirada fija en la taza—. La que estaba con el illiano. ¿Hablaste con ella?

Gawyn asintió con un cabeceo.

—He puesto a varios guardias de la Torre a vigilar a la pareja —explicó—. Nynaeve responde por ellos, en cierto modo.

—¿En cierto modo?

—Dedicó a la mujer algunos epítetos, todos variantes de «cabeza hueca», pero dijo que probablemente no te haría daño de forma intencionada.

—Maravilloso —rezongó Egwene.

En fin, no vendría mal tener una seanchan que quisiera hablar. Luz. ¿Y si tuviera que combatir contra ellos y contra los trollocs al mismo tiempo?

—No seguiste tu propio consejo —dijo luego, al reparar en los ojos enrojecidos de Gawyn cuando él se sentó en la silla que había enfrente del escritorio.

—Alguien tenía que vigilar la puerta. Pedir que viniera la guardia para eso habría descubierto a todo el mundo que no estabas en Campo de Merrilor.

Egwene dio un mordisco al pan —¿con qué lo habían hecho?— y echó un vistazo al informe. Gawyn tenía razón, pero no le gustaba la idea de que él estuviera sin dormir en un día tan complicado como el que les esperaba. El vínculo de Guardián lo ayudaba sólo hasta cierto punto.

—Así que es cierto que la ciudad está perdida —dijo—. Las murallas rotas, el palacio tomado. Parece que los trollocs no quemaron toda la ciudad. Gran parte, pero no la totalidad.

—Sí. Pero es obvio que Caemlyn está perdido —contestó Gawyn.

—Lo siento. —Egwene notaba la tensión de él a través del vínculo.

—Mucha gente escapó, pero no es fácil calcular la población que había antes del ataque, con tantos refugiados. Es probable que hayan muerto cientos de miles.

Egwene exhaló. Tanta gente... Víctimas tan numerosas como un gran ejército aniquiladas en una noche. Y eso probablemente sólo era el principio de la brutalidad que se avecinaba. ¿Cuántos habrían muerto en Kandor hasta ese momento? A saber.

En Caemlyn se guardaba gran parte de los suministros del ejército andoreño. Se le revolvía el estómago al pensar en semejante multitud —centenares de miles— avanzando a trompicones por el campo para alejarse de la ciudad en llamas. Con todo, esa idea era menos aterradora que la amenaza de hambruna para las tropas de Elayne.

Redactó una nota para Silviana en la que le pedía que enviara a todas las hermanas lo bastante fuertes para proporcionar la Curación a los refugiados, y que abrieran accesos para llevarlos a Puente Blanco. A lo mejor ella podía despachar víveres allí, aunque la Torre Blanca ya andaba muy justa.

—¿Has visto la nota al pie? —preguntó Gawyn.

No la había visto. Frunció el entrecejo y leyó una frase escrita al final de la página con la letra de Silviana. Rand al’Thor había emplazado a todos para que se reunieran con él a las...

Alzó la vista al viejo reloj de pie que había en el despacho. La reunión empezaba al cabo de media hora. Gimió y entonces empezó a engullir el resto del desayuno. No era digno comer así, pero que la Luz la abrasara si iba a reunirse con Rand teniendo el estómago vacío.

—Voy a estrangular a ese chico —dijo mientras se limpiaba la cara—. Venga, pongámonos en marcha.

—Podríamos llegar los últimos, ¿no? —sugirió Gawyn—. Dejarle claro que a nosotros no nos da órdenes.

—¿Y darle ocasión de que se reúna con todos los demás sin estar yo presente para objetar lo que él tenga que decir? No me gusta, pero ahora mismo es Rand el que empuña las riendas. Todo el mundo está intrigado y quiere saber qué piensa hacer.

Creó un acceso de vuelta a su tienda, en el rincón que había dejado aislado para el Viaje. Gawyn y ella cruzaron y entraron en la tienda y el clamor de Campo de Merrilor. Fuera, la gente gritaba; con un lejano estruendo de cascos, las tropas galopaban y trotaban mientras tomaban posiciones en la zona de reunión. ¿Era Rand consciente de lo que había hecho allí? Agrupar soldados así, dejándolos nerviosos e inseguros, era como echar un puñado de fuegos de artificio en un caldero puesto a la lumbre. Al final, las cosas empezarían a explotar.

Egwene tenía que controlar el caos. Salió de la tienda seguida por Gawyn, que se situó a su izquierda, y relajó el semblante. El mundo necesitaba una Amyrlin.

Silviana esperaba fuera, ataviada para la ocasión con la estola roja, como si fueran a una asamblea en la Antecámara de la Torre.

—Ocúpate de esto una vez que la reunión haya dado comienzo —le dijo Egwene al tiempo que le tendía la nota.

—Sí, madre —respondió la mujer, que se situó detrás de Egwene y a su derecha.

A Egwene no le hacía falta mirar atrás para saber que Silviana y Gawyn actuaban como si el otro no existiera, de forma deliberada.

En el sector occidental del campamento, Egwene se encontró con varias Aes Sedai que discutían entre ellas. Cruzó a través del grupo y el silencio se hizo a su paso. Un mozo de cuadra la esperaba con su caballo Tamiz, un irascible tordo castrado. Montó y miró a las Aes Sedai.

—Sólo Asentadas —les dijo.

Lo cual provocó multitud de quejas tranquilas y ordenadas, todas y cada una de ellas expresadas con un punto de autoridad Aes Sedai. Todas creían tener derecho a asistir a la asamblea. Egwene las miró fijamente y, poco a poco, las mujeres se conformaron. Eran Aes Sedai; sabían que reñir no era digno de ellas.

Las Asentadas se reunieron y Egwene contempló Campo de Merrilor mientras esperaba. Era una extensa área triangular de pastizales shienarianos que dos ríos convergentes —el Mora y el Erinin— limitaban por dos lados, mientras que un bosque limitaba el tercero. Un afloramiento rocoso —de unos cien pies de altura y paredes arriscadas—, conocido como Alcor Dashar, rompía la uniformidad de la pradera; y en el lado arafelino del Mora, lo hacían los Altos de Polov, una extensa loma de cima plana, con vertientes graduales en tres de los lados y una más pronunciada en la parte del río. Al suroeste de los Altos de Polov había un área de ciénagas y, cerca, la zona de los bajos del río Mora, conocida como Vado de Hawal, un lugar de cruce bien situado entre Arafel y Shienar.

Cerca había un stedding Ogier, enfrente de unas ruinas antiguas situadas al norte. Egwene les había presentado sus respetos poco después de su llegada, pero Rand no había invitado a los Ogier a la reunión.

Los ejércitos estaban convergiendo. Banderas fronterizas llegaron del oeste, donde se hallaba el campamento de Rand. El estandarte de Perrin ondeaba entre ellas. Qué extraño que Perrin tuviera una bandera propia.

Por el sur, la procesión de Elayne hacía su recorrido hacia el lugar de encuentro, justo en el centro de Campo de Merrilor. La reina cabalgaba a la cabeza de los suyos. Su palacio había ardido, pero ella mantenía la cabeza bien erguida, con entereza. Entre Perrin y Elayne, los tearianos y los illianos —Luz, ¿quién había permitido que esos ejércitos acamparan tan cerca uno del otro?— marchaban en columnas separadas, compuestas ambas por casi todas sus fuerzas.

Egwene se dijo que más valía que se diera prisa. Su presencia apaciguaría a los dirigentes, puede que incluso evitara problemas. No les gustaría encontrarse tan cerca de tantos Aiel, de los cuales estaban representados todos los clanes, excepto el Shaido. Todavía ignoraba si apoyaban a Rand o a ella. Algunas de las Sabias parecían haber prestado oídos a sus peticiones, pero no había recibido confirmación de compromisos.

—Mirad —dijo Saerin, que se había acercado a Egwene—, ¿invitasteis a los Marinos?

—No —negó Egwene, también con la cabeza—. Creí que no era muy probable que se pusieran en contra de Rand.

A decir verdad, después de la reunión que había tenido con las Detectoras de Vientos en el Tel’aran’rhiod, no había querido meterse otra vez en las corrientes peligrosas que era negociar con ellas. Le daba miedo que un día, al despertarse, descubriera que había cedido en una transacción no sólo a su primogénito, sino incluso la mismísima Torre Blanca.

Hicieron toda una exhibición al aparecer a través de accesos —cerca del campamento de Rand— Señoras de las Olas y Maestros de Espadas ataviados con sus ropas de vivos colores, como orgullosos monarcas.

«Luz —pensó Egwene—. Me pregunto desde hace cuánto tiempo no tenía lugar una reunión a esta escala.» Casi todas las naciones estaban representadas, y aún más si se tenía en cuenta a los Marinos y a los Aiel. Sólo faltaban Murandy, Arad Doman y las tierras ocupadas por los seanchan.

La última Asentada montó por fin y se situó junto a ella. Ansiosa de ponerse en marcha, pero sin querer hacerlo patente, Egwene inició un trote lento hacia el punto de reunión. Los soldados de Bryne formaron filas para escoltarla haciendo sonar con fuerza las pisadas y sosteniendo las picas bien altas. Los tabardos blancos lucían el blasón de la Llama de Tar Valon, pero no eclipsaban a las Aes Sedai. El modo en que marchaban hacía que resaltaran más las mujeres que iban en el centro. Otros ejércitos contaban con el número de tropas. La Torre Blanca tenía algo mejor.

Todos los ejércitos convergieron en el punto de reunión, el centro del campo, donde Rand había ordenado que no se montaran tiendas. Tantos ejércitos juntos en un terreno propicio para una carga. Más valía que nada saliera mal.

Elayne sentó precedente al apartarse del grueso de sus fuerzas a mitad de camino de llegar allí y continuar con una guardia más reducida de unos cien hombres. Egwene hizo lo propio. Otros dirigentes empezaron a avanzar poco a poco del mismo modo, dejando a sus séquitos formando un amplio círculo en torno al campo central.

El sol brilló sobre Egwene al aproximarse al centro. No pudo menos que reparar en el enorme y perfecto círculo abierto en las nubes encima del campo. Rand influía en las cosas de modos extraños. No necesitaba ninguna bandera ni anuncio alguno para que fuera evidente que estaba presente. Las nubes se apartaban y el sol brillaba dondequiera que él estuviera.

Sin embargo, no había llegado aún al centro. Egwene se reunió con Elayne.

—Lo siento, Elayne —dijo, no por primera vez.

La mujer de cabello dorado mantuvo la vista al frente.

—La ciudad se ha perdido, pero la ciudad no es el reino —dijo—. Hemos de celebrar esta reunión, pero hemos de hacerlo rápido para que pueda volver a Andor. ¿Dónde está Rand?

—Haciendo las cosas con calma —dijo Egwene—. Siempre ha sido así.

—He hablado con Aviendha —informó Elayne; el bayo que montaba pateó y resopló—. Pasó la noche con él, pero él no le dijo lo que se propone hacer hoy.

—Rand mencionó algo sobre hacer requerimientos —comentó Egwene mientras observaba a los dirigentes reunidos con sus séquitos. Darlin Sisnera, rey de Tear, era el primero. La apoyaría, a pesar de que le debía la corona a Rand. La amenaza de los seanchan aún lo inquietaba mucho. El hombre de mediana edad, de cabello oscuro y barba puntiaguda, no era muy apuesto, pero se mostraba sereno y seguro de sí mismo. Montado en su caballo, saludó a Egwene con una leve inclinación de cabeza. Ella alargó la mano con el anillo.

El monarca vaciló, pero después desmontó y se acercó para inclinar de nuevo la cabeza y besarle el anillo.

—Que la Luz os ilumine, madre.

—Me alegro de veros aquí, Darlin.

—Siempre que se mantenga vuestra promesa. Los accesos a mi país llegado el momento, si tal cosa se requiriera.

—Se hará.

Él volvió a hacerle una reverencia y miró a un hombre que cabalgaba hacia Egwene desde el otro lado. Gregorin era su igual en muchos aspectos, pero no en todos. Rand había nombrado a Darlin administrador de Tear, pero los Grandes Señores le habían pedido que fuera coronado rey. Gregorin seguía siendo sólo un administrador. El hombre alto había perdido peso recientemente; la cara redonda —con la acostumbrada barba illiana— empezaba a tener hundidas las mejillas. No esperó a que Egwene lo instara a hacerlo; desmontó, le tomó la mano e hizo una reverencia con floritura antes de besarle el anillo.

—Me complace que los dos hayáis dejado a un lado las diferencias para uniros a mí en este esfuerzo —dijo Egwene, de forma que logró que dejaran de lanzarse miradas feroces el uno al otro.

—Las intenciones del lord Dragón son... inquietantes —manifestó Darlin—. Me eligió para dirigir Tear porque me opuse a él cuando creí que era necesario. Creo que atenderá a razones si le expongo nuestras discrepancias.

Gregorin soltó un resoplido desdeñoso.

—El lord Dragón es perfectamente razonable. Tenemos que ofrecerle una razón de peso, y creo que accederá a discutirlo.

—Mi Guardiana ha de hablar con los dos —indicó Egwene—. Atended, por favor, lo que tiene que deciros. Vuestra colaboración no caerá en el olvido.

Silviana hizo avanzar a su montura y se acercó a Gregorin para hacer un aparte con él. No había nada importante que decirles, pero Egwene había temido que esos dos acabaran tirándose puntadas el uno al otro. Las instrucciones de Silviana eran mantenerlos separados.

Darlin la miró con expresión perspicaz. Parecía entender lo que estaba haciendo, pero no protestó y montó en su caballo.

—Parecéis preocupado, rey Darlin —dijo Egwene.

—La hondura de algunas viejas rivalidades es mayor que las profundidades del océano, madre. Casi pensaría que esta reunión es obra del Oscuro con la esperanza de que acabemos destruyéndonos entre nosotros y que así le hagamos el trabajo.

—Lo comprendo. Tal vez sería mejor que advirtieseis a vuestros hombres, si es que no lo habéis hecho ya, claro, para que no haya «accidentes» el día de hoy.

—Una juiciosa sugerencia. —Hizo una reverencia y retrocedió.

Los dos estaban de su parte, como Elayne. Ghealdan estaría de parte de Rand, si lo que Elayne había dicho sobre la reina Alliandre era cierto. Ghealdan no era tan poderoso para que Alliandre la preocupara, pero los fronterizos eran otra historia. Rand parecía haberlos ganado para su causa.

Todas sus banderas ondeaban por encima de los respectivos ejércitos, y cada dirigente se encontraba presente a excepción de la reina Ethenielle, que se hallaba en Kandor tratando de organizar a los refugiados que huían de su reino. Había dejado un contingente numeroso para esta reunión —incluido su primogénito, Antol—, con lo que ponía de manifiesto que lo que ocurriera allí era tan importante para la supervivencia de Kandor como luchar en la frontera.

Kandor. La primera víctima de la Última Batalla. Se decía que todo el reino estaba en llamas. ¿Sería Andor el siguiente? ¿Dos Ríos?

«Mantente firme», se exhortó.

Era terrible tener que considerar quién apoyaba a quién, pero era su obligación hacerlo así. Rand no podía dirigir personalmente la Última Batalla, como sin duda querría hacer. Su misión sería luchar con el Oscuro; no tenía ni la presencia de ánimo ni el tiempo necesario para actuar también como comandante general. Egwene se proponía que la Torre Blanca saliera de esta reunión designada como la mano que lideraría a las fuerzas agrupadas contra la Sombra, y no renunciaría a su responsabilidad respecto a los sellos.

¿Hasta dónde podía confiar en el hombre en que Rand se había convertido? No era el Rand con el que había crecido. Era más parecido al Rand que había conocido en el Yermo de Aiel, sólo que más seguro de sí mismo. Y quizá más astuto. Había adquirido una gran habilidad en el Juego de las Casas.

Ninguno de esos cambios en él eran cosas terribles, suponiendo que aún fuera posible razonar con él.

«¿Es ésa la bandera de Arad Doman?», pensó, sorprendida. No era una bandera cualquiera, sino la del rey, lo cual indicaba que el monarca cabalgaba con las fuerzas que acababan de llegar al campo. ¿Habría ascendido por fin Rodel Ituralde al trono, o Rand había elegido a otro? La insignia del rey domani ondeaba al lado de la de Davram Bashere, tío de la reina de Saldaea.

—Luz. —Gawyn acercó su caballo al de ella—. Esa bandera...

—La veo. Tendré que presionar a Siuan para que me diga si sus informadores le han notificado quién ha subido al trono. Me temía que los domani cabalgaran a la batalla sin un cabecilla.

—No me refería a los domani, sino a eso.

Egwene siguió con la mirada lo que señalaba Gawyn. Otro contingente se aproximaba avanzando con aparente prisa bajo el estandarte del Toro Rojo.

—Murandy —dijo Egwene—. Qué curioso. Por fin Roedran ha decidido unirse al resto del mundo.

Los recién llegados murandianos ofrecían un espectáculo mayor de lo que probablemente merecían. Al menos su atuendo era bonito: túnicas amarillas y rojas sobre cota de malla; yelmos de latón con alas amplias. En los anchos cinturones se veía el emblema del toro embistiendo. Mantuvieron las distancias con los andoreños y dieron un rodeo por detrás de las fuerzas Aiel para acercarse desde el noroeste.

Egwene miró hacia el campamento de Rand. Aún no había señales del Dragón.

—Ven —dijo mientras tocaba con los talones a Tamiz para que echara a andar hacia la fuerza murandiana.

Gawyn se situó a su lado y Chubai encabezó una tropa de veinte soldados como guardia personal.

Roedran era un hombre corpulento envuelto en rojo y oro; Egwene casi podía oía los gemidos del caballo del monarca con cada paso que daba. Tenía el cabello ralo, más blanco que negro, y la observó con una inesperada mirada perspicaz. El rey de Murandy era poco más que gobernante de una ciudad, Lugard, pero los informes de Egwene apuntaban que ese hombre no lo estaba haciendo mal en cuanto a expandir su dominio. Disponiendo de unos pocos años, seguramente podría tener un reino al que llamar suyo.

Roedran levantó una mano carnosa para detener su procesión. Egwene refrenó al caballo y esperó a que el monarca se aproximara a ella como era de rigor. Él no lo hizo.

Gawyn masculló una maldición. Egwene dejó que una sonrisa se le dibujara en los labios. Los Guardianes podían ser útiles, aunque sólo fuera para expresar lo que una no debía hacer. Por fin, taloneó al caballo para que avanzara.

—Así que sois la nueva Amyrlin. —Roedran le echó un vistazo—. Una andoreña.

—La Amyrlin no tiene nacionalidad —repuso Egwene con frialdad—. Despierta mi curiosidad que os encontréis aquí, Roedran. ¿Cuándo os envió una invitación el Dragón?

—No lo hizo. —Roedran llamó con un gesto de la mano a un copero para que le sirviera vino—. Pensé que iba siendo hora de que Murandy dejara de estar excluida de los acontecimientos.

—¿Y a través de qué accesos llegasteis? Seguro que no cruzasteis Andor para llegar hasta aquí.

Roedran vaciló.

—Vinisteis desde el sur —dijo Egwene mientras lo observaba con una mirada escrutadora—. Por Andor. ¿Elayne os mandó llamar?

—No me mandó nada —espetó Roedran—. La maldita reina me prometió que si apoyaba su causa anunciaría una proclamación de intenciones prometiendo no invadir Murandy. —Se calló, vacilante—. Además, tenía curiosidad por ver a este falso Dragón. Todo el mundo parece haber perdido el juicio en lo referente a él.

—Sabéis lo que va a tratarse en esta reunión, ¿verdad?

—Pues de disuadir a este hombre para que ponga freno a su afán de conquistas, o algo por el estilo —respondió él al tiempo que meneaba la mano en un gesto displicente.

—No está mal. —Egwene se echó hacia adelante—. He oído que la consolidación de vuestro reinado va por buen camino, y que es posible que Lugard ejerza verdadera autoridad en Murandy por primera vez.

—Sí —respondió Roedran, que se sentó más erguido en la silla—. Eso es verdad.

Egwene se inclinó un poco más.

—Sois bienvenido —dijo con suavidad—. Y no hay de qué —añadió con una sonrisa, como si hablara con segundas.

Hizo dar media vuelta a Tamiz y se alejó, seguida por su séquito.

—Egwene, ¿de verdad acabas de hacer lo que parece? —le preguntó en voz baja Gawyn, que había puesto su caballo a la altura del de ella.

—¿Te parece que está preocupado? —preguntó Egwene a su vez.

—Mucho —contestó Gawyn tras mirar hacia atrás.

—Excelente.

Gawyn cabalgó en silencio un momento y entonces esbozó una amplia sonrisa.

—Eso ha sido absolutamente malvado.

—Es tan groseramente zafio como decían de él los informes —dijo Egwene—. Que pase unas cuantas noches en vela preguntándose de qué forma ha estado moviendo la Torre Blanca los hilos de su reino. Si me siento especialmente vengativa, amañaré unos cuantos secretos para que los descubra. Bien, pues, ¿dónde se ha metido ese pastor? Tiene la audacia de exigir que todos nos...

Dejó la frase sin acabar cuando lo vio acercarse al punto de reunión. Caminaba a través de un pastizal marchito, vestido de rojo y oro. Un fardo enorme flotaba en el aire a su lado, sostenido por tejidos que eran invisibles para ella.

La hierba reverdecía a sus pies.

Era una transformación paulatina. Allí donde pisaba, el césped se recobraba y se extendía a partir de él como una suave oleada de luz colándose por los postigos. Los hombres se echaban hacia atrás; los caballos pateaban el suelo. En cuestión de minutos, todo el círculo de tropas se encontraba sobre hierba revivida.

¿Cuánto hacía que no veía un prado verde? Egwene, que había contenido la respiración, soltó el aire despacio. Parte de la penumbra debida al cielo plomizo hacía desaparecido.

—Daría un buen puñado de dinero por saber cómo hace eso —masculló entre dientes.

—¿Algún tejido? —sugirió Gawyn—. Yo he visto Aes Sedai que hacían brotar flores en invierno.

—No sé de ningún tejido que tenga un alcance tan grande —contestó Egwene—. La sensación es de ser tan... natural. Ve a ver si consigues descubrir qué es lo que hace. A lo mejor una de las Aes Sedai con Guardianes Asha’man te revela la verdad.

Gawyn asintió con un cabeceo y se marchó disimuladamente.

Rand caminaba con tranquilidad, con decisión. El fardo de tela que transportaba con Aire empezó a desenrollarse delante de él. Grandes franjas de lona ondearon en el aire y se trenzaron unas con otras dejando tras de sí largas estelas. Mástiles de madera y postes de metal salieron del enorme envoltorio y Rand los asió con hilos de Aire invisibles y los hizo girar.

En ningún momento cambió el ritmo del paso. No miró el torbellino de tela, madera y hierro mientras la lona ondulaba delante de él como un pez de las profundidades. Pequeños terrones se levantaron del suelo. Algunos soldados brincaron.

«Se ha convertido en todo un experto en dar un espectáculo», pensó Egwene mientras los postes giraban y se metían en los agujeros del suelo. Amplias bandas de tela se envolvieron alrededor de los postes y se ataron. En cuestión de segundos, un pabellón gigantesco estaba montado; la bandera del Dragón ondeaba a un extremo y la bandera con el antiguo símbolo Aes Sedai lo hacía en el otro.

Rand no se detuvo al llegar al pabellón, y los laterales de lona se apartaron para dejarlo pasar.

—Cada uno de vosotros puede traer a cinco acompañantes —anunció mientras entraba.

—Silviana, Saerin, Romanda, Lelaine —dijo Egwene—. Gawyn será el quinto cuando regrese.

Las Asentadas que se quedaban atrás soportaron en silencio la decisión. No podían protestar porque eligiera a su Guardián para protección y a su Guardiana para tener apoyo. Las otras tres que había elegido estaban consideradas por la mayoría de las hermanas entre las más influyentes en la Torre, y de las cuatro en total había dos Aes Sedai de Salidar y dos partidarias de la Torre Blanca.

Los otros dirigentes permitieron que Egwene entrara antes que ellos. Todos eran conscientes de que ese enfrentamiento era, en el fondo, entre Rand y ella. O, más bien, entre el Dragón y la Sede Amyrlin.

Dentro del pabellón no había sillas, aunque Rand tenía colgadas esferas de luz en los rincones, y un Asha’man dejó una mesa pequeña en el centro. Egwene hizo un recuento rápido. Trece esferas luminosas.

Rand se encontraba de cara a ella, con los brazos en la espalda, asiendo con la única mano el otro antebrazo, como había tomado por costumbre hacer. Min se hallaba a su lado, con una mano en el brazo de Rand.

—Madre —empezó él al tiempo que hacía una inclinación de cabeza.

Así que fingiría un trato de respeto. Egwene respondió con un saludo semejante.

—Lord Dragón —dijo.

Los otros dirigentes y sus reducidos séquitos entraron a continuación, muchos haciéndolo con timidez, hasta que llegó Elayne y el pesar reflejado en su rostro se aligeró cuando él le dirigió una cálida sonrisa. Esa cabeza hueca todavía estaba impresionada con Rand, complacida por el modo en que había logrado intimidar a todos para que acudieran allí. Elayne lo consideraba una cuestión de orgullo cuando él lo hacía bien.

«¿Y tú no sientes orgullo en cierta medida? —se preguntó a sí misma—. Rand al’Thor, otrora un simple chico de pueblo y casi tu prometido, es ahora el hombre más poderoso del mundo. ¿No te sientes orgullosa de lo que ha hecho?»

Un poco, quizá.

Entraron los fronterizos, encabezados por el rey Easar de Shienar, y en ellos no había nada de timidez. A continuación, los domani, dirigidos por un hombre mayor que Egwene no conocía.

—Alsalam —le susurró Silviana con aparente sorpresa—. Ha regresado.

Egwene frunció el entrecejo. ¿Por qué ninguno de sus informadores le había dicho que Alsalam había aparecido? Luz. ¿Sabía Rand que la Torre Blanca había intentado tomarlo bajo su custodia? Ella misma no había descubierto ese hecho hasta pocos días atrás, enterrado en un montón de papeles de Elaida.

Entró Cadsuane, y Rand la saludó con un gesto de la cabeza, como dándole permiso. Ella no llevaba cinco acompañantes, pero tampoco parecía que Rand quisiera incluirla entre los cinco de Egwene. Eso le pareció un molesto precedente. Perrin entró con su esposa y se quedaron a un lado. Él cruzó los brazos, gruesos como troncos; llevaba su nuevo martillo colgado del cinturón. Era más fácil de entender que Rand. Estaba preocupado, pero confiaba en Rand. Y Nynaeve también, maldita fuera. Se situó cerca de Perrin y de Faile.

Los jefes de clan Aiel y las Sabias entraron en gran número; aquello de «llevar cinco acompañantes» dicho por Rand, seguramente significaba que eran cinco por cada jefe de clan. Algunas Sabias, incluidas Sorilea y Amys, se dirigieron hacia el lado del pabellón donde se encontraba Egwene.

«La Luz las bendiga», pensó Egwene, y soltó la respiración que había contenido. Los ojos de Rand se posaron un breve instante en las mujeres, y Egwene captó una leve tensión en los labios del hombre. Estaba sorprendido de que no lo apoyaran todos los Aiel, del primero al último.

El rey Roedran de Murandy fue uno de los últimos en presentarse en la tienda, y Egwene reparó en algo curioso cuando el monarca hizo su entrada. Varios Asha’man de Rand —uno de ellos arafelino— se desplazaron para situarse detrás de Roedran. Otros, próximos a Rand, adoptaron una actitud tan alerta como gatos que han visto merodear cerca a un lobo.

Rand se acercó al hombre —más grueso y más bajo— y lo miró a los ojos desde su altura. Roedran tartamudeó algo incomprensible y después empezó a enjugarse la frente con un pañuelo. Rand siguió mirándolo con fijeza.

—¿Qué ocurre? —demandó Roedran—. Sois el Dragón Renacido, según dicen. Que yo sepa, no os...

—Silencio —instó Rand al tiempo que alzaba un dedo.

Roedran enmudeció de inmediato.

—Así me abrase la Luz —dijo Rand—. Tú no eres él, ¿verdad?

—¿Quién? —preguntó Roedran.

Rand le dio la espalda e hizo un gesto con la mano para que los Asha’man dejaran de estar en alerta. Así lo hicieron, aunque de mala gana.

—Estaba convencido de que... —empezó Rand; luego sacudió la cabeza—. ¿Dónde estás?

—¿Quién? —inquirió Roedran, casi con voz chillona.

Rand no le hizo caso. Los faldones de la entrada al pabellón por fin habían dejado de abrirse y no quedaba nadie por entrar.

—Bien —dijo Rand—. Ya estamos todos aquí. Gracias por venir.

—Como si hubiésemos tenido otra opción —refunfuñó Gregorin. Lo acompañaban cinco nobles illianos, todos miembros del Consejo de los Nueve—. Nos encontramos atrapados entre vos y la Torre Blanca, vaya si lo estamos. Así la Luz nos abrase.

—A estas alturas sabréis que Kandor ha caído y que Caemlyn ha sido tomada por la Sombra —continuó Rand—. Por otro lado, los últimos malkieri que quedan se defienden del ataque en el desfiladero de Tarwin. Se nos viene encima el fin.

—Entonces, ¿qué hacemos plantados aquí, Rand al’Thor? —demandó el rey Paitar de Arafel. Al hombre mayor sólo le quedaba una estrecha franja de cabello canoso en la cabeza, pero aún tenía unos hombros anchos y resultaba intimidante—. ¡Acabemos con esta representación y pongámonos en marcha, hombre! Nos espera la batalla.

—Os prometo que tendréis lucha, Paitar —repuso suavemente Rand—. Toda cuanta seáis capaz de soportar, y después, más. Hace tres mil años me enfrenté en batalla a las fuerzas del Oscuro. Contábamos con las maravillas de la Era de Leyenda, con Aes Sedai capaces de hacer cosas que os darían vértigo, con ter’angreal que permitían volar a la gente y hacerla inmune a los golpes. Y, aun así, ganamos por los pelos. ¿Os habéis planteado eso? Nos enfrentamos a la Sombra más o menos en la misma situación de entonces, con Renegados que no han envejecido. Sin embargo, nosotros no somos los mismos de antes. Ni por asomo.

El silencio se adueñó del pabellón. Los faldones ondearon con la brisa.

—¿Qué quieres decir con eso, Rand al’Thor? —inquirió Egwene, que se cruzó de brazos—. ¿Que estamos condenados?

—Digo que necesitamos un plan y presentar un frente unido —contestó Rand—. Eso es lo que no hicimos la última vez y casi nos costó la guerra. Cada cual pensaba que sabía hacerlo mejor que los demás. —Le sostuvo la mirada a Egwene—. En aquellos tiempos, todos, hombres y mujeres, se consideraban el mejor de los líderes. Un ejército de generales. Fue eso por lo que estuvimos a punto de perder. Eso, lo que provocó la infección. Y el Desmembramiento. Y la locura. Yo fui tan culpable como cualquier otro. Tal vez el que más.

»No permitiré que ocurra de nuevo. ¡No voy a salvar este mundo sólo para que sea destruido una segunda vez! No moriré por las naciones sólo para que se revuelvan unas contra otras en el momento en que haya caído el último trolloc. Estáis haciendo planes para eso. Así me abrase la Luz, ¡sé que los estáis haciendo!

Habría sido fácil perderse las miradas feroces que intercambiaron Gregorin y Darlin, o la expresión de codicia con que Roedran observaba a Elayne. ¿Qué naciones quedarían destrozadas por este conflicto y cuáles se ofrecerían —por puro altruismo— a ayudar a sus vecinos? ¿Cuánto tardaría el altruismo en transformarse en avaricia, en la ocasión de apoderarse de otro trono?

Muchos de los gobernantes que estaban allí eran personas decentes. Pero hacía falta ser algo más que una persona decente para poseer tanto poder y no ir más lejos. Incluso Elayne había engullido otro país cuando se le presentó la ocasión. Y volvería a hacerlo. Era la naturaleza de los dirigentes, la naturaleza de las naciones. En el caso de Elayne, incluso parecía apropiado, ya que Cairhien, bajo su mandato, se encontraría en mejor posición que antes.

¿Cuántos pensarían lo mismo? ¿Que ellos, por supuesto, gobernarían mejor o sabrían reinstaurar el orden en otros reinos?

—Nadie quiere la guerra —dijo Egwene, con lo que atrajo sobre sí la atención de la multitud—. Sin embargo, creo que lo que intentas hacer aquí supera tus competencias, Rand al’Thor. No puedes cambiar la naturaleza humana ni puedes acomodar el mundo a tu capricho. Deja que la gente dirija sus vidas y elija su camino.

—No lo haré, Egwene —contestó Rand.

Había fuego en sus ojos, como el que había visto en ellos cuando Rand buscó por primera vez atraer a los Aiel a su causa. Sí, esa emoción parecía muy propia de Rand, la frustración porque la gente no entendiera el mundo tan bien como él creía que lo entendía.

—Pues no veo qué más puedes hacer —le dijo Egwene—. ¿Nombrarías un emperador, alguien que nos gobierne a todos? ¿Te convertirías en un tirano, Rand al’Thor?

Él no espetó una réplica. Extendió la mano hacia un lado, y uno de sus Asha’man le puso en ella un papel enrollado. Rand lo asió y lo colocó en la mesa. Utilizó el Poder para desenrollarlo y para sujetarlo en el tablero.

El ingente documento estaba escrito con letras apretadas y menudas.

—Lo llamo la Paz del Dragón —anunció con voz suave Rand—. Y es una de las tres cosas que os voy a requerir. El precio que os pediré como pago a cambio de mi vida.

—Déjame que vea eso.

Elayne alargó la mano hacia el papel y fue obvio que Rand soltó el tejido, puesto que ella pudo recogerlo de la mesa antes que cualquiera de los otros sorprendidos gobernantes.

—Fija las fronteras de vuestras naciones en sus posiciones actuales —explicó Rand, de nuevo con los brazos a la espalda—. Prohíbe que un país ataque a otro y exige la apertura de una gran escuela en cada capital, financiadas en su totalidad y abiertas a aquellos que deseen aprender.

—Hace algo más que eso —intervino Elayne, que seguía con un dedo el escrito a medida que lo leía—. El ataque a otro país o iniciar una disputa fronteriza tendrá como consecuencia la intervención obligada de las otras naciones del mundo en defensa del país atacado. ¡Luz! Restricciones arancelarias para prevenir la estrangulación de economías, barreras en matrimonios entre dirigentes de naciones a menos que las dos líneas de gobierno estén claramente separadas, disposiciones para quitarle las tierras a un lord que dé inicio a un conflicto... Rand, ¿de verdad esperas que firmemos esto?

—Sí.

La manifiesta indignación de los dirigentes fue inmediata, aunque Egwene se mantuvo tranquila y lanzó unas cuantas miradas a las otras Aes Sedai. Las hermanas parecían preocupadas. Y con razón; y eso sólo era parte del «precio» de Rand.

Los gobernantes murmuraban; todos deseaban echar un vistazo al documento, pero no querían acercarse a Elayne y mirar por encima de su hombro. Menos mal que Rand lo había previsto, y versiones más pequeñas del documento se distribuyeron entre los dirigentes.

—¡Pero a veces existen buenas razones para llegar a un conflicto! —opinó Darlin mientras leía su copia del documento—. Como disponer de una zona de contención entre el propio país y un vecino agresivo.

—¿Y qué pasa si hay súbditos nuestros que viven fuera de nuestras fronteras? —añadió Gregorin—. ¿No tendríamos la posibilidad legal, merced a un mandato de naciones, que nos permitiera intervenir y protegerlos si están oprimidos? ¿Y si alguien como los seanchan reclama territorios que son nuestros? ¡Prohibir la guerra es ridículo!

—Estoy de acuerdo —convino Darlin—. ¡Lord Dragón, deberíamos tener el mandato de naciones que nos permitiera defender una tierra que es legítimamente nuestra!

—Yo estoy más interesada en oír sus otros dos requerimientos —dijo Egwene para cortar las discusiones.

—Ya sabes cuál es uno de ellos —apuntó Rand.

—Los sellos.

—Firmar este documento no tendría relevancia para la Torre Blanca, por supuesto —continuó Rand, haciendo caso omiso del comentario—. No veo cómo podría prohibiros que ejercieseis influencia en las naciones. Sería una estupidez.

—Ya es una estupidez —repuso Elayne.

Egwene pensó que Elayne no estaba tan orgullosa de él ahora.

—Y, mientras haya juegos políticos en los que participar —prosiguió Rand, dirigiéndose a Egwene—, las Aes Sedai los dominarán. De hecho, este documento os beneficia. La Torre Blanca siempre ha pensado que la guerra es, según decís, un acto sin visión de futuro. A cambio, exijo otra cosa de vosotras. Los sellos.

—Soy su Guardiana.

—Sólo de nombre. Acaban de descubrirse, y están en mi poder. Que me haya dirigido antes a ti para hablarte de ellos, sólo ha sido por respeto a tu título tradicional.

—¿Hablarme? No hiciste una petición. No hiciste un requerimiento. Viniste, me dijiste lo que ibas a hacer y te marchaste.

—Tengo los sellos —repitió Rand—. Y los romperé. No permitiré que nada ni nadie, ni siquiera tú, se interponga entre mi obligación con este mundo y yo.

Alrededor de ellos seguían las discusiones sobre el documento, dirigentes que hablaban en voz baja con confidentes y vecinos. Egwene avanzó hasta ponerse delante de Rand al otro lado de la pequeña mesa, sin que de momento nadie les hiciera caso a ninguno de los dos.

—No los romperás si te lo impido, Rand.

—¿Y por qué ibas a querer impedírmelo, Egwene? Dame una sola razón de por qué sería una mala idea hacerlo.

—¿Una única razón aparte de que eso dejaría al Oscuro libre de entrar en el mundo?

—No ocurrió eso durante la Guerra del Poder —objetó Rand—. Podría tocar el mundo, pero el hecho de que la Perforación quede abierta no lo dejará libre. No de inmediato.

—¿Y cuál fue entonces el precio de permitirle que lo tocara? ¿Cuál es ahora? Horrores, atrocidades, destrucción. Sabes lo que le está pasando al mundo. Los muertos caminan. La extraña distorsión del Entramado. ¡Eso es lo que pasa con los sellos simplemente debilitados! ¡Qué pasaría si se rompen? Sólo la Luz lo sabe.

—Es un riesgo que debemos correr.

—No estoy de acuerdo. Rand, no sabes qué ocasionará desbloquear los sellos, no sabes si así podría escapar. No sabes lo cerca que estuvo de salir cuando la Perforación quedó asegurada por última vez. ¡Romper esos sellos podría destruir el propio mundo! ¿Y si nuestra única esperanza radica en el hecho de que esta vez hay barreras que obstaculizan su entrada, que no está completamente liberado?

—No funcionará, Egwene.

—Eso no lo sabes con seguridad. ¿O sí lo sabes?

—Muchas cosas en la vida no son seguras —contestó él, vacilante.

—De modo que no lo sabes. Bien, yo he estado buscando, leyendo, escuchando. ¿Has leído las obras de quienes han estudiado sobre esto, que han meditado sobre ello?

—Especulaciones de Aes Sedai.

—¡Es la única información que tenemos, Rand! Abre la prisión del Oscuro y podría perderse todo. Hemos de ser más cautos. ¡Para eso existe la Sede Amyrlin, esto es parte de por qué se fundó la Torre Blanca, para empezar!

Rand se quedó pensativo. Luz. Estaba reflexionando. ¿Conseguiría llegar hasta él?

—No me convence, Egwene —contestó Rand con suavidad—. Si voy a enfrentarme a él y los sellos no están rotos, mi única opción será realizar otra solución imperfecta. Un parche, algo peor incluso que la última vez... a causa de que los sellos viejos y debilitados están ahí y sólo estaré echando otra capa de yeso encima de unas grietas profundas. ¿Quién sabe cuánto durarán los sellos esta vez? Dentro de unos pocos siglos, podríamos estar enzarzados de nuevo en la misma batalla.

—¿Tan malo es eso? —inquirió Egwene—. Al menos es seguro. Sellaste la Perforación la última vez. Sabes cómo hacerlo.

—Podemos acabar afectados de nuevo por la infección.

—Esta vez estamos advertidos. No, no sería lo ideal. Pero, Rand... ¿de verdad tenemos que correr ese riesgo? ¿Poner en peligro el destino de todo ser vivo? ¿Por qué no tomar el camino fácil, el camino conocido? Restaura los sellos otra vez. Apuntala la prisión.

—No, Egwene. —Rand retrocedió—. ¡Luz! ¿Se trata de eso? Quieres que el Saidin vuelva a contaminarse. Vosotras, las Aes Sedai... ¡Os sentís amenazadas por la posibilidad de que hombres capaces de encauzar puedan socavar vuestra autoridad!

—Rand al’Thor, no te atrevas a llegar a ese nivel de estupidez.

Él le sostuvo la mirada. Los dirigentes no parecían estar prestando atención a su conversación a pesar de que el mundo dependía de ella. Escudriñaban el documento de Rand y mascullaban con indignación. Quizá tal era su finalidad, distraerlos con el documento y después lanzarse a la verdadera pelea.

Muy despacio, la ira se borró del semblante del hombre; alzó la mano para tocarse la cabeza.

—Por la Luz, Egwene. Todavía consigues, como la hermana que nunca tuve, enredarme hasta armarme un lío y conseguir que me enfurezca contigo y que al mismo tiempo te quiera.

—Por lo menos soy consecuente —le contestó.

Ahora hablaban en voz baja, inclinados sobre la mesa el uno hacia el otro. A un lado, Perrin y Nynaeve probablemente se encontraban lo bastante cerca para oírlos, y Min se había unido a ellos. Gawyn había regresado, pero se mantenía a distancia. Cadsuane se dio la vuelta y miró en otra dirección... de un modo en exceso exagerado. Estaba atenta a lo que decían.

—No planteo este argumento por una absurda esperanza de que la infección se repita —manifestó Egwene—. Me conoces lo suficiente para saber que no caería en eso. De lo que se trata es de proteger a la humanidad. No me entra en la cabeza que estés dispuesto a poner en peligro todo por una remota posibilidad.

—¿Una remota posibilidad? Hablamos de entrar en la oscuridad en lugar de dar comienzo a otra Era de Leyenda. Podríamos tener paz y acabar con el sufrimiento. O podríamos tener otro Desmembramiento. Luz, Egwene, no estoy seguro de poder restaurar los sellos o de hacer otros nuevos a tal propósito. El Oscuro debe de estar preparado para ese plan.

—¿Y tú tienes otro?

—Te lo he estado explicando. Romper los sellos viejos para librarnos de la obturación defectuosa e intentarlo de nuevo de otro modo.

—El precio del fracaso es el propio mundo, Rand. —Egwene se quedó pensativa—. Aquí hay algo más. ¿Qué es lo que no me estás contando?

Rand pareció vacilar y, por un instante, le recordó al muchacho al que antaño había sorprendido en cierta ocasión acercándose a hurtadillas con Mat para arramblar con algunos pastelillos de la señora Cauthon.

—Voy a acabar con él, Egwene.

—¿Con quién?

—Con el Oscuro.

Ella se apartó bruscamente hacia atrás, estupefacta.

—Lo siento, ¿qué has...?

—Que voy a acabar con él —repitió Rand con vehemencia al tiempo que se echaba hacia adelante un poco más—. Voy a matar al Oscuro. Jamás tendremos verdadera paz mientras él siga aquí, al acecho. Desgarraré la prisión para abrirla, entraré y me enfrentaré a él. Construiré una prisión nueva si es preciso, pero antes voy a intentar poner fin a esto. Para proteger el Entramado, la Rueda, de una vez por todas.

—¡Luz, Rand, estás loco!

—Sí. Eso es parte del precio que he de pagar. Por suerte. Sólo un hombre que estuviera sonado se atrevería a intentar esto.

—Me opondré a esa acción, Rand —susurró ella—. No dejaré que nos arrastres a todos al desastre. Atiende a razones. La Torre Blanca debería dirigirte, guiarte en esto.

—Ya sé lo que la Torre Blanca entiende por dirección y guía, Egwene. Lo he vivido. Dentro de un arcón, maltratado y golpeado a diario.

Los dos se miraron fijamente, sosteniéndose la mirada. Cerca, continuaban otras discusiones.

—A mí no me importa firmar esto —dijo Tenobia—. Me parece bien.

—¡Bah! —gruñó Gregorin—. A los fronterizos os trae sin cuidado todo lo relacionado con la política del sur. ¿Queréis firmarlo? Bien, me alegro por vos. Yo, sin embargo, no encadenaré mi país a la pared.

—Curioso —comentó Easar. El sosegado hombre meneó la cabeza de forma que el blanco mechón atado en la coronilla se meció—. Que yo sepa, no es vuestro país, Gregorin. A menos que presupongáis que el lord Dragón morirá, y que Mattin Stepaneos no exigirá que le sea devuelto su trono. Puede que esté conforme con que el lord Dragón lleve la Corona de Laurel, pero no vos, de eso estoy seguro.

—¿No es un sinsentido todo esto? —preguntó Alliandre—. Los seanchan son ahora nuestra preocupación, ¿o no? No podrá haber paz mientras ellos estén aquí.

—Sí —convino Gregorin—. Los seanchan y esos malditos Capas Blancas.

—Nosotros lo firmaremos —dijo Galad.

De algún modo, la copia oficial del documento había acabado en manos del capitán general de los Hijos de la Luz. Egwene no lo miró. Resultaba difícil no quedarse mirándolo. Amaba a Gawyn, no a Galad, pero... Vaya, que no era fácil dejar de mirarlo.

—Mayene también lo firmará —manifestó Berelain—. La voluntad del lord Dragón me parece totalmente justa.

—Pues claro que los firmaríais —resopló con desdén Darlin—. Milord Dragón, este documento parece redactado para proteger más los intereses de algunas naciones que los de otras.

—Quiero saber cuál es su tercer requerimiento —intervino Roedran—. No me importa nada el tema de los sellos; son asuntos de Aes Sedai. Adelantó que había tres requerimientos, y hasta ahora sólo hemos oído dos de ellos.

—El tercero y último requerimiento —dijo Rand, que había enarcado una ceja—, lo último que tendréis que pagarme a cambio de mi vida en las laderas de Shayol Ghul, es esto: yo dirigiré vuestros ejércitos en la Última Batalla. Total y absolutamente. Haréis lo que os mande, iréis a donde diga que vayáis, lucharéis donde os ordene.

Aquello desencadenó un estallido de discusiones aún mayor que el anterior. Obviamente era el requisito menos desmedido de los tres. Si bien era imposible por razones que Egwene ya había determinado.

Los dirigentes lo veían como un ataque a su soberanía. En medio del jaleo, Gregorin miró ceñudo a Rand, sin apenas respeto. Gracioso, puesto que era el que tenía menos autoridad de todos los presentes. Darlin meneó la cabeza; por su parte, Elayne estaba furiosa.

Los que se hallaban de parte de Rand, sobre todo los fronterizos, argüían con los que protestaban.

«Están desesperados —pensó Egwene—. Los están invadiendo.» Probablemente pensaban que, si se entregaba el mando al Dragón, se pondrían en marcha de inmediato para defender las Tierras Fronterizas. Darlin y Gregorin jamás accederían a eso. Sintiendo el aliento de los seanchan en el cogote, nunca. Luz, qué desbarajuste.

Egwene prestó atención a las discusiones con la esperanza de que el guirigay pusiera nervioso a Rand. En otros tiempos puede que hubiera sido así. Ahora se quedó en silencio y observó, con los brazos cruzados a la espalda. En su rostro había una expresión serena, aunque Egwene estaba cada vez más convencida de que sólo era una máscara. Ya había visto arranques de su genio. Desde luego se controlaba mucho más ahora, lo cual no significaba en absoluto que no tuviera emociones.

Egwene se sorprendió esbozando una sonrisa. Por mucho que protestara de las Aes Sedai, por mucho que insistiera en que no dejaría que lo controlaran, actuaba cada vez más como una de ellas. Egwene se preparó para hablar y controlar la situación, pero algo cambió en la tienda. Una... sensación en el aire. Fue como si Rand atrajera su mirada hacia él. Fuera sonaba algo, ruidos que no lograba identificar. ¿Era un débil crujido? ¿Qué estaba haciendo Rand?

Las discusiones enmudecieron. Los dirigentes, uno a uno, se volvieron hacia él. Fuera, el brillo del sol perdió intensidad, y Egwene agradeció que hubiera creado las esferas de luz.

—Os necesito —les dijo en voz queda Rand—. El mundo os necesita. Discutís. Sabía que lo haríais, pero ya no tenemos tiempo para discusiones. Sabed esto: no podéis disuadirme de mis planes. No podéis obligarme a que os obedezca. Ni la fuerza de las armas ni ningún tejido del Poder Único puede obligarme a que me enfrente al Oscuro por vosotros. He de hacerlo por propia voluntad.

—¿De verdad os jugaríais el mundo a cara o cruz por esto, lord Dragón? —preguntó Berelain.

Egwene sonrió. La ligera de cascos ya no parecía tan segura de haber elegido bien de parte de quién estaba.

—No tendré que hacerlo —contestó Rand—. Firmaréis el documento. No hacerlo significa la muerte.

—Eso es extorsión —barbotó Darlin.

—No.

Rand sonrió hacia los Marinos, los cuales, situados al lado de Perrin, apenas habían abierto la boca. Se habían limitado a leer el documento y a hacer asentimientos de cabeza entre ellos, como si estuvieran impresionados.

—No, Darlin —prosiguió—. No es extorsión. Es un acuerdo. Yo tengo algo que vosotros necesitáis. A mí. Mi sangre. Mi vida. Todos hemos sabido eso desde el principio; las Profecías lo exigen. Como necesitáis eso de mí, os lo venderé a cambio de un legado de paz que equilibre el legado de destrucción que le dejé al mundo la última vez.

Recorrió con la mirada la asamblea y la detuvo brevemente en todos y cada uno de los dirigentes. Egwene percibió la determinación de Rand casi como algo físico. Quizás era su naturaleza ta’veren, o tal vez sólo se debía a la importancia del momento. La presión creció dentro del pabellón de tal modo que costaba trabajo respirar.

«Va a conseguirlo —pensó Egwene—. Protestarán, pero se doblegarán a sus exigencias.»

—No —dijo en voz alta, rompiendo la pesadez del aire—. No, Rand al’Thor, no permitiremos que nos coacciones para que firmemos tu documento, para que tengas exclusivo control de esta batalla. Y eres un redomado estúpido si piensas que voy a creer que dejarás que el mundo, tu padre, tus amigos, todos aquellos a los que amas, la humanidad entera, acaben masacrados por los trollocs si te desafiamos.

Él le sostuvo la mirada y, de repente, Egwene no se sintió tan segura como antes. Luz, no se negaría, ¿verdad? ¿Sacrificaría el mundo?

—¿Osáis llamar estúpido al lord Dragón? —demandó Narishma.

—A la Amyrlin no se le puede hablar de ese modo —intervino Silviana, que se puso al lado de Egwene.

Las discusiones se reanudaron, esta vez con más fuerza. Rand no apartó los ojos de los de ella, y Egwene vio reflejarse en el rostro del hombre un destello de ira. El griterío aumentó, la tensión creció. Malestar. Cólera. Odios ancestrales que volvían a estallar avivados por el terror.

Rand tenía la mano apoyada en la espada que llevaba últimamente —la que tenía la vaina adornada con dragones— y el otro brazo doblado hacia atrás.

—Cobraré mi precio, Egwene —gruñó.

—Exige lo que quieras, Rand. No eres el Creador. Si vas a la Última Batalla con esa actitud insensata, estaremos muertos todos en cualquier caso. Si te combato, entonces hay una posibilidad de que te haga cambiar de opinión.

—La Torre Blanca siempre ha sido una lanza en mi garganta —espetó Rand—. Siempre, Egwene. Y ahora tú te has convertido en una de ellas.

Le sostuvo la mirada. Por dentro, sin embargo, Egwene empezaba a no sentirse tan segura. ¿Y si las negociaciones se rompían? ¿De verdad dirigiría a sus soldados a luchar contra los de Rand?

Se sintió como si hubiera tropezado con una piedra al borde de un precipicio y estuviera inclinándose hacia el vacío. ¡Tenía que haber un modo de detener aquello, de salvar la situación!

Rand dio media vuelta. Si salía del pabellón, sería el fin.

—¡Rand! —llamó.

Él se paró.

—No voy a ceder, Egwene —dijo, volviéndose hacia ella.

—No hagas esto. No lo tires todo por la borda.

—No puede evitarse.

—¡Claro que se puede! ¡Lo único que tienes que hacer es dejar de comportarte como un testarudo cabeza hueca por una vez en tu vida, así te abrase la Luz!

Egwene se echó hacia atrás. ¿Cómo era posible que le hubiera hablado así, como si volvieran a estar en Campo de Emond, en aquellos tiempos de adolescentes?

Rand se quedó mirándola en silencio un instante.

—Bueno, tú también podrías dejar de comportarte como una redomada mocosa consentida y engreída por una vez en tu vida, Egwene. —Alzó — los brazos—. ¡Rayos y centellas! Esto ha sido una pérdida de tiempo.

Casi, casi, tenía razón. Egwene no se percató de que alguien nuevo entraba en el pabellón. Pero Rand sí se dio cuenta y giró sobre sí mismo a la vez que los faldones de la entrada se abrían y dejaban pasar la luz. Miró con el entrecejo fruncido al intruso.

El ceño desapareció tan pronto como vio a la persona que entraba.

Moraine.

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